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CAJA DE FOTOS

Silvio Mattoni
Advertencia

Textos sobre texturas, fotografías

de Aguirre, Sánchez, Travnik, Rivas, Pintor,

de mi amigo Dapuez, o de D'Amico,

y variadas sin nombre. ¿Por qué no ver

en lo visible lo invisible? Acá dejo

los trazos de mi mano. ¿Habrá una luz

en ellos, más atrás, para leer

lo que vuelve, imposible, y siempre escapa?


1975

Si las zapatillas de tela clara pisan

unos cuadrados calcáreos donde un papel

casi doblado busca el principio del zócalo,

¿qué serían esas arrugas o manchas, sombras

en las ropas sin cuerpo? Pero una cinta

dice que ella está parada, detenida acaso

sobre el suelo sucio donde empezaría

esa especie de mármol, un sólido escalón,


antes de la vidriera, del invisible vidrio.

Sin embargo un reflejo, son sus piernas,

que ella no mira, levemente arqueadas,

diría que hay alguien más. ¿Quién

si no ella, ausente de su cuerpo, sólo

piernas reflejadas como parte del escaparate?

O quizás quien la mira, en su figura

distraída del peso con que carga, un fantasma

que tal vez escapó a la detención y aún

fluye por ahí a su lado. Los limones,

embolsados como un destello sobre su hombro,

no dejan ver su cara. Esos ojos desconocidos

que intentan, escondidos, capturar

el arte del maquillaje en su marco dorado

de arabescos en tensión, iluminando todavía

más, si eso es posible, el rostro blanco:

finas cejas extienden la armoniosa nariz,


la mirada hacia el suelo como chocando

contra el pasado que la llevara ahí,

a esa vidriera, a ese marco amanerado,

donde entre acrílicos y luces descansa

para despertarse cuando la sucia chica al sesgo

olvide su bolsa de limones y ahora mismo,

presente, se detenga, la mano en la cintura,

para atender a esa fotografía, luminoso

pleonasmo, afuera, desde el piso gris que acaso

ese vidrio invisible mutila con su filo. Ella,

los limones al hombro, el abrigo oscuro y corto,


los pantalones arrugados por el movimiento

intenso de la mañana, vio alguna vez,

en mil novecientos setenta y cinco, unos minutos

la cara de Gloria Swanson y hoy un poco más alta

quizás se pare a ver las caras todavía

de nuevas actrices tristes, si bien la chica

de los limones frente a Harrod's ya no existe.


1973

Como disminuyendo, minúsculas tablitas

paralelas, las baldosas de la vereda trazan

sus líneas, interrumpidas por papeles, residuos,

restos de cigarrillos. Otras tablitas como

de piedra surgen de una pared muy breve:

un marco quizás por el escalón blanco

que invita hacia una puerta invisible, todo

blanco presente indica una ausencia oscura.


¿Qué busca esa pareja más allá? Ella,

difuminada, de vestido floreado se inclina

hacia lo más bajo de una vidriera, y él,

casi una mancha, pareciera decirle algo

al oído. Sí, mucha gente camina o se detiene

en brillos de las ropas con la cabeza en sombras

a través de la vereda, hasta donde la esquina

se vuelve nube gris, contorno indefinible.

Pero, más acá y ahora mismo, el primer pie

de un paso masculino y el derecho de ella,

que se aleja, tocan la misma línea. Lentes

grandes y oscuros, con un marco de metal

que brilla cuando gira el grueso cuello masculino,

grasoso en su camisa abierta y en su vientre

que sombrea la bolsa de papel en la mano.

Tacos, de ella, buscando acaso una recta

infinita entre sus pasos de cornisa ficticia.


¿Pero qué miran esos lentes negros, a dónde

inclinan los gestos su semicalvicie? Hay,

perdido, un objeto claro en la mano,

hábil mano que apenas siente el peso, de ella:

dos piernas cortas pataleando y el niño,

seguramente sin habla, hacia el suelo

como buscando plata de paseantes distraídos,

pareciera un adorno de la cartera. ¿Es ahí

adonde se dirige la mirada del gordo, o más bien

hacia el vientre o el pecho, esa carne materna

subrayada por las rayas del vestido?


Si no existiera el pudor, ¿sería posible

preguntar si la madre, ya no ella, acaso

bajó así al niño para mostrar su cuerpo

o librar la otra mano para golpear

intensamente al tipo de los lentes o quizás

rozar el vello de su brazo descubierto, estival?

¿No sonreiría el niño, ahora, si pudiera

volver a ver su vida, ver su madre

tan anónimamente deseada, esa tarde

calurosa? ¿Y en qué ciudad, si es niña,

mostrará ella el legado del paso recto,

la mirada ausente y la mano como lánguida,

suelta, esperando? Habrá muerto, o casi,

el gordo en estos años y el cuerpo que miraba

ya no resistiría las lágrimas de sus ojos,

de escuchar tal vez boleros, detrás de los lentes,

que hablan de la muerte, la descomposición, de lo fugaz.


1960

Entre los adoquines, un brillo suave, opaco,

de charcos junto al cordón. Pero no llueve,

es claro el día y a lo lejos, blancos,

se pierden unos autos con cola de pescado.

