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Ciudadanía infantil y sexualidad: cuándo hablamos de derechos y cuándo

hablamos de protección

Intro

En este trabajo nos proponemos una lectura muy provisoria de los discursos de
derechos de la infancia desde una perspectiva que analice esas figuras de la infancia y
la proteccion en el marco de una gramatica sexual, o mejor dicho, que intente dar cuenta
de los guiones sexuales que en esas textualidades se despliegan.

A partir del proceso de debate y sanción de la Convención sobre los derechos del Niño
(CDN) (1989) se produjo una “revolución a pequeña escala” (Llobet, 2013: 209) que
inauguró nuevos sentidos del tratamiento estatal sobre la infancia y puso en cuestión el
intervencionismo punitivo de la judicialización de la infancia fundada en el control social
de los sectores populares. El proceso de reconocimiento de los derechos de niños, niñas
y adolescentes en las dimensiones globales y locales de cada país promovió una nueva
retórica que devino hegemónica para inscribir a la infancia en el marco general de los
derechos humanos, y este proceso, con sus complejidades, contradicciones, avances y
retrocesos ha sido abordado por numerosas investigaciones del ámbito latinoamericano
(Llobet, 2013; Villalta, 2010). Sin embargo, los abordajes existentes, aun con críticas a
los discursos activistas que impulsaron la oposición taxativa y abstracta entre viejo
paradigma tutelar punitivo/nuevo paradigma de protección de derechos, aun a pesar de
enunciar esa critica continuan enfocandose en el abordaje estatal de las culturas
infantiles de sectores populares, prevaleciendo el entrecruzamiento de las categorías
de infancia y clase social por sobre otros marcadores de la diferencia social.

Emplazamos el presente trabajo en un silencio existente en el campo de estudios en


torno a abordajes que entrecrucen las categorías de infancia y sexualidad. Señalar este
silencio no pretende simplemente visibilizar una falta o una deuda de este campo de
estudios, sino explicitar el funcionamiento de una producción activa (Pecheny, 2013) de
determinadas ausencias y de los sentidos que las rodean.

Consideramos, siguiendo a Foucault, a la sexualidad como una construcción social,


efecto de procesos de producción de sentidos históricos llevados adelante por
multiplicidad de discursos sociales a través de sedimentaciones de significados en
diversos niveles. La noción productiva del poder, figurada en el concepto de norma,
inscribe los análisis sobre las regulaciones sexuales lejos del análisis de la represión de
la sexualidad -y de las consideraciones mecanicistas del poder que esa concepción
conlleva- y se centra en cómo efectivamente determinada sexualidad ha sido producida,
suscitada, incitada (Foucault, 2003), así como los modos de distribución diferencial de
los significados de lo sexual en la cultura (Sedgwick, 1998) según el principio de
heteronormatividad (Warner, 1991).

El abordaje toma a los discursos mencionados como cristalizaciones estabilizadas del


sentido y el modo como se construye su axiologizacion con respecto a la infancia y la
sexualidad, es decir, se trata de un argumento que no se enfoca en un proceso particular
de institucionalizacion de sentidos sino en las gramaticas generales que construyen sus
figuraciones.

