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América en diásporas

Jaime Valenzuela Márquez


(Editor)

América en diásporas

Esclavitudes y migraciones forzadas


en Chile y otras regiones americanas
(siglos xvi-xix)
Subtítulo

Instituto de Historia
FACULTAD DE HISTORIA, GEOGRAFÍA
Y CIENCIA POLÍTICA
325.283 Valenzuela Márquez, Jaime
V América en diásporas. Esclavitudes y migraciones
forzadas en Chile y otras regiones americanas (siglos xvi-
xix)/ Editor: Jaime Valenzuela Márquez. – – Santiago :
RIL editores - Instituto de Historia, Pontificia Universidad
Católica de Chile, 2017.

542 p. ; 23 cm.
ISBN: 978-956-01-0320-8
1 esclavitud.  1. chile-emigración e inmigración-histo-

ria-siglos 16-19. 1 américa-emigración e inmigración-
historia-siglos 16-19.

América en diásporas.
Esclavitudes y migraciones forzadas en Chile
y otras regiones americanas (siglos xvi-xix)
Primera edición: enero de 2017

© Jaime Valenzuela Márquez, 2017


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Nº 271.082

© RIL® editores, 2017

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Composición e impresión: RIL® editores


Diseño de portada: Marcelo Uribe Lamour

Imagen de portada: «Codex Azcatitlan», Bibliothèque Nationale


de France (Paris), Département des Manuscrits,
Mexicain 90, f. 44 [fragmento]. (www.wdl.org/en/item/15280)

Impreso en Chile • Printed in Chile

ISBN 978-956-01-0320-8

Derechos reservados.
Índice

Presentación...................................................................................... 11

Diáspora africana
y movilidades afrodescendientes

Curas, amos y escl­avos en una parroquia. Apuntes metodológicos


para construir un padrón de propiedad de mano de obra de
origen africano con partidas de bautismo
(Santiago de Chile, 1700-1720)
Claudio Ogass Bilbao.......................................................................... 17

Discursos y representaciones de los esclavos negros y mulatos


domésticos en Santiago colonial
Katherine Quinteros Rivera.................................................................. 57

Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile


(Santiago-Valparaíso, 1770-1789)
María Teresa Contreras Segura............................................................. 77

La esclavitud en los registros judiciales y en las «leyes de libertad»


(Chile, 1810-1823)
Carolina González Undurraga............................................................ 113
Esclavitud y deportaciones indígenas
desde la frontera de Chile

De cautivos a esclavos: Algunos problemas metodológicos


para el estudio de los indios cautivos en la guerra de Arauco
Macarena Sánchez Pérez..................................................................... 133

Indios de tierra adentro en Chile central.


Las modalidades de la migración forzosa y el desarraigo
(fines del siglo XVI y comienzos del XVII)
Hugo Contreras Cruces...................................................................... 161

Esclavitud indígena y economías familiares


en el Chile del siglo XVII
Ignacio Chuecas Saldías..................................................................... 197

Indian labor: The evolution of the encomienda and indigenous


slavery within Chile’s 17th century frontier society
Daniel Stewart................................................................................... 251

Abolición y continuidad
de las esclavitudes amerindias

La cruzada antiesclavista
y las fronteras del imperio español, 1660-1690
Andrés Reséndez................................................................................ 295

Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile (1650-1680)


Los caminos del amparo judicial para mujeres capturadas
en la guerra de Arauco
Jaime Valenzuela Márquez................................................................. 319

Traslados de indígenas de los archipiélagos patagónicos


occidentales a Chiloé en los siglos XVI, XVII y XVIII
María Ximena Urbina Carrasco......................................................... 381
Las misiones jesuitas de Chiquitos y el proceso de esclavización
en las tierras bajas del Oriente boliviano (1691-1764)
Mercedes Avellaneda.......................................................................... 413

Destierros, desarraigos y nuevas «esclavitudes»

Destierro a la isla de Juan Fernández a fines del siglo XVIII:


Civilización, corrección y exclusión social
Macarena Cordero Fernández............................................................ 439

Los «colonos polinesios» en Sudamérica: La variante chilena en el


tráfico de rapanui a Perú, 1861-1864
Milton Godoy Orellana..................................................................... 469

Cholitos, militares y activistas. La «Sociedad Amiga de los Indios»


y la campaña de rescate de niños indígenas (Lima, 1867-1868)
José Ragas.......................................................................................... 511

Los autores...................................................................................... 533


Presentación

History is not just facts and events.


History is also a pain in the heart
and we repeat history
until we are able to make
another’s pain in the heart our own.
Julius Lester, To Be a Slave

«Más de 45 millones de personas permanecen bajo esclavitud moder-


na», titulaba una noticia que a mediados de 2016 resumía escuetamente
las estadísticas de un conmovedor informe mundial sobre el tráfico
humano, el trabajo forzado –sobre todo infantil–, la servidumbre por
deudas, la explotación sexual comercial, el matrimonio servil u obligado,
entre otras numerosas realidades agrupadas bajo el concepto de «escla-
vitud moderna»1. Una cifra tanto más dolorosa, cuanto que tras ella se
encuentran experiencias traumáticas, vidas truncadas y un sinnúmero
de situaciones y estrategias de sobrevivencia, incluso de resiliencia.
La esclavitud, pues, es una situación del presente, y por eso mismo es
también histórica; ella no se desarrolló solamente en las lejanas socieda-
des árabes, griegas y romanas, no declinó con el avance del cristianismo
medieval, ni tampoco acabó con las celebradas leyes de abolición que
con grandes dificultades y oposiciones fueron dictándose durante el
siglo XIX. De hecho, la «situación de esclavitud» continuó revestida
por eufemismos conceptuales y terminó muchas veces escabulléndose
en los nuevos formatos que apuntaban a modernizar el trabajo servil
con las formas asalariadas del capitalismo contractual, en lo que se ha
denominado como «trabajo asalariado embridado», y cuya experien-
cia histórica más evidente se dio en las prácticas de indentured labor
que se desplegaron en distintas partes del mundo hasta bien entrado

1
http://www.efe.com/efe/america/sociedad/45-8-millones-de-personas-
permanecen-bajo-esclavitud-moderna/20000013-2941073.

11
el siglo XX, como se puede ver en algunos de los trabajos recogidos
en este libro2.
Amparados en teorías raciales, representaciones sobre la alteridad
y su inferioridad etnocéntrica, perspectivas teológicas sobre comporta-
mientos, capacidades y defectos morales de esos «otros» –muchas veces
calificados de enemigos políticos o religiosos–, las sociedades europeas
y americanas fueron construyendo por siglos un sistema de captura,
tráfico y usufructo de mano de obra forzada. Un sistema cuya clave
de explicación –como apunta Jack Goody– sería justamente la repre-
sentación de «desigualdad», en el contexto de una sociedad de clases,
castas u otros rangos sociales como la que se desarrolló en Europa y
se exportó a Iberoamérica3.
La más notoria y masiva de aquellas corrientes migratorias fue, sin
duda, la proveniente de las costas occidentales de África, que terminó
alimentando parte esencial de las formas culturales que caracterizan
a Iberoamérica. Diaspórica por excelencia, la esclavización y destierro
de población africana hacia y a través del continente marcó indeleble-
mente los desplazamientos laborales, los procesos demográficos y los
contenidos biológicos, sociales y culturales. En este sentido, el juego de
escalas ha sido una perspectiva metodológica que ha traído importan-
tes avances historiográficos al conocimiento de estos fenómenos, con
importantes estudios que revelan las dinámicas que se articulaban entre
los tráficos transatlánticos y los regionales, entre el mundo «bozal» y el
«criollo», y entre la herencia diaspórica africana y las transformaciones
americanas ligadas al mestizaje. Buena parte de este libro se centra, pues,
en el estudio de aquellas personas y sus avatares en Chile durante el
siglo XVIII, y en los caminos de su liberación legal durante las primeras
décadas republicanas.
Pero junto con la migración forzada y esclavitud de población negra,
este libro incluye también trabajos novedosos sobre esa «otra esclavi-
tud» –como la denomina Andrés Reséndez4: la de los indios e indias
que desde los albores de la conquista fueron sometidos a deportaciones

2
Cf. Yann Moulier-Boutang, De la esclavitud al trabajo asalariado. Economía
histórica del trabajo asalariado embridado, Madrid, Akal, 2006 (1ª ed. en
francés, 1998); David Northrup, Indentured Labor in the Age of Imperialism,
1834-1922, New York, Cambridge University Press, 1995.
3
Jack Goody, «Slavery in Time and Space», en James L. Watson (ed.), Asian and
African Systems of Slavery, Berkeley, University of Califormia Press, 1980.
4
Andrés Reséndez, The Other Slavery. The Uncovered Story of Indian
Enslavement in America, Boston/New York, Houghton Mifflin Harcourt, 2016.

12
espaciales y compulsiones laborales al ritmo del avance de las huestes
hispanas y de su asentamiento y explotación de los recursos naturales.
Cargando, cocinando, lavando oro o complaciendo los deseos sexuales
de sus amos, miles de mujeres, hombres, niñas y niños vivieron experien-
cias que coadyuvaron al dramático descenso demográfico del siglo XVI.
Experiencias que se perpetuarían en las fronteras aún no domeñadas,
como en el norte de México, las «tierras calientes» de Colombia, el
oriente boliviano, el Chaco y noroeste del Río de la Plata, y en el sur
de Chile. Allí, la guerra contra los «enemigos» nativos se mantendría
alimentada con el motor sugestivo de la captura, desnaturalización y
comercialización de «piezas» humanas. Este libro busca dar cuenta de
algunas de esas coyunturas y dinámicas a través de estudios específi-
cos, con preguntas y fuentes originales que abren nuevas vetas para un
objeto de estudio que se advierte como fundamental para entender la
historia iberoamericana.
Las preguntas y discusiones que dieron origen a esta publicación
se iniciaron durante un coloquio que bajo el título «Esclavitudes, diás-
poras y migraciones forzadas en América (siglos XVI-XIX)» se llevó a
cabo en el Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de
Chile durante octubre de 2011, buena parte de cuyas ponencias integran
este libro. Se trató de un evento hecho posible gracias al apoyo de la
Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica (CONI-
CYT), a través de su programa de financiamiento del Fondo Nacional
de Desarrollo Científico y Tecnológico, el cual permitió desarrollar el
proyecto FONDECYT Regular nº 1100215 (2010-2014)5. Dicha línea
de trabajo ha continuado luego con el proyecto FONDECYT Regular
nº 1150614 (2015-2018)6, entre cuyos objetivos se inserta el presente
libro como contribución a la discusión de los ejes que conectan la escla-
vitud indígena de Chile colonial y la de otras formas de esclavización,
migración involuntaria y uso de mano de obra forzada a nivel local y
continental.

El editor

5
Fondecyt Regular nº 1100215: «La diáspora mapuche en Chile colonial.
Migraciones forzadas y voluntarias desde la Araucanía hacia el centro y norte
de Chile y otras regiones del virreinato peruano (siglos XVI-XVIII)».
6
Fondecyt Regular nº 1150614: «Desnaturalización y esclavitud indígena en
fronteras americanas: la esclavitud de mapuches de la Araucanía y la de los
indios de Nueva España, Río de la Plata y Brasil (siglos XVI-XVII)».

13
Diáspora africana
y movilidades afrodescendientes
Curas, amos y escl­avos
en una parroquia

Apuntes metodológicos para


construir un padrón de propiedad de
mano de obra de origen africano
con partidas de bautismo
(Santiago de Chile, 1700-1720)*1

Claudio Ogass Bilbao

En este texto pretendo describir una serie de encrucijadas y proble-


mas metodológicos con los que me enfrenté en el proceso de confección
de un padrón de propiedad de mano de obra de origen africano en
Santiago de Chile, mediante el uso de partidas de bautismos redactadas
por los diferentes curas rectores y tenientes que desempeñaron sus fun-
ciones administrativas en la parroquia de El Sagrario entre 1700 y 1720.
Conjuntamente, me interesa compartir una propuesta de recopilación
y análisis de los registros parroquiales que –espero– contribuya tanto
a procesar los datos con un menor margen de error como a mejorar la
lectura de este tipo de fuentes: se trata de registros heterogéneos (no
padronizados), poco representativos y cuya información, en algunos
casos, es poco transparente. Finalmente, con los resultados obtenidos,

*
Este artículo es un resultado del proyecto «Estructura y prácticas de posesión
de esclavos negros y mulatos en Santiago de Chile, 1690-1715», que contó
con financiamiento del Fondo de Fomento y Apoyo a la Investigación, de la
Universidad Pedro de Valdivia (VRID-UPV). Agradezco a Andrés Nilo Zepeda,
compañero del Grupo de Investigación Chile Negro, por la ayuda brindada en
la recopilación de fuentes parroquiales, y a Ana Bravo, en las de Escribanos.
También, a Marjorie Araos y Liliana González, ayudantes del proyecto en la
UPV. Finalmente, al Laboratorio de Mundos Coloniales y Modernos, espacio en
que se discutió sistemática e inteligentemente esta investigación. Y, en especial,
al profesor Jaime Valenzuela por sus constantes críticas y comentarios.

17
Claudio Ogass Bilbao

me gustaría sugerir nuevas líneas de investigación para el estudio de


los negros y sus descendientes en Chile.
Mi intención es que este trabajo sea recibido y leído como una
contribución metodológica preliminar a la espera de que sea sometido
al debate y a la crítica de los historiadores y, principalmente, de los in-
vestigadores jóvenes. Es decir, como una pausa de una reflexión mayor
originada como un estudio demográfico y, más tarde, reorientada hacia
otro derrotero1. Con la finalidad de cuantificar la proporción de los es-
clavos y las castas entre los habitantes de Santiago durante el siglo XVIII,
recopilamos y fichamos las partidas de bautismos de la parroquia de El
Sagrario –tanto del Libro de Castas como del de Españoles– de todos
los años terminados en 0 y 5 en dos períodos: 1690 a 1720 y 1790 a
1820. Retomando intereses de trabajos anteriores2 –pero sin abandonar
lo que habíamos desarrollado en conjunto–, me interesó avanzar hacia
la elaboración de un perfil social de los propietarios de esclavos negros
y mulatos en Santiago de Chile entre 1700 y 1720. El objetivo era
intentar responder algunas preguntas que permitieran caracterizar un
régimen esclavista urbano: ¿qué tan concentrada y/o extendida estaba
la propiedad de esclavos durante ese período? Y, también, ¿quiénes eran
los dueños de esclavos en el siglo XVIII?
Diversos académicos extranjeros dedicados al estudio de la escla-
vitud urbana en sociedades de América hispana y portuguesa ofrecían
una pauta metodológica y, conjuntamente, dotaban de rentabilidad inte-
lectual al viraje que representaba este nuevo proyecto. En Brasil, varios
eran los investigadores que, desde la década de los setenta, indagaban
el tema en diferentes localidades, utilizando censos y listas nominativas
de escravos3. En Lima, Christine Hünefeldt había calculado la difusión
de la propiedad de esclavos urbanos basándose en el Padrón de Santa
Ana de 18084, mientras que Carlos Aguirre sondeaba las actividades
de los dueños de esclavos usando cartas de compraventa entre 1852-
18545. Ambos estudios complementaban las cifras demográficas sobre
la población de origen africano limeña obtenidas por Frederick Bowser

1
La primera etapa la elaboramos en conjunto con Gabriela Andaur y Andrés
Nilo, compañeros en el Grupo de Investigación Chile Negro. La segunda etapa
fue individual producto del abandono obligado de mis compañeros, quienes
partieron a estudiar al extranjero con sendas becas.
2
Ogass Bilbao, 2008; Ogass Bilbao, 2009.
3
Schwartz, 1982; Luna, 1982.
4
Hünefeldt, 1987: 39-42; Hünefeldt, 1994: 104-106.
5
Aguirre, 1995: 60-65.

18
Curas, amos y esclavos en una parroquia

entre 1554 y 16366. En Santa Fe de Bogotá, en tanto, Rafael Antonio


Díaz seguía las recomendaciones de Magnus Mörner y otorgaba datos
sobre el género, el estado civil y el oficio de los propietarios de esclavos
y, también, sobre la concentración de la mano de obra negra y mulata,
mediante cartas de compraventa7.
La justificación de esta propuesta se basaba en que permitía apreciar
de manera más compleja la naturaleza de los regímenes esclavistas. Se
trataba de una opción –de una «salida», si se quiere– originada por
la intensificación y madurez de un debate internacional surgido por la
enorme influencia que ejerció el trabajo del historiador estadounidense
Frank Tannenbaum en la agenda intelectual del estudio de los negros
desde la década del cuarenta8. Interesado en explicar las diferencias de
tratamiento que experimentaron los esclavos entre el régimen escla-
vista anglosajón y el hispano-luso, concluyó que «bajo la influencia
de la legislación y la religión, el medio social de las colonias españolas
y portuguesas dio lugar a que los negros pasaran con facilidad de la
esclavitud a la libertad»9.
Se asumió, entonces, que el acceso a la manumisión era un indicador
que posibilitaba apreciar y dimensionar la porosidad de un régimen es-
clavista: un mayor número de esclavos liberados habría sido un indicio
de una mayor apertura y flexibilidad del régimen de dominación. De ahí
que el historiador sueco Magnus Mörner, planteara que «la frecuencia
de las manumisiones voluntarias entre los españoles y los portugueses
ha sido usada, a menudo, como un argumento que apoya la humanidad
de la esclavitud en Latinoamérica»10.
Desde 1970, e influenciados por estas ideas, diversos historiadores
se volcaron a describir y analizar el proceso de manumisión en ciudades
como Lima11, México12, San Salvador de Bahía13 y Buenos Aires14 para
juzgar documentalmente la apreciación de Tannenbaum. Varios de esos
estudios demostraron las falencias de un razonamiento que considera-
ba la libertad como el máximo bien que podía recibir y/u obtener un

6
Bowser, 1977: 407-411.
7
Díaz Díaz, 2001: 134-137.
8
King, 1944a y 1944b; Mörner, 1966; Bowser, 1972.
9
Tannenbaum, 1949: 87.
10
Mörner, 1966: 30 (traducción mía).
11
Bowser, 1975.
12
Ibidem.
13
Schwartz, 1974.
14
Johnson, 1974.

19
Claudio Ogass Bilbao

esclavo. En varios casos, la manumisión no significó necesariamente


una mayor calidad de vida. En ciertas circunstancias, solo consolidó
jurídicamente un proceso de autonomía previo. Incluso, para otros más
desafortunados, implicó extender y/o reforzar el dominio de sus amos.
Más aún, no todos los esclavos buscaron imperiosamente romper con
la esclavitud. Cierto grupo percibió que al acceder a la libertad asumían
un costo social y económico oneroso, lo que desestimuló la búsqueda
de ese logro15. Así, su tesis era matizada.
Como el índice de manumisiones no reflejaba el grado de apertu-
ra de un régimen esclavista por sí solo, el estudio de la estructura de
posesión de esclavos comenzó a ser reconocido como un asunto funda-
mental para indagar ese fenómeno y, también, avanzar en los estudios
comparativos en ciudades con esclavitud urbana. La idea era investigar
y conocer: a) el género, estado civil, ocupación y estrato socioeconó-
mico de los propietarios de esclavos; b) sus actitudes en temas como la
manumisión, los jornales, el ejercicio del dominio y la violencia; y c) el
grado de concentración o tenencia de la mano de obra negra y mulata16.
Todos estos factores, interrelacionados, permitirían sondear, además,
las oportunidades efectivas de acceso de los esclavos a la manumisión,
sin restarle complejidad al proceso.
A pesar de la preocupación internacional, este tema –y más aún
los estudios demográficos– no han preocupado mayormente a los
historiadores e investigadores jóvenes que últimamente hemos inda-
gado las vicisitudes de vida de los negros esclavos y sus descendientes
en Chile17. Se ha avanzado –y mucho– si comparamos el panorama
actual con el del siglo XX18. Gracias a estos aportes, hemos dejado
de percibir la esclavitud como una institución estática y únicamente
degradante. Y, también, a los esclavos como entes pasivos a quienes la
historia solamente les sucedía. Ahora los encontramos erosionando el
sistema de castas, disputando su calidad y su libertad en los tribunales
de justicia colonial, o negociando su manumisión frente a sus amos. En
15
Ogass Bilbao, 2009.
16
Díaz Díaz, 2001: 134.
17
Cussen 2006 y 2009; González, 2006 y 2007; De Ramón, 2006; Contreras
Cruces, 2006 y 2011; San Martín, 2007 y 2010.
18
Durante esa época solo se escribieron un artículo y tres libros específicos del
tema: Amunátegui Solar, 1922; Feliú Cruz, 1942; Vial, 1957; Mellafe, 1959.
Para ver un panorama: Cussen, 2006; San Martín, 2007.

20
Curas, amos y esclavos en una parroquia

resumen: utilizando y explotando de manera creativa los espacios en


que se difuminaba la dominación. Más todavía, se han ampliado sus
márgenes de acción a otros ámbitos geográficos distintos a Santiago:
hacia Valparaíso19, Coquimbo20 y Arica21.
A pesar de este renovado interés reflejado por la eclosión crecien-
te y constante de estudios, tenemos que reconocer que hemos dejado
muchos temas pendientes. Aún no hemos resuelto satisfactoriamente
algunas preguntas que sí han sido respondidas por las comunidades
académicas de Brasil, Perú o Argentina, y que a mi parecer son claves
para el avance y la justificación epistemológica de este campo de estudio:
¿cuántos eran los esclavos?, ¿dónde se concentraban territorialmente?,
y ¿qué importancia histórica tuvo la esclavitud urbana, en su variopinta
complejidad, en nuestro país durante el período colonial?
Este asunto –que fue el que nos convocó en Chile Negro– ya ha-
bía sido apuntado por Rolando Mellafe hacia 1980. En el prólogo a
la segunda edición de La introducción de la esclavitud negra en Chile.
Tráfico y rutas, el historiador se mostraba sorprendido de la nula reso-
nancia que había tenido su texto en las investigaciones chilenas desde
1959 hasta la fecha22. También, hacía un mea culpa en que explicaba
las razones por las cuales no había continuado su obra. Escribió: «debo
decir que no he perdido interés en el tema, pero que es perfectamente
explicable que no haya seguido escribiendo sobre él. El estudio de la
esclavitud conlleva la aclaración de otros temas, sobre los cuales la
institución se apoya y se desarrolla: intercambios comerciales intraim-
periales y extracoloniales, fuerza de trabajo, cuestiones demográficas»23.
Considero que esa frase –que es, también, el camino de su trayectoria
intelectual– apoya este diagnóstico y es absolutamente contingente. Es
necesario, entonces, retomar sus palabras24.

19
Contreras, 2008.
20
Arre, 2012.
21
Briones, 2007.
22
Solo en 1988, Rosa Soto Lira, precisamente una alumna de Mellafe en la Uni-
versidad de Santiago de Chile (USACH), defendió una tesis de magíster sobre
la mujer negra en el Reino de Chile, que luego se transformaría en libro: Soto
Lira, 2011.
23
Mellafe, 1959 [1980]: 5.
24
No se trata de postular un argumento de autoridad o de apelar a la sentimen-
talidad de realizar un homenaje póstumo. Tampoco mi idea es desmerecer las
temáticas investigativas actuales ni postular la supremacía de unas en desme-
dro de otras. Solo creo que este tipo de estudios nos permitirán avanzar de
manera más segura en tanto que ofrecen nuevas perspectivas para una mejor

21
Claudio Ogass Bilbao

En nuestro país, solo los trabajos de Jean-Paul Zúñiga han hecho


eco de la queja de Mellafe, sin plantear explícitamente una herencia
directa. En el primero de ellos menciona que entre 1641 y 1663 el 26%
de la población bautizada en las parroquias de El Sagrario y Santa Ana
estaba compuesta por negros, mulatos y zambos25. En el segundo –en
el que intenta explicar la desaparición de los negros en Chile– aporta
datos de bautismos que, al reelaborarlos para nuestros fines, permiten
conocer el grado de concentración de esclavos entre 1633 y 1644, el
período de mayor auge de importación de negros africanos en Santiago.
Según él, durante esa década 430 propietarios eran dueños de 1.685
esclavos. De ellos, el 52,6% poseía 1 a 2 esclavos; el 23%, entre 3 a 4;
mientras que el 24,4% era propietario de entre 5 hasta 26 esclavos26.
Su trabajo, en ese sentido, representó un impulso inspirador. No solo
era necesario expandir los estudios sobre población de origen africano
hacia otros siglos. Más aún, demostraba que la falta de fuentes idóneas
–como censos y «listas nominativas», que no abundan en nuestro país
durante el período colonial–, no podía ser un obstáculo para avanzar en
la elaboración de un padrón de propiedad en Santiago. Las posibilidades
de información que a priori presentaban las partidas de bautismo nos
permitían dividir a la población de bautizados entre libres y esclavos.
Y, luego, elaborando una lista con los nombres de los propietarios,
era posible conocer su género. De esta forma, podíamos prosperar en
ambas propuestas.
Sin embargo, a diferencia del período trabajado por Zúñiga, entre
1700 y 1720 nos enfrentamos con muchos problemas que nos impedían
la formulación de series medianamente confiables y representativas. La
disparidad de criterios de los diferentes curas para ingresar los datos en
los documentos redundó en un alto porcentaje de omisión de la casta
y la condición jurídica de los bautizados, datos que, precisamente,
necesitábamos para el éxito del ejercicio. Esta situación nos obligó a
indagar en las condiciones de su trabajo, es decir, en las prácticas del
registro y el contexto institucional en que desarrollaron sus funciones

contextualización. Apelo, en última instancia, a encontrar una justificación


epistemológica de este campo de estudio que vaya más allá de la «justificación
numérica» (había muchos negros en Chile) o, bien, del argumento de la «his-
toricidad ampliada» (todos los sujetos tienen derecho a tener historia). Ambos
son interesantes, pero insuficientes, a mi modo de ver. Volveré sobre este punto
en la conclusión.
25
Zúñiga, 2000: 116 (reelaboración mía).
26
Zúñiga, 2009: 90.

22
Curas, amos y esclavos en una parroquia

administrativas. Como autores materiales (¿e intelectuales?) de los


libros de bautismos, fueron ellos los responsables de la calidad final
de la información contenida en esos papeles que –más tarde y en otro
contexto– fueron utilizados por diferentes investigadores como fuentes.
Muchos de esos problemas, en todo caso, habían sido advertidos por
diversos genealogistas, demógrafos históricos, archivistas e, incluso,
historiadores dedicados al mestizaje, así chilenos como extranjeros.
Examinando el contexto de producción de los registros, probando
diversas fórmulas de almacenamiento de la información y, finalmente,
ensayando diferentes categorías para clasificar a los grupos de poblacio-
nes, logré resolver algunos conflictos y llegar a una solución mediana-
mente satisfactoria. Dicho ejercicio mostró dos conclusiones interesan-
tes: 1) aproximadamente el 25% de la población bautizada dentro de la
jurisdicción de la parroquia de El Sagrario en las dos primeras décadas
del siglo XVIII era esclava negra o mulata; y 2) el padrón de propiedad
tenía una alta presencia femenina: 48 % de quienes bautizaron a sus
esclavos fueron mujeres, mientras que el 52% fueron hombres.
No obstante, lo que me interesa destacar en este texto no son tanto
los datos finales, sino que el camino recorrido para llegar a ellos. Más
que el resultado en sí mismo, me preocupa el proceso de su confección.
Si solo los publicara, escondería un itinerario que implicó una serie de
decisiones e intervenciones para sobrellevar la calidad de la información
presentada por las fuentes. El énfasis de este artículo, entonces, está en la
metodología: se trata de apreciar la precisión de nuestros indicadores y,
conjuntamente, de evaluar el alcance explicativo de este trabajo. Como
menciona Goubert: «lo que importa no es la abundancia de las cifras
ni la sabia complejidad de las gráficas, sino la crítica sobre el valor de
las fuentes: fuera de ello, no hay verdad alguna»27.
Para ello, me acojo a las palabras del historiador Marc Bloch, quien
conminaba a los investigadores a mostrar el hilo conductor de su trabajo
y sincerarse frente al público: «Estoy convencido de que al conocer estas
confesiones, hasta los lectores que no son historiadores sentirían un
verdadero placer intelectual. El espectáculo de la investigación, con sus
éxitos y sus trabas, rara vez aburre. La totalidad ya acabada es la que
difunde frialdad y tedio»28. Siguiendo a Michel de Certeau, pretendo, en
último término, evitar las «coacciones» que la investigación le impone

27
Citado por Morin, 1972: 374.
28
Bloch, 2001: 92.

23
Claudio Ogass Bilbao

al discurso historiográfico29. Una investigación, a diferencia del texto


que la vehicula y muestra para hacerla compartible, no es uniforme
ni progresiva. En ella participa mucho la intuición e, incluso, el azar.

Los problemas de las partidas de bautismo


como fuente historiográfica:
una visión desde la demografía histórica
Durante el desarrollo del Concilio de Trento, la Iglesia Católica
mostró una preocupación, aunque marginal e indirecta, por la confor-
mación de archivos parroquiales. Las disposiciones tridentinas fueron
promulgadas por el rey Felipe II el 12 de junio de 1564 y entraron en
vigor en todos los territorios de las Indias30. Sin embargo, no fue hasta
1573, con la promulgación de las «Ordenanzas sobre Relaciones de
Indias» en San Lorenzo, que la monarquía hispánica ideó un sistema de
registros en que las parroquias se articularon al ejercicio de producción
y circulación de información entre las colonias y la metrópoli31. A partir
de esa fecha, los curas rectores y sus tenientes tuvieron el monopolio
de la administración de los sacramentos hacia la feligresía y, conjunta-
mente, la responsabilidad de registrarlos y archivarlos bajo su custodia.
Varias de estas reglamentaciones tuvieron su aplicación indiana en
los concilios provinciales y, una más local, en los sínodos diocesanos.
En el caso de Santiago de Chile, se instituyó que los curas registraran a
los habitantes en libros separados para españoles y castas (negros, mu-
latos, mestizos, pardos y zambos, entre otros). Para ello, debían anotar
el nombre, la condición jurídica, la filiación, el origen geográfico y la
calidad/casta de los bautizados, de sus padres e, incluso, de sus padrinos.
En su época, estos datos fueron usados como fuentes por los diversos
obispos en sus cartas al Rey. Por estas características, siglos más tarde
la demografía histórica percibió estos documentos como fuentes para
conocer los vaivenes de la población del período colonial.
Sin embargo, los registros parroquiales adolecen de diversos pro-
blemas. En primer lugar, la representatividad: no todos los parroquia-
nos acudieron a registrar su bautismo. Para el caso de los censos del
siglo XVIII, Rolando Mellafe mencionaba que el subregistro –esto es,

29
De Certeau, 1993: 102.
30
Rubio Merino, 1998:161-177.
31
Torre Revello, 1941: 7-42.

24
Curas, amos y esclavos en una parroquia

las personas que no fueron inscritas– alcanzó el 30%32. Esta cifra nos
podría dar una idea de lo que habría ocurrido con este sacramento.
Casi un tercio de la población, entonces, estaría fuera de la visión de los
historiadores. En segundo lugar, la reducción: la sociedad que muestran
los registros de bautismos está simplificada en exceso. No todos los
negros son negros, ni todos los indios son indios. Un tercer problema
es la heterogeneidad de la información contenida en los registros: los
curas adoptan diversos criterios para ingresar los datos en las partidas,
lo que dificulta homogeneizarla en fichas. De ahí que –como menciona
la portuguesa María Norberta Amorín– el proceso de recopilación
provoque sensaciones ambivalentes: «fascinación por lo desconocido,
pero frustración por el subregistro, por las lagunas, por el deterioro de
las fuentes»33.
Hacia 1972, Claude Morin advertía de esta situación para el caso
mexicano. Mencionaba que las partidas de bautismo «no son documen-
tos históricos conscientes, sino el producto de una institución adminis-
trativa sostenida por un personal no siempre muy acucioso que, a veces,
no era consciente de la utilidad que podían tener»34. En su parroquia, «la
única uniformidad de los registros consiste en que las actas se asientan
en cuadernos diferentes. En los demás puntos se adoptan soluciones
divergentes»35. Por eso, concluía que «cada parroquia, cada categoría
de actas, aporta su originalidad al investigador y plantea un problema
crítico previo al historiador o demógrafo que pretende trabajarla»36.
Diversas son las explicaciones que se atribuyen a esos fenómenos.
En Chile, el propio Mellafe, al analizar cómo se introdujeron y recibieron
las diferentes normativas en Santiago, menciona que «muchos curas
no entendieron cómo debían efectuarse y otros fueron remisos en su
adopción»37. Robert McCaa planteaba que «los curas de las parroquias
tenían una sobrecarga de trabajo y estaban pobremente preparados para
registrar efectivamente los registros de todos sus parroquianos»38. A
similares conclusiones llegaron dos investigadores chilenos con intereses
más genealógicos39.

32
Mellafe, 2004: 175.
33
Amorin, 1998: 37 (traducción mía).
34
Morin, 1972: 397.
35
Ibid.: 392.
36
Ibid.: 394.
37
Mellafe, 2004: 191.
38
McCaa, 1978: 105 (traducción mía).
39
Díaz Vivar, 1962; Falch Frey, 1981.

25
Claudio Ogass Bilbao

Otros demógrafos latinoamericanos también hicieron hincapié en


estos temas. En Brasil, en 1976, Ciro Cardoso y Héctor Pérez Brignoli
mencionaban que «la calidad general de los registros depende mucho,
además, del grado de cultura y del interés de los curas encargados de
llevarlos, y es muy variable»40. Otros, en cambio, han dado pistas para
mejorar la lectura de las fuentes. En Colombia, en 1983, Idelfonso Gu-
tiérrez Azopardo evaluó los libros de pardos y morenos en Cartagena
de Indias y propuso a los investigadores fijarse en «la forma de asentar
las partidas, las notas marginales y aún los vacíos que en los libros se
encuentran»41.
Mucho antes que ellos, Richard Konetzke, hacia 1946, había publi-
cado una serie de documentos para una historia y crítica de los docu-
mentos parroquiales en Cuba y México, en cuyo prólogo recomendaba
«abordar el problema crítico de la exactitud y autenticidad de los datos
demográficos que en los mismos se contienen»42. Con ellos pretendía
suplir la carencia de «datos necesarios para conocer más de cerca su
desarrollo histórico y, sobre todo, su realización en la práctica»43. Lo
que le interesaba, en última instancia, era si las partidas de bautismo
podían servir «de base firme en la valoración estadística de las pobla-
ciones blanca y mestiza de las Indias»44.
Entre sus documentos publicados incluyó un «Informe del Arzo-
bispo de Cuba sobre la clase de los libros» (8 de abril de 1815), donde
la autoridad informaba al rey: «[…] es indecible el empeño de los inte-
resados de humilde condición por verse colocados en la primera clase
de estos libros parroquiales […] como que para gozar de sus privilegios
mudan de parroquia las madres antes del parto con la idea de sorprender
a los párrocos de menos conocimiento»45. En 24 de octubre de 1815,
el obispo de México notificaba una situación similar: «[…] los curas se
conforman con el simple dicho de los interesados, no exigen pruebas
ni les arguyen […] por eso las partidas de bautismo o matrimonio no
sirven sino para acreditar estos actos; ni en los tribunales se han tenido
jamás como testimonios fehacientes de las calidades que presentan. Bien
saben los jueces que los curas solo ponen en este particular lo que los

40
Cardoso y Pérez Brignoli, 1999: 134.
41
Gutiérrez Azopardo, 1983: 121.
42
Konetzke, 1946: 581.
43
Ibidem.
44
Ibid.: 582.
45
Ibid.: 583.

26
Curas, amos y esclavos en una parroquia

interesados les dicen»46. Más aún, las situaciones descritas no solo se


circunscribieron a México y Cuba. El colector de tasas de una provincia
del Virreinato del Perú, Dionisio Farfán, mencionaba que «era ocioso el
recurso a los libros parroquiales para hallar en la partida de bautismo
algún comprobante de la calidad del individuo», concluyendo que «los
libros y los curas son testigos ineptos para descubrir y comprobar la
verdad»47.
Todos estos testimonios sugieren que la producción de documentos
parroquiales no estuvo exenta del interés de sus usuarios. Aquellos más
interesados en este tipo de registros –esclavos y castas, sus padres y/o
padrinos– habrían intentado incidir en la información que se anotaba
en las partidas bautismales, aprovechándose de la existencia de funcio-
narios más flexibles –y, por qué no, ¡más corruptibles!. Estas situaciones,
además, matizan algunos estudios –para el caso cubano– que plantean
que el bautismo es una inscripción que sufren los esclavos «desde una
posición de subordinación»48. Como menciona el archivista holandés
Eric Ketelaar: «los documentos y los archivos pueden ser instrumentos
de poder; pero, paradójicamente, los mismos documentos pueden con-
vertirse en instrumentos de empoderamiento y liberación, salvación y
libertad»49. Más aún, ponen en verdaderos aprietos a los historiadores.
La participación de sujetos «invisibles» en las partidas de bautismo nos
informa de los límites de este tipo de fuentes: el pasado es algo más
amplio de lo que los historiadores ven en un documento.

Dentro de la parroquia:
La producción de partidas de bautismo en
El Sagrario entre 1700 y 1720
La confiabilidad de los registros parroquiales fue un tópico que no
solo preocupó a quienes los utilizaron como fuente de investigación.
Su veracidad también fue puesta en tela de juicio en su época, incluso
en Santiago de Chile durante el siglo XVIII. En 1793, el abogado de
Pedro Villalón impugnó la partida de bautismo que la esclava Francisca
Cartagena presentó ante la Real Audiencia como testimonio jurídico

46
Ibid.: 585.
47
Olaechea Labayén, 1992: 253
48
Pereira y Meriño Fuentes, 2006: 153.
49
Ketelaar, 2002: 229 (traducción mía).

27
Claudio Ogass Bilbao

para comprobar su libertad y la de sus hijos. Su alegato –que es casi un


eco de los anteriores– decía:

Es hecho conocido tanto que para sentar [sic] los párrocos


iguales partidas en los libros de su cargo, solo se están al dicho
de los padrinos o de los interesados sobre la calidad, estado o
condición que les quieren dar los padres del bautizado sin que
al ministro de aquel sacramento le sea facultativo averiguar
ni redargüir si es o no del linaje, calidad o condición que
le han atribuido al bautizado y solo se contenta con sentar
[sic] la partida del modo con que se la explican los padrinos
o interesados50.

Y esta práctica no fue un hecho aislado. Un ejemplo lo proporciona


el bautizo del negrito Lorenzo en la Parroquia de El Sagrario de San-
tiago. Al mirar distintos documentos obtenemos tres interpretaciones
que corresponden al mismo número de fuentes: su partida de bautis-
mo –con fecha 16 de agosto de 1724– menciona que el cura Francisco
Andía Irarrázaval bautizó a «Lorenzo, negro libre, de tres días, hijo de
María negra esclava de Blasa Díaz y lo libertó su señora»51. Un proto-
colo elaborado por el escribano Joseph Álvarez Henestroza, en 31 de
octubre de 1737, dice, en cambio, que «inadvertidamente al tiempo del
bautismo del dicho negrito se apuntó en el libro de la fe de su bautis-
mo por libre»52. Un tercer documento –¡elaborado el mismo día, en la
misma escribanía, por el mismo funcionario e inmediatamente después
del anterior!–, nos muestra lo que habría ocurrido verdaderamente
«detrás de escena». Según esta fuente, Blasa, su ama, reconocía que la
madre «María Nicolasa, su esclava, en la fe de su bautismo, lo mandó
poner por libre con ánimo de ahorrarlo de la sujeción y cautiverio»53.
Entonces, ¿cómo se confeccionaban las partidas de bautismo en
las distintas parroquias en el Chile colonial y, específicamente, en la
parroquia de El Sagrario? ¿Qué grado de participación e incidencia en
la información tuvieron los padres de los bautizados en los registros?

50
«Pedro Villalón con Francisca Cartagena. Sobre su libertad» (Santiago, 1793-
1799), ANH.RA, vol. 1949, pza. 4, fjs. 215-216.
51
«Bautismo de Lorenzo Díaz» (Santiago, 16 de agosto de 1724), AAS.Sag, Libros
de bautismos de castas, 15, fj. 95v (destacado mío).
52
«Cesión del negrito Lorenzo Díaz» (Santiago, 31 de octubre de 1737), ANH.
ES, vol. 543, fj. 104v (destacado mío).
53
«Carta de Libertad a Lorenzo y Juana Bernarda Díaz» (Santiago, 31 de
octubre de 1737), ANH.ES, vol. 543, fj. 105v (destacado mío).

28
Curas, amos y esclavos en una parroquia

¿Era necesaria la presencia de los amos para validar el bautismo de los


esclavos? ¿Estuvo presente Blasa Díaz en el ritual del bautismo de Lo-
renzo? ¿A quién le creemos, finalmente: al cura, al escribano o al ama?
Aunque es difícil responder a todas estas preguntas, situaciones
como las anteriores reafirman –como mencionaban los demógrafos– la
importancia de indagar en el contexto de producción de estos docu-
mentos para evaluar su calidad de fuentes historiográficas. Incluso,
diversos archivistas e historiadores han planteado que los archivos y
los documentos tienen una historia y que el hecho de tomar conciencia
de ese fenómeno contribuye a mejorar su lectura, proponiendo la aper-
tura hacia una fascinante línea de investigación en el futuro54. Realizar
un panorama exhaustivo escapa a las intenciones de este escrito. Me
conformo con esbozar, a manera de hipótesis, algunos factores que
habrían influenciado la producción, la organización y la custodia de
los documentos en El Sagrario, con el objetivo de alertar a quienes usen
este tipo de registros en el futuro.
Entre 1700 y 1720 –y quizá antes y después– habría existido una
disociación entre el acto del sacramento y el acto del registro. Algunas
anotaciones realizadas por los curas al margen de los libros de bautis-
mos nos permiten conjeturar que el eclesiástico que oficia la ceremonia
entrega una boleta con los datos resumidos del bautizado a los padres
o padrinos. Y, una vez cancelado este servicio, ellos acuden al cura
«escritor» para que transforme la minuta en una partida inscrita en el
libro. Creemos que es en ese espacio donde habrían podido negociar
la condición jurídica y/o la casta de los bautizados.
La aspiración de los curas por hacer una carrera eclesiástica también
habría influenciado el proceso de producción y, más específicamente, el
criterio de ingreso de datos en las partidas de bautismo. La alta com-
petencia entre ellos por conseguir oficios y dignidades en el Cabildo
Eclesiástico (deán, arcediano, chantre, maestre escuela o tesorero) los
llevó a pugnar por ocupar un puesto, aunque fuera temporal, en El
Sagrario55. Así –como plantea Paul Ganster– «el joven clérigo adquiría
experiencia, se presentaba a las oposiciones e iba construyendo su
currículum vitae»56.

54
Cook y Schwartz, 2002; Craig, Eppard y Macneil, 2005; Aguirre y Villa-Flores,
2009; Burns, 2010.
55
Enríquez Agrazar, 2005.
56
Ganster, 1992: 164.

29
Claudio Ogass Bilbao

De ahí que resultaran una serie de anomalías. En primer lugar, los


libros de bautismos de castas y españoles –pero más estos últimos– se
prestaron para que algunos curas ensayaran en la manera de ingresar
registros. Si nos fijamos en quienes firman los documentos, el número
de ellos varía considerablemente. Si bien la normativa imponía que el
cura rector debía realizar esta labor, eso no se cumplió en la práctica
(Cuadro 1).

Cuadro 1
Cantidad de curas que participaron en el registro
de partidas de bautismo (El Sagrario, 1700-1720)

Libro Libro
de castas de españoles
1700 2 9
1705 2 5
1710 1 1
1715 1 2
1720 1 3

Fuente: AAS.Sag, Libros de bautismos de españoles, 11 (1693-


1707) y 14 (1707-1722). Libros de bautismos de castas, 12
(1697-1703), 13 (1704-1717) y 15 (1717-1726).

En segundo lugar, se produjo, en la práctica, una alta rotación de


turnos sin un criterio uniforme y que cambió durante el transcurso del
tiempo. En otras palabras, hubo períodos de absoluto desorden y otros
de armonía en el registro en relación con el número de personas (y plu-
mas) implicadas en el proceso. En 1700, durante enero y febrero, cinco
curas distintos ingresaron partidas en el libro de españoles, mientras
que en el de castas solo dos (Cuadros 2 y 3). La situación varía consi-
derablemente en 1710 y parte de 1715, cuando un solo cura –Antonio
de Irarrázabal– estuvo a cargo de los cuatro libros: dos de bautismo,
uno de matrimonio y uno de defunción.

30
Curas, amos y esclavos en una parroquia

Cuadro 2
Turnos de los curas en el Libro de Españoles
(El Sagrario, enero-febrero de 1700)

Nº de
Tur- Fecha de Entrada Fecha de Salida
Nombre del párroco reg.
no
Día Mes Año Día Mes Año  
1 Juan Joseph de Vilches 3 enero 1700 11 enero 1700 7
2 Pedro de Henestroza 12 enero 1700 12 enero 1700 1
3 Juan Joseph de Vilches 21 enero 1700 24 enero 1700 2
4 Pedro de Henestroza 24 enero 1700 24 enero 1700 1
5 Juan Joseph de Vilches 25 enero 1700 28 enero 1700 4
6 Francisco Canales 31 enero 1700 31 enero 1700 1
7 Juan Joseph de Vilches 1 febr. 1700 8 febr. 1700 8
8 Pedro de Henestroza 9 febr. 1700 9 febr. 1700 2
9 Juan Joseph de Vilches 11 febr. 1700 16 febr. 1700 6
10 Pedro de Henestroza 16 febr. 1700 16 febr. 1700 1
11 Juan Joseph de Vilches 19 febr. 1700 19 febr. 1700 1
12 Pedro de Henestroza 19 febr. 1700 19 febr. 1700 1
13 Francisco de Lea Plaza 19 febr. 1700 19 febr. 1700 1
14 Simón Manso 20 febr. 1700 20 febr. 1700 1
15 Juan Joseph de Vilches 21 febr. 1700 22 febr. 1700 7
16 SIN FIRMA 23 febr. 1700 23 febr. 1700 9
17 Pedro de Henestroza 23 febr. 1700 23 febr. 1700 1
18 SIN FIRMA 24 febr. 1700 24 febr. 1700 9
19 Juan Joseph de Vilches 26 febr. 1700 26 febr. 1700 1
20 SIN FIRMA 26 febr. 1700 26 febr. 1700 2
21 Juan Joseph de Vilches 26 febr. 1700 26 febr. 1700 2
22 SIN FIRMA 27 febr. 1700 27 febr. 1700 3

Fuente: AAS.Sag, Libro de bautismos de españoles 11 (1693-1707).

31
Claudio Ogass Bilbao

Cuadro 3
Turnos de los curas en el Libro de Castas
(El Sagrario, enero-febrero de 1700)

Nº de
Tur-
Nombre del párroco Fecha de Entrada Fecha de Salida regis-
no tros
 
 
Día Mes Año Día Mes Año  
1 Pedro de Henestroza 1 enero 1700 1 enero 1700 2
2 Juan Joseph Vilches 3 enero 1700 11 enero 1700 4
3 Pedro de Henestroza 11 enero 1700 11 enero 1700 1
4 Juan Joseph Vilches 13 enero 1700 21 enero 1700 4
5 Pedro de Henestroza 25 enero 1700 25 enero 1700 1
6 Juan Joseph Vilches 26 enero 1700 26 enero 1700 1
7 Pedro de Henestroza 28 enero 1700 28 enero 1700 1
8 Juan Joseph Vilches 28 enero 1700 29 enero 1700 2
9 Pedro de Henestroza 30 enero 1700 30 enero 1700 1
10 Juan Joseph Vilches 30 enero 1700 1 febr. 1700 3
11 Pedro de Henestroza 7 febr. 1700 8 febr. 1700 2
12 Juan Joseph Vilches 10 febr. 1700 16 febr. 1700 6
13 Pedro de Henestroza 16 febr. 1700 17 febr. 1700 2
14 Juan Joseph Vilches 18 febr. 1700 22 febr. 1700 14
15 Pedro de Henestroza 23 febr. 1700 23 febr. 1700 1
16 Juan Joseph Vilches 24 febr. 1700 6 abril 1700 25

Fuente: AAS.Sag, Libro de bautismos de castas 12 (1697-1703).

Contribuyó, también, a la heterogeneidad de los registros el hecho


de que las obligaciones a las que estuvieron sometidos los curas fueron
bastante extenuantes. Según el reglamento, no solo debían atender a las
demandas espirituales sino también oficiar las misas en las mañanas y
las tardes. Entonces, la preparación para esos eventos les restó tiempo
para ingresar las minutas en los libros.
En el Sínodo diocesano de 1688, de Bernardo Carrasco, se señala
en su capítulo IV que «ya por negligencia, o malicia de muchos, y por
total olvido de todos, tenemos observadas muchas faltas en el cumpli-
miento de este oficio»57. Más adelante, reconocen que «hay falta de
57
Carrasco, 1691 [1688]: 19v.

32
Curas, amos y esclavos en una parroquia

los libros de muchos baptismos: defecto grade [sic], y muy considera-


ble para tener cierta razo [sic] de las edades andándolas mendigando
por informaciones»58. Incluso, se reconoce la pérdida de los papeles
y, también, los esfuerzos que realizan los curas para reunirlos. En la
publicación de los derechos de arancel de los sacramentos se reconoce:
«[…] porque los despachos, cédulas y provisiones dadas en esta razón se
han ocultado, o perdido, por no haberse puesto el cuidado conveniente
en el registro, y custodia de ellos, que nos ha obligado a exquisitas y
extraordinarias diligencias, para inquirir, y buscar los papeles, que a
esto conducen, sacándolos de poder de personas privadas, y particulares
para instruirnos en la verdad»59.
El desorden y los errores fueron recurrentes. En el Libro de Castas,
en el mes de marzo de 1705, se anotó el bautismo de Francisco Pau-
lo, huérfano. Dice: «[…] esta partida pertenece al mes siguiente 4 de
abril»60. En 10 de junio de 1705, Bonifacio Joseph es bautizado en la
parroquia de El Sagrario como «español». El asunto es que su bautismo
se registró en el Libro de Castas. Antonio de Irarrázabal –cura rector
y funcionario riguroso– anotaba al margen: «[…] pasa esta partida al
libro de españoles a foxas 77 como está para que como en su propio
libro se halle con más facilidad»61. Pero también se dieron las situaciones
contrarias, acreditando este passing entre los libros que fue denunciado
explícitamente en México y Cuba. En el Libro de Españoles, en 12 de
abril de 1705, se bautizó a Manuel Poveda. El propio Irarrázabal, quien
firmó el documento, escribió en una nota al margen que la partida debía
ir al libro «de los indios, mulatos y negros»62.
El archivista norteamericano Randall Jimerson propone que el
poder dentro de los archivos se resume en tres metáforas sobre sus fun-
ciones: el templo, que refleja el poder de la autoridad y la veneración;
la prisión, que representa el poder de controlar el acceso; y el restorán,
que alude al poder de interpretación y mediación en la producción de
los documentos63.

58
Ibid.: 28.
59
Ibid.: 71v.
60
«Bautismo de Francisco Paulo» (Santiago, 4 de abril de 1705), AAS.Sag, Libro
de bautismos 13 (castas), fj. 54.
61
«Bautismo de Bonifacio Josef» (Santiago, 10 de junio de 1705), AAS.Sag, Libro
de bautismos 13 (castas), fj. 88.
62
«Bautismo de Juan de Orta» (Santiago, 21 de abril de 1705), AAS.Sag, Libro
de bautismos 11 (españoles), fj. 250v.
63
Jimerson, 2006.

33
Claudio Ogass Bilbao

Acoplando la teoría con la praxis, todas estas situaciones nos


sugieren que El Sagrario, tanto como oficina de registro de escrituras
y como archivo, fue permeable. La parroquia, en este caso, no fue una
fortaleza que le brindó a los documentos seguridad y protección. Ade-
más, convivieron en él funcionarios rigurosos y flexibles. Y, tal como los
esclavos y castas de México, Cuba y Perú, los de Santiago habrían estado
atentos a los distintos tipos de liderazgos para incidir en la información
de las partidas de bautismo. Entonces, dadas ciertas circunstancias, los
usuarios del restorán pudieron pautear el menú. Así, el descuido de los
curas –por cooptación, desidia, desmotivación o ignorancia– contribuyó
a la disparidad de criterios en el ingreso de los datos.

En el taller del investigador:


Las diversas fórmulas ensayadas para elaborar un
padrón de propiedad de esclavos negros y mulatos
en Santiago de Chile, 1700-1720
Antes de elaborar cualquier ficha para la recolección de datos, es
imprescindible tener un conocimiento medianamente acabado de la
forma en que se confeccionaban los registros para evaluar las posibi-
lidades de información que ofrecen las partidas. Nuestra experiencia
indica que esta etapa no es para nada superflua. Puede ocurrir que, a
medida que se avanza, la fuente se torne más rica en datos y se deba
comenzar nuevamente para adecuar las anteriores. Para efectos de
construir un padrón de propiedad, lo que nos importaba era la calidad/
casta y la condición jurídica de los bautizados. Debido a la disparidad
de criterios en la anotación de las partidas, ideamos un instrumento
de recopilación que permitiera homogeneizar y procesar los datos con
un menor margen de error, evitando la invención de categorías que no
aparecieran en los documentos. Para ello, nos fijamos en las prácticas
de registro de escritura de los párrocos e incluimos una columna para
sondear si inscribían u omitían ambas variables, principalmente en
los libros de castas (Fig. 1). En el caso de los libros de españoles, los
curas no mencionaban su «calidad» y solo hacia 1720 comenzaron a
apuntarse algunos mestizos.
Utilizando esta ficha, recopilamos 1.823 partidas de bautismo entre
1700 y 1720. No obstante, debido a que algunos curas anotaron en un
mismo documento la celebración de dos sacramentos y, además, que
otros borraron algunas partidas de individuos de castas registrados en

34
Curas, amos y esclavos en una parroquia

Figura 1
Ficha de recolección de información para los «libros de castas»
en la Parroquia de El Sagrario, 1700-1720 (elaboración del autor)
Observaciones                
Cura                
Segundo                
Libro de bautismos de castas

Testigos
Primero                
Madrina Amo                
Condición jurídica                
Casta                
Nombre                
Amo                
Padrino

Condición jurídica                
Casta                
Nombre                
Amo                
Ficha de recolección de información de partidas de bautismo

Madre

Condición jurídica                
Casta                
Nombre                
Amo                
Condición jurídica                
Padre

Casta                
Nombre                
Ocupación                
Estado civil                
Amo

Sexo                
Nombre                
Condición Inferida por la madre                
jurídica Inscrita por el cura                
Inferida por los padres                
Casta
Inscrita por el cura                
Bautizado

Sexo                
Filiación                
Edad                
Parroquia El Sagrario

Origen                
Apellido                
Nombre                
Año                
Fecha

Mes                
Día                
Foja                
Nº partida
1

35
Claudio Ogass Bilbao

el libro de españoles –y viceversa–, tuvimos que depurar la muestra.


Finalmente, obtuvimos 1.830 bautizados: 952 en el Libro de Castas y
878 en el de Españoles (Cuadro 4).

Cuadro 4
Cantidad de partidas de bautismo y bautizados efectivos
(Parroquia de El Sagrario, 1700-1720)

Castas Españoles Total


Años Partidas Bautizados Partidas Bautizados Partidas Bautizados
1700 201 199 177 176 378 375
1705 189 189 178 176 367 365
1710 198 206 171 171 369 377
1715 158 159 166 169 324 328
1720 198 199 187 186 385 385
Total 944 952 879 878 1823 1830

Fuente: AAS.Sag, Libros de bautismos de españoles 11 (1693-1707) y 14 (1707-


1722). Libros de bautismos de castas 12 (1697-1703), 13 (1704-1717) y 15
(1717-1726).

Producto de la adecuación de la ficha, notamos una alta omisión


de datos sobre la casta y la condición jurídica de los bautizados en los
Libros de Castas (Cuadro 5). Durante 1700 se registraron 201 par-
tidas de bautismos. De ellas, solo 5 mencionan la condición jurídica
del bautizado, mientras que en 194 registros los curas omitieron este
dato. En cuanto a la casta, la situación no mejora: solo 4 documentos
la mencionan. Los índices de omisión en ambos casos superan el 90%.
La situación contrasta absolutamente con el año 1720, en que se pre-
sentaron la mayor cantidad de menciones de ambas variables.

36
Curas, amos y esclavos en una parroquia

Cuadro 5
Cantidad de partidas de bautismo del Libro de Castas
que contienen la condición jurídica y la casta
de los bautizados (El Sagrario, 1700-1720)

Condición jurídica Casta


Años Menciona No menciona Menciona No menciona
1700 5 194 4 197
1705 69 120 81 108
1710 33 173 24 182
1715 113 46 42 117
1720 162 37 196 3
Total 382 570 347 607
952 954

Fuente: AAS.Sag, Libros de bautismos de castas 12 (1697-1703), 13 (1704-1717)


y 15 (1717-1726).

Considerando estos problemas, surgió la interrogante: ¿cómo


cuantificar la población esclava y la libre de manera fidedigna y, por
consiguiente, elaborar un padrón de propiedad? Una primera alterna-
tiva de ensayo fue cuantificar las partidas de bautismo que contenían
tanto la condición jurídica como la casta de los bautizados y trabajar
solo con ellas. Sin embargo, descartamos esa opción debido a la escasa
representatividad que habría tenido el ejercicio (Cuadro 6). Además,
aquellas que mostraban una coincidencia pertenecían mayoritariamente
a esclavos negros y mulatos. Por lo tanto, habrían quedado fuera de
la muestra otros estratos de la población. Había que buscar, entonces,
otra alternativa.

37
Claudio Ogass Bilbao

Cuadro 6
Proporción y representatividad de partidas de bautismo
que contienen la condición jurídica y la casta de los
bautizados (El Sagrario, 1700-1720)

Coincidencias Total Representatividad


1700 4 199 2%
1705 56 189 30%
1710 11 206 5%
1715 26 159 16%
1720 160 199 80%

TOTAL 257 952 27%

Fuente: AAS.Sag, Libros de bautismos de castas 12 (1697-1703),


13 (1704-1717) y 15 (1717-1726).

Al analizar las prácticas de ingreso de datos de los funcionarios de


la parroquia de El Sagrario en los libros de castas, notamos que cada vez
que los curas omitieron tanto la casta como la condición jurídica de los
bautizados, registraron esos datos para la madre. En 1700 se bautizó
a «Francisco Javier Josef natural de esta ciudad hijo natural de Elena
Zapata mulata esclava de don Gerónimo Zapata»64. El fenómeno era
extensible hacia otros años: en 20 de junio de 1710 se bautizó a «Luis
Manuel, de dos días, natural de esta ciudad hijo natural de María Orta
mulata libre»65. Incluso, en partidas que no cumplían con el formula-
rio de registro los párrocos se cuidaron de ingresar esos datos: una de
1700 mencionaba que se daba el sacramento a «Joseph de nueve días
hijo natural de Mariana Marcoleta y Juan Ignacio de León. La madre
es libre»66.
Como la esclavitud se heredó por vientre materno, asumimos que
era posible inferir la condición jurídica desde la madre hacia el bautiza-
do. Un ejercicio similar era viable con los esclavos procedentes de África,
puesto que la mayoría indicaba que provenía de «padres infieles». De ahí

64
«Bautismo de Francisco Javier José Zapata» (Santiago, 4 de febrero de 1700),
AAS.Sag, Libro de bautismos 12 (castas), fj. 63 (destacado mío).
65
«Bautismo de Luis Manuel de Orta» (Santiago, 20 de junio de 1710), AAS.Sag,
Libro de bautismos 13 (castas), fj. 89v (destacado mío).
66
«Bautismo de José Marcoleta» (Santiago, 23 de febrero de 1700), AAS.Sag,
Libro de bautismos 12 (castas), fj. 62v (destacado mío).

38
Curas, amos y esclavos en una parroquia

las columnas divididas en los ítems castas y condición jurídica de la ficha


de almacenamiento de información para diferenciar el dato registrado
por el funcionario colonial y aquel que resultaba de la inferencia del
investigador (Fig. 1). Al traspasar las capas del archivo, dirigiendo la
mirada hacia las prácticas de fijación de la escritura, surgió la hipótesis
de que la esclavitud –tanto indígena como negra– fue tan importante
en ese período que influenció la forma de ingresar los datos en los re-
gistros sacramentales y, conjuntamente, reorientó la funcionalidad que
le otorgaron sus creadores a los archivos parroquiales. Los libros de
bautismo no solo sirvieron por una necesidad evangélica y civil, sino
que se transformaron en un libro de inscripción de la propiedad, con
un rol similar al que ocupa en la actualidad el Conservador de Bienes
Raíces. En otras palabras, no solo fueron un insumo para contar almas
para la Iglesia o tributarios para la Monarquía, sino que también un
mecanismo para patentar jurídicamente el derecho de propiedad de unos
humanos sobre otros concebidos como hombres con precio.
En este sentido, me alejo de dos asuntos planteados por Mellafe.
En primer lugar, que los bautismos «son los registros más completos y
bien llevados en la época»67. Segundo: que el descuido fue recurrente en
los libros de castas. Según él, «todos denotan mayor ligereza y descuido
en la medida en que los registrados pertenecen a categorías más bajas
de la sociedad»68. Me parece que el fenómeno es al revés. Más bien, que
desde la perspectiva de los grupos de poder, los libros legitiman tanto
su origen y descendencia como también su propiedad.
Asumiendo la inferencia madre-hijo en la condición jurídica,
descartamos la posibilidad de realizar una extrapolación similar con
la casta. No solo variaban durante el tiempo, sino que, además, había
testimonios de la falibilidad de los curas en este sentido. Nuevamente,
un documento judicial de 1783 nos informó sobre cómo operaban los
párrocos. Si bien el testimonio corresponde a Valparaíso, es posible que
se haya replicado en Santiago. Un pardo beneficiado como español en
un libro declaraba:

Se introduce a disputar si sea cierto o no el matrimonio que


yo he contraído en Valparaíso y de que habla la certificación
del cura, y el fundamento es célebre, pues no se reduce a más,
que a decirse en ella, que se casó José Antonio Sirena español
y no Juan Antonio Sirena pardo libre; pero no debe acordarse
67
Mellafe, 2004: 197.
68
Ibid.: 193.

39
Claudio Ogass Bilbao

ciertamente del color de mi cara, y de que mi madre aunque


parda era requinterona, y mi padre no fue algún carisambo,
lo que dio mérito a que se me intitulase español por quien
no estaba impuesto en mis abolengos, y la equivocación en
el primer nombre es tan contingible en el certificante, como
lo son todas las cosas69.

Más aún, Francisco Bravo de Rivero, cura rector de Santa Ana,


respondió en 1756 un cuestionario enviado por la Monarquía en que
se le pedía informar el número de feligreses residentes en su parroquia,
especificando su color. Además de contundente, su respuesta ofrece
nuevas pistas para conocer los criterios usados por ciertos curas en el
ingreso de la información y, conjuntamente, para desechar la inferencia
de las castas en este tipo de ejercicio. En la respuesta N° 3, escribió:
«El distinguir los blancos de los negros específicamente es moralmente
imposible, por no haberse acostumbrado a caracterizarlos al tiempo
de la matrícula; pero es constante ser blanco la menor parte de ella»70.
Realizando este ejercicio de inferencia en la condición jurídica, era
posible cuantificar la proporción de l­a población esclava y, también,
conocer el género de los propietarios que bautizaron a los negros y
mulatos mediante la clasificación de sus nombres (femenino-masculino).
Sin embargo, surgía otro problema: ¿cómo distinguir entre los indios
y los negros y mulatos esclavos? Solo en 1693 se dictó la Real Cédula
que prohibía la esclavitud indígena, medida que se implementó –con
distintos vaivenes– desde 1608. Y hasta 1700 se continuó con el tráfi-
co de algunas piezas de manera irregular surgiendo, además, diversas
figuras legales como los indios de depósito71. Afortunadamente, para
nuestros fines, los indios fueron registrados como «del servicio de» o
«de la encomienda de». Siempre que apareció ese rótulo, la madre era
indígena. Eso nos otorgaba mayor confiabilidad en la clasificación.
Un ejemplo de esto es el bautismo de «Agustín natural de esta ciudad
hijo legítimo de Pedro Cortés y Inés indios del servicio del capitán don
Cristóbal Cortés»72.

69
«Juan Antonio Sirenas con Gregorio Arenas. Sobre partición de herencia»
(Santiago, 1783), ANH.CG, vol. 219, fj. 64 (destacado mío). Agradezco a Hugo
Contreras por facilitarme este documento.
70
Solano, 1994: 86.
71
Jara, 1971.
72
«Bautismo de Agustín Cortes» (Santiago, 16 de septiembre de 1700), AAS.Sag,
Libro de bautismos 12 (castas), fj. 78 (destacado mío).

40
Curas, amos y esclavos en una parroquia

Aplicando esta herramienta, clasifiqué a los sujetos de los Libros de


Castas entre población de origen africano esclava, castas libres e indios
(esclavos, libres, encomendados, de depósito o de servicio). La particu-
laridad de la información de los registros impedía conocer la condición
jurídica de la población diversificada por sus calidades o castas. De ahí
que tuviéramos que, obligatoriamente, agruparla en otro tipo de cate-
gorías. Luego, operamos con los registros de españoles. Asumimos que
todos los bautizados en el Libro de Españoles fueron libres. Existieron
curas bastante rigurosos en cerciorarse que los esclavos y las castas no
lograran permear este libro –por lo menos hasta 1720. Quizás para
evitar posibles conflictos futuros en los derechos de propiedad habrían
procurado que quedasen en el libro correcto. Esto se manifiesta en las
diversas partidas que fueron tachadas y cambiadas y que usamos como
pruebas anteriormente.
Así, hacia comienzos del siglo XVIII, el recurso a la mano de obra
esclava habría mantenido la importancia que le atribuye Jean-Paul
Zúñiga entre 1633 y 1644. Según los datos, aproximadamente un quinto
de la población de origen africano que se bautizó entre 1700 y 1720
nació esclava. No obstante, la información varía anualmente y el grupo
crece de un 22% a un 29% en los dos extremos del período (Cuadro 7).

41
Claudio Ogass Bilbao

Cuadro 7
Condición jurídica de la población bautizada
(Parroquia de El Sagrario, 1700-1720)

1700 1705 1710 1715 1720 TOTAL

Grupos de Nº % Nº % Nº % Nº % Nº % 1700 - 1720


población
Castas Españoles

176 47% 176 48% 171 45,4% 169 52% 182 47% 874 47,8%
de origen Libres Libres

91 24% 103 28% 91 24,1% 69 21% 89 23% 443 24,2%


Población

africano
esclava

82 22% 76 21% 107 28,4% 88 27% 113 29% 466 25,5%


en depósito y de
encomendados,
Manumitidos esclavos, libres,

25 6% 10 3% 7 1,9% 2 1% 1 1% 45 2,5%
servicio
Indios

de origen
africano

1 1,0% 0 0% 1 0,3% 0 0% 0 0% 2 0,1%

TOTAL 375 100% 365 100% 377 100% 328 100% 385 100% 1830 100,0%

Fuente: AAS.Sag, Libros de bautismos de españoles 11 (1693-1707) y 14 (1707-


1722). Libros de bautismos de castas 12 (1697-1703), 13 (1704-1717) y 15
(1717-1726).

No obstante, las cifras cambian considerablemente si incluimos


registros de las parroquias de Santa Ana y San Isidro, que nos podrían
dar un panorama más representativo de la totalidad de los habitantes
de Santiago. Tomemos como ejemplo el año 1700. Si bien advertíamos
en el comienzo que cada parroquia requiere de un tratamiento indivi-
dual, en Santa Ana, al igual que en El Sagrario, los curas llevaron dos

42
Curas, amos y esclavos en una parroquia

libros para la época y fue posible realizar el ejercicio de inferencia:


también anotaron la condición jurídica y la casta en la madre de los
bautizados. En San Isidro, en cambio, mantuvieron un libro único, pero
los párrocos apuntaron la casta y la condición jurídica en la mayoría
de las partidas. Adecuando los datos, notamos la baja proporción de
esclavos de origen africano en ambas: 3% y 5%, respectivamente; y al
sumarlas con las de El Sagrario, el porcentaje de ese grupo baja de un
22% a un 16% (Cuadros 7 y 8).

Cuadro 8
Condición jurídica de la población bautizada en diferentes
parroquias de Santiago
(El Sagrario, Santa Ana y San Isidro, 1700)

Parroquias de Santiago de Chile


TOTAL
El Sagrario Santa Ana San Isidro
Grupos de población N° % N° % N° % N° %
Españoles Libres 176 47% 88 70% 42 71% 306 55%
Castas Libres 91 24% 28 22% 6 10% 137 25%
Población esclava de
82 22% 4 3% 3 5% 89 16%
origen africano
Indios esclavos, libres,
encomendados, en 25 7% 6 5% 7 12% 23 4%
depósito y de servicio
Indeterminado 1 0%  - - 1 2% 1 0%
TOTAL 375 100% 126 100% 59 100% 556 100%

Fuente: AAS.Sag, Libro de bautismos de españoles 11 (1693-1707); Libro de bau-


tismos de castas 12 (1697-1703). AAS.SA, Libros de fragmentos de bautismos 5 y
6. AAS.SI, Libro de bautismos 1.

Volviendo a la parroquia de El Sagrario –y para cerrar el ejercicio–,


veamos el género de los propietarios que fue inferido por medio de
sus nombres (Fig. 1). Según los datos que aparecen en las partidas de
bautismo, existió un padrón de propiedad mixto, levemente inclinado
hacia los hombres entre 1700 y 1720. Si analizamos la información año
a año, vemos que en 1700, 1705 y 1715 son mayoritarias las mujeres
(Cuadro 9).

43
Claudio Ogass Bilbao

Cuadro 9
Género de los propietarios que bautizaron a sus esclavos
(El Sagrario, 1700-1720)

1700 1705 1710 1715 1720 TOTAL


Nº % Nº % Nº % Nº % Nº % Nº %
Hombres 37 46% 36 47% 67 63% 36 41% 63 56% 239 52%
Mujeres 42 53% 38 50% 38 36% 50 57% 48 42% 216 47%
Institución
1 1% 2 3% 1 1% 1 1% 2 2% 7 2%
eclesiástica
TOTAL 80   76   106   87   113   462 100%
No
2   0   1   1   0   4  
menciona

Fuente: AAS.Sag, Libros de bautismos de castas 12 (1697-1703), 13 (1704-1717)


y 15 (1717-1726).

La alta participación femenina en el padrón de propiedad de Santia-


go (47%) es tremendamente interesante. En primer lugar, su proporción
es bastante alta en comparación a otras sociedades hispanoamericanas
donde existen datos: 20 a 30% en Santa Fe de Bogotá entre 1700 y
175073, y un 28% en Lima entre 1852 y 185474. En segundo lugar, según
estudios anteriores, cerca del 68% de las manumisiones obtenidas por
esclavos de Santiago fueron otorgadas por mujeres entre 1698 y 175075.
Como menciona Hünefeldt, «la posibilidad de negociación fue mayor
cuando el propietario era una mujer. Como uno de los elementos más
débiles de la sociedad, las mujeres descansaron más fuertemente en el
trabajo de los esclavos y quizá tuvieron otras simpatías»76. Apoyando
esta visión, Díaz destaca que la mujer propietaria fue «la responsable de
una actitud titubeante cuando se trató de manumitir a los esclavos»77.
Y así se abre una interesante veta de estudio hacia las distintas formas
de autoridad y tratamiento entre propietarios según su género.

73
Díaz Díaz, 2001: 136. Analizando cartas de venta de esclavos, menciona que de
2.938 otorgantes el 70% fue comprado por hombres, y de 2.165 adquirientes
el 81% pertenecieron al mismo género.
74
Aguirre, 1995: 64-65. Reelaboré sus datos del cuadro 1.8. De 821 cartas de
venta de esclavos que utiliza, menciona que 620 (72%) pertenecen a hombres,
mientras que 241 (28%) a mujeres.
75
Ogass Bilbao, 2009: 159. Ver Cuadro 2.
76
Hünefeldt, 1994: 35.
77
Díaz Díaz, 2001: 137.

44
Curas, amos y esclavos en una parroquia

No obstante, las proporciones cambian radicalmente si utilizamos


otro tipo de fuentes para mirar este fenómeno. En 1700 se registraron
44 cartas de compraventa de esclavos en las cuatro escribanías que fun-
cionaron en Santiago de Chile en la época. De ellas, 31 transacciones se
realizaron entre habitantes de la ciudad (mercado interno), mientras que
13 fueron obtenidas desde Perú y Buenos Aires (tráfico internacional).
Al analizar esos datos, la participación femenina baja drásticamente al
10% (Cuadro 10).

Cuadro 10
Género de los propietarios según cartas de compraventa
de esclavos (Santiago de Chile, 1700)

Mercado interno Tráfico internacional


Género de los propietarios N° % N° %
Hombres 28 90% 13 100%
Mujeres 3 10% 0 0%
TOTAL 31 100% 13 100%

Fuente: ANH.ES, vols. 385, 386, 406 y 432.

De todos modos, hay que considerar que tanto las fuentes como el
método de inferencia son falibles, puesto que las categorías son bastante
flexibles en la sociedad colonial. Además, es altamente factible que los
curas se hayan equivocado al registrarlas y que, también, los padres o
padrinos hayan pujado para cambiar la condición jurídica del bautizado,
como ocurrió con la negra María Nicolasa y su hijo Lorenzo, ambos
esclavos de Blasa Díaz. Todo ello pudo haber distorsionado las cifras. Sin
embargo, me parece que es una posibilidad para acercarse al problema.
Incluso así, los resultados del padrón de propiedad en Santiago de
Chile no están alejados de los datos que ofrecen otros estudios realiza-
dos durante el mismo período en ciudades con esclavitud urbana. En
Lima, en 1700, de la numeración del Conde de Monclova –analizada
por José Ramón Jouve-Martín– se desprende que el 30% de la pobla-
ción era propietaria de esclavos, de los cuales el 44% tenía entre 1 y 2
esclavos78. De hecho, el Padrón de Santa Ana de 1808 –estudiado por
Christine Hünefeldt– también ofrece proporciones similares. Si bien
solo representa una cifra bastante fragmentaria (30% del total de la

78
Jouve-Martín, 2005: 32.

45
Claudio Ogass Bilbao

parroquia y solo el 6,4% de la población total de dicha ciudad), los datos


muestran que el 22% de la población era esclava; de los libres, solo el
20% tenía esclavos, y entre los propietarios el 57,8% tenía entre 1 y 2
esclavos79. Incluso Herbert Klein afirma que «la estructura de posesión
de esclavos fue común en todos los países, salvo en las islas francesas e
inglesas del Caribe. En casi todas las sociedades esclavistas americanas,
aproximadamente un tercio de su población consistía en esclavos y una
tercera parte de las personas libres eran amos de esclavos»80. Finalmen-
te, la historiadora francesa Carmen Bernand apoya este diagnóstico al
plantear que en sociedades con esclavos o con esclavitud urbana existen
ciertas «características estructurales de esa forma de servidumbre que
predominó en las grandes urbes de Hispanoamérica […] no solo en
las grandes capitales coloniales como Lima, sino también en ciudades
periféricas, como Caracas y Buenos Aires. Esto no significa que no haya
variaciones según las coyunturas históricas»81.

Reflexiones finales
Intencionalmente quise dejar para el final una cuestión que quizá
no quedó lo suficientemente clara en la introducción. Me pareció que
era mejor incluirla una vez expuestos tanto los límites y problemas de
las fuentes como las dificultades en el procesamiento de la información
y en la construcción de las cifras. Estoy absolutamente consciente de
las falencias potenciales de este método. De ahí el hecho de detallar
el procedimiento y no quedarme solamente en la exposición del dato
estadístico. A menudo nos olvidamos que las cifras son construcciones
del historiador y, por lo tanto, que existe una cadena de decisiones que
se esconden detrás del número. Por lo mismo, sería ideal que otros
investigadores sometieran esta metodología a prueba con la finalidad
de contribuir a legitimarla o, bien, de exponer sus límites para refinarla
o descartarla. Aun así, considero que podría provocar especial interés
en países cuyos archivos no son muy generosos en información pro-
toestadística –acá sí sigo a Mellafe82– para con los negros esclavos y
sus descendientes.

79
Hünefeldt, 1994: 106-107.
80
Klein, 2009: 38.
81
Bernand, 2001: 19.
82
Mellafe, 2004.

46
Curas, amos y esclavos en una parroquia

En el caso de Chile, y ante la falta de otro tipo de documentos,


me pareció que era una alternativa para acercarse y enfrentar algunos
problemas y, conjuntamente, abrir nuevas perspectivas. Más aún en el
contexto actual. Nos ubicamos en una coyuntura bastante alejada a la
denunciada por Mellafe en 1980: no hay abandono, sino que profusión
de estudios sobre los negros y sus descendientes. Incluso así, tres son los
inconvenientes más patentes en la actualidad. Primero: este «crecimien-
to» no se ha realizado con una revisión crítica de lo que han escrito los
autores del pasado. Dos investigadores –San Martín y Cussen83– han
elaborado sendos estados de la cuestión sobre la literatura académica
sin detenerse a valorar, a cabalidad, los aportes de los predecesores. Aquí
me apego a las palabras del historiador Álvaro Jara: «Es una vieja idea
que la modestia es una buena virtud, también para los historiadores. No
existe la generación espontánea en ciencia y todos somos el fruto del
desarrollo de la disciplina. Reconocerlo aumenta los méritos de cada
nuevo aporte»84. Entonces, habría que integrar críticamente el corpus
bibliográfico precedente: identificar los temas y enfoques propuestos, las
hipótesis esbozadas y los problemas no resueltos para, luego, someterlos
a examen. Retomar los «viejos» problemas con «nuevas» herramientas.
Segundo –y quizá consecuencia de lo anterior–: los estudios carecen
de una conexión entre sí. Abunda la dispersión temática y la fragmen-
tación, evidenciando la ausencia absoluta de un plan articulador. Cada
investigador trabaja en su propia parcela, casi sin acusar recibo de la
producción de sus colegas. Más aún, la mayor parte ha privilegiado
una perspectiva cultural. Considero que esta dinámica no contribuye a
poner a la «vanguardia» a Chile, sino que prolonga los vacíos investi-
gativos de la centuria anterior. No olvidemos que durante el siglo XX,
solo se escribieron tres libros relativos a los negros y sus descendientes:
Guillermo Feliú Cruz (1942), Gonzalo Vial (1957) y Rolando Mellafe
(1959). De ahí que la renovación metodológica y teórica que refrescó
gran parte de la historiografía chilena entre 1970 y 1990 no impactara
mayormente sobre este campo de estudio.
Tercero: falta elaborar una justificación más sólida a la perpetuación
de este campo de estudio. Porque todavía persiste una pregunta incon-
clusa: ¿por qué y para qué los chilenos del siglo XXI deben conocer la
historia de los negros y sus descendientes? Las palabras de la historia-
dora Celia Cussen, quien planteó que se trata de «un campo de estudio

83
Cussen, 2006; San Martín, 2007.
84
Jara, 1987: 20.

47
Claudio Ogass Bilbao

fascinante y prácticamente abierto»85, no son suficientes. Coincidimos,


pero extrañamos una mayor profundización y complejización en tanto
que esa definición aplica para cualquier ámbito de investigación.
Ante este «atraso» historiográfico y la dispersión temática actual,
considero que todavía son necesarios los estudios demográficos, eco-
nómicos y sociales. Mi intención es, entonces, plantear y dejar abierto
un debate: ¿hasta qué punto los estudios de corte cuantitativo pueden
arrojar luces sobre la vida y la condición de los esclavos? Creo que los
números, por sí solos, no ayudan mucho. Hemos visto cómo los datos
cambian de acuerdo al tipo de fuente, al tipo de funcionario que la re-
gistró y, también, de acuerdo a la institución productora: una parroquia
o una escribanía. A pesar de ello, este tipo de análisis –frío e inánime
por el uso ineludible de cifras y estadísticas– hace surgir diversas e
interesantes hipótesis. Es en esa capacidad de orientar hacia nuevos
temas y problemas donde radica su mayor valor. No resuelven, sino
que estimulan a avanzar hacia lo cualitativo al abrir nuevos senderos.
En ese sentido, es imposible realizar una historia social de la
esclavitud si no conocemos y comprendemos al grupo social que los
poseyó. Muchas de sus oportunidades de autonomía y de tratamiento
dependieron o estuvieron condicionadas por las relaciones que logra-
ron construir y/o mantener con sus propietarios y/o amos. Porque ser
dueño de un esclavo no implicó ser, necesariamente, amo. Como ha
sugerido el brasileño Marcio de Sousa Soares, ser amo o ama requirió
de un reconocimiento y, por ende, de un proceso de construcción de
autoridad86. Entrecruzando diversos documentos, el historiador Ian
Read identificó cerca de 2.000 individuos de la ciudad de Santos en el
siglo XIX para demostrar cómo el cambio de estatus y la riqueza de
los propietarios –categorías bastante dinámicas y cambiantes– afectó
la vida cotidiana y el tratamiento hacia los esclavos87. Su argumento es
que la esclavitud fue una institución jerárquica, lo que redundó en la
existencia de varios tipos de esclavos. En ese mismo país, pero en Río
de Janeiro, Zephyr Frank ha postulado que la extensión en el tiempo
de la esclavitud se debió, principalmente, a que fue vista como una
actividad comercial bastante lucrativa para los sectores más bajos. La
esclavitud, entonces, fue ambivalente: al tiempo que dominó a sujetos,

85
Cussen, 2009: 9.
86
Soares, 2009; Engemann, 2005.
87
Read, 2006.

48
Curas, amos y esclavos en una parroquia

permitió la movilidad social de otros88. Son hipótesis sugerentes en tanto


que se refieren a sociedades con esclavitud urbana y que confirman la
necesidad y urgencia de indagar sobre este grupo.
Tal como ocurrió en otras sociedades con esclavitud urbana, en
Santiago de Chile, entonces, no habría existido un sistema de domina-
ción compacto, coherente, homogéneo y unívoco. Como ha sugerido
San Martin, debemos considerar «la maleabilidad del estatus real de la
esclavitud, de la amplitud de formas que esta tomó, y de las complejas,
poco definidas y cambiantes relaciones entabladas por estos sujetos no
solo con los ‘grupos dominantes’ sino con el resto del universo social»89.
Si bien los propietarios cuentan con mecanismos para neutralizar la
autonomía y la racionalidad de los esclavos –el control, la vigilancia,
la coerción y la violencia–, no todos tienen conocimiento cabal de la
existencia de estas herramientas y de las posibilidades efectivas de su
utilización. Varios integrantes de este grupo –por desconocimiento,
incapacidad, impotencia o desinterés– no mostraron compromiso con
el ejercicio de la dominación. De ese modo, sería interesante un análisis
de las actitudes frente a la dominación y la manumisión. Para ello, se
hace necesario indagar en los fondos judiciales. Allí, los propietarios
de esclavos se enfrascaron en diversos debates sobre la mejor manera
de imponer la dominación. Entonces, ¿qué diferencias existen entre
hombres y mujeres y cómo eso afectó las relaciones con los esclavos?
Finalmente, al compartir nuestros avances, retrocesos y reformula-
ciones, creemos que ni siquiera es necesario abrazar algunos postulados
posmodernos para percibir los límites de veracidad de los documentos
y los problemas de transparencia: el Archivo, con una nueva mirada,
es capaz de mostrar sus diversas caras. De ahí que la alternativa no sea
abandonarlos. No podemos prescindir de ellos, aunque nos den una
imagen distorsionada y deformante. Como propone Arlette Farge: «el
archivo opone a las construcciones teóricas y abstractas su peso de
existencias y de minúsculos acontecimientos ineludibles»90. Lo que
se sugiere es re-leerlos. Por lo tanto, sería productivo que otros inves-
tigadores se interesen en indagar la historia de los documentos y los
archivos en Chile colonial.

88
Frank, 2004.
89
San Martin, 2007: 1.
90
Farge, 1991: 74.

49
Claudio Ogass Bilbao

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55
Discursos y representaciones de los
esclavos negros y mulatos domésticos
en Santiago colonial*

Katherine Quinteros Rivera

Los discursos que afectaron a los esclavos negros y mulatos se


remiten a un imaginario1 que se fue construyendo en torno a ellos, ex-
presándose en argumentaciones sobre el comportamiento, los deberes
o la forma de vestirse, entre otros. De modo que a través de diversos
niveles discursivos se fue instalando este imaginario que se representó
como una realidad sobre determinados elementos que constituían la
esclavitud negra.
Si bien en el imaginario colonial existía un perfil discursivo sobre
esta esclavitud, el cual ha sido abordado historiográficamente desde la
marginación, la crueldad, el desarraigo, la explotación y el sometimiento
en que se vieron envueltos los esclavos y esclavas, también encontra-
mos otras imágenes que se pueden rescatar sobre estos sujetos, pues la
documentación nos muestra discursos sobre esclavos negros y mulatos
fieles, leales, solidarios, sujetos activos y astutos. De manera que los
discursos sobre los esclavos se fueron entretejiendo directamente con
las representaciones que se dieron sobre ellos en el Santiago colonial.
Podemos ver dos niveles discursivos en Santiago: por una parte, la
exposición de las autoridades –civiles y eclesiásticas–, que buscaban la
inclusión de los esclavos en el entramado social a través de normativas
*
Este trabajo forma parte del análisis desarrollado en la tesis Esclavitud negra
en el ámbito doméstico: relaciones, discursos, representaciones y alteridades
(Santiago de Chile, 1659-1750), tesis de Magíster en Historia, Pontificia Uni-
versidad Católica de Chile, Instituto de Historia, 2011.
1
Seguimos los planteamientos de Le Goff, Revel y Chartier sobre este concepto:
«El campo de lo imaginario está constituido por el conjunto de representacio-
nes que desbordan el límite trazado por los testimonios de la experiencia. […]
Lo que significa que cada cultura, y cada sociedad e incluso cada nivel de una
sociedad compleja tiene su imaginario. En otras palabras, el límite entre lo real
y lo imaginario se manifiesta variable». Le Goff, Chartier y Revel, 1988: 27.

57
Katherine Quinteros Rivera

y ordenanzas2; y, por otro, un tipo de discurso sobre el trato y la vida


cotidiana de los esclavos negros y mulatos, los cuales se mezclaban con
otros sujetos sociales.
Como señala Valenzuela, el discurso eclesiástico elaborado y/o
reproducido en Hispanoamérica formaba parte del aparato discursivo
más global del sistema colonial, era funcional a sus objetivos y con-
sustancial a su perpetuación en el tiempo. La Iglesia fue un canal de
transmisión de patrones de conducta, pautas valóricas, y formas de
ver y de aprehender el mundo; pero también de patrones para organi-
zarlo y legitimarlo, los que iban desde el orden jurídico, pasando por
el orden social, hasta llegar al orden político3. Por su parte, en la vida
cotidiana existía una disertación que se fue generalizando con la visión
de los viajeros extranjeros del siglo XVIII sobre los esclavos, algunos
de los cuales consideraban que «el vicio del latrocinio es propio de esta
proscripta e infeliz gente, que ni tiene propiedad, ni espera tenerla, ni
otra mejoría en su suerte que el goce pasajero de aquellas cosas, cuya
posesión puede facilitarse aunque sea quebrantando las leyes de un
honor que no conocen, ni en nada los lisonjea»4.
Es necesario precisar que la legislación para controlar a negros y
mulatos estaba determinada por la consideración del color de piel y
no por el estatus jurídico de los individuos. Por lo tanto, podemos ver,
por ejemplo, que en la Recopilación de las leyes de Indias (1680) no se
distinguen las normativas para negros y mulatos esclavos o libres, salvo
cuando se trata sobre milicias5. De manera que el color de la piel era el
marcador de diferencias y jerarquizaciones sociales. Sin embargo, los
roles impuestos por la sociedad no eran rígidos ni estáticos, debido a
que los sujetos no eran pasivos; y es en el espacio judicial donde estos
negociaban lo que buscaban proyectar, intercambiando imágenes, di-
chos, pensamientos e ideas que van conformando a los sujetos sociales6.
Lo anterior, por cierto, partiendo del supuesto de que los seres huma-
nos aprehendemos el entorno cotidiano de acuerdo a representaciones

2
Encontramos una serie de ordenanzas en cuanto a los negros y mulatos, desta-
cándose la prohibición de portar armas, andar en la noche, sobre andar huidos
y andar sin vestimenta, entre otros. Konetzke, 1953-1958, III; también Jara y
Pinto, 1982.
3
Valenzuela Márquez, 2005a: 122.
4
Haenke, 1942 [1789-1794]: 99-100.
5
Camba Ludlow, 2008: 19.
6
San Martín, 2010.

58
Discursos y representaciones de los esclavos negros y mulatos...

subjetivas, pues forman parte de nuestra herencia cultural de valores


y tradiciones.
De esta manera, se fue produciendo un discurso homogenizador
sobre los «esclavos negros». Con este término se buscaba clasificar
a todo sujeto con un color oscuro y en condición servil, no obstante
que dicha población era sumamente heterogénea y fragmentada por
divisiones étnicas, lingüísticas, laborales, de edad y de género. La di-
visión más general al interior de la población esclava era aquella que
distinguía entre «bozales» –esclavos traídos directamente de África– y
«criollos» –aquellos nacidos en territorio americano. Entre los primeros
fue surgiendo, además, una tercera categoría: los llamados «esclavos
ladinos», es decir, personas nacidas en África pero que habían vivido
ya algún tiempo en territorio americano y, por tanto, tenían un grado
considerable de mestizaje cultural7. Por lo demás, dentro de esta per-
cepción se identificaba a los negros esclavos como un grupo inferior; así
estaban en la estructura colonial que se acentuó en la segunda mitad del
siglo XVIII con el «discurso ilustrado», que estableció la clasificación
de «casta» para fijar la jerarquía social8. Situación, sin embargo, que
trajo consigo problemas para los descendientes de los primeros africanos
llegados a América, como los mulatos, pues pertenecían a los estatus
híbridos que inspiraban desconfianza.
Lo anterior nos lleva a tratar sobre el problema del color como
diferencia y marca de un estatus social. Existía un imaginario de larga
data que asociaba la pureza del alma y del espíritu al color blanco, y,
en sentido contrario, la maldad a la oscuridad, a la ausencia de luz, a
lo negro9. Llevados a la piel, situada corporal y geográficamente, en
concordancia con el credo religioso, se tiene la atribución de lo «bueno»
a lo blanco español católico y de lo «malo» a lo negro africano pagano,
con una «natural» agrupación de toda la tendencia e «inclinación» a la
maldad en cualquier sospecha de impureza racial. Este modo de com-
prender y ordenar las almas y las esencias de las criaturas de Dios se
traspasó a las colonias castellanas y se perpetuó en las sociedades. Las
instituciones de administración y de evangelización las conservaron en
el seno de una convivencia normada por principios incontestables, per-
manentemente evidenciados en los cuerpos de los súbditos/feligreses10.

7
Aguirre, 2005: 24.
8
Araya Espinoza, 2010.
9
Cf. Gómez, 2005; Dennis, 2007.
10
Albornoz, 2007.

59
Katherine Quinteros Rivera

La proliferación de los híbridos –las castas– con las connotaciones


simbólicas y normativas que conllevaban –ilegitimidad, deslealtad,
vicio, lujuria, metáforas animales, etc.– se reflejaba en un vocabulario
que aludía a una pigmentación indeterminada, ni negra ni blanca, sino
«abigarrada», es decir, «de varios colores mal combinados», lo hete-
rogéneo, «lo que es sin concierto»11. Una dificultad que presentan los
sujetos reside en la ambigüedad intrínseca de los estatus híbridos. Por
definición, lo ambiguo es doble, pero los dos polos de esa dualidad no
son de la misma calidad y uno está subordinado al otro. Esta relación
desigual aparece por cierto en el concepto de alteridad, puesto que en
latín alter significa «otro», pero «segundo»12.
El yo se configura por el otro extraño o ajeno que habla sobre los
sujetos, y a partir de la apariencia se va desarrollando una imagen o
noción del ser. El sujeto se entiende a sí mismo desde una configura-
ción de sentido recibida en el lenguaje, pero también desde la imagen
de sí que percibe en los demás, precisamente porque ese lenguaje lo
recibe en el encuentro con otro13. Y la identidad, al ser definida desde
el exterior del sujeto, se forja en la idea que cada uno se hace de ese
otro, incluyendo la representación que cada uno posee de lo que el otro
piensa de él. Como situación de discurso, este es «el» mecanismo de
definición de identidad en los siglos coloniales y el proceso judicial lo
reproduce como parte de su propia naturaleza14. En otras palabras, la
identidad individual se conecta y proyecta en una «identidad social»
que se construye en la cotidianeidad.
De este modo, el color y la apariencia marcarán las taxonomías
sociales, determinando la posición de los sujetos. La apariencia del
mismo modo se unirá con otro elemento de diferenciación social que
es la «calidad», de manera que ambos vectores irán definiendo a los
individuos. Sin embargo, estos últimos son ambiguos debido a que
modificaban dichos vectores cuando el color de la piel se los permitía
y la calidad se podía disfrazar con la forma de presentarse socialmente,
con lo que «dicen ser». Por lo tanto, la calidad real o inventada se fue
transformando en un discurso identitario, puesto que el remitirse a
ella era abordar los lugares y usos sociales que empleaban los sujetos,
permitiendo conocer y reconocerlos en un lenguaje que era conocido

11
Bernand, 2001: 24.
12
Bernand, 2000: 64.
13
Llamas, 2001: 132.
14
Araya Espinoza, 2010: 235.

60
Discursos y representaciones de los esclavos negros y mulatos...

por todos. Todos los sujetos sabían qué calidad tenía cada uno de ellos
y los demás individuos, y qué calidad «debían decir que tenían». En
este juego de espejos, de mirar y clasificar al otro, de paso se opinaba
de la calidad de ese otro; de manera que hablamos de identidades que
son asumidas o impuestas, puesto que el hablar del «otro» es hablar de
uno mismo, y hablar de un semejante se transforma en un ejercicio de
poder. Es así que mi identidad se define por los compromisos e identi-
ficaciones que proporcionan el marco u horizonte dentro del cual yo
intento determinar, caso a caso, lo que es bueno, valioso, lo que se debe
hacer, lo que apruebo o a lo que me opongo. En otras palabras, es el
horizonte dentro del cual puedo adoptar una postura15.

Registro judicial:
lugar de discursos y estrategias discursivas
Los discursos que se fueron estableciendo recayeron tanto en los
esclavos como en los amos. Sobre estos últimos, podemos indicar que
se fue expresando una estrategia discursiva que hacía alusión a ser
considerados «buenos» amos. Con ello se efectuaba una referencia a
sujetos que cumplían con la normativa impuesta, entregando protección
a sus subordinados, alimentación, vestuario, adoctrinamiento, disciplina,
preocupación, honorabilidad a sus actos, entre otros16. Y serán estos
discursos moralizantes y establecidos los que se resquebrajarán en los
documentos judiciales, donde las dialécticas entre los sujetos están
presentes, existiendo juegos binarios que se negocian. Si por una parte
encontramos discursos sobre «buenos» amos, también encontramos en
su contraparte la de los «malos» amos, presentándosenos de este modo
diversos niveles discursivos. De la misma manera se fue generando una
alocución sobre los esclavos que poseían tachas, los que se remitían a
defectos que podían ser físicos (enfermedades) o morales (vicios como
la embriaguez, cimarronaje y hurto). Con estas condiciones se van
construyendo discursos sobre los esclavos inclinados a los vicios, los
cuales se iban generalizando a medida que avanzaba el tiempo. Por lo
mismo, si bien encontramos alusiones a «buenos» esclavos, estas son
mínimas, existiendo una sensación generalizada de los esclavos negros
y mulatos como sujetos inclinados hacia las malas prácticas.

15
Llamas, 2001: 83-84.
16
Undurraga Schüler, 2012.

61
Katherine Quinteros Rivera

Es así como a través de la documentación podemos comprobar que


se daba una red de discursos que describían, interpretaban y conforma-
ban lo real, sustentados en el conjunto de testigos que se presentaban
en cada causa. Es a partir de ellos que se va configurando la sociedad.
Por lo tanto, los discursos sociales se nos presentan en dos niveles: por
una parte, lo establecido en la teoría; y por otra, lo que se expresa en
la práctica, con lo cual vemos que son negociables y están en constante
movimiento, se construyen, disfrazan, metamorfoseando la realidad de
los sujetos. Además, se van potenciando por medio del rumor, puesto
que este es un generador de identidad que va entregando lineamientos
sobre los comportamientos y usos sociales de los sujetos17. Lineamientos
que se ven legitimados desde el poder, marcando jerarquías sociales y
diferencias entre los individuos, de modo que justifican lo que se busca
representar en la sociedad colonial. De este modo, los discursos que se
fueron estableciendo eran coactivos y persuasivos, generados desde el
poder, con lo que estamos haciendo referencia al grupo de los domi-
nadores18. Sin embargo, se van generalizando, creando estereotipos y
prejuicios que afectarán a todos los sujetos en el Chile colonial.
En cuanto a los amos, se deja establecido por medio de ordenanzas
y reales cédulas que aquellos debían cuidar de sus esclavos, darles buen
tratamiento, entregándoles vestuario, alimentación, un lugar donde
habitar y atendiéndolos en sus enfermedades19. La Iglesia insistía en
17
Cf. Salinas Meza, 2000.
18
Es preciso indicar que al hablar de «dominadores» nos referimos a un grupo o
sujeto que ejerce una subordinación sobre otro y que, por lo tanto, puede ser
heterogéneo. Es así que encontramos a propietarios de esclavos entre sujetos
de estratos medios, mestizos o indios. Scott, 2000.
19
Konetzke, 1953-1958, I: «Carta a la Audiencia Real de las Indias sobre el tra-
tamiento de los esclavos negros» (Granada, 1506), 150; Real cédula «Que los
negros no trabajen los días de fiesta y guarden la fiesta como los cristianos»
(Valladolid, 1544), 154; «Ordenanza acerca de la orden que se ha de tener en
el tratamiento con los negros para la conservación de la política que han de
tener» (1545), 304; «Real cédula la Audiencia de México sobre los mulatos
de la Nueva España» (El Escorial, 1568), 435-436. II/1: Real cédula «Que
los negros sean bien doctrinados» (El Pardo, 1603), 99-100; «Ordenanzas de
la Real Audiencia de Nueva España sobre las juntas y trajes de los negros y
mulatos» (México, 1612), 182-183. II/2: Real cédula «Que los negros y negras
anden vestidos» (Madrid, 1672), 587-589; Real cédula «Cerca de no permitir
que salgan de noche de las casas de sus dueños las negras esclavas ni libres»
(Madrid, 1672), 589-590. III/1: Real cédula «Para el remedio de los daños en el
servicio de los esclavos negros» (Aranjuez, 1750), 260-261. III/2: «Consulta del
Consejo de Indias sobre el reglamento expedido en 31 de mayo de 1789 para
la mejor educación, buen trato y ocupación de los negros esclavos de América»

62
Discursos y representaciones de los esclavos negros y mulatos...

que esclavo y amo eran iguales ante Dios y por ello el amo estaba
obligado a proteger la integridad espiritual del esclavo, a enseñarle la
religión cristiana, a ayudarlo a alcanzar el privilegio de los sacramentos,
a guiarlo hacia una buena vida y a protegerlo del pecado mortal. Al
esclavo lo asistía el derecho de llegar a ser cristiano, de ser bautizado y
considerado un miembro de la comunidad. El bautismo era el signo de
su entrada en esta última y mientras no estuviera lo bastante instruido
para poder recibirlo, se consideraba que no pertenecía a ella20.
Este discurso de poder hace referencia al estatus y condición de los
amos, de manera que el darle un bienestar a sus esclavos, y que este
fuese visible, hablaba bien de ellos, entregándoles un reconocimiento
social del cual se hacía gala en los distintos escenarios que presentaba
la vida cotidiana, de modo que existía un juego de poderes que se iba
reflejando en los discursos sobre los «buenos» amos. Es necesario
precisar que no todos les daban a sus esclavos un buen tratamiento,
con lo cual se construían los discursos respecto de los «malos» amos.
Lo anterior adquiere importancia puesto que por medio de ellos –los
discursos– podemos ver cómo los esclavos, al momento de demandar
a sus amos, apelaban a los malos tratamientos que les daban, dejando
en evidencia las estrategias que se utilizaban en la época colonial. De
esta forma se va gestando una apropiación de los discursos, lo cual
trae complejidades sociales: en el acto en que un esclavo se acercaba a
la instancia judicial para acusar a su amo, significaba hablar mal del
sujeto dominador, quedando expuesto a los comentarios y rumores de
la sociedad en general. Y si bien en la teoría se expresaba un discurso
sobre los amos en el sentido de que debían dar una buena acogida a
sus esclavos, en la praxis había una gran diferencia en cuanto a este
respecto. Los esclavos negros y mulatos utilizaron estos discursos de
un «mal» amo para dejar de estar en sujeción o beneficiarse en cuanto
a la demanda que habían interpuesto, pero es necesario precisar que
muchos de aquellos sujetos sí recibieron un trato degradante de parte
de sus amos, con castigos crueles que dejaron secuelas y cicatrices difí-
ciles de borrar21. Sin embargo, se generaban contradiscursos que eran

(Madrid, 1794), 726-732. Véase también la real cédula en que se ordena que los
negros y negras de las indias anden vestidos: Jara y Pinto, 1982-1983: 313-314.
20
Tannenbaum, 1950: 65-66.
21
Véase, por ejemplo, el testimonio de la esclava Juana, en 1673: «[…] hicieron
parecer a una negrita que dijo llamarse Juana hija de Domingo negro […] pre-
guntado que cuya esclava era y que señales eran las que tenía en la cara. Dijo
que estaba en servicio del capitán don Diego de Aguilar y que no era esclava

63
Katherine Quinteros Rivera

creados tanto por los amos como por los esclavos, permitiéndonos ver
las resistencias y estrategias en el entramado social:

Pascual Torrejón negro esclavo de don Pedro de Olmos


[…] digo que habiendo enfermado gravemente de enfermedad
mortal por naturaleza la que fue notoria a Dios y a los mé-
dicos que me curaron, por lo que dicho mi amo me dejó que
como libre me fuese al hospital, en donde he estado tiempo
de más de un año y mediante la caridad de dichos padres he
mejorado y dicho mi amo en todo este tiempo no ha hecho
juicio ni caudal de mí y ahora que ya estoy mejor me conoce
que soy su esclavo lo que confiese que es así y le conozco
por tal pero por la falta de caridad que ha tenido conmigo a
vuestra alteza pido que me conceda el que se me tase lo que
puedo valer que tengo amo que me mire con caridad […]22.

