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Presentación de Un género culpable de Eduardo Grüner.

Con Horacio González, Luis Gusman y Sebastián


Russo (Museo del libro y de la lengua, viernes 4 de abril de 2014, 19.00 hs)

El saber que viene

Por Daniel Link

No vengo aquí con ánimo de presentar ni a Eduardo Grüner, a quien todos conocemos, ni
a este libro precioso, Un género culpable, que vuelve, como el Quijote de Ménard, para
decir lo mismo y otra cosa, veinte años después de su primera edición y todavía más, si
consideramos las fechas originales de publicación de algunos textos en las revistas donde
Eduardo tuvo a bien hacer estallar sus intempestivas consideraciones, la más famosa de
ellas: la revista Sitio, cuya importancia decisiva para las personas de mi generación no ha
sido suficientemente subrayada.
“Sitio” es un lugar, pero también una situación intolerable, si pensamos en el “Estado de
sitio” o en el “Estado de excepción” del que nos despertamos en 1983 de la mano de una
revista que nos enseñó a leer, pero sobre todo a escribir y a intervenir (porque la lectura y
la escritura no eran por entonces sino formas de intervención en un campo devastado por
la noche negra del desastre).
Vengo, pues, con ánimo de de festejar la reaparición de este libro (ahora aumentado con
algunas apostillas) que podemos entender como la hoja de ruta que siguió el autor de El
fin de las pequeñas historias (2002) La cosa política o el acecho de lo real (2005), Las
formas de la espada. Miserias de la teoría polítitca de la violencia (2007), La Oscuridad y
las Luces (2011), entre otros títulos imprescindibles que Eduardo tuvo la generosidad de
escribir para nosotros.
Una hoja de ruta o un mapa de intereses (“Entredichos”, “Preferencias” e “Intromisiones”,
él los llama) que también podría entenderse como un diario de preocupaciones de un
intelectual heterodoxo, el caldero en el que se fueron cocinando las frases que luego
encontraron espacio en argumentaciones más largas, en meditaciones más focalizadas
en tal o cual problema de la historia, la teoría o las artes (convengamos en que el apetito
al que Eduardo nos convida es rabelesiano).
Un género culpable es la cocina e incluso la despensa donde se guardan los ingredientes
y también las recetas para cualquier banquete. Y no habrá banquete que se pueda
preciarse de tal sin las cosas que Eduardo incluye en Un género culpable.
Me refiero a frases, a párrafos, a páginas que yo ya he subrayado varias veces, desde la
primera vez que las leí en Sitio o en Conjetural o en El cielo por asalto hasta ahora.
Algo diré de esas frases y sobre el modo en que Eduardo las consigna a un género de
pensamiento, el ensayo.
Decir que hay pensamiento en Un género culpable es decir que existen en su obra
proposiciones. Pero nada existe si no tiene propiedades. Y nada tiene propiedades si
éstas no son, parcialmente al menos, independientes del medio. Hay que establecer que
existen en Un género culpable proposiciones suficientemente sólidas como para ser
extraídas de su propio campo, para soportar cambios de posición y modificaciones del
espacio discursivo. No es necesario, en este punto, ser exhaustivos: basta con que
algunas propiedades de ese tipo sean reconocidas para algunas proposiciones 1
Lo primero que quisiera señalar es el progresivo enrarecimiento del lenguaje que a
muchos lectores exaspera (pero que a mí me encanta), por la vía del entrecomillado o de
la cursiva: esas palabras así marcadas, respecto de las cuales “el autor” (yo mismo
entrecomillo) se distancia, son como palabras desasignadas de cualquier subjetividad,
que aparecen en los textos como si se tratara de un polvillo inevitable o, incluso, de un
déficit del mismo lenguaje para hacer pasar a través de si los pliegues infinitos de un
pensamiento complejo.
1
Jean-Claude Milner. La obra clara. Lacan, la ciencia, la filosofía. Buenos Aires, Manantial, 1996
Presentación de Un género culpable de Eduardo Grüner. Con Horacio González, Luis Gusman y Sebastián
Russo (Museo del libro y de la lengua, viernes 4 de abril de 2014, 19.00 hs)