Ahora si, pasando a los dd

Durante los 80 emerge una nueva sensibilidad tiene un principio rector que es la
universalización de la infancia, en otras palabras, la construcción del valor de la infancia
como valor supremo de la humanidad –nadie podría nunca negarse a su protección, por
ejemplo. La conformación de esta figuración de la infancia en el espacio de una
sacralidad no es nueva, y muchas investigaciones han dado cuenta de ello,
especialmente de la oposicion discursiva sobre este valor totalizante de la infancia con
respecto a la construccion binaria del paradigma tutelar, que reconocía al menos dos
infancias, aquella “normal” que formaba parte de la institucionalidad de la escolarización
obligatoria y se encontraba inserta en familias funcionales y aquellos otros niños y niñas
que quedaban fuera del sistema escolar obligatorio y se encontraban, según dictaba la
ley Agote (10.903) “en riesgo moral y material” o en conflicto con la ley penal. Ahora
bien, la ley Agote previó la intervención estatal punitivista para aquellxs niñxs que se
encontraran en situación irregular –ya sea “abandonados” o “delincuentes”–, y
generalmente se trataba de procesos de institucionalización por tiempo indeterminado
de niñxs en base a su condición de vida, en otras palabras, se trataba de mecanismos
de criminalización de la pobreza. La convención, por el contrario, establece que los
derechos del niño son derechos para todas las infancias, se encuentren en la situación
que se encuentren, y que es responsabilidad de todas las personas que están en
contacto con lx niñx el garantizar que sus derechos sean cumplidos. Entonces ya no se
trata de dos tipos de infancias, la infancia “integrada” y la infancia “peligrosa” sino que
todxs lxs niñxs son sujetos de derecho y todos los derechos corresponden a todxs lxs
niñxs, independientemente de la clase social, raza, género que correspondan.
Otra transformación que ocurrió en torno a la noción de sujeto desde la sanción de la
convención fue el paso de la definición de “sujetos de necesidad” del paradigma tutelar,
sobre quienes la intervención estatal se activaba de forma punitiva en torno a una
carencia o falta que ponía en situación irregular a esx niñx, por oposición a la noción de
sujeto de derecho, que introduce la dimensión positiva de la promoción de los derechos.
Esta última característica no es exclusiva de los derechos de la infancia, sino que forma
parte del marco general del enfoque de derechos. En este marco, se transforma también
el rol del estado que pasa de ser un prestador de servicios a beneficiarios a ser garante
de derechos ciudadanos.

Ahora bien, si bien los derechos humanos buscan proteger a los sectores vulnerables e
incapaces de la sociedad, se plantean asimismo trascender la noción protectora y
plantear a los derechos como bases para una ciudadanía inclusiva, que otorgue la
participación política a los grupos previamente habian sido excluidos (Barna, 2012). Si
tradicionalmente bajo las leyes modernas se poseía un cúmulo de derechos en base a
la premisa de la capacidad de autodeterminación, la extensión de derechos a mujeres,
poblaciones racializadas, etc, implicó el reconocimiento de jure de la capacidad de facto
de ejercerlos. Los derechos humanos como perspectiva entonces tienen como eje
central el cuestionamiento de esa idea de capacidad del sujeto, en base a la cual se
distribuian diferencialmente los derechos y la retorica de la gran familia de la humanidad
se basa justamente en el reconocimiento de esa desigualdad, caracterizada por la
fragilidad y la vulnerabilidad. Sin embargo, a la vez que se reconocen los derechos de
poblaciones vulnerables e incapaces, los discursos de derechos humanos trascienden
esa configuración para proponer el reconocimiento de una ciudadanía que les otorgue
participación política (Barna, 2012), también se reconoce como “empoderamiento”
(Pautassi, 2012).

Este último punto se basa en el esfuerzo de ese entramado interncional por otorgarle
historicidad y contingencia a esas desigualdades, es decir, el esfuerzo por desmontar
las explicaciones basadas en caracteristicas inherentes o biologicas de las personas o
poblaciones para explicar las diderencias, y reconocer esos procesos como ejercicios
de poder. La inferioridad de las mujeres, de las poblaciones racializadas, de la
discapacidad, entre muchas otras, son construcciones sociales y culturales de poder.

En el caso de la infancia, no obstante, ese marco general de derechos humanos no


funciona así. Por un lado, se apoya justamente en saberes sobre la incapacidad natural
de la infancia: en el preámbulo de la convención se profiere "el niño, por su falta de
madurez física y mental, necesita protección y cuidado especiales, incluso la debida
protección legal, tanto antes como después del nacimiento"”. Por otro lado, la noción de
“persona en desarrollo” hace que, además de la explicitación en términos biológica de
la necesidad especial de protección se le niegue a la infancia la capacidad de
participación política, puesto que como analiza Agustin Barna, se produce una escision
en la que los ninos portan derechos pero no los ejercen, porque no poseen la capacidad.
Cito:

