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II
III
Él lo hizo primero. El año que siguió a la publicación de su libro debe haber sido
grato. Luego de cuatro intentos abandonados había logrado terminarlo. La novela
comienza con el suicidio del padre, la corrida hacia el hospital con la piel ardiente de la
madre, y luego se continúa en Milán, donde el protagonista acompaña la convalecencia
de la víctima. Quien conociera la tragedia podría haber supuesto que, si bien Jorge
Barón no había logrado domesticar sus fantasmas ululantes, al menos los dejó en orden.
Me escribió: “La novela es obviamente autobiográfica, pero no es confesional. Es cierto
que hay una base existencial en la trama, que busca, más que cicatrizar, establecer qué
pasó en aquellos años”. El manuscrito tardaría en encontrar editor. Jorge Barón lo
presentó en la primera edición de un premio literario importante, pero no fue
considerado ni siquiera entre los diez primeros finalistas. Siempre pensé que ese
solapamiento había sido más desagradable que los rumores de “arreglo” que se soltaron
al tiempo de conocerse el resultado de ese concurso. La Editorial Simurg, en 1998, editó
el libro. En la tapa hay un cuadro de Giuseppe Arcimboldo elegido por el propio Jorge
Barón: un rostro compuesto por patas de pollo, cabezas de pescado y diversas salientes
monstruosas. Aunque siempre culminaba sus cartas rubricándolas como Jorge Barón, a
su libro lo firmó “Jorge Barón Biza”, recuperando el doble apellido de quien fuera no
solamente su progenitor sino un escritor muy discutido. A este último lo mencionaba
como “Raúl Barón” o “mi padre”. En una sola carta se refiere a él como “papá”. Con
respecto a su nombre, especificó lo siguiente: “No sé si Jorge Barón Biza debe ser
considerado mi otro apellido, mi patronímico, mi seudónimo, mi nombre profesional, o
un desafío”. En la solapa están impresas estas palabras: “Una gran corriente de
consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se
desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin
horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que
entro en una habitación que está a más de tres pisos. En secuencias como ésta quedó
atrapada mi soledad”. Aclara además que nació en 1942. La dedicatoria de mi ejemplar
dice: “Ojo por carne, mal de ojo por mal de carne”. Mal de ojo era el nombre de mi
único libro publicado hasta ese momento. Éste es el segundo. Y quizás lo escribo para
que Jorge Barón no sea olvidado.
IV
Su libro fue bien recibido por la crítica literaria y pronto se lanzó una
reimpresión. Eran ediciones de escasa tirada pero cuya importancia fue divulgándose de
boca en boca. Comenzó a colaborar en suplementos literarios de diarios capitalinos, lo
entrevistaron, se publicaron reseñas y comentarios sobre su novela, e incluso un
programa cultural de televisión le dedicó todo un unitario. Por entonces, parecía estar
acumulando confianza en un futuro posible para su oficio de escritor, como si un libro
resultara ser una pócima mágica para el autor. No fue posible. Redactó varias partes de
una nueva novela que probablemente quedó inconclusa, y también planeaba escribir
sobre Clotilde Sabattini, su madre. Por un par de años anduvo acumulando material para
ese proyecto, al cual también yo contribuí. Le interesaba su obra como presidenta del
Consejo Nacional de Educación entre los años 1958 y 1962: las leyes sobre educación
primaria, el estatuto del docente, los establecimientos de doble escolaridad, la
valorización de las técnicas pedagógicas. Pero nunca lo escribió, al igual que su propia
madre, Clotilde, que también abandonó el proyecto de redactar una biografía de su
padre, Amadeo Sabattini, para lo cual había reunido notas periodísticas, transcripciones
de sesiones de las cámaras legislativas y textos de leyes aprobadas. Con los años se fue
agudizando la mala salud de Jorge Barón, tuvo que internarse un par de veces, le
redujeron las colaboraciones periodísticas –su fuente de ingresos– y comenzó a sentirse
humillado. Una mudanza al barrio de Nueva Córdoba, en 1999, no compensó su
malestar. Me escribió: “Para colmo es ruidoso. Creí que doce pisos eran un reaseguro,
pero la altura no frena ruidos, a lo sumo los convoca desde diferentes direcciones”.
V
“Memoria” es el nombre de un notorio programa de televisión de índole sibilino
y escandaloso. Samuel “Chiche” Gelblung, personaje mefistofélico, es su conductor. En
1998 Jorge Barón le concedió una entrevista y participó de una visita al mausoleo de
Myriam Stefford, en Alta Gracia. Junto a las cámaras, y a un cuidador de noventa años
conchabado milenios atrás por Barón Biza, descendió Jorge Barón hasta el sepulcro de
la aviadora. La cripta estaba rota y el lugar saqueado. El cuerpo momificado de quien
fuera otrora actriz de cine y piloto de avión estaba fuera del ataúd. Todo era ruina,
mortificada aun más por sucesivas avanzadillas de profanadores de tumbas que se
ilusionaban con la posibilidad de hallar las mitológicas joyas que alguna vez rodearon el
cuello y los brazos de la Stefford. ¿Por qué fue a ese lugar? ¿Por qué decidió aparecer
justamente en ese programa? Jorge Barón estaba interesado en que la provincia
cordobesa declarase al obelisco funerario un “patrimonio cultural”, y en el programa
lanzó un alegato a favor del monumento. Por el momento se estaba derruyendo en tierra
de nadie y en un par de décadas nada quedaría en pie. La llave del candado del lugar la
tenía el dueño de un prostíbulo próximo llamado “El Chingolo”, no casualmente el
nombre del avión con que el que Myriam Stefford se despeñó del aire. Pero quizás Jorge
tuviera otros motivos para participar del programa.
VI
Muchos años antes Jorge Barón había publicado una silueta de Isidoro Cañones,
el playboy tarambana de clase alta, en la revista del diario Clarín. Era un identikit.
Escribió: “Lo enrolaron en una clase que no disculpa el menor desfallecimiento
económico. Todos llegaron a esa crema de manera dudosa; no hay argumentos de fondo,
salvo el dinero, que los aglutine. La burguesía menor o el proletariado no lo aceptarían
pues únicamente conciben el ascenso social. Le queda el lumpen, suma de seres
desarraigados que no hacen cuestiones de principios. Pero no es una categoría que haga
felices a sus integrantes”. Barón Biza, padre, podría haber suscrito esa frase como una
verdad de a puño y quizás le hubiera complacido ser enrolado en la definición. El hijo,
con mayor cansancio, conocía esa verdad, tanto como para transfigurar, episódicamente,
la personalidad del padre en un personaje de historieta. Pero también podría ser un
autorretrato.
VII
El 9 de septiembre del año 2001, dos días antes de que un cuarteto aéreo pretendiera
derrumbar al mundo, Jorge Barón se arrojó al aire por el balcón de un piso doceavo. Su
padre había llegado primero. También su madre se quitó la vida. Luego, según contaba
Jorge Barón, el suicidio de su hermana menor, previo al suyo, había desequilibrado el
precario tinglado interno con el que había sobrevivido hasta entonces. Y luego él. Quizás
fue el final de un escritor sin honra, de un jubilado como cualquier otro, de un hombre
desesperado por más de un motivo. O quizás fue el último eco de un acto infame cometido
treinta y siete años antes. A veces, cuando se desploman, ciertos alpinistas arrastran consigo
a los compañeros de cuerda a quienes lideraban.
VIII