Allá, alguien debajo de un cartel de "farmacia"

se disuelve en el sol, quizás mirando

hacia este auto grisáceo de los treinta

con puertas de madera. Arriba, entre los hierros


agregados para carga, las hileras desiguales

de melones acompasan con sus símil esferas

las curvas alemanas del viejo y dócil auto.

¿Quién puede sin embargo asomar ese borde

de costura, de tela, como el lugar vacío

adonde se dirige, anhelante, un melón

sobre la mano derecha del muchacho? ¿No es eso

que impide ver sus ojos orientados,

con su mano izquierda, hacia esa ausencia?

La camisa clara del vendedor, la claridad del uso

muestra apenas unas rayas como amnésicas

hacia la zona gris sobre sus piernas. La cabeza,

¿no parece charlar, rapada, con el enigma

del redondo espejito del coche, o sus melones

no se amontonan por salir, pálidos o manchados?

La nariz firme se destaca bajo el ceño fruncido,

con una nitidez que ante el peso no cae


de tantos objetos lanzados por ese auto

al frágil cuello. ¿Pero no es un exceso

de presencias más bien que lo faltante,

no son las vetas del melón en la mano

las que hablan con la pelusa de la cabeza rapada?

Quién sabe si el ausente comprador

quizás se preguntara por ese pelo ausente

como una imitación de los melones, haciendo

de la presencia un hueco. Habrá crecido

ese cuerpo, ese cuello, pelo, sin los reflejos

compasivos del auto; y la antigua calle, pues


la detención prosigue, no tenga acaso huellas

del mimetismo un día cubriendo con su luz,

uniendo, para ese borde del comprador ausente,

a vendedor y objeto, junto a la boca abierta

del auto que despliega sus esferas arcaicas.


1982

Es de noche, pero brillan, bajo el cielo

negro, una hilera continua de lamparitas

de colores. Al fondo, se ven apenas

grupos de disfrazados, un traje de niño

cuya cabeza ha desaparecido, una mano

que se dirige hacia el vacío, y más acá

una niña que camina con largas medias

blancas de algodón, mientras mira por encima


de su hombro ¿quizás lo que abandona?

Pero esa blancura inmensa del vestido

de él, como opacando el suelo oscuro,

pareciera despegarse de la gente, ir

a otra parte. El pelo, arreglado

con cuidado, simula un descuido

como de ráfagas que no hay. Los guantes

de terciopelo negro sólo cubren

las muñecas, y las mangas cortas

del vestido revelan los músculos definidos

de los brazos delgados. Todo el cuerpo

se esconde en esa tela, hasta los pies.

Bajo el pecho, acaso artificial,

cruza una boa de gasa celeste,

que bordea las caderas y dobla

por la falda ceñida, sostenida

levemente por la mano izquierda.


¿No es esa gasa, que recuerda las plumas

de una ingrávida ave acuática, y envuelve

la altura de su cuerpo, como la línea

curva de lamparitas de carnaval, rodeando

por detrás su cabeza? ¿No busca esa cara

maquillada su gasa de lucecitas distantes?

Los ojos delineados miran hacia adelante,

bajo unas cejas desvaídas, como olvidando

todo, aun lo posible. Los labios, apenas

rosados, se cierran, finos, para evitar

contraer las facciones, esconder


ese mentón cuadrado que recuerda, no

en su memoria, la ausencia del disfraz

de su pasado masculino. Pero su voz,

suave como el terciopelo de sus guantes,

tiene un tono delicado que se diría eterno.

¿A dónde va, él o ella, a qué fiesta

de ese cielo en tinieblas de carnaval?

Con el mismo estudio con que su ropa,

aunque ceñida, hace invisibles

su cintura y sus hombros, su rostro

pálido indica que su femineidad

no es un puro capricho. Acaso esa misma noche

va al encuentro de algún desconocido

trabajador que aprecie su figura

como encandilado. Aun cuando él,

ya ella, piense, en sus gruesos brazos,

cuánto le gustaría embarazarse, pero no


en el sentido de la vergüenza diurna.
1981

Si no fuera por ese triángulo, colgando,

de metal, ¿pero de dónde cuelga?, se diría

que ese cielo tan claro, más pálido hacia abajo,

no es de este mundo. Y el poste, infinito casi,

lo divide, busca una parcela de la figura

esbelta del muchacho. Detrás hay una playa

rodeada de paredes sin revoque, ladrillos

que la intemperie o la luz matizaron


como queriendo distinguir las cosas y nunca

repetirlas. La playa de estacionamiento,

cercada, desde la calle deja ver los autos,

su brillo, cuatro blancos, dos negros. Pero

la ropa del muchacho oscurece hasta el cielo.

