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Textos del “Libro de Obra” de Handel Guayasamin

arquitectura y piel

Nuestra piel nos cubre y nos protege, nos relaciona con el medio exterior y con los otros. Es
impresionante la cantidad de sensaciones que percibimos a través de ella. Del calor al frío, de la
caricia a la agresión, de la suavidad a la dureza.

Así nos enfrentamos al mundo originariamente. Luego nos vestimos, adicionamos una segunda piel
que resuelve nuestras necesidades de protección y abrigo. Esta segunda piel nos manifiesta cómo
somos y cómo nos sentimos para establecer nuestras relaciones con los otros.

La arquitectura es nuestra tercera piel. También nos protege y nos cobija pero sobre todo nos
expresa en las relaciones con los demás.

Protección, cobijo y manifestación de lo que somos o pretendemos ser. Eso es arquitectura y piel.

Nuestra piel nos corresponde y nos acompaña mientras vivimos: losana, suave y delicada cuando
niños, tersa y firme cuando jóvenes, arrugada y con manchas cuando viejos. Piel de obrero o
campesino, piel de empleado, piel de artista, piel de artesano, piel de político.

Al igual que nuestra piel, la arquitectura nos delata como individuos, como pueblos, como
sociedades.

Una arquitectura que envejece con dignidad, al igual que nuestra piel, es una arquitectura
honorable, que prevalece por su autenticidad y en la que están por demás los maquillajes.

espíritu de la materia

Los arquitectos trabajamos con materia y la transformamos en espacios. Resulta simpático cuando,
al referirse al proveedor de materiales escuchamos: le busca "el materialista" y no se trata del
estudiante de filosofía marxista sino del proveedor de ripio, arena o de piedras, se trata de quien
nos deja materiales, pero, ¿nos deja sólo materiales?

Los materiales tienen su espíritu y de ellos emanan sensaciones y expresiones imputables a los seres
humanos. La dureza de la piedra no es solo física, al igual que la transparencia del cristal. Tampoco
podemos dudar de la amabilidad de la madera o de la humanidad de la tierra.

Transformados en arquitectura, los materiales nos hablan, nos cuentan de sus orígenes y nos
trasladan a sus tiempos inmemoriales. Hace poco tiempo, en una pequeña tarjeta sacada a la suerte
de la gaveta por el lorito del amigo y poeta Carlos Covarrubias, la tarjeta decía: "tantas piedras
guardando la forma". Grata coincidencia.

¿Por qué los espacios -materia trabajada- nos provocan tan diversas sensaciones?. ¿Acaso no nos
mienten las antesalas de los abogados y nos provocan miedo las esperas de los dentistas, nos
humillan los vestíbulos de la opulencia y nos sobrecogen las capillas?.

Resulta complejo el hacer coincidir el espíritu creador con el espíritu de la materia. Cuando se
produce este encuentro, parecería que los espacios estuvieron ahí por siempre, que lo nuevo no
existe sino lo de siempre.
La materia nos traslada a lo inmaterial y viceversa. Es como si se cerrara el círculo y en él, nosotros
pasáramos de artífices a convertirnos en su instrumento.

Muchas veces, al terminar una obra, tuve ganas de permanecer en ella inserto en una piedra o en
una parte del muro.

De esta manera experimentaría lo que en esos espacios ocurre durante todo un día, o semanas, o
meses, o años.

Este sueño de convertirme en materia de la obra debe ser el sueño mayor de los arquitectos del
planeta. Quizá luego de esta experiencia muchos no volveríamos a hacer arquitectura.

¿Qué pasa cuando las piedras se juntan en el muro para sostenernos, o cuando las tablas se adosan
y se vuelven piso para - machihembradas - hacernos caminar, o los ladrillos se traban formando
paredes y se agrietan para observarnos y dividirnos, o las tejas se sobreponen en los techos para
protegernos? ¿Acaso no estamos ante mágicos encuentros de materiales comunitarios, que al
transformarse en muros, pisos, paredes o techos establecen con nosotros relaciones inmateriales?