Con estas palabras, el negro Pascual hace alusión a uno de los


preceptos que debían imperar en el trato entre amo y esclavo: la ca-
ridad. El amo debía cuidar de sus esclavos y entre estos cuidados se
encontraba la salud. Si bien Pascual no buscaba su libertad, sí pretendía
cambiarse a otro amo que le brindara el bienestar que necesitaba. Con
este contradiscurso de parte del esclavo podemos ver cómo en el Chile
colonial los esclavos – sujetos activos– se fueron apropiando de los dis-
cursos que se establecieron por parte de los dominadores y hacían uso
de ellos estratégicamente para cumplir con su cometido; en este caso,
el cambio de amo. Pero de paso provocaba un quiebre en la imagen
de este último, debido a que faltó a una de las normas establecidas en
la sociedad. De modo que podríamos decir que este sujeto quedaba
dañado públicamente, ya que la demanda dejaba un precedente que
porque doña Isabel Suárez su ama difunta la había dejado libre y que el dicho
don Diego de Aguilar la ocupaba en guardar bueyes y vacas, y que por haberle
huido los bueyes por andar guardándolos a pie el dicho don Diego de Aguilar
se enojo mucho y con un asador encendido en el fuego ardiendo en persona le
había quemado ambos carrillos de que hasta ahora esta con las llagas recientes
de cuyo el presente escribano de cámara doy fe por estar las señales muy pa-
tentes y con unas costras de mas de dos dedos de largo y uno de ancho y que
asimismo le dio muchos azotes en el cuerpo en todas partes teniéndola desnuda
en cueros […]»: Juana Suárez, sobre su libertad (Santiago, 1673), ANH.RA, vol.
1506, pza. 1, fj. 23. La sentencia será favorable a la demandante. Ver también
Araya Espinoza, 2006.
22
«Claudio Jardín contra don Pedro de Olmos, sobre la nulidad de la venta de
un esclavo nombrado Pascual en que incide el artículo de sevicia» (Santiago,
1745), ANH.RA, vol. 2744, pza. 3, fj. 126 (destacados nuestros).

64
Discursos y representaciones de los esclavos negros y mulatos...

se recordará en determinados momentos y, por lo tanto, el entramado


social reconocerá en este amo una mala práctica.
De la misma manera, estos discursos y contradiscursos se fueron
estableciendo en la sociedad chilena y, como se ha mencionado, todos
los sujetos estaban expuestos a ellos. Entre los esclavos negros y mulatos
también recayeron dichos elementos, aunque existió la sensación de
considerarlos un grupo peligroso, inclinado a la ociosidad, la altivez,
el deshonor y la falta de moral, como ya hemos dicho. Es necesario
precisar la contraparte de dicho imaginario, puesto que muchas de las
manumisiones que se dieron durante aquella época correspondieron al
beneficio que entregaban los amos a sus esclavos por las buenas prác-
ticas que ellos habían proporcionado, dejando establecido, por medio
de testamentos o por comentarios a familiares y cercanos, las lealtades,
servicios y buenos tratos que dieron los esclavos a sus amos:

Francisca de Fuenzalida mulata […] luego que yo nací en


servicio del capitán Andrés de Fuenzalida el susodicho hizo
donación a doña Magdalena de Fuenzalida su hija de mí y
en virtud de ella que dicha María Magdalena me crío desde
mi primera edad y por el amor y voluntad que me tenía y por
lo mucho y bien que le serví me prometió mi libertad desde
muchos años antes que muriese tratándome como persona
libre […] mostrándose siempre agradecida y obligada al
amor y cuidado con que yo le servía y asistía a las muchas
enfermedades que padecía y decía a muchas personas no me
tenía en su servicio como esclava sino como su compañera
que lo había sido en sus trabajos por no haber tenido más
criada que yo […]23.

Con estas palabras la mulata Francisca buscaba que se le otorgase


su libertad, expresando para ello la relación de cercanía y amor que
existía entre ama y esclava. Dicha relación estaba basada, según la
propia Francisca, en el hecho de haber sido nacida y criada en casa de
su ama, siendo esta última reconocida en sus buenos servicios por la
red de testigos que se presentaron en su demanda:

[…] la dicha Francisca, así en vida de la dicha su ama como


después de su muerte, ha tenido por sí muchas inteligencias
de buscar la vida por varios modos, sin haber faltado a lo

23
«Francisca Fuenzalida, sobre su libertad» (Santiago, s.d.), ANH.RA, vol. 511,
fj. 1 (destacado nuestro).

65
Katherine Quinteros Rivera

que era el servicio de la dicha su ama y a lo necesario porque


es muy trabajosa […]24.

Con este testimonio podemos decir que se iban reconociendo los


buenos servicios de los esclavos negros y mulatos que cumplían con los
deberes que se habían impuesto sobre ellos, en este caso el de mantener
la esclava a su ama. Dicho mantenimiento se podía expresar en el pago
de un jornal a sus amos, como en el ejemplo anterior, donde Francisca
salía a vender productos a la plaza de la ciudad para entregarle el dinero
y alimento a su dueña, que padecía de muchas enfermedades25.
Es así como en la documentación podemos ir viendo los discursos
que recaían sobre aquellos actores «morenos», discursos que iban
relacionados con la alteridad que existía entre los individuos. Por un
lado, se nos presenta una disertación social sobre el «buen» esclavo, que
hace alusión a los rectos comportamientos, la fidelidad, el buen trato,
los buenos servicios prestados, entre otros elementos. Este discurso va
creando un «deber ser» del esclavo que se va legitimando a lo largo del
tiempo, pero que es negociable para determinados fines. No podemos
olvidar que la documentación judicial nos muestra un mundo subjetivo
que responde a elementos determinados que se enuncian en cada cau-
sa, pero, en su conjunto, podemos comprobar que aquel discurso del

24
Testimonio de doña Magdalena de Barrios, Ibid., fj. 34. En este caso, la parte
contraria intenta alegar que Francisca era una esclava altanera y soberbia,
con el fin de degradar la condición de buena esclava y la imagen que presenta
ella misma, así como la red de testigos que avalan su buen comportamiento,
incluyendo a religiosos. La sentencia indica que Francisca queda en libertad.
25
Testimonio de Jacinto Andrea, escribano receptor: «[…] dijo que este testigo vio
que la dicha Francisca por su inteligencia propia y sin faltar al preciso servicio
de su ama, vendía en la plaza legumbres y empanadas y otras verduras, que be-
neficiaba por sí propia de consentimiento de la dicha su ama […]»: Ibid., fj. 37;
testimonio de doña María Ordoñez, mujer legítima de Melchor Tamayo: «[…]
esta testigo vio que la dicha Francisca siempre estaba ocupada en vender pan y
frutilla y otras cosas de que la dicha su ama tenía granjerías y dicha Francisca
lo hacía con mucho amor y voluntad»: Ibid., fj. 39v; testimonio de Pedro de
Carvajal, mulato esclavo del señor doctor don Alonso de Solórzano y Velasco,
del consejo de su majestad: «[…] este testigo tiene por cierto y sin género de
duda que si la dicha Francisca de Fuenzalida todas las inteligencias y mi Dios
que ha tenido para buscar su huida hubiera adquirido bastante cantidad, no tan
solamente para su libertad si no es para poder libertar a otra persona, porque
siempre la ha visto ocupada en muchas granjerías así en esta plaza como en una
pulpería y todo lo que adquiría lo gastaba y consumía como dicho tiene en el
sustento y vestuario de la dicha doña Magdalena […]»: Ibid., fj. 46 (destacados
nuestros).

66
Discursos y representaciones de los esclavos negros y mulatos...

«buen» esclavo se hace visible y patente a cada momento y podríamos


definirla como un ideal a seguir. Además, dicho discurso no solo es men-
cionado y legitimado por los amos, sino que también por los esclavos
y la serie de testigos que se presentan en cada causa, dado que cada
uno de estos individuos hace mención de los buenos comportamientos
para beneficiarse en los juicios. De modo que el discurso es transversal
y estratégico, afectando a todos los sujetos en la época colonial.
Por otro lado, existe la contraparte: un discurso sobre los «malos»
esclavos, el cual hace referencia a la falta de comportamiento correcto,
soberbia, altanería, falta de sujeción y vicios; tachas que se expresan
entre las personas:

[…] viviendo en la estancia del Parral en casa de don Ber-


nardino Lillan de Vera conoció una negra nombrada Lorenza y
la vio preñada en aquel tiempo y como era tan grande ardilosa
y de mala naturaleza daba a entender a su ama que tenía en
la barriga un gran peso y dicha su ama debajo de una buena
fe y sencillez la toleraba y como en realidad la dicha negra
estuviese ya en días de parir se fingió enferma totalmente y
la dicha su ama porque no se muriese dicha negra la envió
a Rancagua donde había una machi y la llevo el dicho don
Bartolomé quien entonces era un muchacho […] como había
pasado en aquel tiempo ponderando los ardides de la negra
para obscurecer la verdad de su parto, de que colige que el
presente de que se trata haya querido hacer lo mismo según
su mal natural de dicha negra […]26.

26
«Don Bartolomé de Vera con Francisco Rodríguez de Mendoza, sobre María
mulata y derecho de esclavitud» (Santiago, 1719-1722), ANH.RA, vol. 942,
pza. 2, fjs. 7-7v (destacados nuestros). En este mismo expediente podemos ver el
testimonio de doña Isabel Romero, mujer legítima del capitán Joseph Vásquez:
Ibid., fj. 1; y el testimonio de don Bartolomé de Vera: «El capitán don Barto-
lomé de Vera parezco ante vuestra señoría y digo que habrá tiempo de veinte
y ocho años que teniendo en mi casa a Lorenza negra mi esclava y hallándose
preñada y en días de parir, ocultando el parto, parió una mulata nombrada
María, asegurándome a mí que había mal parido y que el parto muerto le ha-
bía enterrado debajo de su cama, siendo así que la dicha negra Lorenza tuvo
parto feliz y que la criatura que fue la dicha mulata María la envió a criar a
un paraje de las Salinas nombrado el cerro Colorado, en donde la criaron unas
señoras nombradas las Arenas con título de expuesta, por haberla arrojado
un mulato nombrado el Viento; y aunque la dicha negra Lorenza ha noticiado
a diversas personas tener una hija en las Salinas nombrada María no ha sido
posible saber su paradero, hasta que habrá tiempo de tres meses que la dicha
mulata nombrada María, estimulada de su conciencia, me vino a buscar con

67
Katherine Quinteros Rivera

Con estos testimonios podemos ver cómo se iban estableciendo


discursos sobre los esclavos que se consideraban de «mala naturaleza»,
que engañaban a sus amos o se fugaban viviendo como libres, sin temor
de Dios. Estas representaciones se instalaron en el imaginario colonial y
fueron alimentando los prejuicios sobre los sujetos de color. No obstante,
al expresarse en contextos judiciales, estos discursos eran coactivos y
persuasivos, pues buscaban representar lo que se quería validar en la
causa enunciada. De modo que eran fluidos, dinámicos, cambiantes,
manejables y muy poderosos, dado que podían perjudicar a los sujetos
que se veían envueltos en ellos tras crear una noción de inestabilidad
y estigma social que era difícil de esquivar. El peso que significaba ser
calificado como un «mal» esclavo traía consecuencias especificas, ya que
provocaba una dificultad al momento de generar su compra y venta,
debido a que socialmente sería reconocido como una persona conflictiva,
problemática, ociosa o incluso traicionera; elementos que con el paso
del tiempo fueron recayendo a su vez en el grupo de «castas», sector
heterogéneo y diverso que cargaría con esta mácula social27.
Si bien estos discursos son visibles entre los amos y los esclavos,
también se van dando entre los otros individuos que conviven con ellos;
nos referimos a un grupo diverso que se presenta en la documentación y
que se engloba en la clasificación de «testigos». Son ellos los que validan
o niegan recuerdos, estimaciones y acciones de los sujetos en cuestión.
Pero dicho grupo es heterogéneo, y en él encontramos a amigos de los
esclavos involucrados en las causas, amigos y parientes de los amos, ve-
cinos y paseantes, siendo también sus calidades bien diferentes: algunos
son indígenas, otros mulatos, pardos o negros esclavos, y además hay
muchos otros que no mencionan sus calidades o bien se van presentando
con distintivos sociales como son el «don» y el «doña», lo que marca
una diferencia y una jerarquía social aparentemente, dado que dicho
distintivo no necesariamente representa un estatus superior del individuo

dos hijos diciéndome que yo era su amo porque así se lo habían asegurado en
el partido […]»: Ibid., fj. 1-1v; y el testimonio de doña María Mercado, viuda
del maestro de campo don Joseph Meneses: «[…] porque habiendo el dicho
don Sebastián de Herrera intentado vender a la dicha su esclava Lorenza la
compró el dicho maestro de campo don Joseph Meneses, marido que fue de
esta testigo, y que al año y diez meses de tenerla en su poder, estando encinta
ya en meses mayores, hizo fuga la dicha negra con un indio que no supo su
nombre, dejando a su marido que era otro indio que lo llamaban Lemutoro,
como sabe esta testigo lo había acostumbrado en otras ocasiones […]»: Ibid.,
fj. 40 (destacados nuestros).
27
Araya Espinoza, 1999.

68
Discursos y representaciones de los esclavos negros y mulatos...

sino más bien es un reconocimiento social negociable que se establece


como real28. En algunos casos, dichas categorías no son expresadas
por un sujeto determinado, pero la sociedad lo reconoce como tal y lo
nombra y designa bajo esa imagen, demostrando con ello la actividad
de los individuos involucrados en la construcción de estas tramas de
representación, que impulsan discursos e imaginarios sociales. Es así
como advertimos que estos testigos son quienes propagan, publican y
transmiten los discursos que legitima el grupo dominante. De este modo,
se instauró una conexión entre los colores y las clasificaciones morales
y sociales que estaban legitimadas por la elite colonial, justificándose
estereotipos que se vinculaban a la imprecisión del abanico cromático
que afectaba a los grupos que conformaban aquella sociedad de castas.
Este discurso imperó durante toda la época colonial, lo mismo que
las estrategias de los sujetos para poder desligarse o diferenciarse de
quienes poseían aquellas cualidades nefastas. De manera que el aparen-
tar se transformaba en una estrategia social, puesto que el disimular iba
desarticulando los límites que se intentaron crear sobre las categorías
diferenciales y las personas se fueron introduciendo en los intersticios
que el sistema propició.
Siguiendo los planteamientos de Foucault podemos ver el poder
que se ejerce por medio del discurso, mostrándonos su fuerza al estar al
otro lado de él, sin haber tenido que considerar desde el exterior cuánto
podía tener de singular, de temible, incluso quizá de «maléfico». Debido
a que el discurso es un canal coactivo y persuasivo de los sujetos, aquel
puede ayudar o destruir a una persona, ya que es dinámico, negociable
y cambiante a través del tiempo. Además, al ser expresado verbalmente
adquiere nociones poderosas, debido a que la oralidad permite la modifi-
cación, la exageración y la subjetividad de los dichos. Al ser transmitidos
oralmente, los sujetos van interviniendo los discursos, los cuales van
fluyendo a través de lo que se busca representar y legitimar con ellos.
Y como bien nos dice Foucault, el discurso «si consigue algún poder,
es de nosotros y únicamente de nosotros de quien lo obtiene». Esto se
debe porque se refuerza por medio del deseo y del poder, elementos que
le entregan una fuerza vital para establecerse y legitimarse como tal29.
De manera que el discurso adquiere poder por medio de los sujetos
que enuncian y de los que lo reciben, transformándose en estrategias
persuasivas de sujetos astutos y activos socialmente. Por lo tanto, la

28
Undurraga Schüler, 2010.
29
Foucault, 2002: 12.

69
Katherine Quinteros Rivera

subjetividad se conecta con la identidad: lo blanco con lo negro, la


lengua propia con la de otro, el adentro del afuera; y, entre líneas, la
hibridez: el esclavo que habla como blanco, o la mulata que pasa y se
presenta como doña o española. Se nos exhiben así escenarios diver-
sos donde los sujetos actúan, entrando y saliendo de las escenas de la
vida diaria, modificando, travistiendo y manipulando situaciones del
cotidiano.

Representaciones sociales.
Apropiaciones de discursos
La representación es una construcción que se genera en base a las
ideas que se van formando las personas sobre determinados elementos.
Por lo tanto, se ve influenciada por los discursos que se establecen.
Como se ha mencionado, en el Santiago colonial se fue instalando un
discurso generalizado sobre los esclavos negros y mulatos, caracterizan-
do a estos sujetos como proclives a las malas prácticas30. Este discurso

30
«Autos de Lorenza negra con don Gabriel Cepeda su amo, sobre malos tra-
tamientos» (Santiago, 1708-1712), ANH.RA, vol. 1838, pza. 4. En los autos
del procurador de pobres podemos leer: «[…] los susodichos [–don Gabriel de
Zepeda y doña María de Olivares–] con poco temor de Dios y en menosprecio
de la real justicia, habiendo muerto el capitán don Julián de la Vega amo de
mi parte, supuso doña María de Olivares viuda del dicho don Julián que la
dicha mi parte había hecho maleficio al dicho difunto y sin más que presunción
temeraria la entregó al capitán don Juan de Zepeda, su primo hermano, que en
la ocasión era alcalde ordinario de la dicha ciudad de La Serena, quien intentó
darle tormentos y como no había causa para ello, aunque la amenazó con el
verdugo y cordeles y pasó a entregarla a don Gabriel de Cepeda, su hermano,
quien la llevó a una estancia nombrada Tuquil, en donde con dos negros le
dieron tormentos que estuvo a punto de perder la vida y para justificación de
ellos podrá vuestra alteza mandar que la reconozca un cirujano en presencia
de el mismo de cámara, porque aún todavía están patentes las señales aunque
porque no supiese la crueldad que se había cometido con mi parte la tuvieron
hecha por mucho tiempo, hasta que estuvo en dicho apremio tiempo de más
de seis meses poco más o menos hasta que pudo parecer en esta Real Audien-
cia, en donde me presenté en nombre de mi parte […]». Autos de Francisco
Rodríguez de Mendoza en defensa de Lorenza negra, Ibid., fjs. 52-52v. Uno de
los testigos afirmaba: «[…] que habrá tiempo de ocho años poco más o menos
que hallándose este testigo en la estancia de Tuquil, en el valle de Limarí, ju-
risdicción de la ciudad de La Serena, donde se hallaba en servicio del capitán
Martín de Iribarren cuidándole de una engorda de chivatos, y un día después
de las ave marías llegó este testigo a la faena de campaña a la población de
dicha estancia a ver su mujer Antonia Cortés, parda libre que servía de ama

70
Discursos y representaciones de los esclavos negros y mulatos...

fue construyendo un prejuicio que se extendió por los grupos bajos y


los mismos individuos se fueron apropiando de dicha representación,
creando jerarquizaciones para diferenciarse entre ellos. Este discurso
se hizo visible en la búsqueda de elementos entre unos y otros para
distinguirse y representarse de forma distinta en la sociedad. Y si bien
el color de la piel, en el caso de los mulatos, se podía diluir producto
del mestizaje, quedaba en el recuerdo un pasado de esclavitud que salía
a la luz en momentos determinados de sus vidas.
La «realidad» de una posición social –como apunta Chartier– solo
es aquello que la opinión juzga que ella es: «era el reconocimiento por
parte de los otros de la calidad de miembro de esta sociedad lo que, en
último análisis, decidía esa misma calidad». Por tanto, la construcción
de la identidad de cada individuo se forma en el cruce entre la repre-
sentación que él da de sí mismo y el crédito que otorgan o niegan los
otros a dicha representación31.
Dentro de esta autopercepción y representación de los sujetos po-
demos ver las dinámicas que la sociedad había ido instaurando, como
se percibe en el caso del esclavo Vicente:

En su final declara que al tiempo de la muerte del padre


de dicha María y habló de dicha Ana reconvenido de parte

al dicho capitán Martín de Iribarren, y en un cuarto que está en el patio de la


población de dicha estancia oyó alaridos y clamores que estaba dando Lorenza
Olivares, negra esclava de doña María de Olivares, viuda del capitán don Julián
de la Vega, y habiéndose acercado al dicho cuarto vio que dentro del estaba el
capitán don Gabriel de Cepeda con los negros esclavos del capitán don Diego
de Rojas, su cuñado dueño de la dicha estancia, dándole tormentos a la dicha
negra Lorenza de Olivares sobre un potro de madera, apretándole y torciéndole
con cordeles de cáñamo por los brazos, muslos y piernas, levantadas las polleras
y descubiertos los brazos, y el dicho don Gabriel de Cepeda, diciéndole a los
negros que le apretasen hasta que confesase o si no que la matasen en el dicho
tormento, por cuanto la dicha doña María de Olivares se las había entregado
e enviándola al dicho don Gabriel de Cepeda para que la matasen por decir
que le había dado veneno a don Julián de la Vega, su marido, de cuyo maleficio
se había muerto, y hallándose en la dicha estancia el capitán don Gaspar de
Esbarrabias, movido de lástima, pidió por la dicha negra y por sus ruegos se
suspendió el castigo, quedando la dicha negra hasta el día de hoy imposibilitada
del uso de las fuerzas naturales […]». Testimonio de Agustín Benites, de color
pardo, que dijo ser libre, Ibid., fjs. 63v-64v. Las citas anteriores nos muestran
que se le atribuye a la esclava una mala práctica –el maleficio y envenenar a su
amo. Véase también «Autos de don Juan Joseph de Silva contra Pedro Serrano,
sobre un esclavo» (Santiago, 1748), ANH.RA, vol. 1176, pza. 2.
31
Chartier, 1992: 98.

71
Katherine Quinteros Rivera

de dicho Vicente declaró que su nieta vivía, con que queda


destruida la baga voz que divulgaron de su muerte a causa
del vergonsón de no tener nieta de negro cuando ellos eran
mulatos blancos, y que esto dio motivo a solicitar no se
casase la dicha su hija y cuando de la probanza dada reluce
que el parto fue el mismo y la misma mulatilla que hoy tiene
la dicha doña Escolástica es sin contravenir el decreto que el
dicho Vicente tiene a ella como su legítimo padre sin que a
esto haga en favor de la susodicha […]32.

La cita anterior nos presenta una situación particular. En este caso,


la demanda es presentada por Vicente Collado, negro esclavo de doña
Francisca de Olivares, quien tuvo una hija llamada Ana con María del
Carmen, quien a su vez era hija de Miguel de Morales y de Angelina
Maluenda, los cuales se presentan en la causa como mulatos «blancos».
Producto de esta relación entre su hija –«mulata blanca»– y un negro
esclavo, nace una niña llamada Ana. Los abuelos deciden quitarle su
hija a María del Carmen y la entregan al cuidado de una «doña» en
el partido de Renca, donde la niña es criada como expósita. El motivo
de dicha situación radica en no tener una vinculación y conexión con
alguien que se encontraba en una condición social inferior a la de los
Morales Maluenda, de manera que ellos buscaron la forma de ocultar
el fruto impuro que se produjo de ese encuentro, divulgando la muerte
de su nieta; situación falsa, pero que se transforma en una estrategia
social que les permitía desligarse de cualquier signo de esclavitud. Al
mismo tiempo, Vicente intentó casarse con María del Carmen, a lo cual
sus padres se opusieron tajantemente, dando cuenta de ello la serie de
testigos que son presentados en el caso33. Esta situación en particular nos

32
«Venta de esclava» (Santiago, 1722), ANH.RA, vol. 1603, pza. 1, fjs. 39v-40
(destacado nuestro).
33
Testimonio del maestro de campo don Melchor del Águila: «[…] dijo que siendo
alcalde este testigo el año de setecientos y veinte y dos se siguió este juicio ante
él y para la justificación del caso hizo parecer a Miguel de Morales y Angelina
Maluenda, padres de María del Carmen, y habiéndoles tomado juramento a
todos declararon debajo de juramento cómo dicha María del Carmen había
parido una hija que en ella tuvo Vicente Collado negro y que a los siete días
de nacida dicho Miguel de Morales la echó en la iglesia por haberse muerto.
A la tercera pregunta dijo que en dicho litigio tuvo noticia cómo estuvo para
curarse dicho Vicente Collado con la dicha María del Carmen y que estuvo
depositada en casa de doña Teresa Cortés y que a fuerza de los empeños que
hicieron sus padres no se efectuó dicho casamiento y que asimismo supo en-
tonces, por habérselo dicho el dicho Vicente Collado, cómo luego que nació

72
Discursos y representaciones de los esclavos negros y mulatos...

lleva a ver las dinámicas que estaban operando en la sociedad colonial


y cómo se fueron jerarquizando los grupos sociales, entregándonos
además una muestra de aquella apropiación de discursos e ideales que
hemos mencionado, y en donde la apariencia jugaba un rol fundamental.
Si bien la niña en cuestión nunca fue abandonada por el padre –puesto
que Vicente la apoyaba con dinero y especies que se requerían para su
sustento–, no tenía acceso a mantener una familia, separando de este
modo un potencial núcleo que, según los actores, era desigual.

Conclusión
Dentro de la documentación judicial podemos ver que existe una
tensión y una oposición entre la realidad y la representación. Sin em-
bargo, ella nos presenta una aproximación a la forma de construirse
socialmente que tenían los sujetos. Si bien la realidad en sí no la podemos
abarcar, tenemos una idea que se manifiesta a través de la representación,
pues esta se basa en una imaginación de los hechos, emanando de las
fuentes el cómo los sujetos sociales piensan y transmiten lo sucedido, lo
cual está disfrazado por proyecciones o ideales que aquellos establecen
como «real». Esta dialéctica es una constante a través de los años, y las
fuentes registran las representaciones sociales que se van dando durante
el tiempo, pues ellas son una construcción discursiva que imprime con-
ceptos e ideas de quienes las producen. Por lo tanto, nos trasladan a los
esquemas de percepción y de apreciación que los sujetos establecen en
el tiempo en el que viven y en base a las relaciones sociales en las que
se ven envueltos, presentándonos las representaciones que generan en

la dicha hija sus abuelos la habían arrojado en el partido de Renca en casa de


doña Escolástica de Chauri y quien asimismo hizo comparecer este declarante
y debajo de juramento declaró dicha doña Escolástica que la mulatilla que
paraba en su poder no era la misma que había parido dicha María de Carmen
sino es otra que no sabía quienes eran sus padres y reconviniéndole con una
memoria de varias cosas que le había dado dicho Vicente Collado así para el
servicio de dicha doña Escolástica como para el vestuario de dicha mulatilla,
algunas cosas negó de las que contenía dicha memoria y las más de ellas con-
cede y preguntándole que si no lo tenía por padre dicha criatura porque había
recibido todo lo que tenía confesado, a lo cual declaró dicha doña Escolástica
que varias veces le había dado al dicho Vicente Collado la dicha mulatilla para
que la trajese a esta ciudad, donde la tuvo algunos días reconociéndola por su
hija […]». Ibid., fjs. 34v-35v. Véase también Undurraga Schüler, 2007 y 2009;
y Valenzuela Márquez, 2005b.

73
Katherine Quinteros Rivera

torno a ellos. Es así que las fuentes nos entregan la significación que
estas representaciones tuvieron en su momento.
Si bien negros y mulatos estaban dentro de la sociedad en un rango
bajo, ellos apelaban a honores cuando estos se veían quebrantados, dife-
renciándose de sus pares cuando una práctica era repudiable por el resto
de la sociedad. Como ha demostrado la historiografía reciente34, el honor
no solo era una representación asociada a las élites, sino que era más bien
transversal a la sociedad y todos los sujetos apelaban a él de una u otra
manera, cuando un patrón conductual se veía quebrantado por un esclavo
–ejemplo de lo cual pueden ser las relaciones ilícitas que mantenían amos
y esclavos o esclavas–, sancionándose socialmente esta práctica no estable-
cida, criticando y apelando a una diferencia entre los sujetos35.
Paralelamente, otros elementos se fueron estableciendo como me-
canismos de diferenciación social, destacando entre ellos el lenguaje,
el movimiento, la gestualidad, la vestimenta y la conducta o compor-
tamiento, a los cuales se les asignaban determinados instrumentos que
se hacían visibles en la vida diaria.

Documentación manuscrita
ANH.RA, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Real Audiencia:
vols. 511, 531, 942, 1176, 1506, 1603, 1838, 2744.

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34
Undurraga Schüler, 2012.
35
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pza. 3.

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Migración forzada y comercio de
esclavos en el Reino de Chile
(Santiago-Valparaíso, 1770-1789)*

María Teresa Contreras Segura

Este estudio pretende analizar algunas de las principales carac-


terísticas de la introducción y comercialización de esclavos de origen
africano en la zona central de Chile durante el período tardo colonial.
Vale decir, la migración forzada de hombres y mujeres en edad adulta,
pero también de jóvenes, niños e incluso ancianos, quienes al momento
de ser vendidos como mano de obra esclavizada fueron descritos por las
autoridades en la documentación colonial con distintos «rótulos», como
negros, mulatos, pardos u otros; esto según el lugar de origen y grado
de mestizaje1. Además, en la práctica de su reconocimiento en el registro
se distinguía como «bozal» al recién llegado de África, como «criollo»
al nacido en América y como «ladino» al que, siendo americano, había
adoptado costumbres hispanas como el manejo de la lengua y el vestir2.
De allí que bajo la perspectiva del comercio se pueda visualizar a la
población jurídicamente cautiva que circulaba de mano en mano entre
la ciudad capital de Santiago y el puerto de Valparaíso; un circuito
que bien podría considerarse como un incipiente mercado esclavista a
escala local. Instancia de intercambio que, aun siendo reducida por su
*
Las reflexiones aquí expuestas forman parte de la tesis de Magíster en Historia
por la Universidad de Chile: Población de origen africano en el siglo XVIII
chileno. Esclavitud, mestizaje y vida cotidiana. Valparaíso, 1750-1820.
1
Sobre la condición jurídica social de los esclavos(as) de origen africano en el reino
de Chile, así como también algunos aspectos generales de la trata y la población
cautiva –como el precio y el trabajo esclavo en la época colonial–, véase Vial Co-
rrea, 1957. Una detallada discusión sobre el «sistema de rótulos» que definía la
práctica social y simbólica de registrar a la población colonial, tanto en documentos
eclesiásticos como tributarios, en Araya Espinoza, 2010: 341-349.
2
Sobre la implantación de la esclavitud urbana en Hispanoamérica colonial a
través de la vida cotidiana, la hispanización y la construcción social de iden-
tidades étnico-culturales en sujetos de origen africano, véase Bernand, 2001:
29-96.

77
María Teresa Contreras Segura

carácter marginal y subsidiario respecto del extenso espacio virreinal,


cuyo núcleo era la ciudad de Los Reyes (Lima) y su puerto del Callao,
formó parte del importante movimiento mercantil que estructuraba el
comercio regional en los siglos XVII y XVIII3.
Más precisamente, en el mercado interno chileno, el espacio de
comercialización de la mano de obra esclava se comprende de mejor
manera con la observación de algunas dinámicas propias de la econo-
mía colonial a escala regional, organizada como tal desde los primeros
tiempos de la presencia hispana y que funcionaba a través de una serie
de actividades productivas compartidas por las provincias que com-
ponían la diversa y vasta zona geográfica desde los Andes peruanos al
sur. Esta área bien puede ser entendida en su carácter surandino, pues
estaba constituida por numerosas localidades portuarias distribuidas
a lo largo de las costas del Pacífico Sur y por centros urbanos que, al
cabo de algunos años, se esparcían por las serranías del llamado «eje
andino»4. Así, surcando el espacio costero y cordillerano del antiguo
virreinato peruano, lentamente se había establecido la intensa actividad
mercantil que regularizaba el tráfico naviero y terrestre y que, entre
otros efectos, satisfacía las operaciones del transporte marítimo y había
creado las rutas necesarias para llevar a cabo la trata que introducía
la esclavitud en Chile5.
3
Un análisis de la estructura y de los principales mecanismos del mercado colonial
chileno desde fines del siglo XVII hasta el primer tercio del XIX –estudiando el
impacto de economías regionales «dominantes», como Lima o Santiago, sobre el
comercio exterior de las regiones subsidiarias, como La Serena y Concepción–,
en Carmagnani, 2001: 37-97, 307-326.
4
Desde el punto de vista de la historia del desarrollo del comercio y los mercados
regionales, esta zona ha sido definida, partiendo desde su consolidación a fines
del siglo XVI y principios del XVII, como el «espacio económico andino» que
sostenía la integración mercantil de los actuales territorios del sur de Colombia,
Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay, Argentina y Chile; argumentando además que
la distancia que separaba a esta región de España y, por ende, el alto costo que se
pagaba en el transporte de las mercancías, fue el mejor «arancel proteccionista»
para su producción interna: Pérez Herrero, 1992: 127-142.
5
La «corriente» del comercio esclavista que llegaba hasta Chile por el Pacífico
Sur se estructuraba, desde la segunda mitad del siglo XVI, en dos situaciones: la
importación directa de esclavos(as) para las Indias desde África y el denominado
«comercio interindiano», que correspondería a una «forma inicial del comer-
cio negrero» en los reinos incorporados más tardíamente al imperio español;
situación determinada primordialmente porque «no existió importación directa
de esclavos, desde sus fuentes de extracción, a algunas provincias como Chile y
Perú»: véase Mellafe, 1959: 156-181. Sobre el desarrollo del concepto aplicado
de forma general a la esclavitud en Hispanoamérica y observado en relación al

78
Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile

Paralelamente, en cada una de las ciudades coloniales que compo-


nían el espacio regional se desarrollaron distintas labores, tanto para la
propia subsistencia y el intercambio con localidades vecinas como para
generar excedentes con que tributar a la Corona, destacándose entre
las más importantes la manufactura textil de los obrajes de Quito, los
astilleros de Guayaquil y la minería de Charcas. Asimismo, para com-
pletar la producción de insumos que requería la vida económica interna
de la región, una incipiente empresa mercantil ganadera se expandía
en los sectores aledaños al Río de la Plata, especialmente en Santa Fé,
Córdoba y Tucumán –por el Norte–, Paraguay, Sacramento y Buenos
Aires –por el Sur–. Una situación que al correr del tiempo facilitó la
conexión comercial del interior rioplatense con el Atlántico Sur e in-
centivó a que, en el año 1776, esta última provincia se convirtiera en
la capital y principal plaza portuaria del nuevo virreinato que llevaría
su nombre6. Por último, siguiendo la ruta meridional del comercio
regional, el complejo mercantil remataba en la Capitanía General de
Chile, que en esa época incluía a la provincia de Cuyo y que, como se
verá más adelante, llegaría a convertirse en un importante eslabón de
las rutas terrestres y marítimas que unirían económicamente el Río de
la Plata con el Perú7.
Durante toda la centuria, pero especialmente en el último tercio del
siglo XVIII, el mercado regional se consolidó como un amplio espacio

contrabando, el sistema aduanero, los mercados y precios de los esclavos(as),


véase Mellafe, 1964: 60-69.
6
Sobre la creación y consolidación de la provincia de Buenos Aires como el nuevo
virreinato del Río de la Plata luego de la crisis peruana, así como también de las
rutas y formas de circulación de mercaderías en el mercado interno establecido
en la zona del Chaco paraguayo y el interior rioplatense, véase Garavaglia,
1983: 381-483. En lo referente a Chile, la creación del virreinato de la Plata
en 1776 significó que se fortalecería una «vía natural» de comunicación entre
la zona central y el Atlántico, pues desde la segunda mitad del siglo XVIII el
establecimiento de un «servicio de correos marítimos» comunicaba a Buenos
Aires con las ciudades de Mendoza, Santiago y el puerto de Valparaíso. Este
fue autorizado no solo para transportar correspondencia sino también algunas
mercancías, excepción a la prohibición que tenían las colonias de comerciar
entre ellas. Así, esta situación coyuntural benefició a la economía chilena, ya
que en 1777 un «auto de libre internación de mercaderías» por Buenos Aires
propiciaba la «unificación comercial de la jurisdicción», eliminando la antigua
prohibición que mantenía ligado el interés de Lima al Alto Perú y el de Chile a
Cuyo: Villalobos, 1965: 48-53.
7
Aspectos generales de la economía interna y rutas comerciales a través del
continente, en Bethell, 1998-2000, III: 175-188.

79
María Teresa Contreras Segura

territorial que dio origen a diversos tipos de relaciones mercantiles, pese


a que las principales actividades productivas se orientaban fundamen-
talmente a satisfacer el autoconsumo a microescala local. Sin embargo,
la gran demanda de productos agrícolas y pecuarios, especialmente
trigo y charqui, eran requeridos por el foco de producción minera que
por excelencia era la zona del Alto Perú, provocando una intensa cir-
culación de gente y mercaderías8. Ciertamente, la minería altoperuana
ejerció la mayor influencia a escala regional en el complejo engranaje
de la economía y el comercio colonial, atrayendo población diversa y
estimulando la evolución política y económica de los incipientes aunque
pujantes centros urbanos del área cordillerana9. Sin embargo, luego del
reformismo borbónico muchas de las gestiones comerciales impulsadas
por las autoridades coloniales para el sector minero estarían destinadas
a compensar los intereses financieros demandados por la metrópoli
hispana, concentrándose primordialmente en el control de la extracción
de metales preciosos a gran escala y en la regulación de la contribución
tributaria al erario de Real Hacienda, pues se esperaba cumplir a ca-
balidad con la necesidad de moneda efectiva que tenía la monarquía10.
En efecto, desde un primer momento, y sobre todo luego del co-
lapso demográfico de la población nativa americana en el siglo XVII,
todas las tareas productivas emprendidas en las colonias demandaron
cada vez y más constantemente una mayor cantidad de mano de obra.
Por este motivo, tempranamente la Corona hispana implementó las
medidas políticas necesarias para proteger al indígena y fomentar
la introducción de esclavos de origen africano, principalmente en la

8
El «espacio económico andino» y su consolidación en el siglo XVIII han sido
explicados como la participación del comercio y la producción agrícola, ga-
nadera y textil en el aumento de la circulación de personas, bienes, metales y
mercancías en función de la expansión de los mercados internos y la aceleración
del tráfico mercantil, principalmente debido al crecimiento demográfico –sobre
todo urbano– y al incremento de la producción minera: Garavaglia y Marchena,
2005: 85-143 y 253-291.
9
Si bien hoy en día esta región se reconoce y define como «espacio económico
andino», también fue denominada en su conjunto como «espacio peruano», un
término utilizado para el análisis de la actividad económica en esta formación
colonial a nivel regional y trabajado por la historiografía americana en las
décadas de 1960 y 1970, época en la que se subrayaba el análisis teórico de los
mecanismos sociales y económicos que sustentaban la circulación de mercancías
y especialización de los mercados locales: Assadourian, 1983: 127-306.
10
Un análisis del reformismo metropolitano desde el centro europeo y sus efec-
tos en el crecimiento económico de las colonias americanas en la periferia, en
Cavieres, 1996: 109-153.

80
Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile

minería y la agricultura11. Ahora bien, el análisis de las perspectivas


de la compra y utilización del trabajo esclavo en el mercado local de
Chile tardo colonial, así como de las posibilidades de su introducción
gracias al desarrollo del transporte marítimo y el perfeccionamiento
de las rutas continentales que estructuraban las complejas redes del
comercio regional, debe considerar no solo la persistencia de la com-
praventa de esclavos(as) desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta
las primeras décadas del XIX, sino también algunas acciones expan-
sionistas y reguladoras del libre comercio colonial que caracterizaron
en este período la política borbónica sobre la trata y su redistribución
en Hispanoamérica. Puesto que las particulares condiciones que regían
al comercio atlántico contribuyeron no solo a posibilitar una mayor
movilidad geográfica de las personas esclavizadas sino también, dada
la mayor frecuencia de los viajes y el aumento de la carga, se agravaron
los apremios físicos que estos recibían mientras duraba el proceso de
migración forzada a través de los dilatados y penosos recorridos que
realizaban por las rutas meridionales12.
Numerosos estudios sobre la historia de la trata esclavista en el
imperio español han comprobado que a nivel global la Corona mantuvo
–o al menos trató de mantener– el control del movimiento naviero entre
Europa y las Indias, reservándose el privilegio de la regulación y otor-
gamiento de permisos dados a particulares o consorcios, peninsulares y
extranjeros, para comprar en las costas africanas lo que comúnmente se
conocía como «mercancía humana» o –como se les llamaba con mayor
frecuencia– «piezas de ébano»13. Paralelamente, se intentó influir, me-

11
Sobre la estructura general del trabajo y la obtención de mano de obra en
América, tanto de indígenas como de esclavos africanos, véase Carmagnani,
Hernández Chávez y Romano, 1999: 177-193. Sobre la consolidación de la
esclavitud de origen africano en Hispanoamérica, véase Mellafe, 1964: 15-29.
Además, en el caso de Chile, se ha destacado el hecho de que a fines del siglo
XVI los primeros esclavos solicitados a la Corona por los conquistadores iban
a ser destinados para la minería de lavaderos de oro del valle central: Mellafe,
1959: 57-65.
12
Características generales de la migración forzada en América, en Konetzke,
1995: 65-75.
13
Desde el nacimiento de la trata negrera en el siglo XVI, los cargamentos de
esclavos(as) en el trayecto que hacían al salir de África, pasando por el registro
de Sevilla y luego a su llegada a los principales puertos conectados con el trá-
fico en Hispanoamérica –como Cartagena de Indias, Portobelo, Veracruz y La
Habana–, eran caracterizados como «piezas de ébano», aunque finalmente se
consolidaría la denominación «piezas de Indias» en la legislación indiana de
fines del siglo XVII: Saco, 1955: 221-254.

81
María Teresa Contreras Segura

diante la tributación pagada por la circulación de los esclavos(as) entre


una plaza y otra, en los precios de comercialización en los puertos de
arribo y desembarco14. De este modo, la historiografía sobre la política
colonial hispana del tráfico y el comercio esclavista coincide en distinguir
tres etapas, aunque no hay consenso total en la periodización pero sí
en su estructura15. Una primera fase se caracterizó por el otorgamiento
de «licencias» a oficiales reales, conquistadores y personas reconocidas
con este beneficio por servicios especiales prestados al monarca, la
cual comprendería casi todo el siglo XVI. Luego le seguiría un largo
período que duró prácticamente todo el siglo XVII y que se mantuvo
hasta fines del XVIII, ensayándose el sistema de «asientos» o contratos
a largo plazo celebrados, bajo términos monopólicos, entre la Corona
española y algunos particulares y/o Compañías. Por lo general, los
primeros eran comerciantes peninsulares, en su mayoría gaditanos, y
las segundas pertenecían a consorcios extranjeros en plena expansión
comercial, ya que frecuentemente las operaciones propias del transporte
de mercancías y personas eran realizadas por navegantes portugueses,
holandeses, franceses y británicos16.
Así, el objetivo principal de la consignación de la trata era que la
monarquía –y no los asentistas– fuera la que determinara los puertos
de entrada y redistribución de esclavos(as), pues se les reclamaba que
siempre se elegía a Veracruz (Nueva España) o a Cartagena de Indias
en detrimento de otras plazas que también necesitaban en América este
tipo de mano de obra. No obstante lo anterior, según lo estudiado, el

14
Particularidades del tráfico atlántico y navíos que transportaban esclavos(as),
detalles de la compra y embarque en las factorías africanas, especialmente las
portuguesas, así como la implantación y demanda de mano de obra esclava,
primero en el Caribe y luego en Hispanoamérica, en Klein y Vinson III, 2008:
29-60. Sobre las formas y la evolución de la trata negrera en Hispanoamérica,
véase Mellafe, 1964: 30-50. El caso de Nueva España a partir de los inicios
y desarrollo de la trata en la península ibérica y la reglamentación del tráfico
hacia territorio novohispano, en Aguirre Beltrán, 1946 [1984]: 15-95. Sobre
el desarrollo del comercio esclavista y su posterior introducción en el Río de
la Plata, específicamente por el puerto de Buenos Aires, véase De Studer, 1984:
43-61.
15
Siguiendo a Molinari [1944] se distinguen tres períodos: «Licencias» (1493-
1595), «Asientos» (1595-1789) y «Libertad de tráfico» (1789-1812): De Studer,
1984: 4
16
Para la expansión del comercio colonial en la España de los Borbones, véase
Bethell, 1998-2000, II: 102-116. El tráfico, las rutas marítimas entre el continente
africano y América, los puertos y mercados esclavistas en África, además de los
precios de la esclavitud en Hispanoamérica, en Mellafe, 1964: 51-59

82
Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile

«asiento de negros» fue utilizado como «punta de lanza» para el tráfico


mercantil y el contrabando por otras coronas europeas, especialmente
Francia e Inglaterra, las que esperaban conquistar comercialmente el
restrictivo mercado peninsular y acceder a las preciadas materias primas
americanas17.
Finalmente, se reconoce una tercera fase en el período que va entre
el último tercio del siglo XVIII y las primeras dos décadas del XIX, un
momento en el que paulatinamente se optó por una «liberalización re-
gulada» del comercio entre España y América, consagrando esta política
imperial en el Reglamento para el comercio libre de 1778 y otorgando
en 1789 la «libertad» del tráfico en las plazas de Cuba, Puerto Rico,
Santo Domingo y Venezuela; una concesión que se hizo efectiva para
los virreinatos de Santa Fe y Buenos Aires por cédula de 179118. Todas
estas disposiciones se llevaron a cabo en el conjunto de las reformas
impuestas por los Borbones, aunque no sin mayores contratiempos
por el clima de beligerancia política que imperaba entre las potencias
dominantes en el sistema económico europeo del período19.
A partir de estos antecedentes, y considerando una serie de datos
correspondientes al último tercio del siglo XVIII, se analiza la situa-
ción particular del mercado esclavista local de Chile en función de las
dinámicas regionales para la circulación de los esclavos(as) de origen
17
Para una descripción general de las etapas en la comercialización de esclavos,
véase Mazzeo de Vivó, 1993: 151-154. Un análisis del asiento negrero en el
Perú, así como del cambio de las rutas monopolistas del eje Panamá-Callao a
los navíos de registro por el Cabo de Hornos, con la introducción de esclavos
por Buenos Aires, considerando las repercusiones que tuvieron las medidas
tomadas por la corona española entre los comerciantes y hacendados limeños,
en Tord Nicolini, 1969: 72-77. Sobre la evolución de tráfico de esclavos en el
virreinato peruano, Flores Guzmán, 2003: 12-14. Y para aspectos generales del
comercio ilícito entre el Río de la Plata y Chile durante el siglo XVIII y un aná-
lisis de la posible intensidad del contrabando practicado por las embarcaciones
pertenecientes a las compañías asentistas francesas e inglesas, Villalobos, 1965:
19-37.
18
Sobre las consecuencias políticas y económicas del libre comercio entre España
y América, así como de la liberalización de la trata para Buenos Aires, Chile y
Perú, véase Villalobos, 1965: 54-60 y 66-69.
19
La crisis económica de la última década del siglo XVIII, producto de las suce-
sivas guerras con Gran Bretaña y Francia, sacudió las bases del intercambio
imperial, provocando fuertes transformaciones en el tráfico colonial. Situación
que incluso repercutió en los poderosos comerciantes gaditanos, quienes soli-
citaron al monarca su autorización para recurrir al «comercio de neutrales»,
solución que involucró a operadores navieros norteamericanos, escandinavos
y hamburgueses: Asdrúbal Silva, 1984: 192-195.

83
María Teresa Contreras Segura

africano cuando las reformas borbónicas marcaban el ocaso del siste-


ma de monopolio económico metropolitano con la reglamentación del
libre comercio y la concesión de la libertad de la trata en las colonias
americanas. A saber, se estudia el pago de la imposición del derecho de
alcabala en el conjunto de razones emitidas durante el quinquenio de
1773-1778 y remitidas a la Real Hacienda en Santiago, documenta-
ción que se encuentra en el fondo Contaduría Mayor (Segunda Serie)
del Archivo Nacional Histórico; como también se revisan contratos
de compraventa de esclavos(as) registrados entre 1770 y 1789 en los
sucesivos «cuadernos» de Escribanía Pública conservados en el fondo
Notarios de Valparaíso, del mismo repositorio. Cabe aclarar que este
período sería coyuntural para la vida social y económica en la colonia
chilena, pues con la creación del virreinato de La Plata en 1776 se
reavivó el tránsito por la ruta continental que empleaba el paso cordi-
llerano de Uspallata y las redes mercantiles que comunicaban a Buenos
Aires, Mendoza, Santiago y Valparaíso con El Callao (Lima). Así, pues,
luego de la citada promulgación del Reglamento de 1778 se allanaba
el camino para el arribo de embarcaciones extranjeras que usaron los
puertos rioplatenses –Montevideo y Buenos Aires– como puerta de
ingreso para nuevos contingentes de esclavos importados directamente
de África o Brasil, especialmente de la zona de Río de Janeiro, cuyo
principal mercado de destino era el virreinato del Perú20. Razón por la
que, para conseguir este fin, prácticamente todos tendrían que cruzar
y pasar por Chile, ya fuera por tierra o por mar.
De hecho, al revisar la documentación correspondiente a las
postrimerías del siglo XVIII se evidencia que la introducción y comer-
cialización de la esclavitud africana en el mercado local, en general,
estuvo destinada al servicio doméstico. Además, parte de la información
obtenida registró que la «corriente» de la trata que venía desde el Río
de la Plata con rumbo al virreinato peruano estaba en su mayoría con-
signada a satisfacer al mercado limeño urbano y rural. Por eso la ruta
continental asumía al circuito entre Santiago y Valparaíso como un lugar
que articulaba el comercio atlántico con el Pacífico Sur, apoyándose a
su vez en el tráfico que venía por el Cabo de Hornos, ya que el puerto
era prácticamente una escala obligada de reabastecimiento de agua y

20
Los cambios en la estructura del comercio de esclavos en la segunda mitad del
siglo XVIII y los efectos que tendría el fracaso del sistema general de asiento
para el mercado del Perú virreinal con el advenimiento de la libertad de tráfico
y la habilitación del paso por Buenos Aires, en Flores Guzmán, 2003: 14-17.

84
Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile

alimentos. Por tanto, a juzgar por lo encontrado en las fuentes, se podría


pensar que los mercaderes chilenos no siempre participaron del comer-
cio esclavista solo como meros intermediarios entre los compradores
limeños y los asentistas bonaerenses, sino que también pudieron haber
actuado como verdaderos agentes mercantiles, haciéndose cargo de
una parte del contingente esclavo que circulaba por territorio chileno21.
Lamentablemente, el papel del comerciante criollo en la trata esclavista
global aún no ha sido investigado para el siglo XVIII, al menos no con
la profundidad con que se ha trabajado para Lima y Buenos Aires22.
Con todo, si bien preliminarmente, al observar los trámites del co-
mercio esclavista registrados en las imposiciones de alcabala de Santiago
y los contratos de compraventa de Valparaíso23, se ve que la mayoría de
las relaciones mercantiles vinculaban comercialmente a los personajes
más influyentes de la sociedad chilena de la época. Vale decir, autori-
dades coloniales como magistrados, gobernadores, oficiales militares,
sacerdotes u otros, quienes negociaban con mercaderes emergentes y
diversos particulares, en especial mujeres, todos los cuales pertenecían
a las más notables familias criollas. Asimismo, por lo común, junto
con adquirir esclavos(as) que venían desde fuera de Chile, también se
traspasaban unos a otros no solo los que les habían pertenecido por
poco tiempo, sino también aquellos que les habían servido por años
e incluso niños «nacidos y criados» en sus propios hogares. Por esto,

21
La relación entre la estructura del comercio y la trata negrera en Chile desde
la segunda mitad del siglo XVI hasta principios del XVII, en Mellafe, 1959:
182-206. Una visión general del tráfico negrero en el Chile en el siglo XVIII,
en Dubinovsky, 1991.
22
Véase el estudio de las vinculaciones entre el Consulado del Comercio y los
asentistas de Lima, en Tord Nicolini, 1969; Flores Guzmán, 2003. Comercian-
tes limeños implicados en la introducción de esclavos para el trabajo agrícola,
destinados principalmente a los ingenios azucareros de los valles de la costa
peruana, en Mazzeo de Vivó, 1993: 164-165. Para la misma época, analizando
la trata esclavista en el Río de la Plata desde la perspectiva del tráfico naviero
y las ordenanzas marítimas que regularon la navegación de los operadores
franceses e ingleses y la internación de esclavos(as) en el Atlántico Sur, véase
De Studer, 1984: 87-102 y 255-322.
23
Aunque fragmentarios por problemas de extravío, desorden y mala conservación
de la documentación, los datos fueron extraídos de libros originales donde se
guardan sucesivamente los «cuadernos» que pertenecían al escribano público
de Valparaíso, por lo que se han revisado los volúmenes correspondientes a:
Lázaro de Meza (ANH.NV, vol. 16: 1772-1779), Juan Clemente Morales (ANH.
NV, vol. 15: 1762-1775; vol. 17: 1776-1783; y vol. 19: 1784-1789) y Eduardo
José de Meza (ANH.NV, vol. 18: 1778-1784).

85
María Teresa Contreras Segura

al concretar el trato de compraventa se especificaba si estos tenían o


habían padecido dolencias crónicas, si alguna vez habían contraído
alguna enfermedad contagiosa, si tenían buen o mal carácter en general
y si su comportamiento individual era adecuado a su condición servil
–es decir, si alguna vez habían sido acusados de ladrones o cimarrones.
Valiosa información que fue recogida en las fuentes como «tachas y
vicios,» pues ayudaba a establecer un precio de venta en función de
las condiciones del mercado local. Sin embargo, estudiando con más
detalle las prácticas de compraventa de mano de obra esclava, se aprecia
cómo también se transaban aquellos individuos que habían pertenecido
por más de una generación a algunas familias, puesto que habían sido
entregados como parte de una dote o legados como herencia que se
sumaba a los bienes patrimoniales24.
Efectivamente, en las fuentes se refleja el interés que existía en
Chile por la compraventa de esclavos(as) para el servicio doméstico,
pues aparecen los nombres de varios vecinos notables que participaban
de este mercado, aunque esto no significa que se dedicaran al comercio
esclavista propiamente tal, dado que también el involucrarse en estas
actividades pudo no ser más que un hecho circunstancial. De ahí la
necesidad de profundizar la investigación sobre el mercado esclavista
chileno, ya que es más factible pensar que el deseo de los patricios
criollos por usufructuar de la servidumbre esclava pudo deberse a un
paulatino incremento del tráfico hacia Chile que rebajó los precios de
venta. Además, cabe hacer notar que esta situación coyuntural pudo
dar pie al crecimiento progresivo de la población de origen africano
«criolla» o local, debido a que el desarrollo mercantil a nivel regional
facilitó su desplazamiento desde y hacia los principales centros urbanos
de la época. Motivo por el que nos hemos concentrado en rearmar el
tráfico y comercio esclavista en el circuito Santiago-Valparaíso, identi-
ficando las transacciones que abastecían no solo al restringido mercado
de la esclavitud doméstica –tanto en la capital como en el puerto– sino
también, y aunque solo sean en menor medida, algunos negocios que
tenían por objeto proveer a la aristócrata sociedad limeña25. Ya que,
como lo ratifica el relato decimonónico de Benjamin Vicuña Mackenna,
el virreinato peruano era un verdadero «mercado doméstico» para Chile,
24
Amunátegui Solar, 1922; Vial Correa, 1957: 158-162.
25
Una descripción y análisis de la esclavitud urbana, especialmente del trabajo
doméstico y de las dinámicas que sustentaban la relación amo(a)-esclavo(a) en
el virreinato peruano, tanto en la época colonial tardía como en la republicana
temprana, en Aguirre, 1995: 149-165; Aguirre, 2005: 73-100.

86
Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile

toda vez que Lima se habría convertido en una «gran feria de esclavos
desde que hubo agricultura»26.
Más en concreto, con el desarrollo de la historiografía sobre la
esclavitud en el Perú se ha comprobado que en el período tardo colo-
nial el mercado limeño estaba muy poco abastecido del tráfico a gran
escala27. En otras palabras, a pesar de la gran necesidad de esclavos(as)
y el flujo constante hacia El Callao de embarcaciones con «bozales»
importados directamente de África, pocas veces llegaron navíos con
partidas de más de cien «piezas», cantidad insuficiente para abastecer
las necesidades del trabajo agrícola en los valles del centro peruano28.
El problema tenía su origen en una serie de circunstancias de coyun-
tura política que se combinaron en esta época, pues a la creación del
virreinato de La Plata en 1776 se sumaba la relativa lejanía de las rutas
de la trata de su principal puerto en el Pacífico, El Callao, que daba la
espalda al comercio atlántico, reorientando definitivamente en favor
de Buenos Aires el papel que este núcleo había tenido desde fines del
siglo XVI como «centro distribuidor» de insumos y mano de obra para
la minería altoperuana29. Por consiguiente, y a raíz de estos eventos, la
sociedad limeña enfrentó una verdadera «escasez de negros», situación
aún más agravada por las dificultades que soportaba la propia trata
para introducirlos al Perú por Cartagena de Indias, las pocas posibili-
dades de abastecer el tráfico por Panamá y las constantes guerras que
involucraban a España con otras coronas europeas, que ahora eran sus

26
Vicuña Mackenna, 1872: 288.
27
El predominio de las operaciones a pequeña escala, de uno a dos esclavos,
efectuadas en el virreinato peruano del período tardo colonial, era «abruma-
dor»; tanto que llegaba al punto de representar el 88,1% de las registradas en
los pagos de Real Aduana y tributaciones de las Cajas Reales de Lima y Paita:
Flores Guzmán, 2003: 22.
28
En el período 1792-1803 se compraron en Buenos Aires 2.989 esclavos(as)
destinados a Lima. Sin embargo, de las 37 compras efectuadas por remate, 30
de estas se hicieron en partidas de menos de 100 «piezas» y las 7 restantes co-
rresponden a grupos de 100 o más, siendo la más grande de solo 285 «piezas»:
Mazzeo de Vivó, 1993: 164. Así, a partir de la revisión de la «Visita General del
Perú (1777-1785)», un estudio de la importancia económica de la trata negrera
en el virreinato peruano de la época tardo colonial demuestra el problema que
planteó para el comercio negrero el pago de la renta de alcabala –ya que el
Consulado de Mercaderes de Lima solicitaba rebajar este pago dado su exiguo
número y altos precios de venta: Tord Nicolini, 1969: 71-73.
29
Tord Nicolini, 1969: 74; Flores Guzmán, 2003: 20-21.

87
María Teresa Contreras Segura

rivales pero que antes habían sido sus principales operadores marítimos:
las monarquías de Gran Bretaña y Francia30.
De este modo, la corriente de la trata procedente del Río de la
Plata, mantenida en una situación marginal hasta el último tercio del
siglo XVIII, experimentó un positivo avance cuando las mencionadas
disposiciones del libre tráfico del año 1791 consolidaron en el Atlánti-
co a los puertos rioplatenses como los nuevos centros de procedencia,
transferencia y redistribución de esclavos(as) con destino al mercado
peruano31. Así, según lo referido antes, el tráfico negrero de Buenos Ai-
res hacia Lima tenía como principal circuito comercial a Chile central,
alcanzando su máxima expresión en este período y convirtiéndose en
una verdadera posibilidad de acumulación mercantil para varios co-
merciantes peninsulares y criollos32.
Paralelamente, en la información de los cuadernos de Escribanía
de Valparaíso, los contratos de compraventa realizados por «escritura
simple» –levantada con acuerdo de ambas partes ante un escribano
público– muestran que hacia el fin del siglo XVIII aumentaron las
gestiones de algunos propietarios para conceder «poder de venta» en
favor de pilotos y maestres de los «navíos de registro» que viajaban
desde allí con destino al Callao. Puesto que, en general, los documentos
señalan que estos eran residentes del puerto, de lo que se deduce que eran
30
Problemas en la economía agrícola del valle costero peruano a raíz de la carencia
de esclavos(as), en Tord Nicolini, 1969: 76. Repercusiones de la guerra contra
Inglaterra en 1796 para la navegación trasatlántica y el comercio colonial
peruano, en Flores Guzmán, 2003: 37.
31
Sobre empresas y empresarios esclavistas en el Perú y sus ensayos para reo-
rientar el tráfico del Caribe hacia el Atlántico Sur a partir de 1770, así como
también las dificultades que experimentaron las Compañías a gran escala para
introducir mano de obra esclava proveniente de Brasil, véase Flores Guzmán,
2003: 31-39.
32
Cabe aclarar que la denominada «libertad de la trata» no significó que quien
quisiera y tuviera capital suficiente pudiera llevarla a cabo, pues de todas formas
se debía contar con un permiso o licencia real para efectuar la transacción. Por
esto las relaciones de parentesco, las vinculaciones con la Corona y la cercanía
al poder monárquico jugaban un rol importantísimo. Así, algunos comerciantes
peninsulares que prestaban servicios al monarca eran recompensados con pri-
vilegios exclusivos para este comercio, asociándose con operadores o factores
bonaerenses o limeños y disfrutando de grandes beneficios económicos. Tal es
el caso del comerciante gaditano José Antonio Lavalle y Cortés, quien en 1783
consiguió un contrato de compra del mercader peninsular Bruno Pereira para
introducir por Montevideo 800 esclavos –mitad hombres y mitad mujeres– a
quienes llevaría a Lima por la cordillera de los Andes, operando con contactos
en Buenos Aires y Lima: Mazzeo de Vivó, 1993: 158-159.

88
Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile

navegantes que conocían bien a los vecinos porteños y habían ganado


su confianza como para funcionar como «apoderados» en el mercado
limeño y ofrecer al esclavo(a) en el «mayor precio» posible. En efecto, la
eventualidad de hacer un buen negocio y obtener beneficios personales
gracias a este tipo de comercio sin duda debió provocar más de alguna
expectativa entre los señores criollos que pretendían ver aumentado
su patrimonio personal y familiar. Situación que obviamente generó
más posibilidades para que personas esclavizadas que residían en Chile
fueran vendidas en el Perú33.
Respecto a la ruta continental por Chile central, se puede pensar que
los esclavos(as) registrados a fines del siglo XVIII en los pagos aduaneros
solo estaban de paso por el circuito que unía Santiago y Valparaíso34,
pues llegaban desde el Atlántico y el interior del río de la Plata cruzando
la extensa vía terrestre que articulaba comercialmente Buenos Aires con
Santiago, luego de largas caminatas junto a las caravanas de mulas que
recorrían la provincia de Cuyo (Mendoza)35. La travesía demoraba dos
semanas por la pampa para luego hacer el tortuoso cruce de la cordillera
de los Andes por Uspallata, un recorrido de cuatro días a caballo y dos
de a pie, marcha que a veces algunos esclavos(as) no eran capaces de
terminar pues desfallecían y morían de hambre o frío. Luego, una vez
llegados a Santiago, estos podían ser remitidos al Perú o venderse en el
mercado local. Además, cuando el trayecto se hacía en barco, solo los
más fuertes físicamente sobrevivían al hacinamiento, las enfermedades
y los riesgos propios de la travesía marítima, un viaje que demoraba
varias semanas, rodeando el extremo sur del continente por la difícil

33
Según los datos proporcionados por Mazzeo de Vivó, en un período de treinta
años (1779-1809) llegaron al puerto del Callao 2.261 esclavos procedentes del
puerto de Valparaíso y solo cuarenta que venían por el norte e ingresaron por
el puerto de Paita: Mazzeo de Vivó, 1993: 165.
34
El ingreso a Santiago de esclavos(as) procedentes de Buenos Aires entre 1775 y
1785 –exceptuando el año 1779, pues no tiene datos– muestra la entrada por
la aduana de Uspallata de 4.189 esclavos de la trata y 172 acompañantes «de
servicio» que viajaban junto a sus amos(as). De los internados por la trata, 471
(11,2%) entraron entre 1775 y 1778, mientras que los 3.718 restantes (88,8%)
lo hicieron entre 1780-1785: Gabetta, 2001: 31-32.
35
Sobre la procedencia, travesía y recepción en Buenos Aires de los navíos cargados
con esclavos(as) en el siglo XVIII, véase De Studer, 1984: 326-327. Además, para
la expansión del comercio naviero entre Buenos Aires y las costas chilenas del
Pacífico en el siglo XVIII, principalmente Valparaíso, revisar Villalobos, 1990:
71-78; y un mapa con las rutas oceánicas septentrionales, la ruta meridional
del Cabo de Hornos y las rutas continentales, en Mazzeo de Vivó, 1993: 173.

89
María Teresa Contreras Segura

ruta del Cabo de Hornos36. Así, en lo correspondiente al relativo auge


comercial de Valparaíso en esta época, estudios recientes indican la
existencia de un mercado interno regional que unía al Río de la Plata,
Chile y el virreinato peruano, pues se ha analizado la triangulación de
los vínculos políticos y mercantiles entre los comerciantes hispanos y
criollos chilenos, bonaerenses y limeños37.
Así, en primera instancia a nivel local, el registro del pago de alca-
bala por concepto del comercio esclavista da una visión general de la
circulación de los esclavos(as), tanto en transacciones hechas por grupos
como de forma individual, reflejando que en ocasiones la compraventa
se realizaba entre amos pertenecientes al mismo entorno urbano, sobre
todo en Santiago y Valparaíso, pero que también se hacían ventas entre
vecinos de ciudades distintas. Ello implicaba que los potenciales com-
pradores se fueran a lugares donde había disponibilidad para adquirir
este tipo de sirvientes, llegando a formalizar negocios incluso a escala
regional. Se analiza, entonces, una pequeña serie de pagos de derechos
por ventas efectuados entre 1773 y 1778 a la Real Hacienda38, pues
este es el período inmediatamente anterior a la regulación del comercio
libre entre Europa y América y a la liberación del tráfico (Cuadro 1).

36
Valparaíso servía de entre-port o puerto de recalada de la vía del Cabo de
Hornos: Flores Guzmán, 2003: 21.
37
Sobre la creación del virreinato de Buenos Aires y el Reglamento del Comercio
Libre del año 1778, que trajo la «ruina de los comerciantes» y las protestas de los
comerciantes chilenos y del consulado de Lima, véase Villalobos, 1990: 96-114.
El comercio trasandino durante el siglo XVIII y el rol del valle del Aconcagua
en el triángulo comercial de Buenos Aires-Santiago-Lima, en Cubillos Meza,
2011: 219-234.
38
Una definición de alcabala es: «derecho cobrado sobre el valor de todas cosas
muebles, inmuebles y semovientes que se venden o permutan. […] Recaía sobre
el precio de la cosa vendida o sobre el valor de las cosas trocadas, como en el
caso de las permutas»: Silva Vargas, 1965: 238. Pues bien, si en el siglo XVI la
Corona dejó a Chile exento del pago, para 1660 se reintroducían impuestos de
importación y comercialización de mercancías. Por esto, a fines del siglo XVII,
luego de modificar y ajustar el valor del gravamen, el pago de alcabala del 4%
sobre el valor final de la transacción era obligatorio. Así, el pago se efectuaba
cuando se cerraba el trato entre vendedor y comprador o, en el caso que nos
ocupa, cuando se establecía el valor final de la «pieza» o tasación del esclavo(a):
Vial Correa, 1957: 95-101. Para la evolución del cobro de impuestos sobre
importación de bienes europeos y americanos, tanto de la alcabala como del
almojarifazgo, véase Carmagnani, 2001: 40-42.

90
Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile

Cuadro 1
Venta de Esclavos(as) individual y en grupos
(Santiago, 1773-1778)

Nº de ventas en relación al nº de Total


esclavos(as) vendidos Total
Año esclavos(as)
ventas
1 2 3 4 5 6 7 vendidos
1773 45 8 1 0 0 1 0 55 72
1774 56 7 0 2 0 0 0 65 78
1775 78 5 1 0 0 0 1 85 98
1776 76 7 1 0 1 0 0 85 99
1777 – – – – – – – – –
1778 46 5 1 0 0 0 0 52 58
Total ventas 301 32 4 2 1 1 1 342 405

Fuente: «Alcabalas de imposiciones de censos, ventas de esclavos y fincas, y remates


públicos», ANH.CM, Segunda serie, vols. 695, 696, 697, 698 y 700. Cabe señalar
que para el quinquenio estudiado no hay datos disponibles para el año 1777, debido
a los severos daños de conservación del original que hicieron imposible su revisión.

Según lo estudiado, en 342 ventas registradas en Santiago por la


«razón» del pago de alcabala, solo 41 transacciones (12%) se hicieron
por grupos de esclavos –de 2 a 7 piezas cada uno– mientras que las 301
ventas restantes (88%) involucraron solo un esclavo(a), con lo cual se
comprueba la supremacía del tráfico negrero a microescala en la región.
Asimismo, en el quinquenio investigado, si bien se registraron 342
pagos de tributación, existe una diferencia con la cifra de esclavos(as)
efectivamente vendidos: un total de 405 piezas. Como se puede apre-
ciar en el Cuadro 1, esto se explica por la modalidad de negociar por
grupos o «partidas», pues quedaban registrados en una sola «razón»
de pago, a pesar de que incluyeran a más de una persona; lo que ade-
más demuestra la tendencia del mercado interno chileno a practicar el
comercio esclavista en pequeña escala. Por lo que es necesario observar
el equilibrio entre los sexos de los esclavos(as) al momento de la venta
para analizar cuál de los dos predominaba (Cuadro 2).

91
María Teresa Contreras Segura

Cuadro 2
Ventas según sexo
(Santiago, 1773-1778)

Ventas
Año Total
Hombres Mujeres
1773 48 24 72
1774 49 29 78
1775 70 28 98
1776 56 43 99
1778 32 26 58
Total 255 150 405

Fuente: ver cuadro 1.

En el Cuadro 2 se demuestra que los varones se vendían más,


debido a que de un total de 405 esclavos(as) vendidos casi dos tercios
eran hombres, ya que en un 63% de los negocios se prefería al varón
por sobre la hembra; ellas solo llegaron a ser un 37% del total de las
transacciones estudiadas. Tal situación se explica por lo antes expuesto,
pero también por la poderosa atracción que ejercía el mercado limeño
sobre el trabajo esclavo masculino. De ahí la necesidad de venderlos
en «partidas» o grupos, aunque como ya se ha visto ninguno de estos
superó las siete «piezas». Pero, además, se debe considerar que algu-
nas esclavas se vendían «con cría» para aumentar su valor: el 4% de
alcabala se pagaba sobre el precio convenido por los contratantes, de
lo cual se infiere que la vigencia del valor comercial del esclavo(a) en el
mercado local –en este caso, en Santiago antes de la regulación del libre
comercio– debería estar dada por el promedio alcanzado en particular
por cada sexo. Es así que se han estudiado los precios diferenciados por
género para dar una idea de cómo se cotizaba la esclavitud en el mercado
santiaguino, ya que esto pudo influir más o menos en la circulación de
los cautivos(as) entre Santiago y Valparaíso, así como también en que
hubieran mayores o menores posibilidades para su traslado entre Bue-
nos Aires, Chile y Perú, debido a la migración forzada a la que podrían
estar sometidos por su estatuto jurídico39.
De esta forma, según los datos arrojados por los pagos de alcabala,
el precio promedio de una esclava era, aproximadamente, de 287 pesos,
39
De Studer, 1984: 327-329.

92
Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile

variando desde los 93 pesos –el guarismo más bajo del quinquenio pa-
gado por una «mulata», en junio de 1775– a los 600 pesos –el mayor
valor cancelado en diciembre de 1774, también por una «mulata»–,
negociándose por concepto de las 150 mujeres transadas durante el
quinquenio un total de 40.240 pesos. Así bien, en el caso de los 255 va-
rones vendidos, la menor cifra convenida fue de solo 50 pesos –pagados
en octubre de 1775 por un «negro muy viejo»– mientras que el precio
más elevado que se pagó por un hombre esclavizado fue de 475 pesos.
De esta manera, estos se cotizaron en promedio en 248 pesos, una cifra
menor que la de las mujeres, aunque por el mayor volumen total de
ventas alcanzó la no despreciable suma para la época de 63.083 pesos.
Sin embargo, como se ha dicho desde un principio, el precio de mer-
cado para el servicio doméstico esclavizado dependía tanto del sexo y la
edad del individuo como también de su procedencia y calidad –«bozal»,
«criollo» o «ladino». Aquello se debía a las ciertas características que
asociaban el buen o mal carácter y comportamiento del esclavo(a) a la
pertenencia a una determinada «casta» o «nación»40, así como también
porque existía el prejuicio de que la inclinación a ser cimarrón o ladrón
dependía del grado de mestizaje41. Razón por la que se mostrará esta
dinámica en las ventas de esclavas en el mercado santiaguino.

Cuadro 3
Ventas de mujeres esclavizadas y mestizaje
(Santiago, 1773-1778)

Año Esclavas Negras Mulatas Total

1773 7 8 9 24
1774 5 13 11 29
1775 3 16 9 28
1776 3 16 24 43
1778 11 9 6 26
Total 29 62 59 150

Fuente: ver cuadro 1.

Ahora bien, es importante aclarar que la denominación «esclavo(a)»


se ha tomado aquí como una categoría en sí misma y distinta a las de

40
Bernand, 2009: 30-34.
41
Flores Guzmán, 2003: 23-24.

93
María Teresa Contreras Segura

«negro(a)» y «mulato(a)», pues en la ausencia de otros apelativos re-


lativos al origen africano –como «casta congo», «natural de Guinea»
o simplemente «Angola,» que así aparecen en fuentes como el archivo
parroquial o los protocolos de escribanos– se dedujo que lo que po-
siblemente definía a estos sujetos en el contexto del comercio local, a
partir del análisis de las anotaciones por concepto del pago de alcabala,
en definitiva fue la condición que los reducía jurídicamente a «objetos
semovientes.» Es así que en la mayoría de las ventas por grupos aparecen
meramente como «piezas de esclavos». De este modo, en el Cuadro 3 se
puede ver cómo el mayor volumen de venta de esclavas se produjo en
el año 1776 (29%), manteniéndose relativamente parejo en los demás
años del quinquenio y siendo las denominaciones étnico-raciales de
«negra» (39%) o «mulata» (41%) los apelativos más empleados, en
vez de usar solo la categoría de «esclava» (19%).

Cuadro 4
Ventas de hombres esclavizados y mestizaje
(Santiago, 1773-1778)

Año Esclavos Negros Mulatos Total

1773 22 16 10 38
1774 24 13 12 37
1775 20 29 21 49
1776 11 24 21 35
1778 10 11 11 21
Total 87 93 75 255

Fuente: ver cuadro 1.

Sin embargo, como se puede apreciar en el Cuadro 4, el registro de


alcabala muestra que las oportunidades de venta para los varones se in-
tensificaron dos años antes que para las féminas y, aunque solo llegaron
al 27,5% del total de las ventas, se repartieron de manera más o menos
equitativa durante los demás años del quinquenio, con la salvedad del
año 1778 en que llegaron solo al 12,5% del total de ventas efectuadas.
Además, al observar cómo se les distinguía en los documentos estudia-
dos, se puede decir que a los hombres se les registró con un grado menor
de mestizaje que a las mujeres, pues se les reconocía en gran parte solo

94
Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile

como «esclavos» (34,1%) junto a un porcentaje mayor de los que eran


llamados «negros» (36,5%). En cambio, fueron menos los reconocidos
como «mulatos» (29,4%); un concepto asociado al origen mezclado o
«híbrido»42. Y además, si bien hay un porcentaje pequeño de niños y
niñas esclavizados –«mulatillo(a)»– en general no se especifica su edad,
por lo cual dificulta mucho el realizar un estudio más detallado sobre
el tráfico y la esclavitud infantil con esta fuente colonial, aunque esto
sí se podría lograr usando los detallistas protocolos notariales.
No obstante, se ha podido observar que en las «razones» de Con-
taduría Mayor se consignaban no solo las transacciones derivadas de la
actividad económica dependiente de la esclavitud, sino que además otro
tipo de operaciones. Por eso se coteja en los documentos tributarios la
magnitud alcanzada por el comercio esclavista frente a otros negocios
como la «venta» de bienes raíces –inmuebles, ganados o terrenos–, la
adjudicación del «remate» de variadas mercaderías o «efectos de Cas-
tilla», e incluso de cargos de función pública como el propio cobro de
la alcabala o la mantención de la Recoba, así como también aparecen
la cancelación del impuesto por beneficios como el «recibo» de bienes
heredables o testamentarios, y por el «censo» o hipoteca sobre un bien
inmueble o un «pedazo de tierras». De este modo, al comparar las ac-
tividades registradas se comprende mejor el funcionamiento económico
de Chile en el período tardocolonial, obteniendo una imagen del flujo
de las compraventas de esclavos(as) en paralelo con otros «ramos»
insertos en el mismo mercado local.

42
Sobre el concepto de «estatus híbrido» del mestizo entregado desde la antro-
pología social, véase Bernand, 1999: 61-84; Bernand, 2001: 11-25.

95
María Teresa Contreras Segura

Cuadro 5
Comercio esclavista y otros ramos tributables.
Imposiciones de alcabala
(Santiago, 1773-1778)

Pagos (pesos de ocho reales)


Ventas Remates Recibos Obligaciones

Mercadería
Año
Esclavo(a)

Inmueble

Herencia
Terreno

Interés
Censo
1773 18.904 5.370 316.918 18.491 6.600 29.233 600
1774 21.855 3.500 39.763 17.791 72.099 33.401 -
1775 25.584 43.048 29.959 - 183 18.010 -
1776 22.960 53.828 25.458 - - 29.839 -
1778 12.845 12.650 35.993 15.804 7.467 34.326 -
Total 102.148 118.396 448.091 52.086 86.349 144.809 600

Fuente: ver cuadro 1.

En efecto, como muestra el Cuadro 5, el comercio esclavista partici-


pó solo del 10,7% del total de ventas realizadas en el mercado capitalino
y estaba muy por debajo de la gran cantidad de transacciones realizadas
anualmente por concepto de la compraventa de terrenos (47%), nego-
cios que buscaban comprar o vender pequeñas y medianas haciendas
en el sector rural, chacras aledañas a Santiago o terrenos vacíos dentro
de la misma ciudad, transacciones en las que generalmente participaba
una congregación religiosa. Sin embargo, también se puede observar
que para conseguir mano de obra esclava se invertían importantes
sumas de dinero, aunque como se sabe en esta época había poquísima
circulación de numerario en efectivo, motivo por el que tal inversión
debía ser bien calculada. Pero además, continuando con el análisis, es
posible notar que a las ventas de terrenos le seguían, aunque con menos
importancia en el movimiento comercial total del quinquenio, el «cen-
so» o hipoteca sobre «sitios y casas» ya adquiridos (15,2%), así como
las ventas de bienes raíces (12,4%) –casas, cuartos, piezas y bodegas–;
especialmente en Santiago, en este período, se comenzaron a construir
edificios básicos en terrenos que antes estuvieron más dedicados a la

96
Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile

actividad agraria de subsistencia43. Luego, en el mercado local, como


se ve en el mismo cuadro, muy cerca de esta actividad se encontraba
la comercialización de mano de obra esclava, en una situación más
bien marginal pero que también compartían las herencias (9,1%), los
remates de mercaderías (5,5%) y algunos embrionarios mecanismos
de crédito por los que esporádicamente se pagaba un interés (0,1%).
De esta manera, podemos apreciar que claramente eran las ventas de
terrenos por las que se pagaba mayor cantidad de tributación, lo cual
da una idea del movimiento mercantil interno de la zona de estudio.
No obstante, aún siendo exigua la presencia del comercio esclavista,
a través de su observación se comprende en parte en qué se gastaba e
invertía el circulante disponible localmente.
Justamente, siguiendo esta línea de análisis, se puede agregar que
quizás el negocio de la compraventa de esclavos(as) pudo representar
una buena inversión para más de alguno de los comerciantes de Val-
paraíso, pues hasta el momento la historiografía económica colonial
chilena ha comprobado el predominio de este puerto con respecto a
Coquimbo y Talcahuano, convirtiéndolo en una pieza clave de la in-
serción económica chilena al sistema colonial hispanoamericano. Esta
estructura económica se basó fundamentalmente en la exportación de
trigo al Perú, una actividad que sirvió de verdadero motor al desarrollo
comercial en el Chile del siglo XVIII y que estaba condicionada por la
relación Valparaíso-Callao y las ordenanzas vigentes para el tráfico ma-
rítimo44. Así, pues, un estudio del movimiento naviero entre Valparaíso
y El Callao demuestra que las travesías marítimas hacia el virreinato
peruano estuvieron supeditadas a los ciclos de producción de materias
primas que definían las relaciones comerciales entre ambos mercados
regionales. La navegación se hacía preferentemente siguiendo el ciclo
productivo del trigo, lo cual ocurría solo en primavera y verano, por
lo que la programación de los viajes comenzó a esperar hasta el otoño
chileno (de marzo a mayo) en la medida en que los maestres de navíos
y mercaderes peruanos aguardaban hasta este momento para acarrear
la producción que quedaba rezagada en las bodegas de Valparaíso y
para comprar a precios más bajos. Por esta razón, en esta época del año
había una alta frecuencia de viajes entre ambos puertos, siendo mayores
las posibilidades de embarque para los esclavos(as) cuando había más

43
Sobre la expansión urbana de Santiago entre 1750 y 1850, véase De Ramón,
2000: 93-100.
44
Cavieres, 1996: 63-81.

97
María Teresa Contreras Segura

movimiento de carga del Callao a Valparaíso, por lo cual se hacía un


viaje de retorno en otoño y/o primavera45.
De este modo, como señala el Cuadro 6, algunas dinámicas del
tráfico esclavista se manifestaron en los pagos de alcabala en relación
a la mayor cantidad de ventas y las posibilidades de zarpe de los «na-
víos de registro» que realizaban el tráfico marítimo entre Chile y Perú,
situación también argumentada por la historiografía colonial económica
en la realidad subsidiaria del mercado chileno respecto del virreinato
peruano. Ahora bien, al observar el desarrollo mercantil de Valparaíso
en la época de las reformas borbónicas se estudia en parte el devenir
económico de Chile en el último tercio del siglo XVIII, entregando
una imagen de la estructura comercial en que se insertaba el mercado
esclavista local. De este modo, al tomar en cuenta la estratégica posi-
ción geopolítica de Valparaíso, situado en el eje meridional de la larga
franja costera del Pacífico, se confirma que desde allí se embarcaban al
Perú algunos esclavos(as) «criollos» que circulaban al interior de Chile
y que se vendían en el puerto con este fin. Así también a Valparaíso
llegaban incluso «navíos de registro» con cargamentos procedentes de
otros puertos americanos y del mismo continente africano.

45
De Ramón, 1982: 243-253.

98
Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile

Cuadro 6
Ventas de esclavos(as) y posibilidad de embarque.
Imposiciones de alcabala
(Santiago, 1773-1778)

Valor de las
Mes Ventas transacciones en
pesos (8 reales)
Enero 26 7.131
Febrero 32 11.035
Marzo 50 17.079
Abril 39 20.580
Mayo 24 6.453
Junio 20 5.233
Julio 23 6.123
Agosto 16 4.980
Septiembre 22 7.203
Octubre 35 10.222
Noviembre 28 8.208
Diciembre 27 7.311
Total 342 111.558

Fuente: ver cuadro 1.

Además, si se quiere examinar con más profundidad el fenómeno


de la circulación y el comercio esclavista en el circuito establecido entre
las ciudades de Santiago y Valparaíso, es necesario analizar la situación
del mercado interno del puerto considerando que las disposiciones del
libre tráfico de fines del período colonial pudieron afectar positivamente
las ventas de esclavos(as) en la zona. Esto, debido a que, como se ha
mencionado, Valparaíso tenía un rol fundamental para estructurar la
conexión del comercio atlántico entre los puertos rioplatenses de Bue-
nos Aires y Montevideo con el virreinato peruano, especialmente con
El Callao, el cual tributaba con su movimiento naviero a la introduc-
ción de la esclavitud en la capital virreinal. Así, a medida que avanzó
el siglo XVIII, este puerto chileno pasó de ser un pequeño poblado
de pescadores a convertirse en un puerto de importancia en la región
surandina, dada su ubicación y la función que cumplía como lugar de
recalada, prácticamente obligada, para todo navío que hiciera la vía del

99
María Teresa Contreras Segura

Cabo de Hornos transitando de sur a norte. Por lo demás, es indudable


que la situación estratégica lo transformó en la puerta de salida al mar
para el flujo comercial terrestre que venía por la ruta continental de
oriente a poniente, uniendo al puerto de Buenos Aires con Santiago de
Chile, ciudad donde se realizaban trámites tributarios y a veces bas-
tantes intercambios mercantiles, para luego enfilar hacia el puerto y
embarcar las «partidas de esclavos», si era el caso, pues allí además se
encontraban lugares para su «almacenamiento» –que en este caso se les
llamaba «corrales»– y bodegas para las mercancías, así como también
la infraestructura necesaria para la provisión y descanso de los barcos
que realizaban el tráfico marítimo. En este contexto económico se puede
presumir sobre el auge que tenía la actividad comercial, ya que, como
es sabido, durante esa época las autoridades coloniales comenzaron
con las faenas para abrir el camino que uniría a ambas localidades46.
Por tanto, el trabajo con documentos referentes al puerto en este
período, si bien de forma preliminar, intenta rescatar dinámicas propias
del comercio esclavista en el mercado local y visualizar algunas relacio-
nes mercantiles que posibilitaron la circulación de los esclavos(as) a nivel
regional. Por este motivo, se ha revisado información registrada en los
protocolos de Escribanía entre los años 1770 y 178947, levantando solo
los datos relativos a las compraventas para determinar las fluctuaciones
de la actividad comercial. De ahí que, además de analizar tendencias
generales en las transacciones por sexo y edad, se observará la destina-
ción de la venta en la relación mercantil surgida por este concepto entre
algunos vecinos porteños y oficiales de navíos que realizaban el tráfico
en estas costas, pues se esperan rescatar algunas dinámicas propias de
la migración forzada con destino al Perú.
Ahora bien, como se indicó antes, el movimiento naviero comer-
cial entre Valparaíso y El Callao se refleja en los protocolos notariales,
pues en estos hay indicios de que hacia el último tercio del siglo XVIII
aumentó el tráfico de mercancías y personas entre ambas plazas por-
tuarias. Una situación que era contraria a lo que había acontecido con
la actividad económica chilena desde la primera mitad de la centuria,
es decir, con el auge de la exportación hacia el Alto Perú. Como se se-
ñaló anteriormente, el cambio ocasionado en la economía monopólica
colonial hizo que Lima perdiera su rol de única proveedora regional

46
Sobre las obras de construcción y habilitación del camino Santiago-Valparaíso,
véase De Ramón, 2000: 120-125.
47
ANH.NV, vols. 15, 16, 17, 18 y 19.

100
Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile

del mercado surandino frente a una amplia oleada de productos im-


portados de España que comenzaron a llegar a Chile y a los demás
mercados locales, producto de la consolidación del virreinato de La
Plata en 1776 y la reglamentación del Libre Comercio de 1778. En esta
época, entonces, la economía de Santiago ejercería un papel predomi-
nante por sobre otras plazas chilenas que en el período anterior habían
gozado de cierta importancia, controlando parte de sus importaciones
e interviniendo en el flujo de la exportación. De esta forma, Santiago
centralizó los circuitos mercantiles, tanto para la región norte –La Se-
rena y Coquimbo– cuya minería proveía de buena parte del metálico
circulante, como para la zona sur –Concepción– pues le retenía el flujo
monetario del Real Situado enviado desde el virreinato peruano para
solventar la guerra de Arauco, todo lo cual llevó a la consolidación de
Valparaíso como puerto de exportación48.
Además, cabe señalar que en las escrituras de venta también se
han observado ciertas formalidades sobre la tributación de la alcabala
que revelan detalles sobre cómo se hacían los negocios y qué era lo
importante a la hora de establecer los vínculos comerciales derivados
del intercambio esclavista. Así, el tributo se cancelaba efectivamente
cuando se realizaba la venta o bien se pactaba para un pago posterior,
quedando la deuda comprometida ante el propio escribano que levan-
taba el contrato como ministro de fe pública. De ahí que en el mismo
documento se adjuntara –si venía al caso– la copia de la «boleta» del
alcabalero o se anexara una «póliza» que había sido previamente emiti-
da por la embarcación que efectuaba la trata, demostrándose que en la
mayoría de los casos los navíos con esclavos que transitaban por la vía
del Cabo de Hornos hacia el Perú dejaban parte de su «carga» en este
puerto chileno. Esta situación era frecuente en el caso de los esclavos(as)
registrados como «bozales», a quienes se almacenaba como «piezas»
del cargamento negrero. También, aunque era menos habitual, había
ocasiones en que ingresaban por la vía cordillerana y la cancelación
del derecho en el registro aduanero también quedaba estipulada en la
escritura49, formando parte de la variada información contenida en los
documentos notariales. Cabe agregar que, como se hacía en las demás

48
Carmagnani, 2001: 59-97.
49
Sobre el ingreso de esclavos(as) a Chile por el paso de Uspallata en la década de
1775-1785, véase Gabetta, 2001: 25-37. Se trata de la ruta mercantil terrestre
más usada en la época colonial tardía, pues además de este pago de aduana se
registraron numerosos cargamentos de frazadas de lana, jabón de Mendoza,
ganado de las pampas y yerba mate del Paraguay.

101
María Teresa Contreras Segura

provincias de Chile, todo lo recaudado en Valparaíso por concepto del


pago de alcabala durante un año era remitido por el alcabalero a la Real
Hacienda en Santiago, por lo que también las compraventas revisadas
podrían estar inscritas en Contaduría Mayor como «razón» del pago.
Por ello siempre será de interés comparar el movimiento del comercio
esclavista en ambos fondos documentales.

Cuadro 7
Comercio esclavista por quinquenios
(Valparaíso, 1770-1789)

Total de ventas
Quinquenio
Hombres Mujeres Total

1770-1774 17 8 25
1775-1779 41 65 106
1780-1784 37 37 74
1785-1789 79 114 193
Total 174 224 398

Fuente: «Escrituras públicas de Valparaíso», ANH.NV, vols. 15, 16, 17, 18 y 19.

Antes de comenzar el análisis de la información de los protocolos


en Valparaíso, hay que hacer una precisión importante: en el recuento y
sistematización de los datos de compraventa no solo se han tomado en
cuenta las 350 ventas (88%) que se concretaron ante el escribano –es
decir, cuando con la escritura se traspasó efectivamente al esclavo(a)
de un propietario a otro– sino también 48 «poder para venta» (22%)
entregados por vecinos del puerto para que el negocio fuera efectuado
en otra plaza por su representante de confianza, acción que no dejó
de aparecer durante todo el período estudiado. Hecha esta aclaración,
cabe señalar que también queremos reflejar los procesos de migración
forzada involucrados en este comercio; luego, el Cuadro 7 muestra que
de un total de 398 ventas registradas se vendieron más mujeres (56%)
que hombres (44%). Una tendencia que revierte la situación observada
para el quinquenio de 1773-1778 en el pago de la alcabala en Santiago,
en donde se transaron más varones. Sin embargo, se observa además
que, en solo cinco años, en la capital hubo casi el mismo movimiento,
e incluso un poco más, que en el puerto en casi veinte años, lo cual se
explica porque en Santiago se recibían pagos del tributo esclavista de

102
Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile

todo Chile, así como también se recogían pagos de la trata por la vía
cordillerana. Asimismo, se debe considerar que, a diferencia del puerto,
en la capital se registraron solo pagos hechos por venta efectiva.

Cuadro 8
Ventas por edad
(Valparaíso, 1770-1789)

Compraventas y poderes
Edad Total %
Hombres % Mujeres %
0a4 2 1,2% 4 1,7% 6 1,5%
5a9 0 0% 15 6,9% 15 3,8%

10 a 14 11 5,8% 15 6,9% 26 6,5%

15 a 19 22 12,8% 19 8,6% 41 10,3%

10 a 24 38 22,1% 31 13,8% 69 17,3%

24 a 29 12 7,0% 12 5,2% 24 6,0%

30 a 34 7 3,5% 4 1,7% 11 2,8%

35 a 39 0 0% 12 5,2% 12 3,0%

40 o más 2 1,2% 12 5,2% 14 3,5%

No dice edad 80 46,5% 100 44,8% 180 45,2%

Total 174 100% 224 100% 398 100%

Fuente: ver cuadro 7.

Revisemos ahora la edad de los esclavos(as) vendidos en Valparaí-


so durante el período estudiado, aunque sea solo a nivel general, pues
en poco menos de la mitad del total de los casos (45,2%) esta no se
especificó en la escritura de venta. No obstante, con los datos disponi-
bles se puede estimar la tendencia del funcionamiento habitual de esta
condicionante al momento de la transacción en el mercado porteño,
ya que si se presta atención al Cuadro 8 se puede ver que con mayor
frecuencia se les vendía cuando estaban en óptima edad reproductiva y
aptos para el trabajo doméstico, lo que sucedía entre los 15 y los 24 años.

103
María Teresa Contreras Segura

Efectivamente, se puede pensar que se colocaba al sujeto dentro


del mercado esclavista porteño cuando estaba en su máxima capacidad
para desarrollar las actividades laborales, generalmente domésticas,
apropiadas para su capacidad física y mental. Puesto que, a pesar de
que se vendían niños esclavizados, eran muy pocas las ocasiones en que
se transaba un pequeño de menos de 9 años, siendo lo más probable
que, como se vio en el caso de Santiago, el negocio haya involucrado
también a su madre cautiva. Sin embargo, en las ocasiones en que esto
sucedió casi siempre eran niñas esclavas que de seguro se vendían para
aprovecharlas y adiestrarlas desde la infancia en labores domésticas o
como «damitas de compañía». Asimismo, a partir del tramo de edad
entre 10 y 14 años los porcentajes de colocación de los esclavos(as) en
el mercado esclavista local se equiparan en la categoría de género, tal
vez porque los más jóvenes estaban ya en edad de comenzar un ciclo
reproductivo, siendo mejor evaluados a la hora de decidir su venta.
En cambio, en el tramo entre 25 a 29 años las compraventas vuelven
a bajar, quizá por ser este un momento en que estos podían haber ya
formado sus propias familias o estaban mejor preparados para el trabajo
doméstico, dificultándose la decisión de venta. Lo anterior, además, se
corrobora con el hecho de que las transacciones de individuos mayores
de 30 años son pocas, no solo porque las condiciones de vida de la época
hacían que estos estuvieran poco aptos para las duras tareas que se les
encomendaban, sino también por las enfermedades padecidas, malos
comportamientos que habrían depreciado su valor comercial o por el
arraigo familiar que a esas alturas de sus vidas podrían haber llegado
a construir con otros esclavos(as).
Además, como se observó antes en los registros de alcabala, a
veces se vendían esclavas «con cría» o con «niños de pecho» menores
de dos años, aunque esto no ha podido ser visualizado en las escritu-
ras de notarios, aún cuando seguramente esta situación aumentaba el
valor del arreglo comercial por el hecho de que la condición jurídica
de la esclavitud se transmitía por el «vientre cautivo» de la madre es-
clavizada, situación que hizo la experiencia de la esclavización todavía
más dolorosa para las madres que eran separadas de sus hijos cuando
estos aún no cumplían 7 u 8 años de edad, momento en el que ya se les
consideraba aptos para el trabajo doméstico y en edad de ser vendidos.
Así, pues, generalmente las labores que desempeñaban los
esclavos(as) se diferenciaban por sexo, siendo las mujeres tratadas
como cocineras que ayudaban a conseguir y preparar alimentos o que

104
Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile

se empleaban como sirvientas, fregonas y hasta amas de cría. Por otra


parte, los hombres eran criados, aguateros y leñeros en las casas de
elite, así como también por sus características físicas podían llegar a
ser cocheros, mozos o lacayos, e inclusive funcionar como «elemento
decorativo» para las familias patricias50.
Un último aspecto a considerar es observar cómo se establecían
relaciones mercantiles entre quienes vendían, los señores que negociaban
sus esclavos(as) y los compradores, quienes generalmente eran oficiales,
capitanes, pilotos, maestres y contramaestres de los diferentes «navíos
de registro» que realizaban el tráfico por las costas del Pacífico Sur.
Básicamente, se revisará el lugar de procedencia de las partes –vendedor
y comprador– para comprobar las reales posibilidades que proveía el
comercio esclavista porteño para la migración forzada.

Cuadro 9
Lugar de procedencia de los vendedores
de esclavos(as)
(Valparaíso, 1770-1789)

Vendedor Ventas
Valparaíso 211
Santiago de Chile 36
San Felipe el Real 10
San Martín de la Concha 16
Reino de Chile 29
Mendoza 8
Cádiz 2
Piloto de navío 5
No dice 81
Total 398

Fuente: ver cuadro 7.

En resumidas cuentas, como muestra el Cuadro 9, la mayoría de


los vendedores (53%) y que funcionaban como «el otorgante» en las
escrituras de compraventa registradas en Valparaíso, efectivamente eran
50
Vial Correa, 1957: 54-55.

105
María Teresa Contreras Segura

residentes o «vecino y del comercio» del puerto; y aunque en buena


parte de las transacciones (20,4%) no se especificó la procedencia del
vendedor(a), se ve claramente la tendencia del mercado porteño a que
la venta fuera operada por alguien local. Además, se han analizado las
posibilidades de circulación interna de los esclavos(as) entre los notables
de la sociedad chilena, buscando reconocer el fenómeno de la adqui-
sición, venta e inversión en mano de obra esclavizada para el servicio
personal, por lo que se ha tomado en cuenta el comercio esclavista
proveniente de la capital Santiago (9%) y otros lugares del Reino de
Chile (7,3%), así como de la villa San Martín de la Concha (4%) y San
Felipe el Real (2,5%), estando estas dos localidades menores bastante
presentes en las fuentes.
Los vendedores extranjeros encarnan una participación minima –
Mendoza (2%) y Cádiz (0,5%)–, pero se espera reconstruir parcialmente
esta fase del comercio esclavista en la transacción dentro de un mercado
que, si bien marginal, marcaba la posterior trayectoria de la migración
forzada que sufrían estos sujetos y sus descendientes al transitar de un
propietario a otro a través del mercado interno local. Ahora bien, cabe
aclarar que la categoría «piloto de navío» intenta mostrar las posibili-
dades de venta destinadas al virreinato peruano; no obstante, como se
aprecia en el Cuadro 9, en el caso de las ventas estos no representan un
porcentaje significativo (1,3%). Sin embargo, como veremos en breve,
esta situación cambia si se analiza a los compradores o a aquellos en
favor de los cuales se otorgaba la venta (Cuadro 10).

106
Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile

Cuadro 10
Lugar de procedencia de compradores
de esclavos(as)
(Valparaíso, 1770-1789)

Comprador Ventas

Valparaíso 91

Santiago de Chile 8

Lima 20

Piloto de navío 80

No dice 199

Total 398

Fuente: ver cuadro 7.

Así, el Cuadro 10 muestra que, a pesar de que en la mitad de las


escrituras (50%) no se detalla el lugar de procedencia del comprador,
en los restantes negocios sí podemos estudiar a quienes adquirieron
un esclavo(a) para sí o para alguien más, haciendo de «apoderado» en
la compra. De este modo, la mayoría de los compradores se repartían
entre los vecinos y residentes de Valparaíso (23%) y los operadores
navieros (20%) –los que por lo común funcionaban con un «poder»
para la venta–, apareciendo también en los registros –aunque con una
escasa participación– algunos interesados limeños (5%) y santiaguinos
(2%) que hacían la compra personalmente. Por tanto, con el análisis
realizado se han podido comprobar algunas de las condicionantes del
tráfico, circulación y comercialización de la mano de obra esclavizada en
la región en el período tardo colonial, ya que ciertamente las dinámicas
del movimiento mercantil local influyeron en la cantidad de población
esclava de origen africano que efectivamente llegó a habitar el puerto
de Valparaíso en esta época51.

