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EL HIJO

Era un caballero. Lo recuerdo vestido con vestimenta sobria, habitualmente con


saco. De su hablar, rememoro ahora su ritmo pausado y elegante, acompañado de una
suave tonada. Era muy amable, llevaba una barba canosa y promediaba la cincuentena.
Vivía en Córdoba, lugar de donde provenía la mitad de su familia, los Sabattini, que
habían hecho historia en la provincia, pues su abuelo había sido gobernador y célebre
caudillo radical. También lo recuerdo con aire de enfermo y de persona sobre quien
pesaban los escombros de una vieja demolición. Se me hizo evidente que arrastraba
consigo las muescas de las sucesivas tragedias descargadas sobre su familia. Me contó
que había sido periodista, corrector de pruebas, crítico de arte e incluso que en un
tiempo trabajó como “negro” de la industria editorial. A fines de la década de 1980
había dirigido La Revista, una publicación banal para la clase alta. Con más interés
recordaba haber traducido un breve y poco conocido texto de Marcel Proust, El
indiferente. También me fue contando que había tenido una muy mala época y que
estuvo internado por causa del alcohol. Alguna vez escribió que no sólo los exclusivos
colegios a los que había asistido, las redacciones y los museos habían sido sus lugares
de formación; también los manicomios y las clínicas psiquiátricas. Hacia 1993 había
recalado en Córdoba y mantenía alguna relación con una cátedra universitaria así como
también viajaba a Catamarca a dar clases. Su curso se llamaba Movimientos Estéticos
en la Argentina, pero él no tenía nada de personaje académico: se había puesto frente al
aula por gusto y por necesidad. Al poco tiempo la universidad le negó el nombramiento
y el sueldo alegando que carecía de título universitario. Escribía, además, crónicas
urbanas y artículos periodísticos sobre arte en La Voz del Interior. No eran tareas
incompatibles: porque Jorge Barón era culto podía prescindir de la jerga académica y
porque era libre se interesaba por la cultura popular. Pronto se volvió una pluma
ineludible de la sección cultural del diario, en especial luego de la salida de su único
libro, El desierto y su semilla, novela en clave y testimonio de su estadía en un infierno.
En todo caso, él, que había nacido en casa de un millonario, parecía carecer de medios
de vida.

II

Se llamaba Jorge Barón, y era escritor. Lo conocí en 1995 durante un viaje a


Córdoba. Al final de una conferencia un hombre se me acercó y se presentó a sí mismo:
era el hijo menor de Barón Biza. Aunque no me había anticipado que pasaría a verme su
visita no me sorprendió porque ya se había conectado conmigo un año antes. Por
entonces, el correo me trajo una misiva inesperada a propósito de un ensayo mío
publicado en una revista. El ensayo se llamaba “Barón Biza, el inmoralista”. Ese
matasellos cordobés daría inicio a una relación epistolar que duró hasta su muerte. En
esa primera carta, en la cual venían incluidas fotografías de Barón Biza y de Myriam
Stefford, me decía: “Por la obsesiva acumulación de la descomposición orgánica, lo
escatológico descrito con lenguaje posromántico, lo apocalíptico a la vuelta de la
esquina, creo que B.B. tiene una originalidad que merece la seria atención que usted le
prestó. Se lo agradezco”. Se refería a su padre, quien había arruinado a una familia. La
suya. La carta estaba manuscrita en papel cuadriculado. Durante algunos años todas las
cartas que me llegaron estarían redactadas al dorso de distintas fotocopias cuyo
contenido carecía de mayor significado. Quizás fueran originales de prueba que había
corregido. Más adelante me escribiría a máquina y luego por correo electrónico. Había
elegido la dirección baronbiza52@..., y siempre le intrigó la existencia de los cincuenta
y un Barón Biza anteriores. En ese mismo año de 1995 me envió una tarjeta de
salutación que sólo decía: “Nacer: primero y más terrible de todos los desastres”. Es un
pensamiento de Ambrose Bierce.
En aquel primer encuentro me enteré de que había vivido en Buenos Aires, pero
antes en Friburgo y Montevideo, ciudades que acogieron a sus padres en la época
peronista. Pero en una de las solapas de su libro también afirma haber pasado tiempo en
Rosario, en Villa María, en La Falda, en Nueva York y en Milán. La figura paterna era
un tema, evidentemente, y era el tema de un libro que estaba escribiendo en secreto,
pero no me habló inmediatamente de la terrible historia. Sentí que me estaba tanteando,
muy delicadamente, como si sopesara con amabilidad la consistencia de mi interés en la
obra de su padre. Luego, fuimos a su pequeño departamento, ubicado en un lugar
agradable de la ciudad de Córdoba. Entonces me enseñó unas carpetas con documentos
y otra más con fotografías. Cartas, legajos, actas judiciales y recortes de prensa
conformaban sectores de un archivo que había ido reuniendo con el tiempo y a la vez las
piezas dispersas de la galería de espejos deformantes que él mismo estaba suturando en
ese informe personal, y vagamente terapéutico, que se transformaría en libro. Todo ello
me lo envió por correo a Buenos Aires. Había confiado en mí. Pero también era
evidente que esperaba que yo escribiera sobre Barón Biza.