los derechos políticos modernos fueron conceptualizados como derivados


de la voluntad y capacidad de los portadores de derechos de garantizar sus
propios derechos, así bajo esta tradicional conceptualización el portador de
derechos y el agente moral serían idénticos. Ahora bien, la locación del
agente moral en el nuevo enfoque de derechos del niño se ubica claramente
por fuera de él y se torna difuso. Esta situación sienta las bases para el
surgimiento de una elite profesional que determina qué reclamos son
reconocidos y de qué forma (Barna, 2012: 13).

Sexualidad en el marco de dd internacional

Actualmente podemos inferir que se cuenta con cierto consenso conceptual en los
aparatos gubernamentales y no gubernamentales sobre lo que se debe entender por
sexualidad. Esa noción se puede ver cristalizada en la definición de la Organización
Mundial de la Salud:

La sexualidad es un proceso esencialmente humano, que se expresa en


forma de pensamientos, fantasías, deseos, creencias, actitudes, valores,
actividades, prácticas, roles y relaciones. La sexualidad es el resultado de la
interacción de factores biológicos, psicológicos, socioeconómicos,
culturales, éticos y religiosos espirituales […] En resumen, la sexualidad se
practica y se expresa en todo lo que somos, sentimos, pensamos y
hacemos. (OPS y OMS, 2000).
De acuerdo con esta cita, se puede percibir el esfuerzo del entramado normativo
transnacional por implantar una noción de sexualidad integral que no sólo se desmarca
del coito, también le da una entidad positiva para la vida en sociedad. Sin embargo, ese
lugar no ocupa la sexualidad para la infancia: las definiciones y políticas instrumentadas
tanto por la CDN como por la ley 26.061 se reducen a la protección ante los
considerados “aspectos negativos” de la sexualidad: esto es, la sexualidad como un
peligro. Además, esta consideración “negativa” de la sexualidad coloca nuevamente en
el centro de la escena a las prácticas sexuales coitales y genitales –veamos cómo la
definición de la OMS se desmarca de esa consideración reducida de la sexualidad. Esta
operatoria resulta significativa ya que pone en juego en diferente grado de explicitación
una batería de sentidos acerca de la sexualidad que permanecen elididos en las
políticas de promoción de derechos denominadas “positivas” para la infancia, propias
de la definición del sujeto-de-derechos.
En la CDN se remite a la sexualidad en dos artículos, el 19 y el 34, estableciendo el
derecho de lxs niñxs a no ser objeto de daño.

Artículo 19. Los Estados Partes adoptarán todas las medidas legislativas,
administrativas, sociales y educativas apropiadas para proteger al niño
contra toda forma de perjuicio o abuso físico o mental, descuido o trato
negligente, malos tratos o explotación, incluido el abuso sexual, mientras el
niño se encuentre bajo la custodia de los padres, de un representante legal
o de cualquier otra persona que lo tenga a su cargo.

La ley nacional nº 26.061 a diferencia de la CDN se refiere a la sexualidad en términos


de de “dignidad” e “integridad”, y sin embargo se encuentran nuevamente, asociadas al
daño y la violencia. En este sentido, la noción de integridad sexual tiene una
correspondencia casi directa con la definición del titulo tercero del Código Penal,
modificado en 1999 en el paso de lo que se llamaban delitos contra la honestidad a
delitos contra la integridad sexual.