51
Según algunos padrones censales realizados a fines del siglo XVIII para el Obis-
pado de Santiago –que comprendía al curato de Valparaíso–, en el año 1777
existían allí un total de 194 «esclavos y sirvientes libres», quienes representaban
un 8,9% del total de la población porteña. Asimismo, en un siguiente registro
censal levantado en el año 1787, la población de «esclavos» había bajado a 152
personas, que equivalía al 5,1% de los habitantes del puerto en aquella época:

107
María Teresa Contreras Segura

Precisamente, gracias al análisis de los mecanismos propios de la


trata y la esclavitud ya expuestos, se puede concluir que en lo referen-
te al contexto general de la vida económica de Chile, el esclavo(a) se
consideraba jurídicamente un objeto o «bien mueble» por el cual se
debían pagar los correspondientes derechos de importación que regu-
laban su introducción y circulación en el mercado local52. Por tanto,
la influencia de la trata en el comercio atlántico y en los mercados del
Pacífico Sur determinó algunos dispositivos económicos involucrados
en el comercio interno que manejaba y nutría la esclavitud doméstica
en el circuito entre Santiago y Valparaíso, debido a la estrecha relación
mercantil que mantenía el tráfico naviero entre los puertos de Valparaíso
y El Callao. Una situación que ha sido comprobada a través del trabajo
sistemático con protocolos de Escribanía e imposiciones de alcabala, un
corpus documental donde se han encontrado huellas de la presencia de
población esclavizada de origen africano que transitaba entre diversas
localidades producto de la migración forzada efectuada durante todo
el período colonial.
En suma, el estudio presentado aquí ha abordado tanto la caracteri-
zación del mercado esclavista local y la actividad comercial en el período
tardo colonial como la posición de privilegio del circuito mercantil
Santiago-Valparaíso en el contexto del reformismo Borbón. Así, pues,
se ha examinado el movimiento del intercambio esclavista en una época
marcada por la apertura al libre comercio entre los puertos coloniales,
además de analizar las mayores o menores posibilidades de migración
forzada a la que eran sometidos los esclavos(as) en el último tercio del
siglo XVIII, concluyendo, de este modo, que estas situaciones apuntan
a la problemática de la paulatina «cosificación» del individuo esclavi-
zado según se iba desarrollando el comercio esclavista a nivel regional.
Indudablemente, luego de trabajar el entrecruzamiento de la infor-
mación obtenida de ambos fondos documentales –el registro del pago
de alcabala en Santiago y las escrituras de compraventa conservadas
en los protocolos de Escribanía Pública de Valparaíso– se recuperan
condicionantes generales de la circulación y compraventa esclavista en
Chile central; pero a la vez surgen más inquietudes y posibles temas
en esta línea de investigación. Por ejemplo, centrándose en la figura de

ANH.FV, vol. 450, fjs. 155-241. Para una discusión detallada de los pormenores
de la conservación de estos documentos censales y de la práctica de rotulación
de los plebeyos o «castas» en Chile a fines del siglo XVIII, véase Araya Espi-
noza, 2010.
52
Vial Correa, 1957: 98.

108
Migración forzada y comercio de esclavos en el Reino de Chile

los propietarios, cómo se configuraban las redes mercantiles entre los


mercaderes y agentes comerciales avecindados en Chile, el Río de la
Plata y el Perú, que operaban en el espacio surandino y hacían que la
comercialización de la fuerza física del esclavo(a) conllevara su traslado
y circulación forzada por esta vasta área geográfica. Una problemática
que ciertamente condicionó la experiencia de la esclavitud para sujetos
que eran concebidos como verdaderas «mercancías humanas» y cuya
libertad de movimiento se sometía completamente a la voluntad y do-
minación de tratantes, señores y sus apoderados que los transportaban,
compraban y vendían, para beneficiarse del trabajo esclavo en el servicio
personal y doméstico.

Documentación manuscrita
ANH.CM, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Contaduría
Mayor, Segunda serie: vols. 695, 696, 697, 698 y 700.
ANH.FV, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Fondo Varios,
vol. 450.
ANH.NV, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Notarios de
Valparaíso: vols. 15 (1762-1775), 16 (1772-1779), 17 (1776-1783),
18 (1778-1784) y 19 (1784-1789).

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111
La esclavitud en los registros
judiciales y en las «leyes de libertad»
(Chile, 1810-1823)*

Carolina González Undurraga

A mediados de octubre de 1812, dos años después de la primera


Junta Gubernativa1 y a un año del decreto de libertad de vientres2, el
procurador de pobres en lo criminal representaba ante los «señores del
Tribunal de Justicia y Apelaciones» su horror por los azotes que el ver-
dugo de la ciudad de Santiago había infligido a Mercedes Solar, esclava
de don Antonio del Solar, en plena plaza pública. El castigo había sido
ordenado, al parecer, por el alcalde ordinario a pedido del amo de la
esclava con el propósito de «corregirla». La molestia de Juan José San-
tibáñez, el mencionado procurador, radicaba en que el castigo se había
ejecutado «sin haverse formado una ligera causa contra esta infelis»3.
Lo anterior era, según se desprende del caso citado, sumamente
grave. Los castigos crueles e infamantes, como el azote, el tormento o la
muerte, no eran propios para una época de vida política que se suponía
independiente. Su ejecución por orden de un simple alcalde ordinario
era, además, una afrenta al poder «judiciario». Lo que es peor: incluso en
épocas de la «tiranía» –como se le llamará a esos «tiempos anteriores»
relativos al gobierno monárquico– dichas penas ya tenían restricciones

*
Algunas de las reflexiones que se presentan en este artículo son producto del
proyecto «Esclavos y esclavas litigantes en Santiago de Chile. Una reflexión
sobre la cultura judicial urbana a fines de la colonia y principios de la repú-
blica (1770-1823)», apoyado por la Beca de la Fundación Slicher van Bath-de
Jong (CEDLA, Holanda) como parte de mi investigación doctoral: Esclavos y
esclavas litigantes: Justicia, esclavitud y prácticas judiciales en Santiago de Chile
(1770-1823), tesis para optar al grado de Doctora en Historia, El Colegio de
México, 2013.
1
18 de septiembre de 1810.
2
15 de octubre de 1811.
3
«Pedro del Solar. Proceso por haber hecho azotar una esclava» (1812), ANH.
RA, vol. 1951, pza. 5, fj.115v.

113
Carolina González Undurraga

jurisdiccionales. Para pesar de Santibáñez, ¿cómo podía suceder esto en


«la sociedad de hombres libres»? Es decir, ¿en la República?:

Por muchos autos acordados referentes a varias l[eyes] se


haya prohibido que Jues alguno sea de rango que se fuese,
pueda imponer pena de azotes sin confirmacion de la Audien-
cia, o tr[ibun]al que le ha subrr[o]gado. Era muy justo y con-
forme a los derechos del hombre, que ninguno pudiese sufrir
pena tan cruel e ignominiosa sin noticia y consentimiento de
la Autoridad que deposita en si el Supremo poder judiciario
de un delinquente contra todos los ciudadanos el que que-
brantando esta disposicion [halle] una l[ey] que protege la
seguridad individual de la porcion mas desgraciada [–se refiere
a las mujeres–] ¿y si en los tiempos anteriores se hallaban de
suerte protegida la seguridad de los reos ¿q[uan]to mas no
deberá serlo hoy? [...]4.

La representación de Santibáñez sirve como testimonio de la


recepción que en los tribunales de justicia de la ciudad de Santiago
se tenía respecto de las «nuevas» ideas que circulaban por el espacio
público. Además, el tribunal aparece como la puesta en práctica de un
conjunto de leyes, procedimientos judiciales y del ideario político de
cada uno de sus agentes. El procurador, en este caso, aprovechaba el
espacio judicial para acusar la incoherencia política de algunos jueces
ordinarios, como el alcalde. Estos, al mismo tiempo que castigaban sin
derecho ni autoridad, reclamaban contra el despotismo; es decir, contra
la monarquía española. Sin embargo, los déspotas no estaban solo en
las filas enemigas –las «realistas»– sino entre los mismos ciudadanos
que usurpaban los derechos de otros:

Es verdaderamente admirable que en la epoca que el hom-


bre ha recobrado su dignidad y el uso de sus mas apreciables
derechos, se usurpen los Jueces ordinarios la facultad de
imponer estas penas, al mismo tiempo que declamar contra
el despotismo, siendo asi que el mayor despota es el que se
abrroga [sic] derechos que no le competen […]5.

Finalmente, Santibáñez relevaba su doble deber –como funciona-


rio judicial y como ciudadano– a la hora de exigir una pena para los

4
Ibid., fjs. 115-116v (destacados míos).
5
Ibid., fj. 115v (destacados míos).

114
La esclavitud en los registros judiciales y en las «leyes de libertad»

culpables del castigo hecho a Mercedes. Los mismos eran responsables,


además, de la usurpación de los derechos del Tribunal Supremo:

Yo faltaria a la doble obligacion que tengo como repre-


sentante de los infelices reos, y como ciudadano, si no pidiese
una satisfaccion digna del agrabio que se ha hecho a la mujer
por quien represento. Sirvase V[uestra] S[eñoría] examinar
de orden de quien se ha aplicado este castigo, para imponer
a su autor las penas correspondientes o pasarlo a noticia del
Superior Gobierno V[uestra] S[eñoría] mismo ha oido ayer
la execucion del castigo, y por su mandato se ha suspendido.
Es necesario una reparacion del agravio que se ha hecho a
las l[eyes] y al decoro del tr[ibun]al: que por lo que hace a
la injuria pribada de la mujer ofendida, Yo sabré pedir tales
penas, que entiendan los agraviantes (sean quienes se fueren)
que la persona mas miserable y abatida tiene su proteccion
en las l[eyes] y en los Jueces Superiores. Espero, que V[uestra]
S[eñoría] me haga Justicia […]6.

El caso de la esclava Mercedes representa lo que era, o podía ser,


la violación a la «seguridad individual» y a los «derechos del hombre»
y del ciudadano en tiempos de la República. Si bien Mercedes no era
una ciudadana, pues era mujer y era esclava, el siguiente comentario
del procurador que la defendía deja lugar a dudas respecto de cómo se
definía la ciudadanía o cuándo convenía mencionar esa categoría, en
los años iniciales de vida independiente:

[…] daré por bien empleados todos los trabajos sufridos


en la carrera del foro, y todos los pasos que dé por sostener
los derechos de una infelis ultrajada con tal barbarie, y ace-
gurar a todos los demas ciudadanos que en adelante no serán
victimas de un atentado, que ya es la segunda vez que en este
año la repiten los Alcaldes […]7.

El razonamiento de Santibáñez es secundado por el Ministerio Fiscal


de lo Civil quien, indignado, acusaba la orden del amo en el contexto
de un «nuevo sistema destructor de la tiranía». Para los representantes
de la justicia era esta, sin duda, una nueva época:

6
Ibid., fj. 116 (subrayado en el original, destacados míos).
7
Ibid., fj. 116v (destacados míos).

115
Carolina González Undurraga

El Ministerio Fiscal de lo civil y Real hacienda visto este


expediente dice: Que la naturaleza gime con el espantoso
quadro de barbarie que se manifiesta en la representación
de Mercedes Solar. Un nuevo sistema destructor de la tirania
parece que debía dulcificar los animos, y prepararlos a ideas
mas generosas, pero quando la rason no influye es presiso que
obre la fuerza y que la Espada de la justicia destruya á esos
espiritus feroses que degradan la humanidad, escandalisa la
sociedad de hombres libres que por el informe del Alcalde
se acredita que el afrentoso castigo de Mercedes Solar se ha
verificado sin su anuencia, y asi toda la culpa recae sobre
D[o]n Pedro Solar, contra quien deben reserbarse sus acciones
a la ofendida […]8.

El caso termina con la otorgación de la libertad a la esclava. Las


presiones judiciales de Santibáñez hacia don Antonio del Solar y al
agente fiscal del crimen, don José Manuel Barros –con quien el amo
había acordado la venta de Mercedes–, fueron efectivas. Con todo, la
protección del «individuo» y los «derechos del hombre» era relativa,
más aun cuando se trataba de personas esclavizadas. En efecto, a lo
largo del juicio no aparece una crítica explicita sobre la condición de
esclavitud misma que sufría Mercedes. Si bien orientada a cuestiones
administrativas, la «espada de la justicia» también dejaba caer su peso
en la resolución de cuestiones derivadas de la esclavitud.

Con todo, se podría afirmar que la polémica de los azotes sirvió


para cuestionar implícitamente dicha condición y las irregularidades
en que caían los amos para disponer de sus criados. Los argumentos
del procurador apuntaban a poner en evidencia una situación que
legalmente era difícil de resolver pues estaba amparada por la ley mis-
ma: el derecho del amo a castigar a su esclavo. Sin embargo, tal como
admitiera el mismo alcalde: «no todo lo licito es [h]onesto»9. Esto al
referirse a la petición de Del Solar para azotar a su esclava, a la cual,
según se esclareció durante el juicio, dicho alcalde se habría negado.
Según lo anterior, cabe preguntarse: ¿de qué manera la esclavitud
de aquellos en condición de «servidumbre perpetua» tensionó o no a
algunos supuestos republicanos que circulaban en la época? Supuestos
básicos que la elite política independentista –compuesta por escritores,

8
Ibid., fj. 121 (destacados míos).
9
Ibid., fj. 120 (destacados míos).

116
La esclavitud en los registros judiciales y en las «leyes de libertad»

políticos, militares, civiles y eclesiásticos– abrazó con fervor durante el


proceso de independencia en Chile, según señalan algunas investigacio-
nes10. La elite patriota se había autorrepresentado como «esclava» de la
monarquía, razón por la cual su ruptura con la metrópoli significaba la
llegada de la libertad y la necesidad de implementar la República como
la forma de gobierno ideal para la defensa y mantención de tan preciada
condición11. En este contexto, términos como «libertad» y «esclavitud»
estaban a la orden del día para describir la relación política con Espa-
ña12. Así, resulta intrigante, por decirlo de alguna manera, que en esta
«nueva época» hubiese esclavos. Sin embargo, la esclavitud que en sus
diferentes modalidades –urbana, doméstica, de plantación– sufrieron
desde el siglo XVI los descendientes de africanos en Iberoamérica –por
no decir en el Mundo Atlántico– se mantuvo hasta fines del XIX en
casos como los de Cuba y Brasil, donde fue abolida en 1886 y 1888
respectivamente13.
En el caso de Chile, los litigios levantados por esclavos y esclavas
contra sus amos, para obtener carta de libertad o su reconocimiento,
así como por papel de venta o tasación a precio justo, y los decretos
sobre la libertad de vientres y la abolición de la esclavitud, del 15 de
octubre de 1811 y del 24 de julio de 1823, respectivamente, son una
guía para describir los vínculos entre el discurso judicial –en demandas

10
Entre otros, Gazmuri, 1993; Cancino, 1993; Castillo, 2009.
11
Castillo, 2009.
12
«[…] lo esencial del mensaje republicano está asociado con la palabra ‘libertad’.
De una forma distinta a lo que tradicionalmente se ha pensado, la defensa de
la libertad en el pensamiento político moderno no se reduce a la defensa que
ha elaborado la filosofía liberal. Existe esta otra concepción de la libertad, que
puede ser especificada como ‘libertad política’ (Skinner) o bien como ‘no do-
minación’ (Pettit), que está presente, como se puede advertir, en una tradición
política que reúne a pensadores políticos modernos tan importantes como Ma-
quiavelo, Montesquieu y Rousseau. Esta tradición, sostengo, también incluye a
un número importante de los escritores de la emancipación hispanoamericana.
Un caso paradigmático entre estos últimos es el de Camilo Henríquez»: Castillo,
2009: 22.
13
Tengo presente que durante el siglo XIX las formas en que funcionaba la escla-
vitud eran muy diferente en ciudades como México, Lima, Santiago o Buenos
Aires; y en ingenios azucareros como los cubanos, caribeños y brasileños. No
obstante, las argumentaciones abolicionistas tenían sustratos similares, más allá
del peso de la población esclava en las economías nacionales y coloniales. Un
panorama general, en el libro de Piqueras, 2011.

117
Carolina González Undurraga

por carta de libertad y papel de venta– y el discurso político expresado


en las sesiones parlamentarias que sancionaron dichas leyes14.
Así, este texto se divide en dos partes. En la primera se describen los
juicios del período que va entre la primera Junta Gubernativa del 18 de
septiembre de 1810 y la abolición de la esclavitud en julio de 1823. En la
segunda parte, a modo de conclusión, se indaga en algunas discusiones
parlamentarias sobre las llamadas «leyes de libertad» para ilustrar las
contradicciones políticas que implicaba la abolición de la esclavitud.

La esclavitud entre dos patrias:


Las demandas judiciales entre la Patria Vieja
y la Patria Nueva
El decreto de la ley de libertad de vientres, del 15 de octubre de
1811, cambió el repertorio de recursos jurídicos que hasta entonces
manejaban agentes de justicia, demandantes (esclavos) y demandados
(amos) para explicar lo justo o injusto, según el caso, de la «esclavi-
tud», «servidumbre» o «cautiverio», como indistintamente la señalan
los expedientes judiciales. Dichos recursos provenían de una tradición
filosófica, política, teológica y jurídica que se encontraba reunida en
diversos corpus doctrinarios, como la Política de Aristóteles, Las sie-
te partidas de Alfonso X, la Política indiana de Juan de Solórzano y
Pereira15, y los llamados Códigos negros españoles o Real Cédula de
178916. Asimismo, la jurisprudencia local y la costumbre hacían parte
de esos recursos jurídicos.
Ahora bien, el cambio aportado por la ley de 1811 fue en términos
legales; es decir, se sumó al conjunto de leyes existentes. Pero también
significó un cambio político, pues operó en contra de la legitimidad
misma de la esclavitud. En efecto, quienes nacieran de esclava después

14
Las leyes mencionadas se enmarcan, respectivamente, entre los períodos que la
historiografía decimonónica chilena denominó como Patria Vieja y Patria Nueva,
aún operativos en la historiografía chilena para distinguir las fases por la que
pasó el proceso de independencia. Esta distinción entre dos patrias obedece, a
su vez, a la restauración monárquica o Reconquista española, ocurrida entre
el 2 de octubre 1814 y el 12 de febrero de 1817.
15
Cf. Andrés-Gallego, 2005; García-Añoveros, 2005.
16
Cf. Lucena Salmoral, 2002: 237-270. Para este autor, estos Códigos serían «una
expresión típica del despotismo ilustrado y surgieron en el último tercio del
siglo XVIII como consecuencia de la nueva política de rentabilización de las
colonias insulares del Caribe»: Lucena Salmoral, 1996: 5.

118
La esclavitud en los registros judiciales y en las «leyes de libertad»

del 15 de octubre de 1811 ya no heredarían la condición jurídica de su


madre y serían libres de manera inmediata. De esta manera se cuestio-
naba una forma de propiedad en términos muy concretos, que no daba
pie a la interpretación jurídica ni a resquicios legales de ningún tipo.
David Brion Davis ha sugerido para el caso anglosajón, especial-
mente el norteamericano, que las leyes abolicionistas o antiesclavistas
tuvieron implicaciones fundamentales a la hora de cuestionar las
formas de dominación humana, de la cual la esclavitud es su forma
más extrema17. Si bien esto fue así, debe ser tomado con distancia pues
en la práctica no siempre se cumplieron dichas leyes. Su impacto fue
principalmente discursivo.
En efecto, de la documentación judicial revisada podemos com-
probar que la ley de 1811 no siempre se cumplió y que durante toda la
primera fase del proceso independentista –la Patria Vieja– se continuó
litigando de manera similar a como se había hecho en el siglo ante-
rior18. Nada indica que los demandantes tuvieran sospechas de que la
esclavitud iba a ser legalmente abolida en su totalidad y, en ese sentido,
relajaron su apelación a las autoridades judiciales para mediar en los
conflictos con sus amos. Por otro lado, a partir de esta documentación al
menos, no se puede deducir que la circulación de nuevas ideas «ablandó»
a los propietarios de esclavos, como lo sugirió Guillermo Feliú Cruz
hace más de 70 años, en uno de los pocos estudios al respecto para el
caso chileno19. En efecto, en las demandas durante tiempos de guerra
se evidencia la vigencia de un conjunto de saberes jurídicos, judiciales
y consuetudinarios adquiridos históricamente.
De una cuantificación basada en los catálogos de los fondos «Real
Audiencia», «Capitanía General» y «Judicial de Santiago», encontramos
que la carta de libertad fue, al igual que en el siglo XVIII, el objetivo
principal de litigación de las personas esclavizadas (Cuadro 1)20. De un

17
«[…] cualquier desafío importante a la esclavitud acarrea implicaciones tras-
cendentales precisamente porque la esclavitud simboliza el modelo más extre-
mo del trato a los hombres como objetos explotables. Las justificaciones a la
esclavitud han estado entretejidas con las justificaciones de otros modos más
aceptados de dominio y subordinación. Por lo tanto, un ataque a la esclavitud
negra puede abrir la caja de Pandora, desacreditando las sanciones culturales
para toda forma tradicional de explotación; o [...] el ataque puede dar al menos
un aislamiento moral momentáneo a formas menos visibles de servidumbre»:
Davis, 1975: 13.
18
Cf. González Undurraga, 2011.
19
Feliú Cruz, 1973 (1a ed., 1942).
20
Sobre el siglo XVIII, cf. González Undurraga, 2011; San Martín Aedo, 2011.

119
Carolina González Undurraga

total de 20 demandas entre septiembre de 1810 y julio de 1823, 60%


de ellos –12 casos– tuvieron por objetivo litigar para obtener carta de
libertad. Por su parte, el 40% –8 juicios– fueron elevados con el fin de
obtener papel de venta. Hacia el final de la periodización en cuestión, du-
rante la Patria Nueva encontramos la mayor concentración de demandas
por libertad: se trata de 7 litigios, que representan 35% del total de 20
causas judiciales. En esto tuvo que ver, probablemente, la aplicación de
la ley de libertad de vientres de 1811, reclamada en varios litigios. Varios
de los demandantes eran padres o madres de niños o niñas esclavizados
ilegalmente, pues habían nacido en fecha posterior al decreto en cuestión.
Estos son los más numerosos si consideramos la distribución de los tipos
de demandantes en el total de 20 litigios mencionados (Cuadro 2). Cabe
decir, también, que la litigación esclava se mantuvo relativamente estable
durante las etapas de la lucha independentista, si consideramos que dentro
de este mismo universo de litigios los años que corresponden a la Patria
Vieja representan 20% de la litigación total, los de la Reconquista 30%
y los que corresponden a la Patria Nueva el 50%.

Cuadro 1
Litigios por carta de libertad y papel de venta,
entre la Patria Vieja y la Patria Nueva (Santiago, 1810-1823)

Períodos * Libertad Venta Totales Porcentaje

1810-1814 1 3 4 20%
1814-1817 4 2 6 30%
1817- 1823 7 3 10 50%
Totales 12 8 20 100%
Porcentaje 60% 40%

Fuente: ANH, Catálogos de los fondos «Real Audiencia», «Capitanía General» y


«Judicial de Santiago».
*Patria Vieja: 18 de septiembre de 1810 al 2 de octubre de 1814; Reconquista: 2
de octubre de 1814 al 12 de febrero de 1817; Patria Nueva: 12 de febrero de 1817
al 28 de enero de 1823; Ley de abolición de la esclavitud, julio de 1823.

120
La esclavitud en los registros judiciales y en las «leyes de libertad»

Cuadro 2
Tipo de demandante y objetivos,
entre la Patria Vieja y la Patria Nueva (Santiago, 1810-1823)

Demandantes Libertad Venta Totales Porcentaje


Esclavo 0 1 1 5%
Esclava 4 4 8 40%
Colectivo 1 0 1 5%
Familiar por esclavo* 7 3 10 50%
Totales 12 8 20 100%

Fuente: ANH, Catálogos de los fondos «Real Audiencia», «Capitanía General» y


«Judicial de Santiago».
*Familiar por esclavo: son familiares que litigan en representación de un pariente
en situación de esclavitud; generalmente son padres y madres por sus hijos/as.

Durante el período analizado, en esta oportunidad encontramos, a


grandes rasgos, dos tipos de litigios: aquellos que presentan similitudes
con los de la época colonial y aquellos que presentan argumentos arti-
culados con leyes «abolicionistas», como el decreto de 1811.
En el primer caso, hay litigios como el del esclavo José María López,
que en 1813 advertía una crítica basada en el Derecho Natural, en el
cual la esclavitud era contraria a la naturaleza; un tópico común en los
litigios revisados a lo largo del siglo XVIII y que se respaldaba en Las
siete partidas. Allí, en la ley 1ª, tit. 22, partida IV, se afirmaba: «Aman,
e codician naturalmente todas las criaturas del mundo la libertad [...]».
Además, la defensa de López aludía a la «costumbre imbeterada» que
permitía a los esclavos requerir papel de venta a sus amos sin mediación
judicial. Por lo tanto, los saberes consuetudinarios sobre la esclavitud
seguían, era de esperarse, muy vigentes:

Esta conducta, y una caridad grande han sido el mejor


estimulo, que me ha determinado a llenar los deberes de mi
constitucion, y aunque hasta el dia he disfrutado de benigni-
dad, ya temo los rigores de la servidumbre, pues por solo no
desempeñar con prontitud los preceptos, que ultimamente me
han impuesto, me sonroja con reprensiones, me intimida con
azotes, y seguramente hubieran tenido efecto, sino me oculto
de su vista. Es deplorable cituacion la del hombre, que sin
embargo de ser libre por naturaleza, ha de estar sujeto contra
su primer[a] condicion, y aunque reparo la conformidad, que

121
Carolina González Undurraga

dice con la Ley; mas esta misma, y una costumbre imbeterada


han facultado a los siervos para exigir de sus amos documen-
tos de venta que le proporcione mutacion de dominio […]21.

En una línea argumental similar, se presentó la demanda de María


Herrera por la libertad de su hija. Su petición usó recursos que fueron
constantes a lo largo de toda la historia de la litigación esclava en
América, como el del maltrato físico y el abandono de los amos. En
los litigios en que las demandantes eran madres, libertas o esclavas,
la figura de la madre amorosa y la del amo tiránico eran antagónicas:

[…] a bista de los rigorosos(sic) castigos, y crecidos pade-


cimientos que sin el menor motivo se halla esperimentando la
infeliz de mi hija en poder de sus amos, y que ella no tiene la
mas remota esperanza de poder solicitar amos que le compren,
a causa de no permitírselo los suios, y de tenerla con prisiones
en la chacra de Tobalagua, en donde Señor Excelentisimo
rendira la vida a impulsos del rigor y del castigo; pues ya se
halla gravemente enferma; y lejos de dispensarle el mas lijero
alivio a su dolencia, le tratan con la misma dureza, y cruel-
dad; estos justos motivos agitan el dolor de una madre, y le
animan a ocurrir a la recta piedad de v[uestra] e[xcelencia]
implorando de su beneficencia […]22.

Ocho años después, el litigio de María Blanco, morena esclava


del fallecido don Remigio Blanco, mostraba que algunas prácticas
judiciales de épocas monárquicas seguían vigentes en términos proce-
sales. María se presentó en 1820 como caso de corte ante el Tribunal
de Justicia y Apelaciones, amparada en su «condición miserable»,
como era usual en la litigación esclava, y que unos diez años antes se
instruía de la misma manera en el tribunal de la Real Audiencia. En
la petición de María se evidenciaba, además, el complejo contexto
político en que se acordaban las prácticas de liberación entre amos y
esclavos. María había recibido la libertad de manera verbal –lo que era
común– por «haberle seguido [a su amo] voluntariamente al destierro

21
«José María López, esclavo, pide papel de venta» (1813), ANH.CG, vol. 217,
pza. 14, fjs. 92-92v (destacados míos).
22
«María Ampuero, madre de Rosa Mesias esclava, con Tadeo Mesias y Josefa
Aros sus amos, por maltratos» (1812), ANH.CG, vol. 119, pza. 17, fj. 64 (des-
tacados míos).

122
La esclavitud en los registros judiciales y en las «leyes de libertad»

de Juan Fernández, en que lo acompañé y serví con el mayor amor y


fidelidad hasta que regresó de él»23.
Luego, están aquellos litigios levantados por un padre o madre
de alguien nacido después del 15 de octubre de 1811. Es el caso de
María de los Dolores Alamos, esclava, cuya hija Josefa había nacido
con posterioridad a dicha fecha y, no obstante, se la tenía por esclava:
«[…] en mi estado de Esclavitud di a lus bajo el dominio de Doña
María Luisa de los Alamos una hija que se nombró en la pila Josefa,
la que no obstante haber nacido despues de publicado el Decreto del
Soberano congreso, que declaró los bientres libres, ha sido vendida […]
y comprada como Esclava […]»24.
La violación de los decretos republicanos fue un efecto de la res-
tauración monárquica. Cuestión que también se evidencia en el caso
de María Herrera quien, una vez retornado el gobierno de los patriotas
en 1817, alegaba que la esclavitud de su hija era producto del gobierno
de los españoles y, por lo tanto, ilegal. Se creaba así una asociación
entre monarquía y esclavitud: «[…] nacio mi hija Maria Bicenta en el
mes de Marzo de el año pasado de mil ochocientos dies y seis, y por su
infelicidad Governaba en esa epoca la tirania; por cuyo motibo se haya
estampada por Esclava en el Libro de bautismos»25. En estas demandas,
la justicia solo era posible apelando a la autoridad política insurgente:
«[…] deseando como Madre amante sacar de la Esclavitud a mi hija,
ya que la divina Providencia se á dignado por medio de los imbictos
reconquistadores de las Provincias unidas del Rio de la Plata, ocurro
de sus superiores facultades se sirba declarar por libre a la expresada
mi hija»26.
Ahora bien, no obstante el triunfo definitivo sobre las fuerzas re-
alistas en febrero de 1817, la esclavitud siguió vigente unos seis años
más, hasta julio de 1823. En este contexto, la retórica judicial asociaba

23
«María Blanco, esclava, con Petronila Sánchez, viuda de Remigio Blanco, sobre
derecho a su libertad» (1819), ANH.RA, vol. 2318, pza.1, fj. 3 (destacado mío).
24
«María de los Dolores Alamos por la libertad de su hija Josefa» (1817), ANH.
CG, vol. 224, pza. 7, fj. 33 (destacados míos). Como en otros casos, en este se
incluye la partida de bautismo que corrobora la calidad de libre o ingenua de
la hija de la demandante: «Santiago y Agosto 27 de 1817. Por la fè de baptismo
que se ha por presentada, resulta que Josefa Alamoz, es ingenua conforme a lo
dispuesto por el Supremo [Con]greso Nacional de Chile en el capitulo 8º de la
cesion de 11 [de] Octubre de 1811. Declarasele tal […]».
25
«Maria Herrera, esclava de Mercedes Rojas, solicita la libertad de su hija Maria
Vicente» (1817), ANH.CG, vol. 74, pza. 33, fj. 121 (destacado mío).
26
Ibid., fj. 122 (destacado mío).

123
Carolina González Undurraga

cada vez más la esclavitud a la monarquía: «el tiempo de la despótica y


tiránica dominación». Esto era efecto, en parte, de la violación realista
al decreto de 1811, suspendido durante la restauración monárquica, y
por lo cual se habían esclavizado niños de manera ilegítima; también, en
parte, se hacía eco de los debates que circulaban por la palestra pública.
Así, la lucha por la libertad de los hijos esclavizados ilegalmente era la
lucha por la libertad de la Patria, «época felis en que han de ser oidos
los derechos que reclaman los miserables». Al respecto, Juan Farías,
soldado de la 1ª Compañía de fusileros de las Guardias Nacionales de
la ciudad de Santiago, argumentaba que:

[...] la Providencia Divina me preparo el haver tomado


estado de matrimonio con María del Carmen Maulen, escla-
va de Doña Rosa Gomes, y entre barios hijos que e tenido
me preparo la suerte haver nasido un niño nombrado Mateo
Eustaquio el dia dies y nuebe de septiembre de ochocientos
catorse, tiempo en que mi adorada Patria havia publicado por
bando, que todos los vientres de las siervas se declaraban por
libres para que de este modo se estinguiese la pesada Cadena
de la Esclavitud que tanto haborrese esta Suprema Autori-
dad. […]. Yo, el infelis y miserable, interpelo de su paternal
clemencia la ejecucion de aquel mandato paresiendome a mi
corto en[ten]der ser conforme, y arreglado a los fundamentos
que puntua[lizo] y en la consecuencia se cirba declarar por
libre de t[oda] Esclavitud y servidumbre a mi mencionado
hijo por ser [a]hora la época felis en que han de ser oidos los
derechos que reclaman los miserables […]27.

La esclavitud, ¿una paradoja revolucionaria?


Durante las guerras de independencia y la formación de las nuevas
repúblicas, la esclavitud se describió como un anacronismo político e
histórico. En efecto, en una época en la que se propugnaba la nece-
saria, natural y justa libertad de los hombres para la nueva forma de
organización política, no podía permitirse una aberración propia de
la monarquía. Por otro lado, el problema de la esclavitud se presentó

27
«Juan Farias, por su hijo esclavo Mateo Eustaquio: pide su libertad por haberse
proclamado la emancipación de todos los esclavos en esta República» (1817),
ANH.CG, vol. 55, fjs. 304-304v (destacados míos).

124
La esclavitud en los registros judiciales y en las «leyes de libertad»

como una tensión –discursiva y práctica– entre la defensa de la libertad


humana y el respeto de la propiedad privada; tensión encarnada en la
figura del esclavo28. Ella no era nueva, de hecho se describe en algunos
corpus jurídicos que regían a lo ancho de la monarquía católica y se
evidencian en los litigios de esclavos contra amos.
Ya para el siglo XIX, en las discusiones parlamentarias sobre las
leyes de libertad de vientres de 1811 y de abolición definitiva de la
esclavitud de 1823, se puede reconocer que la esclavitud pasó a ser un
problema político mayor; se convirtió en una paradoja revolucionaria.
En junio y julio de 1823, por ejemplo, el Senado pretendía poner fin a
una institución «bárbara, injusta y cruel» con la Ley de libertad29. Al
mismo tiempo, el Director Supremo Ramón Freire trataba de mediar
entre esos propósitos –bien justificados por lo demás– y la defensa del
«sagrado derecho de propiedad»30. Estas tensiones, que dilataban la
resolución definitiva del decreto, evidencian que a pesar de la condena
a la esclavitud, el bien jurídico protegido por el cual debía velar el
gobierno era la propiedad, «[…] la primera atención de los estatutos
sociales i de que no puede disponer ni el Senado, ni el Gobierno ni
autoridad alguna»31.
Para resolver este dilema, Freire proponía indemnizar a los ciuda-
danos propietarios o impulsar una suerte de campaña filantrópica: «Los
esclavos pertenecen exclusivamente a los ciudadanos, de cuya propiedad
particular no pueden ser despojados sin competente indemnización [...]
del Tesoro Público o que por medio de suscripciones se excite a los
ciudadanos para que contribuyan a un objeto tan filantrópico»32. Pero
el Senado se oponía a ambas propuestas por degradar «los elevados sen-
timientos de la Patria»33. Era contradictorio, por una parte, condenar la
esclavitud, como ya se había establecido en la ley de libertad de vientres
de 1811, primer paso que acreditaba dicho rechazo, y, al mismo tiempo,
hacerse cargo de resolver el problema a aquellos que consideraban unos
«avaros». En efecto, el Senado consideraba la minuta del ministerio –es

28
Para el caso anglosajón: Davis, 1975; para el caso hispanoamericano, una
perspectiva general en Solano y Guimerá, 1990; Piqueras, 2011.
29
Senado Conservador, sesión 44, anexo 448 (9 de julio de 1823), AA.VV., 1887-
1908, vol. VII: 271.
30
Senado Conservador, sesión 41, anexo 405 (1º de julio de 1823), Ibid., 252.
31
Ibidem.
32
Ibidem (destacados míos).
33
Senado Conservador, sesión 48, anexo 505 (21 de julio de 1823), Ibid., 297.

125
Carolina González Undurraga

decir del Director Supremo– como algo que «[…] solo pudiera servir
para hacer ilusoria la lei, i halagar la avaricia de unos pocos»34:

«El Erario [...] no puede reconocer sobre si una deuda en


orden a la servidumbre que tiene desaprobada, cuando por
otra parte no es él el que dió la lei de usurpación i tiranía, ni
puede hacerse depender de la continjencia de las suscripciones
la restitución de una libertad que demanda la humanidad, la
justicia y la naturaleza [...]»35.

Además, se debe tener presente que estos debates tienen como


antecedente, junto con la ley de 1811, al Ejército Libertador, el cual
había compelido a los patriotas propietarios de esclavos a entregarlos
al ejército bajo promesa de libertad con el fin de aumentar el contin-
gente militar.
Como sea, lo que me interesa de esta discusión legislativa no es
saber qué pasó con la ley de libertad –la cual finalmente se aprobó en
sesiones posteriores– sino considerar este debate a la hora de rastrear
qué ocurría con los esclavos y esclavas antes que el decreto definitivo de
abolición fuese dictado. Para estos, las nuevas ideas no se tradujeron en
cambios inmediatos de su situación y, por lo tanto, su vida no fue muy
diferente bajo el «nuevo» orden de fuerzas políticas. Quedaron fuera
de la ciudadanía republicana, al igual que la mayoría de la población.
Por lo tanto, continuaron apelando al recurso judicial como una forma
de demandar justicia a las autoridades para resolver, de manera formal,
conflictos con sus amos. Estos conflictos, en épocas revolucionarias,
ponían en tensión supuestos fundamentales, como ya hemos visto: la
libertad y la propiedad. En ese sentido, la intervención de los esclavos y
esclavas litigantes, o de familiares que demandaban por el cumplimiento
de la ley de libertad de vientres, debe ser entendida como una suerte de
intervención pública. La litigación nos muestra una puesta en escena de
la política desde otra perspectiva social e institucional: social, porque
los involucrados en la vida política no son los actores de siempre –la
élite–; e institucional, porque no es solo en el Senado –por mencionar un
lugar emblemático–, sino en los tribunales donde se están discutiendo
cuestiones contingentes y donde se está representando a diversos sujetos,
como esclavos y pobres.

34
Ibidem (destacados míos).
35
Senado Conservador, sesión 44, anexo 448, loc. cit.

126
La esclavitud en los registros judiciales y en las «leyes de libertad»

Lo anterior invita a reflexionar sobre las complejidades y contradic-


ciones que presentaron, para los grupos subordinados como los esclavos,
la demanda y aplicación de derechos en un contexto en que la cultura
jurídica de la monarquía española y las ideas políticas revolucionarias
estaban vigentes y en competencia. Estas paradojas se repitieron a lo
largo de toda Iberoamérica. Las fechas de la abolición definitiva de la
esclavitud en diferentes naciones, y las discusiones que le precedieron,
evidencian lo complejo del tema36. Sin ir más lejos, en la mayoría de
las nuevas repúblicas la abolición legal se promulgó hacia mediados
del siglo XIX37; o, incluso, hacia finales de la centuria, como los casos
de Cuba y Brasil, que declararon la libertad en 1886 y 1888, respecti-
vamente. En ese sentido, casos como el chileno llaman la atención por
lo temprano que se legisló respecto de la emancipación de los esclavos.
Una interpretación clásica sobre esta materia dice relación con la
escasa importancia que la población esclava tenía para la economía,
así como por su bajo número38. No obstante, continúa siendo un tema
más complejo pues se ha investigado poco sobre la esclavitud en Chile39.
Por lo tanto, se debe ser cuidadoso respecto a la «realidad» de afirma-
ciones como las del Senado que, para sustentar la ley de libertad de
1823, afirmaba que «el número de esclavos es tan corto en el país» que
por eso mismo la ley no debía ser un problema para los propietarios.
Por otro lado, como se ha descrito más arriba, el decreto de 1811
no implicó que las leyes se pusieran en marcha de manera automática.
Luego, con la supresión total de la esclavitud en 1823, los conflictos
pasaron a ser diplomáticos. En efecto, esclavos de países vecinos se fu-
gaban a Chile debido a la ley de libertad, lo que hizo modificar varias
veces algunos detalles de la misma con posterioridad40. Ya fuese por
cuestiones internas o externas, la esclavitud siguió siendo un tema polé-
mico en la política y las letras del Chile decimonónico, lo que requiere,
sin duda, de mayor investigación. No en balde en 1863, al analizar la
situación de Brasil, Francisco Bilbao la llamó «la última trinchera»41.

36
Al respecto, y para el caso de Brasil, cf. Weinstein, 2005.
37
Reid Andrews, 2007: 101.
38
Feliú Cruz, 1973.
39
Cf. Cussen, 2006; San Martín Aedo, 2011: 29-45.
40
Feliú Cruz, 1973: 102.
41
Bilbao, 2007 [1863]: 584.

127
Carolina González Undurraga

Documentación manuscrita
ANH.RA, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Real Audiencia:
vols. 1951 y 2318.
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129
Esclavitud y deportaciones indígenas
desde la frontera de Chile
De cautivos a esclavos:
Algunos problemas metodológicos
para el estudio de los indios cautivos
en la guerra de Arauco*1

Macarena Sánchez Pérez

El rescate que hasta ahora ha hecho la historiografía respecto del


período transcurrido entre las primeras incursiones hispanas en la zona
sur de Chile y los conflictos interétnicos a lo largo de los siglos XVII y
XVIII, ha relegado permanentemente a un sector importante de voces
que fueron protagonistas dentro del complejo proceso de conflicto,
ocupación y resistencia de los grupos autóctonos, en relación con los
invasores europeos. Nos referimos a aquellos hombres y mujeres que
en su calidad de cautivos, tácita o explícitamente acompañaron cada
testimonio, cada noticia e informe sobre los triunfos o derrotas de la
avanzada hispana; así como los numerosos documentos sobre comercio
y la vida de frontera en general, por lo menos mientras que este territorio
siguió siendo eso: una frontera.
Ya sea para formar parte de una cifra general o aproximativa, o
como parte de un testimonio individualizado y pormenorizado, los
cautivos –sobrevivientes, pero prisioneros en guerra– constituyeron no
solo las voces dolientes de un «botín de guerra» que clamaba por su
redención, sino también el indicativo más claro de que aquel conflicto
entre las relaciones de fuerza y poder, protagonizado por grupos his-
panos y/o hispanizados y sus aliados, por un lado, y los indígenas no
sometidos, por otro, seguía siendo un problema sin resolver. En este
sentido, más precisamente, los cautivos esclavizados fueron no solo una
consecuencia de la prolongación del conflicto en el sur de Chile sino un

*
Esta investigación forma parte de la tesis doctoral Prácticas y discursos del
cautiverio hispano en Chile, 1598-1670 (Instituto de Historia, Pontificia Uni-
versidad Católica de Chile, 2016), que contó con financiamiento del proyecto
Fondecyt regular nº 1100215 (2010-2014): «La diáspora mapuche en Chile
colonial. Migraciones forzadas y voluntarias desde la Araucanía hacia el centro
y norte de Chile, y otras regiones del virreinato peruano (siglos XVI-XVIII)».

133
Macarena Sánchez Pérez

aliciente para este. Como sabemos, antes, durante y después de su dura-


ción legal, la esclavitud indígena constituyó un negocio lucrativo para
quienes participaban en ella. De allí la avidez por acometer entradas o
incursiones violentas, tanto de parte de indígenas autónomos –quienes
practicaban capturas intraétnicas y «ventas a usanza»– como de los
sectores hispanos y sus aliados1.
El negocio de la esclavitud involucraba a un sector amplio de la
sociedad colonial. Desde la oficialidad hasta gobernadores, indios de
paz y de guerra, lucraron con la trata de personas asociada a la de-
manda de hacendados de Chile central, mineros, y también caciques
y autoridades indígenas. No obstante, al hablar de cautiverio también
debemos incorporar a las víctimas del mundo hispanocriollo, quienes
sufrían una experiencia comparable desde el otro bando en conflicto.
En efecto, el cautiverio fue un problema que cruzó la sociedad colonial
chilena en su conjunto, sobre todo a aquella que se asentaba en zonas
aledañas al conflicto. Mujeres, niños, misioneros y soldados sufrieron el
traumático y penoso destino del rapto, sometidos a vivir entre el «ene-
migo» por períodos indefinidos, incluso de por vida, como consecuencia
del azaroso contexto que proponía la vida cotidiana fronteriza entre
los siglos XVI y XVIII, producto de la tensa convivencia e inestables
coyunturas de paz en la región.
Las fuentes nos hablan de cientos de cautivos apresados a lo largo de
todo el período, cifras que se veían exacerbadas tras eventos específicos
como las grandes rebeliones indígenas y la posterior respuesta de las
autoridades españolas. Es muy probable que la suma final de cautivos
indígenas exceda por mucho a la de cautivos hispanos, principalmente
porque esta práctica fue por momentos parte de una política de gobier-
no, avalada además por el desarrollo de un amplio mercado esclavista
y trata de personas en distintos lugares del continente. Esto no quiere
decir que los cautivos hispanos no hayan sido esclavizados o vendidos
a distintas zonas, sin embargo, los alcances de este mercado fueron
menores respecto al desarrollado por la comercialización de indígenas.
Por otro lado, los mecanismos de asimilación e integración de nuevos
miembros al interior de las comunidades mapuches permitieron, en
ocasiones, mayores alternativas de movilidad de estatus, además de

1
Para profundizar el tema de la esclavitud legal y su práctica, véase García
Añoveros, 2000; Valenzuela Márquez, 2009; Obregón Iturra y Zavala Cepeda,
2009.

134
De cautivos a esclavos: algunos problemas metodológicos...

la esclavitud, muerte o truque, que eran las más frecuentes para los
prisioneros indígenas entre las fuerzas hispanas.
Por otra parte, hubo una transversalidad en relación a la clasifica-
ción étnica de los cautivos. Negros, mulatos, mestizos e incluso otros
indígenas de paz o indios amigos2, eran por momentos sectores incluso
más vulnerables y fáciles de capturar, y, al mismo tiempo, constituyeron
casos menos viables de liberar. No obstante, la mayor parte de los estu-
dios sobre cautiverio concentran su atención en los cautivos hispanos
o mestizos, silenciando la presencia de un importantísimo número de
cautivos de origen mapuche a quienes solo se les ha estudiado en su
dimensión de esclavos, la que es solo una de las posibles alternativas
derivadas de un cautiverio inicial. No todos los indígenas fueron es-
clavizados o asesinados. Muchos permanecieron en los fuertes, fueron
utilizados como moneda de canje con otros cautivos o como elemento
de negociación para pactar acuerdos; o, simplemente, como informan-
tes, concubinas u otras categorías. Dicho binomio cautivo-europeo/
esclavo-indígena, como veremos, a pesar de lo que pueda creerse, no
forma parte de una clasificación presente en la documentación –la que
utiliza los términos de manera más bien aleatoria– sino más bien de
una opción metodológica recurrente en la historiografía.

Las fuentes y las clasificaciones3


A pesar de lo extendido del fenómeno, la historiografía chilena
no presenta publicaciones que busquen entregarnos un panorama más
general del cautiverio, con sus diferentes protagonistas y complejidades.
La mayor parte de los trabajos –en su mayoría aportes desde otras
disciplinas–, se han circunscrito al estudio discursivo y literario de la

2
Para Andrea Ruiz-Esquide el término «indio amigo» da cuenta de realidades
distintas a lo largo del período colonial. De esta manera, en el siglo XVI repre-
sentaban principalmente a aquellos que actuaron como indios de servicio de los
españoles –como lo eran los de encomienda y yanaconas–, que para la autora
serían más precisamente «indios auxiliares». Es solo a partir del siglo XVII y
los cambios en la estructura del ejército y las relaciones fronterizas en la zona
sur que se fue configurando una situación diferente. Los indios de servicio o
auxiliares fueron dando paso en este contexto de guerra a los indígenas pro-
venientes de los sectores reducidos de las provincias de guerra, los que pasan a
denominarse como aliados o indios amigos. Ruiz-Esquide, 1993: 19-23.
3
Hemos abordado específicamente el problema de las clasificaciones en Sánchez
Pérez, 2010a.

135
Macarena Sánchez Pérez

crónica de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, El cautiverio feliz4.


El exiguo corpus historiográfico con que contamos hasta hoy para este
tema raramente excede los límites de la experiencia de este autor sobre
el cautiverio en el Chile colonial, y los que sí lo hacen, entre los que
se cuentan Gabriel Guarda, Carlos Lázaro y Sonia Montecino –por
nombrar los más conocidos–, han puesto su atención en la información
etnográfica entregada por este excautivo en relación con la cultura
indígena captora y en algunos aspectos de la convivencia y mestizaje,
lo que no deja de resultar muy interesante. A pesar de ello, poco se ha
hecho con respecto a las etapas y características propias de la condición
del cautiverio en sí5, y menos para vincular comparativamente este
tipo de cautiverio hispano con el que vivieron, en sentido contrario,
los propios indígenas.
Lugar aparte ocupan las investigaciones que se han dedicado al
estudio del mestizaje en cautiverio desde la perspectiva de género y que
en la actualidad presentan importantes publicaciones, tanto en Chile
como en Argentina. En este sentido, los estudios sobre esta materia en
Chile han centrado su mirada en el llamado «mestizaje al revés»6 o el
que se inicia desde el cautiverio hispano, y desde el punto de vista sim-
bólico en la figura de la cautiva española, la portadora de dicha mezcla.

4
Núñez de Pineda y Bascuñán, 2001 [1673]. Entre las investigaciones que han
estudiado esta obra, no podemos dejar de mencionar a Ralph Bauer, en cuyos
trabajos se sitúa el documento dentro de su época y se revelan elementos dis-
cursivos claves subyacentes en la fuente que explican lo particular del relato
de este cautiverio: Bauer, 1997 y 1998. Sobre el tema, véase también Coltters,
2004; Correa Bello, 1965; Rosati y González, 2010.
5
Lázaro, 1994; Zapater, 1988; Guarda, 1987. Entre otras publicaciones que
han abordado más recientemente el tema del cautiverio hispano, con especial
énfasis en la información etnográfica y el mestizaje, destacamos Téllez, 2001;
Operé, 2001.
6
Respecto al cautiverio y su relación con el mestizaje en la frontera araucana, la
publicación de Eduardo Téllez abarca mayores perspectivas dentro del tema,
además de contar con un importante cuerpo documental. El autor intenta abor-
dar el problema del mestizaje biológico en la zona, específicamente el llamado
«mestizaje al revés», destacando el impacto y alcances que tuvo el cautiverio
femenino entre los grupos indígenas autónomos. Analiza los móviles de sus
captores –como el «rapto de la novia»– con el fin de demostrar los lazos de
parentesco y descendencia que se entretejen a partir del rapto de mujeres «blan-
cas» por hombres reche-mapuche. Da cuenta de determinados inconvenientes
y dinámicas históricas que maniobraron al momento de disponer el rescate de
las cautivas y recoge algunos de los intereses y discursos institucionales que
circularon en relación a ellas, con sugestivos aportes interdisciplinarios que
enriquecen la interpretación: Téllez, 2001.

136
De cautivos a esclavos: algunos problemas metodológicos...

Al respecto, quizá el aporte más significativo ha llegado principalmente


desde los estudios de género, los que han mostrado un gran progreso en
Chile durante estos últimos años. Rebeca Alegría, por ejemplo, analiza
el cautiverio femenino en conjunto con la esclavitud y revisa el rol de
las mujeres prisioneras en las sociedades captoras, concluyendo, entre
otras cosas, que no hubo «solidaridad de género» sino, por el contrario,
las cautivas mujeres habrían recibido un peor trato de las mujeres del
grupo captor; también instala la idea de venganza en las prácticas contra
los cautivos españoles, producto de la tortura ejercida a las cautivas
indígenas. Jessica González, por su parte, estudia la experiencia de las
cautivas blancas en territorio mapuche. Menciona temas como el rapto
de la novia y el rol de la cautiva como clave del mestizaje biológico y
cultural. Uno de sus aportes más interesantes es el que se refiere a las
representaciones que circulan en los relatos del período respecto de la
mujer cautiva, que muere en la lucha por conservar su «pureza» y se
contrapone a las sobrevivientes, en quienes se encarnaría no solo la
imagen de la derrota sino que también –como a la Helena troyana– se
les dejaría caer la sospecha de invitación al rapto7.
En esta misma línea de estudios de género, Argentina también
destaca con sus aportes a la historia del cautiverio y, por sobre todo,
de las representaciones de la cautiva. Con todo, los trabajos trasan-
dinos se encuentran fuertemente vinculados a los aspectos literarios
del cautiverio de hispanocriollas más que en interpretaciones basadas
en referencias documentales. Este estrecho vínculo con la literatura se
debe a la importancia capital que el texto de Lucía Miranda ha jugado
en el acervo nacional y en la formación de las representaciones sobre
la cautiva en general8. Uno de los escritos más destacados es el de
Cristina Iglesias, donde se da cuenta de las representaciones narrativas
del cautiverio. La autora trabaja, desde la literatura, las imágenes que
se fueron configurando respecto de las cautivas blancas en el mundo
7
Alegría, 1997; González, 2003. En estos últimos años, Jessica González ha
hecho aportes interesantes desde su investigación «Sujetos y cuerpos como
objeto de mediación y negociación. Cautivos(as) en la frontera de la Araucanía
en los siglos XVIII y XIX» (Fondecyt Iniciación nº 11130713), donde revisa
el proceso desde la perspectiva de la larga duración.
8
La significación de la cautiva Lucía Miranda en la cultura argentina excede el
trabajo que puntualmente nos ocupa. Este personaje, que aparece por primera
vez en La Argentina escrita [1612] de Ruy Díaz de Guzmán, tendrá larga des-
cendencia historiográfica y literaria hasta ya entrado el siglo XX. Con Lucía,
la «cautiva blanca», la prenda codiciada por dos caciques indígenas, se pone
en escena un verdadero «mito de origen».

137
Macarena Sánchez Pérez

indígena durante el período llamado de Conquista, decodificando ciertas


claves presentes en la literatura del tema: el hambre, los naufragios, los
orígenes hispanos como un concepto de «supresión» del mestizaje y
la disposición de categorías de purezas. Deconstruye también algunos
mitos épicos, como el combate, el despojo y el cautiverio, e instala
representaciones e imágenes de los cautivos9. Otro interesante trabajo
es el de Susana Rotker, cuyo mayor aporte es dar cuenta del proceso
revisionista que ha emprendido la historiografía argentina con respecto
a este tema. La autora recorre y examina cómo las políticas y discursos
de orden nacionalista y eugenésico de las primeras décadas del siglo
XIX fueron invisibilizando a la mujer cautiva, en tanto agente portador
de mestizajes10.
En una línea un poco más amplia, desde los años ochenta se percibe
en la historiografía argentina un interés por el desarrollo de estudios
orientados a conocer los sistemas de relaciones interétnicas en los cuales
se insertan importantes aportes hacia el tema del cautiverio interétnico
a lo largo de esta extensa frontera. En esa línea han proliferado estudios
sobre el cautiverio, entendido principalmente como fuente de mestizaje
y entre los cuales destacan los trabajos de Carlos Mayo como uno de
los pioneros en recoger la experiencia de cautivos europeos en las zonas
de la frontera sur argentina11. Dentro de la misma temática, debemos
mencionar el estudio de Susan Socolow que, de manera más amplia y
con contribuciones desde otras disciplinas, da un paso adelante en los
estudios sobre mestizaje y cautiverio. Además de entregar un panorama
complejizado respecto de las relaciones fronterizas en América colonial

9
Iglesias, 1997. Con todo, el aporte interpretativo que ofrecen los estudios lite-
rarios del cautiverio argentino y el texto de Lucía Miranda son fundamentales,
pues esta imagen ficticia que se fue erigiendo respecto a la cautiva parece con-
tener en sí elementos claves que se le fueron atribuyendo a las miles de cautivas
anónimas de la historia colonial argentina.
10
Rotker, 1997.
11
Mayo, 1986. Es necesario constatar que el trabajo de Mayo, a pesar de repre-
sentar una significativa contribución en términos documentales y un interesante
estudio para los variados tópicos del cautiverio interétnico –mestizaje, rapto,
captura y reinserción en la sociedad hispana tras el rescate, etc.–, manifiesta un
alto grado de etnocentrismo. Para el autor, la presencia indígena pasa a cons-
tituir solo un «factor» que provoca, desequilibra o transgrede la vida criolla.
Esta postura contrasta con las corrientes más recientes de la historiografía
trasandina, donde los grupos indígenas aparecen complejizados como agentes
promotores de procesos que modificaron e influyeron en las dinámicas globales
del desarrollo de la frontera, entre los que se cuentan Villar, 2001, y Roulet,
2009, entre otros.

138
De cautivos a esclavos: algunos problemas metodológicos...

y las políticas españolas en la frontera en el XVIII, su análisis tiene la


originalidad de vincular la triada conceptual esclavitud-cautiverio-
prisionero, mezclándolos como parte de realidades integradas12.
No obstante lo anterior, tanto en Argentina como en Chile poco se
conoce de las dinámicas particulares de la captura, rescate, traslados,
ventas o trueques del cautivo, o de sus agentes mediadores a la hora
de la redención. Tampoco se ha hecho un esfuerzo por «historizar»
el fenómeno como parte de un proceso mayor de relaciones político-
militares en la zona y ver el rol que los cautivos desarrollaron en ella; y
quizá lo más complejo es que no se han publicado estudios que busquen
erradicar la postura etnocéntrica del fenómeno. Hasta ahora, en efecto,
cuando hablamos de «cautivo» se da por sentado que nos referimos al
cautivo europeo en manos de sus captores indígenas, perpetuándose
una despreocupación por los numerosos cautivos amerindios, muchos
de ellos también víctimas durante esta etapa. Solo en estos últimos años
se han visto algunas publicaciones en ambos contextos tendientes a
revertir esta mirada.
Así, para el caso trasandino destacan las publicaciones de Daniel
Villar sobre las llamadas «ventas a la usanza del pays» y rescate de in-
dios en las pampas y la Araucanía en los siglos XVII-XIX, y el trabajo
de Gastón Doucet, el cual relaciona los cautivos indígenas de guerra
y esclavos en Tucumán13. Más actualmente, destaca el artículo de Flo-
rencia Roulet sobre mujeres indígenas cautivas como mediadoras en
la frontera sur del Río de la Plata14. En esta dirección, para Chile las
publicaciones son más escasas y de carácter reciente, como lo es el artí-
culo de Jimena Obregón, quien explora la idea de atracción hispana por
los estilos de vida indígena, analizando este fenómeno a través de tres
figuras centrales: los guardias (capitanes de amigos), los fugitivos y los

12
Socolow, 1992. La autora se detiene en el estudio de los casos femeninos y
ofrece además un cuadro de cautivos divididos por edad, origen y sexo, dando
cuenta al mismo tiempo de la significativa movilidad geográfica a la que eran
sometidos. Este trabajo, como la mayoría de los estudios sobre cautiverio en
Argentina, se sustenta en el estudio de diversas fuentes, pero entre las que destaca
una extemporánea al período que la autora propone analizar, por constituir
un documento de principios de siglo XIX. Este documento corresponde a un
catastro dispuesto durante la llamada Campaña del Desierto, del gobierno de
Rosas, en el cual fueron liberados cautivos a quienes se les tomó declaración
respecto de su captura, años de cautiverio, etc. Este invaluable documento ha
sido la piedra angular de los estudios al otro lado de la cordillera.
13
Villar, 2001; Doucet, 1988.
14
Roulet, 2009.

139
Macarena Sánchez Pérez

cautivos, estos últimos considerados conceptualmente como indígenas


y españoles, aunque el interés principal está puesto en estos últimos15.
La explicación de este problema se ha dado en torno a lo frag-
mentario de la documentación respecto al cautiverio en general, lo
que se ve doblemente complejizado en la medida en que ciertas «voces
cautivas» –como las de mujeres, niños e indígenas– se encuentran do-
blemente encubiertas y solo contamos con testimonios indirectos o en
tercera persona. Sin embargo, distintos catastros, censos, informes e
incluso declaraciones de excautivos indígenas –aunque más escasos, es
cierto– nos han permitido ir construyendo una cierta memoria de esa
experiencia desgarradora de la vida en cautiverio. Es entonces sobre
este último punto, el cautiverio indígena, en el que hoy buscamos lanzar
nuestras primeras líneas de trabajo.
No obstante, existe una segunda dificultad desde el punto de vista
hermenéutico: la realidad del cautiverio se mantiene en límites bastante
difusos frente a otras experiencias colindantes y más explícitas, como
lo son la esclavitud, la servidumbre temporal, el amancebamiento, etc.,
las que se entremezclan y confunden constantemente en las fuentes,
haciendo muy compleja la configuración de un modelo –o como diría
Max Weber, de un «tipo ideal»– a partir del cual podamos reducir al
cautivo como sujeto de estudio. En otras palabras, las fuentes presentan
en forma permanente, tanto para cautivos hispanos como para indíge-
nas, un uso aleatorio del vocablo «esclavo» o «cautivo»16.
Incluso existía una equivalencia simbólica en el discurso al momen-
to de señalar que gran parte de las torturas y prácticas que se ejercían a
las cautivas y cautivos hispanos no eran sino remedos de las que recibían
los indígenas en poder de los españoles. Por otra parte, numerosos son
los documentos que hacen referencia a los prisioneros indígenas como
«cautivos», incluso cuando estos fueron esclavizados tempranamente
con posterioridad a su captura. A comienzos del siglo XVIII, por ejem-
plo, don Simón Sotomayor recuerda que en 1662 su padre y el gober-
nador, Ángel Peredo, hicieron una correría en «las tierra del enemigo»,
capturando «de entre los bárbaros más de cuarenta cautivos» y quienes
después habrían servido como esclavos «gloriosamente en este ejército y
más de sesenta mujeres de servicio»17. Esta correspondencia semántica
15
Obregón Iturra, 2012; Sánchez Pérez, 2010a y 2010b.
16
Sánchez Pérez, 2010a.
17
«Alonso Sotomayor sobre una querella civil interpuesta por el señor Sargento
Mayor General de Batalla don Francisco Ibañez de Peralta sobre injurias»
(Concepción, noviembre 1710), ANH.RA, vol. 336, fj. 364.

140
De cautivos a esclavos: algunos problemas metodológicos...

entre el estatus de cautivos indígenas y españoles queda aún más clara


cuando en 1616 se toma declaración a

[…] un yndio que dijo llamarsse alonso y ser natural de


lebo tierra de guerra y que de su boluntad por hel declaro
le ssaco de los yndios de guerra que lo tenian cautibo çinco
o seis años arriba y que no conoçe encomendero ni caçique
mas de que estubo como dicho cautibo con pedro Ruiz que
agora es frayle en el convento de san agustin18.

De este modo, españoles e indígenas comparten la experiencia


del cautiverio y el estatus de «cautivo», donde además se establecen
vínculos imprevistos, como en este caso, en que Ruiz pareció proteger
de cierta forma al declarante y posteriormente propició su liberación,
por lo cual Alonso habría accedido a entregar su servicio al «tiempo
de dos años a el susodicho y al convento»19.
Bajo esta misma lógica, un testigo puede referirse a un mismo indi-
viduo que se encuentre privado de su libertad de ambas formas –como
«cautivo» o «esclavo»– y en un mismo documento. Es por ello que las
distintas investigaciones suelen describir la esclavitud y el cautiverio
como parte de un mismo fenómeno. Sin embargo, al no constituir en
sí una misma condición, aspectos centrales del análisis se diluyen y no
permiten un estudio más acabado del fenómeno, como ocurre para el
caso del cautiverio indígena en el sur de Chile.
En efecto, no todos lo cautivos indígenas fueron esclavizados.
Las múltiples opciones para el desenlace y sobrevivencia del cautivo
dependerán de diversos factores: la astucia, la suerte, la fortaleza, la
capacidad de adaptación y muchos otros elementos de difícil ponde-
ración que promovieron una mejor o peor posición del cautivo en la
cultura del captor. La difusa barrera que separa a un cautivo de otras
realidades, como la esclavitud, se explica por el carácter «liminal» o
«transicional» de su condición20.

18
«Asiento de Trabajo de Alonso, indio natural de Lebo, tierra de guerra» (San-
tiago, 6 de junio de 1616), ANH.ES, vol. 55, fjs. 251-251v.
19
Ibidem.
20
Hemos empleado el concepto de «liminalidad», queriendo aludir al estado de
apertura y ambigüedad que caracteriza a la fase intermedia en que se encuentra
el cautivo. Este concepto, utilizado por la antropología simbólica tanto como
por el psicoanálisis, pretende dar cuenta de aquel sujeto que cambia de estado.
Los atributos de una persona liminal son necesariamente ambiguos. Son sujetos
que se resbalan dentro del entramado de las clasificaciones que normalmente

141
Macarena Sánchez Pérez

El cautivo, de una u otra forma, se encontraba expuesto al paso


hacia otro estatus, que podía oscilar entre su muerte –como el mártir– o
la liberación –como en el caso de los «redimidos». El instante exacto
en que un cautivo deja de serlo para ocupar otro estatus –como el de
«esclavo»– escapa al ojo del investigador, pero no pasa lo mismo en
relación con las secuelas culturales de ese tránsito, es decir, su condi-
ción inicial de cautivo no pasa desapercibida. Una de las secuelas más
evidentes guarda relación con el mestizaje cultural y biológico. De esta
forma, una mujer indígena cuyo vínculo matrimonial haya tenido como
origen el rapto desde otro grupo étnico, tendrá un proceso de adaptación
muy diferente, dado que no contará con vínculos o alianzas legítimas
entre su grupo de origen y su nueva comunidad.
En un intento por aprehender sus dinámicas más características, nos
hemos embarcado en la tarea de establecer ciertos patrones comunes
dentro de las vivencias particulares de individuos que a través de la
historia fueron vícti  mas de esta traumática experiencia. En este sentido,
uno de los elementos más importantes de la condición del cautivo es su
falta de libertad para autodeterminarse; esto es, el hecho de estar «bajo
el poder de» o «en manos de otro».

Esta dependencia puede ser:

1.- De la justicia en la que se encuentra un prisionero.


2.- De un amo bajo cuya posesión se encuentra un esclavo.
3.- Del enemigo en el que se encuentra el cautivo o prisionero de
guerra21.

En estas tres situaciones la falta de libertad, la vigilancia, la custo-


dia y el castigo son elementos comunes; no obstante, la génesis que ha
conducido al desarrollo de estas vivencias es lo que las diferencia. De-
jando de lado la primera condición –la del prisionero por trasgresión al
sistema jurídico establecido–, las dos últimas han mantenido un diálogo

localizan estados y posiciones en el espacio cultural. Las entidades liminales no


están «ni aquí ni allí». Las personas en este estado tienen un doble carácter, pues
ya no están clasificadas de acuerdo a su estatus anterior (como ocurre con el
cautivo que es secuestrado fuera de su grupo y pierde su estatus de origen) y, al
mismo tiempo, aún no adquieren una nueva clasificación de acuerdo al estatus
al cual están accediendo; hecho que en el caso del cautivo se da en la medida
en que asume algún destino específico, ya sea la esclavitud, la redención u otro.
21
Cipollone, 1997.

142
De cautivos a esclavos: algunos problemas metodológicos...

permanente a lo largo de la historia. Lo que se distingue entre estos dos


términos es que la palabra «cautividad» nos conduce inmediatamente
a pensar en una prueba de fuerza, de violencia, que sustrae de un con-
texto de orden y nos coloca en una situación de desorden, mientras
que el estado de «esclavitud» es vivido o concebido en un estado de
orden22. En efecto, la vida de un esclavo, desde el punto de vista de la
institucionalidad indiana, estaba concebida dentro de un orden jurídico
ordinario: un esclavo podía demandar a su amo por distintos motivos,
muchos de los cuales incluso podían permitirle acceder a la calidad de
«libertos». El cautivo, en cambio, debe ceñirse a la legalidad que se
enmarca dentro de los estados de excepción que impone la guerra, a
partir de la cual podía incluso perder la vida.
En esencia, el cautivo, desde el punto de vista español, era una
persona capturada en forma violenta durante una expedición enemiga,
llevada a cabo por fuerzas pertenecientes a una religión distinta. El
factor clave en el cautivo es el hecho de poseer una religión diferente
a la de sus captores, según se señala en Las siete partidas de Alfonso
X (1252-1284): «[…] cativos son llamados por derecho aquellos que
caen en prisión de homes de otra creencia». Es en el elemento religioso,
entonces, donde se entronca la idea de alteridad, por lo que el cautiverio
es un fenómeno solo explicable, fundamentalmente, en un contexto de
lucha religiosa, donde el enemigo no solo se opone políticamente sino
que religiosa, cultural y moralmente. Una serie de conceptos, como
son la falta de libertad, el sometimiento a tormentos, el trabajo servil
y, en general, un estado de miseria, son parte de lo que se entendía que
debería estar dentro de la vida de un cautivo. Desde este punto de vista,
el cautivo corresponde a uno de los estatus más vulnerables en el que
puede caer una persona. Las Partidas nuevamente indican que a «estos
los matan después que los tienen presos por despreciamineto [sic] que
han á su ley, ó los tormentan de muy cruas penas»; también establecen
el estrecho vínculo entre cautiverio y esclavitud, entendiendo que es uno
de los posibles derechos del captor: «[…] se sirven dellos como siervos
metiéndolos á tales servicios que querrian ante la muerte que la vida:
et sin todo esto non son señores de los que han pechándolo á aquellos
que les facen todos estos males ó los venden quando quieren»23.
Al igual que en Europa, la captura de prisioneros desde el punto
de vista español se entendía como parte del botín esperado y «justo»

22
Concha, 2007: 109-125.
23
Alfonso X, 1807 [1256-1265], Partida Segunda, tit. XXIX, ley I, p. 327.

143
Macarena Sánchez Pérez

dentro del proceso de enfrentamiento. En este sentido, la posibilidad de


someter a esclavitud a los prisioneros cautivos, si bien obedecía fuerte-
mente a intereses económicos, tuvo fundamentos de carácter religioso,
entendiendo esa condición como una alternativa a la muerte. Era visto,
por lo tanto, como un acto de piedad frente al enemigo capturado.
Sin ir más lejos, el propio gobernador de Chile, Alonso de Ribera,
lo expuso también en esos términos cuando en 1602 manifestaba su
opinión favorable respecto de la necesidad de legalizar la esclavitud de
los indígenas «rebeldes» de Chile. Recogiendo las palabras de Pedro de
Vizcarra, Ribera expresaba que «se pronunció sentencia asignándolos
por esclavos en conmutación de la pena de muerte que merecen»24.
Este discurso se sustentaba en la idea de que la ocupación y sujeción
estaban legitimadas por la voluntad divina y, por lo tanto, la resistencia
al sistema era considerada un delito. Así se lee en la carta de Ribera
antes citada, cuando justifica la esclavitud de los indígenas no some-
tidos, indicando «que entre los demás medios es uno principalísimo
dar por esclavos los indios rebeldes por los delitos y causas graves que
constan en el proceso que viene sentenciado contra ellos y remitido a
V. M. en su Real Consejo de Indias»25. Dichas causas no eran otras que
el alzamiento de 1598, con la consecuente destrucción de las ciudades
del sur, y la muerte y captura de numerosos prisioneros hispanos, prin-
cipalmente mujeres y niños. Igualmente lo expresó el religioso Antonio
de Victoria, cuando señalaba que la guerra no tendría término si no se
aprobaba la esclavitud de los indígenas rebeldes, «tan merecedores de
este castigo por su pertinencia y delitos tan graves como han cometido
contra la divinidad y vuestra real persona a quien Nuestro Señor en su
santo servicio conserve»26.

El destino de los cautivos indígenas


Los motivos que explican la avidez por el rapto y, sobre todo, por
la cautividad de otros individuos, obedecen a un universo muy amplio
de intereses que no solo se explican a partir del mercado esclavista y

24
«Alonso de Rivera, gobernador: estado de Chile» (valle de Arauco, 25 de febrero
de 1602), AGI.Patr, vol. 228, R.31, s/f.
25
Ibidem.
26
Carta de fray Antonio de Victoria a S. M. avisando la muerte del gobernador
Loyola y sugiriendo que los indios sean dados por esclavos (Concepción, 12
de marzo de 1599), AGI.Patr, vol. 228, R.9, s/f.

144
De cautivos a esclavos: algunos problemas metodológicos...

que en gran medida estos mismos elementos influirán en la suerte que


correrá el cautivo. Razones culturales, rituales, sociales o económicas
podían, por sí solas o en conjunto, dirigir la empresa de captura, tanto
indígena como hispana, y determinar la suerte del cautivo, fuese esta
su muerte, integración y parentesco, venta y esclavización, traslado,
trueque, redención o rescate.
De hecho, muchos de los cautivos indígenas fueron cogidos con
el principal objetivo de conseguir el rescate de prisioneros cristianos
y así obtener acuerdos con los jefes de rewes influyentes en la zona de
la Araucanía. Para esto eran reservados los sujetos de mayor prestigio.
Alonso de Ribera informaba, por ejemplo, de que «en algunas malocas
que se hicieron se prendieron algunos indios e indias principales, con
que obligué al cacique Quintiguena, cabeza de Arauco, al que era de
Lavapié, llamado Antemaulen, a enviar mensaje, tratando de darle la
paz»27. En efecto, una de las razones principales por las que se captu-
raban rehenes y se reservaban los de mayor prestigio era por la posibi-
lidad de usarlos como moneda de canje para el rescate de prisioneros
cristianos o aliados. Esta razón es esgrimida incluso para las entradas
de guerra y la posición estratégica de los fuertes. Así se lee en el informe
del gobernador Alonso García Ramón, donde daba cuenta de que el
maestre de campo, Diego Bravo de Saravia, y el capitán, Marco Fandino
de Sotomayor, habían capturado «24 yndios los mas de ellos caciques
principales y capitanes y se mataron 12 de donde resultaron dos bue-
nos subçessos muy deseados el primero fue comensarse el rescate de
cautibos a trueque de los dichos yndios prisioneros […]»; y que gracias
a tal empresa en un plazo de diez días habría logrado la liberación de
«22 personas españolas las mas de ellas de mucha calidad y dozena y
media de yndios e yndias cautivas»28. Por esta misma razón, el reparto
de los prisioneros indígenas se realizaba dentro de los márgenes de la
jerarquía interna del ejército y eran valorados según su género y estatus.
Esta perspectiva de valoración del cautivo no solo determinó su
suerte –como, por ejemplo, no ser objeto de ventas y destierros, con
miras a un intercambio de prisioneros– sino que en ocasiones su so-
brevivencia o muerte. Se trataba de una lógica que obedecía a variados
intereses y coyunturas, que decían relación con el contexto político e

27
«Carta de Alonso de Ribera a S. M. el Rey» (Concepción, 26 de mayo de 1606),
AGI.Patr, vol. 228, R.45 s/f.
28
«Alonso García Ramón, gobernador Chile: estado de la guerra» (Concepción,
30 de diciembre de 1605), AGI.Patr, vol. 228, R.57, fjs.6-6v.

145
Macarena Sánchez Pérez

intereses económicos, pero también con la importancia estratégica del


cautivo en su sociedad de origen y en el desarrollo del conflicto. Tal
como sucedía en el caso europeo, donde hubo prisioneros que fueron
considerados de tal peligrosidad que se recomendaba necesariamente su
muerte o se priorizaba su captura, hubo otros que se reservaron espe-
cialmente para el canje con otros prisioneros. Así ocurrió, por ejemplo,
con el cacique Guenchupalla, cuya fama incentivó una entrada en su
búsqueda, explicando que «por averle ymformado una señora que dos
meses antes se avia hurtado en Paycavi que si se prendia o matava el
dicho guenchupalla se aria gran suerte por el toqui general de toda la
guerra de arriba»29. Capturar a las cabezas o jefes de los rewes se per-
cibió como un objetivo estratégico de las entradas, con el objetivo de
desestabilizar al enemigo y propiciar la negociación. Así parece haberlo
expresado Quinganaguel y Manganaguel, ambos capitanes de Chicha-
ro, cuando dijeron que «ellos sabian por via de Los Lobos los disinios
de los españoles que era matar a todos los caciques cojiendoles sobre
siguro i que el cacique Tolpellanga habia pedido al cacique Pailaguala
al gobernador para matalle en una borrachera que queria hacer»30.
Dentro de la lógica de la captura, estaba también la posibilidad
de conseguir información estratégica respecto de la fuerza militar del
enemigo y develar conspiraciones. Se buscó también lograr acuerdos
y pactos, todos ellos a partir de diferentes métodos coercitivos. No es
extraño que muchos de estos prisioneros hayan tenido un rol fundamen-
tal para el espionaje y planificación estratégica de las tropas hispanas;
de hecho, muchos fueron interrogados para conocer las posiciones e
información de la capacidad bélica del oponente. Así, por ejemplo, en
1615 los españoles pudieron averiguar «por algunos prisioneros que
esta gente eran corredores de más de 10 infantes y gran tropa de caba-
llería que quedó emboscada con determinación», y pudieron establecer
que «el sitio que habían elegido era acomodado para su designios»31.
Más interesante aún es, en este sentido, el documento que da
cuenta de un interrogatorio realizado en febrero de 1614 en el fuerte
de Nacimiento al cacique principal de los Quechereguas, por orden del
gobernador Ribera, con el objeto de develar intentos conspirativos que

29
«Alonso García Ramón, gobernador Chile: estado de la guerra» (Concepción,
15 de mayo de 1606), AGI.Patr, vol. 228, R.57, fj. 5.
30
«Declaracion de Pailaguala cacique de los Quichireguas prisionero en el fuerte
de Nacimiento. Año 1614», BN.BM.Mss, vol. 112, fjs. 106-107.
31
«Alonso de Rivera y otros: guerra y socorro de Chile» (Concepción, 14 de abril
de 1615), AGI. Patr, vol. 229, R.53, s/f.

146
De cautivos a esclavos: algunos problemas metodológicos...

involucraban a indios amigos. Interrogatorio que se llevó a cabo en


presencia de los padres Juan Bautista de Prada y Vicente Modello –de la
Compañía de Jesús– y del capitán Ginés de Lillo –sargento mayor–, acu-
diendo como intérpretes los capitanes Francisco Frio –lengua general– y
«Cristóbal de Benavides corregidor y justicia mayor de los naturales
de este partido y del ejercito, presentado [sic] fray Pedro Navarro de
Vera que llegó a este punto». Allí se le preguntó de diversas formas por
los supuestos preparativos de guerra en el que estarían involucrados
Anganamón, Taepellanga y Turelipe, entre otros, ante lo que el decla-
rante respondió que «[…] llegado a Malloco halló en una borrachera
los indios del dicho Malloco y de Chicharo y los de los Quechereguas
que estaban todos juntos bebiendo», y les preguntó si pensaban hacer
esa maloca, a lo cual le respondieron que «todo estaba quieto y que no
se trataba de guerra y que el capitán de Chicharo que es Quinganaguel
y otro llamado Llangonaguel también capitán del dicho Chicharo»32.
Pero, además de informantes, los cautivos prisioneros jugaron roles
bastante activos como mensajeros, embajadores en tiempos de guerra y
como estandartes y símbolos de paz. Luis de Valdivia lo entendió así y
no dudó en utilizar la liberación de cautivos indígenas con el objetivo
de lograr acuerdos con los sectores no sometidos. De esta forma, una
de las primeras medidas del jesuita fue el envío de mensajeros a las au-
toridades de «los indios de guerra y libertad a los que estaban cautivos,
quitándolos a las personas que los tenían en servidumbre, despachán-
dolos a sus tierras y dándoles a entender lo bien que les estaba de dejar
las armas y estar quietos en sus casas»33. En esta dirección destacamos
otra carta que anotaba estas mismas gestiones de Valdivia, indicando
que este escribió «a los capitanes y a los cabos de los fuertes que no
hicieran entradas a las tierras de los enemigos y para dar noticia a las
parcialidades de guerra las mercedes que de presente del rey les traía,
envió a muchos indios que estaban presos, y otros cautivos que había
traído del Perú». El tiempo en cautiverio de estos indios mencionados
en el documento no debió haber sido poco, pues además de que ya ha-
bían alcanzado tierras peruanas el documento agrega que «ya estaban
ladinos en la lengua española y en la suya eran bien hablados»34. En este

32
«Paylaguala, cacique: estado de la guerra de Chile» (s/l, 1614), AGI.Patr, vol.
229, R.49, s/f.
33
«Cabildo de la Concepción: estado de la guerra de Chile» (Concepción, 3 de
abril de 1613), AGI.Patr, vol. 229, R.15, s/f.
34
«Lo que el padre Luis de Valdivia empezó a obrar en el cumplimiento de los
mandatos en la reducción de los indios» (s/l, 1611), ANH.Gay, vol. 3, fjs. 87-91.

147
Macarena Sánchez Pérez

intertanto es probable que el cautivo hubiese sido esclavizado, pero su


origen como botín de guerra, y no como un «esclavo natural», habría
permitido este tipo de «redención».
En ocasiones, los cautivos oficiaron de lenguas y mediadores en
estas mismas negociaciones. Es difícil determinar cuántas «Malinches»
nacieron al alero de la guerra hispano-mapuche, aunque sin duda que
parte de estos cautivos y cautivas necesariamente debieron cumplir un
rol fundamental en este sentido. David Weber ha dado ciertas luces al
respecto para el siglo XVIII en distintas zonas del continente. Recoge
el caso de un indígena motilón cautivo en Venezuela, bautizado luego
como Sebastián José, quien habría tenido un rol central como traductor
y diplomático para los acuerdos entre españoles y motilones al sur de
Maracaibo en 177235. Tanto cautivos como retornados fueron figuras
fundamentales dentro de la mediación fronteriza de la época. Su vida
en cautiverio les permitía deambular y conocer no solo los dialectos
–factor fundamental para las negociaciones– sino también los códigos
culturales de estas sociedades36. En la frontera sur de Chile, se señala
el particular caso de un cautivo español que sirvió como apoyo a un
informante indígena, Francisco Parra, «indio muy principal» y amigo de
los españoles, escribiendo en secreto las averiguaciones estratégicas de
los indígenas no sometidos y poniendo en alerta a las huestes hispanas37.
La presencia de agentes de mediación lingüística formalizada y
de larga duración es propia de las situaciones de contacto oficial entre
naciones que se reconocen mutuamente algún derecho de negociación.
Las situaciones que conocemos como de frontera, con su dinámica de
pactos y treguas, son particularmente ilustrativas de esta actividad for-
malizada, aunque no son las únicas. En este sentido, uno de los espacios
predilectos para la mediación y, por lo tanto, para la traducción –o más
propiamente, la traslación lingüística (la segunda implica una traducción
cultural más profunda)– fueron los parlamentos, instancias solemnes
de negociación político-militar que podían durar varios días y de las
cuales se contaron veinticuatro principales entre 1605 y 180338. En ellos,
distintos agentes, algunos de carrera y otros por coyuntura –como los
cautivos–, oficiaron de traductores. Por esta misma razón, las formas

35
Weber, 2007: 356.
36
Para este tema véase Payàs, 2012.
37
«Misión de la imperial», en «Letras annuas de la Ve Prova de Chile, 1648»,
ARSI.Ch, vol. 6, fj. 243v.
38
Para el tema de los parlamentos hispano-indígenas, ver Villalobos, 1982; León
Solís, 1992 y 1993; Zavala Cepeda, 2008 y 2012.

148
De cautivos a esclavos: algunos problemas metodológicos...

institucionalizadas de mediación lingüística se dan cuando la necesidad


es reiterada o permanente –intercambio de cautivos, situaciones de
conflicto prolongadas o recurrentes–, lo que nos permite analizarlas
con más profundidad, aprovechando la atención que ha prestado la
historiografía más actual a estas situaciones y conflictos. Pero no todos
los intercambios tuvieron espacios tan oficiales como el parlamento, y
era común que cautivos o excautivos oficiaran de traductores o lenguas
para traducir39.
Finalmente, no podemos dejar de mencionar, por lo menos como
referencia, que la esclavitud y venta de los cautivos indígenas fue sin
duda uno de los destinos más recurrentes. En términos generales, la Co-
rona rechazó la esclavitud indígena y este fue el espíritu que en principio
contenían las Leyes nuevas de 154240. Sin embargo, las excepciones –
tanto legales como «consuetudinarias»– continuaron en muchas zonas,
entre ellas la frontera sur de Chile. Más allá de las disposiciones, los
españoles vincularon «esclavitud» y «cautiverio» desde sus primeros
enfrentamientos con las parcialidades mapuches. La esclavitud indígena
fue practicada al margen de la legalidad y fue finalmente autorizada en
1608, momento a partir del cual se le imprime un carácter permanente,
siendo que preliminarmente había sido planteada como transitoria.
Sin embargo, en ambos casos, tanto en su carácter legal o ilegal, la
justificación parece ser la misma: su origen como «botín de guerra»41.
Con todo, el cautiverio y esclavitud indígena fue inducido no solo
por parte de grupos hispanos o hispanizados sino también por otros
grupos de indígenas no sometidos. En este sentido, podríamos hablar
para el caso indígena de un cautiverio intra e interétnico. Los captores,
alentados por un comercio esclavista y por antiguos conflictos entre
distintas facciones, como el caso de huilliches y pehuenches, o entre estos
y puelches, impulsaron empresas de captura en la región, pero también
por la propia necesidad de mano de obra esclava. Según explica Valen-
zuela, este proceso, bautizado con el eufemismo de «ventas a usanza»
–haciendo alusión a que era una práctica indígena tradicional–, alcanzó
una orientación y dinamismo desconocido previamente42. De hecho,
en relación con las cifras disponibles, pareciera ser que el incentivo de

39
Para el tema de la mediación lingüística véase Payàs y Zavala, 2012; Payàs,
Zavala y Curivil Paillavil, 2014; Payàs y Alonso, 2009.
40
Obregón Iturra y Zavala Cepeda, 2009: 9.
41
Para el tema de la esclavitud indígena, ver Ibid.; García Añoveros, 2000; Hu-
neeus Pérez, 1956; Valenzuela Márquez, 2009; Jara, 1971.
42
Valenzuela Márquez, 2009: 14.

149
Macarena Sánchez Pérez

esta «venta» hizo que uno de los botines de guerra más codiciados por
las fuerzas indígenas no sometidas fueran los indios aliados y vicever-
sa43. En ellos recayó el peso de la tortura, mutilaciones corporales y
esclavitud. El horror de los cuerpos desfigurados pareció ser común.
Así, por ejemplo, cabe dimensionar el dolor y trauma permanente que
significaba, incluso para un cautivo rescatado, la marca de hierro en el
rostro y cuerpo, o el corte de una de sus orejas o nariz, por medio de
los cuales los indígenas diferenciaban a los esclavos44.
Sin embargo, la captura y venta de indios «amigos» por parte de
«rebeldes» representaba con todo un problema desde el punto de vista
estratégico, puesto que significaba una amenaza para la estabilidad de
las alianzas de paz pactadas previamente con autoridades indígenas
locales, cuyo principal objetivo era la asistencia mutua en caso de
enfrentamientos45. Las antiguas rencillas y deseos de venganza ante
agravios cometidos, como la captura de sus mujeres o niños, incitaban
muchas veces las empresas de captura. Francisco Villaseñor escribía al
rey el 18 de febrero de 1613, a propósito de una entrada de guerra de
parte del ejército español, que:

[…] las caussas que nos obligaron a ello que son las entra-
das que los enemigos avian hecho a nuestra tierra y el daño
que avian hecho en nuestros yndios amigos matando muchos
dellos y llevandoles hijos y mugeres […] [y que dada esta si-
tuación] […] estavan los amigos muy pesarosos y lastimados
y dezian muchas palabras dando a entender sus quexas qe
eran que no los ayudavamos ni defendiamos de los enemigos
ni los dexabamos enviar a tomar vengança y satisfaçion de
sus agravios y cobrar sus prendas o otras para rescatarlas46.

Las alianzas hispanoindígenas tuvieron un carácter altamente


inestable y estuvieron marcadas por la desconfianza mutua. Su puntal
43
Daniel Villar da cuenta de una de las aristas que presentó el cautiverio intraét-
nico en su modalidad de «ventas a usanza», principalmente dentro del circuito
pampeano, donde el cautivo indígena era vendido como pieza esclava a otros
indígenas o españoles: Villar, 2001.
44
«Alonso García Ramón, gobernador Chile: estado de la guerra», AGI.Patr, vol.
228, R.55, s/f.
45
Para este tema ver Ruiz-Esquide, 1993; Obregón Iturra, 2010.
46
«Carta de Francisco de Villaseñor, Francisco Ortiz, el padre Luis de Valdivia y
el Gobernador de Chile Alonso de Rivera, donde informan a su Magestad el
estado de la Guerra. 1613», AGI.Patr, vol. 229, R.19, s/f.

150
De cautivos a esclavos: algunos problemas metodológicos...

principal era, sin embargo, el auxilio y defensa en instancia de guerra.


En este sentido, Carlos Ortiz explica que, considerando el hecho de que
los grupos vinculados a los peninsulares no tenían una superioridad
demográfica y, por lo tanto, no podían ejercer un control mayoritario
de los recursos naturales disponibles en su entorno, la solución hispana
para lograr su protección fue localizarlos alrededor de los fuertes47.
La importancia de estas coaliciones tenía que ver, por un lado, con la
posibilidad de reforzar vínculos con grandes guerreros, conocedores
de la zona, la lengua y las características del enemigo, pero, al mismo
tiempo, su éxito impedía que los linajes aliados volvieran a unirse con
los rewes rebelados, al sentirse desamparados por los peninsulares. Por
ello, era común que en los procesos de correrías o entradas de guerra
no solo se buscara la liberación de cautivos españoles, sino también
de indígenas, aunque el retorno de estos a sus comunidades de origen
pareció ser menos corriente. Fue este también uno de los argumentos
presentados para suspender el sistema de «guerra defensiva» que había
propiciado el jesuita Luis de Valdivia entre 1612 y 162548. El mismo
Valdivia, de hecho, expresaba que «aunque la guerra sea defensiva a
los enemigos que vinieren a hacer daño a nuestras fronteras conviene
juntar nuestra fuerza e ir a castigarlos» porque de lo contrario «no
quedara indio de paz que no se vaya con ellos»49. También dio cuenta
de este problema fray Domingo Villegas, quien en 1614 prevenía que
«aunque el enemigo le ha picado algunas vezes en los amigos recluidos
llebandoles hijos mugeres y sus haziendas […] an pedido les de lugar a
yrse a bemgar dellos, no lo a consentido, an haber algunas vezes hechole
amenaza de que se levantarian y se yran al enemigo»50.
El problema estratégico de no acudir en rescate de indios amigos
parecía chocar con los intereses económicos generados por la venta
de los mismos. Efectivamente, el rescate de cautivos indígenas tras las
entradas o malocas emprendidas por soldados españoles raramente
terminaba en el retorno de estos a sus comunidades de origen. Así lo
informaba el jesuita Gaspar Sobrino, quien expresa que, a pesar de que
«el fin principal destas Malocas fue para que nuestros indios amigos
restaurasen con ellas las pieças que los enemigos le avia tomado», final-
mente «ninguna destas piezas que se cogieron al enemigo se entregaron
47
Ortiz, 2006: 201-202.
48
Díaz Blanco, 2010 y 2011; Zapater, 1993.
49
Padre Luis de Valdivia (1621), BN.ABA, MS.BA.4, tomo 11, fjs. 1-16.
50
«Fray Domingo de Villegas y otros: males que se padecen: Chile» (Santiago, 12
de [en blanco] 1614), AGI.Patr, vol. 229, R.34, s/f.

151
Macarena Sánchez Pérez

a nuestros amigos sino que parte dellas se dieron a algunos oficiales


de guerra, y otros se vendieron por ochenta y cien reales de a ocho,
conforme a la calidad de cada una dellas»51.
La ambición de la soldadesca e importancia de los intereses eco-
nómicos en juego en relación a la captura, venta y esclavitud indígena,
imponían una suerte de anarquía o a lo menos una laxitud respecto de
la diferenciación entre indios de paz y de guerra. No solo parecía haber
problemas con la devolución de los cautivos amigos rescatados, sino
que distintas denuncias dan cuenta que también se tomaban prisioneros
y esclavizaban ilegalmente a indígenas que habían pactado52. Es dentro
de esta misma lógica de captura indiscriminada entre indios de paz y
de guerra, y de rescates de indios amigos que terminan en la venta de
estos, que puede considerarse la afirmación realizada en 1610 por Ga-
briel Celada, quien denunciaba el incumplimiento de la ordenanza que
señalaba que solo «los indios que se vencieren y cogiesen en la guerra»
podrían ser esclavizados, «por ser cogidos en guerra», pero que final-
mente los vendidos, desterrados y esclavizados serían en buena medida
indios de paz: «[…] han bajado y vendido en esta ciudad como si fueran
esclavos y con este real se han llevado vendidos a Lima a muchos más
de las tierras de paz que cogidos en la guerra»53.
Las complejidades y aristas de la esclavitud indígena son múlti-
ples y es imposible abordarlas a plenitud en este trabajo. Sin embargo,
parece fundamental dar cuenta de algunos de sus aspectos, en tanto
consecuencia y destino recurrente en los cautivos. Existen procesos que
se traslapan y permean –como la tortura, el desarraigo, las violaciones,
etc.–, y que pueden ser interpretados desde el punto de vista del cautive-
rio y la esclavitud, dado el carácter transicional del estatus del cautivo,
ya abordado previamente. Con todo, nos parece fundamental que no
se pierda en el análisis el hecho de que se trata de una relación causa/
consecuencia entre ambas categorías y que estas no necesariamente van
aparejadas, aunque se trate de experiencias muy cercanas.

51
«Padre Gaspar Sobrino: medios para remediar la guerra de Chile» (Penco, 9 de
diciembre de 1613), AGI.Patr, vol. 229, R.26, fjs. 1-12v.
52
Obregón Iturra y Zavala Cepeda, 2009: 1
53
«Carta de Gabriel de Celada» (1610), ANH.Gay, vol. 14, fjs. 215-222v. Para
el tema del traslado de indígenas a Lima, revisar el trabajo de Arenas Uriarte,
2001.

152
De cautivos a esclavos: algunos problemas metodológicos...

El problema de la identidad y desarraigo


en los cautivos indígenas

La ruptura de la identidad muchas veces se convirtió, en el cau-


tiverio, en un proceso sistemático y permanente. La venta y posterior
traslado podían constituir una parte sustancial en la vida del individuo
en tanto cautivo. Mujeres hispanas raptadas en uno y otro lado de la
cordillera deambulaban por décadas en los más lejanos parajes, así
como por diferentes etnias. Indígenas de las más diversas culturas eran
trasladados a distintos puntos del continente, rompiendo sus identidades
étnicas moldeadas por la psicología y por la acción social colectiva, en
tanto ethos. Según explica Benjamín Martínez, del arraigo deviene la
identidad, aun cuando sea una continuación de las realidades alienantes
ideológicamente elaboradas; es decir, la etnia como axis mundi54. El
desarraigo, por lo tanto, destruye las valoraciones piscoafectivas de los
sujetos y va desarticulando, en consecuencia, la existencia psicosocial de
los individuos. Estos deberán reformular la representación de sí mismos
dentro del grupo, la cual posiblemente pueda caer en espacios más bien
periféricos. Muchos cautivos armaron alianzas internas con otros indi-
viduos cautivos de su misma cultura, formando subculturas al interior
de la comunidad captora. Este proceso fue mediado por una profunda
redefinición de la posición del cautivo –en este caso colectiva– en la
sociedad y, en definitiva, de una resignificación de su identidad55. Por
otra parte, la desnaturalización y desarraigo hacia espacios geográficos
muy alejados seguramente imprimió una situación de angustia mayor,
pues alejaba prácticamente cualquier esperanza de redención. La trata de
cautivos indígenas esclavizados se dio durante todo el período colonial,
y en gran parte del sur de Chile y las provincias argentinas de Cuyo,
Mendoza y Buenos Aires, entre las más nombradas.
Como vemos, uno de los elementos característicos en el destino
que tuvieron los cautivos en América fue su fuerte movilidad por un
vasto territorio. Ya fuese a partir de la venta, el truque o simplemente
por la movilidad del grupo captor, muchos de estos individuos –de ori-
gen europeo, mestizo o indio– fueron trasladados a distintas zonas del
54
Martínez, 2004: 2.
55
Susan Socolow concluye que es a partir de este vínculo entre cautivos hispanos,
al interior de las comunidades captoras, que estos lograron en gran medida
conservar algunos aspectos propios de su cultura de origen, como el idioma.
Socolow, 1992: 89-94.

153
Macarena Sánchez Pérez

continente. En el caso de la macrorregión chileno-platense, la mayoría


de ellos, durante sus largos años de captura y esclavitud, cruzó de uno y
otro lado la cordillera, llegó a «nuevas fronteras» –como es la zona que
limita con el imperio portugués en Brasil– o fueron enviados al norte
chileno o al Perú. Al parecer, solo una porción menor pudo permanecer
cercana a sus lugares de origen y la mayoría vivió una vida de grandes
desplazamientos.
Ahora bien, para el caso de los cautivos indígenas en territorio
hispano, la desnaturalización obedeció a dos objetivos: por una parte,
algunas autoridades vieron en el traslado una suerte de solución para
evitar futuras fugas y alzamientos; y, por otra, permitiría suplir la de-
manda de los polos de dinamismo económico y mayor requerimiento
de mano de obra. Tan generalizada fue esta práctica que se reutilizó la
denominación prehispánica de mitimaes para dar cuenta del fenómeno.
Numerosos documentos dan cuenta de las voces a favor y en contra de
esta práctica. Sin embargo, todo indica que su uso continuó. Incluso, en
la situación argentina –estudiado por Aguirre–, parece haber aumen-
tado durante el siglo XVIII, posiblemente debido al incremento de las
hostilidades entre indígenas y criollos. Era la forma de someter al grupo
rebelde. Este fue el caso, por ejemplo, de los Quilmes, desnaturalizados
de los Valles Calchaquíes, en parte hacia Córdoba y el resto hacia Buenos
Aires56. Para el caso de Chile, el propio jesuita Luis de Valdivia llegó
a afirmar de que «lo mejor [es] tratar eficazmente de aniquilarles los
indios de guerra de manera que se maten o salgan desterrados los de
doze años arriba o por lo menos las dos tercias partes»57; mientras que,
en sentido contrario, su contemporáneo Juan Jaraquemada, en carta
escrita al rey el 28 de enero de 1611, solicitaba «que no se saquen del
reyno los indios que se toman en la guerra»58.
Este violento proceso estaba acompañado de la angustia de ser
separado de familias y comunidades y de verse enfrentados al pe-
ligro permanente de la muerte, a los trabajos forzados, torturas y
56
Aguirre, 2006: 6-10.
57
«Padre Valdivia y capitán Lorenzo de Salto: guerra de Chile» (Madrid, 20 de
febrero de 1610), AGI.Patr, vol. 229, R.8, s/f: «[Roto] carta de 30 de Março
del [Roto] el governador de Chile le respondio a lo que le [Roto] comunicado
que a cortar y hazer definitiva aquella guerra, se ha discurrido aqui sobre todo
en esta manera».
58
«Doctor Salcedo de la Cuerva: Estado de la guerra de Chile» (s/l, 1600), AGI.
Patr, vol. 228, R.15, s/f. El doctor Salcedo, relator del Consejo y Junta de
Guerra, relaciona por documentos el estado de la guerra de Chile. La ficha de
catalogación señala 1600, pero debe ser posterior.

154
De cautivos a esclavos: algunos problemas metodológicos...

humillaciones, ubicándose en los márgenes subalternos de la cultura


captora, intentando aprehender nuevos códigos y pautas culturales
que podrían ser claves para su supervivencia. En el caso de los niños
cautivos –casos muy frecuentes–, el problema del desarraigo y quiebre
identitario fue sin duda más profundo. Se trataba de individuos cuyos
procesos de endoculturación eran interrumpidos en forma temprana
y de la manera más abrupta, siendo sometidos para ser parte de un
contexto que los obliga a redefinirse desde la idea de la diferencia, que
los ubica en la subalternidad, como esclavos, pero cuya construcción
carece de referentes endógenos59.

Conclusiones
La violencia desatada tras el largo proceso de intento de ocupación
hispana en el sur de Chile fue transformando profundamente la realidad
local. Creó nuevas categorías étnicas, las resignificó, modificando tam-
bién las estructuras internas de cada grupo. El «indio» y el «español»,
ambas categorías en constante reconstrucción, formaron relaciones de
interdependencia. Los conflictos bélicos muchas veces fueron manejados
al margen de las prácticas comerciales que se estaban consolidando
en la zona, pero tanto estas como aquellos tuvieron su símbolo de
encuentro en la figura del «cautivo». Este fue el resultado de la guerra,
aunque también un bien de transacción en su estatus de «esclavo». Los
intereses económicos de las distintas sociedades fueron expandiendo sus
dominios, asentándose y consolidando nuevas actividades productivas
y redes sociales. Por su parte, los procesos de etnogénesis y la llamada
«araucanización de las pampas» constituyen el marco referencial en el
cual se desenvolvió el cautivo mientras avanzaba el período colonial.
No puede entenderse la transformación que sufrió esta figura, como
fuente de explotación, sin tener en cuenta estos procesos.
La gran movilidad que implicó este impulso comercial y económico
en el mundo indígena y también hispano activó un circuito a través del
cual se pueden identificar migraciones forzadas de cautivos a distintos
puntos del territorio, ya sea como mano de obra o como un miembro
más del grupo captor. Sería difícil comprender el fenómeno del cau-
tiverio circunscrito a una zona geográfica limitada, como el Biobío.

59
Sobre las dimensiones de la niñez indígena mapuche vinculada con las prácticas
esclavistas del siglo XVII, ver Valenzuela Márquez, 2009: 249-255; y Valenzuela
Márquez, 2014: 631-632.