El pelo cubre sus orejas, aunque se mueve

por alguna ráfaga del atardecer. Sus ojos

miran hacia quien lo mira. La sombra,

¿es de las cejas o es la luz de los pómulos

o la nariz delgada o el mentón

que hace finos los labios, lo que relumbra

demasiado? La capa acaso roja y esa especie

de túnica dorada denuncian un disfraz, sin embargo

en la solemne quietud de su cara, más bien

que en la incongruencia del vestido, en su cuerpo

inmaduro, se muestra, como esa vincha

con una estrella esponjosa y trunca, llena


de puntos iridiscentes, que no existe

propiamente un disfraz. Abajo, una etiqueta

de cigarrillos tirada quizás lo invitara

a volver un poco el rostro, inclinarse, esconder

uno de esos ojos fijos hacia adelante. Pero

tampoco la parecita de la playa lo induce

a descansar su codo, a ensuciar algo el traje

o la mano, de dedos largos, más oscura

que el blanco de las calzas donde la otra, la izquierda

apenas roza el muslo. Acaso el pelo esté

llegando ya a los hombros, después de diez años,


o el confort lo ha llevado a un disfraz masculino.

Ya la barba dará sombras nuevas

a su cara o tal vez, si todavía

no se fue como un fantasma artificial de carnaval,

tenga una hija, pero aunque ella reproduzca

el vacío en que se hunde su mirada negra,

no podrá hacer de efebo más que en obras

del viejo Shakespeare en un colegio de señoritas.


1979

Es blanca la pared y como a un metro

y medio tiene dos rectángulos plásticos:

interruptores de luz, enchufes justo ahí

para evitar que los niños los alcancen.

Pero ellos, si existieran, se podrían trepar

acaso por ese ancho sillón, forrado de cuerina,

siguiendo el caos del cable que sube, como

dudando si llegar al enchufe o detenerse,


suspendido. El tocadiscos viejo pareciera

estar funcionando. Si la música

acompañara la ínfima chapa

que dice "Winco", sería casi suave, melodiosa

aunque rítmica. Pero ese rostro asomado

por la puerta entreabierta, dividida

o marcada con tres bordes iguales,

geométricos, quizás intente o bien

acallar el sonido o escucharlo. Solamente

se dejan ver los hombros de ese cuerpo

de edad indefinible, acaso treinta, de mujer

con un pelo que se ondula hacia las puntas.

Pelo oscuro acariciando la sombra de los hombros.

En el comienzo de un brazo habría

unas manchas de luz, tal vez los dedos

de la otra mano presionaron allí, dejaron

la escasa persistencia de su paso en la piel.


Sin embargo, esa cara reluce, bordeada

por el pelo que no ocupa su frente. Las cejas

son finas y nítidas, y se advierte

a quien mira, ¿a quién mira?,

y la mira, un cierto maquillaje, los párpados

apenas grises, las pestañas negras y esa boca,

de labios entreabiertos, tras la hoja entreabierta

de la puerta, brillando seguramente rojos,

donde dos puntos blancos, a su vez, anticipan

dientes como una invitación para decir algo,

o tararear. En el óvalo del rostro,


la nariz breve. El material del cuello, casi frágil,

perfectamente erguido. No hay sorpresa,

hay espera. Quizás esas pupilas fijas,

negras, no miren nada, sólo escuchen

la música del Winco. La canción, al final,

habrá cesado y ella no esperará, la tersura

ya lejos de su piel, que la memoria

le conceda una imagen: cuando le regalaron

ese disco tenía apenas veinte, y ahora

no hay nadie que adivine su edad en esos ojos

rodeados, como el disco, de finísimos surcos

de música pasada de moda. ¿Alguien verá

la humedad suspendida en su mirada, entonces,

cuando escuchaba sin querer la canción

de sus treinta años, preparando su cuerpo

para otros ojos? ¿Habrá un disco sin fin?


1981

Parece artificial, no una pared, el fondo

gris oscuro, aclarándose por una extraña luz

de lámparas invisibles. El suéter negro

del muchacho, de donde el cuello rígido

de la camisa asoma, introduce el vaivén

de las miradas. La corta remera de la chica,

brillante, absorbe en su adherencia al torso

la humedad de la pieza. Levemente adelante,

relumbra su brazo desnudo, el otro,


oculto tras la espalda del muchacho, acaso

se apoye sobre el banco, elevando los hombros,

desde la joven firmeza de sus dedos. Los dos

tienen ojos oscuros, pelo negro ondulado,

los labios superiores pronunciados por las líneas

que bajan de las narices. La de él,

como su vista, enfrenta a quien lo mira, pero

ella, en cambio, ofrece casi su perfil

y sus pupilas negras están en un costado, resaltan

las almendras blancas de los ojos. Ella inclina

apenas el cuello largo y erguido, él se hunde

como sus hombros, más abajo, en las tinieblas

de su suéter. Suaves son las mejillas y las cejas

espesamente oscuras demuestran su blancura.

Quien los viera diría: son hermanos, tanto

se parecen. Sin embargo la luz sobre los senos,

presentes y escondidos en la remera pálida,


que un brazo del muchacho apenas roza, acaso

lo conduce a pensar en sus dieciséis años

o en los quince de ella, la amiga de su hermana

con la que antes jugaba y ahora niega

haber deseado nunca. ¿Qué gracia está presente

en el rostro moreno de la chica? Ella sí

puede recordar el cuerpo desnudo de su hermano

como si fuera otro. Una pura belleza transparente

los atraviesa a ambos. Atisbos escondidos

de un idéntico exceso. Hoy se habrán olvidado,

o habrán dejado, adultos, de imitarse, que un día,


ante alguien que los mira, distinto, y los reúne,

eran la misma cara dirigida hacia un punto

de deseo imposible. ¿Se habrá vuelto mujer,

él o ella? ¿A quién encontrarían, en qué espejo

reflejarían sus gestos, quizás para salvar

con muchos cuerpos, la fraternal similitud del otro?