ARTICULO 9° — DERECHO A LA DIGNIDAD Y A LA INTEGRIDAD


PERSONAL. Las niñas, niños y adolescentes tienen derecho a la dignidad
como sujetos de derechos y de personas en desarrollo; a no ser sometidos
a trato violento, discriminatorio, vejatorio, humillante, intimidatorio; a no ser
sometidos a ninguna forma de explotación económica, torturas, abusos o
negligencias, explotación sexual, secuestros o tráfico para cualquier fin o en
cualquier forma o condición cruel o degradante.
Las niñas, niños y adolescentes tienen derecho a su integridad física, sexual,
psíquica y moral.
La persona que tome conocimiento de malos tratos, o de situaciones que
atenten contra la integridad psíquica, física, sexual o moral de un niño, niña
o adolescente, o cualquier otra violación a sus derechos, debe comunicar a
la autoridad local de aplicación de la presente ley.
Estas definiciones restringen la idea del acceso a la sexualidad como un derecho
humano, es decir, como derecho a la libertad sexual y a la no discriminación por esos
motivos, derecho al libre goce del propio cuerpo y al placer sexual como se fue
estableciendo en los consensos internacionales con respecto a los derechos sexuales
(Boccardi, 2019).

Ahora bien, si volvemos a la operación heurística planteada previamente sobre el


enfoque de derechos y el paradigma de promoción positiva de políticas que produzcan
una ciudadanía empoderada de los sujetos “vulnerables”, encontramos que en el eje de
la sexualidad tanto la CDN como la ley 26.061 funcionan en base a nociones de sujeto
que se definen por la vulnerabilidad intrínseca, por su fragilidad e incapacidad
constitutiva. Es decir, la oposición que sostiene la dicotomía entre punitivismo
tutelar/protección integral de derechos se encuentra inversamente construida o
trastocada cuando nos referimos a la sexualidad.
En este sentido, la negatividad de la sexualidad como peligro, como daño, como riesgo,
se asemeja a las definiciones de sujeto del discurso punitivo del código penal con
respecto a los delitos contra la integridad sexual más que al marco internacional de
derechos sexuales y (no) reproductivos con el cual comparte la inscripción al “enfoque
de derechos”.

Por otro lado, si analizamos la construcción de los significados de las violencias hacia
niñxs dentro de los sistemas de protección de derechos, encontramos que la pirámide
de medidas de protección estratifica las violencias de acuerdo a su naturaleza. La
consideración del maltrato infantil –negligencias y malos tratos físicos– ocupan un
espacio diferencial con respecto al abuso sexual infantil, que activa medidas
excepcionales de intervención prácticamente de modo automático. Los malos tratos
físicos y las negligencias formaron parte del discurso del activismo de “desjudicalización
de la infancia”, es decir, la descriminalización de la pobreza como mencionamos
previamente y desde esa inscripción, se les dio una comprensión más integral, vinculada
a las desigualdades sociales en términos estructurales y por ello, son objeto de medidas
integrales de protección. Por oposición a las medidas integrales, las medidas
excepcionales activadas en las condiciones de vulneración de derechos vinculados a la
sexualidad son, por decirlo en términos directos, la parte más tutelar del sistema de
protección de derechos.

El sujeto de las medidas de protección integral es un sujeto considerado parte de una


comunidad, de un lazo social cuya desventaja es una desigualdad social y estructural.
La comprensión de los malos tratos físicos o de las negligencias, según los discursos
de desjudicialización de la infancia, fueron utilizados muchas veces para castigar a las
familias pobres y como un modo de control social. En ese sentido, el tipo de respuestas
que los sistemas de protección proveen para este tipo de violencias apuntan a reparar
las vulneraciones de derechos en el marco de las desigualdades que atraviesa la familia
en la que se inserta.

Ahora bien, por el contrario, el diseño de las medidas excepcionales producen una
noción de sujeto cuya vulneración de derechos ha sido mas grave, y es concebido en
términos individuales, es decir, es una nocion de sujeto indiviual, y la naturaleza de esa
violencia es explicada de forma diferencial con respecto a la de los malos tratos y
negligencias. De algún modo, la violencia sexual –entre otras, como las violencias que
ponen en riesgo la vida de lx niñx– son individualizantes, no pasibles de ser explicadas
por desigualdades sociales estructurales y por ende, la intervención es singular y
punitiva: la extracción de lx niñx de la familia. La violencia sexual, sea violación o abuso
sexual infantil en todas sus posibilidades, son consideradas intrínsecamente dañinas,
porque producen un daño permanente, irreversible. En términos filosóficos podríamos
decir que la producción de esta noción de la violencia sexual es trascendental y
universalista, puesto que la noción del daño sexual no difiere con respecto a situaciones,
escenarios, condiciones de existencia, ninguna variable de marcación social.