155
Macarena Sánchez Pérez

La verdad es que la generalidad parece demostrar que no conocieron


fronteras, sino que más bien peregrinaron conforme a los intereses de
sus captores/compradores. Falta ver las consecuencias prácticas que
estos tránsitos tuvieron en la configuración de la cultura amerindia y
latinoamericana. Por el momento, debemos conformarnos con asentar
la idea de que el cautiverio implicó, en gran parte de los casos, traslados
masivos o individuales y procesos de desnaturalización hacia zonas
alejadas, convirtiendo a los cautivos en agentes que posibilitaron una
mayor dispersión y transmisión de elementos mestizos. Sin ir más lejos,
durante su permanencia en cautiverio algunos fueron instruidos en
textilería, hecho que resulta relevante a la hora de ver los traspasos y
ciertas homogenizaciones respecto a la técnica y los trabajos60.
Una de las consecuencias más dolorosas de este fenómeno fue el
desarraigo, el que en su arista de más largo plazo y general decantó
–en parte– en la presencia de movimientos de carácter voluntario por
parte de estos mismos individuos, de identidades maleables, que mu-
chas veces recorrían amplios espacios geográficos en busca de nuevas
oportunidades de vida. De hecho, las ventas y los traslados masivos de
cautivos ocuparon un radio que comprendió a regiones tan dispersas
como Perú, Argentina, Chile y Paraguay; espacios geográficos donde se
esparcieron los contactos entre grupos tan distantes y diferentes como
los pampeanos, charrúas, minuanes, guaraníes, guana, aucas, tapes y
tehuelches, entre otros.

Documentación manuscrita
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160
Indios de tierra adentro
en Chile central
Las modalidades de la migración
forzosa y el desarraigo
(fines del siglo xvi y comienzos del xvii)*1

Hugo Contreras Cruces

«Nunca tendremos país, nunca tendremos lugar


y sin embargo ya ves... somos de acá».
Charly García, Los sobrevivientes.

La fundación de la ciudad de Concepción, en 1550, por parte del


gobernador Pedro de Valdivia, marcó un hito para la expansión cas-
tellana en Chile. Tras ella no solo comenzó un conflicto bélico que se
prolongó por décadas, sino también todo un movimiento de bienes y
personas desde Chile central a esta nueva zona de colonización, que
se extendió más allá del río Biobío con la fundación de ciudades como
Angol, La Imperial o Valdivia. Junto con las huestes hispanas llegaron
funcionarios, mercaderes, mujeres españolas y mestizas, yanaconas
cuzqueños, sirvientes indígenas de Chile central y aliados originarios
del mismo territorio. En tanto, las pretensiones de dominio y riqueza
de los españoles eran inseparables de estos, por lo cual poco debiera
extrañar que pronto comenzaran a implementarse las instituciones que
lo hacían realidad, entre ellas la encomienda de servicio personal y la
captura y el desarraigo de los enemigos.
Lo anterior se sumaba a la crisis demográfica de la población
originaria de Chile central, que se tradujo en un descenso notorio y
sistemático de la cantidad de individuos que se podían utilizar en el
trabajo agrícola, ganadero y minero, la mayor parte de la cual, por lo
*
Este trabajo forma parte del proyecto Fondecyt regular nº 1100215: «La
diáspora mapuche en Chile colonial. Migraciones forzadas y voluntarias desde
la Araucanía hacia el centro y norte de Chile y otras regiones del virreinato
peruano (siglos XVI-XVIII)». Una versión preliminar fue presentada en el VIII
Congreso internacional de etnohistoria (Sucre, 26-29 de junio de 2011).

161
Hugo Contreras Cruces

162
Indios de «tierra adentro» en Chile central

demás, estaba monopolizada por los encomenderos. Todo esto, junto


con la permisividad de las autoridades –tanto a nivel de gobernadores,
como de corregidores y cabildos– llevó a que pronto comenzara un mo-
vimiento demográfico desde el sur hacia el norte, esta vez protagonizado
por hombres y mujeres provenientes de los asentamientos mapuches y
huilliches de Araucanía, Osorno y Chiloé –tanto insular como continen-
tal–: los llamados «indios de arriba», «de la tierra adentro» o beliches.
Personas que salían en grupo o en forma individual, mayoritariamente
de manera forzada, aunque no faltaban los desplazamientos voluntarios,
Sin embargo, lo que sí compartía la generalidad de estos sujetos era que
difícilmente volverían a sus tierras. Más aún, adscritos a algún español
como indios de encomienda, sirvientes forzosos o esclavos, se asentaban
en las estancias y propiedades rurales de los valles centrales, donde
ejercían labores como peones mineros, gañanes agrícolas o adquirían
algún oficio artesanal que les permitía sobrevivir. En estas nuevas tierras
protagonizaban un lento y complejo proceso de reconstitución de sus
relaciones sociales y parentales, lo que los llevó a relacionarse con otros
migrantes, tanto del sur del reino de Chile como de distintos territorios
americanos, y también con los propios miembros de las comunidades
originarias del centro del país e incluso con mestizos y mulatos.
Este fue un proceso de características complejas y que hoy solo
conocemos de manera parcial; más aún cuando la mayoría de quienes
han escrito sobre él se han referido casi con exclusividad a la esclavitud
y a la extracción violenta de indios, bien a modo de castigo o como
una práctica de provisión forzosa de mano de obra, sin introducirse
a otras formas de migración, y que en su conjunto afectaron masiva-
mente a las sociedades originarias del sur de Chile1. Por lo anterior,
intentar desentrañar sus dinámicas y modalidades contribuye no solo
a detallar de mejor manera situaciones que muestran un importante
grado de dispersión en sus formas y motivos, sino fundamentalmente
a comprender cómo más tarde los inmigrantes mapuches se insertaron
en la sociedad a la que arribaron.
La migración originaria adoptó distintas modalidades, las que
iban desde aquellas derivadas de la creación de lazos de dependencia
y lealtad personal entre algunos sujetos originarios y ciertos españoles
–por la cual parte de los primeros migraban voluntariamente–, hasta

1
En tal sentido se plantearon los historiadores del siglo XIX y principios del siglo
XX: Barros Arana, 1999-2005 [1884-1902], III: 103-104; Errázuriz, 1908, I:
404; Amunátegui, 1910, II: 80-81.

163
Hugo Contreras Cruces

la esclavitud practicada por soldados e indios amigos antes y después


de dictada la real cédula que en 1608 aprobó su práctica2. Entre ambas
situaciones, se puede encontrar una serie de distinciones y modalidades,
la mayoría de la cuales violaba de una forma u otra la legalidad vigente,
introduciendo el engaño y el abuso; o bien la forzaba hasta hacerla
calzar con lo que se aceptaba como legítimo, al menos desde el punto
de vista hispano, y muchas veces con la connivencia de las máximas
autoridades del reino. De ello se derivaban múltiples formas de relacio-
nes laborales y de servicio entre españoles e indígenas, algunas de las
cuales eran sancionadas legalmente por documentos como los «asientos
de trabajo». Estos, por su parte, si bien conservaban la libertad de los
indios e introducían obligaciones mutuas, al mismo tiempo relacionaban
de modo personal y desigual a contratados y contratantes3.
Considerando lo anterior, haremos especial hincapié en la recons-
titución y el análisis de aquellas formas intermedias de migración que,
junto con ser las más desconocidas, son también las más complejas en
sus alcances. Esto, pues de ellas se derivaba una serie de consecuencias
vitales para los involucrados, que podían marcar tanto su libertad o
esclavitud legal como sus propios desplazamientos y decisiones. Así, por
ejemplo, no era lo mismo tener la capacidad de contratarse libremente
con quien ofreciera mejores condiciones de trabajo que depender de la
buena o mala voluntad de un amo; y ello, en el caso de los migrantes
indígenas, dependía muchas veces de la forma en que el sujeto había
llegado a estas tierras e, incluso, desde dónde provenía, pues muchos
de los indios salían forzosamente desde lugares como la Isla de Chiloé
o la zona de Valdivia y Osorno, que eran considerados en general como
pacíficos o, en su defecto, con un índice de rebelión bastante bajo si se
les comparaba con los sectores de la costa y los llanos de la Araucanía4.
Asimismo, todo esto podía marcar el futuro de sus descendientes, en
la medida en que la integración a una encomienda o la declaratoria
de esclavitud de un indio y su familia dependían, precisamente, de su
capacidad para comprobar o no que descendían de indios «libres» y no
sometidos a servidumbre en cualquiera de sus modalidades.

2
Mellafe, 1984: 132-133; Jara, 1971: 151 y ss.; Villalobos, 1983: 86; Villalobos,
1995: 101.
3
Jara, 1959; Barrientos Barría, 1994: 2.
4
Ruiz Rodríguez, 1998; Urbina Burgos, 2004; Urbina Carrasco, 2009.

164
Indios de «tierra adentro» en Chile central

Yanaconización, encomienda y guerra:


Los antecedentes de la migración
Las tierras del distrito de Concepción y la Araucanía, libres de
ocupación española hasta la década de 1550, sirvieron de refugio a los
indios que en medio de la férrea resistencia contra las huestes valdivianas
dejaron sus antiguos parajes de Chile central y el hambre que imperaba
en ellos para acogerse a los territorios de los linajes que aún no cono-
cían al invasor europeo venido del Perú5. Dichos hombres y mujeres se
confundieron con los pobladores originarios de más al sur y su huella
se perdió, paradójicamente, ante la ausencia de aquellos invasores que
al mismo tiempo eran los productores de las fuentes que hoy ocupan
los historiadores. Probablemente, nunca sepamos su destino específico;
solo podemos suponer que fueron estos primeros «refugiados de guerra»
quienes informaron lo poco que sabían de los extranjeros y sus formas
de asentarse en el territorio y hacer la guerra.
Indudablemente, su mundo había cambiado vertiginosamente y
no solo por el desplazamiento que habían sufrido; proceso que no era
extraño al mundo tribal, en la medida que el crecimiento demográfi-
co obligaba a los noveles linajes a buscar sus propios asentamientos,
tierras de cultivo y pastoreo, o bien lugares de donde extraer ciertos
recursos, sobre todo los derivados de la recolección y la caza, que se
desarrollaban en nichos ecológicos específicos6. Del mismo modo, la
llegada de los contingentes inkaicos durante los últimos años del siglo
XV y las primeras décadas del XVI había obligado a las etnias de Chile
central a ceder ciertos espacios, compartir otros y buscar nuevos lugares
donde asentarse7.
Pero esta vez la migración era distinta, no solo porque ya no
involucraba a las estructuras familiares o a uno o más segmentos de
las mismas, sino fundamentalmente porque ahora no se hacía bajo
los parámetros indígenas: se hacía según las necesidades de los recién
llegados de Europa. La expansión hispana hacia las regiones meridio-
nales incluía, por lo demás, a numerosos indígenas, quienes venían
en calidad de servidores personales de los encomenderos y soldados,

5
León Solís, 1991: 7.
6
Silva Galdames,1984: 93.
7
Respecto de la presencia de los contingentes inkaicos en Chile central, véase
entre una amplia bibliografía: Silva Galdames, 1976-1977; Zapater, 1981;
León Solís, 1983; Téllez Lúgaro, 1990; Stehberg y Sotomayor, 1999; Sánchez,
2001-2002.

165
Hugo Contreras Cruces

como cargadores de los más diversos bártulos e, incluso, como aliados


militares8. Tales movimientos poblacionales son posibles de detectar en
1550, año en que la ciudad de Concepción fue fundada.
Será el propio procurador de Santiago quien se dirigirá al Cabildo
de la ciudad para solicitar mandar un oficio al gobernador por el cual
se prohibiese a los conquistadores que sacaran indios de servicio para
llevarlos al sur. Petición que, sin embargo, no fue atendida, pues el
hecho siguió ocurriendo a pesar de los sombríos pronósticos de dicho
funcionario y sus sucesores en el cargo, como bien lo planteó Gonzalo
de los Ríos en 1551, cuando manifestó: «[...] van y vienen muchos a
las provincias de Arauco, y llevan tamemes de los naturales y los más
se quedan allá, y algunos huyen yanaconas, y la tierra recibe daño
[...]»9. Este daño se traducía en que salían de la jurisdicción de la ca-
pital los pocos indios que quedaban en sus pueblos, la mayoría de ellos
muchachos u hombres recién entrados a la adultez, pues los tributarios
generalmente cumplían labores como peones mineros, trabajo que se
ejercía normalmente lejos de sus asentamientos y por espacio de varios
meses cada año10.
La solución parecía no ser fácil, más aún cuando de parte de los
encomenderos y del propio Valdivia no existía la voluntad para frenar
este continuo drenaje demográfico. Entre 1557 y 1558, al momento en
que el licenciado Santillán realizó su Visita a los cacicazgos de Chile
central, se pudo comprobar que numerosos indios originarios de estas
regiones se encontraban junto con sus encomenderos en distintos lugares
de los distritos de Penco y de la Araucanía. De hecho, varios grupos
de mujeres aparecen mencionadas en la Visita como trasladadas al sur
de Chile. Por mencionar algunos ejemplos, en la encomienda maulina
de Juan de Cuevas se consignaron quince mujeres que se encontraban
en La Imperial; doña Esperanza de Rueda registraba a ocho de ellas
en Concepción y en la zona de Cautín, mientras que otros feudatarios,
como Francisco de Riberos y Alonso de Córdoba, también contaban
8
Contreras Cruces, 2009: 205 y ss.
9
«Peticiones presentadas al Cabildo de Santiago por el procurador de la ciudad,
Gonzalo de los Ríos» (Santiago, 26 de enero de 1551), en AA.VV., 1861 [1541-
1557]: 265. El término tameme proviene del idioma náhuatl y se utilizó por los
conquistadores para significar a los cargadores indígenas.
10
Barros Arana señala que los indios auxiliares de los valles centrales que acudían a
la guerra junto con los conquistadores, preferían dicha tarea a pesar de los sacrifi-
cios que conllevaba, pues, según este autor, consideraban que este era un trabajo
más cómodo que la minería o la agricultura, además de halagar sus instintos de
destrucción y rapiña: Barros Arana, 1999-2005 [1884-1902], III: 103.

166
Indios de «tierra adentro» en Chile central

con presencia femenina en la ciudad penquista y en Imperial, aunque


en números más pequeños. Incluso, entre los indios de Apalta, que es-
taban en cabeza del rey y bajo la administración de los oficiales reales
de Santiago, se registró una mujer que se encontraba en Cautín11. Ello
violaba flagrantemente las disposiciones de la Corona respecto de las
encomiendas, aun de las de servicio personal como en Chile, pero al
mismo tiempo se encuadraba en la lógica hispana, en general, y enco-
mendera, en particular, de sacar el máximo provecho a los indios que
tenían bajo su tutela, inclusive si su servicio personal estaba prohibido,
como sucedía con las mujeres y los hombres menores de 18 años.
Por lo anterior, como planteábamos líneas atrás, no debiera extrañar
que una vez que los españoles se asentaron en Concepción el movimiento
migratorio indígena, que en principio había tomado la dirección norte-
sur, ahora se desplegara en sentido contrario y en él participaran no
solo quienes volvían a sus encomiendas del valle central, con lo remoto
que ello parecía ser, sino indígenas penquistas y araucanos obligados a
cargar el equipaje que mercaderes, soldados y otros españoles decidieran
trasladar por tierra al distrito de Santiago y aun más allá. Las primeras
informaciones que indican la muy probable ocurrencia de este flujo de
migrantes forzados son del año 1551, cuando el Cabildo de Santiago
tomó razón de las Ordenanzas que Pedro de Valdivia había dictado
previamente para la ciudad de Concepción y sus términos, en una de
las cuales el conquistador prohibió que los viajeros pidieran o sacaran
indios de servicio y cargadores, dado que «[...] los naturales son mal-
tratados y molestados de los que van de esta ciudad de la Concepción
a la de Santiago, y viene de la de allá acá [...]»12. Ello da elementos
para considerar que esta no era una proyección del gobernador, sino
una realidad que poco a poco se estaba empezando a imponer entre los
españoles, quienes a falta de otros medios para transportar sus equipajes
veían a los indios asentados en los alrededores de Penco como sujetos
ideales para hacer ese trabajo, sobre todo recién fundada la ciudad,
momento en el cual lo que se imponía era la fuerza más que la legalidad.
Pero aquella disposición iba más allá. Nuevamente las ordenanzas
citadas aportan elementos para considerar que el flujo forzado de mi-
grantes indígenas hacia Chile central ya era una realidad tristemente

11
Cortés Olivares (et al.), 2004 [1558]: 29, 53 y 57.
12
Acta del Cabildo de Santiago, 3 de noviembre de 1551, en AA.VV., 1861 [1541-
1557]: 278.

167
Hugo Contreras Cruces

presente, la cual parecía ser más importante que el simple uso de los
mismos como vehículos de carga. Así, Valdivia mandó:

[...] que no se pueda embarcar en este puerto de esta dicha


ciudad de Concepción ninguna pieza de indio ni india, ni lle-
varla ninguna persona, sin cédula de Su Señoría, so pena de
que el que la llevare, tenga la pieza perdida e pague cincuenta
pesos de buen oro por ella; y si sacare más por cada una los
cincuenta pesos [...] e manda al dicho teniente de la ciudad de
Santiago, que las piezas que de acá llevaren de esta suerte, las
procuren allá pidiendo a los que las llevan cédula de ellas; e
donde no la llevaren, se las tomen e tornen a enviar acá [...]13.

Esta afirmación, si bien podía referirse a una posibilidad –pues no


tenemos confirmación documental de su práctica efectiva– sí plantea
su plausibilidad; aunque, más aún, al usar el término «pieza» para
referirse a los sujetos a trasladar se pone el acento precisamente en la
captura y migración forzosa de los embarcados. Por lo mismo, se cree
necesario imponer penas y dar jurisdicción al teniente general del reino
para que pudiera impedir estas eventuales prácticas. Y si bien es cierto
que habrá que esperar algunos años para que aparezcan en las fuentes
los primeros registros de sujetos obligados a migrar hacia el norte, ello
no implica que estos desplazamientos no existieran o se descontinuaran.
Mientras tanto, en el distrito penquista y en las pequeñas ciudades
fundadas en la Araucanía se expandían las formas de control y dominio
hispano –como la encomienda de servicio personal–, aunque con grandes
dificultades, traducidas fundamentalmente en la hábil resistencia de los
cacicazgos mapuches a los invasores, lo que abrió una coyuntura militar
que se extendió por varias décadas. En este contexto, el dominio de los
encomenderos iba y venía, siempre frágil y dependiente de los vaivenes
de la guerra y del logro de acuerdos con los caciques y parcialidades
que se manifestaban dispuestos a servirles. Algunas zonas, como la
costa de Arauco, enarbolarán continuamente las banderas de la rebe-
lión, mientras que en otros valles la introducción de la encomienda y
la cristianización indígena parecían ir asentando el poder español. Ello
sucedía entre los penquistas y los huilliches de Osorno, que aunque
no se restaban a alzarse cuando la ocasión lo ameritaba o permitía, su
servicio posibilitaba tanto el allegar recursos como atraer más hispa-
nos a la zona y así aumentar la población europea de las ciudades del

13
Ibid.: 279.

168
Indios de «tierra adentro» en Chile central

interior de la Araucanía. Allí, artesanos, mercaderes y soldados hacían


lo posible por encontrar mujeres y hombres originarios que trabajaran
para ellos, bien en labores domésticas al interior de sus casas o en las
propiedades rurales que muchos de ellos habían obtenido, como merced,
cerca de sus respectivos asentamientos.
Lo anterior era posible en estas regiones meridionales del reino
precisamente porque el conflicto militar, la debilidad de las instituciones
hispanas en la zona y las distorsiones introducidas por la presencia euro-
pea, habían llevado a que muchos indios abandonaran sus rewes, fueran
hechos prisioneros o se asentaran en las cercanías de las urbes sureñas,
y con ello se hicieran susceptibles de entrar a servir a los españoles que
carecían de mano de obra al no estar dotados de encomienda o, incluso,
a los encomenderos que nunca podían estar seguros de quiénes eran
sus tributarios, generándose, en términos legales, una suerte de «zona
gris», pues hasta esos momentos se suponía que solo los encomenderos
tenían el privilegio de servirse del trabajo nativo. Pero tales indios eran
considerados «libres», es decir, no sujetos a sus señores naturales por
haber abandonado sus asentamientos, lo que si bien los despojaba de la
protección de sus caciques al mismo tiempo les permitía servir a quienes
ellos quisieran, como individuos no asociados a una comunidad, como
sí lo hacían los indios de encomienda.
Comenzaba ahora en Penco y la Araucanía el proceso de yanaco-
nización que ya había afectado a parte de la población de Chile central
y del cual daba cuenta la Visita de Santillán y otras fuentes, en especial
al hacer mención de aquellos indios que, o bien eran empleados como
capataces en las minas o servían cerca de sus encomenderos o de otros
españoles, como lo hizo Lautaro antes de rebelarse contra Valdivia. Tal
término, entonces, ya no era aplicable solo a los auxiliares cuzqueños
de los españoles, sino también a todos los indios que, desarraigados, se
unían de distintos modos a sus nuevos amos europeos. En tal sentido,
la definición que da Alonso de Góngora y Marmolejo resulta esclare-
cedora. En su crónica, y en medio de la narración de los avatares de
la conquista y colonización de la Araucanía, este militar escribía que a
los yanaconas de servicio se los llamaba de esa manera «[...] por que
son indios extranjeros y sueltos que sirven a cristianos, y este es su
nombre»14.
Aquella realidad ya estaba presente a la llegada del gobernador
García Hurtado de Mendoza, en 1557, y era una de las situaciones que

14
Góngora y Marmolejo, 1862 [1575]: 148.

169
Hugo Contreras Cruces

su teniente general, el licenciado Santillán, estaba dispuesto a solucio-


nar mediante la dictación de una ordenanza especial para las ciudades
del sur. Sin embargo, a pesar de su intención de visitarlas ello no pudo
realizarse, pues la guerra no había cesado desde la muerte de Valdivia
a fines de 1553, aportando una cuota de violencia e inseguridad que
impedía cumplir las labores de visitador.
Aun así, Santillán decidió dictar un conjunto básico de ordenanzas
cuyo objetivo era que los indios pertenecientes a los repartimientos de los
vecinos de Concepción, Imperial, Cañete, Valdivia, Villarrica y Osorno
fueran «[...] sobrellevados y conservados y no reciban las vejaciones
que antes se les hacían [...]»15. En esta misma línea, prohibió a cualquier
persona, encomendero o no, que pudiese constituir indios en la cate-
goría de yanacona o que pidiera a algunos de ellos para «liberarlos»
de sus caciques y sacarlos de sus lugares de asentamiento. Junto con
lo anterior ordenó:

[...] que todos los yanaconas que se han hecho después de


la muerte del gobernador Pedro de Valdivia e alzamiento de
la tierra, se envíen a sus naturalezas, y ningún encomendero
ni otra persona los detenga ni quite a sus caciques, so pena
de quinientos pesos, aplicados según de suso [...]16.

No tenemos antecedentes que permitan saber si dicha orden fue


aplicada o hecha cumplir; sin embargo, el tono afirmativo de la misma
no deja dudas respecto del aumento del número de indios yanaconiza-
dos tras la muerte de Valdivia, período caracterizado por el aumento
del localismo institucional y la privatización de las relaciones políticas
entre los cabildos de las ciudades y los diferentes candidatos a suceder
al gobernador en su puesto17.
Difícilmente aquellos hombres y mujeres indígenas volvieron a
sus lugares de origen, confirmándose tanto su desarraigo como su ads-
cripción personal a los españoles a quienes servían; así, el proceso de
yanaconización de los mismos estaba consumado. Ello implicará ya no
solo una migración desde sus asentamientos de origen a las propiedades
y ciudades españolas cercanas, sino potencialmente mucho más allá.
15
«Relación de lo que el licenciado Fernando de Santillán, oidor de la Audiencia
de Lima, proveyó para el buen gobierno, pacificación y defensa de Chile» (Lima,
4 de junio de 1559), en Jara y Pinto (comps.), 1982-1983, I: 28.
16
«Ordenanzas para la Concepción, Imperial, Cañete, Valdivia, Villarrica y Osor-
no», en Ibid., I: 34.
17
Barros Arana, 1999-2005 [1884-1902], II: 9 y ss.

170
Indios de «tierra adentro» en Chile central

Migración forzada, traslados locales y desarraigo


en Penco y la Araucanía durante el siglo XVI
Considerando todo lo anterior, junto con la concurrencia de indios
al distrito de Santiago es posible identificar migraciones de corto alcan-
ce asociadas al servicio personal, ya frecuentes en Chile central, pero
ahora fuertemente presentes en la Araucanía al menos hasta fines del
siglo XVI. En general, se trataba de la concurrencia a las casas de sus
encomenderos, en un radio relativamente cercano a sus asentamientos,
para cumplir labores en el servicio doméstico o en la atención de las
necesidades personales de los españoles; servicios que llegaban a incluir-
se en las propias concesiones de encomienda, donde podían destinarse
ciertas parcialidades a estas labores18.
Sin embargo, no solo los encomenderos tenían acceso a indios de
servicio. Si bien carecemos de un estudio más acabado de la sociedad
colonial que se creaba en la Araucanía y más al sur durante la segun-
da mitad del siglo XVI, es posible plantear que aun los soldados más
humildes contaban con uno o dos sirvientes de esta clase, aunque las
fuentes no aclaran suficientemente la forma en que llegaron a cumplir
tales labores19. Estos, unidos de manera personal a los españoles, en
la medida que dependían de sus nuevos amos y sus desplazamientos,
parecían perder rápidamente el contacto con sus familias y linajes de
origen para mezclarse con otros como ellos, tanto en el mismo lugar

18
A modo de ejemplo, entre muchos otros casos, se encuentra la encomienda
concedida en 1552 por Valdivia a Pedro Martín de Villarreal, en La Imperial,
mediante la cual se le asignaron los levos Guallareba y Muenango. A ellos se
agregó «[...] para servicio de vuestra casa los principales dichos Pichunando,
Aliucudia y Quenibano, con todos los indios de estos dichos principales que
tienen su asiento cerca de la ciudad Imperial [...]»: Cédula de encomienda a
Pedro Martín de Villarreal (Valdivia, 4 de marzo de 1552), en Medina (comp.),
1888-1902, IX: 411.
19
La pérdida de los archivos administrativos y notariales de Concepción y la des-
trucción de las ciudades meridionales durante la guerra de 1598 a 1604, impide
contar con una base de datos suficiente para desentrañar estas cuestiones. Por
el momento, y hasta que surjan nuevos antecedentes, solo podemos dar cuenta
cualitativamente de tales situaciones y de algunas de sus consecuencias. En tal
sentido, es una tarea pendiente para los estudiosos del pasado reconstituir la
vida económica y social de los asentamientos españoles de la Araucanía y de la
región valdiviana durante el siglo XVI. Un aporte en esta dirección fueron las
excavaciones arqueológicas realizadas en torno a los asentamientos hispanos
situados cerca de Río Bueno y la investigación etnohistórica de las fortificaciones
del valle de Toltén: Gordon, 1985 y 1991; Harcha (et al.), 1988.

171
Hugo Contreras Cruces

donde servían como en las calles de las pequeñas ciudades situadas al


interior de la Araucanía. Ello era evidente entre los no encomenderos,
quienes en cuanto se les había negado el acceso a familias o linajes in-
dígenas como conjunto, debían conformarse con contratar o hacerse de
cualquier indio que estuviera dispuesto a servirles o a quienes se pudiera
obligar en tal sentido. No obstante, es necesario seguir ahondando en
dichas relaciones, pues las fuentes son escuetas respecto tanto de las
motivaciones que llevaban a los indios a servir como de los métodos
españoles para mantenerlos bajo su dominio.
El testamento del capitán Antonio Galiana, realizado en Angol
en julio de 1572, puede resultar una buena muestra de las relaciones
de dependencia personal, pero asimismo de desarraigo, que estaba
sufriendo una parte no menor de hombres y mujeres originarios. En
este documento, Galiana dejó una oveja y un cordero a cada uno de
sus criados –como les llamó–, a quienes identificó como: «[...] Pedro
natural de la Imperial e a Álvaro natural de este pueblo e a Perico natural
de los términos de la Ciudad Rica e a Beatriz natural del repartimiento
del licenciado Altamirano vecino de la Concepción [...]»20.
De ellos, solo Álvaro era originario de Angol, mientras los tres
restantes venían de distintos lugares del distrito de Concepción y la
Araucanía, separados geográficamente por cien o más kilómetros del
sitio donde prestaban sus servicios. Se trataba de indios «libres», qui-
zás sometidos a encomienda –como Beatriz– aunque no a esclavitud
o a otro tipo de servidumbre forzosa y violenta. Al mismo tiempo, se
encontraban despojados de relaciones parentales, a menos que las es-
tablecieran con sus compañeros de labores, lo que a la postre resultaba
común entre muchos de ellos.
La situación de los indios asociados a Galiana podría considerarse
un primer escalón del desarraigo, una situación en principio no violenta
y quizás reversible en cuanto a que las distancias que debían recorrer
para volver a sus asentamientos no eran tan largas. Sin embargo, a
medida que pasaba el tiempo y estos indios persistían en su servicio
y trazaban nuevas relaciones parentales y sociales, además de tener
hijos con indios, mestizos y negros, o que el alzamiento antihispano, la
violencia y la inestabilidad subsecuentes en el sur ganaban terreno, las
ciudades y las casas-fuertes de los españoles se convertían en lugares de
refugio para muchos de ellos. En ese contexto, tendían a desdibujarse

20
«Testamento del capitán Antonio Galiana» (Los Confines, 28 de julio de 1572),
AGI.Contr, vol. 214, nº 1, R. 6, fj. 3v.

172
Indios de «tierra adentro» en Chile central

sus asociaciones con identidades étnicas estrictas, llegando al punto


de identificarlos por sus labores o por el tipo de relación que habían
establecido con algún hispano en particular. Así, Nicolás de Rodas, que
testó en la Imperial en 1559, junto con dar el nombre de pila de cada
uno de sus sirvientes –que ascendían a trece–, solo se refirió a ellos
como «mis anaconas», legándoles diez fanegas de comida, más algunos
cerdos y cabras, no volviéndolos a mencionar más en el documento
pues, extinguida su vida, no había ningún otro lazo que los uniera a su
familia –si es que la tenía– o a otros españoles21.
El traslado de yanaconas a las ciudades hispanas y a las propie-
dades de sus amos no era la única modalidad de migración de corto
alcance que hemos detectado. Una segunda forma de desarraigo se
vio influenciada directamente por los enfrentamientos bélicos librados
en la zona de Valdivia y Osorno. De este último lugar, en especial, es
posible encontrar, al menos a partir de la década de 1580, numerosos
traslados de indios hacia la isla de Chiloé o hacia el sector llamado los
Llanos de Osorno, donde el conflicto parecía tener menos virulencia22.
En esta oportunidad se trataba de comunidades o segmentos de las
mismas que eran llevadas allí por sus encomenderos, con el objetivo
de evitar que se rebelaran y con ello pusieran en peligro la ocupación
hispana; o bien, que abandonaran sus asentamientos para refugiarse
entre las parcialidades de guerra, todo lo cual hubiese significado una
virtual anulación de la capacidad productiva castellana, al ser estos
indios parte importante de su mano de obra.
Así lo pudo comprobar el capitán Baltasar Verdugo, un encomen-
dero osornino que en 1589 sumó un nuevo repartimiento a los que ya
poseía en la misma jurisdicción. Dicha encomienda había pertenecido al
capitán Rafael Portocarrero y se componía de los linajes de la provincia
de Purailla, ubicada en el seno del río Reloncaví hacia la cordillera, que
Verdugo ya conocía debido a que cinco años antes había sido enviado
allí para reprimir su alzamiento. Este, como la gran mayoría de los re-
partimientos del Reino de Chile, se había formado con distintos linajes
o parcialidades, cada uno con su propio asentamiento, a menos que
se tratara de sujetos emparentados entre sí, los que tendían a habitar
en tierras vecinas en un patrón de poblamiento disperso típico de las

21
Testamento de Nicolás de Rodas (La Imperial, 27 de septiembre de 1559), AGI.
Contr, vol. 472, nº 2, R. 1, fjs. 1v-5r.
22
Ruiz Rodríguez, 1998: 12; Urbina Burgos, 2004: 56; Urbina Carrasco, 2009:
83-84.

173
Hugo Contreras Cruces

sociedades segmentadas23. Asimismo, la dinámica de la encomienda


posibilitaba que al hacerse un nuevo repartimiento no todos los indios
incluidos en la concesión anterior pasaban a un nuevo feudatario,
como sucedió en esta oportunidad, cuando el gobernador Alonso de
Sotomayor decretó que de los indios encomendados «[...] doce reservó,
que son los que el dicho capitán Rafael Portocarrero tomó en la dicha
provincia de guerra, y los pobló en una chácara en los llanos de los
términos de la dicha ciudad de Osorno»24.
Probablemente, los últimos fueron entregados a otro conquistador.
Sin embargo, para lo que nos interesa, lo importante es el traslado de
estos indios desde sus asentamientos originales a los llanos de Osorno,
a fin hacerlos trabajar para su encomendero. Pero más aún, la capaci-
dad de generar una comunidad al interior de una propiedad hispana
a partir de la captura y el asentamiento de un grupo de indios, de los
cuales las fuentes no indican si pertenecían a una misma parcialidad o
si eran «indios sueltos». Pareciera ser que al pertenecer a una misma
encomienda y habitar un espacio en común ya eran considerados un
grupo con estructura comunitaria y no meros yanaconas, como antes se
ha visto. Y si bien ello introducía una cuota importante de artificialidad
en la gestación de las relaciones al interior de estos grupos, y entre estos
y los españoles, será un mecanismo que encontraremos frecuentemente
a lo largo de la historia colonial chilena, aplicado tanto a forasteros
como a originarios.
Ahora bien, en la mayoría de los casos que hemos detectado los
traslados involucraban a pequeños linajes o, en el caso de levos o cavis
más numerosos, a segmentos de los mismos, formados por grupos de
familias nucleares dependientes de un mismo lonko, el que generalmente
les acompañaba junto a su propia familia; esta práctica se constituía así
en un mecanismo para evitar su disgregación, al continuar considerán-
dolos un grupo y, por lo tanto, sujeto a actuaciones y derechos colecti-
vos25. Así lo declaró muchos años después doña Mariana Chirinos de

23
Silva Galdames, 1994.
24
«Cédula de encomienda del gobernador Alonso de Sotomayor al capitán Bal-
tasar de Verdugo del cavi Churan, en la provincia de Purailla, y del cavi Rullo»
(Santiago, 14 de septiembre de 1589), ABNB.EC, 1613-8, fj. 15v.
25
Ximena Urbina indica que se desconoce la cifra de huilliches que llegaron a
Chiloé luego de la destrucción de Osorno en 1603. Según ella, solo es posible
decir que el capitán Diego de Alvarado llegó a la isla con 300 indios de su
encomienda, los que fueron asentados en la reducción de Calbuco: Urbina
Carrasco, 2009: 81.

174
Indios de «tierra adentro» en Chile central

Loaiza, al dar poder a los capitanes Pedro Núñez de Ramírez y Miguel


Díaz para que administraran su encomienda en Chiloé, compuesta por
los indios sujetos a los caciques don Francisco Catecura y don Gonzalo
Tecamilla, del levo Morgopuelle, quienes, «[...] por haberse asolado
las dichas ciudades de Osorno y Valdivia, parte de los indios de las
dichas encomiendas se retiraron a la isla de Quinchao en las juntas de
la provincia de Castro de este reino»26.
Un caso similar era el del capitán Álvaro de Mendoza Figueroa,
quien heredó de su padre un repartimiento que originalmente se situa-
ba en Osorno, el cual estaba dividido en al menos dos segmentos: un
grupo de tributarios que se encontraba en una chacra en las cercanías
de Santiago; y «[...] en la provincia de Castro están los demás que son
de los que se retiraron a ella de la dicha ciudad de Osorno cuando su
pérdida»27. En estos casos, como en otros posibles de documentar, la
salida de estos indios continentales hacia la isla de Chiloé implicaba un
desarraigo permanente de sus lugares originales, pero no necesariamente
una permanencia segura en sus nuevos asentamientos, pues muchos de
ellos fueron trasladados a Chile central, como se verá más adelante.
Bajo el punto de vista hispano, no era posible que volvieran a sus
antiguas tierras y menos aún a las destruidas ciudades de Valdivia y
Osorno, sectores que quedaron bajo dominio indígena y que, incluso
antes de que fueran abandonadas, introducían un factor de inseguridad
en el cumplimiento del servicio personal, que era lo que justamente
incentivaba la traslación de los indios. Por lo tanto, había que buscar-
les un lugar donde asentarse en Chiloé, lo que implicaba la cesión de
mercedes de tierras para los encomenderos que habían hecho los des-
plazamientos o para los propios tributarios. Se trataba, por lo demás,
de un proceso de alcances todavía desconocidos, pues los testimonios
de estos traslados son fragmentarios, con lo cual se dificulta poder
evaluar el impacto demográfico y étnico de la llegada de estos indios.
De ellos solo sabemos que se fueron asentando en distintos lugares de
26
«Carta de poder de doña Mariana Chirinos de Loaiza a los capitanes Pedro
Núñez de Ramírez y Miguel Díaz, para que cobren y administren los indios de
su encomienda» (Santiago, 7 de diciembre de 1624), ANH.ES, vol. 129, fj. 211.
27
«Testamento del capitán don Álvaro de Mendoza Figueroa» (Santiago, 24 de
septiembre de 1626), ANH.ES, vol. 130, fj. 37. Carlos Ruiz cita otros casos,
tanto para el siglo XVI como para la centuria siguiente, de naturales de Osorno
trasladados a Chiloé. Asimismo, se refiere a algunos encomenderos osorninos
que, tras el alzamiento de 1598 y la destrucción de las ciudades situadas al sur
del Bíobío, pasaron a residir en Chile central, hasta donde llevaron tributarios:
Ruiz Rodríguez, 1998: 29-34.

175
Hugo Contreras Cruces

la isla grande o en otras más pequeñas repartidas por el archipiélago,


como fueron las islas de Quinchao y Linguach28.
El traslado de indios de Osorno a Chiloé o la llegada de otros desde
el interior de la Araucanía a la ciudad de Concepción o, más tarde, a Chi-
llán, no constituía necesariamente un proceso terminal. Por el contrario,
muchas veces solo se trataba de la detención provisoria en un trayecto
que llegaba mucho más lejos, mientras que en otras oportunidades ni
siquiera esa pausa existía, en medio de mudanzas más radicales que
los llevaban al centro de Chile y aún más al norte. Nuevamente, las
modalidades eran variadas e iban desde aquellas que implicaban una
cuota indudable de violencia –como la esclavitud– hasta las que incluían
desplazamientos de individuos que salían voluntariamente de sus tierras
y que podían terminar asentándose en los valles cercanos a Santiago o
en la propia capital. Como lo planteábamos al comienzo de este texto,
entre ambos extremos se encuentra una serie de situaciones que, si
bien son difíciles de definir, al mismo tiempo su descripción y análisis
aportan una gran cantidad de elementos para comprender la sociedad
colonial de Chile durante su período temprano y, particularmente, la
conformación etnosocial de parte de su población, cuyo número, si bien
imposible de medir en términos cuantitativos, no debiera ser menor.
Por lo tanto, un segundo nivel de desarraigo lo constituiría pre-
cisamente la salida de estos indios desde la Araucanía, de las tierras
huilliches y de Chiloé, hacia el valle central. En este caso las posibili-
dades de retorno tendían a reducirse de forma drástica, no solo por la
distancia geográfica –aunque en último término esta no era un obstáculo
insalvable– sino por la existencia de mecanismos de sujeción –como
cadenas y grillos– para quienes habían llegado de manera forzada; o,
incluso, por la propia voluntad de algunos de permanecer en su nuevo
lugar de residencia. En principio, la propia guerra era una de aquellas
circunstancias, cuando no un pretexto para sacar indios del teatro de
conflicto y trasladarlos a otros donde reinaba la paz.

Migración y desarraigo indígena en Chile central:


Los actores y las modalidades
El hecho mismo de trasladar personas sin su voluntad era un ejer-
cicio de violencia en sí, el cual llevaba aparejada una serie de desgarros
28
Ruiz Rodríguez, 1998: 35. Según este autor, Linguach correspondería actual-
mente a la isla de Llingao.

176
Indios de «tierra adentro» en Chile central

vitales al ser separados de sus contextos espaciales y geográficos, lo que


asimismo tenía consecuencias en el conjunto de sus relaciones parenta-
les, sociales y culturales –en el caso de los traídos individualmente– o
en una parte muy importante de ellas –en el caso de los que llegaban
formando parte de un grupo con lazos preestablecidos–; tal situación
los obligaba a reconstituirse personal y socialmente, en un proceso que
podía tomar mucho tiempo y que quizás nunca acababa29. Además,
sobre su captura se extendían otros tipos de violencia: la más evidente
era la de tipo físico ejercida sobre los indios al ser herrados y luego
trasladados portando cadenas y grilletes, y que no cesaba necesariamen-
te al ser asentados en un nuevo destino. También había otras formas
de violencia simbólica usadas por los individuos que sacaban indios,
representadas, por ejemplo, por el engaño y las mentiras con las cuales
muchos eran atraídos a salir de sus asentamientos para viajar hacia el
norte y muy lejos de sus lugares de origen.
Una primera situación que surge de la documentación revisada es
el traslado de indios pertenecientes a las encomiendas del sur del reino,
quienes como consecuencia directa de la guerra y la inestabilidad que
azotaba a la Araucanía eran mudados de sus lugares de residencia origi-
nal para ejercer como peones o sirvientes domésticos en las propiedades
de sus feudatarios. En este caso, ya no eran individuos yanaconizados
individualmente sino segmentos de linajes o agrupaciones completas
–aunque generalmente pequeñas–, las que eran embarcadas en el puerto
de Concepción y más tarde en Chiloé para ser llevados a las estancias
que tenían sus feudatarios o algunos de sus parientes directos en los
valles de la depresión intermedia. En ese sentido, valga recordar al
capitán Álvaro de Mendoza quien, como citábamos más arriba, había
heredado en segunda vida una encomienda en la cual parte de los indios
estaban en Chiloé, mientras que otros prestaban servicios personales en
la chacra de su madre, situada en las cercanías de Santiago30.

29
Valenzuela Márquez, 2009: 244.
30
Otro caso en este mismo sentido es el del capitán Andrés Pérez, quien en 1613
declaró en su testamento: «[...] que en el valle de Quillota tengo cinco indios de
mi repartimiento de Valdivia a los cuales he dado los vestuarios y otras cosas de
obligación [...]»; significando con ello, sino la cantidad de tiempo del traslado,
que este no era reciente ni provisorio, pues el vestuario se entregaba anualmente
y para la época la ciudad de Valdivia estaba destruida y sus territorios ya no eran
controlados por la corona: «Testamento del capitán Andrés Pérez» (Santiago,
18 de octubre de 1613), ANH.ES, vol. 46, fj. 62v.

177
Hugo Contreras Cruces

Ello abría una serie de problemas legales, muchos de los cuales


eran comunes a los inmigrantes forzosos encomendados, y que decían
relación con la mudanza de jurisdicción de dichos tributarios, la que
además, en muchos casos, era doble, debido a que una buena parte de
ellos ya habían sido llevados de Valdivia u Osorno a Chiloé y luego,
desde ahí, hacia Chile central. Lo anterior, pues los indios, más allá
de donde consideraran que era su lugar de origen, eran repartidos en
encomiendas que pertenecían a una jurisdicción en particular y no
podían ser desplazados a otra sin permiso del gobernador, que era pre-
cisamente lo que sucedía en este caso. Sin embargo, la autoridad parecía
desentenderse de estos abusos, más aún cuando estos no implicaban
una violencia evidente ni tampoco un alto nivel de disgregación de los
trasladados, en la medida en que eran sus propios encomenderos quie-
nes los mudaban, que esta mudanza era colectiva y que los asentaban
juntos, reproduciendo al menos en lo formal sus estructuras sociales,
aunque descontextualizadas en todo lo demás.
Así sucedía, por ejemplo, con los grupos de indígenas cordilleranos
que las fuentes llaman puelches, y para los cuales no aclaran suficien-
temente de dónde efectivamente venían, de qué modo llegaron a ser
encomendados, ni menos cómo arribaron a los territorios centrales
del reino31. Su presencia, en tanto, aparece dispersa en el espacio y en
la documentación, pero cuando se manifiesta lo hace asociada a la
existencia de jefes y, en ocasiones, a tierras asignadas como propias,
aunque generalmente colindantes con las de otros indios del mismo
repartimiento. Así se puede distinguir en la cédula que en 1581 concedió
el gobernador Martín Ruiz de Gamboa a Juan de Azoca, en la cual,
junto con confirmarle una serie de cacicazgos originarios del valle de
Mapocho y del llamado «país promaucae», le asignó:

[...] los caciques indios y principales puelches y sus asien-


tos, tierras y bebederos que tuvo por encomienda su padre
Cristóbal de Escobar llamados Orocugua sucesor de Allagua
y el cacique Cholo sucesor de Quinetan que es parte de los

31
El término puelche hace relación a los indios cordilleranos o montañeses, sin
necesariamente ubicarlos en una zona geográfica latitudinal específica, los cuales,
según lo plantea Silva, eran identificados por los españoles con sociedades de
cazadores recolectores trashumantes, que poseían lengua, costumbres e, incluso,
un fenotipo distinto al mapuche: Silva Galdames: 1990.

178
Indios de «tierra adentro» en Chile central

dichos puelches [que] están poblados en Nancagua en un


pueblo llamado Nuguy [...]32.

Como se desprende del documento citado, dichos indios llevaban


ya bastante tiempo en Nancagua –en pleno valle central de Chile–,
generándose incluso la sucesión del liderazgo de la comunidad, proba-
blemente reducida solo a algunas familias ampliadas aunque claramente
diferenciadas de los habitantes originarios de dicho paraje, pues si bien
vivían colindantes a las tierras del cacicazgo local o bien dentro del
territorio conocido genéricamente con el topónimo de Nancagua, su
asentamiento llevaba un nombre propio –Nuguy–, muy posiblemente
inventado por ellos mismos.
En este caso, al parecer, la violencia de su traslado no podría aso-
ciarse con una coerción física, pero sí con la radical transformación que
debieron sufrir los puelches del pueblo de Nuguy, quienes tuvieron que
adaptarse tanto al servicio personal como a la adopción de la agricultura
y el pastoreo como sus formas principales de sobrevivencia. Esto, sin
embargo, les concedía ciertas ventajas en comparación a lo que vivió
otro grupo años más tarde. Estos estaban encomendados en Pedro
Lísperguer, hijo de Águeda Flores y de su homónimo paterno, quien
trasladó a todos sus indios a su estancia de Peñaflor. Entre ellos, junto
con los originarios de Talagante, Cauquenes y Putagán –estos últimos
migrantes forzosos de ultra Maule–, se encontraba un grupo de doce
puelches y su cacique, don Juan Ante, a quienes se les había asignado
un área de residencia y cultivo, aunque aquello no significaba tener
tierras propias ni tampoco exclusivas y segregadas de otros grupos de
indios forasteros allí asentados33.
En aquel lugar no solo tuvieron que seguir su vida de labradores y
peones de campo, sino que se vieron obligados a mezclarse con otros
foráneos para proyectar sus linajes. En este contexto era imposible man-
tener una política endogámica debido al limitado número de mujeres
en edad de procrear que los acompañaba. Transcurrido el tiempo, esta
obligada –y a la vez limitada– exogamia, así como las condiciones de
su residencia, los llevaron a su desaparición como grupo diferenciado;

32
«Cédula de encomienda de don Alonso de Sotomayor a Nicolás de Quiroga»
(1583), AGI.ECJ, vol. 928-A, s/f.
33
«Matrícula de los indios de las encomiendas de Putagán, Cauquenes, Puelches y
Talagante» (Santiago, 2 de diciembre de 1614), ANH.CG, vol. 673, fjs. 16-17;
AGI.Ch, vol. 51, nº 1.

179
Hugo Contreras Cruces

ya para fines del siglo XVII, solo se distinguían los Talagantes y los
Putaganes como los habitantes indígenas de aquella estancia34.
Como ellos, por todo Chile central se repartían estos grupos de
inmigrantes. No obstante, en muchas ocasiones se hace difícil deter-
minar su origen, es decir, si se trataba de indios de encomiendas su-
reñas desarraigados o bien de sujetos capturados en la guerra y luego
encomendados por algún gobernador. Esto no es una situación menor,
fundamentalmente porque en estas encomiendas se puede percibir
una de las tácticas más usadas para legitimar la posesión de indios de
servicio en un período en que la esclavitud estaba prohibida, a pesar
de que eran públicas tanto las malocas como la llegada de esclavos a
los valles del centro y del norte35. En estos casos no solo se trataba de
aquellos desterrados a La Serena como castigo, tal cual lo decretó el
gobernador Rodrigo de Quiroga en 157636, sino de innumerables suje-
tos traídos por particulares y que, al momento de arribar a sus nuevos
lugares de asentamiento –y con mayor razón años después–, solo se
podía comprobar la rebeldía que justificaba su captura y traslado por
las palabras de sus captores o de quienes usufructuaban de su trabajo,
si bien ello no siempre era consultado por autoridades y escribanos37.
Tales encomiendas tienen, como podría esperarse, su respectiva
certificación por la vía de la concesión de cédulas donde se expresaba
el origen de los tributarios. Pero a diferencia de aquellas que normal-
mente se asignaban, en estas oportunidades eran los amos de los indios
y futuros encomenderos los que pedían realizar la variación del estatus
legal de sus subordinados. Así lo hizo el piloto mayor Juan Fernández
en 1584, quien –como señala el gobernador Sotomayor– solicitó la

34
Contreras Cruces, 1998: 142.
35
Álvaro Jara define la maloca como un ataque rápido hecho por grupos de
españoles contra los asentamientos indígenas, con el fin de capturar esclavos y
saquear: Jara, 1971: 144-145.
36
Barros Arana, 1999-2005 [1884-1902], III: 338; Amunátegui, 1910, II: 80;
Mellafe, 1984: 135; Jara, 1971: 152-153; Villalobos, 1983: 86; Valenzuela
Márquez, 2009: 245.
37
Véase, por ejemplo, un asiento de trabajo en el cual los asentados se identificaron
como: «[...] Baltasar natural de los Coyuncos y que tenía más de cincuenta años
y el otro Bernal, que ambos declararon haberlos cogido en la guerra Francisco
Muñoz en tiempo del gobernador Rodrigo de Quiroga y el otro Álvaro natural
de esta ciudad y que su abuelo fue de Rere [...]»: Asiento de trabajo de Baltasar,
Bernal y Álvaro, indios (Santiago, 21 de octubre de 1614), ANH.ES, vol. 52, fj.
243v.

180
Indios de «tierra adentro» en Chile central

encomienda de «ciertas piezas» que tenía en Santiago y La Serena,


nombradas:

[...] Jerónimo, Diego, Pedro, Juanillo, Perico, Alonso,


una india llamada Juana, otra llamada Ubinqui, Andrecillo,
Alonso con su mujer e hijos, Pedro Lunucal, Isabel, Inés, otra
india Inés, Isabel, Beatriz, Gonzalo con su mujer e hija, Juan
con su mujer e hijos, indios tomados los más de ellos en la
guerra y los demás que vos el dicho Juan Fernández habéis
adquirido [...]38.

El documento continúa señalando que Fernández los había tras-


ladado específicamente a su estancia del valle de Quillota, donde para
principios del siglo XVII todavía residían legitimados a los ojos de las
autoridades por esta cédula. Dicho documento fue, precisamente, el
que se citó para justificar la sujeción de uno de ellos, Alonso, quien en
1608 alegó su libertad ante la Real Audiencia de la ciudad de Los Reyes,
argumentando ser natural de Osorno y no tener encomendero. Libertad
que si bien le fue reconocida en un principio por los oidores limeños,
más tarde sería obligado a seguir sirviendo a la viuda de Fernández y
a su hijo, heredero de la encomienda, una vez que fue restablecida la
Real Audiencia de Santiago (1609) y se le presentó la cédula de enco-
mienda respectiva39.
Lo anterior era posible, sin embargo, porque los procesos de conce-
sión de estas encomiendas, así como los propios traslados de los indios,
se hacían no solo al margen de toda legalidad, sino también aprove-
chando la confusión que generaba la guerra y el desarraigo anterior de
muchos de ellos, lo que permitía justificar su salida hacia el norte; más
aún luego de dictadas las disposiciones locales o reales que autorizaban
la captura. Eso sucedió con los miembros del lof del cacique Quintupirai,
quienes primero se trasladaron desde su lugar de origen en Osorno a
Carelmapu, en Chiloé continental, y de allí a la estancia del maestre de
campo Pedro de la Barrera, en Colina –al norte de Santiago–, donde
entraron a servir a su madre. Ella y otro de sus hijos alegaron que eran
indios capturados en la guerra y, por lo tanto, esclavos, aunque en reali-
dad se trataba de sujetos encomendados originalmente en otro español
38
Cédula de encomienda del gobernador Alonso de Sotomayor al piloto mayor
Juan Fernández (Santiago, 16 de enero de 1584), en «Juan Fernández. Sobre
restitución de un indio llamado Alonso a su encomienda de Quillota» (1608),
ANH.RA, vol. 2678, pza. 19, fj. 253.
39
Ibid., fjs. 246-256.

181
Hugo Contreras Cruces

y que habían quedado en sus tierras luego del abandono de Osorno40.


La mudanza de su estatus de libertad, nuevamente, no era solo un tec-
nicismo legal, pues tenía consecuencias concretas en la forma en que
se podía ejercer el dominio sobre estos indios, incluyendo su eventual
venta, y lo que se les podía exigir en términos de servicio personal41.
De tal forma, con su declaratoria como indios de guerra escla-
vizables se desconocían sus derechos al encomendero anterior, inde-
pendientemente si los ejercía o no, y se dejaba libre el camino para el
nuevo señor; en este caso, el maestre de campo. Pero más aún, dicha
declaratoria autorizaba al captor a desterrarlos de su tierra de origen
y trasladarlos a su arbitrio donde considerara más conveniente. En
tal sentido, parecía ser que esclavitud, migración forzada y desarraigo
eran una triada que frecuentemente operaba unida. Posteriormente,
dichos indios, que a los ojos españoles formaban una comunidad,
fueron encomendados en Barrera, lo que si en un sentido los liberaba
de la esclavitud, en otro los ligaba de manera personal a su nuevo
feudatario; e incluso, cuando se reconoció su calidad de migrantes al
llamarlos beliches, dicho acto jurídico legitimó el desarraigo y dejó a
Quintupiray y a su gente en una posición de total dependencia del que
ahora era su encomendero, dado que ni siquiera se les asignó un trozo
de tierra propio, como debía corresponder a una comunidad, pasando
a residir permanentemente dentro de la estancia de Colina, lo cual los
hacía estar disponibles en cualquier momento que se les necesitara.
En tal sentido, el extrañamiento, con el consiguiente desgarro de las
relaciones parentales y la descontextualización tanto geográfica como
social, se constituía en una práctica de primer orden debido a que evi-
taba o dificultaba grandemente la huida, al mismo tiempo que tendía a
individualizar a los sujetos, lo que los obligaba a entrar en una relación
de dependencia desigual con el español que ejercía el dominio sobre él
o con sus mayordomos y criados, sin tener la posibilidad de recurrir
al amparo que otorgaba la presencia de sus parientes al momento de
negociar o de establecer relaciones, situación que claramente era una
desventaja; más cuando los hispanos tenían de su parte la legalidad o,
incluso, su transgresión.

40
ANH.RA, vol. 1277, pza. 1. Este caso ha sido reconstruido con mayor extensión
por Juan Guillermo Muñoz al tratar la esclavitud indígena en el corregimiento
de Colchagua, pues aunque los indios de Quintupiray no residían en esa juris-
dicción, sí lo hacía su antiguo encomendero: Muñoz Correa, 2003: 123-126.
41
Sobre la actividad esclavista del maestre de campo Pedro de la Barrera, véase:
Díaz Blanco, 2011: 55-70.

182
Indios de «tierra adentro» en Chile central

La situación de estos indios salió a la luz al momento que su an-


tiguo encomendero, el capitán Álvaro de Figueroa, reclamó frente al
gobernador sus derechos tras manifestar que Quintupiray y su gente,
además de ser cristianos, siempre habían sido políticamente leales a los
españoles y que, incluso, habían proporcionado alimentos a las tropas
del coronel Francisco del Campo cuando llegaron a las cercanías de
Osorno con el fin de recuperar la destruida ciudad. Agregó que los
indios se fueron voluntariamente con los españoles y que del mismo
modo sirvieron un año a Barrera en Chiloé antes de ser embarcados
hacia Valparaíso y, de ahí, transportados a Colina. Su objetivo, como
se supondrá, no decía relación simplemente con el respeto del derecho
de Quintupiray, sino fundamentalmente con el deseo de recuperar una
mano de obra que ya daba por pérdida y que ahora, oportunamente,
estaba a su alcance para ser ocupada en su propia estancia y no para
devolverlos al lugar desde donde alguna vez salieron42.
El desarraigo propio del traslado se volvía más dramático cuando
los sujetos desplazados eran considerados en su individualidad y ya no
se les asociaba a una comunidad o a un linaje. Su propia llegada, así
como el estatus que portaban, era mucho más difícil de dilucidar para
efectos prácticos, lo que generalmente se hacía a través de probanzas
y declaraciones y solo si es que el indio participaba de un proceso
judicial o suscribía algún asiento de trabajo. Ello abría una serie de
posibilidades que permiten entender que, desde el punto de vista legal,
este era un problema de gran complejidad, según lo demuestra –entre
muchos otros casos– lo sucedido con Diego, un indio que en 1590 se
asentó con Francisco Gómez de las Montañas.
Incluso con las lagunas de información que implica el analizar un
documento que retrata un aspecto puntual en la vida de una persona,
las palabras contenidas en el asiento de trabajo de este indio logran
resumir algunos de los problemas y situaciones por las cuales muchos
migrantes de manera forzosa tuvieron que pasar, siendo una realidad
transmitida recurrentemente por las fuentes judiciales y notariales
del período. Así, el 10 de enero de 1590 Gómez de las Montañas se

42
Villalobos indica que la salida de indios encomendados de la Araucanía hacia
Chile central en el último cuarto del siglo XVI, ya sea en calidad de esclavos
o bajo otras circunstancias, y su posterior concesión en encomienda en sus
lugares de destino, provocó una honda pugna en la cual los encomenderos de
Arauco, entre ellos la viuda de Pedro de Valdivia, reclamaron fuertemente por
el despojo de sus indios en beneficio de los españoles asentados en Santiago y
La Serena: Villalobos, 1983: 86.

183
Hugo Contreras Cruces

presentó ante uno de los escribanos de la ciudad para formalizar una


relación contractual con Diego, momento en el que afirmó: «[...] sin
perjuicio de la encomienda y posesión que tiene de Diego indio natu-
ral de los términos de Valdivia que fue tomado en la guerra, a mayor
abundamiento se concertaba e concertó con él para que le sirva tiempo
de dos años primeros siguientes [...]»43. Ello implicaba una serie de
situaciones sucesivas, que iban desde la captura del indio en la guerra,
su traslado a Santiago, su concesión en encomienda y, por último, la
celebración de un contrato de trabajo con su feudatario. Sin embargo,
no por sucederse temporalmente tales situaciones dejaban de tener
cierto nivel de contradicción. Una primera cuestión es que, analizando
este problema desde la legalidad, tanto la captura del indio como su
traslado a Chile central constituían una flagrante transgresión; ello más
allá de que su práctica estuviese extendida entre soldados, capitanes y
encomenderos, que eran los sujetos que por estar inmersos en la guerra
tenían la posibilidad directa de realizar tales capturas o, en su defecto,
los indios amigos que les servían como tropas auxiliares. De lo anterior,
se derivaba que las autoridades administrativas y los oficiales militares
con mayor responsabilidad se desentendían de tales situaciones, con-
vencidos de que la captura de indios era una de las pocas formas en
que los españoles podían ser retribuidos de los sacrificios de la guerra.
Esto ponía a los capturados bajo el arbitrio absoluto de sus captores y
en un limbo legal que en ocasiones se solucionaba con la dictación de
órdenes específicas respecto de cada prisionero o de alguna expedición
en particular, aunque en muchas ocasiones no existía claridad sobre
los argumentos que se esgrimían para traer los indios a Chile central.
Por lo tanto, y en la medida que la legislación sobre estos temas
era aplicada por los mismos que autorizaban tanto las capturas como
los traslados, prácticas que difícilmente podrían habérseles ocultado,
es que consideramos fundamental la discusión sobre las formas en que
se ejercía la dominación de los españoles y cómo ella era legitimada
por las autoridades; legitimidad que constituía un primer paso para
hacer entrar a los indios en la legalidad, a pesar que ello implicara
exponer ante los tribunales el proceso de extrañamiento que explicaba
la presencia de los cautivos en el distrito santiaguino. De ahí se deriva,
entonces, la segunda situación que afectó a Diego, es decir, el haber sido
encomendado en Gómez de las Montañas. Parecía que no era posible

43
Asiento de trabajo de Diego, indio natural de los términos de Valdivia (Santiago,
10 de enero de 1590), ANH.ES, vol. 6, fj. 38v.

184
Indios de «tierra adentro» en Chile central

sostener por mucho tiempo la presencia en las cercanías de la capital


de indios capturados en la guerra con solo el predicamento de haber
sido alzados. Si la esclavitud estaba prohibida, aunque las autoridades
aceptaran la saca de indios desde las tierras en conflicto la situación de
los mismos pronto debía solucionarse y, para ello, la concesión de estos
como encomendados parecía ser el modo más expedito para legalizar
su presencia y su servicio, así como para premiar a los españoles.
En tal contexto, al indio se le reconocía legalmente la libertad que
nunca había perdido –a pesar que él no lo supiera–, pero al mismo tiempo
se le ponía bajo la tutela de un español a quien debía servir, y que proba-
blemente era el mismo que lo había raptado, comprado o recibido como
regalo o trueque. Con ello, para los colonos se salvaguardaba la legalidad,
al menos desde el punto de vista formal o incluso representativo, pues
la operación de encomendar olvidaba el vicio primero de la violencia
real y simbólica ejercida contra los capturados y las consecuencias de la
misma. Para los indios, en cambio, todo lo anterior no significaba grandes
cambios, dado que esclavos o encomendados de todas maneras estaban
bajo la «protección» de un español y gran parte de sus decisiones –por
ejemplo, la del trabajo que podía ejercer o el lugar donde había de vivir–
debían ser tomadas bajo los parámetros impuestos por sus amos.
En encomiendas de pocos tributarios, como las que normalmente
se concedían sobre capturados en la guerra o yanaconas, cada indígena
era importante, más todavía si los nuevos encomenderos o propietarios
no pertenecían a la elite, siendo esta una de las pocas oportunidades que
tenían de hacerse con indios, a los cuales la paga que se les tenía que
dar, en definitiva, salía de su propio trabajo. En ese contexto, durante
los años finales del siglo XVI, sobre todo en el caso de los pequeños
encomenderos que residían en el sur mientras algunos de sus indios
estaban en Chile central, el instruirlos en un oficio o asentarlos con
familiares o personas de confianza constituía un mecanismo eficaz para
asegurar su servicio. Así sucedió en 1587, por ejemplo, cuando «[...]
pareció presente Martín indio natural de la ciudad de Valdivia de la
encomienda del capitán Pedro de Soto y dijo que quería servir a Juan de
Briones, sastre, que es yerno de Pedro de Soto su encomendero [...]»44.
Si la economía de fines del siglo XVI y comienzos del XVII estaba
transitando desde la minería masiva a las explotaciones agroganaderas

44
«Asiento de trabajo de Martín, indio natural de la ciudad de Valdivia» (Santiago,
12 de mayo de 1587), ANH.ES, vol. 3, fj. 364. Otro asiento similar en: ANH.
ES, vol. 81, fj. 221 (1613).

185
Hugo Contreras Cruces

–necesitadas estas últimas de poca mano de obra, aunque especializa-


da–, y si aumentaban los sujetos indígenas que prestaban servicio en
la ciudad, asegurar la retención de dichos trabajadores se convertía
en un problema estratégico y los propios españoles lo resaltaban al
momento en que los identificaban en la documentación, tras agregarle
una referencia a sus oficios.
La violencia inmersa en las situaciones que acabamos de reseñar
es patente. Simbólica o física, por el solo hecho de ser trasladados,
más allá del derecho legal o la más extendida omisión de parte de las
autoridades –que en ocasiones auspiciaban estos actos–, tal violencia
afectaba sin discriminación tanto a indios rebeldes como a otros que
se habían sujetado a los españoles. Todos ellos, sin embargo, podrían
considerarse individuos que en algún momento estuvieron fuera del
dominio hispano y, precisamente, su captura o su traslado, primero
local y luego hacia el norte, se erigía como una medida que, desde una
perspectiva político-militar, era vista como adecuada para evitar su fuga
o su retorno a la rebeldía.
No obstante, los indios de paz que habitaban en la zona de Con-
cepción y Chillán, o aquellos que servían en las ciudades situadas al
interior de la Araucanía antes del alzamiento de 1598, no estaban mejor
librados. En estos casos, parte importante de las formas de traslado
incluían el engaño. Nuevamente es casi imposible mensurar la canti-
dad de quienes migraron bajo esta modalidad, pero de los relatos de
los mismos se puede colegir la frecuencia con que ocurrían situaciones
como estas, no solo sin control, sino protagonizadas por sujetos de las
más disímiles posiciones sociales y étnicas al interior de la sociedad
colonial. Si en los casos anteriormente citados eran, en general, militares
de alta graduación o encomenderos que trasladaban a algunos de sus
tributarios, en esta oportunidad es posible encontrar involucrados a
mulatos, mestizos y españoles pobres.
En ocasiones, estos sucesos ocurrían a partir de la coyuntura mili-
tar que obligaba a mudar o despoblar los asentamientos hispanos; sin
embargo, muchas veces los traslados surgían solo de las necesidades
económicas o de dominio de algunos, quienes pretendían vender, ceder
u ocupar ellos mismos a los indios que sacaban de sus lugares de origen
y residencia. Tales situaciones, como muchas de las reseñadas hasta
aquí, tenían una data bastante antigua y con un desarrollo sostenido
en el tiempo, al parecer sin más contratiempos que los derivados de la
capacidad mayor o menor para sacar a los indios de sus asentamientos.

186
Indios de «tierra adentro» en Chile central

Una muestra de lo anterior puede verse en el caso de Martín Lincolebu,


quien, cuando en 1611 tuvo que identificarse para ser visitado, recor-
dó la forma en que había llegado a las tierras de Chile central. En esa
oportunidad afirmó:

[...] que es natural de los términos de la Concepción su


cacique Llaullaumilla de la encomienda de Diego Díaz y que
en tiempo del gobernador Villagrán se alzó toda la tierra y
yéndose este declarante huyendo al monte de los indios aucaes
llegaron los españoles y cogieron a este declarante y a otros
indios y los embarcaron en la Concepción y que el dicho go-
bernador Villagrán los dio a un canónigo que no se acuerda
de su nombre, el cual lo dio a Juan Godínez y se lo dio por
encomienda el gobernador Quiroga [...] 45.

Esta fue lo que podría denominarse una saca de indios: una suerte
de raid que aprovechó la coyuntura rebelde de fines de la década de 1550
para tomar a los peones indígenas –la mayoría de los cuales estaban
adscritos a las encomiendas penquistas– y transportarlos a Santiago,
fuera de toda legalidad. Allí, Lincolebu fue «dado» a un eclesiástico,
única forma –aunque muy difícil de definir legalmente– de adscribir
indios a sujetos como este, quien por ser miembro de la iglesia no podía
recibir una encomienda; posteriormente lo cedería a quien finalmente
se convertiría en su nuevo feudatario. Tal hecho se agravaba todavía
más al considerar que estos indios no se contaban entre los rebeldes,
sino que se trataba de sujetos anteriormente encomendados y, en ese
sentido, bajo dominio colonial. No obstante, junto con la forma en
que fue sustraído Lincolebu, lo sucedido más tarde incluiría no solo a
sus captores; también a sus receptores –en este caso, un eclesiástico y
un encomendero– y a las autoridades que, por una parte, permitieron
esta captura masiva de sujetos pacíficos y, por otra, la legitimaron al
entregarlos en encomienda.
En lo anterior, los conceptos de libertad, captura en la guerra o
esclavitud no aparecen discutidos y quizás no era necesario, dado que
si bien se entendía que el indio era «intrínsecamente libre», ello no op-
taba para que se desarrollara esta práctica a todas luces injustificada y
que, si se asume un punto de vista legal, conspiraba contra las propias

45
«Visita a la encomienda de doña Aldonza de Guzmán, viuda del capitán Juan
Godínez de Benavides, hecha por el oidor licenciado don Fernando Talaverano
Gallegos» (Santiago, 1610-1611), ANH.RA, vol. 466, pza. 1, fj. 44v.

187
Hugo Contreras Cruces

instituciones hispanas. Si los indios de encomienda eran capturados y


desarraigados, junto con resultar ellos afectados, también los encomen-
deros originales perdían su mano de obra bajo un contexto en que la
guerra se convertía solo en una excusa. La sucesión de estas prácticas en
el tiempo, así como la recepción de estos indios por los encomenderos
de Chile central, se puede comprobar sin demasiada dificultad en el
repartimiento de Juan Godínez. En el documento recién citado encon-
tramos a Juan Painevilu, un hombre de 34 años, natural de Villarrica
y quien llevaba más de una década en Chile central, el cual manifestó:
«[… que] era de la encomienda de Arias Pardo y este se lo dio a don
Álvaro de Villagra y lo trajo a esta ciudad y lo dio a Juan Godínez y a
su yerna doña Aldonza a quien está sirviendo»46.
Se trataba de un indio perteneciente a una encomienda sureña y que
fue simplemente tomado y llevado fuera de su tierra, probablemente a
fines del siglo XVI, cuando no había ninguna legislación que avalara
tales prácticas aunque sí autoridades y funcionarios venales que las
permitían. Mientras tanto, en una perspectiva bastante más cercana
en el tiempo al momento de su captura, Catalina, una mujer indígena
de Chillán, declaró en 1614 mediante un intérprete que ella estaba
adscrita a la encomienda del capitán José de Castro y que, sin haber
salido de la propiedad de su encomendero, ni siquiera en un proceso
migratorio local,

[...] un mayordomo del dicho capitán José de Castro la


llevó a la ciudad de la Concepción y allí la dio al capitán
Alonso de Miranda, el cual la embarcó en un navío y la tra-
jeron al puerto de esta ciudad de donde la trajo un mulato
a casa de Pedro de Miranda donde ha estado hasta ahora
sirviéndole [...]47.

Sin embargo, debido a los malos tratamientos que se le daban


en tal lugar, la india decidió volver a servir a su encomendero, que en
esos momentos se encontraba residiendo en Santiago y quien, proba-
blemente, ni siquiera sabía en los pasos que andaba su mayordomo, el
cual, más que cederla a Miranda, la debe haber transado por un precio
46
Ibidem. Un tercer indio dentro de esa misma encomienda se encontraba en una
situación similar. Se trataba de Juan Guaiquipangui, de 18 años y natural de
Millapoa, quien había sido desarraigado siendo niño y «dado» a Godínez, a
quien servía como paje: Ibid., fj. 47.
47
«Asiento de trabajo de Catalina, india natural de la ciudad de San Bartolomé
de Chillán» (Santiago, 22 de junio de 1614) ANH.ES, vol. 33, fj. 126.

188
Indios de «tierra adentro» en Chile central

que la propia mujer desconocía. En esa misma tónica, en 1625, María,


otra mujer indígena fronteriza, declaraba «[...] que un soldado la trajo
hurtada de la Concepción»48.
En este contexto, la encomienda –como institución– aparece do-
tada de una importante ductilidad. Lejos de cualquier consideración
jurídica que atara de manos a los gobernadores, ella permitía, de ser
necesario, legitimar una gran parte de las relaciones forzadas que se
habían establecido entre los españoles y aquellos indios que, capturados
en razón de su supuesta o real rebeldía, eran llevados a las tierras de la
jurisdicción de Santiago, incluso cuando era evidente la gran cantidad
de vicios de origen. Así se desprende, por ejemplo, de los pocos frag-
mentos que se han encontrado de la visita del oidor Hernando Machado
de Chávez a las encomiendas del reino, en diciembre de 1613. En la
estancia de un encomendero de Quillota, este magistrado encontró a
«[...] Vicente Macana natural de j[u]nto a Paicaví cogido en la guerra
antes de la p[u]-blicación de la cédula de esclavitud y de los yanaconas
encomendados en el dicho capitán P[e]dro de León a quien servía desde
el dicho tiempo»49.
En la medida en que la concesión de encomiendas era una facultad
privativa del gobernador, y considerando que muchos de los que solici-
taban estos repartimientos se contaban entre los beneméritos del reino
–incluyendo algunos de los primeros conquistadores o sus descendien-
tes– y que se hacía necesario generar mecanismos efectivos de dominio
sobre los indios desarraigados, así como su eventual persecución en
caso de huida, es que para fines del siglo XVI y principios del XVII la
encomienda era la mejor solución para estas situaciones. Ella afectaba
más a los hombres que a las mujeres, aunque estas últimas tampoco
estaban exentas de ser adscritas a un español; más todavía si se trataba
de jóvenes en edad fértil, susceptibles de unirse matrimonialmente con
indios de la misma encomienda y engendrar nuevos indios de servicio,
importantes para darle continuidad al dominio y, en cierto modo, ase-
gurar el futuro de los descendientes del encomendero.
Junto con las mujeres, los niños eran blanco preferente de los rap-
tores. Una cantidad inconmensurable de ellos fueron desarraigados de
sus tierras y familias antes y después de dictada la cédula de esclavitud
48
«Asiento de trabajo de María, india natural de la ciudad de Concepción»
(Santiago, 13 de marzo de 1625), ANH.ES, vol. 106, fj. 241.
49
«Visita del oidor don Hernando Machado de Chávez a la estancia de Purigue,
del capitán Pedro de León» (Quillota, 10 de diciembre de 1613), ANH.RA, vol.
584, pza. 2, fj. 170.

189
Hugo Contreras Cruces

de 1608, o bajo la modalidad de las llamadas «ventas a la usanza», ya


avanzado el siglo XVII50. No obstante, el problema tiene otras ramifica-
ciones relacionadas con prácticas a todas luces rayanas en la ilegalidad
y con el trauma generado por el desarraigo. Entre ellas, ciertamente se
contaba su captura al interior de la Araucanía, o su simple «saca» o
«traída», aun si se trataba de niños y niñas de parcialidades amigas
o de encomiendas penquistas. En este contexto, los términos «sonsa-
car», «engaño» y «hurto» se multiplican en los testimonios, como lo
hizo notar Pedro, de 12 años y proveniente de Castro, en Chiloé, al
declarar «[...] que de su tierra y natural lo trajo Rodrigo Hernández
y lo entregó a doña María de Cáceres para que le sirviese»51. Aquí el
desarraigo se hacía aún más dramático, pues pocas veces recordaban
su origen exacto y el linaje al que pertenecían. Lo anterior implicaba
carecer de una memoria que los vinculara a una comunidad de origen,
representada por sus caciques e, incluso, por la sociedad colonial que
se desarrollaba en torno a ellos52. Por lo tanto, su suerte dependía única
y exclusivamente de los deseos de sus repentinos amos y quizás de los
de la administración real.
Avanzando el tiempo, parte importante de quienes reconocían
su origen en las «ciudades de arriba» estaba conformado por jóvenes
indígenas que al momento de realizar un asiento de trabajo declaraban
haberse criado o nacido en las casas de sus asentadores. En varias de
estas ocasiones, se trataba de muchachos huérfanos o hijos de peones
migrantes que en realidad solo conocían de sus orígenes por los relatos
de sus mayores, quienes probablemente jamás habían visto la tierra de
donde decían provenir. Así ocurría en 1596 con Rodrigo, de 15 años,
quien declaró «[...] que él ha mucho tiempo que es su amo el padre
Jerónimo Vásquez, beneficiado de la catedral de esta ciudad»53; o con
Juan, casi treinta años después, quien «[...] desde su niñez se ha criado en
esta ciudad y ha estado en servicio del doctor Martín de Valdenegro»54.
Tales sujetos estaban inmersos en una compleja situación legal, debido a
que antes de la guerra de 1598 gran parte de ellos o sus padres habían

50
Hanisch, 1981: 7.
51
«Asiento de trabajo de Pedro, indio muchacho natural de la provincia de Castro»
(Santiago, 30 de octubre de 1623), ANH.ES, vol. 125, fj. 80v.
52
Valenzuela Márquez, 2009: 253.
53
«Asiento de trabajo de Rodrigo, indio muchacho natural de las ciudades de
arriba» (Santiago, 10 de agosto de 1596), ANH.ES, vol. 34, fj. 184.
54
«Asiento de trabajo de Hernando, indio natural de las ciudades de arriba»
(Santiago, 25 de septiembre de 1624), ANH.ES, vol. 125, fj. 284v.

190
Indios de «tierra adentro» en Chile central

estado incluidos en una encomienda y, aun cuando ahora se encontra-


ran en una jurisdicción distinta a la de su origen, ello no los excluía de
las obligaciones tributarias que tenían con sus feudatarios legales, ni a
estos últimos de reclamar sus servicios55.
Asimismo, en ellos es posible detectar ciertos mecanismos rela-
cionados con la ausencia de una memoria estricta de sus orígenes,
generándose un contraste entre quienes efectivamente migraron cuando
eran infantes –que muchas veces, siendo ya de avanzada edad, eran ca-
paces de proporcionar datos puntuales como el nombre de su cacique
o el asentamiento al que pertenecían– y aquellos que descendían de los
primeros. Así, los hijos de inmigrantes, o a veces quienes habían llegado
muy pequeños a Chile central, reconocían su naturaleza en las «tierras
de arriba» como noción general, pero carente de asociaciones estrictas
con su origen étnico o geográfico, en la medida en que la pérdida de
las redes parentales implicaba, entre muchas otras consecuencias, un
anquilosamiento de los contextos recibidos a través de relatos orales
por parte de indios viejos y su ulterior pérdida de vigencia explicativa o
hasta su ausencia. Ello era reemplazado por la creación o el acoplamien-
to a neo-identidades de origen colonial, como la consabida de «indios
de arriba» o «de las ciudades de arriba», que fijaba un gran territorio
como origen y que permitía distinguirse como inmigrantes frente a otros
indios y a los españoles56. Lo anterior implicaba el reconocimiento de

55
«Otros casos de indios que declaran haberse criado o nacido en casas de es-
pañoles se encuentran en: ANH.ES, vol. 25, fjs. 196v-197 (1599); vol. 27, fjs.
246-247 (1600); vol. 81, fj. 221 (1613); vol. 56, fj. 78 (1617); vol. 59, fj. 111v
(1619); vol. 127, fj. 260v (1621); vol. 125, fj. 284v (1624).
56
Jaime Valenzuela identifica una forma similar de generación de identidades
personales y grupales entre los indios «cuzcos» residentes en el reino de Chile
(Valenzuela Márquez, 2010: 93 y ss). Marcando la diferencia con la experiencia
de aquellos inmigrantes andinos, este mismo autor ha trabajado recientemente
en torno al concepto de auca, palabra de origen quechua que había servido
para denostar al enemigo rebelde del Tawantinsuyu, y que en la época colonial
servirá como una denominación general para referirse a los mapuches y huilli-
ches del sur de Chile capturados en la guerra o «sacados» de tierra adentro y
sometidos a esclavitud. De esta forma –siguiendo a Valenzuela– estos aucas se
verán revestidos con una serie de estigmas asociados a su condición rebelde y
hostil, delineando con ello su identidad jurídica y la imagen social que se tenía
colectivamente de ellos; y, por lo mismo, el espacio que ocuparán en el seno de
la sociedad colonial, en cuyos registros oficiales (judiciales, notariales, parro-
quiales, etc.) aparecerá recurrentemente dicha categoría para diferenciarlos del
resto de los habitantes indígenas que componían la sociedad colonial: Valenzuela
Márquez, 2015: 133-135.

191
Hugo Contreras Cruces

ciertas obligaciones de servicio y a su vez de privilegios como el de con-


tratarse libremente, el que operaba para todos aquellos que no dudaban
en declarar ante escribanos, oidores y corregidores que estaban libres
de cacique y encomendero. No obstante, tales prebendas solo estaban
reservadas para algunos, dado que la esclavitud indígena era un proceso
que se mantuvo vigente por gran parte del siglo XVII.
Tales situaciones se repetían en el tiempo, en una dinámica que
parecía no tener fin y que involucraba a sujetos de las más disímiles
esferas sociales y étnicas. Los indios llevados a Santiago se multiplica-
ban y entraban a convivir con aquellos originarios de la zona o asen-
tados allí desde hacía mucho tiempo, y es probable que si se siguieran
describiendo una a una las modalidades de captura y desarraigo, así
como sus actores, esta investigación ocuparía muchas más páginas. Sin
embargo, al identificar sus principales formas, al mismo tiempo que sus
protagonistas más frecuentes, se espera comenzar a dilucidar una serie
de situaciones que pocas veces han sido estudiadas en forma específica
por la historiografía, pese a su presencia evidente en las fuentes del
período. Lo anterior impone una estrategia de investigación que no
solo reconstituya las formas «intermedias» de salida de indios desde
la Araucanía, Osorno, Chiloé y otros territorios del sur de Chile hacia
el norte, sino que las contextualice con los procesos más amplios de
la migración indígena que iban, como se planteó al principio, desde la
migración voluntaria hasta la esclavitud ilegal y luego la legal decretada
en 1608, y que se extendió por parte importante del siglo XVII. Solo
así se podrá comenzar a tener una visión más inclusiva y más «real»
de la conformación de la sociedad colonial chilena, donde una propor-
ción que al parecer habría sido muy notoria y abundante provendría
del aporte de miles de migrantes, venidos de distintos territorios, pero
residentes en el mismo gran espacio geográfico, social y cultural en que
se constituyó Chile central.

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196
Esclavitud indígena y economías
familiares en el Chile del siglo XVII*

Ignacio Chuecas Saldías

En la edad moderna ha quedado de manifiesto el profundo impacto


que ejercen las dinámicas económicas en los movimientos migratorios.
Esta realidad cuenta con numerosos e importantes ejemplos que inclu-
yen el masivo comercio humano desde el continente africano hacia las
zonas controladas por las sociedades coloniales europeas1, así como
las migraciones espontáneas, por motivos económicos, desde y hacia
Europa propias de los siglos XIX y XX2.
Es en el marco de este fenómeno constante, y cada vez más global,
que el presente artículo busca indagar en las motivaciones económicas
que incentivaron el comercio de indígenas esclavizados en el Chile del
siglo XVII. Bajo esta perspectiva, se intentará presentar y analizar in-
formación de primera mano que permita reconstruir la situación y las
estrategias desarrolladas por las familias hispanas e indígenas con el
objeto de asegurar e incrementar su situación económica: una empresa
en la cual las prácticas esclavistas parecen haber jugado un papel nada
despreciable.
Al interior de este proceso, se hace necesario considerar dos aspectos
fundamentales. En primer lugar, se ha de tener en cuenta que una de las
características más sobresalientes de las sociedades coloniales, en gene-
ral, consiste en el traslado voluntario o forzado de extensos grupos de
*
Esta investigación forma parte de la tesis doctoral: Dueños de la frontera. Terra-
tenientes y sociedad colonial en la periferia chilena (Isla de la Laja, 1670-1845)
(Instituto de Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2016), que contó
con financiamiento del proyecto Fondecyt regular nº 1150614 (2015-2018):
«Desnaturalización y esclavitud indígena en fronteras americanas: la esclavitud
de mapuches de la Araucanía y la de los indios de Nueva España, Río de la
Plata y Brasil (siglos XVI-XVII)».
1
Aunque no exclusivamente, pues también existió un importante comercio escla-
vista orientado hacia el mundo islámico y otras zonas que no necesariamente
formaban parte del ámbito de influencia directa del espacio europeo. Cf., por
ejemplo, Catlos, 1997: 647-648; Eltis y Engerman, 2011: 25-159.
2
Cf. Bullock y Paik, 2009.

197
Ignacio Chuecas Saldías

198
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

población. Esta situación se fundamenta en diversos factores políticos,


sociales, culturales y económicos. La economía representa, por lo tanto,
solamente un aspecto al interior de una dinámica muy compleja. En
este artículo, entonces, se intentará incursionar en esta dimensión que
incentivó a la sociedad hispana, en el Chile del siglo XVII, a emprender
la captura o la adquisición de individuos en los llamados territorios
de «tierra adentro» para luego trasplantarlos de manera forzada a las
regiones del país que se encontraban bajo control colonial español e
incluso hacia fuera del reino3.
En segundo lugar, se ha de considerar la relevancia de las economías
familiares al interior de las sociedades del Antiguo Régimen. Quizás una
de las diferencias más significativas que caracterizan a este período en
relación a la época contemporánea, es la importancia del núcleo familiar
como garante de la matriz económica en la sociedad, de tal manera que
la iniciativa y las prácticas económicas descasan largamente sobre las
redes familiares. En este sentido, se hace necesario reconsiderar que
los medios que estaban a disposición de las unidades familiares para
asegurar sus ingresos económicos eran, de facto, bastante restringidos.
La capitalización económica que representa una pieza esclava puede
desempeñar una función decisiva al interior de una familia colonial.
Ahora bien, para que la tenencia de uno o varios esclavos signifique un
progreso en la economía familiar se hace necesario que su adquisición
sea relativamente a bajo costo, y que su valor en el mercado supere por
un margen considerable el precio o los costos de adquisición.

3
Es bien conocido el envío de piezas esclavas indígenas al Perú. Por ejemplo,
entre las cláusulas de su testamento otorgado en Lima el 19 de mayo de 1660,
Pedro de Saldías, caballero de la orden de Santiago y procurador general del
Real Ejército de Chile en la ciudad de Los Reyes, declara que manda entregar a
su hija natural Nicolasa, monja en el monasterio de la Limpia Concepción «para
su servicio una esclava india de Chile llamada Laura que sirve ahora en casa y
es esclava perpetua cuya certificación ha de estar en mis papeles que me la envió
de Chile el maestro de campo general don Ignacio de Carrera Yturgoyen, por
cuanto le tenía ofrecido darle una india esclava por la necesidad de servicio que
tiene […]»: AAL.Test, vol. 59, exp. 1. También es posible consultar el informe
de 28 de junio de 1684 sobre la visita de indios que fueron puestos en libertad
en la ciudad de Los Reyes y que se hallaban «acimentados» en las haciendas
de la ciudad de Concepción: AGI.Ch, vol. 24. Además, existen evidencias del
transporte de indígenas hacia otros destinos más lejanos, como lo demuestra
la carta de José de Garro, fechada el 27 de enero de 1696, para que vuelvan a
Chile Joseph Riquelme y Marcos de Alvarado, «indios de la tierra adentro»,
que llevó consigo a España: AGI.Ch, vol. 24.

199
Ignacio Chuecas Saldías

Las familias y la economía del siglo XVII


Como se ha expresado, la perspectiva que se privilegia en este ar-
tículo es aquella de las «economías familiares»; es decir, no se arranca
a partir del concepto de la economía global del país, sino que desde la
perspectiva de cómo incidió la práctica de la esclavitud indígena vigente
durante el siglo XVII en la realidad económica de las familias ligadas,
de una u otra forma, a la guerra de Arauco4.
La historiografía colonial chilena, fuertemente influenciada por
Rolando Mellafe y sus sucesores, representa al siglo XVII como ca-
racterizado por el ocaso de la economía minera aurífera prevalente
en el XVI, dominado por una economía ganadera («el siglo del sebo»,
como lo había definido Vicuña Mackenna) y, hacia el final del siglo,
por el auge de la exportación de trigo hacia el virreinato del Perú5.
Sintomáticamente, Mellafe parece no haber concedido una importancia
mayor a la guerra de Arauco como motor de la economía colonial6. Por
otra parte, Sergio Villalobos llama la atención, en el contexto de los
estudios fronterizos, sobre la importancia del «negocio de la guerra»7.
Ciertamente, para Villalobos la guerra de Arauco representa una opor-
tunidad caracterizada por múltiples posibilidades de lucrar (sueldos
de los mílites, comercio con el mundo indígena, usura, desviación de
fondos, aprovisionamiento del ejército, etc.), entre las cuales también
considera los ingresos generados por la trata de piezas esclavizadas8.
Es en este último punto donde el presente artículo pretende focalizar
su atención: la importancia de la trata de piezas para la economía de
la sociedad colonial vinculada a la guerra.
En este sentido, este escrito intenta llamar la atención sobre el lugar
relevante que ocupa la guerra como motor de la economía del reino
durante todo este período. Una evidencia elocuente de esta situación

4
No existe aún un estudio en profundidad en relación a la economía chilena del
siglo XVII. El estudio clásico de Carmagnani se inicia a fines de siglo –1680–
y no considera en modo alguno el tema del comercio de esclavos indígenas:
Carmagnani, 2001 [1973]. Algunos autores, eso sí, mencionan la importancia
económica del fenómeno: Cf. Jara, 1971 [1961]; Zúñiga, 2002: 71-80.
5
Cf. Mellafe, 1986: 80-114 y 251-278.
6
A pesar de que hace alusión a la importancia del real situado y del comercio
de piezas indígenas durante este período, sus consideraciones parecen estar
orientadas, sobre todo, a la incidencia de estos factores en la agricultura y la
ganadería del Chile central: Ibid, 266-270.
7
Cf. Villalobos, 1995: 89-115.
8
Cf. Villalobos, 1995: 89-101; Villalobos, 2000: 267-268.

200
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

son los estudios, cada vez más frecuentes, que enfatizan la actividad de
los gobernadores, cuya principal fuente de ingresos parece estar vincu-
lada a las ganancias inherentes al conflicto araucano y en especial a la
comercialización de piezas esclavas9. Una segunda evidencia, en esta
línea, está representada por la intensa polémica que se extenderá a lo
largo de todo el siglo en torno al tema de la liberalización u abolición
de la esclavitud mapuche10. Y en la misma dirección, las complejas
estrategias que desarrollará la sociedad colonial, al alero de la admi-
nistración, para mantener y sustentar diversas formas de tenencia de
mano de obra forzada (encomienda, depósito, amparo, adjudicación)11.
En los últimos años, han surgido cada vez más voces que hacen
referencia a la importancia que tuvo, en especial en el estrato de los
altos funcionarios del reino, el negocio de la trata de esclavos indígenas
durante este período. Este es el caso, por ejemplo, de las actividades
desarrolladas por el gobernador Tomás Marín de Poveda (1690-1700),
las cuales han sido estudiadas recientemente por Jimena Obregón12.
Por otra parte, y antes de entrar de lleno en el tema, se hace nece-
sario tener en cuenta que cuando se habla de «economías familiares»
no necesariamente se ha de tener en cuenta la «familia nuclear» o «ex-
tendida», como representantes clásicos de los modelos familiares del
Antiguo Régimen13. A partir de la documentación consultada, resulta
posible relevar un panorama muy variado y complejo en cuanto a ar-
ticulación familiar, el cual incluye diferentes tipos de familias: hombres
solteros con hijos naturales como cabezas de hogar, en especial en el
caso de mílites y mercaderes; madres viudas con hijas solteras de menor
edad; conjuntos de hermanos viviendo al amparo de los bienes de una
testamentaria; y así otros modelos. También se han de considerar las
9
Se trata de una opinión difundida ya entre los historiadores coloniales y los
decimonónicos. Barros Arana, por ejemplo, afirma que: «Las campeadas que se
hacían al territorio enemigo para sacar prisioneros que vender como esclavos,
eran, como sabemos, objeto de un negocio que enriqueció a muchos de los
gobernadores y de sus allegados»: Barros Arana, 1999-2005 [1884-1902], V:
248.
10
Cf. AGI.Ch, vol. 13; AGI.Ch, vol. 22; AGI.Ch, vol. 23; AGI.Ch, vol. 57; Hanisch
Espíndola, 1981; Hanisch Espíndola, 1991.
11
Estas diferentes figuras o estatutos se fundaron a menudo no solamente en la
legislación, sino que también en una práctica llevada a cabo, muchas veces, a
espaldas de las reales cédulas. En cuanto a estas diferentes modalidades se pueden
consultar las categorizaciones empleadas en la visita de «indios de servicio» del
partido de Buena Esperanza (1694): ANH.CG, vol. 533, fjs. 108-146v.
12
Cf. Obregón Iturra, 2011: 93-114.
13
Cf. Jefferson y Lokken, 2011: xiii-xxx, 1-26; Salinas Meza, 2004: 390-427.

201
Ignacio Chuecas Saldías

divergencias y semejanzas que existen entre las prácticas familiares his-


panas, indígenas y mestizas, y cómo esta cultura familiar se ve reflejada
en la dimensión económica.

Mílites, funcionarios, mercaderes e indios


Buscando complementar lo que se está actualmente investigando
en relación con las actividades de los gobernadores del reino, en el
presente artículo son presentados una serie de individuos y sus familias
que desempeñaron roles relevantes durante el siglo XVII –en particular
durante el alzamiento general de 1655–, la información que resulta
posible recabar en cuanto a la adquisición y mantención de esclavos
indígenas, y el aporte económico que dichas piezas significaban en la
constitución de sus capitales familiares.
El artículo se refiere preferentemente a mílites que tienen en común
el haber alcanzado el grado de Maestro de Campo General del reino u
otros cargos importantes. Se trata de personajes tales como Francisco
de la Fuente Villalobos, Luis de Godoy-Figueroa, Juan de las Roelas
Millán-Patiño y Tomás de Sotomayor, entre otros. Se ha de conside-
rar que los individuos que alcanzaron mayor graduación, como es el
caso del cargo de Maestro de Campo General del reino, usualmente
han recorrido todas las etapas previas en la carrera militar, muchas
veces desde soldado de una compañía –o al menos desde alférez–, por
lo que sus actividades en relación a la esclavitud no necesariamente
representaban las de un miembro del estado mayor del Real Ejército.
En este contexto, se ha de tener en cuenta que la trata y mantención de
esclavos no eran la única fuente de ingresos económicos de los mílites,
quienes además del sueldo inherente al grado –y que se pagaba del real
situado14– desarrollaban otras formas de financiamiento: actividades
comerciales, ganadería, agricultura15. En estos casos, la propiedad de
piezas esclavas resultaba fundamental para el desenvolvimiento de
varias de dichas labores.
También se presentan, a modo de complemento, sujetos que ocu-
paron cargos menores, como el factor del tercio de Yumbel, Toribio
Fernández de Luna, y sus parientes Juan y Pedro Cid –uno de ellos cabo
del fuerte de Repocura–, Antonio Rodríguez-Zapata, mílite en Chillán,

14
Cf. Vargas Cariola, 1984.
15
En relación a los mílites y sus actividades agropecuarias, véase: Retamal Ávila,
1985; Inostroza Córdova, 1998: 112-126; Muñoz Correa: 1995b.

202
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

o la familia penquista González de Liébana, uno de cuyos miembros


fue escribano público de la ciudad. En efecto, Diego González de Lié-
bana incorpora a su grado de teniente el oficio de escribano público,
evidenciando el fuerte nexo existente entre funcionarios y milicia. De
la misma forma, al interior de la familia Millán-Patiño encontramos
varios funcionarios y eclesiásticos: licenciados, secretarios, escribanos,
frailes y vicarios, así como también mercaderes.
Junto a los mílites y funcionarios se ha privilegiado el estudio de
los comerciantes, gracias al hallazgo de material documental relativo
a la testamentaria de un mercader de piezas aucas a principios del
siglo: Gonzalo Rodríguez, peninsular, afincado en el reino hacia 1590.
Este personaje y sus gestiones comerciales nos permiten acceder a un
panorama un poco más acabado en relación con las actividades de
adquisición, traslado, comercialización y tenencia de piezas esclavas
procedentes de «tierra adentro».
En contraposición a estos representantes de la sociedad hispana, se
busca también indagar y presentar las dinámicas que caracterizan a la
sociedad y a la familia indígena, y la forma como estas se ven influencia-
das por la práctica esclavista. En este sentido, el artículo explora en dos
aspectos: «ventas a la usanza» como forma de adquisición, buscando
en especial comprender el fenómeno desde la perspectiva del mundo
indígena; y la tenencia de esclavos aucas por parte de indios amestiza-
dos en el ámbito de la sociedad hispana. Como estudio de caso de esta
última realidad se presenta documentación relativa a Juana, india de
servicio del mencionado Gonzalo Rodríguez.

La compra del molino del Ciego


Con anterioridad al alzamiento de 1655, el veedor general del Real
Ejército, Francisco de la Fuente Villalobos, se había concertado con el
teniente Diego González de Liébana, escribano público de la ciudad
de Concepción, para adquirir la propiedad del llamado «molino del
Ciego», situado en el partido de Puchacay, a la vera del antiguo camino
real que conducía de Concepción a la ciudad de Angol, y que había sido
propiedad de Francisco González de Liébana, padre del vendedor16. El
alzamiento general, como es bien sabido, produjo importantes transfor-
maciones en la economía y sociedad penquista, entre las que se cuentan
16
Fragmento del pleito de los González de Liébana contra María Hurtado de
Cabrera (Concepción, sin fecha), UCon.AJB, vol. 1, fjs. 129-134v.

203
Ignacio Chuecas Saldías

el exilio forzado del veedor general, quien fue desterrado a Lima donde
moriría al cabo de poco tiempo17. Su viuda, María Hurtado de Cabrera,
una vez que la situación en el contexto regional comenzó a normalizarse
durante la década de 167018, emprendió gestiones con los González de
Liébana para hacer efectiva la compra del molino, las cuales se vieron
obstaculizadas porque al momento del contrato de venta original,
aparentemente, no habían concurrido todos los herederos legítimos en
quienes recaía la propiedad del mencionado molino. María Hurtado,
quien al parecer se encontraba resuelta a hacerse con la propiedad,
logró pactar un nuevo contrato de compra con los herederos y sus
representantes, que no habían sido considerados en primera instancia:
Antonio, Inés y Dorotea González de Liébana, habiendo ya fallecido
Diego, el hermano que había efectuado la primera venta fallida.
El nuevo convenio estipulaba que el molino se había de vender por
la cantidad de 4.000 pesos, una cifra considerable para una propiedad
rural de 500 cuadras, lo cual se explica porque –según expresan los au-
tos del contrato entre partes– el molino del Ciego era utilizado durante
todo el año para la elaboración de la harina destinada al abastecimiento
del ejército19.
Lo relevante de este caso es la forma en que el convenio de compra-
venta estipula que se han de enterar los 4.000 pesos: 3.000 pesos se
han de cancelar en base a las ganancias futuras del molino; los 1.000
pesos restantes se cancelarían por medio de una india esclava y su hijo,
también esclavo, avaluados ambos en 450 pesos; una manada de 400
ovejas avaluada en 125 pesos, más 197 pesos en otras alhajas; y el resto

17
Una reseña biográfica sobre este personaje en: Guarda Geywitz, 2005: 109.
18
La escritura de compra se efectuó con anterioridad al 22 de noviembre de 1671:
UCon.AJB, vol. 2, fj. 94.
19
«[…] que habiéndose reconocido lo que rentan los frutos del dicho molino
en las moliendas que se hacen para el real ejército por estar continuamente
el dicho molino embarazado en este ministerio»: UCon.AJB, vol. 1, fj. 131v.
Llama la atención que los González de Liébana accedan a la venta de un bien
tan lucrativo, lo cual parece explicarse porque Francisco González de Liébana
hacía tiempo que se había radicado en el partido del Maule, donde testó el 16
de abril de 1672; Inés había fallecido en Santiago con descendencia radicada
fuera del reino o en las inmediaciones de la capital; y Diego y Dorotea habían
fallecido sin herederos forzosos. Por lo tanto, ninguno de los herederos se ha-
llaba en condiciones de gestionar una propiedad con los requerimientos que
precisaba un molino.

204
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

–es decir, según el documento, 278 pesos20–, se había de entregar en los


próximos seis meses sin que se mencione la forma de pago (Cuadro 1).

Cuadro 1
Resumen de la forma de pago del Molino del Ciego (ca. 1670)

Forma de pago Valor en pesos de a 8


En base a los frutos futuros del molino 3.000 pesos
Una india esclava y su hijo 450 pesos
400 ovejas 125 pesos
Otras alhajas 197 pesos
A pagar en los próximos 6 meses (sin
278 pesos
especificar el medio de pago)
Suma total 4.050 pesos
Total a pagar según el documento 4.000 pesos

Fuente: UCon.AJB, vol. 1, fjs. 129-134v.

Al analizar con detención este contrato, resulta posible observar


cómo en realidad los únicos bienes de cierta monta que hacen posible
la venta están representados por la india, María, y su hijo, Pascual21.
En efecto, los 450 pesos en que ambos son tasados superan con creces
el valor de las 400 ovejas (125 pesos) y de las alhajas (197 pesos),
incluyendo el hecho de que el resto del pago prometido consiste en
supuestas ganancias que no están aún a la mano. La precariedad de
esta última modalidad de pago resultará evidente cuando, con el correr
del tiempo, la deuda de los 3.000 pesos no sea cancelada sino hasta
muchos años después22.
Este primer ejemplo, busca demostrar la importancia económica
que llegó a tener la tenencia de piezas esclavas indígenas durante todo

20
En este punto, el documento evidencia un error aritmético: al realizar la suma
de las cantidades mencionadas el total que se obtiene es de 4.050 pesos: UCon.
AJB, vol. 1, fjs. 129-134v.
21
«[…] una india esclava, de edad de treinta y dos años, llamada María, con
un hijo, así mismo esclavo por haber nacido de la dicha india siendo esclava,
llamado Pascual, de edad de nueve años poco más o menos, ambas piezas en
cuatrocientos y cincuenta pesos […]»: UCon.AJB, vol. 1, fj. 130v.
22
Los tres mil pesos impagos fueron cancelados por el maestro de campo Antonio
Fernández-Guiñez, segundo marido de María Cisternas Villalobos, nieta de
María Hurtado de Cabrera: UCon.AJB, vol. 1, fjs. 141v-142.