1980

Flores, hojas y ramos, repetidos en serie,

multiplicados en el papel, exuberante, de la pared.

La oscuridad hacia el ángulo de la pieza

exhibe apenas líneas, dispersas, mezclas

como si una neblina típica de rincones de hotel

apagara esa selva ambigua, ahí oscura, aun cuando

la repetición del papel no tenga fin. En el piso

de parquet, algo sucio, se apoya sólo el borde

de las suelas de goma de unos borceguíes grises,


¿de quién? Las piernas semiabiertas sobre el mimbre

de la silla, los pantalones negros, y arriba, destacando

la blancura del suéter, una como campera

o mameluco, manchado con gotas, rayas,

constelaciones de tinta negra, indican

el cumplimiento de algún oficio. La sombra

de su cuerpo se proyecta sobre el zócalo y se pierde

en el revoloteo de las flores. Mientras su frente

amplia, brilla, bajo el sombrero breve

de los años cuarenta. No sonríe. Las canas,

más en el lado izquierdo de la barba, quizás

sean las huellas de algo, que el olvido en el rostro

trasladó hacia los ojos, a esa línea que corre

debajo de los párpados y en medio de las cejas. Acaso

se acuerde de una chica de la escuela, más alta

que él, de ojos claros, sonriente, que decía

quererlo y él, como escondiendo en su silencio


la escasez de su estatura, mirando el suelo, quiso

crecer a los diez años o desaparecer

para siempre. Ahora, junta las yemas

con tinta de sus dedos, dibujando la cara

de esa niña valiente, o su imagen perdida.

Si no pudiera olvidar ese instante cuando,

sin hablar, trazó las líneas de su rostro,

a pesar de la barba, indeleble, siguiéndolo

hasta la muerte, tal vez se detendrían

esos dedos. ¿No es grabar cualquier cosa un intento

de pasar al papel las huellas de una cara o, si no,


de su ausencia? Ya se habrán suspendido

en el aire esas manos o estarán repetidas, últimas

series, como las flores incansables del fondo.


1934

Atravesando el vidrio relumbra la tulipa

achatada y elíptica. Debajo unos diseños

geométricos enmarcan el fondo gris y el relieve

de letras negras. ¿Será que ese hombre apoyado

contra el granito puntilloso del zócalo imponente

tradujo el monosílabo de otra manera? "Bank",

dice, a la misma altura en que la visera

de la gorra sobre la cabeza ladeada da

sombras a la frente. Pareciera tener


una edad indefinida en torno a los cincuenta

y no tener, aunque sostiene esa cajita,

fragilísima, de madera, llena o casi

de etiquetas celestes de cigarrillos, nada

más que su edad. Un agujero, un desgarrón

tal vez de algún alambre, en el sobretodo

de un gris desvaneciéndose, deja asomar apenas

la negrura de esos pantalones, que no impiden

adivinar el doblez de la rodilla y unas invisibles

piernas delgadas. Su mirada se aleja de su perfil,

más allá de las cuadrículas desvaídas que pisa.

¿A dónde mira, si no a esa soledad asomada

en las arrugas del cuello de su camisa blancuzca?

Y aunque el pulgar y el índice de una mano y los dedos

de la otra mantienen sobre su pecho la caja

de cigarrillos, no parece vender, pero ¿qué

está ofreciendo? Quien mira hacia abajo, dicen,


busca algo en su memoria. En sus mejillas,

atravesadas por dos líneas como si estuviera

apretando los labios para que sus recuerdos

no escapen de su boca, quizás se haya posado

hace años la caricia de una mano de mujer.

Pero acaso ahí las lágrimas de una ausencia llevaron

a su rostro la crispación de ese momento. Entonces

se hundió en esta vereda, como una estatua

conmemorando la indigencia, sin poder, aun queriendo,

contemplar un solo mínimo recuerdo. Después

de unos años, moriría y su cara


¿volvió a ser tocada por ella desde un pasado

inasible o fueron manos desconocidas

las últimas en su cuerpo ausente? Quizás

la ausencia misma estaba ya en sus ojos

casi cerrados esa mañana, escapando

como el humo futuro de esos cigarrillos

hacia el lugar de quien lo mira, afuera

de su cuerpo flaco. ¿Habrá sido, en ese instante,

tan segura la inminencia de su desaparición

como ahora, o en las manos que agarran

fervientemente esa cajita habría algo invisible?


1977

La franja de una viga de madera interrumpe

esa blancura corpuscular del fondo. Más allá,

círculos de colores, pero no son objetos sino

una cortina traslúcida. ¿En qué lugar el sol

puede brillar así? Las manos de la anciana

sostienen un mate, cubierto de metal,

de donde la bombilla refulgente, inclinada, sale

para señalar ese rostro luminoso. Apenas


girando el cuello a la derecha, la cabeza envuelta

en luz. Totalmente blanco, el pelo

corto y escurridizo, sobrevuela las sienes.