III

Él lo hizo primero. El año que siguió a la publicación de su libro debe haber sido
grato. Luego de cuatro intentos abandonados había logrado terminarlo. La novela
comienza con el suicidio del padre, la corrida hacia el hospital con la piel ardiente de la
madre, y luego se continúa en Milán, donde el protagonista acompaña la convalecencia
de la víctima. Quien conociera la tragedia podría haber supuesto que, si bien Jorge
Barón no había logrado domesticar sus fantasmas ululantes, al menos los dejó en orden.
Me escribió: “La novela es obviamente autobiográfica, pero no es confesional. Es cierto
que hay una base existencial en la trama, que busca, más que cicatrizar, establecer qué
pasó en aquellos años”. El manuscrito tardaría en encontrar editor. Jorge Barón lo
presentó en la primera edición de un premio literario importante, pero no fue
considerado ni siquiera entre los diez primeros finalistas. Siempre pensé que ese
solapamiento había sido más desagradable que los rumores de “arreglo” que se soltaron
al tiempo de conocerse el resultado de ese concurso. La Editorial Simurg, en 1998, editó
el libro. En la tapa hay un cuadro de Giuseppe Arcimboldo elegido por el propio Jorge
Barón: un rostro compuesto por patas de pollo, cabezas de pescado y diversas salientes
monstruosas. Aunque siempre culminaba sus cartas rubricándolas como Jorge Barón, a
su libro lo firmó “Jorge Barón Biza”, recuperando el doble apellido de quien fuera no
solamente su progenitor sino un escritor muy discutido. A este último lo mencionaba
como “Raúl Barón” o “mi padre”. En una sola carta se refiere a él como “papá”. Con
respecto a su nombre, especificó lo siguiente: “No sé si Jorge Barón Biza debe ser
considerado mi otro apellido, mi patronímico, mi seudónimo, mi nombre profesional, o
un desafío”. En la solapa están impresas estas palabras: “Una gran corriente de
consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se
desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin
horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que
entro en una habitación que está a más de tres pisos. En secuencias como ésta quedó
atrapada mi soledad”. Aclara además que nació en 1942. La dedicatoria de mi ejemplar
dice: “Ojo por carne, mal de ojo por mal de carne”. Mal de ojo era el nombre de mi
único libro publicado hasta ese momento. Éste es el segundo. Y quizás lo escribo para
que Jorge Barón no sea olvidado.

IV

Su libro fue bien recibido por la crítica literaria y pronto se lanzó una
reimpresión. Eran ediciones de escasa tirada pero cuya importancia fue divulgándose de
boca en boca. Comenzó a colaborar en suplementos literarios de diarios capitalinos, lo
entrevistaron, se publicaron reseñas y comentarios sobre su novela, e incluso un
programa cultural de televisión le dedicó todo un unitario. Por entonces, parecía estar
acumulando confianza en un futuro posible para su oficio de escritor, como si un libro
resultara ser una pócima mágica para el autor. No fue posible. Redactó varias partes de
una nueva novela que probablemente quedó inconclusa, y también planeaba escribir
sobre Clotilde Sabattini, su madre. Por un par de años anduvo acumulando material para
ese proyecto, al cual también yo contribuí. Le interesaba su obra como presidenta del
Consejo Nacional de Educación entre los años 1958 y 1962: las leyes sobre educación
primaria, el estatuto del docente, los establecimientos de doble escolaridad, la
valorización de las técnicas pedagógicas. Pero nunca lo escribió, al igual que su propia
madre, Clotilde, que también abandonó el proyecto de redactar una biografía de su
padre, Amadeo Sabattini, para lo cual había reunido notas periodísticas, transcripciones
de sesiones de las cámaras legislativas y textos de leyes aprobadas. Con los años se fue
agudizando la mala salud de Jorge Barón, tuvo que internarse un par de veces, le
redujeron las colaboraciones periodísticas –su fuente de ingresos– y comenzó a sentirse
humillado. Una mudanza al barrio de Nueva Córdoba, en 1999, no compensó su
malestar. Me escribió: “Para colmo es ruidoso. Creí que doce pisos eran un reaseguro,
pero la altura no frena ruidos, a lo sumo los convoca desde diferentes direcciones”.