205
Ignacio Chuecas Saldías

este período, sin la cual las posibilidades de hacer una compra o llevar
a cabo otras transacciones comerciales no hubiese sido factible. En
este contexto se ha de tener en cuenta el hecho de que la institución de
censos, como forma de acceder al capital, se encuentra en una situa-
ción frágil durante el transcurso del siglo debido al alzamiento de los
indios y particularmente a las catástrofes naturales que han dañado la
propiedad urbana y rural23. Por otra parte, una propiedad con un costo
tan elevado –como es el caso de un molino que abastece al ejército–
haría necesaria la venta de varias propiedades, urbanas o rurales, para
poder solventar la compra. En general, no existen muchas alternativas
para llevar a cabo una compra importante si no se dispone de liquidez
monetaria.
Por lo tanto, se torna fundamental considerar hasta qué medida
la tenencia de piezas esclavas indígenas haya sido de gran relevancia
para las economías familiares durante el período estudiado. Por otra
parte, es necesario atender al hecho de que un individuo en la posición
del veedor general del Real Ejército tendría acceso a la adquisición de
piezas aucas a precios bastante asequibles24.

Economía familiar y adquisición de piezas esclavas


Cuando se hace una comparación, en base a la información que
disponemos, entre los precios en que se comercializaban normalmen-
te durante el siglo XVII las piezas esclavas indígenas y las de origen
africano, resulta posible observar una significativa diferencia en el
valor que se adjudica a cada uno de estos grupos25. Por lo general, los
avalúos de indios esclavos son menores que los esclavos africanos o
afro-descendientes26. Esta diferencia en la valorización depende de varios
23
Cf. AGI.Ch, vol. 17; Mellafe, 1986: 276-278.
24
De hecho, Francisco de la Fuente Villalobos es mencionado repetidas veces
por los testigos en los juicios indagatorios sobre las prácticas de la esclavitud
indígena. Ver, por ejemplo, el testimonio de Juan Barona (Santiago, 5 de junio
de 1651), AGI.Ch. vol. 13, cit. más adelante.
25
En el presente artículo es posible encontrar tasaciones de indios esclavos co-
rrespondientes a diferentes años y contextos. En cuanto al valor de comerciali-
zación de esclavos de origen africano o sus descendientes, se puede consultar:
Villalobos, 2000: 273-274; Mellafe, 1959: 203-206; Zúñiga, 2002: 374. Este
último autor trae una tabla de precios, para el siglo XVII, que incluye esclavos
africanos e indígenas.
26
Al comparar la información disponible, es posible observar que un indio esclavo,
adulto, costaba en promedio unos 250 pesos de a 8 reales. Un esclavo afro, en

206
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

factores, tales como el costo del traslado, la docilidad de los individuos,


las habilidades laborales y las cualidades subjetivas que se adjudican
a cada uno de ellos.
Ahora bien, esta evidente diferencia en los montos de avalúo podría
inducir a un cierto «error» a la hora de indagar en el papel que jugaban
al interior de las economías familiares estos dos grupos de individuos
esclavos. Efectivamente, una pieza afro resultaba muy costosa al mo-
mento de su adquisición y conservaba el costo original, el cual podía
incluso elevarse con el tiempo. En cambio, las piezas indígenas, en
particular para quienes detentaban conexiones con la guerra de Arauco,
no representaban grandes costos de adquisición y el precio original era
susceptible de un incremento considerable. Esta situación hace necesario
el que nos interroguemos sobre la forma en que la sociedad hispana
accedía a la propiedad de indígenas esclavizados.
Existe abundante información en cuanto al modo de adquisición
de las piezas esclavas27. Este dato resulta relevante porque implica la
necesidad de adquirirlas a un relativo bajo costo para que la ganancia
económica sea real. Al respecto, resulta posible conocer las diversas for-
mas en boga durante este período a partir del análisis de los testimonios
recogidos en matrículas de encomiendas, en los cuales los indígenas
relataban su origen y el modo como fueron esclavizados.
En este sentido, se pueden considerar los testimonios prestados en
Chillán a fines del siglo XVII por los miembros del «servicio» del maestre
de campo general Juan de las Roelas Millán-Patiño28. Al momento de
analizar la información que presenta este documento, se hace necesario
exponer brevemente y en líneas generales la génesis de la citada «en-
comienda». En realidad, Juan de las Roelas nunca fue un verdadero
encomendero; es decir, no existe documentación que evidencie que
alguna vez, durante el transcurso de su vida, hubiese sido «agraciado»
formalmente con algún indígena encomendado29. Este hecho representó,
ciertamente, para sus herederos una importante dificultad a la hora de

cambio, era avaluado casi en el doble de dicha cantidad (entre 400 y 600 pesos
de a 8).
27
Cf. Villalobos, 1995: 89-101; Valenzuela Márquez, 2009; Obregón Iturra y
Zavala Cepeda, 2009.
28
ANH.CG, vol. 502, fjs. 1-18. He tratado más en extenso la persona y actividades
de Juan de las Roelas Millán-Patiño, en Chuecas Saldías, 2013.
29
Ver, por ejemplo, el testamento de Juan de las Roelas Millán-Patiño (San Bar-
tolomé de Chillán, 3 de octubre de 1691), en el cual no hace ninguna mención
a indios encomendados: ANH.RA, vol. 2053, fjs. 135-139v.

207
Ignacio Chuecas Saldías

asegurar la tenencia de los numerosos indios que componían el servicio


de quien había sido maestre general del reino. Es por este motivo que
su hijo natural y heredero, Lorenzo de las Roelas Millán, postula a la
encomienda de algunos de los indios que su padre poseía30 y que, si
bien le será adjudicada, dicha merced no será de larga duración debido
a la muerte prematura del joven Lorenzo. Los sucesos narrados impli-
caron, naturalmente, una suerte de precariedad en el estatus legal de
servidumbre de dicho conjunto de indios, probablemente uno de los más
importantes en el ámbito del partido de Chillán, motivo que impulsó
a Francisco de la Llana, tutor y curador de la única hija y heredera
del difunto Lorenzo –y por lo tanto nieta de don Juan de las Roelas–,
a desarrollar amplias gestiones legales que aseguraran la tenencia de
todos ellos bajo la fórmula de una encomienda-depósito.
En razón de todo este proceso, muy característico por lo demás
para la segunda mitad del siglo XVII, es que se hace necesario evaluar
los testimonios de los diferentes individuos que componen la presumi-
da encomienda. La visita de los indios fue realizada por el corregidor
de Chillán, comisario general de la caballería don Luis de Alarcón y
Cortés, el 20 de agosto de 1697, y en ella tomó declaración a los indios
que componían el servicio31. La matrícula que se levantó en aquella
oportunidad consistía en la descripción de un grupo de catorce indi-
viduos y sus familias, encontrándose cada uno de ellos expresamente
numerado en el documento original. En relación a cada uno de estos
catorce cabezas de familia, se mencionan una serie de datos relevantes:
edad actual; naturaleza; evento que justifica su servidumbre; estatus
marital; nombre, edad y naturaleza de su mujer; datos relativos a los
hijos; y algunas informaciones adicionales consideradas de importancia.
A partir de este conjunto de datos, resulta posible hacer el extracto que
se presenta en el Cuadro 2.

30
Los mencionados como parte de la encomienda de Lorenzo de las Roelas, difun-
to, son Miguel Ancañanco, Melchor Millanañcu, Juan Melillanca y Francisco
Tiempos: ANH.CG, vol. 502, fjs. 6-8v.
31
Ibidem.
* Los catorce individuos que fueron empadronados son identificados con el res-
pectivo número entre paréntesis.

208
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

Cuadro 2
Indios que fueron del «servicio»
de Juan de las Roelas Millán-Patiño
(Chillán, 20 agosto 1697)

INDIOS EDAD NATURALEZA


Indios cogidos en la guerra (maloqueados)
Joseph Delcô, alias Guellucon (1)* 30 Aillacuriche
Antonio Catileu (2) 40 Maquegua
Santiago Relmocao (4) 20 [roto en el documento]
Pablo Peuco (5) 30 Provincia de Changuil
Indios cogidos en la guerra (repartidos de Aillacuriche)
Provincia de
Miguel Ancañanco (8) 40
Aillacuriche
Provincia de
Melchor Millanañcu (9) 30
Aillacuriche
Felipe Tureuli (10) viejo San Cristóbal
Probable: Juan Maribudi, yerno de Felipe Tureuli difunto Aillacuriche
Antonio Pitullanca (venido de libre voluntad) (11) viejo Aillacuriche
Juan Melillanca (venido de libre voluntad) (12) 40 –
Una hija de Antonio Pitullanca Aillacuriche
Otra hija de Antonio Pitullanca Aillacuriche
Indios comprados a la usanza
Antonio Guenumilla (3) 40 Purén
María, india, mujer de Antonio Guenumilla 36 Ylicura
María, ya difunta Contún
Indios adquiridos por trueque
Provincia de
Bartolomé Painean (7) 30
Chumpollí
Indios de encomienda
Encomienda de
María, india, mujer de Joseph Delcô 50
Palomares
Encomienda de
María, india, mujer de Melchor Millanañcu 34
Sepúlveda
Encomienda de
Ana, india
Verdugo
Nacidos en el servicio
Nieta de un
La mujer de Santiago Relmocao
Aillacuriche
Juana, india, mujer de Bartolomé Painean 22 Estancia de Mengolillo
María, india, difunta, mujer de Miguel Ancañanco Estancia de Mengolillo
Sin especificar
Agustín Cheuquelí difunto Purén
Isabel, india, mujer de Agustín Cheuquelí difunta Provincia de Guenbalí

209
Ignacio Chuecas Saldías

Juan Epucheu difunto Purén


Juana, india, mujer de Juan Epucheu difunta Aillacuriche
Francisco Tiempos (ausente) (14) 30 Provincia de arriba
María, india, mujer de Francisco Tiempos
30 Aillacuriche
(ausente)
Indios libres
Juana india, mujer de Antonio Catileu 28 Pueblo de Hualqui
Magdalena, mujer de Felipe Tureuli – San Cristóbal

Hijos y nietos de los 14 individuos empadronados, con mención de sus padres


Antonio Catileu y su primera
Juana 24 Estancia de Mengolillo
mujer
Antonio Catileu y Juana,
Francisca 20 Estancia de Mengolillo
india
Entenado de Antonio
Domingo 8 –
Guenumilla
Antonio Guenumilla y
Pascual 7 –
María, india
Antonio Guenumilla y
Antonia 14 –
María, india
Antonio Guenumilla y
Juana 4 –
María, india
Diego Guaiquipan
María, difunta 10/12 Estancia de Mengolillo
(6)
Bartolomé Painean y Juana,
Joseph Leviante 9 Estancia de Mengolillo
india
Bartolomé Painean y Juana,
Juan Guichante 8 Estancia de Mengolillo
india
Bartolomé Painean y Juana,
Angelina 5 Estancia de Mengolillo
india
Bartolomé Painean y Juana,
Catalina 4 Estancia de Mengolillo
india
Miguel Ancañanco y María,
Domingo 9 –
india
Miguel Ancañanco y María,
Pascual 6 –
india
Miguel Ancañanco y María,
Juana 3 –
india
Melchor Millanañcu y
Ángel 5 –
María, india
Melchor Millanañcu y
Bartolomé 3 –
María, india
Melchor Millanañcu y
Manuel pecho –
María, india
Melchor Millanañcu y
Juana 6 –
María, india
María Felipe Tureuli y Magdalena difunta –

210
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

Bartolomé
Nieto de Felipe Tureuli 15 Estancia de Mengolillo
Maribud
Isabel Nieta de Felipe Tureuli 16 Estancia de Mengolillo
Pascual Painequeu Juan Melillanca y Ana, india 13 Estancia de Mengolillo
Francisco
Juan Melillanca y Ana, india 11 Estancia de Mengolillo
Melillanca
Francisca Juan Melillanca y Ana, india 16 Estancia de Mengolillo
María Entenada de Juan Melillanca 20 Estancia de Mengolillo
Huérfanas de Agustín
María 5 Estancia de Mengolillo
Cheuquelí
Huérfanas de Agustín
Luisa 4 Estancia de Mengolillo
Cheuquelí
Huérfanas de Agustín
María 3 Estancia de Mengolillo
Cheuquelí
Lorenzo (13) Juan Epucheu y Juana, india 20 Estancia de Mengolillo
Francisco Tiempos y María,
Petrona [ausente] – –
india
Francisco Tiempos y María,
Juana [ausente] – –
india

Fuente: ANH.CG, vol. 502, fjs. 6-8v.

A partir de los datos entregados por los individuos interrogados,


es posible conocer que este conjunto de indios de «servicio» tiene su
origen, principalmente, en dos categorías: una primera, compuesta por
indios «cogidos en la guerra» (4 individuos), a la cual hay que sumar
los que fueron «repartidos de los de Aillacuriche» (8 individuos); y una
segunda, conformada por los «comprados a la usanza» (3 individuos).
Junto con este primer conjunto hay que considerar un indio que fue
intercambiado por otro –«trocado»–, aunque probablemente tuvo el
mismo origen que los primeros, y un grupo de seis individuos de los
cuales no se especifica el modo de adquisición, pero que por los lugares
de procedencia (Purén, provincia de Guambalí, Aillacuriche, «provincia
de arriba»), y por el hecho de que la mayoría ya había fallecido, resulta
factible asumir que también pertenecieron a las dos categorías mencio-
nadas. En total se trata de 22 personas que habrían sido esclavizadas
en base a estas dos formas practicadas durante la centuria.

A este núcleo originario, aparecen incorporadas otras personas,


principalmente mujeres, cuya procedencia es diferente: se trata de tres
indias de encomienda, tres mujeres nacidas en servicio y dos indias libres.
Todas ellas surgen mencionadas como «esposas» de diferentes indios

211
Ignacio Chuecas Saldías

que pertenecen a la primera categoría. En este caso, resulta evidente la


estrategia que consiste en casar a un indio de la «tierra adentro» con
una consorte que proceda del ámbito de control hispano –encomienda,
pueblo de indios, etc.–, con la finalidad de lograr el afincamiento del
indio en el sistema social hispano32.
Por último, se puede apreciar, a partir de este conjunto de 14
individuos que al momento de la matrícula residen en la estancia de
Mengolillo, la cantidad de 31 descendientes de estos, entre hijos y nie-
tos33. Quizás lo más característico en este caso sea el hecho de que un
grupo humano que tuvo su origen hacia la década de 1670 a partir de
14 individuos, compuesto fundamentalmente por esclavos cogidos en
«guerra viva» (ya sea maloqueados en diversas parcialidades o cautivos
de Aillacuriche) y «comprados a la usanza», a finales del siglo hubiesen
llegado a conformar una cantidad de alrededor de 50 personas, todas
asentadas en la estancia de Mengolillo. De esta forma, al final de todo
este recorrido, la hacienda-estancia se constituye en el núcleo formativo
de una comunidad de diáspora.
Al prestar atención a los lugares de origen de aquellos que provie-
nen de los territorios del estado de Arauco, es factible diferenciar entre
los que declaran un lugar más o menos específico (Purén, Maquegua,
Changuil, Ylicura, Contún, etc.) y quienes son identificados en relación
al término genérico «Aillacuriche» o «provincia de Aillacuriche». Este
último conjunto es característico de todo este período y tiene como
particularidad que el elemento aglutinante no es un lugar particular, sino
que la supuesta afiliación a una «parcialidad» liderada por el cacique
de este nombre34. En este caso, resulta posible observar un primer paso
32
Esta estrategia es sugerida, por ejemplo, por el gobernador Acuña y Cabrera
y los oidores de la Real Audiencia, en carta al rey (Santiago, 24 de abril de
1651): «[…] todavía reconoce cuanto convendrá que se elija algún medio para
ir sacando los nuevamente reducidos para esta ciudad, y otras partes del reino,
así por la necesidad y falta grande que hay de servicio, como porque este es el
remedio que se puede ofrecer más eficaz para asegurar las paces que han dado,
sacarlos de sus tierras, dividirlos y emparentarlos con los que están en esta
ciudad y las demás de dicho reino […]»: AGI.Ch, vol. 13.
33
La estancia de Mengolillo es mencionada en el testamento de Juan de las Roelas:
«La estancia de Mengolillo, con mil y cien cuadras de tierras en dos títulos, bien
edificada con curtiduría y arbolada con su viña y todos los ganados mayores
y menores en ella; con más otro pedazo de tierras en dicha estancia llamada
Pelegüe con viña que tengo comprada a los Candias […]»: ANH.RA, vol. 2053,
fjs. 137v-138.
34
«El cacique Huaillacuriche de la provincia de Viluco, era el jeneral que soste-
nía los intereses de su nación o su tenaz rebeldía, y pues que el Rei los dio por

212
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

importante en dirección a una reconstitución de la identidad grupal con


el fin de justificar la esclavitud (Aillacuriche = esclavo) que desembocará
en una tercera identidad como indio de servicio de hacienda (Mengolillo
= indio de servicio).
Por último, es interesante destacar especialmente a uno de los
sujetos mencionados, Felipe Tureulí, quien se declara viejo y cogido en
la guerra. El indio Felipe relata una historia muy particular: se define
a sí mismo como indio de la reducción de San Cristóbal, reducción
de indios amigos que se encuentra junto al tercio de Yumbel y que al
momento del alzamiento de 1655 se encontraba en los territorios de
Aillacuriche, motivo por el cual fue «cogido» y adjudicado con los de
esa parcialidad35. Es evidente que el relato de este indio tiene por obje-
tivo explicar el hecho de que se trate originalmente de un indio libre y
que, por lo tanto, su estatuto de servicio es discutible. Pero, ¿qué hacía
un indio amigo con los rebeldes? Al parecer nos encontramos ante un
relato de vida que hace referencia a un fenómeno corriente durante los
eventos de mediados de siglo: la participación en el alzamiento general,
libre o forzadamente, de indios reducidos.

Familias indígenas y ventas a la usanza


Al igual que Felipe Tureulí, otro de sus «compañeros de servidum-
bre», Antonio Guenumilla, relata brevemente al corregidor Alarcón su
historia de vida:

Antonio Guenumilla, indio de edad de cuarenta años pocos


más o menos, natural de la provincia de Purén, que lo vendió
a la usanza un pariente suyo al comisario general Fabián de la
Vega, quien se lo vendió al dicho maestro de campo general
Juan de las Roelas, es casado dicho indio con María india de

esclavos, mui justificado fué su delito»: Córdoba y Figueroa, 1862 [1740-1745]:


298.
35
«Felipe Tureuli, indio viejo reservado, natural de la reducción de San Cristóbal
y declara dicho indio que cuando se repartió la gente de Aillacuriche le cogió
que estaba en dicha reducción y provincia de Aillacuriche y [le] repartieron
con otros indios al maestro de campo general Juan de las Roelas, casado dicho
indio con Magdalena de la reducción de [San Cristóbal] tiene un nieto llamado
Bartolomé Maribud, de edad de quince años y una nieta llamada Isabel de edad
de dieciséis años, naturales de la dicha estancia de Mengolillo, hijos de una hija
del dicho indio Felipe Tureuli, llamada María y de Juan Maribudi, natural de
la reducción de Aillacuriche, ya difunto»: ANH.CG, vol. 502, fj. 7v.

213
Ignacio Chuecas Saldías

edad de treinta y seis años, natural de la provincia de Ylicura,


que se la vendió al dicho maestro de campo el capitán Pedro
Farfán, tiene el dicho indio un entenado llamado Domingo
de ocho años, y un hijo llamado Pascual de siete años, y dos
hijas: Antonia de catorce años y Juana de cuatro años36.

En este caso nos encontramos ante al fenómeno denominado como


«ventas a la usanza», muy extendido durante todo este período, y que
refleja el fuerte impacto que el sistema de esclavitud hispana ejerció en
las economías familiares del mundo indígena.
El 30 de septiembre de 1650, Carinabil, indio «amigo» de la reduc-
ción de Toltén el Bajo, en la «tierra adentro», comparecía ante el alférez
Diego de Tapia, cabo de la reducción, con el propósito de vender a la
usanza a un hijo suyo, llamado Benul, de alrededor de quince años, a
un soldado identificado como Juan Muñoz-Moreno. Como testimonio
de esta transacción se han conservado tres documentos diferentes: una
copia de la certificación original de la venta; una segunda certificación
efectuada el 17 de enero de 1651 por Gregorio González de Mendoza,
capitán de caballos de la Mariquina –refrendando que efectivamente
el alférez Tapia se desempeñaba a la fecha como cabo de los indios de
Toltén–; y, finalmente, un tercer documento, actuado el 2 de mayo de
1651 por Martín Suárez, escribano de cámara de la Real Audiencia,
que avalaba la veracidad del traslado de los dos anteriores37.
A partir de este suceso, que puede servir como modelo de la prác-
tica usual durante este período, intentaré reconstruir el fenómeno de
las ventas a la usanza desde la perspectiva de las dinámicas económicas
y sociales que parecen estar funcionando al interior de las familias en
territorio indígena. En cierta medida, lo que se pretende es evidenciar
pistas que permitan comprender la otra cara de la medalla.
De los tres documentos mencionados anteriormente, el más elo-
cuente es el primero:

Certificación. El alférez Diego de Tapia, cabo de las reduc-


ciones de Toltén el bajo y de sus jurisdicciones, etc. = certifico
en la forma que puedo que en mi presencia, en este Toltén
a donde tengo mi asistencia hoy día de la fecha, pareció un
36
«Visita de la ‘encomienda’ de Juan de las Roelas Millán-Patiño» (Chillán, 20
de agosto de 1697), ANH.CG, vol. 502, fj. 6v.
37
«Certificaciones de ventas a la usanza» (1650-1651), AGI.Ch, vol. 13. Álvaro
Jara y Sonia Pinto publican una serie de cartas de venta de esclavos indígenas
y certificaciones de usanza, en Jara y Pinto, 1982, II: 159-189.

214
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

indio llamado Carinabil, natural de estas tierras de Toltén,


sujeto al cacique Quelantaro, el cual dijo que vendía un hijo
suyo de edad hasta catorce a quince años llamado Benul a
un soldado llamado Juan Muñoz Moreno, que lo examinase
para ver si era el que decía y habiéndolo hecho como quien
les entiende la lengua, declaro ser el contenido hijo del que le
traía y en mi presencia se lo vendió a su usanza al dicho Joan
Muñoz Moreno en seis pagas que se contaron de que quedó
el dicho indio contento y porque conste ante todo tiempo
haberlo comprado y pagado de pedimento de ambos di la
presente que es fecha en este Toltén en 30 de septiembre de
1650 años = Diego de Tapia38.

Quizás el elemento más enigmático de esta transacción sea la moti-


vación del indio Carinabil, padre de Benul, que lo impulsa a efectuar la
venta. Al respecto resulta posible encontrar pistas en las declaraciones
de testigos –todos españoles– que se adjuntan al mismo expediente, y
que intentan explicar el origen de las ventas a la usanza. De todas ellas
presento una como ejemplo, la que será complementada en lo que sea
preciso por las otras:

En el dicho día mes y año […] capitán Juan Barona […]


dijo que este testigo ha entrado varias veces a las reducciones
de los indios de guerra y a las de los nuevamente reducidos,
en tiempo de quince años que ha que milita en que ha adqui-
rido mucha experiencia de las costumbres y estilo que tienen
y más en particular en seis meses que asistió efectivos en
Maquegua, Osorno, Villarica, Mariquina y Boroa, en tiem-
po que se dio principio a las paces asistiéndolas el capitán
Francisco de la Fuente Villalobos, veedor general del reino, y
a las partes referidas ocurrieron las parcialidades y caciques
más principales donde se enteró del todo en los parlamentos
de sus costumbres, por lo cual sabe que siempre ha sido uso
común y recibido entre ellos el vender entre sí y unos a otros
las hijas y hermanas por pagas para mujeres, y alguna vez
los huérfanos los caciques que tienen dominio, pero desde el
gobierno del señor don Martín de Mujica se extendió esto
a los españoles, vendiendo por pagas los padres a los hijos
y los parientes y los caciques, no solo los cogidos en guerra
entre ellos sino también de las familias propias, que es lo que
38
«Certificado de venta a la usanza del muchacho Benul» (Toltén, 30 de septiembre
de 1650), AGI.Ch, vol. 13.

215
Ignacio Chuecas Saldías

llaman a la usanza, dando ocasión a esto la necesidad unas


veces y otras la codicia; una pieza se da por doce pagas y
otras por diez y por menos, reputando por una paga unos
estribos, y por otra un caballo y una vaca, y al presente está
esto más usado y se han sacado muchas piezas acá afuera de
las reducciones y se sirven de ellas diferentes personas, y esto
es lo que sabe […] y lo firmó y que es de edad de 35 años y
no le tocan las generales y su merced lo señaló = Juan Barona
= Ante mi Francisco Millán, escribano receptor39.

A partir de la declaración del capitán Juan Barona –y en esto coin-


cidirá el resto de los testigos–, la usanza tendría su origen en «el vender
entre sí y unos a otros las hijas y hermanas por pagas para mujeres»,
haciendo clara alusión a la práctica común en la sociedad indígena de
formalizar el matrimonio por la vía de la entrega de una compensación
económica a la familia de la novia40. Esta práctica, que es descrita por
algunos investigadores –en particular recientemente por Guillaume
Boccara–, implica no solamente una dimensión económica sino que
ante todo un relevante aspecto social41: el intercambio matrimonial es
comprendido como un mecanismo de alianza, solidaridad y mutuas
obligaciones entre partes. Este aspecto, según mi opinión, resulta muy
relevante a la hora de comprender la usanza desde la perspectiva del
individuo indígena.
En este contexto, además de subrayar el papel que es adjudicado
al interior de la sociedad reche al intercambio solidario entre miembros
de diferentes clanes, se hace también necesario reconsiderar el concepto
de familia que subyace detrás del fenómeno de las «ventas a la usanza».
Según dicho concepto, el intercambio entre diferentes clanes implica
no solo el abandono por parte de la persona «cedida», de su entorno
familiar, sino que también la incorporación a un nuevo grupo como
39
«Testimonio del capitán Juan Barona sobre la usanza» (Santiago, 5 de junio
de 1651), AGI.Ch, vol. 13 («Testimonios ante Antonio Fernández de Heredia
sobre la usanza», Santiago, 5 al 14 de junio de 1651).
40
«Otra faceta de la esclavitud fue la que derivó de la costumbre araucana de
transar a las mujeres por bienes económicos, según se hacía en el matrimonio,
en que el novio debía compensar al padre de la novia»: Villalobos, 1995: 94.
Si bien este autor acierta en identificar el origen de la usanza, en mi opinión
Boccara lo complementa oportunamente al evidenciar las implicancias sociales
y culturales de la costumbre, las que al ser evaluadas solamente desde un punto
de vista comercial pueden conducir a una lectura errónea del fenómeno.
41
Boccara emplea consistentemente el término inglés brideprice para designar
esta transacción: Boccara, 2009: 63-82.

216
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

miembro subordinado, pero a la vez protegido42. En este contexto,


quienes tienen la potestad de «vender» están fuertemente determinados
por una explícita jerarquía: primero los padres, luego los hermanos, los
tíos o abuelos, y por último el cacique o ulmen43. Este último personaje
ejerce su potestad particularmente en el caso de huérfanos que no con-
servan ningún lazo familiar. La existencia de dicha jerarquía evidencia
cómo la «venta a la usanza» es considerada desde la perspectiva de la
responsabilidad por la persona.
Un segundo momento a dilucidar es el aspecto netamente económi-
co del fenómeno. Como premisa de este es necesario tener en cuenta la
unanimidad de los testimonios que aseguran que la práctica ha experi-
mentado un intenso desarrollo como producto de la extrema miseria que
afecta a los territorios de las comunidades indígenas en que se efectúan
no solo las ventas de individuos, sino que también la captura de piezas.
Durante todo este período, el hambre y la carestía parecen campear
en la Araucanía; si confiamos en los testimonios documentales, la gran
mayoría de ellos reproducen declaraciones de mílites actuantes en el
conflicto44. Las fuentes hacen referencia a años de sequía y malas cose-
chas, aunque también existen fuertes indicios de destrucción deliberada,

42
Así lo declara, por ejemplo, el capitán don Jerónimo Villaseñor y Acuña, en
relación con los niños vendidos a la usanza: «[…] les sirven en los ministerios
de pastores, ensillar, sembrar y de acudir como soldados a la junta de aquel,
incorporándose en su familia […]»: AGI.Ch, vol. 13 («Testimonios ante Antonio
Fernández de Heredia sobre la usanza», Santiago, 5 al 14 de junio de 1651).
43
El capitán don Diego Ruiz de Salvatierra asegura que: «[…] se han vendido
piezas a la dicha usanza, varones y hembras, las mujeres para que lo sean de
otros, y los varones para que sirvan; los ejecutores de esto son los padres, a falta los
hermanos, después los tíos y parientes más cercanos, y los huérfanos los caciques,
obligándoles a esto la necesidad»: AGI.Ch, vol. 13 («Testimonios ante Antonio
Fernández de Heredia sobre la usanza», Santiago, 5 de junio de 1651).
44
«Testimonio del sargento mayor don Martín de Cerdán»: «[…] y que la nece-
sidad que han padecido en estos años pasados los indios de las reducciones de
Valdivia y Boroa fueron tan grandes, que por defecto de pan y carne ni otro
género de sustento, comían raíces de árboles hasta que viéndose morir, por re-
dimir las vidas, se comían los unos a los otros, trocando los hijos unas familias,
unos con otros, por no comerse a su mismo hijo cada uno, sino al de su vecino,
lo cual vio este testigo, supo e inquirió en el viaje que hizo este año con el señor
presidente don Antonio de Acuña y Cabrera a las fortificaciones de Valdivia,
en cuyos caminos salían los padres a ofrecer a sus hijas e hijos por el valor de
un caballo, o de una vaca, tan macilentos que lastimaba verlos y trayendo el
año pasado dieciocho o veinte piezas, indios e indias, un bajel de Valdivia a la
Concepción […]»: AGI.Ch, vol. 13 («Testimonios ante Antonio Fernández de
Heredia sobre la usanza», Santiago, 5 de junio de 1651).

217
Ignacio Chuecas Saldías

quema de víveres y poblados, así como la pérdida de vidas humanas,


principalmente de varones adultos, como producto de las malocas45.
En este sentido, resulta posible percibir cómo la estrategia maloquera
no solamente funcionó como una herramienta de represión, sino que
a la vez como una forma de fomentar una situación de hambruna y
miseria, la cual a su vez significó un terreno fértil para la práctica de
las «ventas a la usanza».
El panorama descrito afecta evidentemente el valor final de las
ventas. Como lo he sostenido al inicio de este artículo, resulta fundamen-
tal para las economías familiares hispanas que el precio de la compra
original sea significativamente menor que el precio de mercado de un
pieza indígena en el ámbito español. Si retornamos a la certificación
del alférez Diego de Tapia, el soldado Joan Muñoz Moreno entregó
al padre de Benul «[…] seis pagas, que se contaron, de que quedó el
dicho indio contento». También Juan Barona, al igual que el resto de
los testigos, se explaya sobre el tema de las pagas: «[…] una pieza se
da por doce pagas, y otras por diez y por menos, reputando por una
paga unos estribos, y por otra un caballo y una vaca».
A partir de dichas declaraciones resulta posible reconstruir un cierto
panorama. Las pagas tradicionales, es decir, aquellas contempladas en
la práctica de la compra de la novia, son doce. En esto coinciden todos
los testimonios. Ahora bien, ninguna de ellas representa un monto
fijo; la regla parece consistir en que se han de efectuar doce entregas
–probablemente en diferentes ocasiones– de objetos y bienes de diverso
valor y calidad. Juan Barona explica en este caso que una paga puede
consistir en un par de estribos, un caballo o una vaca. Así también, el
sargento mayor Martín de Cerdán declara que la compra se hace «[…]
con calidad de tenerlas por mujeres y servirse de ellas perpetuamente,
y que la cantidad de pagas suelen ser doce, y cada una de ellas una
vaca, o doce ovejas, u otros géneros estimables entre ellos, una hacha
y un caballo, sin respetar el más al menos valor que tiene cada cosa»46.

45
Una descripción muy detallada de la estrategia maloquera en: «Instrucción de
lo que el capitán Juan de Roa ha de observar en la entrada que se le ordena de
esotra [sic] parte del río de Toltén» (Concepción, 6 de abril de 1647): AGI.Ch,
vol. 21. Una buena presentación del fenómeno en: Valenzuela Márquez, 2009:
230-241.
46
«Testimonio del sargento mayor Martín de Cerdán sobre la usanza» (Santiago,
5 de junio de 1651), AGI.Ch, vol. 13 (Testimonios ante Antonio Fernández de
Heredia sobre la usanza, Santiago, 5 al 14 de junio de 1651).

218
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

En general todos los testigos subrayan el poco valor de estas pagas.


Un buen ejemplo es Luis González de Medina, quien declara haberse
desempeñado como:

[…] capitán de caballos del presidio y frontera de la Ma-


riquina desde Toltén hasta el río de la Mariquina, en que se
comprenden seis mil indios de lanza y todas las principales
reducciones de los indios nuevamente reducidos a la paz desde
el tiempo del señor don Martín de Mujica, gobernador que
fue de este reino, y asistió cuatro años continuos en la dicha
frontera comunicando siempre con los indios […]47.

La declaración de González de Medina incluye la afirmación que


las ventas se hacen:

[…] así a los indios como a españoles por pagas que llaman
y acostumbran que no son muy aventajadas […] y aunque es
verdad que acá afuera no se reputan por esclavos, más de por
de una manera de servidumbre, se venden entre los españoles
en precios excesivos del que cuestan allá, y esto en ocasiones
las ha obligado a hacerlo la necesidad porque el año pasado
fue tal que se murieron muchos y el interés de redimirse ellos
y de librar a los que vendían de la muerte les obligó a esto,
y en otras ocasiones les obliga la codicia y esto es a precios
más subidos; y computado el valor de las pagas comunes por
la mucha experiencia que tiene vendrá a ser de 25 pesos, de
30, de 35 y de 40 las más, dando calidad al precio también
la bondad de la pieza […]48.

En la misma dirección apuntan los testimonios del capitán Alonso


de Silva, mílite y capitán vivo de la guerra de este reino, quien afirma
que «cada paga contendrá 5, 8 y 10 pesos, y más y menos porque no
miran en el valor sino en la variedad, y así un capotillo son 3 y 4 pagas
y unos estribos que valen más una, y una vaca otra y un caballo y una
hacha» 49; y el testimonio del capitán Luis de Molina Parraguéz, quien
asegura que las ventas se hacen «por pagas que les dan, que por su
cuenta, de ellos, montan casi cien pesos, y algunas ciento y veinte, y
47
«Testimonio del capitán Luis González de Medina sobre la usanza» (Santiago,
5 de junio de 1651), Ibid.
48
Ibidem.
49
«Testimonio del capitán Alonso de Silva sobre la usanza» (Santiago, 5 de junio
de 1651), Ibid.

219
Ignacio Chuecas Saldías

ciento y treinta, aunque para con nosotros no montan tanto, aunque


el trabajo y riesgo de entrar allá y llevar cualquiera cosa es grande»50.

El comercio y traslado de las piezas


El capitán Luis de Molina Parraguéz aludía especialmente, en su
testimonio de 1651, al riesgo y trabajo que implicaba el traslado y la
comercialización de esclavos indígenas. En su estudio sobre la socie-
dad santiaguina durante el siglo XVII, Jean-Paul Zúñiga hace especial
mención del capitán Gonzalo Rodríguez, quien le sirve como ejemplo
para evidenciar las dinámicas de movilidad espacial características de
la sociedad colonial que llevarán a la constitución de una sociedad de
«españoles de ultramar» en el finis terrae chileno51. La documentación
que se ha conservado sobre este personaje y sus actividades en el Reino
de Chile parecen demostrar que se trata de un inmigrante peninsular que,
habiendo desarrollado alguna actividad en la guerra de Arauco, pasa
posteriormente a asentarse en la ciudad de Santiago, donde desarrolla
iniciativas comerciales y agrícolas52. El giro comercial de Rodríguez
parece consistir en diversos rubros, entre los cuales se incluye la trata de
piezas aucas. Estas actividades se ven reflejadas en diferentes cláusulas
de su testamento, entre las que resulta relevante citar las siguientes:

Yten me debe el capitán don Pedro de Ibacache una pieza


auca que me quedó a dar por una cadena y colleras de yerro,
que le vendí por la dicha pieza, con su llave y candado, y llevó
orden para cobrarla el dicho Santos López […].
[…]
Yten declaro que entre mí y el capitán Alonso de Cáceres
Saavedra, cabo que fue del cabo [sic] de Lebo hicimos con-
cierto y compañía que todo lo que se enviase a su poder de
comidas, pan y vino, y harina, y cecina y otras cosas, lo había
de vender y beneficiar por cuenta de entrambos como pudiese;
y sacado el principal y costos para mí, las ganancias y aprove-
chamientos se hayan de partir entre entrambos; y llevar él la
mitad por su solicitud y trabajo; y es así que durante esta fe y

50
«Testimonio del capitán Luis de Molina Parraguéz sobre la usanza» (Santiago,
14 de junio de 1651), Ibid.
51
Cf. Zúñiga, 2002: 25-26.
52
«Bienes de difuntos de Gonzalo Rodríguez» (Santiago, 15 de enero de 1610),
AGI.Contr, vol. 367, s/f.

220
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

compañía, había tiempo de cuatro meses, poco más o menos,


que yo le envié con el capitán Miguel Díaz, en el navío de
Francisco de Cuevas, cuatrocientos y cuarenta y seis patacones
de empleo en los dichos géneros como parecerá por el recibo
que de ello me dio Francisco Andila, contramaestre del dicho
navío, lo cual principal y ganancias cobren mis albaceas.
[…]
Yten declaro que yo y el dicho capitán Saavedra tratamos
con el capitán don Juan de Villegas que solicitase y negociase
nuestras pretensiones con el señor Virrey del Perú, conforme
a la orden que le dimos, por lo cual el dicho capitán Saavedra
le ofreció una cadena de oro, la cual yo traje y tengo en mi
poder, que tiene ciento y veinte y nueve eslabones y un argo-
llón, para que yo se la diese al dicho don Juan en su nombre
[…] con las dichas negociaciones de nuestras pretensiones;
juntamente le tengo yo de dar a el dicho don Juan otro tanto,
valor como la dicha cadena; y más llevó el dicho don Juan
dos muchachos aucaes que yo le entregué uno por mi cuenta
y otro por la del dicho capitán Saavedra; declárolo para que
el dicho capitán Saavedra que es deudor de el valor del dicho
muchacho que por su cuenta di.
[…]
Yten declaro que me debe el capitán Juan Fernández de
Castilla el valor de una china llamada Mariquilla mando que
se cobre de sus bienes53.

El cuadro que se esboza a partir de estas cinco cláusulas del testa-


mento de Gonzalo Rodríguez parece ser el siguiente: como mercader
con base en la ciudad de Santiago ha celebrado una «compañía» con
el capitán Alonso de Cáceres Saavedra, cabo de la parcialidad de Lebo;
el convenio entre ambos consiste en el envío de víveres –«pan y vino,
y harina, y cecina y otras cosas»– por un valor de 446 patacones, en
el navío de Francisco de Cuevas, por parte de Rodríguez, y la venta de
dichos «géneros» por parte de Saavedra; las ganancias se dividen por
partes iguales; al mismo tiempo Saavedra debía comprar una pieza
auca a cambio de un caballo rosillo avaluado por Rodríguez en 60 pa-
tacones: el precio del caballo es importante porque implica que el valor
del esclavo comprado en la frontera es justamente de 60 pesos, lo que
parece coincidir con los precios mencionados en el apartado anterior.
53
«Testamento del capitán Gonzalo Rodríguez» (Santiago, 15 de enero de 1610),
Ibid.

221
Ignacio Chuecas Saldías

En la misma línea, Rodríguez afirma que compró otra pieza auca al


capitán don Pedro de Ibacache al precio de una «cadena y colleras de
yerro, que le vendí por la dicha pieza, con su llave y candado»: en este
caso, es muy probable que el valor de la cadena no supere los 60 pesos,
y que pueda tratarse precisamente de una herramienta para encadenar
a una pieza esclava, como parece sugerir la mención de las colleras de
hierro, la llave y el candado; también ha vendido una chinita, llamada
Mariquilla, al capitán Juan Fernández de Castilla, pero este aún no ha
pagado su costo; por último, el testador menciona que, en conjunto
con Alonso de Cáceres Saavedra, enviaron al Perú, por medio del ca-
pitán don Juan de Villegas, «dos muchachos aucaes» para que fuesen
vendidos en el virreinato.
Como es posible apreciar, el presente documento nos ofrece una
ventana privilegiada en las actividades esclavistas de un mercader que
sirve de nexo entre los presidios de la frontera y la ciudad de Santiago
e incluso la capital del virreinato. Pero la documentación del legajo no
se agota en el testamento. A continuación de este, también se incluye
un codicilo que a su vez hace referencia a esclavos aucas:

Y que en cuanto a los indios aucaes que tiene por esclavos,


que serán sesenta y dos piezas poco más o menos, quiero y
mando los lleve y goce el dicho Martín Rodríguez y que pasen
[sic] en él con el mismo derecho que el dicho capitán Gonzalo
Rodríguez los tiene, y si necesario es, pide y suplica al señor
gobernador de este reino, o al que fuere, se los vuelva a dar y
adjudicar porque ansi le conviene al descargo de su conciencia
si Dios le llevare de esta presente vida».
[…]
Yten que le debe el capitán Alonso Sánchez Cadenas veinte
patacones de resto del valor de una pieza auca que le vendió54.

La cita más extensa consiste en la cesión expresa que hace Gonzalo


Rodríguez de todos sus indios esclavos, un grupo no despreciable de 62
indígenas, a su heredero universal Martín Rodríguez. De este grupo de
individuos es posible saber, a partir de una de las cláusulas del testamen-
to, que se encuentran en la hacienda del testador, situada probablemente
en Quillota, y que forman una unidad mayor, de unos 82 individuos en
total, junto con un grupo de indios yanaconas de encomienda:

54
Codicilo del capitán Gonzalo Rodríguez (Santiago, 15 de enero de 1610), Ibid.

222
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

Yten tengo en la dicha mi estancia, ochenta y dos indios e


indias, casadas y solteros, chicos y grandes, ansi aucaes como
yanaconas encomendados, como más largamente parecerá por
las cédulas de encomienda que de ellas tengo y en la forma que
me son encomendados; y porque los dichos indios aucaes son
cogidos en la guerra, y comprado su servicio con mi hacienda
de otras personas, y otros cogidos por mi persona conforme
a la adjudicación y encomienda de el señor gobernador de
este reino, los tengo por esclavos y puedo darlos y venderlos
y hacer de ellos lo que fuere mi voluntad; de los cuales Martín
Rodríguez mi primo dispondrá conforme fuere su voluntad,
y lo que yo dejo con él tratado descargando mi conciencia y
de manera que ningún juez ni otra justicia intervengan en lo
que el hiciere porque esta es mi voluntad55.

Al mismo tiempo, el codicilo menciona en una de sus cláusulas «que


le debe el capitán Alonso Sánchez Cadenas veinte patacones de resto
del valor de una pieza auca que le vendió». Hacia el final del legajo se
encuentran una serie de cuentas y registros de gastos en los que habría
incurrido Martín Rodríguez, su albacea. En ellas resulta posible identi-
ficar diferentes alusiones, las cuales parecen apuntar hacia el comercio
de piezas esclavas. Las más significativas son las siguientes:

Deudas del año 1607


Una libra de cera en ocho candelas para cristianar los
indios = 1 peso 1 tomín.
[…]
[…] en treinta de diciembre cuatro pesos que pagué al
capitán Espíndola de flete de un indio llamado Tanana por
orden del capitán Pedro de León como parece de la dicha
cuenta = 4 pesos.
[…]
Yten diez patacones que pagué a Juan Sáez de Alaissa del
flete de la ropa de la tierra = 5 pesos 4 tomines.
Deudas del año 1609
Yten debe cuarenta y ocho patacones que pagué a Diego
Sanz de Alaisa por el flete de dieciséis indios, catorce aucaes y
dos anaconas, que mostró no haber pagado el flete = 48 pesos.
[…]

55
Testamento del capitán Gonzalo Rodríguez, passim.

223
Ignacio Chuecas Saldías

Este día debe cuarenta y nueve patacones y cuatro reales


que pagué a Miguel Díaz de el flete de las piezas que trajo
en el navío.
Deudas del año 1610
Yten veinte patacones que pagué al capitán por concierto
de el pleito que quería intentar de las indias que le vendió el
difunto por esclavas y se pedían por libres, consta de carta
de pago56.

Estas citas resultan relevantes porque en ellas se transparentan


algunas de las actividades anexas a la trata de piezas indígenas y que
el mercader debía solventar: el bautismo de los esclavos («cristianar
los indios») para lo cual Rodríguez compra ocho candelas y que reviste
particular importancia como una forma de asegurar su estatuto, inte-
grándolos a la sociedad hispana; los costos del traslado («flete») por
barco, probablemente desde Concepción hacia Santiago, vía Valparaí-
so57; también resulta factible conocer el valor del flete de una pieza: en
el caso del indio Tanana el costo fue de cuatro patacones y en el caso
del grupo de dieciséis este fue de tres patacones por cada indio; por
último, es posible saber que Gonzalo Rodríguez tuvo un pleito con un
capitán no identificado a raíz de la venta de unas «indias que le vendió
el difunto por esclavas y se pedían por libres».
Desde el punto de vista de la economía familiar, perspectiva que se
privilegia en este artículo, la situación del comerciante Gonzalo Rodrí-
guez aparece como altamente peculiar y en parte representa una de las
dimensiones acentuadas por Jean-Paul Zúñiga58. Gonzalo Rodríguez, al
momento de redactar su última voluntad, no hace mención de ningún
pariente cercano, en especial de mujer o hijos legítimos; solamente
nombra a su «primo» Martín Rodríguez, a quien deja como albacea y
heredero universal, y a un hijo natural a quien hace legados59. Solamente

56
«Extractos del libro de cuentas de Martín Rodríguez» (Santiago, 1607-1610),
Ibid.
57
La cita que menciona el flete de «ropa de la tierra», por medio del mismo capitán
que trae las piezas, evidencia que el traslado se hace desde la frontera.
58
Cf. Zúñiga, 2002: 40.
59
«Yten declaro por mi hijo natural a Francisco Rodríguez de edad de quince
años, poco más o menos, el cual está en la dicha estancia, el cual mando se le
den de mis bienes quinientas ovejas y el caballo llamado Ceriche, y el alazán,
y mi silla, cota y lanza, y un vestido verde que tengo con sus vueltas de tafetán
leonado, que se entiende va con ropilla y capa, y otro vestido de paño moris-
quillo entero, y todo el calzado que pareciere mío, y sombreros y pretina, y la

224
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

a partir del resto de los documentos del expediente, los que incluyen el
testamento de Martín Rodríguez y las declaraciones de testigos llevadas
a cabo en España, es que nos enteramos que Gonzalo es casado en su
patria de origen e incluso tiene una hija legítima, Jerónima, heredera
forzosa de sus bienes.
La impresión que se obtiene, a falta de mayores indicios, es que
el inmigrante Gonzalo Rodríguez representa una suerte de patrón
bastante usual, en particular en el ámbito del mundo comercial. La
familia chilena del comerciante está compuesta por sus entenados, con
los cuales mantiene relaciones de parentesco, paisanaje y de índole
comercial y económicos. Por otra parte, se encuentran los allegados de
su casa –hijos naturales, niños criados, sobrinos, etc.– y por supuesto
los sirvientes que se desenvuelven en el ámbito doméstico, a diferencia
de los que trabajan en la estancia60.

Indios esclavos de indios


No solamente las familias hispanas y mestizas –como los Sotoma-
yor, de los que se hablará más adelante– vieron en la esclavitud indígena
una forma de incrementar su patrimonio: este fenómeno también es po-
sible observarlo al interior de grupos familiares indígenas. Una práctica
a la cual se hacen numerosas referencias es la esclavitud producto de
malocas, las que eran llevadas a cabo entre los mismos grupos indígenas
al interior del territorio araucano61. De este tipo de esclavitud existen
referencias particularmente entre los cronistas coloniales, pero no así
en la documentación administrativa, judicial o notarial.
Por otra parte, en este apartado se indaga en la esclavitud que se
encuentra afincada en grupos familiares de indios asentados en la socie-
dad hispana. Se trata de una perspectiva que ha encontrado poco eco
en la investigación sobre el tema62, a pesar que resulta posible encontrar

ropa blanca de camisas y jubones»: Testamento del capitán Gonzalo Rodríguez,


passim.
60
Este «entorno familiar» queda en evidencia a través de los diversos legados que
hace a su personal doméstico, Ibid. Sobre este tipo de «articulación» familiar
en un varón soltero, cf. Chuecas Saldías, 2013: 43-46.
61
Cf. Valenzuela Márquez, 2009: 237-241; Obregón Iturra, 2010: 173-199.
62
Julio Retamal Ávila le dedica a este tema un breve apartado, más bien a modo
de resumen, cuando comenta el contenido de los testamentos de indios: Retamal
Ávila, 2000: 76-77.

225
Ignacio Chuecas Saldías

un panorama similar al interior de las economías de afrodescendientes


en el virreinato63.
En su testamento, Gonzalo Rodríguez hace repetidas veces mención
a una criada suya llamada Juana. Esta mujer indígena parece haber
desempeñado un papel importante al interior de la unidad doméstica
presidida por el mercader Rodríguez:

Yten una tembladera de plata que está a cargo de una


criada mía que se dice Juana.
[…]
Yten mando a Miguel, mi criado, porque me ha servido
bien, le mando 150 ovejas = y ansi mismo a su madre Juana,
por lo bien que me ha servido, otras 150 ovejas = y a cada
uno de los susodichos, madre e hijo, tres varas de paño de
México64.

Asimismo, Juana es mencionada varias veces en las cuentas de


Martín Rodríguez, evidenciando, de esta manera, un papel significativo
en el servicio de Gonzalo:

Deudas del año 1607


Este día seis patacones por cuatro varas de cordelate
amarillo para un faldellín para Juana = 6 pesos.
[…]
Este día seis patacones por tres varas y media de gergueta
verde que sacó Juana para una liquida = 6 pesos65.

Ahora bien, entre los testamentos de indios publicados por Julio


Retamal Ávila es posible encontrar el de la india Juana, criada del
capitán Gonzalo Rodríguez. Se trata a todas luces de los mismos indi-
viduos. Este documento, de por sí interesante como todo testamento
cuyo sujeto sea un indígena, contiene varios elementos relevantes para
el propósito de este artículo:

Joana, india ladina, natural que soy de la ciudad Imperial


de este reino.
[…]

63
Cf. Lohmann Villena, 1987: 71-89.
64
«Testamento del capitán Gonzalo Rodríguez», passim.
65
«Extractos del libro de cuentas de Martín Rodríguez» (Santiago, 1607-1610),
passim.

226
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

Yten declaro que tengo ciento y cincuenta ovejas que me


mandó el capitán Gonzalo Rodríguez, mi amo difunto, y están
en el ganado de Martín Rodríguez.
[…]
Yten tengo una india auca vieja, y un muchachuelo de has-
ta cuatro o cinco años que lo compró de un soldado llamado
Benavides un hijo mío que me lo dio a mí.
[…]
Yten declaro que tengo una hija llamada Costansilla,
que está casada con un indio llamado Bernabé que está con
Francisco Martínez en Quillota, y esta Costansilla, mi hija es
de legítimo matrimonio de mi marido Diego con quien fui
casada según orden de la santa madre Iglesia; y así mismo
tengo tres nietos, hijos de Miguel, mi hijo legítimo, habido
del dicho Diego mi marido y mío66.

A partir del testamento de Juana, resulta posible relevar un cierto


panorama sobre cómo vivía este grupo familiar y el lugar que ocupaban
los dos aucas esclavos en la dinámica de la familia. Juana se declara india
«ladina» originaria de la ciudad de la Imperial. Es preciso recordar que
la Imperial es una de las llamadas ciudades de arriba cuyo territorio, a
fines del siglo XVI, había vuelto a las manos de sus habitantes originales.
Este panorama hace factible que se trate de una mujer indígena que,
habiendo nacido en el contexto de la ocupación hispana, haya emigrado
a Santiago, libre o forzadamente, junto con la oleada de colonos que
se asentó en la zona central del país.
Juana declara haber sido casada legítimamente con Diego, de quien
no se especifica su pertenencia étnica, aunque muy probablemente era
indígena como ella. Lo cual parece corroborado por una cláusula del
testamento de Gonzalo Rodríguez en que nombra a un criado indígena
llamado Diego junto a otro de nombre Bernabé, el mismo nombre del
yerno de Juana y Diego: «Yten mando a Diego, mi criado, y a Bernabé,
indios, a cada uno otras cien ovejas»67.
El matrimonio eclesiástico de Juana –«de legítimo matrimonio de mi
marido Diego con quien fui casada según orden de la santa madre Igle-
sia»–, al igual que la procedencia geográfica –«ciudad de la Imperial»– y
ladinidad, son indicios de una fuerte asimilación al sistema hispano.
66
«Testamento de Juana, india» (Santiago, 26 de julio de 1610), en Retamal Ávila,
2000: 131-133.
67
«Testamento del capitán Gonzalo Rodríguez» (Santiago, 15 de enero de 1610),
passim.

227
Ignacio Chuecas Saldías

La pareja ha procreado al menos dos hijos: Costancilla –un nom-


bre expresado en diminutivo, práctica usual en nombres de indígenas
(Mariquilla, Lorenzillo, Juanillo, etc.)–, que a su vez está casada con
el indio Bernabé –lo cual prueba que no se trata de una infante, como
podría sugerir el uso del diminutivo–, y un varón difunto, Miguel, quien
dejó a su vez tres hijos, y que aparece mencionado en las cláusulas antes
citadas del testamento de Gonzalo Rodríguez.
Al interior de este núcleo familiar, cuyas actividades parecen estar
claramente ligadas al servicio hispano, Juana es criada de Gonzalo Ro-
dríguez; Bernabé, marido de Costancilla, está «con Francisco Martínez
en Quillota»; y Miguel tiene medios para adquirir –probablemente en
la frontera– un niño indígena al soldado Benavides. Este último detalle
parece insinuar que Miguel se hubiese podido encontrar en la zona del
conflicto de Arauco acompañando a algún individuo hispano, quizás el
mismo Gonzalo Rodríguez, en sus actividades militares o comerciales.
Los dos esclavos aucas, propiedad de Juana india, corresponden a
una tipología usual entre las familias hispano-criollas: una india mayor,
que puede llevar la casa –como lo hace probablemente la misma Juana
al interior de la unidad doméstica de Rodríguez–, y un niño pequeño
que puede desempeñar labores menores y que más tarde como adulto
pueda representar una inversión mayor.

Economías familiares e hijas de familia


El día 3 de abril de 1686 otorgaba su testamento, en la ciudad de
San Bartolomé de Chillán, el castellano Luis de Godoy-Figueroa, quien
se despedía de esta presente vida dejando atrás a su viuda y doce hijos
vivos: tres varones y siete féminas, todos legítimos, así como dos hijas
naturales68. El hecho de haber procreado siete hijas legítimas representa,
evidentemente, en el contexto de una sociedad tradicional, una cierta
dificultad para este pater familias, en particular en lo que se refiere a la
necesidad de asegurar el porvenir de cada una de ellas, en este caso a
través de la vía del matrimonio69. Es así como Luis de Godoy-Figueroa

68
«Testamento del castellano Luis de Godoy-Figueroa» (San Bartolomé de Chillán,
3 de abril de 1686), ANH.CG, vol. 39, fjs. 119-125v. Un estudio de la familia
Godoy-Figueroa de Chillán en Muñoz Correa, 1995a.
69
En cuanto a las hijas naturales, Constanza y María, estas fueron «apartadas» de
los bienes paternos por medio de legados, siguiendo una práctica usual durante
el Antiguo Régimen.

228
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

se vio enfrentado a uno de los mayores desafíos para un jefe de familia


en una sociedad del Antiguo Régimen: lograr que cada una de sus hijas
contrajera una unión matrimonial, en lo posible con un novio de cierto
rango, prestigio y caudal. En este difícil cometido, naturalmente, la dote,
como medio de atracción para posibles pretendientes, solía representar
una pieza clave en el complejo engranaje de las transacciones matri-
moniales coloniales70.
Como muchos individuos en su posición, Godoy-Figueroa al mo-
mento de testar pasa revista a su situación económica y se detiene de
forma más extensa en hacer un resumen de aquello que entregó a cada
una de sus hijas cuando contrajeron matrimonio71. A continuación, en
el Cuadro 3, se presenta de forma esquemática lo que el testamento
contiene al respecto72.

Cuadro 3
Composición de las dotes de las hijas
de Luis de Godoy-Figueroa
(Chillán, 3 de abril de 1686)

Avalúo Avalúo
Cónyuges
testador aproximado
Isabel Capitán Felipe de Vivancos
½ cuadra de solar – 150 pesos
100 ovejas escogidas – 100 pesos
«[…] un muchacho casado con una china que hoy
tiene [...] los cuales son libres y les ruego los traten – 200 pesos
bien»

70
El doctor Antonio Ramírez de Laguna, fiscal protector de indios, intentaba
explicar al Consejo de Indias la práctica de la venta a la usanza haciendo una
analogía con el sistema dotal: «[…] y como entre nosotros se doctan [sic] las
hijas, hermanas y parientas para casarlas con sus maridos, estos indios doctan
las mujeres con quien se casan pagando a sus padres, hermanos, deudos y pa-
rientes lo que ellos habían de recibir con ellas en dote, al revés de lo que usamos
nosotros»: AGI.Ch, vol. 12 (Santiago, 30 de junio de 1652).
71
La dimensión de autoridad y responsabilidad paterna, en cuanto al matrimo-
nio de cada una de las hijas, se ve reflejada en el texto del testamento a través
del empleo persistente y en primera persona de la fórmula «y ten declaro que
cuando casé a mi hija […]». Cf. ANH.CG, vol. 39, fjs. 120v-121.
72
El cuadro presenta, en primer lugar, el nombre de la hija en cuestión y el de su
marido; en seguida se insertan los bienes entregados como dote: en el caso de
que las especies estén avaluadas por el propio testador, el monto del avalúo se
inserta en la segunda columna, en caso de que no estén avaluadas expresamente,
se inserta un monto aproximado en la tercera columna, con el objetivo de co-
nocer el valor estimativo de lo que recibió cada una de las parejas en cuestión.

229
Ignacio Chuecas Saldías

Florentina Capitán Francisco de Molina


100 ovejas – 100 pesos
«[…] un muchacho que me costó más de 100
100 pesos –
pesos […] no es esclavo ni por tal le tengan»
Beatriz Capitán Ignacio de Arda-Maldonado
«No le di nada» – –
«[…] y un güenesillo que ha criado es suyo sin
– 100 pesos
dependencia de nadie»
Antonia *
Comisario General Felipe de León
5 o 6 yuntas de bueyes – 30 pesos
«[…] y un toro que me pidió» – 5 pesos
Mariana Capitán Andrés de Zavala
Un vestido 40 y tantos –
200 ovejas escogidas – 200 pesos
Un caballo rosillo 50 pesos –
Otro caballo castaño 20 pesos –
Su hermana Antonia le dio una mantellina de felpa 100 pesos –
Sebastiana Capitán Diego de Venegas
Un sombrero de Breda 44 pesos –
Un vestido de paño de Castilla con botones de oro – 100 pesos
Unas guarniciones de espada y daga 16 pesos –
Una cama llena – –
Dote de su marido: 20.000 pesos «y no he visto
– –
ninguno»
María –
Mejora en «el tercio y lo que quedare del
– –
remanente del quinto de mis bienes»

Fuente: ANH.CG, vol. 39, fjs. 119-125v.

* Por los años 1723-1725, Antonia de Godoy y Figueroa, viuda del maestre de campo
Felipe de León, seguía pleito ante el tribunal eclesiástico de Lima, como heredera
de su marido, por dos mil pesos de la dotación y mitad de lo lucrado y adquirido
durante el matrimonio. Apeló a la sentencia el doctor Domingo Sarmiento, deán
de la catedral de Santiago, por lo cual se le anuló el pago de dos mil pesos, ante lo
cual protestaba doña Antonia: AAL.ApCh, vol. 11, exp. 5.

A todas luces, los capitales matrimoniales con que Luis de Godoy-


Figueroa dota a sus hijas distan de ser cuantiosos. Este hecho no deja
de sorprender, sobre todo si se tiene en cuenta la posición social de
quien fuera corregidor del partido de Colchagua y castellano de Arau-
co. Aún más –como también lo declara don Luis en su testamento–, su
yerno Diego de Venegas había prometido en arras a su hija Sebastiana
la cantidad de 20.000 pesos, una suma exorbitante en comparación

230
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

con el monto de las dotes, pero que Venegas nunca entregó. Junto a la
cantidad consignada como dote se han de considerar los aportes que
el testador declara haber hecho, de manera forzada o voluntaria, a dos
de sus yernos73. Una manera de explicar el escaso monto de los bienes
dotales es presumir que, más que el interés por la dote, fue la perspec-
tiva de las herencias paterna y materna lo que puede haber, en parte,
fundamentado las expectativas económicas de los sendos matrimonios.
Ahora bien, si nos detenemos en la composición de cada uno de
los capitales matrimoniales es posible percibir el papel importante que
juegan las piezas esclavas. En efecto, las únicas dotes que alcanzan un
monto en algo superior son aquellas que cuentan con esclavos indígenas.
Es en este punto donde es posible observar algunos fenómenos intere-
santes. En primer lugar, el valor de las piezas parece estar por debajo
de lo normal: esto se debe, con toda probabilidad, al hecho de que al
momento de redactar el testamento los precios de las piezas representan
meras referencias. Al mismo tiempo, llama la atención otro fenómeno
que se repite en casos similares: el adjudicar indios «libres» como parte
de la dote, lo cual extiende una sombra de duda sobre la categoría de
«libertad» –un muchacho por el cual pagó 100 pesos «no es esclavo ni
por tal le tengan». Todo esto se debe, probablemente, al hecho de que
las dotes fueron entregadas hace años y a la fecha del testamento, en
1686, la Corona había decretado la libertad de los indios esclavos. Este
ejemplo, por lo tanto, evidencia una grave consecuencia, originada por
la cédula de libertad, en relación a las economías familiares.
Como se ha dicho, un problema recurrente al interior de las familias,
durante todo el Antiguo Régimen está representado por la necesidad
de asegurar el futuro sustento de las hijas, ya sea por la vía del matri-
monio, de la vida conventual o de una soltería amparada al abrigo de
una cierta cantidad de bienes. Se trata de aquello que, en el lenguaje
corriente del período, es denominado como «remediar a las hijas». El
alférez Antonio Rodríguez-Zapata se había casado en Chillán con Bea-
triz María Contreras Godoy-Figueroa, al parecer sobrina del castellano
Luis de Godoy-Figueroa. Como parte del acuerdo matrimonial, Antonio
recibió una pequeña encomienda de muchachos indígenas, a la cual la

73
«[…] el dicho capitán don Andrés de Zavala, mi yerno, en tiempo que fui cas-
tellano de Arauco sacó de mis cabras 114 cabezas escogidas y más dos platos
y una tembladera y dos vasitos de plata […] y así mismo vestí de pies a cabeza
a mi yerno el capitán Felipe de Vivancos cuando se casó con la dicha mi hija;
que con todos he hecho lo que he podido por mis muchas necesidades […]»:
ANH.CG, vol. 39, fjs. 121-121v.

231
Ignacio Chuecas Saldías

madre de la novia, Isabel Godoy-Figueroa, había postulado en primera


vida en cabeza de su hija Beatriz María74. Este tipo de encomienda no
es otra cosa que una figura que permite asignar un cierto estatuto de
legalidad a la propiedad de mano de obra esclava. Una estrategia que se
desarrolló ampliamente a lo largo de la segunda mitad del siglo XVII,
como una forma que implementaron las familias con el fin de asegurar
la tenencia de servidumbre indígena en medio de una coyuntura que
hacía cada vez más inminente el fin de la esclavitud legal de los indios
«cogidos en la guerra»75. Esta situación se refleja en el documento ori-
ginal de postulación a la citada mini-encomienda:

Encomienda en primera vida de doña Beatriz María de Go-


doy. [...] Por cuanto se me presentó un memorial […] siguiente=
Doña Beatriz María de Godoy y dice que como consta del título
que presenta del señor don Ángel de Peredo, antecesor de vuestra
señoría, le hizo merced de encomendarle cuatro indios por haber
estado pobre y retirada en Maule y estancias del partido de Chi-
llán y no haber tenido la comodidad de comparecer para pagar
la media anata no la tiene satisfecha y que ahora con el nuevo
orden de vuestra señoría se haya para hacer dicha satisfacción del
derecho de media anata y por piedad y conmiseración a vuestra
señoría pide y suplica, se sirva de mandar los jueces oficiales
reales admitan la paga de la media anata […] (Concepción, 24
de diciembre de 1672).
[…]
Don Ángel de Peredo del consejo de su majestad, gober-
nador y capitán general de este reino de Chile y presidente
de la Real Audiencia que en el reside = Por cuanto ante mí se
presentó un memorial […] es del tenor siguiente: Doña Isabel
de Godoy, viuda mujer que fue de Esteban de Contreras, dice
que tiene un indio esclavo en su servicio, casado, llamado
Sebastián, el cual tiene un hijo legítimo llamado Luis de edad
de un año, y así mismo tiene otro putativo llamado Loren-
zillo, nacido y criado en su casa, y Antonillo de cinco años,
putativo, se ha de servir […] siendo servido por ser pobre y
cargada de hijos y trabajos, de encomendárselos a doña Beatriz

74
«Ratificación de encomienda a Beatriz María Godoy-Figueroa» (Concepción,
3 de enero de 1673), ANH.CG, vol. 473, fjs. 163v-166. La merced había sido
otorgada originalmente en octubre de 1663.
75
Los volúmenes 402, 473-479, 480, 482 y 483 del fondo Capitanía General en el
Archivo Nacional se encuentran plagados de este tipo de peticiones de mercedes
de encomienda.

232
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

María […] a vuestra señoría pide y suplica se sirva mirar con


ojos de piedad que en ello recibirá bien y merced de vuestra
señoría. Maule […] de octubre de mil seiscientos y sesenta y
tres. Hácele merced a Doña Beatriz María de Godoy de los
indios contenidos en […].
En la ciudad de el Ángel de mil y seiscientos y setenta y tres
años ante mí, el corregidor y justicia mayor de esta ciudad,
pareció el alférez don Antonio Rodríguez Zapata con una
encomienda fecha en tres de enero de mil seiscientos y setenta
y tres años por merced del Señor don Juan Enríquez […] a
doña Beatriz María de Godoy y Figueroa, su legitima mujer
[…] del dicho alférez don Antonio Rodríguez Zapata […]76.

Como se puede apreciar, doña Isabel de Godoy, viuda de Esteban


de Contreras, había postulado, o más bien, solicitado al gobernador
Ángel de Peredo que se reconocieran como encomendados un indio
adulto, «esclavo en su servicio», y tres niños indígenas que pasaban
por hijos legítimos o putativos de este. Todo esto sucedía en octubre
de 1663, mientras Isabel residía en el partido del Maule a causa de la
destrucción y abandono de la ciudad de Chillán durante el alzamiento
de 1655. Al igual que un número considerable de solicitudes de este
tipo, la provisora madre suplica que la encomienda sea adjudicada en
primera vida a su hija doncella, Beatriz María. En este caso se trata de
un detalle no menor, que a todas luces busca dar solución a una serie
de dificultades inherentes al contexto familiar de este período. En pri-
mer lugar, se hace necesario asegurar la tenencia de los encomendados
en poder de la familia por el mayor lapso de tiempo posible, lo cual
es factible obtener si la primera vida recae en un menor de edad, en
lo posible de sexo femenino. Según esta fórmula, la administración de
los indios encomendados será privilegio de los progenitores –o tuto-
res– hasta la mayoría de edad o el matrimonio del titular, y más tarde
aquel podrá gozar la encomienda durante una vida completa o incluso
traspasarla a alguno de sus herederos. En segundo lugar, es posible
advertir una estrategia complementaria a la primera, que en este caso
es posible denominar como «una encomienda de una mujer en favor
de una mujer»77. El hecho de que la titular de la citada encomienda sea

76
«Ratificación de encomienda a Beatriz María Godoy-Figueroa» (Concepción,
3 de enero de 1673), loc. cit.
77
No parece una casualidad que la madre procure asegurar el futuro de la hija. Un
fenómeno similar es posible observar en numerosos testamentos de herederas

233
Ignacio Chuecas Saldías

una hija de familia no parece ser fortuito; en realidad, se trata de un


fenómeno que cuenta con numerosos ejemplos en la documentación
relativa a peticiones de encomiendas y que refleja la necesidad de proveer
principalmente a las hijas con ciertos bienes que representen una forma
de capitalización para el futuro. Esta visión de futuro en relación a la
tenencia de indios esclavos en manos de mujeres queda de manifiesto,
en nuestro caso, cuando años más tarde estos mismos indios entren a
formar parte de la encomienda de María Zapata, hija de los anteriores,
al momento que pase a contraer matrimonio con Gabriel de Neira78.

Esclavos indígenas en cartas dotales


Como se ha visto, una forma privilegiada de conocer las economías
familiares son las cartas dotales, las cuales pueden también servir como
indicadores del estado de las finanzas de un grupo familiar y del esfuer-
zo que este puede realizar para asegurar una instancia tan importante
para las sociedades del Antiguo Régimen como es el matrimonio. En
esta ocasión, suelen concurrir con aportes financieros no solamente los
padres de la novia, sino que también otros parientes o entenados. En
este contexto, nos interesa conocer el papel representado por piezas
esclavas indígenas –no de origen africano o afrodescendientes– en el
monto de las dotes de estos grupos familiares durante este período.
El 14 de abril de 1600, en la ciudad de Madrid, el doctor don
Alonso Millán-Patiño, canónigo doctoral de la iglesia de Santiago de
Galicia, había logrado obtener una real cédula ordenando que se remita
de vuelta a España a Domingo Millán-Patiño, su sobrino,

[…] mancebo de doce a trece años [que] se le había ausen-


tado y tenía aviso va para las Indias con la gente que va de
socorro a las provincias de Chile a cargo de Alonso de Ribera
a quien tengo nombrado por gobernador de aquel Reino […]
siendo el dicho su sobrino persona noble como constaba por
dichos sus papeles […] que las señales son de su rostro blanco,

solteras que suelen preferir a sobrinas o allegadas a la hora de hacer legados


voluntarios.
78
«Títulos de encomienda presentados por Gabriel de Neira» (Chillán, 14 de
septiembre de 1695), ANH.CG, vol. 488, fj. 160.

234
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

señalado de viruelas, pelinegro, erizado el pelo, un remolino


en el lado derecho de la frente79.

Este episodio, bastante novelesco, representa probablemente el único


acontecimiento con ciertos rasgos aventureros en la vida de Domingo
Millán. Después de un período muy breve de asistencia en la guerra del
estado de Arauco, donde llega a ocupar el grado de alférez, se traslada –al
parecer a raíz de una herida que lo inhabilita– a la ciudad de Santiago,
donde contrae matrimonio con María Leal Martín. La economía familiar
durante este período dista de ser floreciente. Si bien es evidente que los
Millán-Patiño Leal no pertenecen a los estratos desposeídos de la urbe,
tampoco es posible afirmar que formen parte de la elite. Un hecho que
parece relevante es que en la documentación que resulta accesible rastrear
no se mencionan propiedades agrarias de ningún tipo en manos de la
pareja. Existen indicios de que ambos cónyuges poseyeron una propiedad
urbana, que había entrado al capital familiar como herencia de la madre,
María Leal80. Las esferas de acción de este clan parecen desarrollarse en
los ámbitos militares, comerciales, eclesiásticos y en la administración; es
decir, en general, en oficios en que se sirve por un sueldo que dista de ser
significativo. En todos estos espacios parecen moverse más bien a un nivel
medio, con excepción de algunos miembros que escalan hasta puestos de
cierta relevancia (Cuadro 4).

79
«Información de Francisco Millán-Patiño, presbítero, vicario de la doctrina de
Coyanco» (Concepción, 1681), AGI.Ch, vol. 49.
80
Dote de María Millán: «[…] cuando se trató el casamiento entre mí y la dicha
mi esposa, se me prometió por dote y caudal conocido de la susodicha por la
dicha María Leal, su madre, un pedazo de solar y su edificado con [rancho]
de horcones y adobes en la cañada junto a Lázaro [Perochena] linde con casas
de doña Mariana Leal [de el mismo] y con pedazo de solar de la susodicha»:
ANH.ES, vol. 221, fj. 408. Cf. De Ramón, 1976: 110-112.

235
Ignacio Chuecas Saldías

Cuadro 4
La familia Millán-Patiño Leal

El personaje más destacado de la familia será, sin duda, Juan de las


Roelas Millán-Patiño Leal, quien desarrollará, a diferencia de su padre,
una importante carrera militar, llegando a ocupar los cargos de Maestre
de Campo General del reino, el de Corregidor del partido de Chillán,
en dos períodos, y Corregidor de la ciudad de Concepción81. También
su hermano, el capitán Juan Millán-Patiño Leal, ocupara cargos en el
Real Ejército82.
Al interior de este entorno familiar resulta posible identificar cuatro
cartas dotales conservadas en el repertorio de escribanos de Santiago,
otorgadas durante la primera mitad del siglo XVII: las dotes de Inés y
Mariana Leal Martín –hermanas de la madre de los Millán-Patiño– y
las cartas dotales de las dos hijas del matrimonio, Damiana y María
Millán83. A continuación, se presenta un cuadro que visualiza el año
en que se otorgó cada dote, el lugar que ocupa la titular de la dote al
interior de la familia, el nombre de cada una y el monto total –en pesos
de a ocho reales– de la dote en cuestión (Cuadro 5).

81
Una breve reseña biográfica sobre este personaje en: Guarda Geywitz, 2005:
127; Chuecas Saldías, 2013: 39.
82
«Testamento del capitán Juan Millán-Patiño Leal» (Santiago, 2 de septiembre
de 1686), ANH.ES, vol. 372, fjs. 193-198v.
83
«Carta dotal de Inés Leal Martín» (Santiago, 3 de septiembre de 1611), ANH.
ES, vol. 42, fjs. 59-59v; «carta dotal de Mariana Leal Martín» (Santiago, 7 de
agosto de 1628), ANH.ES, vol. 108-A, fjs. 1-1v; «carta dotal de Damiana Millán-
Patiño Leal» (Santiago, 6 de junio de 1621), ANH.ES, vol. 104, fjs. 218-119v;
«carta dotal de María Millán-Patiño Leal» (Santiago, 12 de octubre de 1652),
ANH.ES, vol. 221, fjs. 407v-410v.

236
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

Cuadro 5
Cartas dotales de las Millán-Patiño Leal

Monto
Año Parentesco Nombre
(en pesos de a 8)
1611 Tía materna Inés Leal Martín* 1.325 pesos
1628 Tía materna Mariana Leal Martín 1.693 pesos
Damiana Millán-Patiño
1621 Hermana mayor 961 pesos, 4 reales
Leal
1652 Hermana menor María Millán-Patiño Leal 3.328 pesos, 4 reales

Fuente: ANH.ES, vols. 42, fjs. 59-59v; 108-A, fjs. 1-1v; 104, fjs. 218-119v; 221,
fjs. 407v-410v.

* La dote de Inés es la única que fue tasada en «pesos de oro de contrato de a veinte
quilates y medio». Para efectuar la conversión a pesos de plata de a 8 reales se ha
empleado la equivalencia 1 peso de oro = 13,25 reales que trae Jean-Paul Zúñiga
en su tabla de monedas: Zúñiga, 2002: 373.

La información referente a las dotes de la tías maternas, Inés y Ma-


riana Leal Martín, es importante porque representa, con probabilidad,
el monto que podría haber recibido la propia madre de los Millán-
Patiño, María Leal; un documento, sin embargo, que no se ha podido
ubicar. En este caso no se trata de cantidades relevantes –1.325 y 1.693
pesos de a 8 reales– si se las compara con las dotes corrientes entre las
familias acomodadas durante este período en la ciudad de Santiago, e
incluso a las otorgadas en ámbitos rurales. A todas luces las hermanas
Leal Martín no pertenecen a las fortunas del reino.
La dote de la hermana mayor, Damiana Millán-Patiño Leal, es de
hecho aún más modesta –tan solo 961 pesos de a 8. Pero cuando se
otorga la dote de María, la hermana menor, el monto se triplica –3.328
pesos de a 8–; ¿cómo se puede comprender este vuelco en la economía
familiar? Al considerar los bienes que se enumeran en las respectivas
cartas dotales es posible comprender el salto cuantitativo: la diferencia
en el monto de la dote de doña María se explica, en parte, a partir de
las piezas indígenas aportadas por uno de los hermanos de la novia
(Cuadro 6).

237
Ignacio Chuecas Saldías

Cuadro 6
Carta dotal de María Millán-Patiño Leal
(Santiago, 12 octubre 1652)

Bienes dotales Monto (en pesos de a 8)


Un donativo de fray Gregorio Millán 1.000 pesos
Dos indias esclavas donadas por Francisco Millán 500 pesos
Pedazo de solar con rancho de horcones y adobes 550 pesos
Ajuar que tenía adquirido por sí María Millán 464 pesos, 4 reales
Ropa y menaje de casa 814 pesos
Total 3.328 pesos, 4 reales

Fuente: ANH.ES, vol. 221, fjs. 407v-410v.

Un análisis del contenido de la dote evidencia que el aumento


significativo del monto se debe a dos factores: los donativos efectua-
dos por dos hermanos de la novia y el solar en el cual se encuentra
un rancho de adobes, que aporta la madre, María Leal. Como se ha
mencionado, dicho terreno, situado junto a la Cañada en la misma
cuadra donde más tarde se erigirá la Iglesia de San Lázaro, representaba
prácticamente el único bien raíz de la familia y había sido subdividido
entre las hermanas Leal Martín. Los legados de los hermanos, por otra
parte, evidencian nuevas fuentes de recursos que la familia actualmente
posee. En cuanto al donativo de mil pesos efectuado por fray Gregorio
Millán, del orden de la Merced, lamentablemente la documentación no
menciona el origen de una cifra tan elevada. Sin embargo, en el caso
de los 500 pesos aportados por Francisco Millán, la escritura de dote
señala expresamente: «[…] he recibido y tengo en mi poder del dicho
Francisco Millán, hermano de la dicha mi esposa legítima, dos indias
que me prometió, tasadas por el dicho capitán Miguel de Oñate en
500 pesos de a ocho reales, llamadas las dichas indias Luisa y Joana,
la Luisa en 300 pesos y la Joana en 200, cogidas en la guerra de este
reino»84. En este contexto resulta relevante llamar la atención sobre el
hecho que en las actas de la información levantadas en la Real Audien-
cia para indagar sobre las «ventas a la usanza», el escribano receptor
que protocoliza las declaraciones es justamente el licenciado Francisco
Millán85. Este ejemplo evidencia hasta qué punto los diferentes actores
84
«Carta dotal de María Millán-Patiño Leal» (Santiago, de 12 octubre de 1652),
ANH.ES, vol. 221, fj. 408v.
85
AGI.Ch, vol. 13 («Testimonios ante Antonio Fernández de Heredia…»), passim..

238
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

de la sociedad colonial se encuentran involucrados directamente en el


fenómeno de la esclavitud indígena.
A continuación pasemos a considerar una dote fronteriza. Cuando
Agustina de Sotomayor, hija natural del capitán y lengua general del
reino Tomás de Sotomayor, «primo hermano» del cacique Chicagüala,
contrajo matrimonio, en el partido de Buena Esperanza de Rere, con el
alférez Feliciano Díaz de Ayllón, su padre redactó la siguiente memoria
de los bienes que otorgaba a su hija:

Cuadro 7
Memoria de los bienes dotales de Agustina de Sotomayor
(Rere, ca. 1670)

Monto (en pesos


Bienes dotales
de a 8)
Tierras: 400 cuadras en la otra banda de la Laja –
Ovejas: 600 cabezas 150 pesos
Vacas: 60 cabezas 60 pesos
Bueyes: 5 yuntas 50 pesos
2 indias que sirven dentro de casa, la una con una hijilla
240 pesos
de año y 3 meses
2 chinillas para adentro de casa, la una de 8 años y la otra
80 pesos
de 6
1 indio casado con una hijilla de 5 años 220 pesos
Otro indio casado con un hijillo de 5 años y otro de pecho 220 pesos
Más otro indio casado 200 pesos
Otro indio más soltero 100 pesos
«Hato de su poner» [sigue lista de ropa] –
1.758 pesos,
Total de la dote avaluada en
4 reales

Fuente: Tomás de Sotomayor: «Memoria de lo que doy a mi hija Agustina», ANH.


RA, vol. 219, fjs. 37-37v (El documento no especifica fecha. A partir de documen-
tación anexa resulta posible datarlo entre 1670-1680).

Como es posible observar en el Cuadro 7, el monto en que se ava-


luaron las piezas esclavas fue de 1.060 pesos de un total de 1.758 pesos
y 4 reales. Es decir, las piezas representan algo menos de 2/3 del monto
total de la dote, la cual sin el valor de los esclavos habría alcanzado
solamente a 698 pesos y 4 reales. En este caso, se ha de tener en cuenta

239
Ignacio Chuecas Saldías

que se trata de una dote fronteriza; esto es, los valores de las piezas
pueden estar influenciados por el hecho de que se están tasando en la
frontera de guerra, fuente directa de indios esclavos. En la capital del
reino, así como en otras zonas del país y en el virreinato, seguramente
se alcanzaban mejores precios.
Una segunda dote fronteriza de la cual disponemos para este mismo
período, es la que recibió María de los Ríos Cid al casarse con el capitán
Toribio Fernández de Luna, futuro factor del tercio de Yumbel86. Si bien
la carta dotal incluye una serie de datos bien precisos –entre otros la
fecha de otorgamiento– los bienes no se encuentran avaluados. Para
lograr un avalúo aproximativo de los bienes se presenta un monto esti-
mado, calculado en base a otros documentos disponibles (Cuadro 8)87.
En base a las estimaciones, resulta factible señalar que el monto
total de la dote de María de los Ríos debió ascender aproximadamente
a unos 1.017 pesos, de los cuales prácticamente la mitad estaba repre-
sentado por el valor de las dos piezas esclavas.
En este caso también se seguirá la misma estrategia que habían
empleado los Rodríguez-Zapata Godoy: el capitán Toribio Fernández
de Luna elevará una petición al gobernador Juan Henríquez, solicitan-
do la «reconversión» de los esclavos mencionados en la carta dotal en
indios encomendados:

Ante Juan Enríquez: […] el alférez Toribio Fernández de


Luna, milite del tercio de san Carlos de Austria dice que tiene
dos muchachos en su servicio que le dio el capitán Diego de
los Ríos, su suegro [costura] llamado Francisco Punalevi, hijo
de esclavos […] y haber el suplicante servido a su majestad el
tiempo de quince años y hallarse casado en estas fronteras,
pobre y sin comodidad alguna […]88.

86
«Carta dotal de María de los Ríos» (Rere, 22 de octubre de 1672), ANH.JY,
leg. 2, pza. 24.
87
He llevado a cabo este cálculo aproximativo, tomando como referencia la tasa-
ción efectuada por el corregidor de Chillán, Duarte Suárez de Figueroa, de los
bienes dotales de Mariana de la Cueva (Putagán, 14 de octubre de 1677), ANH.
CG, vol. 71, fjs. 429v-433v, y las tasaciones que se efectuaron de los bienes de
la testamentaria Fernández de Luna Ríos (Yumbel, 1738-1743), ANH.JY, leg.
2, pza. 24.
88
«Petición de encomienda de Toribio Fernández de Luna» (Concepción, 3 de
marzo de 1674), ANH.CG, vol. 477, fjs. 3v-4v.

240
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

Cuadro 8
Carta dotal de María de los Ríos Cid
(Rere, 22 octubre 1672)

Monto
Bienes dotales estimado (en
pesos de a 8)
«[…] cuatrocientas cuadras de tierras con una planta [sic]
250 pesos*
de viña […]
Más dos muchachos, el uno llamado Francisco Puñaleve,
250 pesos
casado y con hijos
[…] el otro llamado Pascual Vircalauquen, soltero 250 pesos
Más cinco platillos de plata con un platón 100 pesos**
Más un candelero de plata 15-20 pesos
Más dos cucharas de plata 6 pesos***
Más cuatrocientas cabezas de ganado ovejuno 100 pesos****
Más dos azadones de fierro 4 pesos*****
Más dos hachas = carpinteras 4 pesos
Más una azuela carpintera 2 pesos
Más dos tinajas, la una de veintiséis arrobas y la otra de
31 pesos******
veinticinco arrobas»
Total estimado 1.017 pesos

Fuente: ANH.JY, leg. 2, pza. 24.

*
La tierra fue tasada por Suárez de Figueroa a cuatro reales la cuadra: «Tasación
de los bienes dotales de Mariana de la Cueva» (Putagán, 14 de octubre de 1677),
loc. cit., fj. 429v.
**
Dos platillos fueron tasados por Suárez de Figueroa en 32 pesos: Ibid., fj. 433v.
***
Una tembladera y dos cucharas fueron tasados por Suárez de Figueroa en 8
pesos: Ibidem.
****
Las ovejas fueron tasadas por Suárez de Figueroa a dos reales por cabeza: Ibid,
fj. 429v. Las ovejas de la compra del Molino del Ciego fueron tasadas a 2 reales y
medio, por lo tanto las 400 cabezas montaron a 125 pesos: UCon.AJB, vol. 1, fj. 131.
*****
Las herramientas agrícolas, en base a las particiones de 1738-1743, no pueden
haber costado más de 2 pesos cada una: ANH.JY, leg. 2, pza. 24.
*****
En las particiones de 1738-1743 ya citadas, las vasijas fueron avaluadas en 5
reales la arroba: Ibidem.

Resulta extraño que en la matrícula general de los indios de servi-


cio, llevada a cabo en el partido de Buena Esperanza por el corregidor
Jerónimo Pietas y Garcés a inicios del año de 1694, no se mencione

241
Ignacio Chuecas Saldías

ningún indígena propiedad de Fernández de Luna89. Lo cual es aún


más paradójico porque sus parientes políticos, Juan, Pedro y María
Cid, sí figuran en dicha matrícula como importantes propietarios de
indios de servicio.

La fuga del servicio o la precariedad del sistema


A fines del siglo XVII, el grupo familiar integrado por los hermanos
Juan y Pedro Cid, parientes cercanos de los Fernández de Luna, presen-
taba sus indios de «servicio» a la visita del corregidor del partido de
Buena Esperanza90. En aquella ocasión, los indígenas son consultados
sobre el grado de satisfacción que tienen en relación a su estatuto de
servicio. La gran mayoría de ellos se declara estar muy contento con el
trato recibido y con el sistema en general.
Juan Cid presentó cuatro indios, de los cuales «dice son los dos
tributarios y los dos de el depósito»91. A uno de dichos indios, llamado
Pedro Llancarel –tributario, casado, con dos hijos–, «fuele preguntado
si está bien tratado, y dice que si no lo estuviera que se fuera a servir a
otro»92. Otro de ellos, Martín Llancagüenu –soltero, indio de depósito–,
«dice que así fuera él como su amo»93. También se presentaron cuatro
indígenas del servicio de María Cid, hija natural de Juan: «los tres de
el depósito, y que el otro es hijo de uno que tenía sentado de tributo, el
cual se le huyó luego que se sentó»94. Este último, llamado Juan Guen-
teman, declara «que es libre, que su padre se fue a su tierra, y que no
quiere estar con esta señora, sino que se quiere sentar con su padre, el
capitán Juan Cid, al cual hice llamar y con su voluntad queda sentado
tributario a su majestad»95. Esta declaración parece insinuar que no
solamente el padre de Juan Guenteman había huido a tierra adentro,
sino que el mismo no parece estar muy contento al servicio de su ama.

89
«Matrícula de los indios de Buena Esperanza» (1694), ANH.CG, vol. 533, fjs.
108-146v.
90
La matrícula de dichos indios se efectuó «en el asiento de Lircay, estancia de
los menores de el sargento mayor Jorge Lorenzo de Olivar», el 12 de febrero
de 1694: Ibid., fjs. 122-123v.
91
Ibid., fj. 123.
92
Ibidem.
93
Ibidem.
94
Ibid., fj. 123v.
95
Ibidem.

242
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

Por otra parte, el «servicio» de Pedro Cid está compuesto, según


la matrícula de la visita, por diez individuos: siete del depósito general
y tres de tributo de su majestad96. El primero en ser interrogado es
Andrés Caucau, indio de depósito, natural de Quechereguas, viudo,
con dos hijos:

[…] y siendo preguntado si está bien tratado de obras y


palabras, dice que sí […] fuele preguntado si cuando están
enfermos los cuida su amo, y dice que sí, que los trata como
a hijos; si le ha pagado su amo su salario, si le debe algo, y
dice que no lo sabe, que antes piensa le habrá dado de más
porque siempre los viste dos veces al año y siempre les da; y
que veré como dice la verdad, que todos están contentos y
bien pagados, que tienen buen amo97.

La declaración de este primer indio es sintomática en relación al


interrogatorio del resto. Andrés Caucau, claramente, ocupa un lugar
importante al interior de este grupo humano y parece ejercer una suer-
te de vocería en representación de sus compañeros. El resto de ellos
simplemente se limitará a corroborar los dichos de Andrés. El grado
de adhesión de este «indio de servicio» a su amo se ve reflejado en una
expresión inusual al interior de toda la visita, según la cual Pedro Cid
«los trata como a hijos».
Más de una década después de la visita de 1694, en 1705, «doña
Elena de Vílchez, viuda, mujer que fue del capitán Pedro Cid, que Dios
haya», elevaba una petición ante el corregidor del partido con el objetivo
de intentar revertir los efectos provocados por la fuga masiva de sus
indios98. Este breve expediente contiene únicamente una declaración de
la solicitante explicando su versión de los hechos y el testimonio de cinco
testigos. Fuera de estos documentos, no existe ninguna evidencia sobre
el resultado del petitorio. A partir de estas deposiciones resulta posible
reconstruir, a grandes rasgos, la evolución posterior del grupo humano
formado por los indios del servicio de Pedro Cid. Una cierta dificultad,
eso sí, se origina en el hecho de que los apellidos de los indígenas, por lo
general, nunca son enunciados de manera uniforme. Intentando hacer
96
«Y preguntándole con qué derecho los posee dice son los siete de el depósito
general y los tres arrimados tributarios a su majestad»: ANH.CG, vol. 533, fj.
122.
97
Ibid., fjs. 122-122v.
98
«Información de Elena de Vílchez» (Yumbel, 17 de junio de 1705), ANH.JY,
leg. 7, pza. 1.

243
Ignacio Chuecas Saldías

una comparación entre el texto de la visita de 1694 y los testimonios


de 1705 se puede confeccionar el Cuadro 9.

Cuadro 9
Indios de servicio de Pedro Cid
(Yumbel, 1694-1705)

Elena de Vílchez Antonio Juan Cid


Visita de 1694
(1705) Beltrán (1705) (1705)
Indios huidos
Andrés
Andrés Loncotipay Andrés Loncobipai Andrés
Loncotipai
Miguel
Miguel Guilpaquili Miguel Gurpaqole –
Urpaquili
Felipe Imelpillan Felipe Imilqueu – –
[Juan Neculgueque] Juan Ligelemu – Juan Liguelemu
Pascual Caniuye Pascual Caniuli – –
Alonso –
Nicolás –
Indios muertos
Juan Pirquinguir Juan Plequenere – –
Juan Marilebniguillo – –
Indio que permanece en el servicio
Nicolás Lebipan Nicolás Levipan – –

Fuente: ANH.CG, vol. 533, fjs. 108-146v; ANH.JY, leg. 7, pza. 1.

A partir de las declaraciones de Elena de Vílchez y de otros dos


testigos, Antonio Beltrán y Juan Cid, sobrino del difunto Pedro, es po-
sible conocer los destinos de siete de los diez individuos mencionados
en 169499.
Según el panorama que se puede reconstruir, cinco individuos han
emprendido la fuga (se trata de dos ocasiones diversas), uno ha muerto
y uno aún sigue en el servicio. Los fugados son Andrés Loncotipay (se-
gundo lugar en la visita), Miguel Guilpaquili (cuarto lugar en la visita),
Felipe Imelpillan (quinto lugar en la visita), Pascual Caniuye (décimo

99
Existen tres individuos, de los interrogados en la visita de 1694, de los cuales
nada se dice en 1705. Ellos son Andrés Caucau (primer lugar en la visita),
Francisco Aingullanca (sexto lugar en la visita) y Melchor Quintecon (octavo
lugar en la visita).

244
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

lugar en la visita) y, probablemente, Juan Neculgueque (noveno lugar


en la visita)100. Otro de los diez indios interrogados en 1694 ha muerto
en el intertanto: se trata de Juan Pirquinguir (séptimo lugar en la visita),
identificado en 1705 como Juan Plequenere, quien fue sepultado en la
parroquial de Rere el 13 de junio de 1698101. El único de los diez que,
a estas alturas, aún sirve junto a Elena de Vílchez es Nicolás Lebipan o
Levipangue (tercer lugar en la visita de 1694), quien figura como uno
de los testigos en 1705.
Según la declaración de Juan Cid:

[…] dijo que lo que sabe es que cuando el corregidor y


justicia mayor de este partido, el maestre de campo don Joseph
Sánchez de Lázaro, se le hizo merced por el superior gobierno
de depositarle ocho indios al capitán Pedro Cid, difunto, y
que luego al mes se le huyeron tres, los cuales son de los nom-
bres siguientes Juan Liguelemu, Andrés Loncotipai, Miguel
Urpaquili, los cuales se fueron para la [ciudad] de Santiago y
que Lorenzo Cid, hijo del dicho Pedro Cid, fue en busca de
los dichos indios por cuya causa se hubo de ahogar en el río
de Itata y que no trajo dichos indios102.

Estos tres indios prestaron declaraciones en 1694103: Juan Necul-


gueque, tributario, casado con Leonor, «respondió bien a todas ellas,
y que quiere proseguir en dicho asiento porque le paga bien este amo
y se halla bien tratado»; Andrés Loncotipay, del depósito, casado con
Jacinta, un hijo, «a todas las demás responde como el primero sin añadir
ni quitar, y que está en todo contento»; Miguel Guilpaquili, depósito,
casado con Juana, un hijo, «y que está gustoso pagado y bien tratado»104.
Juan Cid continúa con su testimonio, acotando «que inmediata-
mente se ausentaron dos de los que quedaban pertenecientes a dicho
depósito». Estos dos individuos, que tomaron parte en una segunda
fuga, se presentaron en 1694 como: Felipe Imelpillan, depósito, ca-
sado con Juana, «que está gustoso pagado y bien tratado»; y Pascual
Caniuye, tributario, casado con María, un hijo, «que quiere proseguir

100
Es identificado como Juan Ligelemu o Ligüelemu en 1705.
101
También se menciona a Juan Marilebniguillo, sepultado el 9 de noviembre de
1702. Pero en la visita de 1694 no figura ninguno de este nombre u otro pare-
cido.
102
«Información de Elena de Vílchez» (Yumbel, 17 de junio de 1705), loc. cit.
103
«Matrícula de los indios de Buena Esperanza» (1694), loc. cit., fjs. 122-122v.
104
Ibid., fj. 122v.

245
Ignacio Chuecas Saldías

en este asiento porque lo tratan bien y está bien pagado, sin que tenga
qué demandar»105.
Según se observa, todos declararon en aquella oportunidad su
satisfacción y contento con el sistema: una retórica que ciertamente se
ve cuestionada a partir de los sucesos posteriores. Por otra parte, cabe
preguntarse sobre la participación de las respectivas esposas e hijos en
la fuga. Al respecto, pareciera ser lo más evidente que la huida inclu-
yera a las familias de cada uno, a pesar que la documentación nada
dice sobre ello.
Por último, encontramos a Nicolás Levipangue como el único que
todavía sigue al servicio de los Cid Vílchez en 1705. Nicolás había sido
interrogado en tercer lugar en 1694 y se había presentado como indio
de depósito, casado con Inés, al parecer sin hijos: «hechas las preguntas
que al primero, responde bien a las de la doctrina cristiana, y a todas
las demás sin añadir ni quitar, y que está muy contento»106. En las in-
formaciones de 1705, prestó testimonio en «idioma castellano» el 17
de junio de dicho año en Buena Esperanza de Rere y declaró «ser de
edad de cincuenta años pocos más o menos, y aunque es criado de la
parte que lo presenta no por eso ha faltado a la verdad, no firmó por
no saber […]»107. El contenido de su declaración es extremadamente
escueto, ni siquiera menciona los nombres de los indios fugados, y se
puede resumir en la frase central de su discurso: «dijo que lo que sabe
es que el gobierno superior de este reino le hizo merced al capitán Pedro
Cid de depositarle a este declarante y a siete indios sus compañeros y
que tres se ausentaron inmediatamente […]»108.
Un fantasma recurrente que amenazaba a las economías familiares
durante todo este período está representado por la fuga individual o
masiva de la servidumbre indígena. Este fenómeno, persistente durante
toda la época colonial, conocerá momentos de mayor o menor intensi-
dad, dependiendo de la evolución que afectará el sistema de esclavitud
indígena al interior de la sociedad hispanocriolla109. Por otra parte, el

105
Ibid., fj. 123.
106
Ibid., fj. 122v.
107
«Información de Elena de Vílchez» (Yumbel, 17 de junio de 1705), loc. cit.
108
Ibidem.
109
El carácter episódico de las fugas se ve reflejado en el testimonio de Elena de
Vílchez quien declara que cuando el «capitán don Francisco de Cisternas-Carrillo
[…] fue alcalde en dicha ciudad de la Concepción, y por el alboroto y novedad
que dichos indios hicieron en esta comarca, quedaban muchas estancias yermas
y sin indios [de que] se iban a la tierra dentro y otros para Santiago y otros a

246
Esclavitud indígena y economías familiares en el Chile del siglo XVII

problema de la evasión del servicio personal representa no solamente


una amenaza contra la economía familiar, sino que también una ero-
sión del sistema colonial propiamente tal, basado en la estratificación
estamental como modo de sustentar el control sobre la población.

El artículo, ciertamente, no ha tenido la intención de relevar el


impacto global de la práctica de la esclavitud indígena en la economía
del país durante el siglo XVII. Pero sí pretende demostrar la gran im-
portancia económica que tuvo este sistema a nivel de los involucrados
directamente y de sus familias. En este sentido, se puede comprender
porqué para la casta militar y todos los vinculados a la guerra del reino
significó un asunto de particular relevancia la mantención de una legis-
lación favorable; y cuando esto ya no resultó viable, la implementación
de una praxis al margen de la legislación que permitiese la continuidad
de la servidumbre indígena incluso hasta entrado el siglo XIX.

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ANH.ES, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Escribanos de
Santiago: vols. 42, 104, 108-A, 221 y 372.
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Yumbel: legs. 2 y 7.
ANH.RA, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Real Audiencia:
vols. 219 y 2053.
UCon.AJB, Universidad de Concepción (Concepción-Chile), Archivo de la
Junta de Beneficencia: vols. 1 y 2.

matar a sus amos sin poderlo remediar, se le huyeron al dicho mi marido el


capitán Pedro Cid cinco de ellos enfraguante [sic] […]»: Ibidem.

247
Ignacio Chuecas Saldías

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250
Indian labor: The evolution of
the encomienda and indigenous
slavery within Chile’s 17th century
frontier society*1

Daniel Stewart

During the 17th century, the Spanish landowners of Concepción


had their own methods for obtaining and then retaining agricultural
workers. Part of that meant permanently modifying the encomienda
system and creating a labor structure on the backs of thousands of
Indian slaves and their descendants. The closeness to Chile’s southern
frontier created huge logistical problems for the region’s hacendados
(landowners), but at the same time it provided a constant reliable source
of cheap indigenous labor. While in the Central Valley and Chile Chico,
the majority of the Indian workers within the hacienda system came
from long established Indian villages, the frontier districts of Concepción
were characterized by their lack of Indian villages and its frontier nature.
The regional workforce was made up of a mix Indians from different
localities and legal statuses, which together formed a new working unit
within the limits of the hacienda –the frontier worker. The mix of Indian
workers found within any of the frontier’s haciendas, had their origins
not only in the 16th century encomiendas but also in indigenous slavery
and the arrival of free Indians, generally from south of the Biobio River.
In this paper we will look at the origin, development and evolution
of three classes of indigenous workers: encomienda, slave and free, lo-
cated geographically within the Diocese of Concepción which includes
the colonial cities of Concepción and Chillán, and their hinterlands.
Second, we will analyze the distribution of indigenous workers within
the region’s frontier haciendas by using a set of indigenous censuses,
called matrículas; from the end of the 17th century that recorded all

*
This article forms part of Fondecyt Regular N° 1140184: «Diversificación de
emprendimientos económicos de estancieros y estancieras sumados a la actividad
ganadera. Valle central chileno, siglo XVII».