La mirada se pierde en las líneas infinitas

de los párpados entrecerrados. Ahí las sombras

parecieran imitar la lana negra del pulóver

o recordar, desde esas cuatro rayas firmes

de su frente, cómo a los veinte años

probara el áspero sabor del mate, de una vez

y para siempre. O acaso piensa en las olas

de tormenta, que tanto miedo causan

a quien no las conoce, pero su cuerpo joven

entonces en el barco no le concedió nada

al mar. No entiende a quien la mira y busca,

detrás de su mirada, hijos, nietos, bisnietos,

o suspender la muerte, mientras que para ella

las olas del descanso eterno, como dicen, quizás


no sean más que esa vuelta para ver a sus padres

morir en hospitales europeos. Si no hubiera

una espera, en ese mate listo, preparado

para él, ausente ya, se diría que vive

sola. Acaso sean sus labios, remarcados

por la profundidad de las comisuras, pero aún

distinguibles, en la soleada mañana, que de noche,

entre sueños, se abren para nombrar

a alguien; pero la hacen despertarse

los gritos de los niños: es domingo. La noche

se retira, como cambiarse el suéter negro


por uno más alegre, así le gustaría

verla a él. Habrá tomado el mate, habrá

pasado esa mañana, que la noche no impide

repetir cada día. ¿Cómo le explicarían

sus hijos a los niños que la abuela

se ha ido para siempre? Acaso en otro barco,

pero no es imposible que todo niño sepa,

con sus fúnebres juegos, a dónde van los cuerpos.


1967

No son las vetas de la madera del marco, tampoco

meros rastros opacos de la intemperie en la ventana

rectangular, sino unas quemaduras circulares

que siempre interrumpieron el único tono

de ese borde. La oscuridad visible, adentro,

envuelve la cabeza de este niño, como de siete años,

con el pelo revuelto, castaño, que cae

en mechas hacia las cejas, las mejillas. Apenas


un poco de perfil, las pupilas apuntan tal vez

a un lugar que no ve. Los dedos parecieran

afirmarse en el tramo inferior de la ventana.

Pero los labios entreabiertos, de otro color, seguro,

no podrían decir que las manos están ahí

abandonadas a las grietas. ¿Podrá ser esa mancha

allá, un hombro, una remera, o es la luz

que vacila? La memoria del niño no tiene

más que el deseo de apresar algo con sus dedos

que se le escapa. Así también se retraen,

por sí mismos, para arañar con las uñas más claras

el vacío. ¿Y dónde estará ahora, seguirá

buscando con los ojos la causa irrepetible

de su distracción? Aunque esa tarde se haya

olvidado, perdido para siempre en el estremecimiento

del pasado, junto a esos rasgos infantiles, sin embargo

el tamaño de sus ojos, apenas desviados, casi


como un imperceptible desenfoque de su atención, quizás

todavía dure. Si sus propios niños vieran

la imprevisible entonces quietud de su padre

tal vez sonrían o piensen en crecer, rápidos,

para olvidar esos objetos lejanos que no se alcanzan

nunca, ni a ver por la ventana. ¿En qué ciudad

o cementerio se enterró ese dolor ínfimo

de una ventana negra, en qué patio sus hijos

jugaron con un rostro que recuerda esa cara

sin lavar? Habrá fumado y las quemaduras

circulares, dispersas durante muchos años,


habrán dado a su olvido algo como una vuelta

imposible a un momento, cuando a los siete

extrañaba a un amigo o los juguetes de su amigo

que se había ido y no sabía dónde, ni acaso

se lo preguntara, podría estar. ¿Cómo era el nombre?

Pero él fuma, mientras sus hijos juegan, quizás

se escondan, demasiado cansado con las grandes

manos abandonadas sobre los brazos de un sillón.


1981

Hay un cuadro alargado, en el fondo difuso

de la pared blanca: el marco de madera

pintada, adentro un paspartú y más adentro ¿qué?

Nubes o árboles oscuros y en una mancha clara

y circular, una figura minúscula de pescador

o campesino. Bajo el cuadro, una mesa ratona

expone sus objetos, un jarro de metal labrado

donde dos ramas mustias van desapareciendo, acaso


sean un bosque ínfimo para ese caballito

de porcelana. No hay otra cosa atrás, la luz

se pierde en sombras suaves de rincones

adivinados, que ella ahora no mira. Su pelo

primero se desliza lacio por la cabeza, después

cae en ondas muy amplias hacia el cuello y los hombros,

como brotando de esa hebilla plateada, sobre el extremo

contrario al de la raya del peinado. La frente,

cubierta a medias, brilla. La luz es más intensa

en ese lado, esa mejilla, ese ojo, aun

cuando los dos, mirando hacia adelante, sean

casi transparentes en su leve verdor. ¿Por qué

ese lunar junto a la nariz delicada, o aquél

sobre los labios, no se han borrado? Seguirán

seguramente ahí. ¿Pero en qué fondo claro todavía

y remarcado ofrecerán el enigma de su línea?