Esto se vicula directamente con como los derechos de niños, niñas y adolescentes se
institucionalizaron en nuestro pais. Como demostro Valeria Llobet estos procesos fueron
mediados por saberes psi que tuvieron efectos específicos en la creación de una noción
individualizante, familiarista y despolitizada de la infancia. La psicologización de los
significados sobre la infancia y sus derechos, tuvieron como eje la nocion de desarrollo,
o el concepto de persona en desarrollo que ademas son la base sobre la cual se apoya
la nocion de interes superior del nino.
En ese marco, inscripta en esos regímenes de significación la categoría de abuso sexual
infantil desplazando los significados que en décadas anteriores habían primado en torno
a una categoría de maltrato infantil más amplia que abarca los malos tratos físicos y/o
negligencias (Grinberg, 2010). El abuso sexual infantil emerge como categoría que
ordena, delimita y organiza significados en torno a lo infantil en el marco general del
discurso del reconocimiento de sus derechos, y se conforma en una figura clave de los
sentidos sobre la vulnerabilidad, la fragilidad y la necesidad de protección de la infancia
puesto que como trabajo Julieta Grinberg, se erige en un intolerable social (Fassin,
2007; Grinberg, 2010). Si los malos tratos físicos y las negligencias fueron interpretados
por los discursos que promovieron los derechos de la infancia como modos de la
criminalización de la pobreza, y por ende, situados en un marco de desigualdad
estructural que definió al sujeto de derecho positivamente, frente a un estado garante
de no vulnerar sus derechos, el abuso sexual infantil operó de forma contraria,
estableciéndose como un tipo de violencia de otra naturaleza, singular, individualizante,
más similar al punitivismo propio del tutelaje o del modelo discursivo del código penal
(art. 119, modificado en 1999).

A fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI, en el proceso global-local (Burman, 1994)
de interpretación e institucionalización de los derechos de la infancia, la regulaciones
del dispositivo de la sexualidad (Foucault, 2003) y las regulaciones genérico-sexuales
que lo ordenan van a volverse materia específica para construir un nuevo modo de
gobierno para la infancia (Foucault, 2006). En este sentido, la construcción de la
normalidad y de la infancia deseable está atravesada por una construcción específica
con respecto a la sexualidad que establece una estratificación de la sexualidad por edad
(Angelides, 2004; Anastasía, 2019), esto es, se presupone que existe una “sexualidad
infantil”, concebida en términos de “juego” o “experimentación” que se desarrolla y
deviene una sexualidad adulta realizada (Angelides, 2004). Estas nociones responden
a un marco interpretativo de cuño biologicista, en el que la infancia es asociada a la
formación de la identidad de género; la adolescencia al surgimiento de fantasías
sexuales y de la identidad erótica; y la adultez a una identidad sexual fija y establecida.
En este esquema, la infancia y la adolescencia, consideradas fases transicionales, se
oponen a la adultez cuya sexualidad es ya un producto terminado y duradero.
Esta operación codifica el vínculo de la infancia con la sexualidad en términos
axiologizados negativamente. De manera que la relación entre infancia y sexualidad
solo adquiere legibilidad cuando niñas y niños experimentan el daño y la violencia
sexuales. En este marco, la figura del niño abusado, cuyo desarrollo ha sido
interrumpido, configura la imagen de la desviación con respecto al ideal regulatorio que
emana de la figura del niño-sujeto-de-derecho (Lowenkron, 2010).