251
Daniel Stewart

252
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

of the Indian workers and their families within the region. Finally we
will observe and analyze the methods and techniques that the Spanish
landowners used to acquire and retain indigenous workers for their
haciendas and chacras (small farms), before and after the abolition of
indigenous slavery.
This investigation is based primarily on original documents found in
the Chilean National Archive, which pertain to or are associated with the
indigenous encomienda, buying and selling of Indian slaves, and worker
lists from dozens of the region’s haciendas. We will analyze how this com-
bination of indigenous workers formed during the 17th century, shaped
their own unique frontier society. This uniqueness is based primarily on
the fact that the majority of 17th century frontier laborers originated from
indigenous slaves and forced migrants, which allowed them to create their
own characteristics that separated them from their counterparts in the
Central Valley, which in itself justifies this investigation.

Origin and evolution of the Chilean


frontier encomienda
In order to better understand the origin, development and evolution
of the frontier encomienda during the 17th century, it is necessary to
look at an event that occurred some years later, in 1719. It was during
that year that the governor Gabriel Cano de Aponte decided to review
and reorganize all of the region’s encomiendas1. Part of this revision
included a comparison between the encomiendas issued by the past
governors and the royal confirmations of the same encomiendas issued
by the Spanish King2.
This simple comparison led to the discovery that since 1678 the
King had only confirmed 14 of the region’s 87 legitimately authorized
encomiendas3. The royal confirmation had been expressly denied for
the remaining 73 encomiendas, because the King did not agree with the

1
«Manifestation of the titles of encomienda by Gabriel Cano de Aponte» (Con-
cepción, February 17th 1719), ANH.CG, vol. 516, pages 160-198.
2
All encomiendas had to be confirmed by the Spanish King in order to remain
valid. However, in theory they were legally binding during the time between
when the encomienda was issued until a reply came back from the confirmation
request.
3
It is necessary to clarify that none of the 87 encomiendas mentioned here, are
«indios de depósito». They will be covered later as an evolutionary form of
indigenous slavery.

253
Daniel Stewart

format of «new encomiendas» that the governors had created without


his explicit authorization. Furthermore, he explained that encomiendas
were only for Indian villages of at least ten families that were controlled
by a Cacique (local chief) and not a group of random individuals
grouped together under the title of encomienda. The 73 encomiendas
that were denied did not meet the King’s minimum standards and for
that reason they were rejected4.
While at the end of the 17th century there were only a handful of
Indian villages remaining in the Diocese of Concepción; that was not
always the case. Before the arrival of the Spanish in the 16th century, the
region of Concepción was home to dozens of thriving Indian villages
with a well defined agricultural structure. Upon taking control of the
Indian villages (levos) the Spanish governors formed encomiendas that
were given to the region’s conquistadores, providing them with access
to cheap labor and a guaranteed income5.
The 16th century is remembered in Concepción for creation of the
region’s first haciendas and the Quilacoya placer mines. The encomen-
deros of Concepción, Chillán and Santa Cruz de Oñez6 took advantage
of their encomiendas by using them in all their agricultural enterprises
as well as in placer mines in Quilacoya. For example, in 1566, Capitan
Alonso Galiano received the encomienda of the village of Tomeco which
included 220 adult male Indians and over 100 families, all of which
worked for him in Quilacoya and on his small farm on the outskirts of
Concepción7. Other important 16th century encomiendas, near Concep-
ción, were located in the valleys of Puchacay, Tomé, Hualqui and Florida.
The Indians of Capitan Francisco Ortiz de Athenas, one of Concep-
ción’s most powerful encomenderos, testified that before the year 1598
that they had occupied a tract of land in a small canyon on the outskirts
of Concepción, where they had planted beans and corn to sell to the
city’s inhabitants as well as taking care of their master’s herd of goats.
At the same time, Indians from another village, controlled by the same
encomendero, testified that they took care of his pigs and cows in the

4
«Manifestation of the titles of encomienda by Gabriel Cano de Aponte» (Con-
cepción, February 17th 1719), op. cit.
5
All of the chronicles make it very clear that there were a large number of villages
in the valleys near the present day city of Penco.
6
This town was created in 1592 on lands south of the Biobio river near it’s con-
vergence with the river Laja. It was destroyed in 1598 and never fully rebuilt.
7
Testimony of Gaspar de los Fuentes about the origin of the Tomeco encomienda
(Santiago, 1641), ANH.RA, vol. 1319, item 2, pages 110-112.

254
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

hacienda Perales, where they also tended his wheat fields and vineyard.
The agricultural products produced by the Indians of Capitan Francisco
Ortiz de Athenas were used to supply the military forces stationed in the
cities of Concepción and Santa Cruz de Oñez8. Similarly, the Indians of
the Gualpen, an encomienda originally given to Chile’s first governor,
Pedro de Valdivia, were fishermen who sold their catch every day in the
plaza of Concepción9. The agricultural workforces of the 16th century
were nearly all encomienda Indians with a smattering of Indian slaves.
The 1598 Indian uprising caused a sharp reduction in the number
of Indians available for the encomenderos. Hundreds if not thousands
of Indians were killed in the many battles before the region was finally
pacified, while many others were either captured by hostile Indians or
fled south of the Biobio River to escape the Spanish oppression. Many
encomiendas, like the eight original encomiendas in the Hualqui Valley,
were combined to form a single new encomienda, leaving large tracts
of land free for Spanish colonizers. The governors Alonso de Rivera
and Alonso García de Ramón took on the task of reconstructing and
redistributing all of the region’s encomiendas, with a total work force
of only 1,300 adult male Indians10.
Between the years 1602 and 1615 official visits were conducted to
the majority of the frontier’s encomiendas. Workforce audits were con-
ducted between 1612 and 1614 by the Jesuit Priest Luis de Valdivia, at
which time the matrículas (official worker lists) were checked and legal
statuses revised11. For example, the Indians of the island Santa María,
one of the few legal encomiendas geographically south of the Biobio
River, were reorganized and given to the commissary Juan Contreras,
who immediately rented them to the King as sailors for the military’s
coastal supply boats12. Others, such as the before mentioned encomienda

8
Testimony of Alonso de Rivera about the lands of Naches and Perales (It is a
copy of Hector Villalobos’1614 land survey), ANH.RA, vol. 560, pages 50-70.
9
Testimony of Alejandro Candia about the boundaries of Pedro de Valdivia’s
estancia in Gualpen (Concepcion, January 27th 1612), ANH.RA, vol. 2319, item
3, pages 119-130.
10
Inostroza, 1998.
11
Díaz Blanco, 2011.
12
Testament of Melchor Contreras (Buena Esperanza, July 5th 1643), ANH.RA,
vol. 1333, item 7, page 234. Also on august 12th 1639 the Commissary General
Juan Contreras was paid 1,966 reals in tribute payments for thirty-one Indians
from his encomienda on the island of Santa María who worked on the King’s
ships ferrying supplies from Concepcion to Arauco: ANH.CM-2, vol. 2569,
page 129v.

255
Daniel Stewart

of Tomeco, now belonging to Capitan García Alvarez Botello, were


reduced in size to fit the new Royal guidelines13, three of the family
groups belonging to the original village of Tomeco lived south of the
Laja River, now outside of the new frontier and in lands where they were
not legally permitted, which was why they were subsequently removed
from the encomienda. All encomiendas south of the new frontier, the
rivers Laja and Biobio were canceled, freeing all of the area’s Indians
from the encomienda system.
The encomiendas of the Puchacay district were located in the
coastal valleys of Hualqui, Gualpen, Puchacay, Talcahuano and Tomé
and were connected by a series of roads to the city of Concepción. The
region’s interior valleys were home to some smaller encomiendas such
as Taruchina, Casablanca, Florida and Quinel. All of these encomien-
das were controlled by the region’s small, compact upper class which,
by controlling the Indian workforce was able to control the region’s
economy. While in theory the Indians were free to work where they
pleased after paying the yearly Royal Tribute, most if not all of them,
stayed on with their encomenderos as salaried workers.
The increase in haciendas and hacendados (generally furloughed
officers) in the region of Concepción and the subsequent gradual growth
of the regional economy required an ever increasing supply of agricul-
tural workers. At the same time waves of epidemics and Indian raids
continually reduced the number of encomienda Indians, leaving many
encomenderos without any. The mestizos and semi-retired or off-duty
soldiers were only able to cover part of the increased labor demands,
which at times led to dramatic crop losses.
In the eyes of the landowners, encomienda Indians were by far the
most secure form of agricultural labor and a better investment than
Indian slaves, since they would not be affected by the ever changing royal
decrees that altered the rules regulating Indian slavery. Furthermore,
they only required a minimal tax payment –the media annata– and not
the royal fifth, which was required for all new slaves. In an attempt to
find more Indian workers, Chile’s 17th century governors installed the
practice called here the «new encomienda», which involved creating
encomiendas out of undocumented children with or without their
mothers, who were already living in the land owner’s property. Many
were abandoned children whose parents were either absent from the

13
Testimony given by Gaspar de los Fuentes about the origin of the Tomeco
encomienda (Santiago, 1641), ANH.RA, vol. 1319, item 2, pages 110-112.

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Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

hacienda or believed dead, while others were undocumented Indian


slaves or the children of documented Indian slaves, who were changed
to encomienda Indians when their status was questioned during an
official visit14.
Since before the 1650s, this practice was used to place hundreds
of Indian youth into new frontier encomiendas. For example, in 1651
Capitan Francisco Martínez de la Jara Villaseñor received the title of
encomienda from the governor Antonio Acuña de Cabrera, for Luis
and Miguel ages 4 and 5, sons of the single Indian women Lorenza,
one of his Indian slaves. He also received the title for García, the 4 year
old son of Francisca and Francisco and the 5 year old son of Cataquin,
all of whom were slaves on his hacienda15. This way he was able to
legalize each of the children, permitting them to stay on his hacienda
for the next fifty plus years. The governor on the other hand, was able
to collect the media annata, which went directly to the Royal Treasury
of Concepción to help pay for the war effort16.
Even before the abolition of indigenous slavery in 1674, almost
all of the regions encomiendas were «new encomiendas» with only a
few being renewals of preexisting ones17. Almost all of the 73 rejected
by the King were «new encomiendas.» The final rejection by the King,
in 1719, officially ended the practice of the «new encomienda», which
in reality only benefitted the original encomendero, since none of the
73 rejected were passed down to a second generation18. The «new
encomienda» was the answer to a specific labor related problem that
constantly affected the frontier haciendas. What was this labor related
problem? The answer is the key to unraveling the mystery of why the

14
There is no evidence in the documents that I have reviewed in the National
Archive, that shows that children of documented Indian slaves automatically
became slaves.
15
Encomienda from Governor Antonio Acuña de Cabrera to Capitan Francisco
Martines de la Jara (Concepción, December 29th 1651), AHN.RA, vol. 1296,
pages 215-217.
16
All of the funds collected by the Caja Real de Concepción were used to fund
the Arauco war. The Real Situado was just a section within the accounting of
the Caja Real.
17
Before the official end of indigenous slavery it was easier to «lose Indians» within
the hacienda since there were far better records of encomienda Indians than
Indian slaves. After 1674 many of these lost Indians were found and converted
to encomienda Indians.
18
«Manifestation of the titles of encomienda by Gabriel Cano de Aponte» (Con-
cepción, February 17th 1719), op. cit.

257
Daniel Stewart

Spanish landowners modified the labor system yet did not push for its
extension.
While there are a wide variety of firsthand accounts from Indians
or encomenderos pertaining to the «new encomienda», it is best studied
through the official acquisition documentation, where the landowner
requested specific Indians to belong to their encomienda and gave
their names, ages and origin. Another key to understanding the «new
encomienda» is accepting that this inscription and authorization, from
the governor, did not happen at the moment of the worker’s acquisition,
but at a much later date, when other external pressures forced the land-
owner to register the Indians and pay the associated media annata tax.
External pressures came from two different directions: First,
government officials, priests and corregidores (regional magistrates),
who were tasked with the job of visiting and auditing the haciendas in
their districts or parishes in an effort to stay informed on and update
the status of all of the region’s Indian workers. While in other parts of
Latin America these visits were quite regular, in Chile during the 17th
century, they were sporadic and partial at best. Both the Priest’s and
Corregidor’s salaries were based on the number of their jurisdiction’s
registered Indian workers, which gave them a vested interest in forcing
the official registration of any new arrivals or recent births. A large
portion of all the «new encomiendas» were a direct result of the work
of these officials, who rightly assumed that any legitimate encomienda
request would be accepted by the governor, and therefore instructed the
landowners that they found with undocumented workers to officially
request them as a «new encomienda».
The second external pressure came from the landowners themselves
who were set on finding new agricultural workers. Upon learning that
specific indigenous children or mothers were lacking proper legal status,
neighboring landowners offered them cash advances and other agricul-
tural benefits, if they chose to work for them instead, as free workers.
Once they left the original hacienda they could be forever categorized
as «free workers» or in some cases they were subsequently claimed as
a «new encomienda» by their new bosses.
The fear of losing the potential labor of the undocumented Indian
children and their mothers, led to the immediate inscription of many
such children, who otherwise would have been left alone until they be-
came adults, capable of paying the royal tribute to their encomendero
in the form of agricultural labor.

258
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

While the practice of the «new encomienda» as shown above was


very common in the frontier districts, it was not by any means limited
to them. It was used to answer the same external pressures throughout
colonial Chile. What makes the frontier districts different was their
dependence on the «new encomienda» due to their almost complete
lack of stable Indian villages.

The evolution of forced indigenous labor:


Slaves, usanza and depósito
As is well known, in part to replace the hundreds of friendly Indian
laborers lost in the years of constant warfare and to cover the increased
demand for agricultural workers, the King of Spain permitted the en-
slavement of Chilean Indians captured in battle. The legal history of
indigenous slavery in Chile is a complicated mess of royal decrees for and
against the practice, starting from the mid 16th century and lasting even
after its official abolition, in 1674. The purpose of this investigation is
not to analyze the legal aspects of indigenous slavery, which has already
been studied by Alvaro Jara, Jaime Valenzuela, Jimena Obregón and
others19, but to analyze the effects and practices of indigenous slavery
at the local level on the 17th century frontier hacienda.
The cycle of indigenous slavery started in the frontier’s many mil-
itary installations. Every summer the governor and other top military
leaders took their soldiers into Indian Territory to raid the village’s of
the hostile Caciques, burning their crops, and enslaving anyone that fell
into their hands. These raids –called malocas– were the main source of
Indian slaves, commonly called piezas. Each soldier or friendly Indian
had the right to capture piezas during the maloca, which became part
of their private property as spoils of war. Most captured Indians were
women and children belonging to a supposedly hostile village, who
thus were labeled as legal slaves, captured in battle, even though they
did not participate in any of the fighting. The great majority of Indian
slaves were acquired during the malocas south of the Biobio River.
However, at the same time, any indigenous warrior captured in battle,
on either side of the Biobio River, could be either held for ransom or
sold into slavery.

19
Jara, 1971 and 1987; Valenzuela Márquez, 2009 and 2011; Obregón Iturra &
Zavala Cepeda, 2009.

259
Daniel Stewart

The return of the Spanish soldiers from a maloca, caused the wheels
of commerce to start turning within the walls of the frontier fort. During
the 17th century, the military quartermaster provided only wheat, meat
and basic clothes to the soldiers, in specific amounts based on their
rank and seniority. With no allotments for their families or servants,
soldiers were forced to spend their salaries long before they arrived
to feed and clothe them. Each soldier had one or more commercial
accounts, through which merchandise was bought on credit from local
merchants, who sold products from their haciendas or from the annual
Peruvian supply ships.
The frontier nature of the military installations ensured that the
vast majority of the local merchants were officers stationed in the fort
itself, local Jesuit priests or military landowners with prior contacts
within the forts. These merchant officers sent large quantities of wine,
cattle, grain and clothes from their haciendas, to the forts to sell to its
inhabitants and visitors. In addition to unpaid salaries, piezas provided
an excellent way for the soldiers to pay their debts and increase their
earnings. However, most if not all of the common soldiers and or friendly
Indians, were not able to take full advantage of the sale of their piezas,
because the military merchants were able to use the soldiers’ unpaid
debts and their own superior rank as leverage to force them to pay their
debts with reduced price Indian slaves.
Once the initial ownership of the piezas was finalized, the mer-
chant officers were tasked with the job of registering the new prisoners.
Commanding Officers or Jesuit Priests authorized slave papers for each
of the newly captured Indians, where numerous witnesses, almost all
soldiers who participated in the maloca, testified about where and
how each prisoner was captured. After that the owner paid the slave
tax at the Royal Treasury and officially registered the slave with the
local scribe. Once the slave was officially registered the owner was free
to ship him or her north to one of the many commercial centers, with
regular shipments going to Concepción and Valparaíso, where Indian
slaves we sold for an average of 300 pesos each.
There is very little solid information about the number of Indian
slaves shipped out of the Araucanía on a yearly basis. However, tes-
timonies after the end of the legalized slavery shed some light on the
magnitude of the Indian slave trade. In April 1675, Lieutenant Francisco
Contreras testified that his step-father, the Commissary General Basco
Contreras had not financially maintained him over the years, because

260
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

of the «muchas piezas que él vendía cada año»20. A few years later in
1679, the Field Marshal Fernando Núñez de Pineda Bascuñán, son of
the famed Chilean author Francisco Núñez de Pineda Bascuñán, testified
that the cattle he sold to the military belonged to him and not his father’s
estate, since he regularly traded Indian slaves, 300 pesos per slave, for
cattle in the Maule district and for cloth in the city of Concepción21.
Both officers represent the typical frontier merchant who used the slave
trade as the start of a region wide trade circuit.
The letters and official reports, which were regularly sent to the
Spanish King, contain valuable information about the number of slaves
captured during a few of the more important malocas. For example,
in 1661, the Governor used the soldiers from the Concepción garrison
to raid the reportedly hostile villages of Curi and Purén, removing 300
piezas Aucas22. In the following days the piezas were divided up between
the Governor and his leading officers, and quickly sold throughout
Chile, with the majority staying in the haciendas near Concepción23.
The raid completely destroyed both villages, leaving them abandoned
for nearly a generation, until some of their enslaved members escaped
and returned, forming the villages once again.
The Field Marshal Alonso Córdova de Figueroa, was by far the
most prolific seller of Indian slaves, funneling hundreds if not thousands
of slaves through his hacienda called Tomeco24. Concepción was not
always the end destination for newly captured slaves. In 1656, a few
months after the start of the indigenous uprising, various merchant
officers sent piezas north by boat to Valparaíso and later sold them
in the city of Santiago25. There is also evidence that some slaves were
transported to Callao and later sold in Lima26.
20
«[…] for the many piezas that he sold every year»: Francisco Contreras against
his stepfather Basco Contreras over the belongings of his father Melchor Con-
treras (Concepción, 1674), ANH.RA, vol. 627, item 1, page 141.
21
Testimony of Alferez Joseph Ortega about the business dealings of Fernando
and Alvaro Nuñez de Pineda Bascuñan (Concepción, 1704), ANH.RA, vol. 329,
item 1, pages 1-20.
22
Letter from the Real Audiencia to the King (Santiago, August 20th 1661), ANH.
RA, vol. 3000, Letter Number 239.
23
The same type of event occurred in Ayllacuriche and has been studied by
Obregón Iturra & Zavala Cepeda, 2009.
24
Many of the Indian slaves studied in this paper originated with the Maestro de
Campo Alonso Figueroa Cordova.
25
Passenger list from the boat San Francisco del Milagro (Concepción, December
1st 1656), ANH.RA, vol. 1800, item 4, page 262v.
26
Suárez, 2001.

261
Daniel Stewart

Indigenous slavery, in its above mentioned piezas form, was legal


throughout most of the 17th century. However, this was only one of two
ways that the hacendados obtained Indian slaves. In 1654, Antonio
Ramírez de Laguna, Judge of the Real Audiencia, informed the King,
in a long and detailed letter, of what he considered a repulsive practice:
the sale of indigenous women and children as slaves by their relatives,
in a practice commonly called «usanza»27.
While the judge’s report makes it sound like the usanza was a
new phenomenon, in reality it was common practice within Chile’s
indigenous tribes. However, the ever changing frontier reality exacer-
bated the existing situation, as shown by the Ramirez de Laguna. In
1650, the military’s supply routes were temporally cut, with the sinking
of a supply ship near Valdivia and a smallpox epidemic in the city of
Santiago. The lack of food was felt throughout the military installations,
but it hit particularly hard the villages of the new friendly Indians,
with the vast majority located near Boroa. Most of these «new Indian
friends» had relocated to Boroa, leaving behind their villages and fields,
with the promise of food and protection by the Spanish army. When
this food failed to arrive, rations were cut and people began to starve.
The friendly Indians were last in line for the reduced rations, which led
to the increased commercialization of women and children by family
members desperate for food28. Numerous officers and Indians testified
that they either purchased or sold local Indians for as little as an old
horse or a few fanegas of old wheat29.
The economical situation along the frontier did not improve during
the first half of the 1650s with four consecutive years of epidemics,
poor harvests and limited maritime contact, all of which facilitated the
sale of hundreds of Indians, most of which were shipped north, with
the soldiers who returned to their homes during the winter months. In
reality, the Spanish Governor Antonio Acuña de Cabrera and many
of the local Jesuit Priests approved of the usanza as a harmless prac-
tice, where relatives sold widows and orphans who otherwise would

Documentacion about the sale of indigenous women and children sent by An-
27

tonio Ramirez de Laguna to the King of Spain (1654-1666), AGI.Ch, vol. 13,
R.5, N.32.
28
Letter to the Real Audiencia about the living conditions in Boroa (Valdivia,
December 1650), ANH.RA, vol. 2988, pages 38-45.
29
Testimony of Maestro de Campo Simon Sotomayor about his indian slave
Margarita (Concepción, April 27th 1676), ANH.RA, vol. 2500, item 3, pages
136-140.

262
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

have died of hunger. The Real Audiencia disapproved of the practice,


supposedly on moral grounds, saying that only barbarians could sell
their flesh and blood. However that was only a smoke screen for their
real reason: the lack of formal records for such sales. Without formal
records, such as a bill of sale, it was impossible to collect the royal fifth
and any subsequent taxes30.
Ramirez de Laguna’s report led to a series of royal decrees banning the
practice, but on the local level nothing changed as the practice continued
into at least the 19th century. It was impossible to eradicate for two reasons:
First, it was an easy, safe method of obtaining children to work in the cities
of Concepción and Santiago; and second, it was many times the only way
hacendados found wives for their indigenous workers.
The Chilean National Archive contains hundreds of random
documents related to the administration of the Jesuits school. One
such document shows what the Jesuit priests paid that year for a few
indigenous women as wives for their workers. It stated that they paid
the brother of Juana, seven arrobas of wine, two horses, two and a half
yards of bayeta, calzones de paño and two pesos of silver, so that she
could become the wife of Marillanca, one of their agricultural workers.
They also paid the son of Catupoa the same amount for Isabel, so she
could marry Catalan and one arroba of wine was paid to the relatives
of Ignacia, for her marriage with Andrecillo31.
How can we calculate the amount and importance of indigenous
slaves in the Concepción region? Did the region’s haciendas use indig-
enous slaves or were they all sold north in Santiago? After reviewing
hundreds of documents referring to the production, working order
and financial records of dozens of 17th century frontier haciendas, the
magnitude of the practice within the Concepción region becomes clear.
A few examples of the different types of information located within the
reviewed material are as follows:
• Field Marshal Simón Sotomayor testified that before the 1655 In-
dian uprising, when he served as interpreter in Boroa, he obtained
over sixty Indian slaves all of which worked in his haciendas in
Itata and Rere32.

30
Documentacion about the sale of indigenous women and children sent by
Antonio Ramirez de Laguna to the King of Spain (1654-1666), op. cit.
31
List of products that the Arauco College paid for wives for their workers
(Arauco, 1689), ANH.JCh, vol. 25, page 218.
32
Testimony of Field Marshal Simón Sotomayor about his Indian slave Margarita
(Concepción, April 27th 1676), op. cit.

263
Daniel Stewart

• The 1654 Will of Capitan Benito Sánchez Gavilán, encomendero


from the Rere district, contains detailed information about his
nine Indian slaves, six of which were purchased via usanza33.
• In 1652, Capitan Francisco Rodríguez de Ledesma donated in his
will, his hacienda called Ventura, including dozens of Indian slaves,
to the Jesuit college of Buena Esperanza. The Indian slaves worked
for the Jesuits up until the 1655 uprising, when they, like most of
the region’s Indian workers, fled south of the Biobio River. After the
region was resettled, most of the hacienda’s Indian slaves returned of
their own volition, serving the priests long after the legal abolition
of indigenous slavery34.
• The Field Marshal Juan de las Roelas Millán Patiño, Sargent
Major Andrés Gonzáles Asugasti and the Field Marshal Alonso
Córdova Figueroa all had at least twenty indigenous slaves each
in 1674, when they transferred them to «new encomiendas»35.
In 1674, when the royal decree ended the practice in Chile,
indigenous slavery was found and accepted within all of Chile’s social
and religious institutions. Its end started a new period of labor relations,
where free Indians became more important and a much larger portion of
the economy. The need for free Indian laborers, fomented peaceful rela-
tions along the frontier and the free exchange of people and commerce,
which in turn led to the gradual expansion of the regional economy.
However, the royal decree by no means freed the indigenous slaves
from the grasps of their former masters. Landowners fearing a mass
exodus of their workers, convinced the Governor to create a temporary
system that allowed them to retain the services of their former slaves,
called the indios de depósito. Furthermore, since the royal decree only
covered the legally enslaved Indians, many of the usanza Indian slaves
were not covered by the decree because their status had never been

33
Last will of Capitan Benito Sánchez Gavilán (Buena Esperanza, February 12th
1652), ANH.RA, vol. 612, item 1, page 60.
34
Information about Juan Colirun who claimed he was from Curi or Mulchen
(Buena Esperanza, April 6th 1709), ANH.JCh, vol. 70, item 11, pages 232-240;
Last will of Capitan Francisco Rodríguez de Ledesma (Buena Esperanza, Sep-
tember 9th 1652), ANH.JCh, vol. 73, item 136, pages 275-278.
35
Receipt of the media annata for the Indians of Sargent Major Andrés Gonzales
Asugasti (Concepción, October 9th 1685), ANH.CG, vol. 17, page 237; List of
Indians of Field Marshal Juan de las Roelas Millán Patiño (Chillán, August
1697), ANH.CG, vol. 502, page 6; List of Indians from Tomeco pertaining to
the Field Marshal Alonso Figueroa Córdova (Concepción, February 27th 1703),
ANH.CG, vol. 75, pages 134-139.

264
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

formalized, so for that reason they too were not freed by the royal de-
cree, but in many cases were converted into «new encomiendas». The
landowners had the ability to request any of their newly freed Indians
as indios de depósito. The newly freed Indians never had the option
of migrating back to their homes on the other side of the Biobio River
because of the risk that they would apostatize from their newly found
Catholic faith.
In most cases, the deposited Indians, were effectively given back
to their former owners, who in the case of the Indian children, were
able to retain their services until they became adults, when legally
they were to become free Indians. The use of the indios de depósito
by the frontier landowners, clearly confirms Jimena Obregón and José
Manuel Zavala’s investigation that characterized it as an extension of
indigenous slavery36.

The many forms of free Indians


and friendly Indians
As already mentioned above, in 1674 the Spanish King ended legal
indigenous slavery and reaffirmed that Indians living south of the river
Biobio were not part of the encomienda system, but could be hired as
free workers with a set salary. Between the years 1674 and 1700 the
Protectors of Indians, legal counsel for all Chile’s Indian population,
created legal documents for hundreds of Indians who decided to mi-
grate north. The documents detailed the origin and family history of
the Indians was well as confirmed their status as free Indians. Migrant
Indians could be asked to show their papers every time they changed
jurisdictions.
Some of the migrants were men looking for temporary work in
any of the regions many haciendas, while others were families intent
on repopulating some of the partially abandoned Indian villages in the
districts of Puchacay and Rere. Many times these immigrant families
joined forces with the remaining Caciques to restart the villages or
sometimes, in the absence of a legitimate Cacique, they selected one of
their own for the job, thus forming new leadership within the regions
indigenous peoples. The self proclaimed Caciques caused numerous
problems throughout the region, especially in the cases where the aban-
doned Indian villages had already been awarded to Spanish officers as
36
Obregón Iturra & Zavala Cepeda, 2009.

265
Daniel Stewart

new land grants. Dozens of Indian villages in the Tomé, Hualqui and
Puchacay valleys were subject to lengthy litigations where new and old
Indian colonizers laid claim to ancestral lands37.
One such case was over the lands of Noguen, near the present day
town of Hualqui38. In 1672, the Sargent Major Pedro Angulo received
the grant of 500 cuadras (blocks), from the governor Juan Henríquez,
of vacant land near the Noguen pasture. Numerous witnesses testified
that the lands were empty and free of any visible Indian villages. Within
months of receiving the land grant, Pedro Angulo had moved his cattle
herds to the large field on the north side of his property. He quickly built
a small house and became the lands undisputed owner. Unfortunately
for Pedro Angulo, he was not able to enjoy the benefits of his new lands,
since within months of moving his belongs to Noguen he was recalled
to active duty as the military commander of Arauco, where he served
until his death. In 1681, nine years after the original land grant was
issued, Pedro Angulo rented the main pastures to Capitan Juan Torres
Añasco, an encomendero who owned a couple large tracts of land that
connected with his. During this time, the Capitan was deep in litiga-
tion with two nearby Indian villages over land rights to his hacienda,
but presented no evidence that the Noguen pastures were involved in
that case39. Some years later, in 1723, the children of Pedro Angulo
returned to their childhood home intent on rebuilding the hacienda
to its former glory. However, upon arriving at the site where the main
buildings once stood, instead of finding ruins covered by weeds, they
found a large thriving Indian village under the control of the cacique
Pasqual Quechaquere40.
This initial meeting started twenty years of legal wrangling that
in the end recognized the land rights of both entities, while denying
portions of both of their petitions. Pasqual showed that he was the
nephew of María Quintumilla Cacica of the village of Noguen and direct
heir to her title and lands within the village. María Quintumilla was
37
Francisco Torres Añasco against Josefa Fernandez over Juan, Indian from her
encomienda (Concepción, November 22nd 1684), ANH.RA, vol. 1264, item
1, pages 1-86. This case contains a series of smaller cases referring to Indians
returning to their ancestral lands.
38
Descendants of Pedro Angulo against Pasqual, Cacique of Noguen (Concepción,
April 13th 1742), ANH.RA, vol. 1429, item 1, pages 1-156.
39
Francisco Torres Añasco against Josefa Fernandez over Juan, Indian from her
encomienda (Concepción, November 22nd 1684), op. cit.
40
Descendants of Pedro Angulo against Pasqual, Cacique of Noguen (Concepción,
April 13th 1742), op. cit., page 22.

266
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

no stranger to the Spanish judicial system: in 1685 she petitioned the


Governor Joseph Garro on behalf of her village, claiming that the cows
of a Spanish hacendado, Capitan Juan Torres Añasco, were damaging
her fields. With the accompanying testimony of four ancient Caciques
from the same valley, María was awarded the village of Noguen41.
However, upon further questioning it became clear that María
Quintumilla was not a normal Cacica. Thomas Lonco-Cheu, Cacique
of the Retolen village, located in the valley of Puchacay, testified that
María Quintumilla’s first husband and children were from Arauco and
that her father’s name was Recholquon Chiquita from Netholgon, a
small village deep in the Araucanía, and furthermore he was not even
a Cacique. Other witnesses stated that María Quintumilla and her first
husband Millaqueo, migrated from Arauco to the village of Retolen,
living there until after 1672 when they were expelled by the Cacique
and moved to a field near Noguen. Upon the death of her first husband,
María Quintumilla moved her family north of the Itata River and
married the Cacique of the village of Purema, Martín Peleyquena. A
few years later upon the death of her second husband, María returned
to Noguen, whereupon finding it abandoned decided to rebuild it and
name herself Cacica42.
While all of the witnesses agreed that Maria was not eligible to
be Cacica, because she was originally from Arauco, it was impossible
to expel her, since she and her family had no where to go and as new
Christians they could not be sent back to their ancestral lands south
of the Biobio River. María, knowing full well how the Spanish judicial
system worked, started the process to get the village of Noguen recog-
nized with her nephew Pasqual as Cacique43.
In 1705, the case reappeared before the local Corregidor, when the
local officials requested that the village’s boundaries be clearly marked.
The resulting census (matrícula) of the village’s occupants, which was
used to assign the plots of land within the village, clearly shows not
only the composition of the village, but a series of logistical problems
that faced a village of free Indians located within the Spanish hacienda
system. In total 42 cuadras44 were assigned to the village’s families while
50 cuadras were assigned for communal grazing. Nineteen youth or

41
Ibid., page 51.
42
Ibid., pages 115-134.
43
Ibid., page 61.
44
A cuadra is 125 square yards

267
Daniel Stewart

adults were recorded in the matrícula. However nine of the nineteen


were absent from the village at the time the matrícula was taken. The
only families living at the village were the original Cacica María with
three of her married daughters and her nephew. Nearly all of the youth,
six females and two males, were absent from the village45. Where were
they? Who knows? While the testimonies did not go into any details,
they were all clear that they were temporarily away, working for Spanish
hacendados, as free Indians.

Table 1
List of Indians living in the village of Noguen (1705)

Land Given
Title Name Location
(cuadras)
Married Cacique Pasqual Present 12
Married Luis, married to Ursula Present 6
Married Pedro, married to María Present 6
Married Luis, married Absent 6
Single Pasqual Absent 6
Young Man Thomas Absent –
Young Man Pedro Absent –
Widow La Cacica María Present 3
Widow Ana Present 3
Single Juana Present –
Young Woman Margarita Present –
Young Woman Catalina Present –
Young Woman Juana Absent –
Young Woman Francisca Absent –
Young Woman Antonia Absent –
Young Woman Rita Absent –

Source: ANH.RA, vol. 1429, item 1, page 61.

While some of the free workers lived in the frontier district’s many
small Indian villages like Noguen, the majority lived and worked in any

45
Descendants of Pedro Angulo against Pasqual, Cacique of Noguen (Concepción,
April 13th 1742), op. cit., page 61.

268
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

of the region’s hundreds of Spanish haciendas. Each free Indian had


their own story about how they started working for the Spanish. For
example, Antonio Pitullanca and his son Juan Melillanca migrated north
while looking for their daughter, Juan’s sister, who was captured and
sold into slavery from the reduction of Ayllacuriche46. Upon finding her
living on the hacienda of Juan de las Roelas Millán Patiño, they decided
to stay, joining the hacienda as free Indian laborers47.
Before the abolition of indigenous slavery the Jesuit Priests were
by far the most active in recruiting and transporting Christianized
free Indians from the missions to their haciendas north of the Biobio
River. The missionaries, stationed in any of the half dozen operating
missions, sent prospective workers north with letters of amparo, that
documented their status as free Indians and in many cases, signed two-
year contracts to work in the mission’s haciendas. The importance of
these new workers cannot be underrated; in 1641 the Rector of the
Concepción College received numerous letters from his majordomo in
the hacienda Magdalena about how the lack of Indian workers and
the poor quality of those presently working for the hacienda had led
to huge crop losses48.
Chile’s agricultural workers were paid under a complex system
called the «Taza de Laso de la Vega». The governor Francisco Laso
de la Vega set the agricultural salary as two reales for every workday
(peonada)49. The encomienda Indians and temporary workers added
up the number of work days to find their salary while long term free
Indians signed one or two year contracts for an annual salary of 35
pesos. The yearly contracts were very popular amongst the Jesuit’s
agricultural workers, as shown by the testimony of the Father Joseph
Revollar, Jesuit in charge of the hacienda’s administration:

«[…] vengo y digo que Nicolás, Felipe su hijo y Alonso se


vinieron a esta estancia por su voluntad pidiendo nos querían
servir como libres a concierto de 35 pesos por año y que así

46
Ayllacuriche was the name of a large indigenous town south of the Biobio River
all of whose inhabitants were captured and sold into slavery during the reign
of Governor Juan Henríquez. For more information see: Obregón Iturra, 2008;
Obregón Iturra & Zavala Cepeda, 2009.
47
List of Indians of Maestro de Campo Juan de las Roelas Millán Patiño (Chillán,
August 1697), op. cit., passim.
48
Letter to the Jesuit College by Doctor Juan Alvarez explaining the situation in
Magdalena (Concepción, March 11th 1641), ANH.JCh, vol. 73, item 57.
49
Jara & Pinto (comps.), 1982-1983.

269
Daniel Stewart

los admitiremos en nuestra familia y conociendo ser libres por


cartas reales de amparo que mostraron […]»50.

Half or more of the worker’s yearly salary was paid up front,


creating a negative balance in the worker’s account, that needed to be
worked off before the worker could leave, and additional payments
rarely permitted the worker to pay off their complete debt. Advances
were a common technique used by the hacendados in order to have a
legal right to retain the workers against their will in the hacienda, as
stated by the Father Revollar:

«[…] se fueron ayer con sus familias a la estancia del


comisario don Francisco de Roa de cuya sujeción contra su
libertad vinieron huyéndolo y porque nos dejan imposibilita-
das las cavas de nuestras viñas y otras faenas de importancia
[…] recurro por mi colegio a la Real justicia para evitar los
graves daños que nos causara la fuga de estos indios sin haber
liquidado sus cuentas ni cumplido el segundo año que iban
corriendo libre y espontáneamente. Otro si digo que el mismo
día se huyó con su mujer otro indio Juan Catilab nacido y
criado en esta estancia y que nos está debiendo casi medio año
de salario que el pidió adelantado y porque es de presumir ha
sido esta fuga por reducción de estos indios»51.

By the end of the 17th century most of the new frontier agricultural
workers were free Indians, who migrated north in large caravans, from
their ancestral lands, to spend their time working in the Spanish haci-
endas before returning home to their families in winter. But at the same
time, an ever growing number of these temporary workers decided to
settle down, signing annual contracts with the Spanish landowners,
50
«I come and say that Nicolas, Felipe his son and Alonso came to the estancia by
their own free will asking to be allowed to serve as free Indians, with a salary
of 35 pesos a year, thus we accepted them into our family, proving they were
free Indians by their letters of amparo»: ANH.JCh, vol. 73, item 7.
51
«[…] they fled yesterday with their families to the estancia of the Commissary
General Francisco de Roa, against our will, because this makes it impossible for
us to dig our vineyard and other important jobs […]. I appear in representation
of my School for royal justice in order to ovoid the large losses that the flight of
these Indians will cause, who at the same time have not yet finished the second
year of their contract which they made of their own free will and choice. Also
the same day another Indian Juan Catilab fled with his wife, born and raised
in this estancia and they still owe us nearly half a year’s salary which he asked
for and received in advance, which is why he fled»: Ibidem.

270
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

which culminated with them and their families becoming permanent


members of the Spanish hacienda system.

Distribution of Indian workers


according to the matrículas of Tomás Marín de Poveda
The difficulty in studying Chile’s 17th century rural Indian work-
force is not the showing its different forms of existence, but in showing
its size and distribution within the general population. For the area
surrounding the cities of Concepción and Chillán, there is relatively
little documentation from the seventeenth century that sheds light on
the extent and importance of Indian workers within the hacienda labor
pool. Earthquakes and years of continual warfare have destroyed all of
the 17th century church and notary records that could have shed light
on this question, forcing us to look to the Chilean National Archive, in
Santiago, for answers to this regionally important question.
One of the most interesting, howbeit somewhat fragmented,
documents from the end of the 17th century is a set of matrículas that
the Spanish Governor Tomás Marín de Poveda received from his Cor-
regidores, stationed in each of the frontier districts52. The matrículas,
show the result of an indigenous worker census, where the Corregidor
visited each hacienda and recorded the personal and family information
from each male Indian worker. These unique matrículas allow us to see a
snapshot of the rural Indian workforce for the districts of Chillán, Itata,
Rere, Puchacay and the Indian towns of San Christobal, Santa Juana
and Talcamávida between the years 1693 and 1698. Unfortunately, no
matrícula has been found for the city of Concepción or the Tercio of
Arauco, where the possibility of urban Indian workers exists.
The workers in each matrícula are separated by family, hacienda
and legal status; each worker was placed into one of three groups,
based on their legal status: encomienda, libre (free) or depósito. While
the terms encomienda and depósito were used without any variations
throughout the different matrículas, the term «libre» had many different

52
«Matrícula de Santa Juana, San Cristóbal y Talcamávida» (1693), ANH.CG,
vol. 387, pp. 91-104; «Matrícula de Chillán» (1693), ANH.CG, vol. 488, pp.
146-189; «Matrícula de Itata» (1697), ANH.CG, vol. 508, p. 78; «Matrícula
de Buena Esperanza» (1694), ANH.CG, vol. 533, pp. 108-146; «Matrícula de
Itata» (1698), ANH.CG, vol. 537, pp. 45-129; «Matrícula de Puchacay» (1692),
ANH.CG, vol. 538, pp. 87-142.

271
Daniel Stewart

variations that in themselves, showed the confusing nature of the free


Indian in the rural spanish hacienda. For example, sometimes they were
called tributario, because they paid their tribute directly to the King and
not to their encomendero; or «amparado», because they had a two year
legal work contract that forced them to continue working in the hacienda;
or, in some cases, they simply used the term «libre» to show that they were
from south of the Biobio River and outside of the encomienda system. In
order to simplify the analysis of the matrículas, all of the variations of free
Indian workers will be analyzed as a single group.

Matrículas of the Indian Towns

The 1598 Indian uprising drastically changed Chile’s physical and


political landscape. In 1602, the new Governor Alonso de Rivera made
the tough decision to abandon the besieged southern cities, forming a
new defensive line along the Laja and Biobio rivers, with the creation
of a standing army and an integrated system of small forts anchored by
two large military installations called Tercios, in Yumbel and Arauco.
This defensive line quickly became a frontier boundary that separated
the Spanish lands with their traditional institutions such as mercedes
de tierras and encomiendas, from the Indian lands to the south where
all unauthorized contact was forbidden.
It quickly became clear that the new military installations served
two purposes: First, to protect the newly re-colonized Spanish regions of
Concepción, Chillán, Rere, Puchacay and Itata; and second, to provide
protection for the friendly Indians that migrated north from the lands
now controlled by Caciques hostile to the Spanish Crown. While the
encampments that formed around the forts were a cause of concern for
the military and religious leaders, due to their size and unorganized na-
ture, they became more concerned with the spiritual success that Jesuits,
led by the Priest Luis de Valdivia, were having among the Coyunches,
from the Isla de Laja, and the Catiray, whose lands were directly south
of the main fork of the Biobio River.
The recently formed Spanish army’s limited resources and
manpower, made protecting theses newly converted Indians in their own
lands impossible. Furthermore, conversion to Catholicism made them
prime targets for hostile raiding parties, intent on destroying anyone
found aiding or joining the Spanish invaders. After numerous conversa-
tions between the military, religious and civil hierarchies, it was decided

272
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

that it would be best for all involved that the Christianized Indians be
permitted (forced) to settle on lands near three of the smaller forts north
of the Biobio River. This led to the mandatory migrating of both groups
north of the defensive boundary and the creation of three Indian towns,
where they attempted to maintain their social structures and political
independence. The Coyunches settled in San Christobal, a short distance
from the Tercio of Yumbel, while the two communities that made up
the Catiray nation settled in Santa Juana and Talcamávida53.
Because they were originally from south of the defensive line, they
were exempt from the encomienda system and were allotted the special
status of Indian friends. Furthermore, there were given small plots of
land to live on, and permanent work as soldiers and laborers in the
Spanish army. They were tasked with building and maintaining the
Spanish forts, ferrying supplies along the Biobio River, serving as scouts
for the Quartermaster General in the acquisition of wheat and cows
for the army, and lastly as a trained military unit that fought alongside
the Spanish forces in all of the raids and campaigns south of the Biobio
River54. With the passing of the years, many of the younger generation
were lured away from the relative safety of the Indian towns to work
as farm hands in many of the local haciendas or estancias. Sometimes
they worked for short periods of time, such as in the yearly wheat or
grape harvests, while other times they became salaried workers with
yearly contracts and a new home and family within he boundaries of
the hacienda.
The military and social alliance that existed between the three In-
dian towns and the Spanish crown came to an abrupt stop in February
of 1655, when a new Indian uprising forced many of the Indian soldiers
to abandon the Spanish army in their time a need55. The reasons for this
betrayal soon became clear. All of the towns adult males had marched
south with the Spanish army in the beginning of the summer military
campaigns of 1655, just like that did every year. However, this year
everything went wrong. First poor military planning and incompetent

53
Díaz Blanco, 2011.
54
While there is a large corpus of information about the work performed by the
friendly Indians from the three Indian towns, see Ruiz-Esquide, 1993. This in-
vestigation primarily uses written testimonies from the year 1696. See: «Juicio
por una esclava india» by Francisco Gaete (Cauquenes, July 16th 1696), ANH.
CG, vol. 83, pages 197-232v.
55
Testimony given by Commissary General Juan Hortiz de Verrio (Santiago,
October 18th 1696), ANH.CG, vol. 83, page 210.

273
Daniel Stewart

leaders caused the loss of a large portion of the Spanish army near
Valdivia. Second the cowardly retreat of the Spanish Governor Antonio
Acuña de Cabrera from the fort in Buena Esperanza left the Indian
towns and Spanish lands unprotected for the first time in many years.
The hostile Indians, ripe from their success near Valdivia, swept
through the abandoned Spanish lands burning everything in the path
and capturing the majority of the woman and children from the Indian
towns and any stragglers they found along the roads fleeing to Concep-
ción. The anger of the Spanish settlers upon the loss of their lands and
loved ones was taken out upon the Governor and other government
officials who were deposed and forced to flee the city of Concepción
out of fear for their lives. However, the Indian soldiers upon learning
of the capture of their families took matters into their own hands by
joining the hostile Indians in order to win the release of their loved ones.
During the next couple of years it was rumored that they participat-
ed in some of the attacks made against the Spanish military installations
along the new defensive line, near the Itata River; however, that didn’t
matter in 1661 when the Caciques asked for and received a royal par-
don for them and their people, thus permitting them to return to their
towns with their privileged status as Indian friends56.
The subsequent years led to the creation of three more Indian towns
and the relocation of thousands more Indians with their families. In
1671, the Governor Juan Henríquez sent military officials throughout
all the regions that had been temporary lost during the 1655 Indian
uprising and forcible removed all of the Indian families that had settled
there in the absence of the Spanish landowners. Written reports men-
tion the relocation of some 300 families or an estimated total of 6,000
Indians, all of which were relocated on lands next to Santa Fe, a newly
rebuilt fort in the Isla de Laja, and Purén, a new rebuilt military fort in
the heart of hostile territory57.
The second forced migration occurred a few years later in 1685,
when the Governor Joseph Garro relocated all of the Indians from La
Mocha, a small island off the coast from the hostile Indian Territory,
to the Hualqui valley, outside of the city of Concepción58. The Spanish
officials were afraid that the island could be used by Spain’s European
56
Testimony given by Lieutenant Ramon Casanova (Asiento de las Lagunillas,
Partido de Maule, October 12th 1696), ANH.CG, vol. 83, page 222.
57
Letter by Governor Juan Henríquez (Santiago, August 8th 1676), AGI.Ch, vol.
23, R.2, N.47, p. 10..
58
Goicovich, 2008-2010.

274
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

enemies to restock their ships or as a staging point for a military inva-


sion. In order to prevent this real possibility, all of the island’s inhabitants
and livestock were forcibly removed. The new Indian town kept the
name of Mocha, providing laborers for the many government building
projects in the city of Concepción.
In 1693, military officials matriculated the Indian population in
the three original towns and the newly formed town of Santa Fe. The
Indians located near Purén were included in a separate visit that in-
cluded matriculating all of the Indians south of the Biobio River, which
unfortunately has never been found. Mocha was not matriculated
either, probably because a detailed list had been created at the time
of its foundation eight years earlier. At the time of the visit, the towns
were in a state of unrest due to smallpox and measles epidemics that
recently swept through the region and the expanding pressure by local
landowners to find permanent laborers or spouses for their workers,
all of which led to the reduction of the number of Indians living within
the walls of the towns.

Table 2
Number of Indians living in the friendly Indian towns (1693)

Town No. of Families No. of Indians Indians/Family


Talcamávida 52 229 4,4
San Christobal 106 322 3,0
Santa Juana 80 244 3,1
Mocha 116 588 5,1
TOTAL 354 1.383 3,9

Source: ANH.CG, vol. 387, pp. 91-104.

The document that resulted from the visit includes a list of all of
Indians living in the towns separated by household, with the inclusion
at times of their ages and marital status. Talcamávida, the first town sur-
veyed, reported 52 families with a total population of 229 individuals,
much lower that the over 500 individuals that were recorded in 1625
and only 4.4 people per family. While the sharp decline is to be expected,
there is the possibility that some of Talcamávida’s normal population
was away on military duties or performing short term work in the
surrounding haciendas.

275
Daniel Stewart

Unlike the other Indian towns, Talcamávida had a full cavalry


company that participated not only in military incursions but as in-
tegral parts in the military supply network, as teamsters and scouts
that transported wheat and cows from the haciendas to the different
forts along the frontier. At the same time, their close contact with the
Quartermaster General, led to documented cases of Indian soldiers
working in the haciendas of Spanish officers as undocumented workers.
In 1683, the lawyers for the Lieutenant Luis del Castillo accused the
Quartermaster General Jorge Lorenzo de Olivar of using the entire
company of Indians from Talcamávida as undocumented workers in
his hacienda called Quilacoya. It was claimed that he erased their debts
with the quartermaster’s office, thus defrauding the military not only
the services of the Indians in legitimate military work but also in the
payment of their past debts59.
On the other side of the Biobio River from Talcamávida was the
fort and Indian town of Santa Juana. They counted 80 families with a
total of 244 inhabitants, barely more than three members per family.
The Indian infantry company stationed out of Santa Juana served as
raft men, whose main task was to ferry people and supplies across
the Biobio River. At times they were also used to ferry supplies up to
Nacimiento, the easternmost fort along the Biobio River system. Lastly
they surveyed the towns of San Christobal and Santa Fe. Unfortunately
for us, when they matriculated the population of both towns, only one
list was created that does not include a separation by town. A total of
106 families were counted with a total of only 322 individuals, just
barely over three per family.
While other Latin American historians have pointed out the reduced
birthrate in indigenous populations after the Spanish conquest, I believe
that this is not necessarily the case here. The matriculation of Mocha,
made at the moment that the indigenous population was forcibly re-
moved from the island, shows 116 families and 588 individuals or just
over 5 people per family, a much more reasonable number.
The cause for the severe reduction in family size amongst the Indian
families living in the Indian towns and elsewhere can be attributed
to two specific causes: First, the 1687 measles epidemic that killed a
large portion of the Spanish population and an even larger portion
of the Indian population; and second the constant problem of slave

59
Testimony given by Lieutenant Melchor Vargas (Santiago, January 15th 1685),
ANH.RA, vol. 72, p. 509v.

276
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

traders from Santiago, who acquired though devious means «chinas»


or «muchachos» (young girls or boys), many from the supposedly
protected Indian towns, who were later sold or traded in Santiago with
false documentation60.
A perfect example of the workings of this human trafficking net-
work can be seen in the case that appeared before the Real Audience
where Capitan Antonio Martel was forced to explain how he brought
three Indian slaves from Concepción to Santiago to sell to his friend
Capitan Antonio Martínez de Vergara61. Magdalena Ortiz de Orrota,
the wife of Capitan Martinez, specifically asked for a girl between 10
and 12 years of age. Unfortunately Capitan Martel failed to get the
necessary documentation for one of the slaves, the young Indian girl
named Isabel, who was to be sold to Magdalena for a horse and 150
pesos. The Jesuit Priest Diego de Rosales refused to give Capitan Mar-
tel a license for the girl because he had seen her in the fort numerous
times over the last couple of years proving that she could not have been
captured in battle, as required for Indian enslavement. None of that
mattered since Isabel was still sold first to Magdalena for 200 pesos
but, as she proved not be a good worker she was quickly resold, until
she won her liberty, based on the testimony of the Jesuit priest who
recognized that she was from the family of an Indian friend and not a
captive from a village south of the Biobio River. Hugo Contreras and
other have clearly shown that soldiers traveling to and from the frontier
military installations frequently kidnapped Indians along their way to
sell in the military forts of the cities of Concepción and Santiago, all
of which led to a constant reduction in the size of the protected Indian
towns62.

Matrículas of the frontier districts

In the spring of 1693, each Corregidor received a royal decree,


from the governor Tomás Marín de Poveda, ordering them to conduct
a matrícula of all the Indians who lived within their districts. While
the decree gave specific instructions about what information was re-
quired, little was done to ensure the exactness or timeliness of their final

60
Cf. Valenzuela Márquez, 2014.
61
Isabel India claims her freedom (Santiago, 1679-1680), ANH.RA, vol. 914,
item 1, pages 1-91.
62
Contreras Cruces, 2001.

277
Daniel Stewart

reports. Each Corregidor sent a copy of his matrícula to Santiago, all of


which were later included in an official report sent to the King in Spain.
Copies of a few of Poveda’s matrículas have been located in the section
Capitanía General, in National Historic Archive (Santiago). Here we
will analyze the matrículas from the districts of Rere, Puchacay, Chillán
and one complete and two partial matrículas from the district of Itata.
Each Corregidor included the names and legal status of his District’s
male Indian workers. However, the rest of the information they included
differed from district to district. Some matrículas included the name
and age of each worker’s wife and children, while others stated that
they were married and the number of their minor children. Some also
included the place of origin of the worker and his wife, and whether or
not they were captured during one of the region’s many military raids.
Lastly, the district of Chillán only included copies of the documents
that accredited the legal status of each of the districts Indian workers
and not an official head count like the other districts.
The matrículas from these four districts include the information
collected from 320 of the Region’s haciendas, all of whose workforces
were primarily made up of Indian workers. On average each hacienda
had four male workers with a total of nine Indians living within its
boundaries. The total Indian population within the four frontier districts
was 2,866 with a total of 1,259 male workers and 1,607 woman and
children. A large number of single adult males permanently skewed the
results, since many of them never formed families while living in the
haciendas, while others had left their families in the villages south of
the Biobio River, spending months if not years without any real contact
with them.
The Districts of Rere, Puchacay and Itata were primarily
agricultural based, with large vineyards and wheat fields that provided
food for not only the landowner’s workers and their families but for
the city of Concepción and the military installations along the Biobio
River. The average number of male workers for the agricultural based
districts was between 4.4 and 4.9 per hacienda. At the same time, the
district of Chillán was very heavily into cattle ranching and only had
an average of 3.5 male workers per hacienda.
The distribution of haciendas and the number of workers living
thereon varied by district even though the number of male workers
varied little. The Districts of Rere and Itata had the fewest number
of haciendas, 60 and 67 respectively, but at the same time the highest

278
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

population per hacienda with an average of 11 or more Indians per


hacienda. They differed from the Districts of Puchacay and Chillán
that had 89 and 79 haciendas each and an average of only 9.7 and 7.5
Indians living there.
This can be explained, not by any difference in the economic
practices within the hacienda, but to their closeness to the cities of
Concepción and Chillán, and the demand for Indian laborers within an
urban setting and the location of numerous small chacras in the valleys
on the cities’ edges that increased the number of haciendas within the
districts. The Districts of Rere and Itata were more rural in nature, fur-
ther away from any external urban workplaces competing for workers.

Table 3
Total number of Indians per hacienda, divided by district

No. of
Rere Puchacay Chillán Itata %
Indians
1–5 19 36 42 28 42
6 – 10 23 27 19 13 28
11 – 15 4 9 12 6 11
16 – 20 5 7 0 7 6
21 – 25 4 2 2 4 4
26 – < 5 8 4 8 9
TOTAL 60 89 79 66 100 %

Source: «Matrícula de Chillán», ANH.CG, vol. 488, pp. 146-189; «Matrícula de


Buena Esperanza» (1694), ANH.CG, vol. 533, pp. 108-146; «Matrícula de Itata»
(1698), ANH.CG, vol. 537, pp. 45-129; «Matrícula de Puchacay» (1692), ANH.
CG, vol. 538, pp. 87-142.

While the average was 9 Indians living on each hacienda, the actual
distribution was far different. Table 3 shows that 42% of the hacien-
das had 5 Indians or less living there and 70% had 10 or less. On the
other extreme we find the 9% that had 26 or more Indians living in
the hacienda.
The real question here is not how the 70% survived with such a
small workforce, but who controlled the large haciendas with their
exceptionally large labor pools? In the District of Puchacay, the large
Indian populations corresponded to the encomiendas of Quillay,
Manzano, Palomares and Casablanca. While the first three were long

279
Daniel Stewart

established encomiendas, Casablanca, under the control of Capitan


Joseph Núñez de la Cantera was not. It was created in 1685 when his
father-in-law, Sergeant Major Andrés Gonzales Asugasti, transferred
the legal status of 20 of his former slaves and their families from slaves
to encomienda Indians63. While all of the larger groups of Indians in
the District of Puchacay belonged to encomiendas, in the Districts of
Chillán and Rere the exact opposite was the case, in that their large
Indian populations, including the region’s largest, with 82 Indians, were
made up of Indians de depósito, former Indian slaves or their direct
descendants64.
The region’s largest and most important Indian populations were
directly controlled by Concepción’s military elite. They were the ones
who, with their extended families, benefited directly from their closeness
to the Governor, receiving in reward for their military service, letters
of deposit and encomiendas. Their money and influence also provided
a stable work environment and permitted the formation of indigenous
families and the continuity of the hacienda system; a system that could
only survive with large Indian populations where families and not only
young single male workers could live in peace.
Each of the four Districts analyzed here have a unique compo-
sition, with differing legal statuses making up the majority of those
interviewed. For example, 44% of all the Indian workers were part
of an encomienda. By definition they worked for their encomendero,
first to cancel their royal tribute that was divided between the Church,
Corregidor and the King. After that, they were free to work for a salary
just like any other Indian worker.
The use and distribution of the encomienda Indians was highly
variable and shows the difficulty experienced not only by the encomen-
deros but the Indians themselves, who tried to continue the system
without the benefit of local leadership. For example, in the District of
Rere there were only 41 encomienda Indians (16% of the total), all of
them from «new encomiendas». The ancient Indian villages, with their
16th century encomiendas in the valleys of Tomeco and Buena Esper-
anza, had long since died out. In the other three Districts, encomienda
Indians corresponded to just over half of the workers, which clearly

63
Receipt of payment of the media annata tax for the encomienda of Andres
Gonzales Asugasti (Concepción, October 9th 1685), ANH.CG, vol. 17, p. 237.
64
«Matrícula de Chillan», ANH.CG, vol. 488, pages 146-189; «Matrícula de
Buena Esperanza» (1694), ANH.CG, vol. 533, pages 108-146

280
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

demonstrates that the system survived, in a modified form, in the frontier


region of Concepción.
While the numbers show the continuance of the encomienda system,
a closer look at the raw data shows enormous differences in the practice.
In 1698, the Corregidor of Itata sent two matrículas of his District to the
governor in Santiago. The first was rejected by the Real Audiencia as in-
complete: the judges noticed that the report failed to mention many of the
encomienda Indians, which according to their books should have resided
in the district. Upon returning and re-interviewing the district’s encomen-
deros, the Corregidor was surprised to learn that nearly all of the districts
encomienda Indians were working in Santiago, with their families65. While
most of the encomenderos testified that they had no idea where their Indians
were currently working within Santiago, they all gave the contact infor-
mation of the local parish priest, with whom each of them had negotiated
in renting out their encomienda Indians66. While no indication was given
about the amount of time they had spent or were spending in Santiago
each year, there is the distinct possibility that they returned to their homes
in Itata for the planting and harvesting of their encomenderos’ crops, thus
permitting them to stay in Santiago for the rest of the year.
The other group that dominated the indigenous workforce were
the so called «indios de depósito». A recent creation, the deposit, was
used to force recently freed Indian slaves or their descendents to stay
working at the same hacienda. By the end of the 17th century these
Deposit Indians represented a full 37% of the indigenous workforce.
In the Districts of Chillán, Itata and Hualqui, Deposit Indians repre-
sented less than a third of their workers, while in the District of Rere
they represented 52% of the total.
The last category of indigenous workers was so called «free In-
dians,» who made up 19% of the total workers. Of those, two thirds
came from the Araucanía, with most of the other third coming from the
Indian towns north of the Biobio River, while a few others came from
farther away, such as Coquimbo, Santiago and Chiloé.

65
«Matrícula de Itata» (1698), ANH.CG, vol. 537, pages 45-129, op. cit. The
second list of encomiendas referes to Indians working in Santiago.
66
Ibidem. The second list of encomiendas referes to Indians working in Santiago.

281
Daniel Stewart

Table 4
Distribution of Indian workers in the Districts
of Rere, Hualqui, Itata and Chillán (1693-1698)

Indian Workers /

Total Indians /
Total Indians
with Families
Total Indian
Free Indians
Encomienda

Landowner

Landowner
Workers
District

Deposit

Indian /
Indians

Indians
owners

House
Land-

Rere 60 41 82 138 263 669 2.5 4.4 11.2


Hualqui 89 210 83 101 395 864 2.2 4.4 9.7
Itata 67 159 47 121 328 738 2.3 4.9 11.0
Chillán 79 142 22 111 273 595 2.2 3.5 7.5
TOTAL 320 552 234 471 1,259 2,866 2.3 3.9 9.0

Source: «Matrícula de Chillán», ANH.CG, vol. 488, pp. 146-189; «Matrícula de


Buena Esperanza» (1694), ANH.CG, vol. 533, pp. 108-146; «Matrícula de Itata»
(1698), ANH.CG, vol. 537, pp. 45-129; «Matrícula de Puchacay» (1692), ANH.
CG, vol. 538, pp. 87-142.

A closer look at the 738 Indians shown living in the district of Ita-
ta, shows that 58% of them were adults. The high percentage of adult
workers was not isolated to the district of Itata, it was seen throughout
the entire region and could have been caused by a combination of recent
events: First, high infant mortality since many children and youth died
in the 1687 smallpox epidemic; Second, the sale of women and children
by usanza and the kidnapping of children by Santiago merchants who
later sold them to the highest bidder; and, Third, the number of Indian
children per family corresponds nicely with the results of Ruggiero
Romano’s investigation that showed that in other Latin American
regions, the stress of enslavement caused Indian couples to artificially
reduce their pregnancies67.

Frontier living: Contact between landowners


and Indian workers
Many opponents of indigenous slavery such as Diego de Rosales
and Antonio Ramírez de Laguna painted a clear picture of the horrors
of indigenous slavery and the moral dangers that plagued the families
67
Romano, 1996.

282
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

that resulted from it68. Many historians over the years have linked the
harsh treatment of indigenous workers to the Indian uprisings of 1598,
1655, 1723 and 177069. However, I believe that to be an overreaction
on the part of historians, since each of the uprisings occurred under
specific sets of cultural conditions that differed from uprising to uprising.
I certainly will not try here to justify the slave practices of the
Spanish soldiers and landowners, or minimize the social, moral and
economic damage that these practices caused to the indigenous commu-
nities throughout colonial Chile. But, I believe that it is still necessary to
recreate here a realistic image of the society of the indigenous inhabitants
living in the districts just north of the Biobio River, which even with the
official abolition of Indian slavery in 1674, did not undergo any major
structural or social changes until the second half of the 18th century. The
only thing that immediately changed with the abolition of indigenous
slavery was the legal status used by the Spanish to chain the native
worker to the hacienda.
On the 17th century Chilean hacienda lived a wide variety of In-
dian workers from different localities, families and ethnic groups. The
landowner did not care if his workers came from rival tribes or even
if they spoke the same language or dialect, since in business terms the
only thing that mattered for him was the quality and quantity of the
work they performed on a daily basis. First, there were Indians from
the 16th century encomiendas, associated with specific local villages,
all of which were under the control of a local Cacique who controlled
all of their business dealings. Then there were members of the «new
encomiendas», who had no legal Cacique or village and in many cases
were former slaves or their descendents who had no memory of life
outside the hacienda. Mixed in with both groups were the free Indians
or newly enslaved or deposited ones, many of whom entered into mar-
riage ties with members of both encomienda groups.
In practical terms there was no difference in the work load, assigned
tasks or living conditions between the different categories of indige-
nous workers. Once they arrived at the hacienda they became equals,
participating in the hacienda’s normal workload, under the direction
of the owner or majordomo. Any work differentiation was based on
the workers’ natural abilities and not social status or origin. What was
created was by no means an egalitarian society, but a society where

68
Rosales, 1910 [1670].
69
Casanova Guarda, 1987.

283
Daniel Stewart

the landowner or majordomo controlled every work related detail of


the worker’s life. There was no difference between the lifestyle (living
conditions) that a free Indian, encomienda Indian or slave Indian en-
joyed while living in the hacienda. It was equally good or bad, and each
was given the same «benefits», however reduced these might seem by
today’s standards.
An example of the integration and economic growth of this frontier
society can be seen in civil case of Diego Algarrobo and his family, who
in 1710 were declared by the Real Audiencia to be free Indians70. The
litigation started when the owner of the hacienda Talcahuano, Tomasa
Alfaro, wanted to include Diego and his family in the renewal of her
encomienda. She claimed that Diego and his family were Indians and had
always been part of her encomienda, since they had lived in Talcahuano
for nearly fifty years. When his time came, Diego Algarrobo presented
his defense. First, he showed that he had been born on the hacienda
Talcahuano to Matías Algarrobo and Inés de la Barra, both mestizos,
thus free to work or live where they pleased. He then showed that his
wife Pasquala was an Indian from the reduction of Colcura, south of
the Biobio in present day Lota. Furthermore, she was the daughter of
the Cacique of Colcura, and indicated that the case only started because
they had tried to leave Talcahuano with their family, in order to work
on another hacienda. They brought their case to the Real Audiencia,
because not only had Tomasa Alfaro not allowed them to leave, but
she had also used her local political connections to impound all of their
material possessions, effectively preventing any escape attempt. Upon
reviewing the facts of the case, the judges quickly ruled that Diego
Algarrobo was a mestizo and therefore he and his family were exempt
from the encomienda system and were free to work where and for whom
they pleased. Furthermore, they ordered that Tomasa Alfaro return all
of his impounded belongings.
What belongings of value could Diego Algarrobo have accumu-
lated in his years living in Talcahuano? Every witness for and against
Diego testified that they were normal farm hands who were treated in
every way similar to the other workers found on the hacienda and that
their economic situation was the same as that of the other encomienda
Indians or free Indians. Luckily for us, the judge ordered that the re-
turn of Diego’s belongings be documented and signed by both parties.

70
Diego Algarrobo against Tomasa Alfaro (Concepcion May 5th 1710), ANH.RA,
vol. 2394, item 4, pages 162-209v.

284
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

For that reason we know exactly what he had of material value. Di-
ego Algarrobo supported his family with his hacienda earnings and
the following items from his chacra (small farm), located within the
boundaries of the hacienda: 87 sheep and their new lambs, 19 horses,
one yoke of oxen, one mule for riding and one for cargo, 61 fanegas
of wheat, 10 fanegas of barley, 2 fanegas of peas, 6 fanegas of beans,
3 wagonloads of maize and one field where four fanegas of potatoes
were planted. At the same time, he had two outbuildings, a warehouse
and a fully furnished house71.
Diego’s accumulation of material belongings were not those of
a poor abused worker. His agricultural products showed numerous
fields with a wide variety of crops. While his flocks were by no means
large, they were enough to feed his family and fertilize his fields. At the
same time a large barn and house, and two outbuildings showed a well
established growing family.
The testimonies were very clear that all of the workers in Talca-
huano had the same benefits as Diego and his family, which would
mean that every family tended their own flocks and fields during
their free time, all while working for Tomasa Alfaro, the sole owner
of Talcahuano. Just as Diego and Pasquala did not belong to any of
the local Indian villages, so too with the vast majority of the Indians
living in the Districts of Puchacay and Rere. Only the Districts of Itata
and Chillán had numerous established Indian villages with communal
lands and water rights. The lack of communal lands forced most if not
all of the Indian workers to settle down on the same lands where they
worked. In the beginning many land owners built a single building to
house all of the workers and the recent harvest. But with the formation
a families within the Indian population, the communal housing was
reserved for temporary workers and recent arrivals, who could be held
under lock and key.
Part of a worker’s compensation was a daily ration of wheat, salt
and meat. However, that was only the beginning. Each family received
between 3 and 6 cuadras of land, the same amount they would have
legally received if they had been part of an official Indian village, to use
while they worked on the hacienda. The land came with the respon-
sibility to work for the landowner, whenever needed, and protect the

71
Sergio Villalobos shows in his article that most frontier houses were easy to
move and when needed could be taken about in a matter of days: Villalobos
Rivera, 2010.

285
Daniel Stewart

boundaries of the hacienda from intruders and wandering livestock.


Testimonies from the Indian workers at Quilcacoya, Quillay, Tomeco,
Talcahuano and Conuco made it very clear that they were given lands
to tend and houses to live in with their families and that this practice
was considered normal throughout the frontier districts during the 17th
and 18th centuries. There is no difference between the inquilinos (share
croppers) of Chile’s central valley (studied by Mario Góngora) and the
Indian workers described here from the frontier districts72. They both
were lent land to work on as an incentive to continue working at a
specific hacienda. They both formed families and roots on the hacienda
that permitted and induced them to continue in the same location for
generations also they paid rent for their land with work or crops.
While in the central valley, near Santiago, poor Spanish and mestizo
families moved to the haciendas to look for work and a better way of
life, on the frontier, just like the free Indians, who for the same reasons
as their Spanish counterparts from Santiago, left their ancestral lands
to work in the Spanish haciendas. Due to the mix of legal statuses
involved, this phenomenon cannot be called sharecropping, but in all
purposes they were one in the same.
Loaning lands to workers was the first step in binding the worker
to the hacienda. In the 17th century, a time where most landowners were
away on military campaigns or living in Concepción, it was impossible
to force anyone to stay on the land for any length of time against their
will, making it all more important to tie the worker to the hacienda
through peaceful persuasive means. After the loaning of lands to the
workers came the next step: defining specific jobs within the hacienda.
Julio Retamal showed that the Indians in Quilacoya had three specific
tasks related to the production of wine, the haciendas main commercial
product: each worker helped prepare the plants for the new growing
season, helped harvest the grapes and then helped with the pruning of
the vines. The three tasks took only four to five months of the year to
complete, leaving the workers free to work their own fields or hire out
for off season jobs at nearby haciendas during the remaining seven
months73.
Free and encomienda workers had to cover their tribute tax to the
King and the cost of renting their lands, after which they were free to
hire out as they pleased, as long as they were available to work at the

72
Góngora, 1960.
73
Retamal Ávila, 1985; ANH.RA vol. 72, ítem 1.

286
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

specific crop related times, as assigned by their landowner74. Many times


this involved hiring out to other landowners at planting and harvest
times, since there never were enough workers during these peak work
times. During the rest of the year, the free Indians who signed yearly
contracts, stayed on as shepherds, carpenters, guards or leather workers,
while encomienda Indians or those who signed for less time were able
to find other employment without any harassment.
Other the other hand, what Indian slaves were permitted to do after
performing their normal tasks depended heavily on their relationship
with the majordomo or owner. Many mention that they were free to
visit relatives and friends in other haciendas, while others went to work
as artisans in Concepción.
The third technique used by landowners to tie their workers to
the hacienda was the advanced payment for work not yet completed.
Normally when a free Indian signed on to work for two years, he was
paid for the first year up front. This forced the worker to continue
working until his debt was paid off; subsequent payments only added
to his debt75. Judges regularly forced indebted workers to return to the
hacienda until their debt was paid off. It’s not to say that all free Indian
workers were weighed down by unpaid debt, just as it must be made
clear that even Indian slaves received payment from time to time for
the work they performed in the hacienda.
It is important to understand that advanced payments, by land-
owners, merchants and military officials, not only were a powerful tool
used to tie the workers down to the hacienda, but were a safety net
for those who did not have the storage capacity for excess materials
within their warehouses. Heavy rains, Indian raids and or marauding
soldiers plagued the frontier districts, regularly causing material losses
that inhibited landowners from using the cloth and other materials
received from the Real Situado –money sent from Perú to pay the ar-
my’s wages– as payment to their workers. To reduce the possibility of
material losses to themselves, military officials tried to distribute all of
the Real Situado within weeks of its arrival, paying the back salaries of
workers and accumulated debts and many times even purchasing wheat
and cows that were to be picked up during the next year. Landowners
74
Tribute and other taxes were paid to the landowner in manual labor, who in
turn paid a portion to the local government.
75
Landowners loaned money to people of their social standing, workers received
products as advanced payments that were to be paid back in days worked and
not in cash.

287
Daniel Stewart

followed suit by paying past debts and paying advances as quickly as


possible, upon receiving their portion of the Real Situado or the arrival
of the new harvest.

Conclusion
During the 17th century, the Arauco Indian Wars were the frontier
hacendados only sustainable method of acquiring new agricultural
workers for their lands. Their closeness to the frontier made purchasing
African slaves too great a financial risk, while at the same time, fear
of Indian warfare impeded the migration of poor Spanish or mestizo
families from Santiago or the many districts of the central valley. The
adverse frontier conditions, created in large measure by the Spanish
soldiers, helped the region have nearly a homogenous hacendado and
working class with hundreds of haciendas owned by retired or semi-re-
tired military officers and run by a diverse range of Indian workers.
The reign of Governor Juan Henríquez brought relative peace to the
frontier and the end of legal Indian slavery, which ushered in a new
era of frontier relations where formally displaced Indians became an
integral part of the frontier society, while Ladinos –Indians who speak
and understand Spanish– lost part of their ethnic identity.
This transformation from displaced or foreign Indian to small
agricultural worker continued throughout the 18th century. Each year
more and more Indians left their native lands to work in the Spanish
haciendas, where they learned from the descendants of the 16th century
encomienda Indians or the regions many indigenous slaves, not only
Spanish but how to live and act within Spanish society. The increased
Spanish population in the Diocese of Concepción during the 18th
century, only sped up the process of «mestizaje» (racial mixing) and
acculturation, where with the passing of time the Indian hid his identity
from Spanish officials, passing himself off as mestizo or many times as
Spanish. In 1773, when we find the next official indigenous matrícula
for Concepción, there was an almost complete absence of rural Indi-
ans. The so called mestizos or poor Spanish, had by then completely
replaced them as stable agricultural workers leaving only temporary
and seasonal employment for the Indian workers arriving from south
of the Biobio River.

288
Indian labor: The evolution of
the «encomienda» and indigenous slavery...

Glossary of spanish and indian terms


Alcalde : Town mayor.
Arroba : Weight of about 25 pounds.
Audiencia : Highest legal and administrative court.
Cabildo : Town council.
Cacique / Cacica : Indian chief.
Chacra : Small farm.
Corregidor : Spanish oficial in charge of a district.
Encomendero : Person entrusted with the physical and spiritual welfare
of a group of Indians from whom he had the right to collect tribute.
Encomienda : Grant of Indians, mainly as tribute payers.
Estancia : Large farm, hacienda.
Fanega : A measure of grain (about 1.5 bushels).
Hacendado : Owner of a hacienda, a wealthy man.
Hacienda : Large landed estate.
Mapuches : Native Indians of Chile.
Matrícula : List of inhabitants from a specific geographical area.
Mestizo : Offspring of a union between Indian and white.
Real : Royal.
Situado : Annual military subsidy from the Crown.

Unpublished Documents
AGI.Ch, Archivo General de Indias (Sevilla), Chile: vols. 13, 23.
ANH.CG, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Capitanía
General: vols. 17, 75, 83, 387, 488, 502, 508, 516, 533, 537, 538.
ANH.CM-2, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Contaduría
Mayor, 2ª Serie: vol. 2569.
ANH.JCh, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Jesuitas de
Chile: vols. 25, 70, 72, 73.
ANH.RA, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Real Audiencia:
vols. 72, 329, 560, 612, 627, 914, 1264, 1296, 1319, 1333, 1429,
1800, 2319, 2394, 2500, 2988, 3000.

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Abolición y continuidad
de las esclavitudes amerindias
La cruzada antiesclavista
y las fronteras del imperio español,
1660-1690

Andrés Reséndez

Un siglo antes de las revoluciones americana y francesa, la Corona


Española pretendió abolir la esclavitud en todo lo largo y ancho del
imperio. Los beneficiarios de esta gran cruzada libertadora no fueron los
esclavos africanos sino los indios. Y los líderes de este precoz movimien-
to no fueron revolucionarios imbuidos por las ideas de la Ilustración sino
monarcas absolutistas y místicos quienes, alarmados por los reportes
que recibían acerca de las cacerías de indios que se organizaban en las
fronteras más recónditas, buscaron dar solución a tan grandes males.
En las décadas de 1660 a 1690, Felipe IV –el «rey planeta»–, la regenta
Mariana y Carlos II –«el hechizado»– dieron órdenes y promulgaron
numerosas cédulas tendientes a liberar a los indios. Estos singulares
monarcas se opusieron a los acendrados intereses esclavistas de las
fronteras del imperio, generando inestabilidad en lugares tan dispares
como los desiertos del norte de México, los llanos de Colombia y Ve-
nezuela, los bosques del sur de Chile y las islas Filipinas.
Se trata de una campaña prácticamente desconocida al día de hoy.
No obstante, la reciente digitalización del Archivo General de Indias
nos permite apreciar la magnitud y ambición de esta gran cruzada de
liberación, la cual podemos considerar como una de las grandes cumbres
del abolicionismo español junto con los decretos contra la esclavitud
de los Reyes Católicos, las Nuevas Leyes de 1542 y las campañas del
famoso fraile dominicano Bartolomé de las Casas de mediados del siglo
XVI. La voluminosa documentación que generó esta cruzada del siglo
XVII nos permite identificar las principales áreas de esclavización de
indios y nos ofrece un amplio panorama para estudiar las similitudes
y diferencias de este fenómeno en distintas partes del imperio. Más
ampliamente, esta cruzada antiesclavista nos fuerza a repensar la his-
toria universal de los derechos humanos. La versión más tradicional es
que estos derechos fueron «inventados» en el Siglo de las Luces y no

295
Andrés Reséndez

fue sino hasta fines del siglo XVIII cuando se convirtieron en bandera
política de las revoluciones atlánticas. No obstante, la campaña espa-
ñola del siglo XVII arroja una nueva luz sobre este asunto y nos deja
ver que, así como la genealogía del esclavismo es mucho más diversa
de lo que generalmente creemos, pues incluye no solo a africanos sino
también a asiáticos y a indios americanos, así también la historia de su
emancipación es mucho más antigua y compleja de lo que se piensa1.
La cruzada antiesclavista que nos ocupa dio comienzo con uno
de los personajes menos propicios para acaudillar un movimiento
idealista. Felipe IV era un monarca dado a los placeres: le gustaba la
caza, era aficionado a las corridas de toros y fue un gran coleccionista
de pinturas y mecena de pintores –comenzando con el genial andaluz
Diego Velázquez, el pintor de la corte. Pero la verdadera pasión del «rey
planeta», como la de muchos otros madrileños del Siglo de Oro, fue
el teatro. En su juventud, Felipe IV asistió asiduamente a los corrales
de la capital española para deleitarse con las obras del prolífico Lope
de Vega –«el fénix de los ingenios»–, Francisco de Quevedo y muchas
otras luminarias literarias. La etiqueta de la corte impedía que los reyes
fueran a los corrales, así que el monarca debía ir de incógnito. En el
siglo XVII las obras de teatro se representaban en plazas rodeadas por
casas y aposentos desde donde era posible ver el escenario. Desde uno
de ellos, en un segundo piso, Felipe IV pudo disfrutar innumerables
comedias y obras de teatro sin ser visto.

1
La versión más tradicional acerca de la historia de los derechos humanos aparece
en Hunt, 2007.

296
La cruzada antiesclavista
y las fronteras del imperio español

Diego Velázquez, Retrato del rey Felipe IV (1623-1624)

Fuente: Meadows Museum, Southern Methodist University,


Dallas, Texas. Algur H. Meadows Collection, MM.67.23.

El teatro naturalmente condujo a Felipe IV a su otra gran pasión:


las mujeres. En el corral de La Cruz, por ejemplo, el monarca quedó
prendado de una joven actriz de 16 años llamada María Inés Calde-
rón –«la calderona»–, conocida en todo Madrid por su exquisita voz
y cautivadores ademanes. Después de una de sus representaciones, el
rey invitó a María Inés a visitarlo en sus aposentos, iniciándose así una
intensa relación amorosa de la que incluso nacería un hijo; de hecho,
con el transcurrir de los años, el «rey planeta» procrearía unos veinte
hijos ilegítimos con otras tantas mujeres2.
No obstante, sería erróneo presentar a Felipe IV simplemente como
un rey hedonista y sin conciencia. De forma un tanto incongruente, al
mismo tiempo que disfrutaba de los placeres del mundo, el «rey planeta»

2
Para una breve introducción a la vida durante la corte de Felipe IV, incluyendo
su afición por el teatro, ver Hume, 1907; Sánchez de Toca, 1887; Langdon-
Davis, 1962; Elliott, 1988; Kamen, 1980; Stradling, 1988.

297
Andrés Reséndez

fue también un hombre profundamente religioso. De hecho, en sus años


de madurez sufrió una crisis religiosa que lo llevó hacia el misticismo. Se
deshizo de su superministro –el conde-duque de Olivares, quien durante
veinte años había llevado las riendas del imperio– y se decidió a gober-
nar por sí mismo. Como él mismo le confiaría a uno de sus ministros:
«yo tomo el remo». Durante esta difícil transición de principios de la
década de 1640, el monarca buscó consejo de un grupo de místicos y
se valió de ellos para gobernar de acuerdo con sus exigencias3.
Fue en esta época cuando conoció a sor María –la mística más
famosa de aquellos años–, a quien visitara brevemente en Ágreda. A
partir de entonces, el rey y la monja iniciarían una relación epistolar
extraordinaria que duraría el resto de sus vidas. Estas cartas personales
y francas –más de seiscientas– nos dan entrada a la mente del soberano
y sus complejas motivaciones. Felipe IV creía que Dios estaba pendiente
de todas y cada una de sus acciones, y que premiaba o castigaba al im-
perio español en su totalidad según su conducta personal. Le confió a
sor María sus debilidades de la carne y le explicó las razones de fondo
de los infortunios del imperio:

Ya fío muy poco de mí porque es mucho lo que le he


ofendido y ofendo –le escribió a la monja– y el mayor favor
que podré recibir de su bendita mano es que el castigo que
da a estos reinos me lo de a mí, pues soy yo quien lo merezco
y ellos no, que siempre han sido y serán verdaderos y firmes
católicos4.

Una y otra vez, el «rey planeta» regresaba a la idea cardinal de que


todos los problemas eran resultados de sus pecados. Así que el contrito
monarca se decidió por gobernar de manera que agradara a Dios; siguió
los consejos de sor María de Ágreda, quien lo alentaba a castigar «lo
que los ricos y poderosos supeditan a los pobres tomándoles y usurpán-
doles sus haciendas», animándolo para que hiciera que «los ministros

3
El «rey planeta» era especialmente devoto a una pintura llamada Nuestra Se-
ñora del Milagro que se encontraba en un convento Franciscano de la ciudad.
A la vista de esta poderosa señora del milagro, el rey llevaba a cabo fervorosas
ceremonias en las que ponía a su familia y al imperio entero bajo su protección:
Goodman, 2005. Ver también Haliczer, 2002; Serrano, 1958.
4
«Felipe IV a sor María de Ágreda» (Zaragoza, 4 de octubre de 1643), en Serrano,
1958: vol. 108, p. 238.

298
La cruzada antiesclavista
y las fronteras del imperio español

inferiores hicieran justicia con igualdad y equidad» y, finalmente, para


que combatiera «los vicios inmundos y todo género de pecado»5.
Entre todos los asuntos que requerían la inmediata atención del rey,
el problema de la esclavitud de los indios del Nuevo Mundo resultaba
francamente secundario. De hecho, si hacemos un balance de la política
de la Corona Española durante los primeros años de su reinado, rápi-
damente nos daremos cuenta de que en un principio el monarca y sus
ministros optaron por la mano dura hacia los indígenas del continente
americano. La mejor evidencia proviene del reino de Chile. Es bien
conocida la historia de la resistencia mapuche de fines del siglo XVI y
principios del XVII que logró poner en jaque la presencia española al sur
del río Biobío. Felipe III –predecesor y padre del «rey planeta»– había
considerado que la situación era tan crítica que terminó aprobando la
legalización de la esclavitud de los indios, convirtiendo así al sur de Chile
en una de las pocas zonas del imperio español en donde esta actividad era
perfectamente lícita. Felipe IV no solamente convalidó la decisión de su
padre sino que fue más allá. En 1625, a solo cuatro años de haber ascen-
dido al trono, expandió el conflicto en el Reino de Chile ordenando que
«se haga la guerra a estos indios así ofensiva como defensiva, y que los
que fueren cogidos en ella sean habidos por esclavos.» Con instrucciones
tan claras y tajantes, el tráfico de indios floreció en Chile6.
Sin embargo, en el ocaso de su vida este soberano suavizó notable-
mente la política de la Corona hacia los indios del continente americano.
No he podido determinar exactamente a qué se debió este cambio de
rumbo, que no obstante es perfectamente perceptible hacia fines de
la década de 1650 y principios de la de 1660. Sin lugar a dudas, las
exhortaciones y recomendaciones de sor María debieron haber tenido
algún efecto en el ánimo del rey. A medida que la muerte se acercaba,
Felipe IV redobló sus esfuerzos por satisfacer sus obligaciones cristianas
y, en ese contexto, el caso de Chile puede ser visto nuevamente como
paradigmático. En efecto, en 1656 el rey expidió una cédula prohibiendo
5
«Sor María a Felipe IV» (Ágreda, 25 de noviembre de 1661), en Ibid.: vol. 109
pp. 217. Ver también «Felipe IV a sor María» (Madrid, 12 de junio de 1652),
o bien «Felipe IV a sor María» (Madrid, 9 de enero de 1664), en Ibid.: vol. 109
pp. 97 y vol. 109 pp. 289.
6
Este episodio es bien conocido y tratado en la literatura. La cédula real del 26
de mayo de 1608 permitiendo la esclavitud y otros documentos, se encuentran
en AGI, Chile, vol. 57. La participación de Felipe IV es clara en la cédula que
envía al virrey del Perú, firmada en Aranjuez el 13 de abril de 1625, en Jara
y Pinto (comps.), 1982-1983, I: 276. Ver también Bengoa, 2003 y Jara, 1971,
entre otros.

299
Andrés Reséndez

una clase especial de esclavitud conocida como «a la usanza»; luego,


en 1660, reguló y limitó los obrajes que típicamente operaban con mano
de obra indígena forzada; y en 1663 firmó no menos de tres cédulas ten-
dientes a prohibir el tráfico de indios de Chile a Perú. Ese mismo año, por
lo demás, pidió que las principales autoridades de Chile se replantearan
la guerra contra los indios, comentando que la compra-venta de indios se
había convertido en uno de los obstáculos para lograr una paz duradera.
¡Tanto había cambiado la opinión del rey desde su juventud! Desgraciada-
mente, el monarca murió antes de que pudiera liberar a los indios de Chile
completamente y lograr así descargar su real conciencia7.
Pero el «rey planeta» no fue el único propulsor de la cruzada
libertadora. Mariana, su esposa y sobrina –treinta años más joven–,
resultó ser mucho más tenaz que su finado esposo, si consideramos que
la campaña antiesclavista se aceleró durante su regencia entre 1665 y
1675 y culminó durante los primeros años del reinado de su hijo Carlos.
Mariana era austríaca de nacimiento y llegó a España para casarse con
su tío cuando esta ya tenía quince años. La imagen inicial que tenemos
de ella es la de una adolescente sonriente y espontánea a quien la di-
vertían los enanos y bufones de la corte. No obstante, con el paso de
los años la joven reina se volvió retraída y severa, prefiriendo vestirse
como si fuera una monja. A la muerte de Felipe, la reina Mariana pasó
a detentar la máxima autoridad en el imperio hasta que su hijo Carlos
alcanzara la mayoría de edad. La única limitación a su poder era un co-
mité gubernativo que su propio esposo había nombrado antes de morir
y al que la reina debía acatar. Algunos autores han pretendido afirmar
que Mariana fue una reina débil e indecisa, una mujer que difícilmente
podía hacerse paso en una corte en la que los hombres detentaban casi
todo el poder. Sin embargo, la evidencia de que disponemos apunta
en el sentido contrario. Mariana, si de algo pecó, fue de terquedad,
no de debilidad. Incluso pretendió extender su regencia más allá de lo
debido, aprovechándose de las debilidades físicas y mentales de su hijo
y heredero al trono8.
Entre los impulsores de la cruzada antiesclavista, Carlos fue sin
duda el más insólito de todos. No había cumplido ni siquiera los tres
años cuando comenzó a dar señales de que padecía alguna enfermedad:

7
Estas cédulas y otras están contenidas también en el expediente antes mencio-
nado de AGI.Ch, vol. 57.
8
En el testamento de Felipe IV vale la pena ver especialmente las cláusulas 22 y
33: Felipe IV, 1982 [1665]: 68-69. Ver también Kamen, 1980.

300
La cruzada antiesclavista
y las fronteras del imperio español

Parece extremadamente débil, con las mejillas muy pálidas y


la boca muy abierta, un síntoma que según la opinión unánime
de los doctores se trata de un problema gástrico –escribió un
diplomático francés– y aunque dicen que camina por sí mismo y
que los cordones con los que la menina lo guía son simplemente
en caso de que dé un paso en falso, yo lo dudo ya que lo he visto
tomar la mano de su enfermera para incorporarse9.

De esta manera, Carlos creció y se volvió un adolescente de caminar


pausado e inseguro. Se apoyaba en las paredes o en las mesas y mos-
traba muy poco interés en lo que lo rodeaba. Sus súbditos lo llamaban
Carlos «el hechizado».
No queda del todo claro porqué la regenta Mariana y Carlos II se
sumaron a la cruzada antiesclavista de Felipe IV. Buscaron emancipar a
los indios de Chile y expandieron la cruzada a otras partes del imperio,
pero nunca se detuvieron a explicar exactamente porqué lo hacían. Por
una parte, Mariana y Carlos continuaron la obra que el «rey planeta»
había iniciado. Las cédulas y órdenes reales firmadas por la reina reve-
lan su deseo de llevar a feliz término el proyecto de su finado esposo.
Algo similar puede decirse de Carlos II, en cuyas cédulas encontramos
algunas referencias a los esfuerzos de su madre por liberar a los indios,
por lo que podríamos decir que se trataría de un anhelo familiar que
pasó de un miembro al otro.
Sin embargo, en esta campaña libertadora encontramos algo más
que una obligación familiar. En las varias órdenes y cédulas a favor de
los indios, Felipe, Mariana y Carlos nos dejaron algunos rastros y claves
de cuán vitalmente importante para ellos resultaba ser esta campaña. Las
órdenes incluyen explicaciones acerca de la «gravedad del asunto de la
esclavitud de los indios» o de los «escrúpulos de conciencia que causan
su esclavización». Es muy probable que el fantasma de la gran mística
de Ágreda estuviera inmiscuido en todo esto. Las cartas de Felipe IV
nos dejan ver hasta qué grado sor María impulsó al monarca a luchar
contra la opresión y la injusticia, males que afectaban tan directamente
a los indios del Nuevo Mundo, los súbditos del imperio más desfavo-
recidos. No es de extrañarse que los sucesores de Felipe compartieran
esas mismas aspiraciones así como la devoción a sor María. La reina
Mariana también sostuvo una correspondencia con la mística de Ágreda
y, tras la muerte de esta última ocurrida en 1665, apoyó su canonización.
Igualmente, durante el fragor de la campaña antiesclavista, Carlos II
9
La cita aparece en Langdon-Davis: 62.

301
Andrés Reséndez

visitó el convento de Ágreda en 1677 para hacerle honores a la mística


que guió los destinos de su padre y tal vez para recibir algún aliento en
la batalla que él mismo libraba.

Fronteras esclavistas
La cruzada española del siglo XVII generó numerosas cartas, testi-
monios, reportes y otros documentos acerca de las zonas esclavistas del
imperio: mil doscientas páginas sobre el norte de México, mil páginas
sobre las islas Filipinas, trescientas páginas sobre Chile y cantidades
decrecientes para Argentina, los llanos de Colombia y Venezuela, amén
de otros lugares, lo que nos permite revelar la geografía de la esclavitud
de indios. De esta forma, en los inicios de la época colonial vemos que
el esclavismo se centró en zonas de alta densidad poblacional como el
Caribe, Guatemala y el centro de México. No obstante, para las últimas
décadas del siglo XVII, a casi dos siglos del descubrimiento de Amé-
rica, las zonas de esclavismo se habían desplazado hacia las regiones
de frontera, con mucha menor densidad de población pero en donde
el control de las autoridades coloniales era mínimo o inexistente, y las
guerras continuas favorecían el tráfico permanente de cautivos10.
Aunque la esclavitud indígena se dio en todo el hemisferio ameri-
cano, a partir de la documentación generada por la campaña podemos
identificar cinco zonas principales de esclavismo en el siglo XVII. La
primera de ellas se localizaba en el sur de Chile, en donde la esclavitud
fue una actividad enteramente legal entre 1608 y 1674. Con la anuencia
explícita de la Corona, los capitanes de guerra organizaron entradas o
malocas a territorios indígenas para obtener cautivos. El jesuita Diego
de Rosales, quien vivió en Chile treinta y cinco años (quince de ellos
entre los mapuches), le escribió a la reina Mariana detallándole cómo
los capitanes engañaban a los indios citándolos en ciertos parajes para
celebrar convenios y en donde los sorprendían matando a los caciques
y llevándose a los demás para venderlos como esclavos. El capitán Bar-
tolomé de Villagrán, por ejemplo, en una campeada de 1672, llegó a la
cita con sus soldados cuando los indios, «con todas sus familias, ganados

10
El Archivo General de Indias –mediante el portal de PARES– nos permite con-
sultar una parte importante de los documentos de la campaña antiesclavista de
esta época. Los relativos a México, Filipinas y la isla de Trinidad se encuentran
ya digitalizados y están disponibles en dicho portal (http://pares.mcu.es/). No
así la documentación de la campaña antiesclavista en Chile y Ecuador.

302
La cruzada antiesclavista
y las fronteras del imperio español

y alhajas», se encontraban cocinando «tres ovejas de la tierra y otras


de Castilla en señal de confederación y debajo de amistad», momento
en el cual el capitán y sus soldados se les echaron encima «cogiendo
por sus esclavos a 274 piezas». Rosales cita numerosos ejemplos rela-
cionados con estas mismas prácticas: «En los años pasados al cacique
Nutumpillan, estando de paz, le cautivaron trescientas piezas […] en
Patacobi y Cayucupil cautivaron cuatrocientas piezas de paz […] en la
Imperial cogió en una maloca un capitán trescientas piezas de paz […] y
de estas pudiera referir otras muchas»11. El gobernador de Chile afirmó
categóricamente, en 1676, que «son mucho más en número los indios es-
clavos que los españoles», una aseveración exagerada pero que revela que
su número debió haber alcanzado varios miles e incluso decenas de miles.
Había tantos esclavos que los traficantes los embarcaban desde Valparaíso y
los llevaban a Perú a trabajar en las ciudades y minas en donde escaseaban
los brazos. Por lo menos desde la década de 1630 los traficantes llevaban
a los indios «en muy gran suma […] y los echaron en la plaza del Callao,
unos vendidos, otros para vender, y otros presentados»12.
En el otro lado de la cordillera de los Andes existía una segunda
gran zona de esclavitud que se extendía por las provincias de Paraguay,
Tucumán y áreas aledañas. En las décadas de 1660 y 1670 esclavistas
españoles e indios aliados realizaron cacerías en los valles Calchaquíes,
un zona con extraordinarias formaciones rocosas, cañones profundos
y ríos que habían dado refugio a numerosos grupos de indios desde la
era precolombina, pero que en estos años coloniales serían perseguidos,
capturados y llevados a varias comunidades del Río de la Plata. Además,
los españoles no eran los únicos que operaban en esta zona. Desde la
costa de Brasil, los famosos bandeirantes organizaban sus propias ca-
cerías. Según un cálculo conservador, estos captores lograron prender a
más de sesenta mil indios esclavos tan solo a mediados del siglo XVII,

11
«Capellán Diego de Rosales a la reina Mariana» (Concepción, 25 de julio de
1672), AGI.Ch, vol. 57, No. 11. El documento inmediatamente posterior, titu-
lado «Memoria de los caciques e indios que vinieron a dar la paz con todas sus
familias, ganados y alhajas al capitán Bartolomé de Villagrán», no tiene firma,
aunque de la letra se colige que se trata de otro reporte del mismo Rosales.
12
La cita del gobernador proviene de una carta de Juan Henríquez al rey Carlos
II (Santiago de Chile, 8 de Octubre de 1676), en AGI.Ch, vol. 57, No. 13. La
última cita es de Miguel de Miranda Escobar, en Jara, 1971: 149. Ver también
Valenzuela Márquez, 2009 y Hanisch, 1981, entre otros.

303
Andrés Reséndez

atacando principalmente a los nativos que ya habían sido congregados


por los jesuitas en Paraguay13.

Mapa de las áreas de esclavitud en el continente


americano y en las islas Filipinas

Fuente: mapa comisionado por el autor.

13
Para darnos una idea de las actividades en esta segunda zona esclavista basta
ver el reporte del gobernador de Tucumán, Ángel de Peredo, del 13 de septiem-
bre de 1671, describiendo las actividades desarrolladas por su predecesor, el
gobernador Antonio Mercado, en los valles Calchaquíes: AGI.Ch, vol. 57, No.
8. Ver también las cédulas y órdenes en favor de los indios, que se encuentran
en Tau Anzoátegui, 2000 [1573-1716]. La mejor introducción al tema es la de
Doucet, 1988. Ver además Giudicelli, 2010 y Garavaglia, 1999. La estimación
de 60.000 indios esclavos tomados por los bandeirantes la hizo Monteiro, 1994.

304
La cruzada antiesclavista
y las fronteras del imperio español

Los grandes llanos de Colombia y Venezuela, irrigados por los


tributarios del río Orinoco, constituyeron una tercera zona de esclavi-
tud. Aquí los capitanes españoles y sus aliados indios competían con
traficantes de esclavos ingleses, franceses y sobre todo holandeses, todos
los cuales tenían colonias y bases de operación alrededor de los llanos.
Los indios caribes, enemigos de los españoles, eran los abastecedores
principales de cautivos de estas otras potencias europeas. Ellos eran los
que realizaban los operativos nocturnos en las comunidades indígenas
de los llanos, los cuales comúnmente culminaban con la muerte de los
hombres adultos y la captura de mujeres y niños. Según un reporte, los
indios caribes cada año vendían a los holandeses más de trescientos
niños, lo que implicaba además la muerte de más de cuatrocientos
indios adultos; pues, como el mismo reporte lo explica, los holandeses
no querían comprar adultos, conociendo por experiencia que estos ter-
minarían huyendo. Así, las víctimas del tráfico de esclavos en los llanos
de Colombia y Venezuela tenían muy variados destinos: unos iban a
las haciendas españolas de la isla de Trinidad, otros a las plantaciones
inglesas en Jamaica, otros a las comunidades holandesas de la Guayana
y algunos incluso acababan en los famosos obrajes del lejano Quito14.
Había una cuarta zona de esclavitud en el norte de México:

No hay cosa más prohibida desde el principio de la


conquista de las Indias que la esclavitud de los indios –se
lamentaba el fiscal de la Audiencia de Guadalajara en una
carta dirigida a la reina Mariana– y sin embargo en estas pro-
vincias es muy frecuente el venderlos y tenerlos por esclavos,
especialmente a los indios Chichimecos, Sinaloas y a los del
Nuevo México y del Nuevo Reyno de León15.

Se trataba de una gran zona de esclavitud, internamente fragmen-


tada, que abastecía de mano de obra a los ranchos, haciendas y minas
de plata de Parral, Durango, Zacatecas, San Luis Potosí y Guanajuato.
Muchos de estos indios del norte de México eran incluso transporta-
dos hasta la ciudad de México, donde eran vendidos y distribuidos a
otras partes.
La última de las grandes zonas de esclavismo del imperio español
durante el siglo XVII no estaba ni siquiera en el hemisferio americano,

14
Whitehead, 1988; Jiménez Graziani, 1986; Rivero, 1956, entre otros.
15
La cita es de Fernando de Haro y Monterroso a la reina Mariana (Guadalajara,
20 de marzo de 1672), AGI.Guad, leg. 12 (66-6-01).

305
Andrés Reséndez

sino en las Filipinas. En este archipiélago los primeros españoles se


toparon con una sociedad que poseía una multiplicidad de esclavos:

Unos son desde nacimiento esclavos, cuyo origen no se


sabe porque también lo fueron sus padres y abuelos, y an-
tecesores –escribió Guido de Lavezaris, siete años después
de la llegada de los españoles a las islas– otros son cautivos
en guerras que entre sí tienen […] y otros se hacen esclavos
porque cometieron delitos y a veces por muy pequeña cosa,
porque quebrantaron algunos de sus ritos o porque no ocu-
rrieron tan presto al llamamiento de algún principal o por
cosa semejante los penan y los hacen esclavos16.