Quizás ella pensara a los dieciséis años, se nota


en la tranquila firmeza con que cierra la belleza

de su boca, en alguien, un muchacho, diciendo

que la transparencia de sus pupilas, mirándolo

de soslayo, perforaba sus párpados de noche, impedía

cualquier otra visión y aun el sueño. Mientras ella

escuchaba en su voz las sutiles ausencias de aquel

que no le hablaba nunca. Las pestañas arqueadas

hacia arriba, con un asombro innato, ¿no simulan

la búsqueda de un silencio para atraer al chico

mudo hasta la dulzura callada de sus labios? Hoy,

la voz de su madurez ya no tendrá el silencio terso


de entonces. Aunque, posiblemente, muchas veces

escuchó lo que deseaba pero acaso nunca donde

deseaba oírlo. Y al arreglarse el pelo, ahora corto,

frente al reflejo del vidrio de ese paisaje

del living, quizás pensará, como entonces

ya lo sabía, de otra forma, que a ese chico

que hablaba del insomnio, las visiones sin sueño

de verde transparente, lunares, pelo castaño,

a los diecisiete, no lo vio nunca más, ni quiso

verlo. En su memoria, se mezclan ambos nombres.


1982

Una tenue oscuridad fluye del fondo, frágil,

hacia los bordes de un gris blanquecino. Ocupan

los dos rostros claros ese centro negro, quizás

escondido ahí atrás. Más arriba, ella pareciera

sostener el cuerpo invisible que el párpado derecho,

apenas más cerrado, en su inmovilidad señalaría.

Sobre la mejilla izquierda, el pelo, corto,

del niño, en sombras, acaso roza,


con la misma certeza con que eleva los ojos,

marrones, hacia el punto cercano que su madre

directamente enfrenta, el oído derecho,

tapado por el largo pelo lacio. ¿Por qué

las líneas finísimas en las cejas de ella se ensanchan

y se abrevian, sin dejar de repetir exactamente

la misma curva, debajo de la frente infantil?

Sin embargo, la punta suave y roma

de las narices, los labios superiores delgados

como tapas de cofrecillos cerrados, las bocas,

admiten un continuo en esas caras, como

si no hubiera otra forma en el mundo. La verdad

de las posibilidades infinitas, ¿no debería impedir

esa identidad perfecta? Ella, casi de cuarenta,

tendrá hoy cincuenta, los surcos en su frente

y en torno de su boca se habrán profundizado.

Él, habrá endurecido la suavidad infantil


de sus mejillas, la curva demasiado grácil, dicen,

para un varón. Acaso ahora la distancia,

que apenas variaba sus expresiones, se haya

extendido aún más. Tal vez los diferentes colores

de sus ojos, ella celestes, él marrones, tengan

una mayor intensidad que el parecido original.

Pero esos años o momentos, iguales, que nunca

se recuperan, acaso sigan vivos en los gestos

que hacen cuando se hablan, sin mirarse. Él,

temiendo descomponer su propio rostro

en la descomposición de su madre envejecida, ella,


negando las diferencias progresivas que podrían

profetizar la ruptura absoluta de todo vínculo

con la desaparición del parecido. Pero en sus voces

hay como un color único, detrás de los timbres

tan distintos. ¿Será aquel grito gozoso, aquel

lejano nacimiento, que estableciera acaso

como un diapasón la nota, sin saberlo,

persistente para siempre en las vocales del niño?


1950

La copa de ese árbol, opaca, despliega

su contorno minucioso sobre el cielo

blanco. Entre el verde y el blanco,

algunas hojas, irregulares, se agitan.

Al otro lado del camino de tierra,

vacío, una hilera de álamos, inundados

de luz, los extremos altos de las copas,

que casi no se ven, mucho más claros.


De esta lado del camino, tres parejas,

que vuelven sus miradas hacia el frente, toman

suavemente las manos unos de otros, la izquierda

de los varones, la derecha de ellas, ¿no bailan?

Ellas apoyan la otra mano sobre los hombros

que apenas se les ofrecen, ellos rozan

las espaldas tras los vestidos claros,

como floreados. ¿Qué harán ahí, en su danza,

tan diminutos que las frondas de los árboles

parecen moverse hacia sus abrazos inmóviles?

La pareja de niños, como de diez, imita

el esfuerzo de los cuatro adolescentes, el pudor

con que ellas, más altas, condescienden o bajan

hasta la rígida firmeza con que ellos tiemblan.

Pero esa mancha de luz sobre el verde

del piso, ¿de dónde viene, si no de sus pies

asimétricos hacia los que, se diría,


se acerca? Si acaso fuera el sol, invisible,

de la tarde bordeado por las sombras

lejanas de las ramas, entonces la vejez

de esos adolescentes se anunciara quizás

con la figura elíptica de un atardecer

sobre el piso desprotegido, terminando

con la música ausente que los sostenía.

Ahora estarán sentados, ¿estarán?,

contemplando los movimientos de sus hijos y el viento

no agite acaso hojas sino cabellos frágiles.

Quizás los niños hayan escondido


el crecimiento y la caída de sus cuerpos

en un barrio con calles tan vacías

como ese camino. Pero esa luz redonda,

casi sobre sus pies, que detuvo sus pasos,

era como un desliz futuro de que alguien

los unía a los seis, veía acaso el fin

próximo de algo. Si bien esa alegría

de bailar bajo los árboles, aun olvidada,

dura; hace tiempo, esa mancha, como

el silencio, la pérdida o la ficción

de una música, deshizo las breves presiones

de sus abrazos sin forma. Así, ahora,

una hoja cae desde los álamos, llevada

sin querer por el viento, sobre la falda

de una señora que piensa en todos los bailes,

mezclados, de su memoria, pero olvida

aquél sin luz, ni baldosas, ni orquesta,


más que esas mismas brisas, ese pasto, sol, mientras

un pedazo de tela clara se le cae de las manos.