Wittgenstein, a quien Eduardo cita, consideró, cuando era un joven jactancioso y


dominado por el ennui propio de la catástrofe, que era mejor no hablar de aquello para lo
cual nos faltan las palabras. Eduardo insiste, sin embargo y hostiga al lenguaje para que
diga lo que no quiere decir (es decir: su incapacidad para coincidir consigo mismo, el
hecho capital de que falta en su propio lugar) y por eso leemos: “el improbable lector no
podrá observar ninguna clase de «progreso»: a lo sumo, quizá, alguna «regresión», y
muchas, igualmente inevitables, repeticiones”, donde “progreso” y “regresión” están
entrecomilladas.
El lector perezoso terminará odiando esas marcas, que son como señales de atención
sobre lo que no hay tiempo de explicar pero que debe ser pensado: ¿qué son el progreso
y la regresión en el contexto de una explicación de la lógica del pensamiento, sino una
ilusión decimonónica de saber positivo y acumulativo?
A partir de esas comillas y cursivas (imagino una monografía maníaca que se dedicara a
examinar todas y cada una de esas marcas en los textos de Grüner) queda claro que
Eduardo piensa fuera o por encima de los lugares comunes del discurso, pero como los
lugares comunes del discurso son, por así decirlo, inevitables (la lengua es fascista),
conviene señalar la circunstancia con un gesto de escritura que invalida para siempre
toda ilusión de transparencia lingüística o de tersura discursiva. Más que polvillo,
entonces, esas palabras caídas de un cielo tormentoso son piedras en el medio del
camino del pensamiento que el lector atento debería o bien patear al costado o guardar
en el bolsillo si es que quiere, alguna vez, volver a casa.
Señales de un combate que, conviene subrayarlo, Eduardo siempre gana.

Lo segundo que me gustaría señalar es la relación de estos textos con la noción de “obra”
(que Eduardo también discute, y que, naturalmente, entrecomilla). Hay obra porque hay
autor (y viceversa) y la obra, cuya unidad, piensa Eduardo, es el ensayo, permite
distinguir al género de la “ciencia literaria”. O sea que habría un límite, que Eduardo
considera que debería ser un umbral, entre ciencia y cultura (la obra estaría, si no me
equivoco, del lado de la cultura). Y sabemos que hay otro umbral entre locura y cultura (es
decir obra). En ese trilema que constituye la ecología de cualquier escritor de nuestro
tiempo, Eduardo propone recuperar al Autor (la sombra de si mismo) “en todo caso, como
Nombre, y marcándolo como designación de los límites dentro de los cuales se produce
un acontecimiento discursivo que podemos convenir en llamar obra” (pág. 29).
Esa recuperación vuelve al género, que se resiste a la ciencia, culpable: carece de toda
vocación de restitución de un origen y, sobre todo, de toda capacidad predictiva o
anticipatoria, es apenas “el testimonio de ese acontecimiento por medio de la escritura”.
(30).
¿Pero qué acontecimiento es ése? El pensamiento, ni más ni menos. Porque la segunda
proposición que deduzco de Un género culpable es que, así como el lenguaje es
inadecuado para dar cuenta de un proceso de pensamiento, también lo es la ciencia. Y
por eso, Eduardo hace obra y reivindica el ensayo contra la monografía.
O sea, entre la ciencia y la cultura se impone una decisión. Fue el caso de Saussure, cuyo
Curso, le permitió asumir un puesto en la cultura (aparte quedaron sus monografías o
“trabajos científicos”). Fue el caso de Freud, quien renunció a la monografía en favor del
libro (en favor de la forma de obra y de cultura), porque la ciencia de su época (y su
paredro, la técnica médica) no estaba preparada para lo que él tenía que decir
(Traumdeutung). Lacan también tuvo que elegir: al final de la Segunda Guerra, el
psicoanálisis ya estaba inscripto en el universo organizacional de la ciencia normal. Y sin
embargo, los Escritos se publican en el horizonte de la obra (y no en el de la ciencia).
Presentación de Un género culpable de Eduardo Grüner. Con Horacio González, Luis Gusman y Sebastián
Russo (Museo del libro y de la lengua, viernes 4 de abril de 2014, 19.00 hs)

Eduardo es bien consciente de esos antecedentes y sobre todo, es consciente de los


riesgos de la obra, que bien puede pensarse como deshecho, y por eso asimila lo que hay
en sus ensayos con un “resto” (propiamente, un cádaver), y al autor del ensayo con el
criminal o el cómplice.
¿Cuál es el crimen que en estas páginas se comete? El de un pensamiento
desencadenado, es decir: liberado de los burocráticos protocolos de la ciencia sin por ello
caer en la locura. Pensar, escribe Eduardo, es “la actividad que busca una huella
diferente, «fuera de lugar» en ese sendero normalizado por las idas y venidas de los
mismos pies (37).
Al proponerse como "obra", entonces, el pensamiento de Un género culpable se coloca a
igual distancia de la locura (la ausencia de obra) y de la ciencia (la tachadura de los
nombres propios) y, al mismo tiempo, recurre a la protréptica como manera de arrancar al
sujeto de la doxa.
La protréptica asume, en el espacio del párrafo escrito en Un género culpable, la forma
atécnica de la conversación erudita, que no pudiendo desplegarse según la formalización
del diálogo, se entrega al excursus, a la palabra rara, al juego con los significantes
(comillas, cursivas) que impiden al lector, participante de una época (la nuestra) que,
como ninguna otra, se revela enemiga radical del pensamiento, abandonarse a su
inclinación “natural” (fascista) de lengua, y lo hacen desconfiar de las sucesiones lineales
y las disposiciones simétricas, lo invitan, en suma, y eso es el mayor mérito de lo que
sucede en los textos de Eduardo, al saber que vendrá.

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