V
“Memoria” es el nombre de un notorio programa de televisión de índole sibilino
y escandaloso. Samuel “Chiche” Gelblung, personaje mefistofélico, es su conductor. En
1998 Jorge Barón le concedió una entrevista y participó de una visita al mausoleo de
Myriam Stefford, en Alta Gracia. Junto a las cámaras, y a un cuidador de noventa años
conchabado milenios atrás por Barón Biza, descendió Jorge Barón hasta el sepulcro de
la aviadora. La cripta estaba rota y el lugar saqueado. El cuerpo momificado de quien
fuera otrora actriz de cine y piloto de avión estaba fuera del ataúd. Todo era ruina,
mortificada aun más por sucesivas avanzadillas de profanadores de tumbas que se
ilusionaban con la posibilidad de hallar las mitológicas joyas que alguna vez rodearon el
cuello y los brazos de la Stefford. ¿Por qué fue a ese lugar? ¿Por qué decidió aparecer
justamente en ese programa? Jorge Barón estaba interesado en que la provincia
cordobesa declarase al obelisco funerario un “patrimonio cultural”, y en el programa
lanzó un alegato a favor del monumento. Por el momento se estaba derruyendo en tierra
de nadie y en un par de décadas nada quedaría en pie. La llave del candado del lugar la
tenía el dueño de un prostíbulo próximo llamado “El Chingolo”, no casualmente el
nombre del avión con que el que Myriam Stefford se despeñó del aire. Pero quizás Jorge
tuviera otros motivos para participar del programa.

VI

Muchos años antes Jorge Barón había publicado una silueta de Isidoro Cañones,
el playboy tarambana de clase alta, en la revista del diario Clarín. Era un identikit.
Escribió: “Lo enrolaron en una clase que no disculpa el menor desfallecimiento
económico. Todos llegaron a esa crema de manera dudosa; no hay argumentos de fondo,
salvo el dinero, que los aglutine. La burguesía menor o el proletariado no lo aceptarían
pues únicamente conciben el ascenso social. Le queda el lumpen, suma de seres
desarraigados que no hacen cuestiones de principios. Pero no es una categoría que haga
felices a sus integrantes”. Barón Biza, padre, podría haber suscrito esa frase como una
verdad de a puño y quizás le hubiera complacido ser enrolado en la definición. El hijo,
con mayor cansancio, conocía esa verdad, tanto como para transfigurar, episódicamente,
la personalidad del padre en un personaje de historieta. Pero también podría ser un
autorretrato.

VII

El 9 de septiembre del año 2001, dos días antes de que un cuarteto aéreo pretendiera
derrumbar al mundo, Jorge Barón se arrojó al aire por el balcón de un piso doceavo. Su
padre había llegado primero. También su madre se quitó la vida. Luego, según contaba
Jorge Barón, el suicidio de su hermana menor, previo al suyo, había desequilibrado el
precario tinglado interno con el que había sobrevivido hasta entonces. Y luego él. Quizás
fue el final de un escritor sin honra, de un jubilado como cualquier otro, de un hombre
desesperado por más de un motivo. O quizás fue el último eco de un acto infame cometido
treinta y siete años antes. A veces, cuando se desploman, ciertos alpinistas arrastran consigo
a los compañeros de cuerda a quienes lideraban.

VIII

En una fotografía publicada a modo de homenaje póstumo se lo ve radiante, quizás


en un momento armonioso de su vida. De moñito y pechera, mucho más joven que cuando
lo vi por primera vez, sin canas, mirando hacia la cámara fotográfica, sonriendo apenas,
aprontándose para ir al teatro o a una fiesta de gala. Parece feliz.

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