Los traficantes españoles se dedicaron a esclavizar principalmente


en las islas del sur del archipiélago, como Mindanao y Joló, porque mu-
chos de sus habitantes eran musulmanes; o bien hacían razias en la islas
de Negros, Panay y Cebú, habitadas por nativos de complexión oscura
que los españoles llamaban negritos o negrillos, y que a su modo de
ver eran indistinguibles de los esclavos negros africanos. Estos esclavos
filipinos, por su parte, no solamente se vendían y compraban en Manila
sino que muchos de ellos eran transportados en el llamado «Galeón de
Manila» y llevados hasta las costas de la Nueva España o del Perú17.
Desde luego que la esclavitud no era nueva en ninguna de estas
cinco grandes regiones. Todas ellas poseían tradiciones de cautividad y
esclavitud que se remontaban a la época precolombina. No obstante,
con la llegada de los colonizadores europeos estas diversas tradiciones
locales y regionales fueron transformándose y adaptándose a lo que
los europeos entendían como esclavitud. Prácticas de cautividad in-
dígenas que inicialmente requerían rituales y tenían significados muy
específicos en cada localidad fueron comercializándose a medida que
las redes esclavistas se fueron extendiendo. Así, los esclavos mapuches
fueron enviados hasta Perú, los apaches del norte de México fueron
transportados hasta la ciudad de México y eventualmente hasta la isla
de Cuba, y los nativos de las islas Filipinas fueron obligados a cruzar
el océano Pacífico antes de llegar a su destino final. Estos traslados
forzados a través de cientos o incluso miles de kilómetros, y estas redes
esclavistas que trascendían regiones e incluso reinos, superaban con

16
«Carta de Guido de Lavezaris sobre los esclavos de Filipinas» (sin lugar, año
de 1573), AGI. Fil, vol. 6, R.2., N.16.
17
Ibidem. Ver también Hidalgo Nuchera, 1994; Scott, 1991.

306
La cruzada antiesclavista
y las fronteras del imperio español

mucho las formas de esclavización que los nativos habían practicado


antes de la colonización europea.

La cruzada libertadora
No es posible marcar con precisión el comienzo de la campaña
antiesclavista. Como vimos, en los últimos años de su reinado Felipe IV
expidió algunas cédulas tendientes a mejorar la situación de los indios,
principalmente los de Chile. La regencia de Mariana vino a darle mayor
dinamismo y ambición a la campaña. Si hubiera que elegir una orden
que propiamente dio inicio a la campaña, este sería la de 1667 que
liberó a todos los indios de Chile llevados al Perú. La orden real debía
ser publicada en las plazas de Lima y apremiaba a los dueños de indios
chilenos a «dejarlos ir libremente en la primera ocasión que hubiese».
La respuesta un tanto incrédula y cautelosa del virrey del Perú, fue la
de comenzar a ejecutar una orden «muy propia de la real clemencia de
Vuestra Majestad», mientras que al mismo tiempo escribía a Mariana
enfatizando «los muchos y graves inconvenientes» que acarrearía la
liberación de los indios de Chile18.
Pero no fue Perú (o Chile) sino México la primera colonia en la que
Mariana ordenó la liberación de todos los indios tenidos por esclavos,
sin tener en cuenta su procedencia ni las circunstancias de su captura.
Esta orden liberatoria de 1672 desencadenó serias disputas en el norte y
oeste de México, como veremos. Dos años más tarde la reina expandió
la cruzada, liberando a todos los indios esclavos de Chile. En esta oca-
sión, un evento del exterior fue el detonante de la cédula antiesclavista,
pues el 24 de octubre de 1674 el nuncio papal transmitió un mensaje
directo y sin ambages a Mariana:

A los oídos de su Santidad han llegado los suspiros de los


pobres indios del Reino de Chile, que con varios pretextos
se hallan reducidos, por los ministros así políticos como
militares de Vuestra Majestad en aquel Reino, a miserable
esclavitud, en contra de tantas y repetidas órdenes de los po-
derosísimos Reyes antecesores de Vuestra Majestad y contra

18
Tanto el contenido de la real cédula de 1667 como las reacciones a esta aparecen
en la carta que el virrey Pedro Antonio Fernández de Castro, conde de Lemos,
envió a la reina Mariana (Lima, 24 de enero de 1670), AGI.Ch, vol. 57, No. 7.

307
Andrés Reséndez

las disposiciones de la Santa Fe y el Breve de Paulo III [–una


bula de 1537 prohibiendo la esclavitud de indios–]19.

Dos semanas más tarde, Mariana y sus consejeros expidieron ór-


denes prohibiendo todas las formas de esclavitud de indios en Chile,
extendiéndolas también a los valles Calchaquíes. La campaña anties-
clavista había entrado en una nueva fase20.
Con la ascensión al trono de Carlos II, en 1675, dicha cruzada llegó
a su culminación. En 1676, el «hechizado» puso en libertad a todos los
indios de la Audiencia de Santo Domingo –que incluía no solo a las islas
del Caribe sino también algunas zonas costeras– así como a los indios
de Paraguay. Finalmente, el 12 de junio de 1679 expidió una orden de
alcance continental: «[…] que no se tengan por esclavos los indios de mis
Indias Occidentales, Islas y Tierra Firme del Mar Océano, por ninguna
causa ni con ningún pretexto, sino que sean tratados como vasallos míos
que tanto han engrandecido mis dominios». En una orden separada,
aunque promulgada ese mismo día, puso también en libertad a todos
los indios de las islas Filipinas, completando así la campaña iniciada
por su padre Felipe IV y seguida por su madre, la reina Mariana. Estos
decretos constituyen un hito en la historia de los derechos humanos,
aunque han sido casi enteramente olvidados por la historia21.

19
«Memorial del nuncio con motivo de que Su Santidad ha sabido que los jefes
políticos y militares hacen esclavos a los indios de Chile» (Madrid, 24 de octubre
de 1674), AGI.Ch, vol. 57, No. 12. La versión en italiano aparece en AGI.Ch,
vol. 57, No. 12.1.
20
La documentación aparece en Ibidem. También en un extracto de consulta del
Consejo (Madrid, 6 de noviembre de 1674) y en un informe del relator, licen-
ciado Angulo, de lo contenido en las cartas, autos y papeles tocantes al punto
de la esclavitud de los indios de Chile (Madrid, 6 de noviembre de 1674), todos
en AGI.Ch, vol. 57, passim.
21
Las órdenes principales son las siguientes: «Carta de la reina Mariana al virrey
de Nueva España» (Madrid, 9 de mayo de 1672), AGN.RCD, vol. 30, exp. 93,
fj. 131; «carta de la reina Mariana al virrey y miembros de la Audiencia de
México» (Madrid, 23 de diciembre de 1672), AGN.RCD, vol. 30, exp. 45, fj.
79; «Real cédula para liberar a los indios de Chile» (Madrid, 20 de diciembre
de 1674), AGI.Ch, vol. 57, No. 12.4; «Real cédula al gobernador de Tucumán
José de Garro» (Madrid, 20 de diciembre de 1674), AGI.BS, vol. 5, L. 3, fjs.
18v-19v; «Real cédula liberando a los indios de Paraguay» (Madrid, 25 de julio
de 1679), AGI.BS, vol. 6, L. 1, fjs. 20-20v; «Real cédula liberando a todos los
indios del Nuevo Mundo» (Madrid, 12 de junio de 1679), AGI.RCO, vol. 17,
exp. 18, fj. 39; «Real cédula poniendo en libertad a los esclavos de las Filipinas»
(Madrid, 12 de junio de 1679), AGI.Fil, vol. 25, R.1, N.46.

308
La cruzada antiesclavista
y las fronteras del imperio español

En teoría, los monarcas españoles podían gobernar las colonias del


imperio como mejor les pareciese. Así pues, Felipe IV, la reina Mariana
y Carlos II simplemente expidieron cédulas y ordenanzas suponiendo
que los virreyes, gobernadores, oidores, jueces y demás oficiales del
imperio obedecerían inmediatamente. Desde luego que estos monarcas
no eran tan ingenuos como para pensar que así sucedería; se trataba de
una estrategia de ejercicio del poder. Pero lo más sorprendente es que
algunos funcionarios del Nuevo Mundo no vieron otra salida más que
obedecer al monarca. En la isla de Trinidad, por ejemplo, el gobernador
Sebastián de Roteta, en vista de las órdenes directas de Carlos II, tomó
la difícil decisión de liberar a los indios:

Y después de varias competencias y representaciones de


destrucción de esta ysla, pobreza de ella, beneficio que reciben
dichos indios trayéndolos de los pueblos de Caribes donde en
sus festines los matan y comen a los muchachos, reducción
a la fe por este medio, y otras muchas razones con que se
favorecen dicha esclavitud los interesados –escribió Roteta
al rey– y despreciando los accidentes y peligros que de una
tan grande novedad se me pudieran seguir, he resuelto dar
entero cumplimiento a la real voluntad de Vuestra Majestad
y sus reales cédulas y leyes22.

El gobernador cumplió su promesa, ordenando que todos los re-


sidentes de San José de Oruña y otras poblaciones aledañas llevaran
hasta su casa a los indios que tenían en su servicio para presentarlos;
y de no hacerlo recibirían una multa de cien pesos –más que el valor
de mercado de un esclavo indio promedio. Roteta hizo una relación
de todos estos indios, comenzando con los trece que trabajaban como
domésticos en su propia casa, cuatro del vicario Alonso de Lerma, otros
cuatro del sacerdote Andrés de Noriega, diez del sargento mayor don
Pedro Fernández, etc. En total, los colonos de Trinidad llevaron 334
indios esclavos, cuyos escuetos datos biográficos nos dan alguna idea
de su trata en los llanos: «Diego, indio de 20 años, de las misiones de
Píritu en la provincia de Cumaná»; «Teresa, india de 25 años, natural
de los Caribes de Caura en el río Orinoco»; «Pedro, indio de 22 años,
de Berbis [Berbice], pueblo de holandeses en la boca del río del Orino-
co, parte del Oriente»; «Petronila, india de veinte y seis años, natural

22
«Sebastián de Roteta a Carlos II» (San José de Oruña, Trinidad, 1º de agosto
de 1688), AGI.SD, vol. 179, R.1, N.34.

309
Andrés Reséndez

de Naparima en esta isla, casada con Tomás, indio de la encomienda


del Valle de Aricagua»; y muchos otros. La gran mayoría de ellos dijo
provenir del «pueblo de Casanare», que no era más que un desvalijado
puerto en la boca del río del mismo nombre, en la costa de Colombia,
desde donde habían sido embarcados a Trinidad. La razón es que la
mayoría de ellos habían sido esclavizados cuando aún eran niños y no
recordaban ya los nombres de sus pueblos y comunidades donde habían
vivido antes de ser llevados al puerto de Casanare.
Por azares del destino, intervención mística y decisiones tomadas
en Madrid, estos indios esclavos de Trinidad se vieron repentina e ines-
peradamente libres. El gobernador Roteta no solamente los sacó de las
casas, ranchos, iglesias y estancias donde laboraban, sino que además
canceló sus deudas, pues «dejarlos cargados de pensiones le sería de
mayor agravio que dejarlos en su misma esclavitud»23. Así como ocurrió
cuando la esclavitud africana fue abolida en el siglo XIX, algunos de
estos indios de Trinidad decidieron quedarse con sus antiguos amos, pero
ahora como trabajadores asalariados. Sin embargo, muchos decidieron
independizarse y empezar una vida nueva, y Roteta les concedió unos
terrenos en las afueras de San José de Oruña. Este grupo de exesclavos,
en su mayoría mujeres y niños de diversa procedencia, que hablaban
distintas lenguas y se encontraban «en un estado miserable», constru-
yeron casas y huertos, y trataron de rehacer sus vidas. Su destino final,
en todo caso, es incierto.
En otras partes del imperio la cruzada antiesclavista generó gran
entusiasmo, aunque también fuerte oposición. En Nueva España, el
fiscal de la Audiencia de Guadalajara Fernando de Haro y Monterroso
fue quien acaudilló la campaña iniciada desde Madrid. Fue él quien
publicó las reales cédulas expedidas por la reina, recibió las quejas
de los caciques indios y se enfrentó «a diferentes personas poderosas
sobre el servicio personal de los indios de las provincias de Sonora y
Sinaloa»24. Las persistentes órdenes, cartas y procesos judiciales de
Haro y Monterroso lograron finalmente la liberación de 202 esclavos
indios en el real minero de Parral, 72 en Zacatecas y 5 «chinos» de las
Filipinas en la ciudad de Guadalajara. Animado por estas victorias
iniciales, este aguerrido fiscal le escribió a la reina pidiendo que la

23
Ibidem.
24
«Carta de Fernando de Haro y Monterroso» (Guadalajara, 1º de junio de 1675),
transcrita en la orden enviada por Carlos II a la Audiencia de Guadalajara
(Madrid, 2 de abril de 1676), en Hackett, 1926, II: 32-33 y 204-208.

310
La cruzada antiesclavista
y las fronteras del imperio español

campaña se extendiera también al centro y sur del virreinato: «No basta


esta diligencia si no se haya lo mismo en los distritos de las Audiencias
de México y Guatemala, porque como estas provincias [del norte] son
tan dilatadas y los indios tienen tan poco espíritu, los pasan a vender a
otras jurisdicciones, y para que del todo se quite la raíz de esta codicia»25.
Por cierto, la reina y sus consejeros no tardaron en expedir las órdenes
correspondientes.
Al mismo tiempo que Haro y Monterroso transmitía las cédulas
liberatorias, a nivel local una coalición de antiesclavistas se dio a la tarea
de poner en práctica las loables órdenes venidas desde la capital del
imperio. En la primavera de 1673, estos activistas visitaron pueblos y
comunidades para leer y hacer públicos los decretos liberatorios, como
en la villa de San Felipe y Santiago, capital de la provincia de Sinaloa,
donde el capitán y alcalde mayor, Miguel Calderón, hizo pregonar la
cédula real después de la concurrida misa de domingo, «que manda
se ponga en libertad a todos los indios e indias de esta provincia». El
propio capitán Calderón y sus colaboradores recorrieron pueblos y
comunidades indígenas más remotas, como Nío y Guasave, leyendo
los decretos liberatorios «tanto en castilla como en su lengua, mediante
un intérprete» e insistiendo en que ningún soldado, misionero u otro
español tenía derecho a compeler a los indios a trabajar sin darles su
debida remuneración26.
Pero, como era de esperarse, la campaña también generó una fuerte
oposición. En particular los jesuitas de Sinaloa se sintieron amenazados
e interpusieron su influencia para neutralizar la cruzada: «Los indios
empezaron a desvergonzarse y a matar ganados de los padres –se quejó
un misionero–, estaban con estas cosas los indios inquietos y los mi-
nistros de doctrina afligidos porque ni aún en las cosas muy necesarias
tendrían respeto ni asistirían como tienen obligación»27. Los jesuitas de
Sinaloa también se dedicaron a desacreditar al protector de indios de la
provincia, Francisco Luque, el principal líder del movimiento antiescla-
vista en la zona, acusándolo de concubinato con una mujer indígena y
de haber acaudillado el movimiento tan solo para vengarse del proceso

25
«Carta de Fernando de Haro y Monterroso a la reina Mariana» (Guadalajara,
20 de marzo de 1672), AGI. Guad, leg. 12 (66-6-01).
26
Reportes del capitán Miguél Calderón y Oxeda: Villa de San Felipe y Santiago,
18 de abril de 1673; pueblo de Nío, 23 de abril de 1673; y Guasave, 23 de abril
de 1673, todos en «Libertad y servicio personal de indios: Sonora y Sinaloa»,
AGI.Patr, vol. 231, Ramo 1.
27
«Juan Francisco Maldonado» (sin lugar, 10 de noviembre de 1673), en Ibidem.

311
Andrés Reséndez

judicial que contra él había promovido la Compañía de Jesús. Toda esta


maraña de acusaciones, venganzas y odios mutuos fueron a parar a
manos del fiscal Haro y Monterroso y de la Audiencia de Guadalajara,
viéndose estos obligados a enfrentar no solamente a los jesuitas sino a
las compañías presidiales y a otros colonos implicados en el tráfico de
esclavos indios, todo lo cual finalmente los obligó a moderar la cruzada
e incluso dar marcha atrás28.
Pese a los éxitos logrados en Trinidad, en el norte de México, y
en algunas otras partes, la cruzada antiesclavista dejó muy claros los
límites de la autoridad monárquica, pues solo prosperó en lugares don-
de algún oficial de alto rango, como el gobernador Roteta o el fiscal
y oidor Haro y Monterroso, hicieron suyo el estandarte de la libertad
e hicieron valer las cédulas liberatorias. No obstante, en otras partes
del imperio, como Chile o Filipinas, las relaciones entre las principales
autoridades y los esclavistas eran demasiado estrechas. Aquí, la cruzada
de la Corona tuvo muy poco apoyo, y los gobernadores y autoridades
religiosas fueron los primeros en oponerse a la liberación de los indios.
En Chile, en donde la esclavitud de indios fue completamente legal hasta
1674, no es sorprendente que las autoridades fueran parte integral del
aparato esclavista. Por ejemplo, en la ciudad de Concepción, el jesuita
Pedro de Soto era el encargado de examinar a los cautivos llevados allí
por los capitanes y expedir certificaciones que los acreditaban como
«comprendidos dentro de la real cédula de esclavitud.» Una vez que
este religioso daba su visto bueno, el gobernador de Valdivia, Bernardo
de Monleón Cortés, expedía una segunda certificación, aprovechándose
este mismo trámite para pagar el quinto real. Lejos de ser inusuales, el
tono burocrático y la formalización de estas certificaciones nos indican
que eran parte del procedimiento normal de esclavización en Chile29.
La proscripción de toda forma de esclavitud de indios de diciembre
de 1674 cayó como un rayo en Chile. Desde el principio, el gobernador
Juan Henríquez se mostró reacio a acatar las órdenes firmadas por la
reina Mariana; y en una carta, por demás desafiante, que le escribió
a Carlos II, el gobernador adujo los graves inconvenientes para poner

28
Los miembros de la Audiencia de Guadalajara discutieron las acusaciones contra
Luque el 23 de junio de 1673, en Ibidem.
29
«Memorial del capitán Juan Bautista de Ynarra, vecino de Lima, poseedor de
varios indios esclavos procedentes del reino de Chile presentado en el Consejo
de Indias» (Madrid, 7 de diciembre de 1677), AGI.Ch, vol. 57, No. 17. Véanse
especialmente las certificaciones expedidas en favor del capitán Ynarra en 1669
en el mismo documento.

312
La cruzada antiesclavista
y las fronteras del imperio español

en práctica la cédula liberatoria, como eran el «despojar a los dueños


de los esclavos y privarlos de la posesión titulada con que se hallan, y
de la grande suma de dinero que gastaron en adquirir estos esclavos»;
o bien, el problema práctico de hacer frente a la cantidad de litigios y
demandas que en última instancia resultaban irresolubles porque todo
esto «viene a parar en el indio o el soldado español que hizo la presa,
porque estos no tienen bienes con que pagar». Aunque, según Henríquez,
los inconvenientes más graves estaban relacionados con la seguridad y
estabilidad del reino, ya que, «puestos en libertad donde ellos se pue-
dan convocar y tratar de sus conspiraciones, y con el odio natural que
tienen al español, se harán formidables enemigos por el conocimiento
que tienen de la tierra y no habrá frutos en la tierra, ni podrán susten-
tarse los habitantes de ella, ni los eclesiásticos tendrán rentas ni frutos
decimales, y todo vendrá a tal decaimiento que el horror del enemigo
y la necesidad y pobreza de la tierra obligará a desampararla»30.
El gobernador chileno hizo todo lo que pudo para evitar dar cum-
plimiento a la cédula. Retrasó su promulgación y cuando la Audiencia
de Santiago le requirió su cumplimiento, Henríquez respondió que él
era el responsable de la seguridad del reino y por lo tanto de cómo se
aplicarían las órdenes reales. Además, concibió un ingenioso plan para
evadir el problema y salir del atolladero: mandó hacer una matrícula
de todos los esclavos del reino, dejando a los indios con sus antiguos
dueños aunque declarándolos ya no «esclavos» sino «en depósito». Se
trataba tan solo de un cambio de terminología, «de lo que resulta el
haberse quedado la libertad de los indios sin efecto alguno –se quejaron
los de la Audiencia de Santiago– porque puestos en depósito los indios
en los mismos poseedores, quedan ahora tan dueños de ellos como
de antes»31. En el decreto general de 1679, Carlos II insistió en que,
no obstante los inconvenientes y riesgos aducidos por el gobernador
Henríquez, los indios de Chile debían ser puestos en libertad. Pero aún
entonces el tenaz gobernador se resistió a cumplir la cédula.
Sin embargo, sin duda alguna las Filipinas –tal vez la zona de es-
clavismo más importante de todo el imperio español en el siglo XVII–
fue el reino que se opuso más decididamente a la cruzada libertadora
emprendida por la Corona. Como había sucedido en Chile algunos

30
«Carta de Juan Henríquez a Carlos II» (Santiago, 8 de octubre de 1676), AGI.
Ch, vol. 57, No. 13.
31
Juan de la Peña y Salazar, a nombre de la Audiencia de Santiago, a Carlos II
(Santiago, 18 de marzo de 1678), AGI.Ch, vol. 57, No. 18.

313
Andrés Reséndez

años antes, la real cédula del 12 de junio de 1679 generó gran cons-
ternación en el archipiélago: «dicha cédula es de las que obedecidas
deben no ejecutarse –respondieron desafiantes los de la Audiencia de
Manila– sino interponer súplica y reescribir al príncipe para que mejor
informado provea lo que convenga». Su disgusto era más que evidente
y así lo manifestaron oficialmente, recurriendo a argumentos legales
de vieja data:

Cuando las reales cédulas no se conforman sino que se


apartan y diversan del derecho común, no se deben ejecutar y
hablando con el debido respeto, menos conforme al derecho de
las gentes de que dimanaron las esclavitudes, introduciéndose
en beneficio público para que los derrotados y vencidos, a
quienes por derecho de la guerra podían los vencedores quitar
la vida, cambiasen esta con la propia libertad32.

Pese a todo, el gobernador y la Audiencia publicaron la cédula


en Manila y en otras partes del archipiélago. El resultado inmediato
sobrepasó las expectativas de las autoridades coloniales, pues «hubo
tantos esclavos amontonándose para pedir su libertad, que esta Real
Audiencia no pudo procesar la multitud de solicitudes, ni siquiera en
forma extractada». Muchos esclavos filipinos de la capital abandonaron
a sus amos, dejándolos sin servicio, mientras que en otras provincias que
proveían de arroz y otros alimentos básicos a la colonia, se rehusaron
a plantar los campos33. Así, en tanto en Chile el gobernador había sido
el principal opositor a las órdenes liberatorias, en Filipinas todas las
ramas de la administración colonial –el gobernador, la Audiencia, el
ayuntamiento de Manila, los militares y los miembros del alto clero–
enviaron cartas al rey pidiendo el sobreseimiento de la cédula de 1679.
Incluso los señores nativos filipinos dejaron constancia de su descon-
tento, como los principales de la provincia de Pampanga, en la orilla
norte de la Bahía de Manila, que escribieron a Carlos II explicando que
eran ellos quienes hacían «el trabajo inmenso» de cortar las maderas
para los galeones de Manila y que con la liberación de los esclavos «se
nos quita el nervio principal de las fuerzas que teníamos para poder

32
Auto de la Audiencia de Manila (Manila, 9 de julio de 1682), AGI.Mex, vol.
59, R.3, N.24.
33
Reporte de la Audiencia (Manila, 22 de junio de 1684), en Scott, 1991: 38;
Carta del arzobispo fray Felipe Pardo a Carlos II (Manila, 5 de abril de 1689),
AGI.Mex, vol. 59, R.3, N.24.

314
La cruzada antiesclavista
y las fronteras del imperio español

labrar las sementeras en compañía de las mujeres, mientras estamos los


varones en los montes ocupados en los cortes para las reales fábricas»34.
Todas estas amenazas y problemas convencieron a los miembros
de la Audiencia de Manila para que, por su propia autoridad, sobre-
seyeran la cédula liberatoria. Así, el 7 de septiembre de 1682 esta
instancia promulgó una nueva ordenanza, dándoles quince días a los
esclavos liberados para que regresaran a sus labores so pena de recibir
cien azotes y un año en las galeras. Carlos II pidió más información,
pero al final el rey puso la decisión final en manos del virreinato de la
Nueva España, que en todo caso había venido gobernado a las Filipinas
como su virtual colonia. Fue una decisión apresurada si tomamos en
cuenta los intereses de los poderosos mineros novohispanos, quienes
se beneficiaban con el tráfico de estos esclavos «chinos».

La cruzada antiesclavista siguió rumbos distintos en diversas partes


del imperio, de manera que resulta bastante difícil hacer un balance
final. En Trinidad, en el norte y occidente de México, e incluso en Chile
y Filipinas, la campaña condujo a la liberación inmediata de algunos
miles de esclavos. Las autoridades y los dueños no vieron otra alter-
nativa que acatar y servir, al menos en parte, al monarca español. No
obstante, ellos constituyeron tan solo una fracción del total de esclavos
indios existentes en todo el imperio y, por lo demás, las disposiciones
reales que los liberaban muchas veces terminaron, como hemos visto,
dilatándose en su cumplimiento o desintegrándose al chocar con los
intereses locales. En este sentido, la cruzada del siglo XVII fue muy
ambiciosa en su concepción e implementación, pero mostró también
los límites reales del poder de la monarquía.
De forma un tanto más difusa, eso sí, la cruzada redujo también –al
menos temporalmente– las actividades esclavistas. Incluso el goberna-
dor Henríquez de Chile expidió órdenes prohibiendo las «entradas» y
malocas posteriores a 1676, y las autoridades en Filipinas suspendieron
la caza de filipinos que se hubiesen huido durante un período de diez

34
Nicolás García, Baltazar Balurot, Juan García, don Tomás Manalang y otros
(tal vez en 1688), en «Cartas del virrey Conde de Galve», AGI.Mex, vol. 59,
R.3, N.24. Hay más documentos sobre la campaña en Filipinas en: «Carta de
Curucelaegui sobre libertad de los indios», AGI.Fil, vol. 12, R.1, N.8.

315
Andrés Reséndez

años. Ciertamente, los esclavistas del imperio tuvieron más dificultades


para ejercer su oficio durante e inmediatamente después de la cruzada35.
De esta manera, pues, la cruzada liberó a algunos esclavos y limitó
las actividades de los traficantes y esclavistas, aunque desde luego que
no logró su cometido de erradicar totalmente la esclavitud de indios.
Aún así debemos evitar hacer juicios apresurados, pues otros movi-
mientos abolicionistas tampoco pudieron dar libertad a los esclavos de
un solo golpe. En 1833, por ejemplo, Gran Bretaña emancipó a cerca
de ochocientos mil esclavos; pero el proceso fue muy gradual, ya que
a los exesclavos se les exigió que pasaran primero por un período de
«aprendizaje», durante el cual trabajarían sin recibir remuneración al-
guna. Algunos observadores de la época llegaron a pensar incluso que
todo esto había sido contraproducente para los mismos exesclavos. De
igual forma, al final de la Guerra Civil de Estados Unidos el Congreso
americano concedió la libertad a todos los esclavos de ese país. Sin em-
bargo, en las décadas subsiguientes varios estados sureños introdujeron
leyes draconianas que redujeron a la población afroamericana a un
régimen de servidumbre comparable al de la esclavitud. Así, a lo largo
de la historia las grandes cruzadas antiesclavistas no han logrado su
cometido inicial. Quizá lo que debe cambiar es nuestra creencia en que
la esclavitud –cualquier tipo de esclavitud que sea– pueda extinguirse
a través de un solo gesto de voluntad, y que la humanidad marcha en
forma progresiva y unilineal desde un sistema de esclavitud a uno de
libertad.

Documentación manuscrita
AGI.BS, Archivo General de Indias (Sevilla), Buenos Aires: vol. 6.
AGI.Ch, Archivo General de Indias (Sevilla), Chile: vol. 57.
AGI.Fil, Archivo General de Indias (Sevilla), Filipinas: vols. 6, 12 y 25.
AGI.Guad, Archivo General de Indias (Sevilla), Guadalajara: vol. 12.
AGI.Mex, Archivo General de Indias (Sevilla), México: vol. 59.
AGI.Patr, Archivo General de Indias (Sevilla), Patronato: vol. 231.

35
«Carta del gobernador Juan Henríquez a Carlos II» (Santiago, 8 de octubre
de 1676) y «carta de don Juan de la Peña y Salazar y otros miembros de la
Audiencia de Santiago a Carlos II» (Santiago, 18 de marzo de 1678), ambas
en AGI.Ch, vol. 57, No. 13 y No. 18, respectivamente; «Traslado de autos del
acuerdo de la Audiencia de Manila en cumplimiento de la cédula sobre que no
se esclavice a los indios» (Manila, 11 de junio de 1683), AGI.Fil, vol. 13, N.17.

316
La cruzada antiesclavista
y las fronteras del imperio español

AGI.RCO, Archivo General de Indias (Sevilla), Reales cédulas originales:


vol. 17.
AGI.SD, Archivo General de Indias (Sevilla), Santo Domingo: vol. 179.
AGN.RCD, Archivo General de la Nación (México), Reales cédulas du-
plicadas: vol. 30.

Bibliografía y fuentes impresas


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318
Indias esclavas ante
la Real Audiencia de Chile (1650-1680)
Los caminos del amparo judicial para mujeres
capturadas en la guerra de Arauco*

Jaime Valenzuela Márquez

La esclavitud amerindia fue una práctica asociada indisolublemente


a la conquista ibérica, pero conjugada con las experiencias acumula-
das con pueblos considerados inferiores, como había sucedido desde
el medioevo con eslavos y euroasiáticos, guanches de Canarias, sub-
saharianos y, por cierto, los hispanomusulmanes y moriscos1. Por lo
mismo, pronto fue revestida con un ropaje ideológico que legitimaba
el sometimiento de poblaciones que se resistieran a la dominación de
los invasores. Capturados en «guerra lícita y justa» fue el lema que
justificó la posesión y uso servil de los habitantes de las Antillas y otros
lugares del Caribe hasta su abolición formal por las Leyes Nuevas de
15422; aunque su práctica se mantuvo vigente para lugares y pueblos
específicos. En particular, para todos aquellos contumaces que siguie-
ran resistiendo bélicamente al dominio hispano y a la cristianización,
o que practicasen la antropofagia. Como «cautivos de guerra justa»
ellos seguirán engrosando los contingentes laborales de las nacientes
economías coloniales3.

*
Este artículo forma parte del proyecto Fondecyt nº 1100215 (2010-2014): «La
diáspora mapuche en Chile colonial. Migraciones forzadas y voluntarias desde
la Araucanía hacia el centro y norte de Chile y otras regiones del virreinato
peruano (siglos XVI-XVIII)». Nuestro análisis y la documentación utilizada
se han enriquecido posteriormente gracias al proyecto Fondecyt nº 1150614
(2015-2018): «Desnaturalización y esclavitud indígena en fronteras americanas:
la esclavitud de mapuches de la Araucanía y la de los indios de Nueva España,
Río de la Plata y Brasil (siglos XVI-XVII)». Agradecemos a Hugo Contreras,
Patricia Palma, Katherine Quinteros, Esteban Soler, Jeniffer Cerón y Daniel
Stewart por su indispensable colaboración en ambos proyectos.
1
Piqueras, 2011: 27-57; Martín Casares, 2014: 19.
2
Hanke, 1959: 226-247.
3
Villamarín y Villamarín, 1999.

319
Jaime Valenzuela Márquez

Figura 1: Lugares citados

Elaboración: Jaime Valenzuela. Cartografía: Ricardo Truffello.

320
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

La esclavitud como objetivo económico –obtención de mano de


obra forzada– iba entonces asociado a un propósito eminentemente
político: la «desnaturalización»; es decir, desarraigar a los individuos,
romper sus lazos originales con la comunidad y su tierra, y deportarlos
a lugares lejanos, en territorios bajo dominio español. Esta fue la lógica
explícita e implacable de las prácticas esclavistas que se ejecutaron sis-
temáticamente sobre el mundo indígena de Chile meridional durante la
segunda mitad del siglo XVI4. Prácticas que cobraron renovado impulso
con la guerra hispano-mapuche desatada en 1598-1604 y, luego, con la
cédula real que en 1608 autorizó la captura y transacción legal de los
indios al sur del río Biobío que se mantuvieran en «guerra viva», así
como la «servidumbre» hasta los veinte años de las niñas y los niños
que estuviesen bajo la edad legal permitida5. Si bien esta cédula recién
se promulgó en 1610 y al poco tiempo fue suspendida por la entrada
en vigencia de la llamada «guerra defensiva» –que teóricamente im-
pidió la actividad bélica hispana en la frontera chilena entre 1612 y
1625– lo cierto es que se trató de una interrupción nominal que no tuvo
mayores implicancias en las prácticas de la soldadesca fronteriza, ante
la ansiedad de obtener ganancias y la constante demanda por parte de
mercaderes y terratenientes.
Con su legalización, en efecto, la experiencia del secuestro, de-
portación, venta y esclavización de indios de «Arriba» o de «tierra
adentro» –mapuches araucanos, huilliches osorninos y valdivianos,
e incluso puelches cordilleranos y chonos (atacados desde Chiloé o
Valdivia)– no sólo adquirió una legitimación jurídica, sino que además
se transformó en el verdadero motor de la guerra de Arauco –a través
de las razias «guerrilleras» y esclavistas denominadas malocas– y en el
principal objetivo tanto de los soldados fronterizos como de sus aliados
indígenas6. De ahí que con el retorno de la guerra abierta en 1625 se
retomaran con fuerza las «entradas a tierra adentro», en un contexto
legal que, si bien precario, se mantuvo estable hasta, al menos, su abo-
lición formal en 16747.

4
Jara, 1984.
5
«Real cédula para que los indios de guerra de las provincias de Chile sean dados
por esclavos» (Ventosilla, 26 de mayo de 1608), en Jara y Pinto, 1982-1983, I:
254-256; Konetzke, 1953-1962, II/1: 140-142.
6
Ruiz-Esquide, 1993; Villalobos, 1995: 92.
7
Korth, 1968; Hanisch Espíndola, 1981; Hanisch Espíndola, 1991; Valenzuela
Márquez, 2009.

321
Jaime Valenzuela Márquez

Los testimonios sobre la magnitud alcanzada por este tráfico abun-


dan, especialmente de la mano de algunos de sus auspiciadores, como
el soldado Alonso González de Nájera; o, por otro lado, en cronistas
escandalizados por sus características y consecuencias, como el jesuita
Diego de Rosales8. Durante todo el período, y con especial encono en
los clímax de coyunturas bélicas, la experiencia militar mostró formas
muy agresivas de destrucción de sembrados y hogares, y de captura de
individuos o grupos familiares para ser transados con oficiales de los
fuertes y, luego, con terratenientes, comerciantes o capitanes de navíos,
para su transporte por vía marítima hasta el puerto de Valparaíso (con
destino a Santiago y el valle central), Coquimbo (para incorporarlos
a labores mineras) o El Callao (con destino a Lima). No está demás
agregar el incumplimiento sistemático de las condicionantes formales
de «guerra justa» y otros requisitos estipulados en la cédula de 1608,
dando paso a la caza9 de todo tipo de persona, de cualquier edad o
condición que pudiese ser transable, fuesen enemigos activos o «indios
de paz». Todo ello amparado en la progresiva construcción de una
representación «étnica» del conjunto de habitantes del sur del Biobío
como un espacio genérico y estigmatizado bajo el concepto de auca10;
esto es, indios rebeldes y traicioneros, «bárbaros», enemigos en lo po-
lítico, infieles en lo religioso.
Dicha tendencia se intensificó desde la guerra hispano-mapuche
de 1655-1662, que conllevó el alzamiento masivo de parcialidades en
todo el sur, incluyendo antiguos aliados y reducciones que se encon-
traban en la ribera colonizada al norte del Biobío. Signada por una
particular virulencia, esta coyuntura reactivó las capturas y tráfico de
esclavos así como los fundamentos esgrimidos por los actores locales
para sustentarlas durante las décadas siguientes, pese a su coincidencia
con las tendencias abolicionistas que pugnaron por imponerse en esos
mismos años.
En efecto, la segunda mitad de la centuria permite observar estas
dos tendencias virtualmente opuestas: por un lado –como lo estudia
Andrés Reséndez en este mismo libro–, el comienzo de una política

8
González de Nájera, 1971 [1614]; Rosales, 2013 [1670].
9
Chamayou, 2012.
10
Este vocablo de origen quechua servía para designar a pueblos o animales
«salvajes», y ya los incas lo habían utilizado para denominar lo que entendían
como el carácter traicionero y hostil de los habitantes del centro-sur chileno.
Cf. Giudicelli, 2005: 163-164; Valenzuela Márquez, 2009; Valenzuela Márquez,
2015: 117-119; Obregón Iturra, 2010.

322
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

monárquica de alcance continental orientada a la supresión definitiva de


la esclavitud indígena en los espacios fronterizos de América y Filipinas
donde aún estaba vigente. Para el caso chileno, esta tendencia fue inau-
gurada por Felipe IV en 1656 (en pleno desarrollo del gran alzamiento)
al insistir en la prohibición de transar indios libres a cambio de bienes
–«ventas a la usanza»–11. Y más específicamente desde 1662, año en que
se ordena al gobernador de Chile reunirse con los obispos y superiores
de las órdenes religiosas para discutir sobre el tema. Allí el monarca
deja muy en claro sus expectativas al constatar «los graves daños que
se siguen de vender por esclavos los indios y sus hijos y mujeres que
se hacen prisioneros en las malocas y entradas», y declarar enseguida:
«[…] es mi voluntad que los indios e indias y niños prisioneros no se
puedan vender por esclavos ni llevarse fuera de ese reino»12. En los años
siguientes se repetirán nuevas disposiciones que buscarán consolidar
este objetivo e intentar sortear los obstáculos que levantaban a nivel
local los intereses esclavistas de propietarios, traficantes y captores,
hasta llegar a la cédula de 1674 que pretendió la abolición definitiva13.
No obstante, y a pesar de la tendencia legal que marcaba Madrid,
lo cierto es que buena parte de estas disposiciones coincidieron con
un refuerzo de las malocas y del tráfico de indios esclavos hacia Chile
central y la región agrominera de Coquimbo. Coincidencia directa-
mente relacionada con dos de los gobernadores que más incidencia
tuvieron en su mantención e incentivo –y, por cierto, en su usufructo–:
Francisco de Meneses (1664-1668) y Juan Henríquez (1670-1682).
Ambos se caracterizaron, además, por incrementar las razias ya no sólo
contra indios hostiles, sino también contra parcialidades de «amigos»;
y el gobernador Henríquez, por su parte, actuó diligentemente para
dilatar la promulgación de la cédula de 1674 esquivando, además,
la liberación de los indios esclavizados con anterioridad14. De hecho,

11
Real cédula (18 de abril de 1656), en Jara y Pinto, 1982-1983, I: 286-287.
12
Real cédula (9 de abril de 1662), en Jara y Pinto, 1982-1983, I: 296-298. Otra
cédula similar fue enviada al virrey del Perú: BN.BM.Mss, vol. 289, pza. 8513,
fjs. 147-149.
13
«Real cédula acerca de que los indios de Chile no sean esclavos» (Madrid,
20 de diciembre de 1674), en Jara y Pinto, 1982-1983, I: 319-323; Konetzke,
1953-1962, II/2: 611-612.
14
En cédula de 1679, junto con revalidar la orden para el cumplimiento de la de
1674, el monarca recordaba: «Y habiendo el gobernador de Chile suspendido
el efecto de esta resolución con varios pretextos, por la buena fe de los po-
seedores, depositando algunos indios en ellos, para que los tuviesen con buen
tratamiento», en Jara y Pinto, 1982-1983, I: 198.

323
Jaime Valenzuela Márquez

pese a otra cédula de 1679 que ordenaba su inmediato cumplimiento,


finalmente la Corona cedió a las presiones locales y en 1686 optó por
confirmar la práctica «transitoria» que había implementado Henrí-
quez y que había continuado su sucesor José de Garro (1682-1692),
en el sentido de «depositar» a los indios «liberados» con los mismos
amos que los habían poseído con anterioridad15. Figura legal que se
proyectaría durante el resto del siglo y comienzos del siguiente con la
reasignación de los exesclavos como indios de encomienda, utilizando
así aquella tradicional institución de coerción laboral –que en Chile se
había caracterizado por ser de «servicio personal», no de «tributo»–
para mantener el control de esta mano de obra manumitida16. Vemos
así que desde los últimos años de la década de 1670 ya no era posible
capturar legalmente nuevas «presas» en la guerra; pero respecto de la
liberación de los ya esclavizados, el régimen de «depósito» y la recom-
posición de las encomiendas terminó por diluir uno de los principales
objetivos del proyecto abolicionista17.
A todo lo anterior debemos agregar la costumbre muy arraigada
en el mundo fronterizo de «sacar» niñas o muchachos para trasladar-
los a otro lugar a trabajar en diversas tareas o intercambiarlos a un
tercero, sin ningún sustento jurídico; eran simplemente «tomados» y
«llevados». En una práctica que recuerda mucho la conquista inicial del
continente, oficiales españoles y soldados mestizos secuestraban indias
e indios desde la Araucanía o Chiloé, o entre los mismos «amigos» que
habitaban cerca de los fuertes, e incluso desde regiones cercanas pero ya
colonizadas al norte del Biobío –como Chillán o Maule–, llevándolos
como sirvientes en sus periplos de desertores o durante los permisos
invernales hacia Chile central –como lo analiza Hugo Contreras en
otro capítulo de este libro–; o bien intercambiándolos a sus familias
por algún objeto o comida, bajo la eufemística fórmula de «venta a

15
Jara y Pinto, 1982-1983, I: 350-351.
16
Sobre esta continuación, véase «Real cédula sobre encomendar o depositar a
los indios de guerra» (Madrid, 24 de marzo de 1707), en Jara y Pinto, 1982-
1983, II: 14-15.
17
«Real cédula aprobando lo que ha ejecutado el gobernador de Chile con los
indios apresados en la guerra y depositados» (Buen Retiro, 19 de noviembre
de 1686), en Jara y Pinto, 1982-1983, I: 350-351; Konetzke, 1953-1962, II/2:
789-790; Amunátegui Solar, 1909-1910, II: 185-192; Obregón Iturra, 2015:
226-231. Juan Guillermo Muñoz trata varios casos de esta transición en el
contexto del mundo rural de Chile central: Muñoz Correa, 2003: 128 y ss.

324
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

la usanza»18. En la misma lógica, por ejemplo, se engañaba a indios


adultos mediante promesas laborales que luego no se cumplían y que
terminaban transformándose en adscripciones laborales forzadas.
Estamos, pues, ante un fenómeno migratorio complejo y polifacé-
tico, si bien atravesado por un denominador común, y cuya magnitud
es difícil de cuantificar; aunque la evidencia cualitativa permite dar una
idea de la dimensión que iba alcanzando el fenómeno. Así se puede ver,
por ejemplo, en los testimonios de la propia élite del distrito de Santiago,
que se mostró temerosa ante el creciente número de aucaes desterrados
desde Valdivia y Osorno ya en una época temprana como fue la guerra
desatada en 159819. Temor que se hizo patente durante el alzamiento
fronterizo de 1655, cuando se reprimió a numerosos indígenas de lugares
cercanos a la capital supuestamente vinculados con los rebeldes del sur
e involucrados en un eventual ataque a la ciudad; y aún se mantenía en
las primeras décadas del siglo XVIII, cuando a raíz del nuevo alzamiento
de 1723 se llevaron a cabo acciones represivas contra indios mapuches
asentados en la comarca de Santiago20.

Mujeres y niños
Chile reprodujo una larga tradición continental del «botín de
guerra» femenino practicado desde la conquista, y donde la mayoría
de las mujeres secuestradas y desarraigadas terminaban como sirvien-
tes sexuales, criadas, nodrizas o cocineras de estancieros, soldados y
religiosos21. Entre estos últimos, por ejemplo, el sínodo celebrado en

18
Véase la descripción crítica que hace el obispo de Santiago sobre esta costumbre:
Carta del obispo al rey (20 de septiembre de 1699), en Lizana, 1919: 426.
19
Informe de Domingo de Eraso (4 de enero de 1600), cit. en Jara, 1984: 180.
20
Contreras Cruces, 2013.
21
Susan Socolow, al tratar sobre la mujer esclava traída de África, pone un acento
especial en el desarraigo del origen, usando conceptos como «secuestro», además
de las consecuencias de la esclavización, el destierro y la mezcla con individuos
provenientes de diversas regiones de África, todo lo cual tendía a cortar los
lazos de sus familias y sus linajes. Al analizar la mujer india también utiliza la
palabra «secuestro» para aproximarse al patrón de captura y la experiencia
de desarraigo que vivieron las mujeres de regiones fronterizas americanas en
manos de españoles y portugueses, no solo durante la conquista sino aún en
fechas muy tardías, y donde, más allá de las leyes que teóricamente las prote-
gían, experimentaban muchas veces la violencia física y sexual, como esclavas
domésticas, concubinas o prostitutas: Socolow, 2015: 36, 41 y 141. Ver también
Ares Queija 2004 (para el Perú); Flusche y Korth, 1983: 37 y ss. (para Chile).

325
Jaime Valenzuela Márquez

Santiago en 1688, al prohibir cualquier trato sospechoso entre curas


y mujeres, declaraba explícitamente que se debía evitar «el servirse en
sus casas de mujeres mozas, así españolas como indias […], y no traer
a su casa, con ningún pretexto, chinas muchachas –según el vocablo
quechua que designaba a las niñas menores de edad–»22. No obstante, el
propio obispo que encabezó este evento había aparecido algunos años
antes bautizando a dos indias de 8 y 15 años que estaban a su servicio,
y que aparecían caracterizadas bajo el rótulo «natural de las provincias
de arriba, hija de padres infieles»23.
Junto con las mujeres adultas, pues, las niñas –chinas–, niños –hueñis– y
adolescentes tendían a ser los preferidos en las razias esclavistas del sur, y
también en los secuestros individuales y las «compras a la usanza»24. Las
fuentes demuestran que las capturas no discriminaban edades, e incluso
el gobernador Laso de la Vega fue acusado en 1634 de vender y herrar
«en los rostros como esclavos a muchachos y niñas de cuatro a seis años
y de más edades»25; mientras que en el juicio de residencia al gobernador
Meneses podemos ver que de las 146 «piezas» que en su beneficio se
vendieron en Santiago durante el período de su gobierno, la mayor parte
fueron, justamente, chinas e indias «con su crío»26.
Por cierto, la mujer esclava presentaba la ventaja jurídica adicio-
nal de que su propietario podía vender el derecho a la servidumbre de
sus hijos y, en general, de todos los procreados por línea umbilical o
cognaticia. Los infantes y «muchachos», por su parte, tenían ventajas
comparativas para una inversión a largo plazo: no sólo su precio era
menor –en el caso de los esclavos–, sino que también eran más fáciles

22
Carrasco Saavedra, 1983 [1688]: 34.
23
Partidas de bautismo (abril de 1681), en AAS.Sag, libro 10, fjs. 147-147v.
24
En 1607 se habrían capturado más de mil «piezas», entre niños y mujeres,
mientras que a su lado fueron muertos o hecho prisioneros solo unos 300
hombres adultos. Dos años más tarde otro informe estimaba que en dos años
y medio se habían capturado unas 3.500 «piezas», entre mujeres y niños, y se
habrían degollado unos 900 hombres: Villalobos, 1995: 100. Sobre la dimensión
legal de la «usanza» en el tráfico de niños y los intentos locales por sostener su
legalidad, ver Chuecas Saldías, 2016b.
25
«Memoria de avisos del estado y cosas del Reyno de Chile», BN.BM.Mss, vol.
132, pza. 2403, fj. 267.
26
«Relación jurada y firmada que da el General Dn. Melchor de Caravajal y
Saravia de las piezas que han entrado en su poder y de que tiene noticia han
venido de la Ciudad de Concepción pertenecientes al Sr. General de la Artillería
Dn. Francisco Meneses […] desde el principio de su gobierno hasta que lo dejó
de ser, traídas por mar y tierra […]» (Santiago, 1669), en AGI.ECJ, vol. 937-A,
pza. 10, fjs. 260-265.

326
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

de «sacar» desde el seno familiar –intercambiándolos por una vaca o


hierro– o simplemente «tomándolos» al paso, por soldados o sus aliados
indígenas. Por otro lado, y a diferencia de los adultos, también eran más
fáciles de «aclimatar» a las nuevas condiciones de vida y a las formas cul-
turales occidentales –lengua, religión y hábitos cotidianos–, y de deslavar
la memoria originaria aprovechándose de la fragilidad de los recuerdos
infantiles, todo lo cual dificultaba una eventual fuga. La propia cédula
que legalizó la esclavitud en 1608 estipulaba un límite de edad muy bajo
para ser capturado y vendido, pues los hombres podían serlo desde los
10 años y medio, y las mujeres desde los 9 y medio; incluso los niños
menores de esas edades también podían ser secuestrados y deportados
con el fin de que fuesen entregados a personas que los cristianizaran,
estando obligados a servirles –teóricamente– hasta que cumpliesen los
20 años27. De hecho, los registros notariales de compraventas en Chile
central se poblaron de hueñis y de chinas, y se hizo costumbre que los
militares-estancieros que volvían de sus campañas araucanas trajeran
consigo algunos niños para incorporarlos a las labores de su propiedad
como criados en sus casas, o para regalarlos a parientes y amigos28.
De esta forma, si fijamos nuestra atención en los registros de bau-
tismo de la principal parroquia de Santiago, por ejemplo, podemos ver
que tanto en el último tercio del siglo XVI como en el último tercio
del XVII el género femenino fluctuaba en torno al 65% del total de
indios bautizados que provenían de «arriba». Y para los veinte años
que transcurrieron entre 1665 y 1685 –y que enmarcan la transición
abolicionista– más del 40% por ciento de ellas tenían menos de 20
años de edad29.

27
«Real cédula para que los indios de guerra…», loc. cit.
28
Muñoz Correa, 2003: 116-117.
29
Valenzuela Márquez, 2014b: 631-633. Esta última cifra podría aumentar
significativamente si consideramos la constante ambigüedad con que en la
época se revestían las categorías de «adulto», «muchacho/a» y «china», por
mencionar algunas de las principales denominaciones que, a falta de datos
precisos, hemos incluido en el grupo «sin información», pero que esconderían
una cantidad aparentemente importante de sujetos por debajo de los diez años
de edad. Algo que sería aún más evidente en el caso de las llamadas «chinitas»,
que normalmente tendían a ser de no más de seis años: Noli, 1998.

327
Jaime Valenzuela Márquez

Los casos estudiados:


antecedentes sobre las indias que litigaron
por su libertad
La primavera de 1627 marcó violentamente la vida de la pequeña
Colmey. Tendría unos seis años de edad cuando en una razia hispa-
noíndígena contra los indios de la zona de Pellagüén fue separada de su
familia y de su rewe30. Esclavizada y llevada «entre algunas piezas que
trajo aucaes» un oficial fronterizo para servir en su casa, en la ciudad
de Concepción, más tarde sería trasladada hasta la chacra de Ñuñoa
que sus amos tenían en las cercanías de Santiago. Casi tres décadas
más tarde, ya bautizada como Luisa y siempre en servicio doméstico
de la viuda de aquel oficial, Ana Pajuelo, Colmey decidió buscar el
amparo judicial para obtener su libertad, al enterarse que la situación
de esclavitud en la que vivía desde pequeña ya no era legal –según la
cédula de 1608, la «servidumbre» terminaba a los 20 años de edad– y
tener la convicción de que su propia captura no había sido legítima31.
Pocos años después de aquella maloca de 1627, otro ataque contra
esas mismas «tierras del enemigo» de Pellagüén generó numerosos cau-
tivos, que rápidamente pasaron por las respectivas certificaciones del
oficial a cargo del fuerte desde donde se había organizado la incursión;
documentos que legitimaban las condiciones bajo las cuales se había
realizado la captura en «justa guerra» y, por lo tanto, el soporte escrito
de legalidad que permitía la venta de estas «presas» como esclavos.
Entre los asustados rostros que pasaron delante del oficial a cargo del
fuerte de Arauco, en aquel otoño de 1636, estaba la india Nilengueco
y su «cría al pecho» de año y medio –que fue bautizado como Francis-
co–. A través de transacciones y experiencias que desconocemos ambos
llegaron hasta Santiago, incorporándose a la esclavitud doméstica en
un hogar de la élite capitalina. Bautizada como Mariana, vivió durante
treinta años en esta condición hasta que decidió huir. Tras permanecer
30
Utilizamos la palabra mapudungun rewe o levo, o su equivalente español
de«parcialidad», según la definición propuesta por José Manuel Zavala y Tom
Dillehay, para quienes correspondería a una unidad territorial y sociopolitica autó-
noma, constituida por uno o varios patrilinajes extendidos residentes en un mismo
espacio geográfico y articulados en torno a una línea de descendencia masculina
principal que proveía la jefatura y posiblemente el apelativo con el que aparece
mencionado en la documentación: Zavala Cepeda y Dillehay, 2010: 439-443.
31
«Protector general de los naturales. Con Ana Pajuelo, sobre la libertad de Luisa,
india esclava, natural de Cautín» (1653-1660), ANH.RA, vol. 2386, pza. 3, fjs.
95-188v.

328
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

cerca de dos años clandestina supo de la muerte de su amo y entonces


se atrevió a acudir directamente ante el gobernador del reino para pedir
su libertad32.
Algo diferente ocurrió a Mallén, una niña puelche capturada du-
rante las campañas militares que se desplegaron después del parlamento
hispano-indígena de Quillín de 1647, orientadas a reprimir los focos
rebeldes que habían surgido en los llanos de Toltén, Osorno y Valdivia.
Malocas esclavistas que también se extendieron con fuerza hacia las
poblaciones de los valles andinos y trasandinos donde habitaban los
indios puelches33. Francisca, como se le bautizó, fue llevada a trabajar
en el servicio doméstico de un connotado escribano de Concepción,
conviviendo con los numerosos esclavos que allí servían. Veinte años
después comenzó a «proclamar de su servidumbre a la libertad», re-
negando de su condición, aunque no por la vía judicial sino haciendo
«jactancia» en su entorno social. Francisca llegó a la justicia, entonces, a
raíz de la demanda que le interpuso su ama por presumir públicamente
de ser una persona libre34.
Por otra parte, durante el gran alzamiento mapuche-huilliche que
abrasó las regiones meridionales de Chile entre 1655 y 1662 se activaron
numerosas malocas represivas que rápidamente complementaron los
objetivos propiamente militares y políticos de la monarquía –sofocar
la rebelión– con las tensiones intestinas y ambigüedades entre rewes,
todo sazonado por la ambición de hacerse con la mayor cantidad de
«presas» que luego pudieran ser traficadas hacia el norte35. Codicia que
alimentaba frecuentes razzias contra indios «amigos» a los que se hacía

32
«Mariana de Amezquita. Con Mariana, india, sobre reducirla a su servicio»
(1667), ANH.RA, vol. 1764, pza. 10, fjs. 154-157.
33
Para comienzos del siglo XVIII un observador destacaba la condición de nó-
mades de los puelches (aunque con un radio de circulación restringido entre
la altura de la Laja y Naguelguapi, en la vertiente oriental de los Andes), y su
estrecha vinculación cultural y parental con los pehuenches que habitaban la
vertiente occidental de la misma cordillera –«y por esto la llaman a toda en
general la tierra de los pehuenches»–. Destacaba también la diferencia cultural
con los mapuche-huilliches, ya que «hablan otro idioma muy distinto al de los
de la tierra y tienen otros ritos, son más bárbaros y toscos»: Goicovich, 2005:
218-219.
34
«Alonso Bernal de Mercado, protector de indios, contra Leonarda de Ormeño,
sobre libertad de Francisca, india esclava» (1667-1669), ANH.RA, vol. 657,
pza. 1, fjs. 1-67v.
35
Sobre los antecedentes que llevaron a este alzamiento, en particular los abusos
cometidos por el círculo del gobernador Antonio de Acuña y Cabrera (1650-
1655) en relación con la esclavización y tráfico de indios de la frontera y «tierra

329
Jaime Valenzuela Márquez

pasar por «enemigos» para obtener las certificaciones de su captura


legal, en una práctica bastante frecuente en medio de las ambigüedad
de estos estatus y del quiebre generalizado en las alianzas que habían
sostenido el colaboracionismo indígena fronterizo36. Fue lo que sucedió
con Clara –no sabemos su nombre original–, india residente en las tierras
«amigas» de Paicaví, que hacia 1660 fue literalmente secuestrada por
dos soldados y trasladada junto con sus padres y hermanos hasta el
fuerte de Arauco bajo la excusa de que se habían alzado. Con apenas
doce años fue llevada con su madre hasta Concepción y, luego, hasta
la misma capital del reino, donde estuvo al servicio ni más ni menos
que del propio gobernador Meneses37. Más tarde pasaría a servir –«con
opresión de esclava», según sus palabras–, en la casa de Francisco Bravo
de Saravia, suegro de Meneses y uno de los hombres más connotados de
la época. En 1679 Clara decidió recurrir a la justicia contra su poderoso
amo para obtener la libertad que le permitiese convivir con su esposo,
un esclavo negro con el cual estaba casada desde hacía siete años pero
«sin poder hacer vida maridable» ya que pertenecía a otro propietario
y habitaba en el campo, lejos de la ciudad38.
El desenlace del alzamiento en 1662 no trajo consigo el fin de las
malocas y contramalocas interindígenas, como la que había sufrido
la familia –o rucatuche39– de Clara, en Paicaví. Por el contrario, se
intensificarán durante toda esa década y la siguiente, marcadas por
los gobiernos de Meneses y de Henríquez que, como hemos señalado,
incentivaron las razzias que aportaban indios para ser transados en su

adentro»: Ibarra, 1988 [1658]: 380-384; Barros Arana, 1999-2005 [1884-1902],


IV: 345 y ss.
36
Obregón Iturra, 2010. Cf. Villar y Jiménez, 2001.
37
En enero de 1669, durante el levantamiento de información para el juicio de
residencia a Meneses, el abogado de la Real Audiencia tomó declaración a los
indios e indias esclavas que eran propiedad del gobernador, varias de las cua-
les servían en su hogar –disponía de 4 certificaciones de captura y 24 títulos
de esclavitud–: «Tercero cuaderno, de los autos hechos sobre los embargos y
descubrimiento de bienes del señor Gobernador don Francisco Meneses», AGI.
ECJ, vol. 937-A, pza. 10, f. 180.
38
«El protector general de naturales. Amparo y defensa de Clara india, contra
don Francisco de Saravia, sobre libertad de su encomienda» (1679-1680), ANH.
RA, vol. 2544, pza. 12, fjs. 219-236v.
39
Familia polígama constituida en el seno de la choza o ruca. La base familiar de
la ruca, por su parte, la componían el marido y su(s) esposa(s), así como sus hijas
e hijos solteros; pero también se ampliaba al albergar a algunos hijos casados
con su respectiva descendencia, con lo que la ruca pasaba a ser el hábitat de
una familia polígama extendida: Boccara, 2007: 31-34.

330
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

propio beneficio y de sus cercanos, antes de que se concretaran defini-


tivamente las disposiciones abolicionistas que llegaban desde Madrid.
Presión monárquica que no solo angustiaba a gobernadores y soldados,
sino que también alimentaba la ansiedad hispana de mano de obra
indígena ante la inminente clausura de dicho tráfico.
Fue en esa coyuntura cuando se potenciaron usos y formas enga-
ñosas de esclavización que ya venían activándose desde hacía décadas;
como la resignificación que adquirió bajo la lógica hispana la práctica
tradicional mapuche de entregar a familiares en forma transitoria –
originalmente con la posibilidad de recuperarlos– a cambio de algún
bien, siguiendo el principio del don/reciprocidad40. Pervertida por la
codicia hispana, entonces, la que se denominó eufemísticamente como
«venta a la usanza» se convirtió en una fuente paralela y rentable de
indios, pese a su explícita prohibición desde 1656 y a que eludía los
requisitos legales de una esclavitud autorizada solo en «justa guerra»
contra indios «alzados y rebelados». Dentro de esta misma sinergia se
alimentó, como ya dijimos, la captura intraétnica de indios «libres» y
su tráfico allende el Biobío por parte de otros indios41. Fue en ese con-
texto en que, a lo largo de la década de 1670, se llevaron a cabo varias
incursiones lideradas por el capitán Laureano Ripete desde el fuerte
de Arauco –donde estuvo apostado los primeros años– y luego desde
el de Boroa –donde aparece como cabo del fuerte hacia 167742– con el
apoyo de las parcialidades de «amigos» de la costa de Tucapel y, sobre
todo, del rewe de Boroa43.

40
Mauss, 1950.
41
Boccara, 2007: 326-329. Para este autor, el alzamiento de 1655 habría signifi-
cado una interrupción de las expediciones esclavistas efectuadas en el territorio
rebelde «chileno», mientras aumentaban las malocas orientadas al pillaje y
captura de indios del otro lado de la cordillera: Ibid.: 315. No obstante, las
crónicas y documentación administrativa y judicial muestran la intensificación
dramática de razzias contra indios de paz en zonas como Paicaví, los llanos de
Boroa y Toltén, por mencionar algunos ejemplos, especialmente durante los
gobiernos de Francisco de Meneses y Juan Henríquez. Numerosas descripciones
de estas malocas ilegales se detallan en el juicio de residencia contra Meneses:
AGI.ECJ, vol. 937-A, fjs. 76-81v.
42
Guarda, 1979: 122.
43
Es importante destacar que en la zona de Boroa dominaba el «toqui general»
Painemal, con cuya hija Ripete llegó a casarse para fortalecer la fidelidad de sus
parcialidades: Testimonio de don Alonso de Córdoba y Figueroa (23 de Julio
de 1682), en «Tercer cuaderno…», AGI.ECJ, vol. 939-B, pza. 6, fjs. 942-942v.

331
Jaime Valenzuela Márquez

A través del engaño y la sorpresa fue entonces como a comienzos


de 1672 Ripete y los indios de Boroa maloquearon el quiñelob44 del
cacique Catilao, en Toltén Alto, pese a ser «de paz» y «amigo» de los
españoles. Más de cincuenta mapuches fueron capturados en la ocasión,
entre los que se encontraba una de las esposas del cacique, deportada
a Santiago junto con varios de sus hijos45.
Pero no era la primera vez que Ripete y sus aliados indios atacaban
esa zona de Toltén. A fines del año 1670, aprovechando el impulso repre-
sivo desplegado por el gobernador Dávila (interino, 1668-1670) contra
algunos rewes insumisos entre Tolpán, Boroa y Maquegua46, el capitán
Ripete llevó a cabo otra maloca, esta vez con apoyo de los «amigos»
de Tucapel –el fuerte del mismo nombre había sido restablecido un par
de años antes– donde se capturaron «muchas piezas», y entre las cuales
estaba Contuilabquen, de 22 años, y sus dos hijos, de cinco y tres años,
según estampaba la certificación47. Allí se señalaba, además, que esta
india pertenecería a la parcialidad del cacique Cadiñanco, reconocida en

44
Utilizamos la palabra en mapudungun quiñelob en su sentido español de
«comunidad familiar» –y que en su proyección sociopolítica podría asociarse
al rewe o «parcialidad»–, siguiendo la explicación propuesta por Guillaume
Boccara. Según este autor, a nivel familiar la sociedad mapuche se conformaría
a partir de una familia polígama constituida en el seno de la choza o ruca (una
rucatuche); unidad básica que se insertaba, a su vez, en un conjunto de rucas
habitadas por otros miembros de la parentela, conformando un caserío patri-
familiar –familia polígama dependiente– enlazado por un agregado familiar
más amplio definido por los miembros masculinos ligados por ascendencia en
línea paterna, pero donde también podían residir cuñados y yernos. A su vez,
una agrupación de patrifamilias, unidas a caseríos aliados, conformarían un
quiñelob, estructurado como un grupo local endógamo a nivel de sus relaciones
matrimoniales y familiares, y que constituiría el primer nivel político autónomo
de la estructura social mapuche: la comunidad endogámica de base al interior
de la cual sus miembros se casan y cooperan en las actividades de producción:
Boccara 2007: 31-34.
45
El testimonio de la esposa de Catilao –no sabemos su nombre– se encuentra
en el contexto del juicio de residencia al gobernador Juan Henríquez, donde se
recogen antecedentes sobre esta maloca que había tomado visos de escándalo
político: «Autos sobre la residencia tomada al j[ene]ral de artillería D. Juan
Henríquez, del tiempo que fue gobernador y capitán j[ene]ral de Chile, y sobre
los actos de sus subalternos» (Concepción, 1672), ANH.RA, vol. 484, pza. 5,
fjs. 131-132v; Obregón Iturra, 2010: 192-193.
46
Gay, 1844-1871, III: 248-250; Barros Arana, 1999-2005 [1884-1902], V: 91.
47
«Blanca de Albornoz. Autos que le sigue la india Ángela, sobre su libertad»
(1680), ANH.RA, vol. 2930, pza. 6, f. 271v.

332
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

esos años por presentar resistencia en los llanos al sur del río Toltén48.
Luego de pasar por el «examen» de un sacerdote jesuita que verificó
su condición y de pagar el impuesto –quinto real– correspondiente, el
oficial que se quedó con ellos obtuvo la definitiva carta de esclavitud
perpetua para Contuilabquen y la declaración de «servidumbre» para
sus hijos49. Pasó casi una década desde este traumático episodio hasta
que a comienzos de 1680 vemos aparecer en los estrados de la Real
Audiencia de Santiago a la india Ángela (Contuilabquen), que a través
del coadjutor de indios intentará revertir su condición apuntando a la
falsedad de la información contenida en la certificación de su captu-
ra y de su pertenencia a rewes enemigos. Litigio ambientado en una
coyuntura legal en que la ama de Ángela buscó mantener su posesión
haciéndola transitar desde la esclavitud al «depósito».

El indio y su acceso al sistema judicial


Luisa, Mariana, Francisca, Clara y Ángela son las cinco mujeres
que en un momento específico de sus vidas, y coincidiendo con una
coyuntura auspiciosa para sus espectativas, decidieron acudir ante la
Real Audiencia de Chile para reclamar, pedir y litigar por su condición.
Y lo hicieron ante este tribunal de instancia superior –que normalmente
se preocupaba de apelaciones y juicios mayores– pues según la norma
vigente todos los casos judiciales donde se vieran involucrados indígenas
debían tratarse como «casos de corte», vistos en primera instancia por
los magistrados que ejercían directamente la justicia en nombre del rey50.
Las Reales Audiencias estaban compuestas por funcionarios de alto
prestigio que se instalaban normalmente en las sedes de los virreinatos
o en ciudades consideradas estratégicas para el imperio. Encabezadas
por los propios virreyes o los gobernadores de sus jurisdicciones, sus
decisiones eran consideradas como si emanaran del propio monarca –de
hecho, estampaban el sello real en sus documentos–. Chile, pese a ser
un espacio periférico e insolvente para el imperio, tenía características
48
En 1672 se organizará una maloca en su contra, desde la plaza de Valdivia:
Jara y Pinto, 1982-1983, II: 186-187.
49
Según la cédula de esclavitud de 1608, solo podían ser esclavizados los hombres
mayores de diez años y medio, y las mujeres de nueve años y medio; pero los niños
y niñas menores podían «ser sacados de las provincias rebeldes […] y entregados a
personas a quien sirvan hasta tener edad de veinte años», luego de lo cual quedaban
«en cabeza de su majestad»: Jara y Pinto, 1982-1983, I: 255.
50
Garriga, 2004; Martiré, 2005; Albornoz Vásquez, 2014.

333
Jaime Valenzuela Márquez

geopolíticas que lo hacían importante para proteger el acceso sur al


océano Pacífico –y, por ende, a la circulación marítima de la plata poto-
sina–. Lo anterior, unido a la perpetuación de la autonomía y resistencia
de los nativos meridionales, llevó a establecer desde muy temprano una
Audiencia en Concepción, ciudad desde la cual se gestionaba la actividad
militar contra los mapuches. Justamente fue por el papel eminentemente
castrense de esta ciudad y de su sociedad que este alto tribunal solo pudo
sostenerse allí por algunos años (1567-1575), en medio de constantes
pugnas entre sus oidores, el gobernador y la oficialidad, debido a las
ilegalidades flangrantes de la guerra. Será en 1609 cuando se reinstale
definitivamente, ahora en Santiago, reforzando así el papel civil y po-
lítico de esta ciudad, a la par que alimentaba la ilusión cortesana que
sus magistrados y familias proyectaban en el seno de las élites urbanas
de esta modesta capital colonial51.
Llama la atención, por cierto, el momento de su refundación, que
coincide con la declaración de esclavitud legal de los indios de Chile
–decretada el año anterior y publicada al siguiente– y el debate que se
estaba llevando a cabo desde 1606 a nivel virreinal y peninsular sobre
la guerra de Arauco; todo ello en medio de los argumentos jesuitas que
pronto prevalecerán respecto del establecimiento de la «guerra defensi-
va» decretada en 1612. Llama la atención la fecha, también, porque si
desviamos la mirada hacia la vertiente lusoamericana –Portugal estuvo
unido dinásticamente a la corona española entre 1580 y 1640– vemos
que también en 1609 se establecía el tribunal de justicia superior en
Brasil, la Relação de Bahía, que un año después debía enfrentar su
primera crisis justamente por el tema de la esclavización de los indios,
que se mantenía como una práctica generalizada y progresiva entre
los colonos del litoral nordestino y, luego, hacia el sur, en São Paulo.
Stuart Schwartz afirma, en este sentido, que la llegada de la Relação
a Bahía estaría ligada directamente con la política indigenista de los
Habsburgo y la consiguiente presión de los jesuitas, lo que nos lleva
a pensar en una decisión imperial conectada con la refundación de la
Audiencia de Chile52.
Lo cierto es que desde su instalación en Santiago este tribunal
contempló dentro de sus obligaciones y facultades el hacerse cargo de
los casos concernientes a personas calificadas como «débiles» o «mise-
rables», en una práctica que derivaba de la tradición de acomodación

51
Valenzuela Márquez, 2001: 77-86.
52
Schwartz, 2011: 112-113.

334
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

legal que se venía dando desde la Europa medieval para aminorar la


repercusión de la ley sobre personas que por diferencia social, minoría
de edad u otra condición se hallasen en desventaja para pedir justicia.
En efecto, con el avance del cristianismo medieval se fue consolidando
esta obligación que ya desde el derecho romano pesaba sobre los reyes,
en el sentido de dar protección especial a las viudas, huérfanos, ancia-
nos, impedidos, pobres y desamparados en general; perspectiva que iría
extendiendo progresivamente las categorías de los beneficiados hacia
peregrinos, indigentes, campesinos, ignorantes, cautivos, niños expósi-
tos, ciegos, etc. El código de Las siete partidas (1256-1265) terminará
por formalizar esta costumbre, estipulando que las causas de todos
aquellos que eran vistos con relativa incapacidad jurídica debían ser
«casos de corte» y, por ende, incorporarse dentro de la jurisdicción real
en primera instancia; norma que se trasladará luego a la compilación
del derecho castellano y se mantendrá vigente durante toda la época
colonial americana53.
Además de lo anterior se estipuló que para esas mismas categorías
de «miserables en derecho» el proceso judicial debía ser abreviado y
expedito, para no prolongar los litigios ni encarecer el juicio; y tam-
bién se determinó que los funcionarios judiciales estaban obligados a
atenderlos a precios reducidos o en forma gratuita. Esto último llevó
a la emergencia de un abogado «protector de pobres», encargado de
representar a los «miserables» en pleitos civiles y criminales54; y que
sería el antecedente de lo que más tarde se designará en América como
«protector de indios», toda vez que los nativos también serán conside-
rados como tales, incapaces de administrarse por sí mismos debido a su
rusticidad y minoría, pero también vulnerables frente a los colonizadores
hispanos55. Todo ello, por cierto, en el contexto del debate teológico

53
Borah, 1985: 24-25; Castañeda Delgado, 1971; Dougnac Rodríguez, 1994:
314-315; Cuena Boy, 1998.
54
Borah, 1985: 27.
55
Cunill, 2011. Ya en las instrucciones para la primera Real Audiencia de 1512, en
Santo Domingo, se definía la existencia de un «procurador de pobres», aunque
seguramente estaba pensado para atender a españoles: Borah, 1985: 34. Hacia
mediados del siglo XVII el jurista Solórzano Pereyra dedicaba un capítulo
completo de su Política indiana a este tema, bajo el título: «Que los indios son
y deben ser contados entre las personas que el derecho llama miserables, y de
qué privilegios temporales gocen por esta causa, y de sus protectores» (cap.
XXVIII). Allí enfatizaba que por miserables debían considerarse todas aquellas
personas «de quien naturalmente nos compadecemos por su estado, calidad y
trabajos»; y entre ellas, en primer lugar, deberían estar «nuestros indios, por

335
Jaime Valenzuela Márquez

que se desarrolló durante las primeras décadas del siglo XVI respecto
de la naturaleza de los indios y en medio de la catástrofe demográfica
antillana que llevó a la dictación de las Leyes Nuevas de 154256.
Evidentemente, el mundo indígena americano contemplaba una
diversidad cultural, demográfica y política tan amplia y compleja que
la implementación administrativa de este sustrato ideológico fue tam-
bién muy distinta. En México y Perú, por ejemplo, se crearon juzgados
especiales para atender específicamente a indios, y sus comunidades
se transformaron en asiduas litigantes57. También en la costa peruana
y los Andes centrales los ayllus y sus caciques acudían frecuentemen-
te ante los tribunales, generalmente por conflictos de tierras, en un
proceso que varios autores han definido como la emergencia de una
verdadera «cultura judicial» en la que los indígenas habrían asimilado
los saberes jurídicos y prácticas procesales hispanas para luego utili-
zarlas en su favor. De esta forma se habrían generando jurisprudencias
que alimentaron la conformación dialógica de una suerte de derecho
híbrido, el que –si perder de vista la asimetría en la relación de poder
que establecía la omnipresencia colonial–, habría potenciado a los tri-
bunales de justicia y al sistema legal en su conjunto como un constante
espacio de negociación58.
Todo ello fue posible, sin duda, gracias a que el propio sistema legal
hispano estaba dotado de una plasticidad que le permitía acomodarse
a las diferentes situaciones regionales y que se basaba en una tradición

su humilde, servil y rendida condición». Incluso si no se diesen estas caracte-


rísticas, ya por el hecho de ser convertidos tan recientemente al cristianismo la
ley debía tratarlos como tales y otorgarles «los privilegios y favores que andan
con él, como en general de los indios y demás infieles que se convierten»; con-
siderando, por lo demás, todas las otras características que el jurista ya había
resumido como parte de su «naturaleza»: «su imbecilidad, rusticidad, pobreza
y pusilanimidad»: Solórzano Pereyra, 1996 [1647], I: 575-576.
56
Borah, 1985: 37 y ss.; Cunill, 2012b. Sobre estos temas véase el trabajo clásico
de Hanke, 1959. En este plano se debe considerar, además, que desde 1571 los
indios ya no dependerán del fuero de la Inquisición.
57
Borah, 1970 y 1985.
58
Kellogg, 1995; Castillo y González-Hermosillo, 2004; Poloni-Simard, 2005; Ruiz
Medrano y Kellogg, 2010; Cunill, 2012a; O’Toole, 2012: 149-155; Yannakakis,
2013. Esta misma perspectiva alimentó el estudio de Charles Cutter sobre los
protectores de indios del norte de Nueva España: Cutter, 1986; ver también
Cutter 1995: 31. Respecto de la apropiación y uso de la práctica judicial por
parte de las autoridades indígenas mexicanas, pero en el plano de los tribunales
eclesiásticos, véase De Zaballa Beascoechea, 2011. Para un espacio provinciano
diferente, véase Bixio y González Navarro, 2003.

336
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

esencialmente casuística59. Casuismo que se traducía en la existencia


de una variedad amplia y creciente de normas imperantes, muchas de
ellas traslapadas y contradictorias, en la medida en que cada situación
nueva o diferente ameritaba la dictación de una cédula real o disposición
local que podía tener validez y jurisprudencia general60. A lo anterior
habría que agregar la multiplicidad de códigos a los que se recurría, al
menos hasta la promulgación de la Recopilación de leyes de los reinos
de las Indias (1680).
En efecto, el llamado «derecho indiano» se alimentaba de una serie
de dispositivos fragmentados dentro de varias jurisdicciones, que entra-
ban a tallar en la lid judicial dependiendo de los contextos y situaciones
que sirvieran para invocarlos e interpretarlos61. Así, se disponía de al
menos tres conjuntos de normativas: las creadas específicamente para los
dominios coloniales americanos, el derecho castellano (utilizado como
complemento del anterior y codificado desde 1567) y las disposiciones
destinadas a los indígenas. Todo ello derivaba en una gran adaptabilidad
y flexibilidad normativa, amplia discreción de los tribunales y un esce-
nario muy proclive para las negociaciones e interpretaciones de jueces,
litigantes y agentes mediadores (como los protectores y procuradores,
escribanos y traductores). Por ende, y repitiendo aquí la experiencia
jurídica que se vivió durante la secular convivencia entre cristianos,
judíos y musulmanes en la propia Península62, la aplicación de la ley y
la administración de la justicia en América mostraba un escenario ideal
para gestionar el encuentro interétnico y plasmar una hibridación legal
en el escenario procesal que, por cierto, se encuentra muchas veces en
las discusiones y decisiones judiciales63. Y no sería sino hasta la Reco-
pilación de 1680 que podríamos hablar de una real sistematización, en
un código único, de las leyes vigentes para Hispanoamérica, bajo un

59
Tau Anzoátegui, 1992.
60
Benton y Ross, 2013. En un texto anterior, Benton hablaba de las «complejidades
jurisdiccionales en la ley ibérica», que considera como una parte inherente del
orden legal desde el comienzo de la conquista de América: Benton, 2002: 33. Por
su parte, Richard Kagan comparaba el sistema legal colonial en Nueva España
con el orden legal existente en Castilla, apuntando que ambos eran «una mezcla
diversa de leyes confusas y conflictos de jurisdicciones que litigantes astutos
explotaban en su propio beneficio»: Kagan, 1981: 31 (traducción nuestra).
61
Dougnac Rodríguez, 1994.
62
Borah, 1985: 19.
63
Rojas Gómez, 2008: 29-30.

337
Jaime Valenzuela Márquez

formato impreso y de amplia difusión continental entre los organismos


y agentes judiciales64.
Los ejemplos mencionados anteriormente para Nueva España y
los Andes se refieren, no obstante, a una capacidad de negociación que
se habría desplegado en contextos de comunidades indígenas organi-
zadas, con estructuras y representantes políticos, y recursos materiales
y simbólicos de nivel comunitario capaces de interactuar de manera
proactiva y colectiva ante la justicia y sus agentes coloniales. Para el
resto de los sujetos indígenas –que necesitaban acceder al derecho de los
colonizadores para zanjar sus conflictos por la vía legal y utilizarlo en
una dinámica procesal que debía jugar con el casuismo imperante y con
las características específicas de sus contextos– el sistema consideraba la
necesidad de un mediador específico, un agente que los vinculara con la
administración de justicia, abogando especialmente por ellos y buscando
el «amparo» de la mano real ante abusos o inequidades. Esta será la
misión del «protector de indios» (que veremos en el capítulo siguiente).
Misión tanto o más trascendente en el caso de aquellas personas
que, demás de ser indios, poseían la condición de esclavos, como sucedía
en Chile. En ellos se jugaba un equilibrio legal bastante particular y de
evidente tensión ideológica y jurídica, entre la «protección» debida al
indio como súbdito «miserable» de la Corona y cristiano bautizado por
la Iglesia, por un lado, y su sometimiento en carácter de bien semoviente
y transable, por otro. La «[carta de] amparo en su libertad […] para que
no la inquieten ni perturben» será, entonces, el tipo de recurso general-
mente interpuesto por los protectores de las indias esclavas que acuden
ante la Audiencia chilena para revertir su estatus65. Sin ir más lejos, será
64
En Brasil, recién en 1769, con la llamada «Lei da Boa Ração», Pombal sustituyó
el pluralismo del sistema jurídico portugués, marcado por el derecho romano,
el derecho canónico, los glosarios medievales y la «opinión común de los au-
tores» en materias controvertidas, dándose ahora mayor peso a las normas de
la Corona; y todo ello en relación con la tendencia de la época por seguir los
códigos de las «naciones civilizadas» de Europa: Da Silva, 2013: 132.
65
En su estudio sobre la presencia de asiáticos esclavizados en México colonial
–llamados «chinos»–, Tatiana Seijas señala que muchos de ellos reclamaron
su libertad ante la Real Audiencia de México desde varias décadas antes de su
abolición en la década de 1670. Litigios que en general fueron más exitosos
que aquellos levantados por negros, en razón de que aquellos reclamaban ser
«indios» –aunque su origen fuera Manila, China u otros lugares más alejados en
las islas y costas del océano Índico– y porque sobre esta base de reconocimiento
los procuradores que defendieron sus causas encontraban más fácil convencer
a la corte de que su esclavización original había sido injusta: Seijas, 2014:
222. Conclusiones similares encontramos en el reciente estudio de Nancy Van

338
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

también la figura del amparo y la condición de miserable a las que ape-


larán más tarde los esclavos negros para demandar a sus amos ante los
tribunales, valiéndose de herramientas similares para obtener justicia66.
En este sentido es importante destacar que en el marco de plasticidad
jurídica imperante en Hispanoamérica, tanto los esclavos negros como
los esclavos indios acudirán a aquella capacidad de litigio que les daba
su condición de «vasallos cristianos» y de «personas» –más allá de ser
considerados como bienes transables–. Ello les permitía acceder a una
dimensión religiosa y jurídica hispana que preveía ciertas capacidades
legales, dentro de las cuales estaba acceder a los estrados como testigos
o litigantes de su esclavitud y aprovechar así las oportunidades que el
sistema tenía o fue acomodando en el transcurso del tiempo67. Espa-
cio de acción que había sido definido desde que en 1540 el monarca
ordenó a las Reales Audiencias «que si algún negro, o negra, u otros
cualesquiera tenidos por esclavos, proclamaren a la libertad, los oigan,
y hagan justicia»; disposición que luego fue recogida, por cierto, en la
Recopilación de 168068.

El indio y sus «protectores» judiciales:


Entre el derecho y las prácticas locales
La figura del «protector de indios» tuvo su origen temprano
en Bartolomé de las Casas y respondió, en esa primera época, a los
objetivos y miradas predominantemente eclesiásticas que estaban en
juego. Mientras que su formalización propiamente judicial comenzará,
Deusen sobre la narrativa construida en los litigios de un centenar de personas
deportadas a Castilla desde distintos lugares de los dominios hispanos, y que
acudieron ante las cortes peninsulares para reclamar por su libertad. De oríge-
nes tan diversos como México, Centroamérica y el Caribe, Perú, Filipinas, las
Molucas o la India, los que la autora denomina transimperial indios construyen
justamente una serie de argumentos conectados a esta identificación con lo
«indio» y con la carga de significado que tenía en términos jurídicos, sobre todo
después de la dictación de las Leyes Nuevas de 1542. En el contexto propiamente
procesal, Van Deusen incluso habla de una suerte de «teatro legal», donde las
deposiciones de testigos y argumentos jurídicos de los protectores reconstruían
un discurso sobre el pasado de los sujetos, sobre sus orígenes geográficos, el
estatus al momento de la captura y las condiciones en que ella se efectuó, etc.:
Van Deusen, 2015: 147-148.
66
Díaz Hernández, 2014; González Undurraga, 2014: 18 y ss.
67
Bryant, 2014: 115-116; Seijas, 2014: 221. Cf. Ogass Bilbao, 2009; Revilla
Orías, 2010.
68
AA.VV., 1943 [1680], III, lib. VII, tit. V, ley 8.

339
Jaime Valenzuela Márquez

sintomáticamente, en medio de situaciones ligadas a nuestro sujeto de


estudio, ya que fue en 1550 cuando la Audiencia de México nombró
un «procurador general de los indios e indias que en esa Nueva España
[…] están debajo de servidumbre y con color de esclavos, para que por
ellos y en su nombre proclaméis y pidáis la libertad […], de manera
que ningún indio ni india que pueda gozar de la dicha libertad, la deje
de alcanzar y tener», según rezaban las instrucciones enviadas por el
monarca69. Como destaca Borah, con estas disposiciones mexicanas los
indios recibieron por primera vez un asesoramiento legal y gratuito,
aunque fuese un nombramiento de corta duración y limitado al pro-
blema específico de la esclavitud.
Siguiendo el impulso de las Leyes Nuevas, hacia 1554 fue aprobada
la función de un defensor general de indios –confiada al fiscal de la Au-
diencia– y ya en 1563 quedó consignado oficialmente en las ordenanzas
generales para las Audiencias, consolidándose de esta manera la figura
del fiscal para ocupar paralelamente el oficio de «protector fiscal»70.
Esta unión de funciones se repetirá en sucesivas ordenanzas durante el
resto del siglo XVI, y luego será retomada en la Recopilación de 1680
bajo un título muy explícito: «Que los fiscales sean protectores de los
indios, y los defiendan y aleguen por ellos». Allí se preveía, en todo caso,
la posibilidad de que los tribunales decidieran establecer –en forma
independiente del fiscal– los cargos específicos de «protector general»
(como abogado litigante) y «procuradores de indios» (encargados de
tramitar la causa), en cuyo caso se ordenaba al fiscal que colaborase
con ellos71. Sin ir más lejos, otra cédula de 1591 –refrendada en 1614 y
recogida en la Recopilación de 1680– había dispuesto que en todas las
ciudades donde hubiese Real Audiencia se nombrase «un letrado y pro-
curador que sigan los pleitos y causas de los indios, y los defiendan»72.

69
Konetzke, 1953-1962, I: 274-276.
70
Borah, 1985: 74-76, 90 y ss.; Cutter, 1986: 5-20. En el caso andino, la siste-
matización quedará cristalizada en 1575 con las ordenanzas que dictó el virrey
Toledo para el cargo de «Defensor General de Indios», donde reunía y adaptaba
la normativa y atribuciones que ya se habían implementado en otros lugares:
Ruigómez Gómez, 1988: 182-202; Bayle, 1945: 114-120.
71
AA.VV., 1943 [1680], I, lib. II, tit. XVIII, ley 34 (cédulas y ordenanzas de 1563,
1575, 1587 y 1596). Hacia 1620 se normará la equivalencia funcionaria del
«protector general» con el del fiscal –ambos letrados– como cargos indepen-
dientes, lo que le otorgó una mayor consideración en los estrados: Ruigómez
Gómez, 1988: 72
72
AA.VV., 1943 [1680], II, lib. VI, tit. VI, ley 3.

340
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

La falta de precisión burocrática que revelan estas disposiciones se


sigue repitiendo en otras cédulas de fines del siglo XVI y comienzos del
siguiente, en lo que parecen ser años de confusión y de ensayos admi-
nistrativos para lograr un engranaje coherente de estos nuevos cargos
con aquellos establecidos en el organigrama tradicional del tribunal
superior. Junto con los «protectores generales», entonces, las Audiencias
comenzaron a designar «procuradores», «abogados» y «defensores» de
indios, que aparecen en la normativa como cargos separados aunque
complementarios y, al parecer, superpuestos. Más aún, si el pleito fuese
entre indios se señala que el fiscal debiese defender a una de las partes
«y el protector y procurador a la otra»73.
En todo caso, lo que nos revelan los expedientes judiciales sobre la
práctica procesal no siempre coincide con este esfuerzo de nomenclatura
funcionaria; o más bien refleja las ambivalencias, superposiciones o mu-
taciones que muchas veces sufren estas funciones en los ámbitos locales.
Así, por ejemplo, en la Audiencia chilena vemos que a veces interviene
un «protector general» y en otras aparece el «coadjutor general de in-
dios», quizás haciendo alusión a que el primero actuaba en su calidad
de abogado litigante y el segundo como procurador de la causa74. Otra
hipótesis es que el papel de «protector general» haya correspondido al
fiscal de la Audiencia –conforme a las ordenanzas respectivas– y el de
«coadjutor general» podría equivaler al de protector de los indios de
una jurisdicción específica –en el caso de Chile, por ejemplo, la de los
indios del obispado de Santiago o de Concepción–; aunque en ocasiones
se ve actuando al coadjutor de oficio, como letrado litigante a favor
del indio o india que acude ante él, y en otras incluso aparece la misma
persona usando ambas categorías en momentos distintos del proceso75.
73
Solórzano Pereyra, 1996 [1647], I: 589; AA.VV., 1943 [1680], II, lib. VI, tit. VI,
ley 13 (cédulas de 1591 y 1619) y ley 14 (1680). En la capital chilena incluso
se nombra a un «protector de los indios naturales de la provincia de Cuyo»,
designado especialmente para dedicarse a los indios provenientes de esa región
trasandina y que eran trasladados forzadamente a trabajar en la jurisdicción de
Santiago: Cf., por ejemplo, «Poder del capitán Pedro de Bustamante, protector
de los indios huarpes, al capitán Gregorio Serrano para ejercer la protecturía
en su ausencia» (Santiago, 20 de noviembre de 1614), ANH.ES, vol. 82, fj. 450.
74
De hecho, una cédula de 1713 que confirmaba el reciente nombramiento hecho
en la Audiencia de Chile de su nuevo «protector fiscal», permite constatar que era
este funcionario quien debía nombrar a los coadjutores. Estos últimos, por su parte,
ejercerían labores de asesoría y procuraduría en las causas que aquel litigaba: Real
cédula de 10 de junio de 1713, en Ayala, 1988-1996 [c.1781], XII: 86.
75
José de la Puente ha detectado una situación similarmente confusa para el Perú,
al observar que, si bien desde 1563 el fiscal de la Audiencia de Lima ejercería

341
Jaime Valenzuela Márquez

Ello revela no sólo la falta de apego a la normativa del cargo, sino sobre
todo la vigencia de aquella plasticidad casuística que guiaba la aplica-
ción de las normas generales en los distintos rincones del continente.
Lo cierto es que ya hacia 1565 hay mención de la existencia de
protectores para los indios encomendados en Chile, quienes teórica-
mente estarían velando por el cumplimiento de las obligaciones de los
encomenderos76. Pero será en 1593 cuando el gobernador Oñez de
Loyola –que pocos años después moriría combatiendo en la guerra
hispano-indígena iniciada en Curalaba– se haga cargo de reorganizar
la labor del «protector de naturales» que actuaba en la jurisdicción de
Santiago y su distrito, incorporando las ordenanzas andinas del virrey
Toledo y dictando un reglamento que detallaba las facultades y obliga-
ciones por las cuales debía regirse77. Llama la atención, eso sí, que los
objetivos de protección que iban asociados al cargo muchas veces se
contradecían con la calidad de las personas que lo ocupaban, que al
menos durante estos años y parte del XVII no necesariamente corres-
ponderán a letrados versados en derecho y adscritos a la labor de un

como «protector fiscal» –de acuerdo a la ordenanza de ese año– para mediados
del siglo siguiente se encuentran algunas causas de indios donde aparece actuan-
do como un funcionario diferente e independiente del fiscal propiamente tal; por
los mismos años en que, además, aparece por primera vez en Lima el cargo de
«protector general»: De la Puente Brunke, 2005: 236-239; cf. Honores, 2006.
Diana Bonnett menciona para la Audiencia de Quito un expediente donde a los
indígenas litigantes se les asignó un protector que actuaba normalmente como
procurador de causas en ese tribunal: Bonnett, 1992: 106. Con respecto a los
funcionarios encargados de representar judicialmente a los «pobres» en Chile
tardocolonial, Carolina González ha observado un uso conjunto o diferenciado
de los términos de abogado o procurador, pudiéndose deber a que los abogados
de pobres cumplían, a veces y además, las tareas propias de un procurador:
«en algunos casos estamos ante defensores con formación de abogados, aún
cuando en las demandas se les señale como procuradores. Por otro lado, a
veces efectivamente se trata de dos personas diferentes: un abogado o asesor
letrado y un procurador que tramita la causa y generalmente es el mismo a lo
largo del juicio»: González Undurraga, 2012a. En todo caso, como lo recuerda
Carmen Ruigómez, una diferencia importante entre abogados y procuradores
(de pobres, de indios, etc.), por un lado, y protectores, por otro, era que los
primeros actuaban a petición de una de las partes en litigio, gestionaban los
trámites y recibían un pago por sus servicios; mientras que los protectores
podía actuar de oficio y debían asesorar gratuitamente a sus «clientes» pobres
e indios: Ruigómez Gómez, 1988: 30-31, 122-127; Bayle, 1945.
76
Huneeus Pérez, 1956: 86.
77
«Instrucción y ordenanza para los protectores de indios» (Santiago, 4 de febrero
de 1593), en Jara y Pinto, 1982-1983, I: 75-80; Ruigómez Gómez, 1988: 182-
202.

342
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

tribunal. Más bien encontramos entre ellos a notables terratenientes y


ricos encomenderos, probablemente nominados en razón de sus redes
sociales y políticas, además de cierto conocimiento legal, por supuesto,
como fue el caso de Domingo de Erazo, protector que nombró el go-
bernador Oñez luego de dictar la ordenanza de 159378.
El objetivo que transparentaba dicha ordenanza, en todo caso,
apuntaba a que los protectores no necesariamente participasen en la
arena judicial sino más bien ayudasen a generar un marco regulatorio
en los «pueblos de indios», a objeto de facilitar el pago justo de los
tributos y que se cumpliesen las normas laborales que los regían, así
como procurar que las ganancias y bienes de dichas comunidades fuesen
administrados correctamente. De ahí que los nombramientos pudiesen
recaer en personas sin estudios formales de derecho ni práctica letrada.
En el plano propiamente judicial, al menos hasta el establecimiento de
la Audiencia en 1609, la ordenanza de Oñez de Loyola asignaba un
papel más bien limitado al protector, una suerte de observador de los
procedimientos para informar en caso de alguna anomalía. En caso
de algún litigio, por ejemplo, debía preocuparse de que «el letrado y
procurador salgan a la defensa», mientras que la decisión final recaía
en manos del gobernador, quien aparece actuando como «protector
general»; es decir, en un rango superior a los protectores regionales,
asociados a las jurisdicciones episcopales79. Estos, por su parte, serán
ampliados a cuatro desde 1622, asociados a las principales ciudades
del reino (Santiago, Concepción, Chillán y La Serena), con una cédula
que les encargaba preocuparse del funcionamiento y aplicación de
las normas en los pueblos de indios pertenecientes a sus respectivas
jurisdicciones80.
Evidentemente, con la llegada de la Real Audiencia en 1609 la
figura del protector –o coadjutor general– comenzó a tener un papel
más gravitante en los litigios judiciales, observándose una creciente
78
Su hijo Francisco de Erazo (hacendado, miembro de la élite capitular de Santia-
go y… encomendero) será nombrado en 1637 como «protector general de los
indios» del obispado de Santiago, «para que, como incapaces, los defienda en
sus pleitos y causas, procurando vayan sus bienes de comunidad en aumento y
no en disminución»; cargo que volverá a ocupar en 1661, «en orden al amparo
y defensa de los dichos indios»: Actas de Cabildo de Santiago, 7 de agosto y 31
de noviembre de 1637, en AA.VV., 1905-1909 [1634-1675], XXXI: 258 y 368;
Acta de Cabildo de Santiago, 19 de agosto de 1661, en AA.VV., 1905-1909
[1634-1675], XXXVI: 116.
79
«Instrucción y ordenanza…», loc. cit.: 76.
80
AA.VV., 1943 [1680], II, lib. VI, tit. XVI, ley 13.

343
Jaime Valenzuela Márquez

profesionalización e injerencia en las fases procesales, como se puede


ver en todos los casos en los que deberán actuar como interlocutores
y defensores de las indias esclavas que reclamarán por su libertad. De
hecho, pensamos que más allá de la indefinición y ambigüedad de los
títulos con que aparecen en la documentación («protector general de los
indios» o «coadjutor general de los indios») lo cierto es que al menos
para el período de nuestro estudio, y coincidiendo con el espíritu ori-
ginal que había animado la creación del cargo en el siglo anterior –en
el sentido de que fuese el fiscal de la Audiencia quien asumiera el papel
de protector general– se observa una actuación mucho más jurídica,
develando conocimientos legales y manejos procesales que apuntan a
actores medianamente versados en la legalidad y jurisprudencia vigen-
tes. Sin ir más lejos, el «protector general de los indios de este reino»
que veremos actuar desde fines del siglo XVII en Santiago será el oidor
futurario de la Real Audiencia, licenciado Juan del Corral Calvo de la
Torre, conocido letrado que había ejercido como abogado en la Au-
diencia de Lima, autor de varios textos manuscritos, y que a su muerte
en 1737 poseía una biblioteca de casi trescientos libros81.
Similar tendencia podemos observarla en agentes secundarios,
como los procuradores, que actúan como podatarios de alguna de
las partes que no puede estar presente en el juicio (por vivir lejos del
tribunal) o que desea contar con un agente directo que vele y defienda
sus argumentos con los tecnicismos necesarios de un proceso82. Y para
ello no era necesario, al menos en Audiencias «periféricas» como la
chilena, tener a todo un conjunto de abogados formalmente titulados

81
Argouse, 2015: 22-23; «Causa que sigue el Sr. Protector genl. de los Indios con
Dª Cathalina Haria de Molina, sobre la nulidad de la encomienda de la susodha»
(1699-1701), ANH.RA, vol. 864, pza. 1, fj. 4; Lizana, 1919: 424. En ANH.
RA, vol. 1433 se pueden consultar diversas provisiones de la Real Audiencia
con resoluciones sobre abusos cometidos por encomenderos o amos de indios
de servicio, y donde se ve actuando al «protector general» en las peticiones
de amparo (1705, fjs. 149-150v; 1706, fj. 151; 1706, fj. 152). En numerosas
ocasiones vemos que el protector aparece encabezando una petición bajo el
título de coadjutor: «El coadjutor general de los indios de este reino por la
defensa de […], parezco ante V.A. […]»: Ibid., 1706, fj. 157. En relación con
los protectores y fiscales de la Audiencia de Quito, Tamar Herzog señala que
presentaban las mismas características que lo oidores: licenciados de universida-
des (peninsulares o americanas) y que accedían al cargo por compra o por mérito,
proviniendo normalmente de la esfera inferior de los abogados; aunque su ámbito
familiar y sus capacidades económicas eran similares a las de los oidores: Herzog,
1995: 112.
82
Argouse, 2016.

344
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

y conocedores a cabalidad del derecho83. Como ha destacado Tamar


Herzog para el caso quiteño, tanto o más importante que los estudios
universitarios era la práctica procesal, sobre todo en los niveles medios
e inferiores del sistema judicial. La experiencia otorgaba no sólo el
manejo de las estrategias discursivas y herramientas adecuadas en el
contexto de un derecho adaptable a los casos presentados, sino también
los fundamentos del saber jurídico, todo lo cual permitía a escribanos,
relatores y procuradores tener acceso a la carrera judicial, incluso sin
ser abogados titulados, luego de rendir un examen ante los oidores84.
Estamos entonces ante la formación de una «cultura jurídica» ba-
sada fundamentalmente en la experiencia litigante y las jurisprudencias
locales, pero que incorpora saberes y herramientas proporcionadas por
el acceso a la lectura de manuales y tratados doctrinales a los que pudie-
ron tener acceso gracias a la circulación de textos impresos –comprados,
cedidos, prestados…– incluso en espacios rurales y lugares apartados
de los principales centros urbanos85; aunque era justamente en las ciu-
dades, como Santiago y Concepción, donde la justicia colonial tenía
su despliegue más característico, justamente por la mayor posibilidad
de acceso a la cultura letrada y por la propia existencia de tribunales
formales, como la Real Audiencia en la capital86.

83
De hecho, hacia 1671 solo habrían dos abogados ejerciendo en la ciudad de
Santiago (Agradecemos a Aude Argouse por esta referencia).
84
Herzog, 1995: 41-43, 105 y 118; Honores, 2006; González Undurraga, 2014:
21 y n. 23.
85
Cf. Barriera, 2010; Albornoz Vásquez, 2014: 52, n. 6. Para el caso de causas
ventiladas en los partidos de la frontera meridional chilena, por ejemplo, Ignacio
Chuecas destaca que muchos de aquellos pleitos de primera instancia fueron
encabezados por los corregidores locales o sus tenientes –fungiendo como «jus-
ticias mayores»–. Se trata de militares sin educación jurídica formal, pero que
sí poseían el dominio de la lectoescritura y, sobre esa base, una cierta «cultura
jurídica» obtenida gracias a la posesión o préstamo de textos legales impresos;
como el corregidor Millán-Patiño, que ejerció en Concepción y Chillán, y que
al morir en 1691 contaba con una biblioteca de más de 80 libros, entre los que
se contaban la Política indiana de Solórzano y la Nueva recopilación de las leyes
de Castilla: Chuecas Saldías, 2016b. La circulación de libros en Concepción
se ha detectado al menos desde 1620, cuando se remitió una partida de 140
volúmenes desde Santiago a esa ciudad del sur: Góngora, 1970: 228.
86
En relación a la cultura jurídica, Raúl Fradkin enfatiza el carácter preferente-
mente urbano de la justicia colonial: Fradkin, 2009: 164.