¿Por qué será que en las piedras gimen los yaravíes, que en las maderas susurran los pasillos y en el
hormigón retumba el rock urbano?

el rito del sitio

Cada obra tiene su sitio. Los sitios son entes permanentes del planeta y del universo. A nosotros nos
ha tocado edificar en sitios concretos. Incorporar espacios fijados a estos sitios. ¿Cómo hacer que el
sitio acoja estas obras?.

¿Cómo hacer que la obra no ofenda al sitio?.

Los antiguos, antes de iniciar la construcción de la casa, la fortaleza o el templo, realizaban una
ceremonia para pedirle permiso al sitio y procurar la bendición de los dioses para los que a futuro
la habitarán. Sabia actitud que debemos respetar.

Este es el sentido del rito de la primera piedra, de la K´oa o la "mesa" de los aymaras, del sacrificio
o de ceremonias similares vigentes en otros pueblos. No se debe ofender a la Madre Tierra (la
Pachamama para los pueblos andinos).

Hay que ser grato y humilde con Ella.

El sitio nos ilumina, nos dice cómo orientar la obra, por dónde acceder, qué mirar. ¿Acaso podemos
dar las espaldas a los cerros, al valle o al mar? Debemos aprender de los vigorosos emplazamientos
de la arquitectura amerindia con más de 5000 años de historia.

Cada sitio en la naturaleza tiene sus propios ordenes y éstos no pueden ser trastocados a riesgo de
provocarla.

Cuando esto ocurre no hay suerte que nos salve ni dioses que nos protejan.

arquitectura para los hombres y para los dioses

Es cierto que cuando hacemos arquitectura estamos creando espacios que satisfacen necesidades
de seres vivos, entre ellos los humanos. También es cierto que las necesidades humanas no se
restringen a trabajar, descansar, recrearse, circular, intercambiar o alimentarse. También creamos
espacios para meditar, para orar, para el placer, para vivir.

Los espacios para la vida, no pueden ni deben diseñarse sólo a partir de la función, del orden que
impone la función o la razón de la función. En el desarrollo de todas las actividades humanas
interactúan la razón y el espíritu. La racionalidad estructura la función, el espíritu se nutre de
conocimiento, experiencia y sabiduría. También de las sensaciones, de las maneras de ser, de sentir,
de la cultura.

Son tan diversas las maneras del ser cultural, que todas nuestras actividades están marcadas
culturalmente. No es lo mismo comer -alimentar la máquina- en un local de comida rápida, que
comer -alimentar el cuerpo y el espíritu- en la casa de un amigo. Las diferencias no son sólo formales.
El rito del comer, sus tiempos, el espacio, adquieren dimensiones sustantivamente distintas.

¿Cómo pretendemos los arquitectos homogenizar las maneras de vivir? ¿Cómo pretendemos
homogenizar los espíritus? Imposible.

Si todo ser humano, de donde fuere o hubiere nacido, requiere satisfacer - de diversa manera - sus
necesidades materiales y espirituales, la arquitectura no puede circunscribirse al campo de la razón
y de la función. Por tanto, ¿cómo podemos ser funcionalistas o racionalistas?

Toda obra está atravesada por esta dualidad vital: razón y espíritu. Desde la más humilde morada,
hasta el palacio imperial; “del puente a la alameda” - como dice el vals - de la capilla a la basílica;
todas poseen en sí mismo materia y espíritu, razones y sensaciones.

Existen obras que no fueron hechas solamente para satisfacer necesidades humanas, sino para
establecer vínculos con los dioses. Esto ha ocurrido desde siempre y prevalecerá. Son obras cuya
escala es a veces reducida o de carácter monumental. No importa el tamaño, el espíritu de estas
obras es el mismo. Nos convocan a la introspección, a sentirnos parte del universo en esa dimensión
mínima e inconmensurable. A ser la parte y el todo en unidad indisoluble, circular y eterna. No
importa si estamos vivos o muertos.

Si somos materia y espíritu, parte y todo, humanos y dioses, ¿no será que la arquitectura que
producimos los humanos también es parte de esa dualidad indisoluble?

