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Epigramas funerarios

Estela con busto. Quersoneso tracio, siglo I d. C. Seis dísticos elegíacos.

Llora mi amargo destino, caminante.


A este sepulcro bajé yo, la pequeña Doxa, motivo
de duelo para el corazón de mi padre y para ti, madre,
un dolor tan profundo como la alegría
que antes les daba. La golondrina viajera
cuando volvía de lejos saludaba cada año
de mi vida, pero al tercero tuvo que llorar
mi muerte. Láquesis no me dio muchos años,
sólo estos meses, y dispuso que fueran mi vejez.
Todas las esperanzas que mis padres
guardaban para mí las tuvieron que abandonar
cuando con sus propias manos enterraron
mi cadáver en la tumba. Padre, te dejo
infinitas lágrimas. También a ti, madre,
que me engendraste. Me llevo conmigo al Hades
todas las esperanzas de ustedes.

EL ESCRIBA SATURNINO Y CALE, ESCLAVOS DEL CÉSAR, EN MEMORIA DE SU HIJA DOXA


Placa de piedra caliza. Hermópolis, Egipto, siglo III d. C. Cinco dísticos elegíacos.

No pases de largo ante mi tumba, motivo


de muchas lágrimas, caminante: si conoces algún canto
fúnebre concédeme la gracia de tu lamento. Aquí
un buen padre enterró el cadáver de su hijo, antes de tiempo,
ya que sólo tenía veinte años, nada más. Sabrás enseguida
su nombre. Te voy a decir cuál fue su patria querida: estás
viendo a un habitante de la ciudad de Hermes.
Desde que nací, mi padre Aquiles me llamaba su hijo
Dióscoro. Con amargas lágrimas me enterró, qué desgracia la mía,
un sacerdote a otro sacerdote. Pero los dioses no lo pueden todo:
también a los hijos de los bienaventurados los abatió la Moira.
Basamento con relieve. Roma, siglo II d. C. Dos epigramas paralelos en dísticos elegíacos. En el
relieve, el busto de la difunta, con una cítara a su izquierda y una lira a la derecha.

Esta modesta tumba guarda a Musa, de ojos oscuros, ruiseñor


de dulce voz, desde el día en que de repente quedó muda.
Muy sabia y conocida, ahora yace como una piedra. Hermosa
Musa, que la tierra te sea leve.

¿Qué odioso dios me arrebató con maldad a mi sirena?


¿Quién me robó a mi ruiseñor que en una sola noche
súbitamente se fue fundiéndose con las frías gotas
del rocío? Estás muerta, Musa. Se marchitaron esos ojos tuyos
y tus labios dorados se callaron. Ya no te quedan restos de belleza
ni inteligencia. Váyanse ahora, ansiedades amargas que hacen sufrir
el ánimo. Los hombres carecen de esperanzas y el Destino
es totalmente incierto.

A PETRONIA MUSA
Mitilene, siglo II d. C. Dos dísticos elegíacos

Bajo el campo de Lesbos enterró Balbo a su perra,


su ayudante y compañera de viajes por el ancho mar,
y rogó que la tierra fuera liviana para la perrita
que yace debajo. La misma gracia que les das
a los hombres, dásela también a los animales.
De la Antología Palatina

Atribuido a Ánite, poeta arcadia del 300 a. C.

(Epitafio de un delfín al que las olas han arrojado muerto a la playa: en otro tiempo, el animal
veía su propia efigie en el espolón de una nave, que representaba también a un delfín.)

Ya no puedo sacar fanfarrón mi cabeza emergiendo


del fondo del mar surcado por barcos;
no daré resoplidos, alegre por ver mi figura
cerca de los bellos labios de la nave.
La purpúrea marea del ponto me trajo a la costa
y aquí estoy en esta suave playa tendido.
De Perses, poeta tebano, siglo III a. C.

Inscripción para un cenotafio.

No previste, Teótimo, la puesta fatal del lluvioso


Arturo y te lanzaste a un tremendo viaje
y al surcar el Egeo en tu barco potente
con tus compañeros al Hades te condujo.
Aristódice y Éupolis, padres que te dieron vida,
llorando abrazan, ¡ay!, tu sepulcro vacío.
De Leónidas de Tarante, siglo III o II a. C.

Epigrama que pertenece a una serie sobre el famoso misántropo Timón de Atenas.

No me saludes ni preguntes quién soy ni de quiénes


provengo, más bien pasa de largo por mi estela
o, si no, a tu destino ojalá que no llegues; e incluso
si guardas silencio, que no llegues tampoco.

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