1918

Si esos ojos profundos preguntaran,

como parece hacerlo el óvalo pálido

de su cara, como el viejo Villon, a dónde

van las puras nieves de otros años, dónde

está la belleza de ese rostro que mira

fijamente adelante; mientras el pelo oscuro

y corto deja caer un bucle apenas

insinuado sobre la ceja derecha, turbando


con su hálito la diáfana blancura

de la frente. ¿Y quiénes son los otros,

esas caras que se le parecen, sin llegar

a repetirla en nada? Detrás de su vestido

negro, hay ramas, árboles que vibran

con la suave brisa de la siesta; más allá,

se asoma el perfil de tejas de la casa,

cubierta por el pudor vegetal del verano.

¿Tendrá dieciocho años, ella ahí?

La inclinación de su torso y su rostro

dibujan, con la sombra de un pincel

muy fino, la breve y recta nariz

y la forma de los labios. Tal vez

pensara que sus rasgos quedarían

suspendidos para siempre, o acaso

en la próxima cena con él, que no quiso

venir al campo y parece esquivarla


después de la otra noche. Su cuerpo

quizás deseara estar con él, pero ella

no va más allá de un pálpito insistente

de ese cuello que el escote en su vértice

descubre hasta la base, mientras los senos

se sostienen solos en la holgura de la tela.

Una nieta suya camina, hoy, bajo ese árbol

frondoso, pues los árboles no son cuerpos,

con su hijita y le dice: justo acá,

estaba la bisabuela cuando su esposo

le propuso casarse. Los ojos oscuros


de la niña recuerdan, sin saberlo,

aquella mirada inquieta, pero su voz

aguda pregunta, como el viejo Villon,

a dónde está ella ahora. Si no hubiera

un árbol, ¿estaría ahí la sombra

de sus piernas esbeltas, todavía posadas

sobre las hojas caídas del siguiente otoño?

En unos años más, su pequeña bisnieta

pensará, como ella, sentada en el suelo

de tierra oscura, lo que podría hacer

con su cuerpo joven, también quizás

lo que no hará. Pero todo es distinto,

la niña no verá sino una hoja

del jardín, pudriéndose en un libro.


1980

El pelo castaño parece más claro

en las puntas, que pasan sobre sus hombros

estrechos, semivelados por una rara

remera de hilo color natural. Ella

tendría entonces unos trece años, la frente

escondida por el flequillo que roza

las cejas, demasiado grandes para esos ojos

pequeños y fijos, mirando hacia adelante


con su brillo pardo, separados

por la línea de su nariz, que leve

se alza del fondo claro de su cara,

como si nunca acabara de formarse.

Los labios, apenas abiertos, ya

tienen la precisión de la mujer futura,

sobre la simetría que establecen

con la prominencia breve del mentón.

La cabeza, inclinada hacia la izquierda,

no sigue la línea delgada del cuello,

en un movimiento todavía

infantil, que repetiría siempre

con cuidadosa complacencia, durante

los años por venir. Ese fondo

gris claro, no es el mismo donde

el hilo natural, imperceptible debajo

del guardapolvo blanco, se distribuye


con su mirada sesgada, en las paredes

blanqueadas del colegio, escritas

ahí esas letras de ladrillo rojo

por un chico anónimo que dice

quererla y firma "yo". ¿Cuántas

veces la puerta de madera beige

de su casa recibiría unos golpes

furtivos? Acaso hasta que un día

ella o él se cambiaran de colegio

o sólo se cambiaran; pues es posible

que hoy esa niña haya cortado


su pelo, o ensanchado sus hombros,

aun cuando la boca, descanso

para cualquier mirada de espías

invisibles, en los rincones del barrio,

siga siendo la misma. Pero decir

dónde estará ese chico azul del cielo

de la siesta en el recreo, o el hilo

natural, bordado por su abuela

para el cuerpo de ella, quizás sería,

como la detención constante, cuanto menos,

para quien la mirase reírse ahora

tras duplicar su edad (ese pasado

de niña seria, ¿es el origen de su risa?),

decir dónde estará sería imposible.


1938

Se estremecen unas flores de colores

sobre un papel blanco. Si bien la luz

puede haberse grabado por ahí, dejando

el resto en su negrura descolorida

y despareja. Pero su rostro enceguece,

si es que a alguien ofrece ese perfil

a medias, rodeado de pelo claro, peinado

hacia atrás, de ondulaciones inmóviles.