A estas alturas de la vida, estoy convencido que toda obra arquitectónica debe ser creada para los
hombres y al mismo tiempo para los dioses, a veces un poco más para los humanos, a veces un poco
más para los dioses.

arquitectura y globalización

Luego de la invasión de los EEUU a Irak, con mayor claridad comprendí que la globalización no era
un término inofensivo referido a la modernización, al progreso o al acceso a la información.
Comprendí que globalizarnos significaba aceptar la hegemonía de las superpotencias, de un sistema
y de una ideología que despreciaba la diversidad, que imponía sus valores y su forma de vida de la
manera más intolerante y prepotente. Que quienes manejan la maquinaria de la globalización: las
transnacionales de la comunicación, de la tecnología, del capital financiero, al mismo tiempo
manejan las transnacionales de la guerra, del hambre y de la miseria de millones de seres humanos
en el planeta.
Para quienes hacemos arquitectura en el tercer mundo, ¿qué significa globalizarnos?

Es asimilar y reproducir, en escalas muchas veces degradadas, los patrones de una arquitectura que
no nos pertenece, ni en sus contenidos, ni en sus formas, ni en sus procesos. ¿Todo esto a costa de
perder todo vestigio de identidad, de cultura, de sitio, de autenticidad?

¿Es consumir con actitud sumisa y acrítica los elementos tecnológicos producidos en el primer
mundo, muchos de ellos obsoletos o descalificados, otros inaccesibles por sus costos y otros que
simplemente no encajan con nuestro contexto cultural?

¿Es someternos a soluciones externas, cuyos propósitos no corresponden ni a nuestros problemas


ni a sus verdaderas soluciones?

¿Qué pasa con nuestras potencialidades para resolver necesidades básicas de pueblos y países con
aspiraciones verdaderamente sencillas, modestas, mesuradas? ¿No será que nos hemos
acostumbrado a una especie de complicidad, vagancia e indolencia? Estamos globalizados.

Todo proceso de colonización y de sometimiento pasa por la destrucción física de los referentes
materiales del pueblo a dominar. Paralelamente, el colonizador tiene que someter los espíritus,
arrinconar la cultura, la religiosidad, la lengua nativa. Atacar el alma, convertirnos en discapacitados
de espíritu. Si nos resistimos, entonces la historia está llena de ejemplos de cómo hay que "llevar la
democracia, la libertad y el desarrollo a estos pueblos salvajes". Para globalizarlos.

¿Acaso debemos abandonar siglos de estética por estar a la moda? ¿Acaso debemos avergonzarnos
de nuestras costumbres y ritos milenarios para festejar el Halloween y cantar el happy birthday?

¿Por qué preferimos un vaso de coca cola a un vaso de jugo de fruta fresca? Estamos globalizados.

En arquitectura estos desvaríos se expresan de diversas maneras: desvalorización de la arquitectura


popular, desvalorización de la construcción con materiales y técnicas tradicionales, desprecio a
nuestro recurso humano y a su saber, consumismo. Asimilación de estilos y estéticas foráneas.
¿Globalización?

Mientras los sectores más cultos del primer mundo están realizando un viraje de 360 grados hacia
lo ecológico, lo natural, lo artesanal, lo orgánico, nosotros nos empeñamos en agringarnos. A pesar
de que a ellos y a nosotros nos resulta carísimo el hacerlo. Nosotros nos globalizamos mientras ellos
supuestamente se "primitivizan".

¿Acaso no nos agreden las nuevas construcciones en bloque de cemento que por miles han invadido
los valles y laderas de nuestra serranía, nuestra costa y nuestro oriente, mientras vemos indolentes
cómo se degradan y caen las antiguas chozas, casas de tierra, de caña o de madera?. Estamos
globalizándonos.

¿Acaso no nos ofende la plastificación de nuestros campos, con miles de hectáreas cubiertas de
polietileno en invernaderos donde se miente a la naturaleza para que nunca se ponga el sol? Signos
de globalización.