Esto implica entonces una serie de ideas, que son mas preguntas que conclusiones: 1.
Los discursos sobre el maltrato, el abuso y la violencia en el cambio de siglo establecen
una matriz que produce una jerarquización de la violencia sexual sobre otras y la
consideración de ese tipo de violencias así conceptualizadas construye nociones de
sujeto que podrían vincularse al sistema conceptual punitivo del tutelaje, puesto que
individualiza las violencias y las define en torno a la incapacidad, produciendo un
contrapunto entre la figura de la infancia víctima y la infancia sujeto-de-derecho; 2. Los
discursos sobre el maltrato, el abuso y la violencia producen una noción exclusivamente
negativa de la sexualidad para la infancia vinculada al daño y no reconocida como parte
integral de la vida en sociedad- (Anastasía, 2018); 3. Esta configuraciones sobre la
violencia sexual reafirman la heteronormatividad producida por las normas genérico-
sexuales de la infancia como periodo vital despojado de toda afectacion sexual, inscripta
en una matriz psi, familiar, conyugal y afectiva.

Tanto los discursos de los activismos por los derechos de niñxs, la CDN y la ley 26.061
sitúan en un lugar indiscutido a la familia, unidad significante que sostiene el diseño de
los sistemas de protección y los modos se interpretan las necesidades de niños y niñas
(Llobet, 2013, Fraser, 1989).

La reafirmación acrítica y universal de la idea de la familia como la institución central del


“desarrollo” de lxs niñxs funciona en un marco mayor de inscripción de la infancia y las
relaciones vinculares en lo que desde los feminismos se ha llamado régimen
heterosexual (Wittig, 2006), heterosexualidad obligatoria (Rich, 1986) o
heteronormatividad (Warner, 1991).
La conjugación del matrimonio heterosexual, la reproducción, la propiedad privada de
lxs hijxs y la consecuente noción de hijx como sinónimo de niñx, la asexualidad de la
infancia, entre muchas otras normas, forman parte de ese sistema de distribución de
significados sociales, que ha sido puesto en cuestión por los feminismos y los
movimientos y teorías lgtb desde hace décadas.

Es decir, el sistema de organización social estructural que distribuye diferencialmente la


sexualidad instala a la heterosexualidad como institución social, como régimen de
construcción legítimo de determinados lazos sociosexuales: el matrimonio, la
construcción de la familia y las normas del parentesco, como ha demostrado harto la
antropología, componen los guiones que lideran la pirámide de estratificación.

Entonces, las retóricas de defensa “positiva” de los derechos de niñxs se afincan en un guión
sexual específico, que no sólo reifica la familia heterosexual.

La oposición niñx individual víctima ergo intervención punitiva y por otro lado, niñx-
sujeto-de-derecho a quien el estado garante provee de respuestas positivas no son dos
contraposiciones entre paradigma tutelar y paradigma de derechos, ni dos figuraciones
que colisionan de forma contradictoria, son dinámicas instrínsecas a la producción de
un marco específico de gobierno para la infancia heteronormativo. Y conviven sin
conflicto porque las consideraciones sobre las desigualdades de los activismos por los
derechos de niños y niñas son construidas centralmente en el marco de la
heterosexualidad obligatoria.

…es posible señalar un proceso de consolidación de las significaciones sobre la infancia


contemporánea altamente fragmentarias y situacionales, pero equivalentes en la
búsqueda de explicaciones “en clave psi”. Dan cuenta de una concepción del niño como
un individuo con interioridad, cuya determinación biográfica se encuentra casi
totalmente contenida en la vinculación con la madre en primer lugar, y con el padre en
segundo. Poco importa si es posible reemplazarlos por sucedáneos: la remisión de las
lecturas deterministas a la escena familiar y/o subjetiva infantil parecen ser estables y
naturalizadas, reencontradas en fenómenos tan apartados como la medicalización de
los comportamientos infantiles en el ámbito escolar, la interpretación singularista de los
procesos de violencia social que coloca a niños y niñas y adolescentes como
protagonistas, las interpretaciones relativas a las fallas en el aprendizaje escolarizado,
las evaluaciones de los comportamientos maternales en la crianza, las concepciones
sobre el impacto de la pobreza en la infancia, etcétera (Llobet, 2013: 228).

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