Las pupilas celestes miran quizás

hacia un punto de la pared izquierda,

a otra flor nebulosa del papel, como

si ignorase la recta precisión de los puntos

que forman su nariz. ¿Cómo evitó,

quien la mira, esos labios apenas

ensombrecidos, sobre el hoyuelo

casi imperceptible del mentón? Se reirá

hoy de ese moño blanco, esos botones

dorados en la blusa negra, la compuesta

rigidez de sus bucles, aunque acaso

sus ojos no los vean, antes bien

los escucha su ausencia. O, si no su hija,

aquel que no fue el padre, pero conserva

una caja de metal con papeles, un aro

que ella perdió y una foto quemada

que dice en el reverso "Gevaert", viera


la sonrisa, de nuevo juvenil, de la muchacha

diciendo: soy la nieta, pensaría

entonces en sus manos, las de aquélla,

al tocarse la cara con los dedos, de donde

se le cayó la caja, dispersando

todo su contenido. La muchacha,

cuyas ondas invaden las mejillas, sonríe,

mientras ese viejito le muestra

la foto de su abuela y no puede

terminar ninguna frase sin repetir

varias veces el sujeto. Él, en su balbuceo


aparente, compara a la chica de negro

con su brillo celeste mirando más allá

de los límites de la foto, con esta rara

réplica sonriente, que en la remera

blanca y apretada, tras las últimas hebras

movedizas del pelo, ostenta unos pechos

que lo hacen intentar, si no acordarse,

adivinar al menos en la foto el secreto

bajo la blusa de los treinta. Acaso piense

que el crecimiento sea un buen ejemplo

de las nuevas dietas, o, más triste,

el resultado de los nuevos inventos.


1980

Un hombre, lejano, de camisa blanca

y pantalones oscuros, apoya

sus espaldas contra un poste de luz

de aquella esquina. Otro poste, al frente,

donde está el auto, abandonado, sin vidrios

en las dos ventanillas traseras, una

desfigurada. Parece un modelo

norteamericano de los cuarenta.


La curva del baúl, como un cuarto de esfera,

se disgrega en las manchas, en la herrumbre

venciendo a la pintura y destruyendo

la chapa del guardabarro derecho.

Pero en la cápsula central, el grueso

techo, acaso por la sombra del árbol

que lo acompaña, aún resiste. Todo

se pierde, aun cuando a través

de la ausencia del parabrisas delantero

se vean unas ramas verdes, larguísimas,

abrazando los contornos difusos

de las casas en la tarde, que hace un rato

era siesta. El hombre apoyado mira

adonde apunta el auto, pero no ve

la belleza descascarada de sus líneas,

el ruido opaco, el susurro de su motor

perdido, los restos de algo útil


dejado por el brillo fugitivo hacia otras

formas nuevas. ¿No pensará aquel hombre

en su cuerpo, sintiendo el roce quieto

de la madera en los hombros? Su cabeza

parece mirar las cuadras, las manzanas

con su halo de veredas desteñidas,

que se prolongan en sus propios restos

como no dependiendo de nadie. Acaso

piense en algo que no ve, cuando era chico

y aprendió a manejar en un auto

redondeado y duro, el primero


que tuviera su padre. Después,

la cola de pescado negra de la carroza

que llevara ese viejo cuerpo, donde

él se había sentado para alcanzar

el volante negro de su infancia. Ahora,

no querría salir nunca con su compacto

rojo, si no fuera por sus nietos

que quieren ir al parque, y él, ya cerca

del vencimiento final de su carnet,

accede y va, todo el viaje, en segunda.


1991

Si el brillo rojo de la tela tuviera

débiles notas errantes de una música

oculta, quizás ella, desnuda, oiría

una voz melosa y lenta, con el mismo

gesto de temblor inmóvil, de un frío

que no produce el aire de esa pieza

intensamente roja. El pelo castaño

cae sobre los bordes de sus ojos


rasgados. Mientras los labios recién

pintados acaso murmuran dos recuerdos,

grabados en la sombra de sus piernas

cruzadas. La incongruencia de sus brazos,

envolviéndola, podría ser un signo,

no demasiado explícito, de una edad

cercana a los cuarenta. Lo que piensa,

sola, sobre ese sillón de pana ocre, mirando

más allá de la madera del parquet,

se eleva como la sombra de la estatua

blanca, cubriendo sus pies, hacia una noche

en que soñó con una cabaña, vista

acaso en fotos de revistas, en medio

de la nieve, adonde ella, desnuda

como ahora, esperaba a un hombre,

hecho de mezclas exactas de deseo

y certeza, pero algo gruñía afuera


y la palabra "oso" la despertó. Después,

escucha un tema más ágil, el disco

invisible prosigue, la semana pasada,

¿cuál era su nombre?, lo conoció

en el bar donde atendía, alto

y amable; de las cosas que hablaron

no quedan rastros, sólo recuerda

cómo se consumían sus cigarrillos,

el olor penetrante del tabaco negro,

que llevaba sus palabras hacia ella.

Cuando cerraba la caja, sacó algo


de plata, le compró una rosa

envuelta en celofán, y le pidió

su dirección. Pero ella, que ahora escucha

la lluvia rumorosa del disco terminado,

dijo una calle cualquiera y el número

del año de su nacimiento. Sin embargo,

¿por qué ese roce plácido de los dedos

sobre sus pechos desnudos, no parece

olvidar, sino más bien reconstruir

el momento ficticio en que el humo

negro del desconocido espantó al oso

fantasmal que gruñía en la nieve

de su memoria? Tan blanca como la piel

de ella, que acaso no espera a nadie,

hundiendo apenas los muelles del sofá.

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