¿Por qué nos hemos acostumbrado a tanta basura, a tanto plástico? Porque estamos globalizados!
Si nosotros no manejamos ni las comunicaciones, ni la tecnología ni el capital financiero, ¿podemos
acaso redireccionar la globalización, hacerla adecuada a nuestras necesidades? Difícil tarea. Casi un
despropósito. Quizá lo pertinente sea desglobalizarnos y ser lo que somos: iguales pero diferentes.

los clientes

La arquitectura sin clientes no existe y si existiera sería muy desgraciada. Detrás de toda obra hay
un cliente. Detrás de toda gran obra también hay un gran cliente.

Muchos arquitectos pretenden ocultar sus debilidades o sus desaciertos, haciendo responsables de
los errores cometidos en sus obras a los clientes.

Es como si el pintor o el escultor pretendiera justificar un pésimo retrato o una mala escultura
porque el o la modelo no eran los adecuados. Esta actitud sólo refleja la fragilidad del espíritu
creador del artista.

Todo cliente tiene su manera de ser y de vivir. Tiene su estética, sus gustos, sus sueños. Los
arquitectos tenemos nuestra formación y nuestra experiencia. Muchas veces distorsionada o
incompleta.

Los procesos de diseño son más claros cuando el cliente sabe lo que quiere y además lo que quiere
es correcto. Estos procesos son más tortuosos cuando esto no ocurre.

La relación entre cliente y arquitecto, constituye un proceso que pasa del momento inicial -
encuentro entre quien necesita el objeto arquitectónico con quien supuestamente lo sabe hacer - a
una convivencia intensa, en la que lo universal y particular de cada cliente debe ser aprendido y
procesado por el arquitecto para producir una obra – única e irrepetible - en la que se materializan
espacialmente los sueños del cliente y del arquitecto.

Mientras más intensa es la relación entre el arquitecto y el cliente, la obra es más vigorosa.

Cuando el cliente es un estúpido, lo que corresponde es no hacer el proyecto, peor construirlo. ¿Por
qué embarcarse en un viaje que de antemano sabemos va a ser catastrófico? ¿Sólo por un plato de
lentejas?

Una es la experiencia cuando se hace arquitectura para clientes que, al mismo tiempo, serán los
usuarios directos de los espacios que diseñamos y construimos. Otra es la experiencia de diseñar
espacios que se ofertan al mercado para potenciales usuarios. La mayoría de los habitantes del
planeta vive o trabaja en espacios diseñados y construidos por personas (no siempre arquitectos)
con las que el usuario nunca tuvo relación. Es como ponerse un traje de fabricación masiva, que el
usuario lo elige porque conviene a sus intereses y que puede ser hasta “de marca”. Hacerse casa
con arquitecto es como ir al sastre para que le hagan el traje a la medida. Este todavía es un privilegio
frecuente en nuestras sociedades.

Diseñar para el mercado, para el cliente en abstracto supone una altísima responsabilidad y gran
sensibilidad. Es crear espacios de calidad, durables, agradables y accesibles; en síntesis: bueno,
bonito y barato. Sin embargo, muchas veces nos encontramos con productos, que ofenden esta
profesión y que expresan de manera elocuente el poco respeto que muchos arquitectos tienen a
sus congéneres o a sí mismos.
Los referentes arquitectónicos deben ser procesados como tales - como referentes - al interior del
proceso de diseño, no como modelos. Los modelos atentan contra el proceso creativo, lo degradan,
lo convierten en reproductivo.

Como toda relación, la del arquitecto y su cliente debe ser transparente y auténtica. No se trata de
que el arquitecto utilice al cliente para hacer su proyecto o viceversa, que el cliente utilice al
arquitecto para imponer su idea (que nunca puede ser proyecto porque en ese caso ya no requeriría
de arquitecto).

Una intensa y productiva relación entre cliente y arquitecto enriquece el proyecto y hace que el
tiempo de obra sea un tiempo grato y vital para las partes involucradas.

Sin temor a equivocarme, creo poder afirmar que mis clientes ahora son mis amigos, muchos de
ellos entrañables. Dejaron de ser clientes. Esto también es hacer arquitectura.

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