345
Jaime Valenzuela Márquez

El espacio urbano y las indias esclavas


Santiago, ciertamente, no era una gran ciudad del imperio; pero
su limitada traza y modesta infraestructura contenían un tribunal de
justicia superior, la sede de un obispado, y los principales templos y
conventos del reino, entre otras instancias de presencia colonial. La
cercanía del puerto de Valparaíso y del paso cordillerano que co-
municaba con Mendoza le permitían estar conectada con las vías de
comunicación que se abrían al océano Pacífico y hacia los circuitos
de Córdoba–Tucumán–Potosí y Córdoba–Santa Fe–Buenos Aires. Sus
élites de comerciantes y terratenientes, exportadores de subproductos
ganaderos y otros bienes obtenidos en la comarca, manejaban buena
parte de los recursos frescos que llegaban desde Lima (aunque de manera
irregular) para financiar el ejército de la frontera; y si bien no será sino
hacia fines del siglo XVII cuando podrán expandir sus negocios gracias
a la apertura de la demanda triguera del Perú, no es menos cierto que
durante toda esta centuria funcionaron y se articularon como un sólido
grupo de poder, monopolizando el Cabildo y participando de todos los
eventos y escenarios que caracterizaban a un espacio urbano colonial.
Entre los actores/espectadores de esta dinámica se encontraban, por
cierto, buena parte de aquellos cientos de mapuches, huilliches, cuncos,
puelches y otros indios que fueron desterrados desde el sur y que llega-
ron a asentarse en ciudades como Concepción –la «capital militar» del
reino– y Santiago o su comarca cercana. Allí pudieron encontrarse e
interactuar cotidianamente con la alteridad socioétnica que era propia de
una ciudad colonial, en un siglo donde el mestizaje aún no cristalizaba
en la «plebe» del siglo XVIII y, por lo tanto, las identidades originarias
aún palpitaban en las calles y moradas urbanas87.
Ciertamente no todos habían migrado bajo la misma condición
esclava, contándose numerosos indígenas que cruzaban voluntariamente
el Biobío, se contrataban en Concepción o erraban hacia Chile central,
donde terminan vinculados con sus actividades88. También hay que
considerar el aumento observado en la población negra, mulata y, sobre
todo, mestiza, que por esos años comenzaba un inexorable crecimiento
demográfico89. Pero sin duda que los cautivos y cautivas indias traídas
desde el sur formaban parte fundamental del contingente laboral de

87
Valenzuela Márquez, 2014a; Ruiz Rodríguez, 1998.
88
Góngora, 1966; Contreras Cruces, 2005-2006.
89
Mellafe, 1984.

346
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

Santiago y su comarca. De hecho, baste con señalar que desde las prime-
ras noticias que se recibieron en Santiago sobre la cédula abolicionista
de 1674, la élite, representada por el Cabildo, discutió sobre su rechazo
y escribió al gobernador Henríquez para que suspendiese su ejecución90;
lo que logró prontamente, entre otras cosas, porque el mismo goberna-
dor se enriquecía con su tráfico. Por lo demás, no sólo siguen llegando
indios forzados desde el sur sino que también se mantienen los vocablos
«esclavo» y auca para designarlos en las partidas de bautismo, incluso
hasta fechas bien tardías en relación con las disposiciones abolicionistas.
La magnitud de esos traslados es difícil de cuantificar, aunque al
estudiar los registros de la principal parroquia de la capital chilena ve-
mos, en efecto, que ya para fechas pre-esclavistas como 1585-1608 el
porcentaje de individuos provenientes de la frontera de guerra tendía a
fluctuar entre 20% y 35% del total de indios que recibieron el bautismo.
Y para la segunda mitad del siglo XVII la mayoría de los bautizados
son producto de una inmigración forzada o son hijos de padres que
han llegado a Santiago por esa vía, con aquel paradojal incremento en
la década «abolicionista» de 1665-167591.
Ahora bien, la segunda mitad del siglo respondía a una dinámica
demográfica bastante específica para el contexto de la ciudad de San-
tiago, enfrentada a una fuerte disminución de mano de obra producto
del terremoto que asoló la capital en 1647, de otro sismo en 1657 y de
las subsecuentes pandemias de viruelas y tifus que se sucedieron hasta
al menos la década de 1670; a lo que se sumaba la constante fuga y
amestizamiento de los indios de encomienda, lo que tendió a debilitar
el papel que antes jugaba esta institución como factor productivo rural
y proveedora de servidumbre urbana. Frente a este panorama de oferta
laboral limitada, las décadas posteriores a 1660 muestran un período
de demanda creciente de indígenas para la reconstrucción de la infraes-
tructura urbana –pública y privada– y para los servicios domésticos
asociados a la expansión de la ciudad92.
Retomando lo visto en otro capítulo, queremos destacar que al
lado de la mano de obra masculina y adulta que participaba en la re-
construcción y ampliación de Santiago o Concepción se encontraban,
sobre todo, los niños y las mujeres, particularmente las chinitas, muy

90
Acta del Cabildo de Santiago, 2 de noviembre de 1675, en AA.VV., 1905-1909
[1634-1675], XXXVIII: 479.
91
Valenzuela Márquez, 2014b: 627-629; Jara, 1987.
92
De Ramón, 2000; Valenzuela Márquez 2014b: 628-630.

347
Jaime Valenzuela Márquez

apreciadas para servir en las casas. El trabajo doméstico era, en efecto,


el espacio predilecto para ocupar mujeres «de servicio» en una capital
colonial cuya población hispanocriolla tendió a incrementar su peso
demográfico a lo largo del siglo XVII93. Una ciudad que comenzaba
a tener más recursos, que necesitaba reconstruir su infraestructura y
responder a los requerimientos terciarios –ampliando, por ejemplo, el
segmento de mano de obra no calificada entre los artesanos– y hortí-
colas –potenciando los cultivos de sus chacras periurbanas–; y, por lo
mismo, una ciudad con creciente demanda de servicio doméstico para
los cada vez más numerosos hogares «españoles».

Posibilidades de saber letrado en esferas


subalternas: el servicio doméstico
Retomemos entonces el camino judicial de Luisa, Mariana, Fran-
cisca, Clara y Ángela, que en distintos momentos acuden ante la Real
Audiencia para reclamar su libertad. Estas cinco mujeres capturadas en
la guerra fronteriza no sólo tenían en común su memoria del desarraigo
y la condición de esclavas, sino también su experiencia de buena parte de
sus vidas sirviendo a familias de élite en contextos urbanos. Un ejemplo
relevante es el de Clara, traída a los 12 años desde el sur, que según
vimos sirvió en la casa del gobernador del reino, Francisco de Mene-
ses, y luego en la de su poderoso suegro, Francisco Bravo de Saravia,
cuyo hogar estaba en pleno centro de la capital94. De las otras indias,
dos habían sido capturadas muy pequeñas: según las certificaciones,
93
De Ramón, 1978: 88. Susan Socolow recoge específicamente el papel central
que jugaron niñas y adolescentes como domésticas, cocineras, lavanderas y
nodrizas en las casas de españoles, en el marco del «servicio personal» que
definía la encomienda chilena: Socolow, 2015: 43 y 48.
94
Francisco Bravo de Saravia ocupó los altos grados militares de sargento
mayor y maestre de campo general, mientras que en la esfera civil participó
activamente en el Cabildo de Santiago como regidor, alcalde y corregidor. Era
encomendero y hacendado en las ricas tierras de los valles de Pullally, Illapel,
Curimón y Llopeo, y en 1684 llegó a obtener el título de Marqués de la Pica,
concedido por cédula real. Bravo habría tenido un trato frecuente con Diego
de Rosales mientras éste escribía su Flandes indiano, ya que en sus páginas
éste lo describe como la cabeza principal y heredero de todas las virtudes de su
linaje: «señor de vasallos y encomendero, y vecino feudatario de la ciudad de
Santiago de Chile […] y ha ocupado en la guerra todos los puestos lustrosos
deste reino, siendo capitán de infantería, de a caballos, y maestro general; y
en la paz, alcalde, corregidor y justicia mayor de la ciudad de Santiago […]»:
Rosales, 1989 [1674]: 586.

348
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

Luisa tendría unos 6 o 7 años y Francisca entre 9 y 11. Mariana y


Ángela –ambas con sus pequeños hijos– eran mayores: 35 y 22 años
respectivamente, según anotan los documentos; aunque Ángela podría
haber tenido sólo unos 7 años, de ser cierto el testimonio que vincula
su «saca» desde tierra adentro con una venta a la usanza originalmente
realizada por un personaje vigente en la zona de Toltén hacia 165595.
Lo que nos interesa relevar es que, más allá de las diferencias de edad,
todas vivieron largo tiempo ligadas al servicio doméstico en familias
acomodadas y preferentemente en la capital del reino.

Figura 2
Plano de Santiago con ubicación de las casas de amos(as)
o personas vinculadas con las indias esclavas estudiadas

1) Residencia del gobernador Francisco de Meneses; 2) Ascencio de Zavala; 3) Luis


Bernal de Mercado; 4) Ana de Albornoz; 5) Rufina Canales; 6) Francisco Bravo de
Saravia (Marqués de la Pica); : Iglesias y conventos [Elaboración: Jaime Valenzuela.
Fuente: De Ramón, 1974-1975: 213, 347-348, 354-355 y 360].

95
ANH.RA, vol. 2930, pza. 6, loc. cit., fj. 275v. Ángela menciona en su declara-
ción a un tal «Labraña», que podría ser el capitán de amigos Pedro Labraña, a
cargo de las parcialidades de Toltén Bajo al momento del alzamiento de 1655
(agradecemos esta referencia a Daniel Stewart).

349
Jaime Valenzuela Márquez

Por cierto que la violencia y el etnocentrismo se mezclaban en el


caso de los infantes con el paternalismo propio de la cultura señorial que
cultivaban las élites hispanas, lo que hacía que el niño o la niña india
tuviesen normalmente un trato más benigno y una relación de propiedad
más personal, ligada al hogar y a la familia donde fue inserta y criada.
La india Luisa, por ejemplo, «vino muy pequeña de la guerra» a
servir en el hogar del general Juan Sánchez de Abarca y su esposa Ana
Pajuelo, en la chacra de Ñuñoa que poseían hacia el oriente –a una legua
de Santiago–. De hecho, los testigos que luego presentaría para apoyar
su versión, todos indios pertenecientes a la encomienda de don Antonio
de Ovalle asentados en su chacra de Peñalolén –vecina a la de Ñuñoa,
a dos leguas de Santiago–, coincidían en haberla visto llegar junto con
un grupo de aucaes que trajo el entonces capitán Sánchez de Abarca
desde Concepción. Uno de ellos, el indio Domingo, incluso relataba
haberse criado con ella, pues a menudo visitaba la chacra de Ñuñoa
con su padre «y veía a la dicha Luisa, y era chinita de tierna edad, y se
andaban todo el día jugando sin hacer nada». La india Gerónima, por
su parte, recordaba que Luisa «era tan pequeña que no servía de cosa
alguna mas de estar jugando con otros muchachos en la dicha chacra»96.
Luego de vivir y servir por veinticinco años en aquel hogar, Luisa
entablaba su petición a comienzos de 1653 a través del fiscal protector,
alegando entre otras cosas que deseaba contratarse «como persona
libre» con Luis Bernal de Mercado; esto es, con una persona letrada e
importante de la ciudad. Valga constatar que si bien Luisa se crió en
las afueras de Santiago –sus amos no aparecen como propietarios en
la traza– ello no habría conllevado una ausencia de contactos con la
capital, estando a solo una legua de distancia, por lo que no resulta tan
extraño que a través de los años Luisa haya construido redes sociales y
conocido las posibilidades que le podía ofrecer la ciudad97.

96
ANH.RA, vol. 2386, pza. 3, fjs. 131v-132 y 133v. La circulación de indios
entre ambas chacras –Peñalolén y Ñuñoa– podría deberse a un intercambio o
arrendamiento de mano de obra de larga data, basado en una estrecha colabo-
ración que incluso habría llevado a Juan Sánchez de Abarca –al parecer hijo y
heredero del general homónimo– a ser testigo en bautizos de indios de dicha
encomienda de Peñalolén, en años posteriores a aquellos en que su madre viuda
litigaba con Luisa: bautismo de Juana, india (20 de febrero de 1678); bautismo
de Lucrecia (8 de septiembre de 1680); bautismo de Nicolás (15 de febrero de
1685), AAS.Ñuñoa, lib. 1 (bautismos), fjs. 29, 36 y 52.
97
La circulación cotidiana de gente de servicio entre la ciudad y Ñuñoa se puede
observar en el caso de la chacra que poseía en este mismo pago doña María
del Campo Lantadilla (abuela de la futura monja Úrsula Suárez), dos de cuyos

350
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

Sin ir más lejos, la causa se habría iniciado luego de la fuga de Luisa


a la ciudad –quizá con sus cuatro hijos, que también eran considerados
esclavos al heredar la condición por vía cognaticia–; y después de estar
suspendido por cuatro años, el litigio volvió a retomarse cuando Lui-
sa escapó nuevamente a Santiago y fue acogida en la propia casa del
protector, según denunciaba su ama; fuga que quizá estuvo incentivada
por quien pronto sería su nuevo defensor y empleador. En efecto, ya a
mediados de 1658 vemos que el propio Luis Bernal de Mercado asume
como defensor legal de la india98, agilizándose notoriamente el proceso
con el privilegio que ahora goza Luisa al contar con este letrado, proba-
blemente hijo del poderoso escribano de la capital don Alonso Bernal
de Mercado99; y a quien veremos más tarde, entre 1667 y 1669, en el
papel de protector de indios, litigando en el caso de la india Francisca
que forma parte de nuestro estudio100.
El acceso de Luisa a la esfera letrada queda ya en evidencia desde
el comienzo del proceso, cuando entre los primeros documentos del
expediente ella presenta un testimonio escrito en primera persona y
firmado con su nombre: «Luisa india» (fig. 3a-3b). Probablemente
no se trate de un texto autógrafo, ya que la caligrafía y sobre todo el
lenguaje «técnico» con que se ordenan las ideas y peticiones revelan la
mano de un especialista vinculado a los escritos de tribunales; la misma
que aparentemente habría estampado la firma en nombre de la india
litigante. Pero el hecho de que Luisa no haya redactado ni firmado de
su puño y letra este escrito no invalida el indicio clave de que sí habría
tenido acceso a un escribano –como también sucedía con los esclavos
negros101–, ante el cual habría relatado los motivos de su demanda y su

esclavos negros vivían en su casa de Santiago pero estaban adscritos la mayor


parte de su tiempo al trabajo en dicha propiedad rural: De Ramón, 1984: 50;
Chiu Stange, 2006. Por esos mismo años el obispo de Santiago consideraba a
la doctrina de Ñuñoa como parte de los extramuros urbanos, «compuesta de
chácaras en el contorno de esta ciudad»: Carta del obispo al rey (Santiago, 14
de julio de 1662), en Lizana, 1919: 233.
98
ANH.RA, vol. 2386, pza. 3, fjs. 96, 126 y 162.
99
Alonso, de hecho, firmará como uno de los testigos en el juramento oficial de
Luis como defensor legal, en octubre de 1659: Ibid., fj. 176. Alonso Bernal de
Mercado aparece desde 1631 como escribano de Quillota; y ya desde al menos
1636 como escribano receptor de corte de la Real Audiencia (ANH.ES, vol. 168,
fj. 383), cargo bajo el cual sigue actuando en la documentación notarial hasta
al menos 1643; en 1669 dicta un codicilio y al año siguiente lo encontramos
otorgando poderes notariales: ANH.ES, vols. 168 (fj. 383), 273B y 273C.
100
ANH.RA, vol. 657, pza. 1, loc. cit.
101
González Undurraga, 2014: 38-39.

351
Jaime Valenzuela Márquez

Figuras 3a y 3b
Declaración firmada por «Luisa india» (13 de febrero de 1653)

ANH.RA, vol. 2386, pza. 3, fjs. 95-95v (Gentileza del Archivo Nacional Histórico,
Santiago de Chile)1.

1
Transcripción: «M.P.Sr. Luisa india natural de este Reino y de esta Raya de
Cautén como más haya lugar en defensa de mi libertad digo que por vuestra
Alteza se ha mandado que doña Ana Pajuelo viuda del Cap. Juan Sánchez de
Abarca exhiba la certificación que ha de tener del tiempo y edad de que fui
cogida en la guerra de este reino y porque de ella consta mi libertad malicio-
samente no la ha querido exhibir y antes trata la susodicha de perturbar mi
libertad [foja rota] persistiendo en su intento me ha en [foja rota] amenazar con
algunas personas de [foja rota] de volver a su casa y hacerme [foja rota] mal

352
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

tratamiento por haberme salido [foja rota] su casa por los malos tratamientos
que me hacía y hoy viéndome india pobre y desvalida pretende la susodicha
como persona poderosa vejarme y molestarme para cuyo remedio a V.A. pido
y suplico mande que la susodicha exhiba la dicha certificación y contando por
ella mi libertad sea amparada en ella para que [mancha] [95] libre gozando
de mi libertad [foja rota] estar con la persona que me [foja rota] y no vivir
forzada como esclava como la dicha doña Ana Pajuelo me ha tenido desde el
tiempo que quede libre como todo constará por la dicha certificación el cual
me es debido y protesto de pedir más en forma y pido justicia como lo más
necesario. Luisa India» [95v].

353
Jaime Valenzuela Márquez

experiencia, y exhibido los papeles con la resolución previa que se recoge


en el texto; y quien podría haber actuado al mismo tiempo como un
verdadero asesor letrado, ajustando el lenguaje y agregando elementos
propios de la legislación «protectora» de indios para reforzar jurídica-
mente la petición –nótese, por ejemplo, la insistencia en su huida por
«malos tratamientos» y, sobre todo, su actual condición como «india
pobre y desvalida»–102.
La circunstancia de que el estilo de este manuscrito provenga de
una mano ajena a Luisa no descarta la posibilidad de que ella también
tuviese acceso a la lectoescritura. Como bien lo señala Ignacio Chuecas,
la misma crianza de niños y niñas mapuches en casas de españoles de
buen pasar, pertenecientes a sectores acomodados del mundo militar,
comercial o incluso letrado, les habría dado la posibilidad de aprender
sus rudimentos, quizá incluso de la mano de sus amas103. Muchas de
estas, por cierto, sabrían leer y escribir, pese a que se ha sostenido que
ello formaría parte de una esfera cultural preferentemente masculina. De
hecho, hacia 1670 vemos que la futura monja Úrsula Suárez era enviada
muy pequeña a vivir con su tía abuela, doña Josefa Lillo de la Barrera,
en pleno centro de Santiago. Allí estuvo por casi un año aprendiendo a
leer con su tía y recibiendo lecciones de labor nada menos que por una
india de servicio que vivía en la casa104.
No es extraño entonces que algunos años después veamos a doña
Ana de Albornoz, ama de la india Ángela, adjuntar diversas peticiones
y testimonios escritos y firmados de su propia mano en el litigio por su
esclavitud, según se colige del contenido y forma.

102
Sobre este tema, véase el lúcido análisis de otro caso parecido en Chuecas
Saldías, 2016a.
103
Ibidem.
104
De Ramón, 1984: 45-46.

354
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

Figura 4
Petición firmada por «Doña Ana de Albornoz» [fragmento]
(12 de enero de 1680)

ANH.RA, vol. 2930, pza. 6, fjs. 275-275v (Gentileza del Archivo Nacional Histó-
rico, Santiago de Chile).

El caso de Ángela, sin ir más lejos, presenta variaciones que son


congruentes y sintomáticas de las circulaciones e influencias urbanas.
Luego de su captura pasó a poder de un vecino de Chillán, quien dos
años más tarde obtenía la carta de esclavitud –y la servidumbre de sus
hijos–, trasladándolos a Santiago para venderlos a doña Ana –o Blanca–
de Albornoz, viuda del sargento mayor Juan Sánchez Amador, con quien
la india estuvo por más de ocho años hasta que decidió recurrir a la
justicia para obtener su libertad. Al igual que había ocurrido con Luisa
algunas décadas antes, Ángela también huyó de la casa donde servía «y
vino a pedir amparo», aduciendo que la «hacían trabajar continuamente
sin darle de vestir y maltratándole». Para ello recurrió directamente al
escribano Gaspar Valdés, quien a la sazón ejercía como coadjutor de
indios para la jurisdicción de Santiago; pero lo hizo después de estar
casi un año fugada y oculta en casa de doña Rufina Canales, según la
acusación de su ama105. Y si bien los antecedentes de Albornoz y de
Canales nos llevan a regiones alejadas de Santiago106, pensamos que la

ANH.RA, vol. 2930, pza. 6, fjs. 269-270.


105

El esposo de Ana de Albornoz había sido un militar del ejército de Arauco que
106

en 1652 obtuvo una estancia en la zona ubicada entre los ríos Itata y Laja, la
cual rápidamente hizo fructificar en trigo para vender al ejército. Rufina Canales

355
Jaime Valenzuela Márquez

experiencia que había acumulado durante la esclavitud doméstica y la


fuga a casa de doña Rufina se desarrollaron en el contexto urbano de la
capital, en las casas que poseía doña Ana, cinco manzanas al poniente
de la plaza mayor de Santiago… y a solo un par de cuadras de la casa
de doña Rufina107. A ello apunta no solo la gestión directa que realizan
Ángela y doña Ana ante el tribunal, sino la especificación inicial de quien
se la vendió en 1672, al señalar de que para ese año Ángela ya estaría
viviendo con sus hijos en Santiago108.
La india Mariana, por su parte, si bien había sido capturada en
edad adulta, a los pocos meses llegaba a servir al hogar santiaguino
del general Ascencio de Zavala –prominente figura de la élite capitali-
na que ejerció varios cargos en el Cabildo hasta su muerte en 1667– y
de su esposa María de Amezquita –que paradojalmente era hija de
quien había ejercido como protector general de indios en las primeras
décadas del siglo109. Allí estuvo por más de treinta años, lo que sin
duda debió generar una historia de vida doméstica particular y cierta
relación patriarcal característica de estas «domesticaciones» hogareñas
de niños y niñas «de servicio». No obstante, Mariana decidió fugarse
de la Cerda, por su parte, había nacido en Angol y fallecería posteriormente en
Concepción. Era hija de Fernando Canales de la Cerda, que había servido en
el ejército de Arauco desde 1605, y por cuyos méritos recibió tierras en la zona
de Curicó, donde hacia 1628 tenía consolidada una gran estancia, siendo ese
mismo año declarado benemérito del reino de Chile. Rufina se había casado en
primeras nupcias con Juan Fontalba Serra-Carrillo, que había sido corregidor de
Concepción en 1665, y que falleció en esa misma ciudad hacia 1683: Stewart,
2015: 119 y 405; De la Cuadra Gormaz, 1948, I: 61-63.
107
De Ramón, 1974-1975: 354-355 y 360.
108
ANH.RA, vol. 2930, pza. 6, fj. 271.
109
«Miguel de Amesquita. Protector y Administrador General de los Indios de
Santiago. Rendición de cuentas a su cargo» (1616), ANH.RA, vols. 2496, 2623,
2648 y 2729. En 1616, Miguel gestionó ante el obispo de Santiago un edicto de
excomunión contra todos aquellos que no devolviesen los bienes y deudas de
censos pertenecientes a los pueblos de indios de la comarca santiaguina: AAS.
Sec, vol. 61, fjs. 276-280. El general Ascencio de Zavala, originario de Aspeitía,
fue benemérito de Chile y ejerció como corregidor y justicia mayor de Santiago
desde 1631. Fue alguacil de corte de la Real Audiencia y alcalde de la ciudad
en 1646, y estaba en ese cargo durante el terremoto que destruyó la ciudad en
1647. Una hija de ambos, Magdalena de Zavala, casó en 1648 con el general
Pedro Cortés de Monroy, que llegaría a ser un poderoso encomendero de La
Serena, nieto del maestre de campo homónimo que había participado activa-
mente en las campañas de Arauco y captura de mapuches a comienzos de siglo:
Espejo, 1917: 88 y 280; Villalobos, 1995: 92-93. Las casas de don Ascencio de
Zavala ocupaban un par de solares muy cerca de la plaza mayor de la capital:
De Ramón, 1974-1975: 347.

356
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

en 1665 y al cabo de dos años, cuando supo de la muerte del general


Zavala, optó por salir de su clandestinidad y recurrir directamente
ante el gobernador Meneses para solicitar amparo judicial. Cabe la
pregunta de donde estuvo oculta durante esos dos años, aunque la
fuente no entrega información específica110. Pero todo hace pensar que
se mantuvo dentro de la ciudad, o al menos en sus arrabales ¿Habrá
tenido el apoyo de otros españoles, como sucedió con Luisa y Ángela?
¿o más bien acudió a redes sociales tejidas con otros actores subalternos
durante esas largas décadas de interacción y vivencias por las calles de
la ciudad? ¿cómo supo de la muerte de su amo y tuvo acceso directo
al gobernador del reino?
Antes de intentar posibles respuestas, debemos terminar nuestro
recuento con la chinita Francisca, que en la misma línea de los otros
casos estudiados habría sido «integrada» y criada en un hogar de élite
española, siendo regalada al capitán Romualdo González de Estepa,
destacado escribano de Concepción, por el oficial que autorizó la maloca
contra su comunidad puelche del otro lado de los Andes. En su caso, el
periplo de destierro no continuó más al norte ya que quedó sirviendo
en la casa que el escribano González y su esposa Leonarda de Ormeño
habitaban en la traza de la ciudad penquista111. Y casi veinte años des-
pués comenzaría a «jactarse» de su libertad, aduciendo públicamente
que la condición de esclavitud en la que vivía no era legítima, lo que
motivó la querella de su ama.
En todos los casos mencionados, como se puede apreciar, hay
experiencias sociales y decisiones estratégicas que conllevan ciertos
conocimientos necesarios para el desarrollo de los acontecimientos. En
primer lugar, tener acceso a información –verbal o escrita– que permita
dudar de la situación servil en la que se ha vivido durante décadas,
generalmente desde la infancia, y que por lo mismo podía sentirse
como una condición «natural» que escapaba al cálculo racional –una
suerte de habitus, siguiendo a Bourdieu112–; a menos que alguien o
110
ANH.RA, vol. 1764, pza. 10, fj. 154.
111
Al momento de llevarse a cabo esta maloca, González de Estepa era el escriba-
no público y de Cabildo de la ciudad de Concepción, y bajo ese cargo estuvo
presente y redactó los acuerdos del Parlamento de Quillín de 1647: Zavala
Zepeda, 2015: 123-134. González de Estepa ejercía como escribano penquista
desde al menos 1639, apareciendo en un expediente de esa fecha como «[…]
escribano público y de cabildo, minas e registros de hacienda real e juzgado de
bienes de difuntos de esta ciudad de la Concepción […]»: ANH.RA, vol. 1431,
pza. 9, fj. 269.
112
Bourdieu, 1980: 88-89.

357
Jaime Valenzuela Márquez

algo despertara la duda y la alimentara con fundamentos que pudieran


esgrimirse para reclamar un cambio. Luego, la posibilidad de salir del
hogar de sus amos, circular, ocultarse… Junto con eso, o más tarde, el
acceso al aparato judicial: saber que existían ciertas leyes, un protector
y un tribunal donde acudir, declarar, litigar,…
El contexto para posibilitar estas y otras acciones que vemos relata-
das en los expedientes judiciales pasa, como hemos dicho, por el factor
común del servicio doméstico en casas de élites urbanas113; situación que
permitiría un aprendizaje que iba más allá de la lectoescritura, exten-
diéndose al manejo del universo urbano español doméstico y público,
y dentro del cual era posible conocer y utilizar lo que Raúl Fradkin
denomina como «cultura jurídica»114. Estamos hablando de largos años
que marcaron sus posibilidades de acceso a experiencias, relaciones,
actitudes, formas y saberes que formaban parte de las dinámicas de una
ciudad colonial, diversa y pluriétnica, y que en su conjunto podemos
reunirlas bajo el concepto de «ladinización».

Posibilidades de saber letrado en esferas


subalternas: ciudad y ladinización
La base para toda integración y sociabilidad en la ciudad hispana
era, sin duda, aprender a hablar y conocer los códigos de la lengua
castellana, lo cual parece evidente para las cinco indias estudiadas aquí
no solo por los largos años viviendo al servicio de amos españoles sino
también porque numerosas evidencias muestran que el castellano era
de uso generalizado entre los indios de la comarca santiaguina. Sin ir
más lejos, de los ocho indios e indias que actuaron como testigos de
Luisa –todos pertenecientes a la encomienda de Peñalolén, a unos 10
kilómetros de Santiago–, solo dos de ellos necesitaron traductor por no
comprender el castellano, siéndoles asignado uno de los mismos indios

113
Véase un análisis similar para el caso de las niñas y niños indios en Lima co-
lonial, en Vergara Ormeño, 2012.
114
Siguiendo el análisis de este autor para el Río de la Plata en el contexto del
tránsito a la independencia, se trataría del «conjunto de saberes y nociones
que los habitantes disponían acerca de la ley, sus derechos, los procedimientos
judiciales y las actitudes que frente a las autoridades era conveniente adoptar».
No se trataba de un conocimiento doctrinario, sino más bien un saber producto
de las experiencias, discursos y prácticas provenientes de las élites y del mundo
letrado: Fradkin, 2009: 162.

358
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

ladinos del grupo115. El obispo de Santiago lo corroboraba décadas


más tarde, al señalar que no hacía falta un intérprete en las visitas que
proponía para su jurisdicción «porque ya generalmente los indios en-
comendados saben el idioma castellano»116. Este conocimiento incluso
se daría relativamente pronto entre aquellos desterrados del sur, según
indicaba en 1669 otro obispo al comentar sobre las dificultades de los
curas doctrineros para aprender la «lengua de los naturales»:

«Pero esto no es inconveniente ponderable, porque los


indios de él son muy ladinos en la lengua castellana, y la cor-
tan tan bien como los mismos curas, menos algunos aucaes
esclavos, recién traídos de la guerra, a los cuales es forzoso
esperar a que aprendan la lengua castellana, y la aprenden muy
breve. Y esto no es culpa de los curas, sino de los que traen
indios extraños y bárbaros, los cuales se instruyen fácilmente
en nuestra lengua»117.

La acción de la Iglesia, por cierto, era un factor clave en estos pro-


cesos de hispanización, sobre todo en espacios urbanos como Santiago,
reducidos en su extensión pero que contenían un número apreciable de
conventos, iglesias, capillas y ermitas (cf. fig. 2). Todos estos lugares se
constituían en polos de atracción y gestión de las fiestas y ceremonias
asociadas al calendario litúrgico anual, potenciando la sociabilidad
pública colectiva, además de la organización corporativa de la religio-
sidad de los grupos subalternos en cofradías de indios y negros, y de
la administración de sacramentos tan centrales como el bautismo y el
matrimonio118. Pero además, la Iglesia jugaba un papel importante de
integración a los moldes coloniales a través del adoctrinamiento, acti-
vidad que incluso podría haber servido como incentivo al aprendizaje
de rudimentos de lectura a través de las cartillas de catequesis que se
comentaban y distribuían entre los neófitos. Los jesuitas, por ejemplo,
eran activos predicadores en las plazas y calles de Santiago, especialmen-
te durante los períodos de Adviento y Cuaresma119, y tenían a su cargo
importantes cofradías de indios y de negros, además de hacer misiones

115
ANH.RA, vol. 2386, pza. 3, fjs. 130-134v.
116
Carta del obispo al rey (Santiago, 1º de abril de 1692), en Lizana, 1919: 396.
117
Carta del obispo a la reina regente (Santiago, 29 de marzo de 1669), en Lizana,
1919: 295.
118
Valenzuela Márquez, 2001: 144 y ss; Valenzuela Márquez, en prensa.
119
Ver, por ejemplo, las cartas annuas de 1629-1630 y 1634, en ARSI, Chile, vol.
6, fjs. 48 y 70v.

359
Jaime Valenzuela Márquez

anuales a los campos y pueblos de la comarca cercana a Santiago120.


Para fines de la centuria, por su parte, contamos con una descripción
de los diferentes espacios y momentos del año en que los sacerdotes
de la Compañía realizaban las prédicas públicas, además de destacar
la labor pastoral que cumplían todos los domingos en la plaza mayor,

[…] dividiéndose en ella, dos que doctrinen y platiquen a


los indios y negros y gente de servicio y a mucho número de
españoles; y otros dos habiéndose en las mismas ocupaciones
a otro igual número de criadas. Y a este ejercicio santo concu-
rre con su acostumbrado celo vuestro gobernador, enviando
varios ministros de justicia para que conduzcan a dicha plaza
a toda esta gente […]121.

El sínodo de 1688 ya había estipulado esta obligación de prédica


catequética semanal para todos los curas de la diócesis, agregando, en
relación con los sujetos que interesan a nuestro estudio:

Fuera de los domingos y días festivos se les hará la doc-


trina a los párvulos, que no trabajan, y a las chinas pequeñas
e indias adultas, dos veces a la semana, juntándolas una
hora sobre la tarde en la iglesia, donde alguna que esté bien
instruida en las oraciones y catecismo las rece y enseñe a las
demás, sin que intervenga hombre ninguno 122.

Además de hablar castellano, entonces, el proceso de ladiniza-


ción de los indios de Santiago incluía –como lo hemos analizado en
otra publicación– el manejo de aspectos sutiles y significativos de la
cultura hispana, como sus usos y contradicciones, y las formas de ser
y de actuar en el complejo mundo colonial de la ciudad; aprendizaje
muchas veces voluntario y consciente que permitía, por lo mismo,
incorporar dichos elementos como estrategias para insertarse, mejorar
una posición social, negociar o zanjar algún conflicto; también para
ocultar o cambiar información sensible sobre su condición, como bien
lo dejaba en claro el abogado de la Real Audiencia encargado de levan-
tar información para el juicio de residencia a Francisco de Meneses, a
comienzos de 1669, cuando al interrogar a los indios e indias esclavas

120
Ver, por ejemplo, el informe sobre los colegios jesuitas y su labor en 1640, en
AAS.Sec, vol. 18, fjs. 21-25.
121
AAS. Sec, vol. 98, fjs. 148v-149v.
122
Carrasco Saavedra, 1983 [1688]: 36.

360
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

del exgobernador –en la perspectiva de vender aquellos que tuviesen


sus títulos regularizados– anotaba que el cuestionario se había hecho
«en la mejor forma que se pudo vencer la malicia de los dichos indios,
que procuran ocultar las noticias que conducen a la averiguación de
sus esclavitudes»123. Ser ladino, entonces, iba mucho más allá del signi-
ficado que se le asignaba preferentemente en la época, y que apuntaba
básicamente a aquellos individuos –indios y negros– que entendían y
podían hablar en lengua castellana; prudencia, sagacidad y manejo de
los códigos colectivos y plurivalentes de la sociedad colonial eran parte
también de esta experiencia124.
En este sentido, valga destacar la virtual ambivalencia que presen-
taba el hecho de capturar e incorporar al servicio doméstico a indias
pequeñas, que en principio eran más fáciles de aclimatar y «domesticar»,
pero que a la larga terminaban por ladinizar sus comportamientos de
una manera más intensa y profunda que los adultos, pudiendo conocer
las grietas del sistema de dominación esclavista y, eventualmente, apren-
der a utilizarlas en su favor, como sucedía con las indias estudiadas aquí.
Hay que entender, entonces, que al igual como sucedía con los pro-
cesos incoados por esclavos de origen africano, los litigios de las indias
que estamos observando fueron experiencias esencialmente urbanas, no
sólo por la cercanía del tribunal y el protector, así como de escribanos
y procuradores que podrían encargarse del juicio, sino también porque
la ciudad facilitaba la circulación de saberes y cierto acceso al conoci-
miento de las normas y derechos legales que podían ser luego usados por
actores subalternos (artesanos mestizos, sirvientes domésticos, esclavos
africanos, indios, españoles pobres, etc.) para solucionar judicialmente
sus conflictos o demandas. Acceso sin duda fragmentado, mediado y
distorsionado en razón de la distancia epistemológica que se producía
entre, por un lado, una sociedad mayoritariamente iletrada y adscrita
a una técnica de transmisión oral-auditiva; y, por otro, una cultura de
lo escrito esencialmente anclada en la técnica de escritura manuscrita
(como la judicial) –a falta de imprenta local, y con limitada circulación
y concentrada posesión de impresos importados–125; manuscritos cuyo
acceso directo estaba limitado, naturalmente, a un círculo restringido
de personas iniciadas en su lectura, pero cuyos contenidos podían
123
«Tercero cuaderno, de los autos hechos sobre los embargos y descubrimiento
de bienes del señor Gobernador don Francisco Meneses», AGI.ECJ, vol. 937-A,
pza. 10, f. 180.
124
Valenzuela Márquez, 2014a.
125
Subercaseaux, 2000: 9-12; Hampe Martínez, 2010; Poloni-Simard, 2005.

361
Jaime Valenzuela Márquez

virtualmente escapar de las salas del tribunal o de las oficinas de los


procuradores, y circular a través del relato de la experiencia de actores
y testigos.
Como apunta Walter Ong, «las culturas de manuscritos siguieron
siendo en gran medida oral-auditivas, incluso para rescatar material
conservado en textos»; y aún mucho después de inventada la imprenta
el proceso auditivo siguió dominando por algún tiempo el texto im-
preso visible en el contexto europeo del siglo XVI126. Sin ir más lejos,
los testimonios registrados en forma manuscrita en los expedientes que
utilizamos tuvieron su origen en las descripciones orales de litigantes
y testigos –algunos de ellos, por lo demás, en mapudungún–, las que
luego fueron traducidas –y acomodadas– por la redacción manuscrita
de un tercero –escribano–.
Nuestras indias litigantes, por lo tanto, pudieron haber tenido
acceso a experiencias judiciales a través de ese potente canal de ora-
lidad colectiva que primaba entre los iletrados de la ciudad letrada, y
que se consolidaba en lo que podríamos denominar como «cultura del
rumor»; universo de comunicación y representaciones característico
de las sociedades «premodernas»127, donde las noticias circulaban de
boca en boca, propiciadas por la concentración urbana y sus relacio-
nes comarcanas, alimentando lo que en los documentos judiciales se
registra como la «pública voz y fama»: lo notorio, lo manifiesto, el
«clamor» que llegaba a definir la realidad y justificar decisiones con
consecuencias concretas128.

126
Ong, 1996: 119-120.
127
Según Michèle Fogel, no sería sino hasta la segunda mitad del siglo XVIII que
en Europa se transformaría la noción de «opinión» derivando hacia el «ejercicio
individual de la razón crítica»; aunque siguiendo a René Salinas, en América
persistiría durante largo tiempo el «rumor» como una forma de circulación oral
de la información y de construcción de la realidad: Fogel, 1989: 11-12; Salinas
Meza, 2000. Cf. Silva Prada, 2009.
128
Verónica Undurraga ha estudiado el papel jugado por la opinión de los vecinos
de barrio en la delimitación de las posibilidades de fama y honor de los habitantes
de Santiago de fines del XVIII. La estimación social, la ratificación de los otros,
fue algo progresivamente central en las diversas representaciones del honor que
afectaban a los individuos, y que llegaría a formar una cierta «pública opinión»
–entendida como la opinión de los cercanos– según se menciona en las fuentes
del período: «En Santiago colonial subsistió la definición de lo ‘público’ según
la posibilidad de encuentro con el otro. Pese a ello no se configuró un espacio
‘público’ en oposición a un ámbito ‘privado’, en la medida que los conceptos de
intimidad, individuación o privacidad aún no aparecieron delineados. Por otra
parte, fue posible apreciar el carácter palpable y material de aquellos espacios

362
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

A dichas experiencias y rumores se podían unir saberes jurídicos


más objetivos y contingentes divulgados, por ejemplo, a través de los
bandos públicos. En la plaza mayor y acompañados de la fanfarria de
trompetas y tambores, los pregoneros –generalmente negros o mulatos,
pero también indios129– se encargaban de anunciar a viva voz las prin-
cipales decisiones emanadas de la Corona, de sus vicarios coloniales o de
las autoridades municipales, como forma de mantener a los súbditos al
tanto de noticias del Estado o de normas que entrarían en vigor. Anun-
cios que luego se difundirían por boca de los asistentes a la ceremonia
y sucesivamente al resto de habitantes a través de aquella transmisión
oral, pudiendo llegar a oídos de los indios e indias de la ciudad o de su
entorno de chacras.
En efecto, la dinámica descrita en los párrafos anteriores se nos
presenta como un ingrediente fundamental para efecto de las hipóte-
sis que guían nuestro estudio, toda vez que las diferentes cédulas que
emitió la monarquía desde 1656 –contra las «ventas a la usanza»– y
luego más decididamente desde 1662 –incluida posteriormente en la
Recopilación de Indias de 1680 bajo el título: «Sobre la libertad de los
indios de Chile y que a ella sean restituidos»130– debieron experimentar
aquel eco público al ser leídas como bandos en la plaza de Santiago y
en las otras ciudades y pueblos del reino.
Así debió ocurrir, probablemente, con otra cédula de 1663 que
volvía a insistir en la de 1656; en la de 1664 que insistía en «no per-
mitir la esclavitud de los indios de dichas provincias y hacer restituir
todos los que se hubieren sacado de ellas»; otra en 1667 que reiteraba
las de 1662 y 1664; y diez años después la de 1674, que disponía la
definitiva libertad de todos los esclavos, así como la prohibición de
nuevas capturas131. Ya hemos visto, en todo caso, que esta última su-
frió dilaciones importantes, pues no se publicó al ser recibida al año
siguiente sino que hubo que esperar hasta comienzos de 1676, período
en el cual el gobernador Henríquez convenció a la Audiencia en su
que se consideraron espacios públicos tradicionales, como la plaza o la calle,
en oposición a la connotación abstracta de los espacios públicos modernos»:
Undurraga Schüler, 2012: 214.
129
En Concepción, por ejemplo, vemos que en 1715 se le encarga al indio Juan
–«que hizo oficio de pregonero»– publicar el auto que declaraba vacante una
encomienda, acto que se realizó «en la plaza pública de esta ciudad y a las
puertas del Cabildo de ella, a son de caja de guerra y gente con armas, y se fijó
un tanto en las puertas de Cabildo […]»: ANH.RA, vol. 2818, pza. 1, fj. 18v.
130
AA.VV., 1943 [1680], II, lib. VI, tit. II, ley 14.
131
Hanisch Espíndola, 1991.

363
Jaime Valenzuela Márquez

idea de «depositar» a los esclavos indios «liberados» en las mismas


manos de sus amos mientras se hacían las consultas a la Corona para
rectificar la abolición; política que sería respaldada finalmente por la
Corona en 1686, con una cédula que también sería publicada a través
del bando respectivo.
Entre tanto, en 1679 el rey ordenaba una vez más respetar el cum-
plimiento de la disposición dictada en 1674 y disponía que esta nueva
cédula se publicara de inmediato «en todas las partes que convengan»,
ante lo cual fue leída como bando oficial «a son de caja y tambor»
apenas fue recibida en Santiago, en junio de 1680132. En octubre de
1682, por su parte, se publicó en Concepción un bando prohibiendo el
tráfico de indios e indias obtenidos a través del intercambio de bienes
y ganado con otros indios –«compra a la usanza»–, que seguía siendo
muy común entre los soldados fronterizos:

[El 12 de octubre] como a las cuatro horas de la tarde


poco mas o menos en la plaza pública desta ciudad de la
Concepción, a son de cajas y trompetas y acompañamiento
de gente de guerra, en forma de bando por voz de pregonero,
Pedro Juan, atambor mayor del ejército que hace dicho oficio,
en altas e inteligibles voces se publicó el orden y auto de la
foja antecedente, habiendo mucho concurso de personas que
se hallaron presentes133.

Lo que interesa destacar aquí, en relación con lo que estamos co-


mentando, no es la dilación o incumplimiento de estas disposiciones,
sino el hecho de su difusión por bando; y que incluso si el cumplimiento
de este rito político y público era dilatado por la autoridad, ello no
impedía que el tema ya estuviese instalado a nivel local y que la infor-
mación fuese conocida por los actores de la administración colonial,
incluyendo a obispos y superiores del clero y, por cierto, a los diferentes
agentes judiciales que formaban parte de la Real Audiencia de Santiago,
desde oidores a escribanos, pasando por protectores, fiscales y asesores
letrados.

132
En diciembre de ese mismo año el gobernador informaba a Madrid que «hice
publicar y se publicó la dicha Real Cédula en todas las partes que pareció
conveniente»: Carta del gobernador Juan Henríquez al rey (Santiago, 10 de
diciembre de 1680), AGI.Ch, vol. 23, R.2, N.65, s/f.
133
Bando del gobernador José de Garro (Concepción, 12 de octubre de 1682),
AGI.Ch, vol. 24, R.1, N.7, s/f

364
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

La actualidad y eficacia de esta dinámica podemos verla, por ejem-


plo, en el caso de la ama de Ángela, doña Ana de Albornoz, que ante
la solicitud de amparo judicial que elevó la india a comienzos de 1680
reaccionó esgrimiendo el reciente bando del gobernador que estaba
permitiendo esquivar la abolición, con una petición escrita y firmada
de su mano –aunque probablemente asesorada por un letrado–:

Y sin perjuicio del derecho que me asiste a la esclavitud de


la dicha india que protesto pedir cuando me convenga, se ha
de servir V. A. de mandar que la dicha india se me entregue por
vía de depósito en conformidad del bando mandado publicar,
con acuerdo de vuestra real persona, vuestro gobernador y
capitán general don Juan Enríquez, caballero del orden de
Santiago, en conformidad de la real cédula despachada en
favor de la libertad de los indios de los términos desta ciu-
dad, y mediante la súplica hecha de la dicha real cédula por
el procurador general desta ciudad se mandó con acuerdo de
vuestra real persona publicar el dicho bando, que quedasen,
en el inter que se determinaba sobre la dicha real cédula, los
dichos indios y piezas esclavas en poder de los dueños que
las poseían por vía de depósito, manifestando los títulos y
esclavitudes que tenían de ellos […] (Fig. 4).

A todo lo anterior debemos agregar, coincidentemente, el peso


coyuntural que tomó en este álgido período el jesuita Diego de Rosa-
les, como agente propagador de la lucha abolicionista a nivel local. Al
menos desde que en 1670 redactó su Manifiesto apologético y hasta
el final de su vida (1677), este veterano misionero se convirtió en un
connotado antiesclavista, enviando en 1672 un «Dictamen» al mismo
rey, así como numerosas cartas a la curia romana y al propio pontífi-
ce134. Incluso la maloca que citamos anteriormente contra el quiñelob
«amigo» del cacique Catilao, llevada a cabo a comienzos de 1672, fue
rápidamente denunciada en Concepción por Diego de Rosales, y ya en
marzo de ese año comenzaron a tomarse declaraciones a testigos del
evento por parte de un oidor de la Audiencia que se encontraba en esta
ciudad fiscalizando las cuentas del real situado con que se pagaba al
ejército de la frontera. Celeridad que se confirmó cuando ya en julio de
ese año el gobernador Henríquez decretaba oficialmente la ilegalidad
de aquella incursión, a través de un bando publicado en Concepción,
134
Rosales, 2013 [1670]; Amunátegui Solar, 1909-1910, II: 253-272; Hanish
Espíndola, 1981.

365
Jaime Valenzuela Márquez

Santiago y todos los fuertes de la frontera, donde declaraba «por teme-


raria e injusta la dicha maloca como ejecutada sin orden de la Capitanía
General, y en indios de paz», y definía «a todos los dichos indios e
indias que se apresaron en ella por libres y no sujetos a servidumbre»,
mandando a todas las personas que tuviesen en su poder a alguno de
ellos los declarasen de inmediato ante la autoridad, so pena de multa
como «usurpadores de la libertad»135.
Las ciudades se constituyen, por lo tanto, en escenarios de publi-
cación y difusión de la información oficial, que gracias a los canales
formales e informales podrían llegar a conocimiento de sus habitantes
subalternos involucrados en estas decisiones, quienes a su vez podrían
haberse sentido motivados a pensar su situación y buscar la forma de
mejorarla. Esta hipótesis permitiría explicar, entonces, la coincidencia
del inicio de algunos de los procesos estudiados con las coyunturas
legales mencionadas. La india Luisa, por ejemplo, estuvo casi por tres
décadas sirviendo en situación de esclavitud, pese a que, según la legis-
lación vigente, por haber sido capturada en minoría de edad –según el
argumento del protector– debió haber sido solo india de «servidumbre»
y, en tal estatus, quedar libre al cumplir los 20 años. Pero acostumbra-
da a esa vida desde pequeña, solo «cuando llegó a entender la tenían
por esclava reclamó y pidió su libertad»136, aludiendo de esta forma a
una situación o persona que habría motivado su reflexión y la habría
llevado a acudir ante la justicia, en 1653. De hecho, su ama solo tenía
su certificación de captura –donde se estipulaba una edad superior a
los nueve años y medio, como siempre sucedía a objeto de justificar
la legalidad del hecho– y recién a raíz de este juicio pidió la carta de
esclavitud oficial al gobernador.
El caso de Luisa puede ser prematuro para efecto de las fechas en
que comienza a desplegarse el calendario de cédulas contra la esclavi-
tud y la circulación de sus noticias a través de los bandos urbanos137,
pero no así los otros litigios analizados. En efecto, la india Mariana,
por ejemplo, después de vivir también por treinta años como esclava
doméstica decidió huir en 1665, ya en pleno «ambiente» abolicionista,
y ya dos años después se presentaba directamente ante el gobernador

135
«Autos sobre la residencia tomada al j[ene]ral de artillería D. Juan Henríquez
[...]» (Concepción, 1672), doc. cit., fjs. 136-152v..
136
ANH.RA, vol. 2386, pza. 3, fj. 154.
137
No obstante que por esos años ya se había entablado una comunicación entre
el Consejo de Indias y la Audiencia chilena en torno a prohibir las «ventas a la
usanza»: Hanisch Espíndola, 1981: 19-20.

366
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

para reclamar su libertad. También en 1667 vemos a la india Francisca


renegar de la condición de servidumbre en la que había estado por vein-
te años, «jactándose» públicamente de que era una persona libre aún
antes de acudir ante el tribunal. Y en plena contingencia de la cédula
de 1674 y sus avatares dilatorios vemos que en 1679 la india Clara
recurre a la justicia para obtener la libertad que le permitiese convivir
con su esposo negro, mientras que al año siguiente lo hará la india
Ángela, enfrentada a una ama que también busca aprovechar la nueva
legislación de «depósitos» para mantenerla en su posesión.
En fin, junto con el papel de la oralidad urbana y del bando público
como agentes de difusión de saberes y noticias, tenemos un tercer nivel
en esta dinámica de circulación: el de los propios agentes del sistema
judicial ante quienes recurren las indias: escribanos, procuradores,
protectores y coadjutores. Como gestores de su situación, redactores
de sus peticiones y demandas, y portavoces de su posición, ellos se con-
vierten en canales claramente idóneos para transmitir a sus «clientes»
las disposiciones legales vigentes, definir las estrategias discursivas a
implementar y orientar la información proporcionada por la litigante,
seleccionando los testigos más afines y construyendo el cuestionario
por el cual serán interrogados, etc. Los protectores y coadjutores de
indios se constituirían, de esta forma, en mediadores del saber legal
ante los sujetos subalternos que acuden al sistema judicial, articulando
la oralidad del testimonio de litigantes y testigos con el razonamiento
jurídico y el sustento normativo.
Incluso podrían haber actuado en el origen de los pleitos, incenti-
vando las peticiones de amparo, a juzgar por ciertos indicios que pode-
mos encontrar en los expedientes; como el de uno de los testigos de la
ama de la india Francisca, que muestra su extrañeza en que de pronto
comenzara a reclamar su libertad después de tantos años sin cuestionar
su condición, «por lo cual juzga habrá sido inducida». Otro testigo
concuerda con ello, opinando que el litigio lo instauraba «a instancias
de algunas personas que siniestramente la indujeron por sus particulares
fines e intereses»138. Sin ir más lejos, en la propia declaración supues-
tamente «autógrafa» de Luisa que da inicio a su proceso en 1653 ella
retomaba directamente la orden previa dictada por el tribunal para que
su ama «[…] exhiba la certificación que ha de tener del tiempo y edad
de que fui cogida en la guerra de este reino, y porque de ella consta mi
libertad maliciosamente no la ha querido exhibir […]», recogiendo así

138
ANH.RA, vol. 657, pza. 1, fjs. 26-28 y 33v.

367
Jaime Valenzuela Márquez

un argumento y una forma que sin duda formaban parte del ámbito
procesal gestionado por el protector (Figs. 3a y 3b).
En otras palabras –y siguiendo a José Ramón Jouve– podríamos
decir que los agentes de justicia, al asumir como asesores judiciales de
los indios e indias pleiteantes, establecen una relación directa entre la
«ciudad letrada» y la «iletrada»139, alimentando, junto con los otros
mecanismos y canales analizados, una suerte de «ciudad letrada para-
lela» entre los grupos subalternos urbanos (indios, mestizos, negros…)
que rompe de esta forma la mirada binaria o dicotómica con que se ha
observado lo alfabético en relación con lo oral para dicho período. Ello
no desplaza la evidente asimetría en las relaciones y posiciones de los
actores involucrados en estos procesos, en el contexto de la domina-
ción social y política inherente a la situación colonial, y donde –como
apuntan Rappaport y Cummins– el «campo literario de la creación
de capital simbólico fue controlado por letrados, notarios, artistas y
sacerdotes provenientes de la esfera hispanocriolla»140. Pero brinda una
perspectiva más compleja de esas relaciones y de los intersticios por los
cuales aquellas indias esclavas pudieron generar o gestionar acciones
judiciales en su beneficio.

Desde el destierro y la violencia esclavista hemos podido acom-


pañar los posibles derroteros de cinco indias que vivieron la mayor
parte de sus vidas alejadas de sus tierras originarias, obligadas a servir
y adaptarse a un mundo nuevo y complejo, de españoles autoritarios
y paternalistas, amas, labores y hábitat desconocidos, compartiendo
con otros compañeros y compañeras el estatus social y laboral que los
dominantes habían definido para ellas, y las categorías que las identi-
ficaban bajo el estigma de aucas cogidas en la guerra.
Pero la ciudad –y su entorno de chacras periurbanas– fue también
el espacio que brindó las posibilidades para superar el trauma inicial e

139
González Undurraga, 2014: 38-39; Jouve Martín, 2005: 101 (para Lima);
Bernand, 2001: 124 (para Buenos Aires). Cf. Yannakakis, 2014: 79-80. Carole
Cunill, refiriéndose al uso del derecho indiano entre los mayas del siglo XVI,
postula que el derecho circuló entre la escritura y la oralidad, a través de los
propios agentes reales, el clero, los españoles y los mayas mismos, todos cons-
cientes del papel jugado por la circulación de la cultura legal en las relaciones
de poder: Cunill, 2015
140
Rappaport y Cummins, 2012; Charles, 2007: 25.

368
Indias esclavas ante la Real Audiencia de Chile

integrarse socialmente a la nueva realidad donde debieron actuar. Los


testimonios y avatares de las indias esclavas que hemos explorado en
este trabajo muestran una notable capacidad de resiliencia, facilitada
sin duda por la existencia de un tribunal que debía escuchar y dirimir
sus quejas, por agentes que debían asesorarlas y defenderlas, y por la
posibilidad de aprender, escuchar y conocer «ladinamente» el sistema
cultural e institucional hispano, así como sus grietas e intersticios.
Sin duda que son apenas cinco casos, dentro de los cientos o miles de
indios e indias aucaes que fueron capturados, deportados y diseminados
por los campos y ciudades de Chile y hasta en el mismo Perú. Estamos
conscientes, también, de la advertencia que nos hace la historiografía
respecto de la excepcionalidad intrínseca al documento judicial, y que
deriva en que los expedientes consultados sean sólo fragmentos inusuales
de una realidad y poseedores de una limitada representatividad, sobre
todo tratándose de litigios ante la Real Audiencia. Pero lo anterior no
nos ha impedido intentar una aproximación a fenómenos más gene-
rales, a dinámicas más colectivas y a buscar la inserción de aquellas
situaciones particulares en coyunturas históricas precisas y marcos de
análisis más amplios.
Y si bien es cierto nunca podremos conocer pormenores de sus
vidas y destinos, sí sabemos que Colmey, Nilengueco, Mallén, Contui-
labquén y «Clara» lograron, pese a todo lo vivido y sufrido desde su
desarraigo y esclavitud, sobreponerse, levantar su voz y plantarse frente
al máximo tribunal de la monarquía española para clamar su libertad
y solicitar amparo judicial.

Documentación manuscrita
AAS. Ñuñoa, Archivo Arzobispal de Santiago (Santiago de Chile), parroquia
de Ñuñoa: libro 1 (bautismos).
AAS. Sag, Archivo Arzobispal de Santiago (Santiago de Chile), parroquia
del Sagrario: libro 10 (bautismos).
AAS. Sec, Archivo Arzobispal de Santiago (Santiago de Chile), Secretaría:
vols. 18, 61 y 98.
AGI.Ch, Archivo General de Indias (Sevilla), Audiencia de Chile: vols. 23
y 24.
AGI.ECJ, Archivo General de Indias (Sevilla), Escribanía de Cámara de
Justicia: vols. 937-A y 939-B.
ANH.ES, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Escribanos de
Santiago: vols. 82, 168, 273B y 273C.

369
Jaime Valenzuela Márquez

ANH.RA, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Real Audiencia:


vols. 484, 657, 864, 1431, 1433, 1764, 2386, 2496, 2544, 2623,
2648, 2729, 2818 y 2930.
ARSI, Archivum Romanum Societatis Iesu (Roma), Chile: vol. 6.
BN.BM.Mss, Biblioteca Nacional (Santiago de Chile), Biblioteca Medina,
Manuscritos: vols. 132 y 289.

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en los siglos XVI, XVII y XVIII*

María Ximena Urbina Carrasco

El traslado de los habitantes originarios de la Patagonia insular


occidental1 en el período colonial corresponde a lo que podríamos de-
finir como migraciones forzadas, en la medida en que los españoles de
Chiloé los desnaturalizaron mediante compulsión, o porque los propios
indígenas lo aceptaron al no tener opción de decidir. Se trataba de indi-
viduos pertenecientes a distintos grupos étnicos, que los antropólogos,
arqueólogos e historiadores han integrado bajo la denominación común
de «grupos canoeros», a raíz de su modo de vida itinerante y su movi-
lidad en la búsqueda de alimento en el mar (mariscos, lobos marinos,
huevos de aves). El elemento material asociado a ese modo de vida era
la dalca, embarcación que permitía su desenvolvimiento en aquel mundo
bordemarino que habían construido como ámbito cultural2. Sus caminos
eran de mar, no practicaban la agricultura, no tenían ganado y, por lo
mismo, estos indígenas canoeros eran considerados por los españoles
de aquella época como el extremo de lo «incivilizado»3; de tal forma
que podríamos incluso decir que en este margen americano se produjo,
entre indígenas y españoles, aquella suerte de «alteridad radical» de la
que habla Todorov al referirse al primer encuentro taíno-colombino4.
Se trata, por tanto, de un caso, en el Pacífico meridional, de enorme

*
Este artículo es fruto del proyecto Fondecyt Regular n° 1120704, «La Patagonia
Insular en el período colonial: exploraciones, interacción europeo-indígena,
imagen y ocupación del territorio» (2012-2013).
1
El concepto «Patagonia insular occidental», para referirse al territorio aquí
tratado, lo recojo del antropólogo Daniel Quiroz, 1985.
2
Chapanoff, 2003.
3
Urbina Burgos, 2007: 337-338.
4
Todorov, 1987.

381
María Ximena Urbina Carrasco

diferencia cultural entre los cortos grupos trasladados y la sociedad que


los recibe, la de Chiloé de los siglos XVI, XVII y XVIII.
La población indígena situada al sur de Chiloé era tan reducida
como lo permitían aquellas regiones tan hostiles a la habitabilidad
humana, tal como sabemos hoy. Pero desde el siglo XVI se imaginaba
que podrían ser cientos de miles de indios, según se pensaba en 1569
de las islas Guaitecas, por ejemplo. En el siglo XVIII se disipó esta idea
y los cálculos fueron más realistas, para concluir, grosso modo, que la
población del islario austral patagónico era tan escasa que los hombres
no eran sino detalles perdidos en esa abrumadora geografía.
La isla grande de Chiloé y sus tierras insulares y continentales ad-
yacentes actuaban como centro de esta periferia insular meridional, que
en los siglos coloniales comprendía hasta el estrecho de Magallanes y
que, nominalmente, eran tierras pertenecientes a la corona de Castilla.
Estaban bajo la administración de la provincia de Chiloé5, con su capital,
la villa de Santiago de Castro, fundada en 1567. Al sur de la isla grande
se extendía un mundo bordemarino de mar interior, entre los fiordos y
costas de la tierra continental y las incontables islas de una seguidilla
de archipiélagos, vinculados de norte a sur por los canales principales
de Moraleda y Messier. Las costas abiertas al Pacífico o mar exterior
eran aun menos frecuentadas por los españoles debido a la fuerza de las
mareas y el viento que las azotaba, por lo que el tránsito entre los puertos
del Pacífico (El Callao, Valparaíso, Valdivia o Castro) y el estrecho de
Magallanes o cabo de Hornos, se hacía siempre navegando en altura.

5
Vázquez de Acuña, 1993.

382
Traslados de indígenas de los archipiélagos patagónicos occidentales...

Figura 1
Mapa del territorio entre Chiloé y el estrecho de Magallanes

Elaborado por Andrea Valverde C.

El golfo de Corcovado era un desafío para las dalcas, pero ya en


el siglo XVIII se podía cruzar sin mayores riesgos. Superado este hito,
se podía navegar muchas leguas sin hallar vestigios de vida humana.
A veces se divisaba el humo de sus fogatas, pero no se veía a la gente.
El tránsito a lo largo del canal de Moraleda era de una soledad abso-
luta, aunque no era diferente en las Guaitecas. En alguna ocasión, se

383
María Ximena Urbina Carrasco

tropezaba con una dalca cuyos ocupantes huían a esconderse entre los
recovecos de la orografía, sin embargo, no faltaron las ocasiones en que ma-
nifestaron su hostilidad ante los extraños con gritos y lanzándoles piedras.
La condición de insularidad, el mar y las mareas, la poca elevación
del fondo del mar en los canales, el viento, la temperatura, la lluvia y
la ausencia de alimentos de la tierra, presentaban dificultad de acceso
e imposibilidad de permanencia a los españoles e hispanocriollos de
Chiloé. Todo eso era la antítesis de la geografía española y del modo
de vida hispánico, y actuaba como una frontera natural o barrera geo-
gráfica para su poblamiento, el que solo se concentró en el archipiélago
de Chiloé.
Esta provincia insular, por su parte, quedó escindida del resto del
reino de Chile como consecuencia del alzamiento mapuche y huilliche
que se inició en 1598, y que estableció –en la práctica– un Chile de paz
y uno de guerra, cuyo límite era el río Biobío. Chiloé quedó aislado no
solo por su lejanía de todo centro poblado, su altura en latitud y su
condición insular, sino también por la oposición de los indígenas llama-
dos juncos, que impedían la comunicación terrestre con Chile. A raíz
de esto, en Chiloé se fue conformando, en los siglos XVII y XVIII, una
sociedad particular, casi sin comunicación con otro centro español salvo
el barco, teóricamente anual, que llevaba el real situado desde El Callao
a la isla y que conducía otros efectos del comercio. Las encomiendas
de indígenas se mantuvieron hasta avanzado el siglo XVIII porque de
sus tributos en tablas de alerce, comerciadas por los vecinos con Lima,
se mantenía principalmente la provincia6. Los jesuitas se instalaron a
comienzos del siglo XVII para atender espiritualmente a unos indígenas
–veliches, payos, «chilotes» en general– que se consideraban «dóciles»,
y fundaron en las islas del mar interior lo que ellos llamaban «el jardín
de la Iglesia», representado por las numerosas capillas de madera que
se fueron construyendo en ese espacio7. Todo ello fue haciendo que la
existencia de esta «periferia meridional indiana» estuviese marcada por
la pobreza y el asilamiento8.
Los indígenas canoeros de los que hablamos habitaban todo el
ámbito patagónico occidental, al sur de Chiloé, lugares que nunca fue-
ron poblados por españoles. Era un amplio territorio, que aunque de
derecho pertenecía a España, de hecho era una inmensidad desconocida.

6
Urbina Burgos, 2004.
7
Moreno, 2008.
8
Urbina Burgos, 2012.

384
Traslados de indígenas de los archipiélagos patagónicos occidentales...

El interés desde Chiloé por esa zona estuvo motivado por tres aspectos:
capturar individuos para ser vendidos –como «piezas» o esclavos–
en Chile; trasladar a otros a Chiloé para evangelizarlos; y, en tercer
lugar, desplegar un patrullaje de motivación geopolítica, destinado a
mantener cierta presencia en el territorio y averiguar sobre posibles
establecimientos extranjeros en él –particularmente ingleses–, temor
que iba aparejado con la sospecha de una posible alianza entre estos y
los indígenas patagónicos9.
Nunca, por lo tanto, hubo una política de ocupación del territorio
y de sometimiento general o sistemático de los indígenas, pues durante
todo el período colonial, e incluso en el siglo XIX, este espacio fue vis-
to como una frontera geográfica y cultural, un verdadero límite, en la
medida en que no era un territorio intermedio periférico entre dos áreas
centrales –como la frontera misional del Paraguay, por ejemplo10– y, por
lo mismo, solo comparable a la frontera norte de la Nueva España, la
cual se proyectaba, más allá de la gran Chichimeca, hacia vastedades
desconocidas11.
Ante la falta de atractivos económicos que justificaran la imple-
mentación del sistema colonizador castellano, la manera española o
hispanocriolla de comportarse frente a este territorio fue la de explotar
sus recursos en la medida de lo posible; y dentro de estas posibilidades
estaba, por cierto, el beneficio que se podía obtener de sus habitantes
al ser vendidos como «piezas». Por lo demás, esta modalidad de explo-
tación económica sin ocupación sistemática del territorio se prolongó
hacia el siglo XIX, que fue el período de la extracción de riquezas como
el alerce, el ciprés o la caza de la ballena y el lobo marino. El siglo XX
ha sido también de explotación de recursos, como la implementación de
la industria de la oveja o de los salmones, o las centrales hidroeléctricas,
aunque el proceso estuvo acompañado por la fundación de ciudades
y pueblos que responden más bien a una política de marcar presencia
por parte del Estado chileno en la región de Aysén, cuando se discutían,
a fines del siglo XIX y comienzos del XX, los límites con Argentina12.
Si se tiene que ser esquemático, diríamos que dentro de aquellos
«canoeros» estaban los grupos denominados chonos, quienes –según
los documentos coloniales– habitaban los archipiélagos de los Chonos

9
Urbina Carrasco, 2011.
10
Lockhart y Schwartz, 1992 (cap. 8: «Los márgenes»); Weber,1998.
11
Giudicelli, 2009.
12
Martinic, 2005.

385
María Ximena Urbina Carrasco

y de las Guaitecas, al sur de Chiloé. Más al sur del Golfo de Penas, era
el ámbito de una etnia que los españoles reconocían como distinta, la
caucahué –llamados «gaviotas» en el siglo XVII–, pero que era muy
similar a la de los chonos en términos de su cultura material y modo de
vida, definido, como hemos dicho, por la dalca. Sin embargo, es lógico
pensar que ambos grupos no tenían sectores de movilidad bien precisos,
y que probablemente también los chonos transitaban más al sur del
Golfo de Penas y los caucahués hacia el Canal Moraleda; y lo mismo
otros grupos de los que solo tenemos el nombre, como los guapastos,
huillis, taijatafes y calenches. Como pudo comprobarse con ocasión
del naufragio de la fragata inglesa Wager, en 1741, el archipiélago de
Guayaneco era un área de confluencia entre chonos, caucahués y quizás
otras etnias. El rector del colegio jesuita de Castro explicaba en 1744 la
movilidad de «los chonos o guaiguenes, [los que] han estado yendo y
viniendo toda la vida y todo este año yendo y viniendo, y proseguirán
yendo y viniendo»13.
Las etnias bordemarinas a las que nos referimos se movían por una
geografía más extensa que la prevista por las clasificaciones tradiciona-
les segmentadas que ha dado la historiografía. Los chonos coloniales,
incluso cuando se dice que están asentados en las islas del mar interior
de Chiloé, mantenían su forma de vida móvil, porque «el ir los chonos a
Guayaneco les es y ha sido siempre lícito –subraya el rector del colegio

13
«Carta de Pedro García, rector del colegio jesuita de Castro, al gobernador
de Chiloé Juan Martínez de Tineo» (Chacao, 7 de mayo de 1744), fj. 18. El
documento está contenido en el expediente –de 52 fjs., en papel sellado– sobre
un conflicto entre el gobernador de Chiloé y el colegio jesuita de Castro, de ese
mismo año, que se encuentra en el Archivo del Arzobispado de Santiago, Fondo
«Varios». Se trata de un expediente levantado por el gobernador de Chiloé
para hacer averiguaciones sobre el despacho de una embarcación tripulada por
caucahués, que los jesuitas de Chiloé hicieron al sitio del naufragio de la fragata
inglesa Wager, en el archipiélago de Guayaneco. Este despacho contravenía
la orden dada por el gobernador para que nadie fuese al sitio del naufragio a
coger el metal del barco, razón por la cual se hicieron dichas averiguaciones.
El documento no tiene clasificación en el Archivo del Arzobispado; se conoce
porque su antiguo encargado  se lo facilitó al padre Gabriel Guarda  O.S.B.,
presidente de la Comisión de Bienes Culturales de la Iglesia Católica, para que
conociera su valor, dada la rareza de su existencia. Después de su valoración se
hizo una copia del documento, con autorización del Archivo, la que fue utilizada
por el Dr. Rodrigo Moreno –colaborador del P. Guarda–, en su tesis doctoral
sobre los jesuitas en Chiloé, y la compartió  posteriormente  conmigo.  Dado
que el documento no tenía clasificación y se desconoce la que pueda tener en
la actualidad, en adelante lo citaremos como «Expediente AAS».

386
Traslados de indígenas de los archipiélagos patagónicos occidentales...

jesuita–, porque aunque no son tierras suyas, son confinantes a las su-
yas, y siempre se han comunicado estos indios con aquellos, como que
son indios todos, aunque de distintos idiomas, y siempre han andado
revueltos», agregando que el recorrido de los chonos a Guayaneco es
«antiguo y anual»14.
Con el nombre de «chono» se aludía, entonces, al grupo de habitan-
tes de los archipiélagos de los Chonos y de las Guaitecas, pero además se
les llamaba indistintamente como guaiguenes, al menos para mediados
del siglo XVIII15. Era un grupo poco numeroso y también poco visible.
Sin embargo, también se les llamó así, por extensión, a los indígenas
que se encontraban en el área del Golfo de Penas y Canal Messier, si
bien se les consideraba distintos. Es decir, el concepto «chono» –tanto
para los «nuevos», conocidos a mediados del siglo XVIII a propósito
del naufragio de la Wager (los caucahués y otras etnias), como para los
conocidos desde antes– aludía a todas las individualidades étnicas del
desdibujado rompecabezas que existía desde Chiloé hasta Magallanes16.
Por lo mismo, se puede conjeturar que a los «nuevos» chonos también
se les considerase, por parte de los españoles de Chiloé, como objeto
de las razzias y sus consecuencias de esclavitud y sujeción.
Es muy probable, también, que los chonos hubieran ocupado antes
la isla de Chiloé y espacios circundantes, hasta que la entrada de los hui-
lliches, en sentido norte/sur, los desplazara hacia las islas meridionales,
pero también confinando una parte de ellos en el sur de la isla grande.
A la llegada de los españoles, este sector mostraba características dis-
tintas a la zona norte y centro de Chiloé, donde habitaban indígenas a
quienes se les llamó veliches, y cuyo lugar fue conocido como la «costa
de los Payos». A pesar que tenían otra lengua y diferente cultura que los
huilliches o veliches de Chiloé, los payos fueron encomendados y evan-
gelizados; con ello fueron perdiendo su fisonomía al estar en contacto
con los españoles que reconocían sus autoridades como «caciques» –ha-
bía «gobernadorcillos»– y a quienes prestaban servicios como aliados,
por ejemplo17. Este desplazamiento forzado de los chonos hacia el sur,
motivado por la intromisión de otra etnia, fue un proceso previo a la
llegada de los españoles. En adelante, los chonos –y, en general, los gru-
pos canoeros australes– van a ser desplazados forzosamente en sentido

14
Ibidem.
15
Cooper, 1946.
16
Álvarez, 2002.
17
Urbina Burgos, 2004.

387
María Ximena Urbina Carrasco

contrario, hacia el norte. En este artículo nos detendremos, pues, en


las «piezas indígenas» provenientes de aquellos grupos canoeros y sus
traslados a lugares poblados de españoles, proceso en el cual podemos
distinguir dos períodos: las malocas esclavistas de fines del XVI hasta
finales del XVII –con captura de indígenas canoeros– y los traslados
con fines misionales, del siglo XVIII.

malocas y traslados forzados de chonos


Los chonos, conocidos por los españoles desde la expedición del
capitán Francisco de Ulloa, en 155318, fueron concedidos en encomienda
desde la fundación de Castro y ocupación del territorio, y pasaron por
cuatro sucesiones hasta la última, en 158619. No obstante, estos enco-
menderos deben haberlo sido solo de nombre, por la dificultad para
acceder a aquellas islas y de trasladarlos a Chiloé20.
Por su parte, tal como en las costas al sur de Chiloé, otras fronte-
ras del archipiélago –como la frontera «de Arriba» o junco-huilliche y
la de Nahuelhuapi– experimentan desde la fundación de Castro y los
inicios de la presencia hispánica en la isla y provincia la práctica de
las malocas, entradas o razzias, que eran una actividad común de los
españoles en América para mantener sujetas las fronteras con indígenas
en las etapas iniciales de la conquista y colonización. Esta modalidad de
guerra de desgaste a través de entradas rápidas con el fin de hacer daño,
fue frecuente en la zona mapuche y huilliche de Chile, con quema de
18
«Salieron del puerto de Valdivia el año de 1553, corrieron toda la costa de Chiloé
y descubrieron selvas de islas y el archipiélago de los Chonos, y otras muchas
habías y ensenadas. Trataron de coger tierra en una punta que llaman de San
Andrés, en 47 grados al sur, pero fueron recibidos de los indios con un torbellino
tan impetuoso de piedras, que muy a su pesar se retiraron bien aporreados y
malheridos. Subieron hasta 51 grados, reconocieron grandes aberturas y que-
bradas del mar, y acometiendo a entrar por una que estaba murada de altísimas
sierras nevadas, que verdaderamente era la angostura sombría del estrecho,
ventilaron sobre su conocimiento con cerrada porfía los pilotos y marineros,
especialmente un flamenco que había pasado en la jornada de Magallanes y
se preciaba de que conocía aquel paraje. Este aseveró no ser aquella la entra-
da. Venció su opinión a la de todos, y desatentados discurrieron por aquellas
mares hasta que no pudiendo contrastar con las tormentas, volvieron la proa
a Chile, y después de seis meses cogieron el puerto de Valdivia, sin más efecto
que el mérito de obedecer y el conocimiento de los archipiélagos de Chiloé y
los Chonos»: Rosales, 1989 [c.1670], I: 33 y 34.
19
Contreras (et al.), 1971: 37, nota 31.
20
Urbina Burgos, 2007: 327.

388
Traslados de indígenas de los archipiélagos patagónicos occidentales...

siembras, destrucción de aldeas y capturas de indígenas para venderlos


como esclavos. La cédula de 1608, que permitió la esclavitud de los
indios de las provincias alzadas, no hizo más que regular una práctica
extendida en el reino21.
Los españoles de Chiloé practicaron las malocas contra los chonos
en la misma época en la que desde las ciudades más meridionales, como
Osorno y Valdivia, se actuaba en contra de sus márgenes no sometidos22.
Desde Chacao –fuerte, poblado y lugar de la principal feria de Chiloé– se
despachaban los barcos con los productos del comercio chilote y con in-
dígenas, los cuales eran vendidos como esclavos y que eran provenientes
desde las tierras «de junco y Osorno» –es decir, la tierra firme al norte
de Chiloé–, desde Nahuelhuapi, frontera nororiental de Chiloé, y desde
las islas del sur. Para las acciones en la frontera mapuche y huilliche se
empleaba profusamente el concepto maloca, de origen mapuche, nom-
brando así las expediciones de desgaste, de ambos bandos, con captura
de «piezas» y consecuencia de esclavitud. Y aunque la documentación
colonial de Chiloé habla de malocas contra los chonos, debió tratarse
de «correr la tierra» –para capturar individuos– y no «desgastar la
tierra» –destruyendo poblados y sementeras, por inexistentes. En el
estudio La población y la economía de Chiloé durante la Colonia, sus
autores concluyen que en la segunda mitad del siglo XVI:

[…] para satisfacer la demanda de mano de obra en el


centro y norte del país, los españoles de Chiloé no solo recu-
rrieron a la población que les había sido encomendada; sino
que, mediante campeadas y malocas, redujeron de hecho a la
esclavitud a indios rebeldes que habitaban al norte del canal de
Chacao y a grupos aborígenes que poblaban los archipiélagos
de los Chonos y Guaitecas23.

Dice Fernando Casanueva que los españoles de Chiloé «organi-


zaban periódicamente desde fines del siglo XVI incursiones esclavistas
entre los chonos, quienes eran transportados por mar y vendidos en
el centro del reino»24. En la Patagonia insular, al meridión de Chiloé,
las malocas significaron la recolección de individuos que, debido a la
enorme diferencia en cultura material, presentaban menos resistencia

21
Hanisch, 1981; Jara, 1971, cap. VIII.
22
Urbina Carrasco, 2009: cap. 1.
23
Contreras (et al.), 1971: 15.
24
Casanueva, 1982: 20.

389
María Ximena Urbina Carrasco

a la captura. La dificultad la imponía la geografía, especialmente la


navegación por el golfo de Corcovado y los embates frecuentes del mar,
y quizás eso impidió la desaparición total de los chonos en la primera
mitad del XVII. Como a poco de ser fundada Castro, que lo fue en 1567,
en una «entrada» al sur de Chiloé que hizo Diego Mazo de Alderete,
corregidor de Castro, se estimó en 200.000 los indígenas que habitaban
mas de 1.500 islas pobladas25, es posible suponer que en lo sucesivo
el número de capturas debió ser alto –aunque nada sabemos de cifras
por ser una práctica ilícita–, debido a que a mediados del siglo XVIII
su población apenas se estimaba en un par de centenas.
Cuando los jesuitas Melchor Venegas y Mateo Esteban llegaron por
mar a Carelmapu, en 1609, para hacerse cargo de la misión de Chiloé, y
aunque era solo una escala a su destino final de Castro, se detuvieron allí
más de un mes, sorprendidos –según Pedro de Lozano– por la magnitud
del negocio a que estaban entregados los soldados: «la inicua grangería
de comprar o vender indios» de las provincias fronterizas de Chiloé:
el área junco-huilliche y las islas de los chonos26. Ya instalados en la
capital chilota, estos misioneros se interesaron por visitar a los chonos,
acudiendo en esos primeros años a las islas Guaitecas donde conocieron
al indio Delco, a quien bautizaron como Pedro e hicieron de él un in-
terlocutor, distinguiéndolo como cacique27. Así, desde 1612 vemos a los
jesuitas activando las relaciones con los chonos y construyendo cuatro
capillas en esas islas con la intención de visitarlas regularmente; aquello,
no obstante, en la práctica no se concretó, pues las visitas misionales
fueron espaciadas y terminaron siendo casi nulas después de 163028.
Es probable que esto último haya ocurrido debido al escaso número
de indígenas que ya quedaban, disminuidos por las expediciones para
coger individuos, y por los pocos resultados de la evangelización. Aquí
puede verse la disonancia entre autoridades y vecinos, por un lado, y
misioneros jesuitas, por otro, en cuanto a la actitud sobre un mismo
grupo: unos la esclavitud, otros la evangelización.
Quizás los traslados de chonos no fueron solo con ocasión de la
captura de individuos en los archipiélagos. Interesados en la cultura
material de Chiloé, pudieron simplemente acercarse a los lugares po-
blados, donde eran capturados. El jesuita Juan del Pozo dice, así, que

25
Mariño de Lobera, cit. en ibidem.
26
Lozano, 1755, vol, 2: cap. IV: 35.
27
Quiroz y Olivares, 1988.
28
Urbina Burgos, 2012: 210.

390
Traslados de indígenas de los archipiélagos patagónicos occidentales...

después de 1612 –es decir, después de la primera visita misional a las


Guaitecas– los chonos navegaban a Chiloé para conchabar con espa-
ñoles o indígenas, pero que por «la insaciable codicia de los españoles
por tener gente que les sirva, los repartieron de unos vecinos en otros
y los obligaron al trabajo de sus sementeras y tablazón»29.
Ahora bien, luego de la gran rebelión de 1598 y del forzado aban-
dono de todas las ciudades al sur del río Bíobío, las malocas se recrude-
cieron en los límites norte y sur del llamado «estado de Arauco»: desde
los fuertes de la frontera de Concepción, hacia el sur, y desde los de la
frontera de Chiloé –fuertes de Carelmapu y Calbuco–, hacia el norte.
Eran entradas de castigo por la rebeldía y el daño causado, con captura
legal de esclavos según lo amparaba la cédula de 1608. Esta última no
incluía a Chiloé, cuyos indígenas no se habían levantado, aunque se
aplicó al margen septentrional de la provincia, incluyendo el noroeste
o área del lago Nahuelhuapi. Hacia Nahuelhuapi, famosa fue la malo-
ca a los poyas y puelches ejecutada desde Chiloé en el año 1666, que
por el número de capturados y su condición de gentiles motivó cuatro
años más tarde la entrada misional a Nahuelhuapi del célebre jesuita
Nicolás Mascardi. Este llevaría de regreso al área del lago a 44 indíge-
nas puelches30, con el objetivo de fundar una misión ultracordillerana
atendida desde Chiloé. Mascardi fue muerto en 1673 y con ese hecho
se extinguió el intento misional por entonces.
Las incursiones de españoles, hispanocriollos e indios amigos al
sur del archipiélago de Chiloé para capturar individuos y venderlos
como piezas a los interesados que acudían a comprarlos a Chacao y
Carelmapu, eran una práctica ilegal. La justificación para la acción era
que con la esclavitud y el traslado se conseguiría la evangelización y
«desbarbarización» de los indígenas, que de permanecer estos en sus islas
no se conseguiría. Esta razón subyace en las correrías al margen sur de
la provincia de los siglos XVI y XVII. Los misioneros jesuitas lograron
en parte poner freno a la captura. Uno de los pocos datos con los que
contamos es el que consigna Juan Contreras y su equipo, quienes dan
cuenta de un caso de venta de indígenas por parte de otros indígenas. Se
trata de una denuncia de 1621, en plena época de las misiones jesuitas a
los chonos, en contra del cacique Diego, hijo de Francisco Delco, quien:

29
«Vida del celosísimo apostólico padre Juan del Pozo, fundador de la misión de
Chile» [1629-1639], Rosales, 1991 [c.1670]:137.
30
Rosales, 1989 [c.1670], II:1335-1336.

391
María Ximena Urbina Carrasco

[…] ha tomado tanta mano que anda vendiendo públi-


camente […] los chonos, sus sujetos, y entra a maloquear a
los de otras encomiendas para el mismo objeto, con notable
agravio y manifiesta injusticia de dichos indios [….] y todos
los navíos que salen de la provincia y los más de ellos van
cargados de chonos, allá los venden como esclavos31.

Durante la segunda mitad del siglo XVII, también los chonos na-
vegaban hacia el norte para atacar las islas del mar interior de Chiloé
y hacer daño a los indígenas hispanizados. La reacción desde Chiloé
fue atacarlos a su vez en sus islas, con la consecuencia de la captura de
«piezas» y su venta. Por ello, los ataques a los chonos eran amparados
y hasta fomentados por las autoridades de la provincia. Abraham de
Silva y Molina, autor de un manuscrito llamado «Historia de Chiloé»,
de 1899, cita documentos del Archivo Histórico Nacional de Santiago
en que consta que las «correrías» a los chonos eran fuente de méritos
para acceder a encomiendas de indios y otras mercedes, tanto por quie-
nes las ejecutasen como por sus descendientes. Es decir, las incursiones
«a los chonos» en la segunda mitad del XVII eran una actividad muy
valorada en Chiloé.
El jesuita Miguel de Olivares dice, refiriéndose a fines del siglo XVII,
que estas entradas al sur eran casi siempre en represalia por los ataques
que los llamados, genéricamente, chonos o «guaitecos» hacían en contra
de los indígenas sometidos por los españoles, los tributarios veliches,
que habitaban las islas más apartadas de la provincia, con el propósito
de cautivar mujeres y robar instrumentos de fierro, ponchos, dalcas,
alimentos diversos y ganado ovejuno, lo que tenía a toda la provincia
con «cuidado e inquietud»32. Por su parte, las malocas españolas les
«volvían la vez», llegaban a sus islas para castigar a sus habitantes, to-
mar a los «muchachitos» y conducirlos a Chiloé para servirse de ellos33.
En el juicio de residencia al gobernador de Chiloé Antonio Man-
ríquez de Lara (1680-1683) se le acusa de haber maloqueado a los
chonos sin justificación, lo que indica que estas acciones bélicas eran
valoradas si se hacían como respuesta a los ataques chonos. De orden

31
Contreras (et al.), 1971: 39, nota 49.
32
Abraham de Silva y Molina, «Historia de la Provincia de Chiloé bajo la domi-
nación española», ANH.FV, vol. 141, fj. 69. Silva y Molina refiere este asunto
cuando cita documentación de AHN.CG, vol 527 (sobre la oposición a la
encomienda de Nercón, en Castro, 1725).
33
Olivares, 1874 [1736]: 373.

392
Traslados de indígenas de los archipiélagos patagónicos occidentales...

suya fue el sargento mayor Miguel Sánchez de Lezana «a las tierras


de Allana, […] en los Chonos […] y el resultado de la expedición fue
maloquear 9 ó 10 piezas hembras y varones, los cuales despachó a la
ciudad de Santiago, menos 3 indios que dejó en su servicio». El objeto de
este viaje, además de coger piezas, era «ver si había ciudad poblada de
españoles por aquellos parajes», en alusión a los Césares34. Hasta fines
del siglo XVII sigue habiendo alguna noticia de estas malocas, porque
en tiempos del gobierno de Pedro de Molina (1692-1695), Fernando
de Asencio fue enviado por cabo de 60 hombres a castigar a los chonos
«que infestaban las costas de la provincia»35.
Más tarde, un testimonio de 1725 habla de tres expediciones hacia
las islas australes para castigar a los chonos «porque estos pasaban a la
isla de Chiloé a robarse ganado y a llevarse indias cristianas, quitando
la vida a los indios de Chiloé y quemándoles sus casas […]». Por esta
razón, Luis Álvarez de Bahamonde fue en su búsqueda en tres ocasiones.
En el tercer viaje, en que anduvo por todas las islas de los Chonos, «iba
por cabo de diez hombres», pero no pudo encontrar ningún indígena36.
Vemos así que, si bien los traslados fueron más frecuentes y masivos a
fines del siglo XVI y principios del XVII, seguían estando vigentes en las
primeras décadas del XVIII, como lo recuerda Fernando Casanueva al
hablar de esta «mutua guerra de malocas». Por último, contamos con
dos datos más sobre capturas a comienzos del siglo XVIII: el jesuita
Miguel de Olivares nos informa en 1736 «que hasta el año de 1706
sé que los chonos venían a maloquear a los de Chiloé, y los españoles
con los indios los salían a castigar y traían muchas piezas o personas
de mujeres y muchachitos prisioneros»37. Y, la información del hijo de
José Pérez de Alvarado, quien hizo saber –con cierta exageración– que
su padre, nacido en 1672:

[…] persiguió a los chonos hasta sus islas, sin dejar una sin
recorrer hasta cerca de Tierra del Fuego, rompiendo y talando
por muchas partes la Sierra Nevada, pasando hambres y fríos,

34
«Juicio de Residencia al exgobernador Antonio Manríquez de Lara, tomado
por su sucesor Antonio Ibáñez de Echeverri» (Castro, 30 de mayo de 1684),
ANH.FV, vol. 139, fj. 22.
35
Silva y Molina, «Historia de la Provincia…», op. cit., fj. 58. Silva y Molina cita
este documento en relación a la oposición a la encomienda de Henupuquén que
hizo Alonso de Asenjo en 1724, y lo refiere de ANH.CG. vol. 487.
36
Ibid., fj. 69, passim (sobre la oposición a la encomienda de Nercón, en Castro,
1725).
37
Olivares, 1874 [1736]: 373. También cit. por Casanueva, 1982: 20.

393
María Ximena Urbina Carrasco

manteniéndose con frutas silvestres y mariscos, dejando entre


las ramas sus ropas a pedazos en busca de asilos, hasta las
oscuras grietas y escondrijos, para guarecerse de las lluvias,
muy abundantes en esas regiones tormentosas38.

Se puede también sugerir que los chonos podrían haber vendido


su propia gente a los españoles39. O también a otros, si seguimos lo
que apunta Joseph Emperaire, quien, basándose en las fuentes de las
primeras expediciones misionales al sur de Chiloé, concluye que «los
misioneros mencionan a los huiles, es decir, gentes que vivían al sur del
golfo [de Penas], que serían los alacalufes, de quienes los chonos solían
apoderarse para utilizarlos como esclavos y venderlos a los españoles»40.
Puede advertirse, por lo tanto, cómo la presencia de los españoles en
el borde septentrional del litoral pacífico austral alteró las relaciones
entre los grupos canoeros. No podemos suponer que no haya habido
relaciones violentas y de captura de individuos inter-etnias antes de la
llegada de los españoles, pero sin duda la atracción de los chonos hacia
los elementos de la cultura material hispana alteró la situación anterior,
cualquiera que haya sido.
Todas estas prácticas –dice Casanueva– hicieron mermar «el con-
tingente humano de una sociedad primitiva que de por sí poseía, como
sabemos, una muy baja densidad demográfica»41. Así, hacia 1610, el
jesuita Melchor Venegas señala que la población de las islas Guaitecas:

[…] de pocos años a esta parte ha ido en grande disminu-


ción, porque por la minuta que se hizo, ahora 10 ó 12 años,
consta que había más de 15.000 varones de lanza, sin las
mujeres e hijos chiquitos, y ahora no hay más de 3.000 almas,
grandes y chicos, en toda la isla, a causa de las que han ido
sacando cada año los navíos que allá van, y solo ahora dos
años, con estar allí los de la Compañía que los estorbábamos
cuanto podíamos, sacaron al pie de 400 y los traen a vender
acá abajo [–es decir, en el fuerte de Chacao–]42.

38
Guarda, 2002: 239.
39
Urbina Burgos, 2007: 329.
40
Emperaire, 2002: 88.
41
Casanueva, 1982: 20.
42
«Carta annua de 1610» (5 de abril de 1611), en AA.VV., 1927 [1609-1614],
XIX: 108.

394
Traslados de indígenas de los archipiélagos patagónicos occidentales...

Los datos entregados por Venegas reflejan la dimensión cuantitativa


del tráfico, sin embargo, no podemos saber cuántos chonos específica-
mente había en los embarques a Chile de «indios de Chiloé» durante los
siglos XVI, XVII y XVIII. También, resulta en extremo difícil saber si los
individuos permanecían en la isla grande o si eran vendidos en Chile o
en Perú, aunque es lógico pensar que la venta fuera de Chiloé haya sido
el motivo de las capturas y traslados. Hay al menos una noticia para
1625, en que según carta de ese año de Giusepe de Vargas, vecino de
Castro, desde 1607 había algunos chonos en La Serena, Concepción y
Chillán43. Además, como hemos dicho, de las malocas esclavistas solo
se sabe por las oposiciones a encomiendas, porque esa actividad era
fuente de méritos, como se ve en los expedientes judiciales estudiados
en la obra de Gabriel Guarda44. No tenemos mayores datos, tampoco,
de la sobrevivencia de estos indígenas canoeros, a pesar que podríamos
presumir que si el desarraigo y el cambio de la dieta los hacía morir en
Chiloé, a pocas leguas de sus islas –como anota Jerónimo de Pietas y
Garcés para comienzos del XVIII–, es de suponer la suerte de los cho-
nos trasladados a Chile Central y Norte Chico45. Sin ir más lejos, ya el
traslado a la isla grande de Chiloé o a las de su mar interior implicaba
el cambio radical que significaba pasar de una vida errante y marítima
a una agricultora y concentrada en el corte de maderas.
La búsqueda de los Césares también fue motivo de entradas a las
Guaitecas y más al sur, en el siglo XVII. Los chonos eran conocedores
de las tierras de los confines de la provincia y por ello se hacían necesa-
rios para proyectarse a aquellos lugares, actuando como guías, remeros
y proveedores de alimento46. En todo caso, si bien todos los grupos
43
«Demanda presentada por el capitán Giusepe de Vargas, vecino encomendero
de Castro, en nombre de su hermana Catalina de Vargas, contra el teniente
Pedro Muñoz de Alderete y su mujer Catalina de Mendibi por la posesión de
una encomienda de Chonos» (Santiago, 1625), ANH.RA, vol. 1691, pza. 15,
fjs. 251-263v.
44
Guarda, 2002.
45
Urbina Burgos, 2012: 330.
46
Estas expediciones fueron las de Juan García Tao en 1620 (ANH.VG, vol. 9, pza.
16, fjs. 437-448); la expedición misional del jesuita Agustín Villaza, acompañado
del padre Gaspar Hernández, a «las islas de los Chonos», en 1623 (Techo, 2005
[1673]: 358-359); la misión de los jesuitas Venegas y del Pozo hacia los chonos,
en 1629 (Olivares, 1874 [1736]: 376-378; Ovalle, 2003 [1646]: 555); la del
alférez Diego de Vera hacia el estrecho de Magallanes, en 1639 (Rosales, 1989
[c.1670], I:105); la del capitán Rodrigo Navarro, en 1641 («Letras annuas de
la viceprovincia de Chile a nuestro muy reverendo padre general Gostino Nikel,
escritas por el padre Juan de Albiz, vice provincial de la viceprovincia de Chile

395
María Ximena Urbina Carrasco

interactuaron con indígenas, no podemos precisar si hubo individuos


capturados y conducidos posteriormente a Chiloé, salvo excepciones,
como la expedición de Juan García Tao en 1620, donde se habla expre-
samente de catorce «gandules» capturados: «las piezas que llevo son
para que el señor presidente se informe de ellos de lo que por acá»47.
Quizá como producto de estas entradas, pero sobre todo de otras no
documentadas –por no ser oficiales–, o, en general, como consecuencia
de la proyección española a aquellas islas, es que en 1710 un grupo de
166 chonos, sin previo aviso y sin mediar misión ni viaje jesuita a sus
islas, llegó al fuerte de Calbuco manifestando su deseo de vivir entre
españoles48. Esta llegada no podría atribuirse a la acción misional, sino
que decidieron que les convenía estar cerca de Chiloé49. Primero llega-
ron treinta familias «y después, viendo el buen trato que los jesuitas
les daban y que no les hacían trabajar», acudieron a la cercana isla de
Guar, que la autoridad reservó para su exclusivo asentamiento, «y a
otras dos islas más que la Corona había concedido a los jesuitas, hasta
200 familias compuestas de más de 500 indios», los cuales estuvieron
a cargo de dos misioneros50. Se les instaló fundamentalmente en la isla
desde el año de 657 hasta el de 1659»: ARSI.Ch, vol. 6, fjs. 282-282v); la del
sargento mayor Jerónimo Diez de Mendoza, en 1674 («El virrey del Perú, conde
de Castellanos a S.M., 8 de abril de 1675: ANH.G-M, vol. 17, pza. 187); la de
Bartolomé Diez Gallardo, en 1674-1675 (Anuario hidrográfico de la Marina
de Chile, vol. XIV: 525-537, manuscrito en ANH.VG, vol. 7, pza. 4); y la de
Antonio de Vea, en 1675-1676 (AMNM, Colección Fernández Navarrete, Ms.
199, fjs. 576-619).
47
«[…] y cautivando 14 gandules y algunos indios buzos para con ellos sacar
algún marisco, y los gandules que me bogaron y ayudaron a llevar algún trabajo
a los amigos»: ANH.VG, vol. 9, pza. 16, loc. cit.
48
La última expedición oficial al sur de Chiloé había sido en el verano de 1675-
1676, treinta años antes.
49
Fernando Casanueva dice que esta situación se debió «más que a la persuasión
y a los agasajos de los misioneros, al hecho que los chonos comenzaron a sufrir,
además de las malocas de los españoles y chilotes, los ataques de los alacalufes
(caucahués), nómadas del mar como ellos, quienes vivían en los archipiélagos
de más al sur, en respuesta a las propias malocas que los chonos habían co-
menzado a hacerles para venderlos en Chiloé», aunque no refiere el dato de
estas. Si bien no constan expresamente en las fuentes, agrega que las capturas
de indígenas eran consecuencia de la presencia de los españoles en Chiloé,
quienes las habían impulsado entre los grupos a través de guerras de malocas,
lo que habría redundado en que «las sociedades primitivas mas débiles debían
buscar el apoyo, bajo condiciones de sumisión, de los blancos, para resistir el
ataque combinado de estos mismos y de otras sociedades primitivas más fuertes
y numerosas (chilotes y caucahués)»: Casanueva, 1982: 21.
50
Ibidem.

396
Traslados de indígenas de los archipiélagos patagónicos occidentales...

de Guar pues era un lugar despoblado y ubicado en el sector norte del


archipiélago, cercano al fuerte y pueblo de Calbuco. Los jesuitas obtu-
vieron la tutela sobre ellos, convirtiendo a la isla en una reducción que
fue declarada como misión bajo el título de San Felipe de Guar, según
cédula de 1717. Como neófitos, no quedaron sujetos a encomienda ni
tributación, aunque se intentó hacerlos vivir a la manera española y
transformarlos en sedentarios y agricultores51.
No obstante, no se vieron los frutos esperados. Más aún, incluso
se detectaron abusos cometidos con los neófitos chonos, como el de-
nunciado contra un jesuita en 1722. Se trata de una carta del presbítero
Bernardo Cubero donde acusa a los miembros de la Compañía de
desatender a los indígenas de la misión, destacando el caso del padre
Arnaldo Jaspers, quien en su presencia dio «grandes castigos» a algunos
de ellos, sin causa ni motivo. Además, Jaspers habría abandonado la isla
llevando consigo «algunos de estos indios a una estancia de posesión
de la Cía. de Jesús52, para que la trabajasen, por cuya razón los más de
los chonos, que serían 600, de los cuales bauticé yo –dice Cubero– más
de 200, y el rigor expresado del P. Arnaldo, fue causa de que los más
se volviesen a la antigua infidelidad y no quieren admitir a los PP de la
Cía. de Jesús por misioneros»53.
Esta puede haber sido una de las razones por las que, ya antes de
1720, los chonos habían ido abandonando la misión, regresando a sus
antiguas islas o instalándose en otras, como Quiapu, Apiao, Chaulinec y
otras adyacentes a Quinchao. Pocos quedaron en Guar. Según Rodolfo
Urbina, la razón de esta «deserción» está en que en Guar quedaron
expuestos a los españoles, hispanocriollos, mestizos o indígenas de
Chiloé, pues dicha isla estaba en la ruta que utilizaban quienes iban
a la tala del alerce en la cordillera de los Andes54. Reaccionando ante
estos abandonos, los jesuitas decidieron, en los años treinta, trasladar
la misión desde Guar hacia Chequián, punta en la isla de Quinchao,
en el centro del mar interior de Chiloé, donde la actividad misional se

51
Urbina Burgos, 2012: cap. 6. Desde 1740 esta misión fue atendida desde la
residencia de Achao.
52
La Compañía tenía cuatro estancias en Chiloé: Lemuy, Meulín, Chequián y
Chonchi.
53
«Carta de don Bernardo Cubero, presbítero misionero, al Papa» (Lima, 22 de
septiembre de 1722), Archivo Storico Della Sacra Congregazione de Propaganda
Fide (Roma), Scritture riferente nei Congressi, America Meridionale, vol. II, fjs.
107v-110, cit. por Casanueva, 1982: 21.
54
Urbina Burgos, 2007: 339.

397
María Ximena Urbina Carrasco

tradujo, en la práctica, en que un sacerdote recorría las islas vecinas


visitando a los chonos que no estaban reducidos a pueblo y mantenían
su movilidad55. La visita que realizó en 1741 el obispo de Concepción,
Pedro Felipe de Azúa, a cuya jurisdicción pertenecía la diócesis de
Chiloé, comprobó la escasa cantidad de chonos en Chequián e islas
adyacentes, donde nunca se logró un pueblo formal, ni casas ni calles.
Debido a la inoperancia del asiento misional, el obispo sugirió el cambio
de residencia del superior a Chacao, para atender tanto a los españoles
como al grupo de chonos que seguía en Guar, lo que, al menos para
1744, aún no se había concretado56.

Traslados misionales de grupos canoeros


En 1741, el naufragio en una isla del archipiélago de Guayaneco, al
sur de Chiloé, de la fragata de guerra inglesa Wager, que era parte de la
flota de George Anson que zarpó en 1740 con el objetivo de atacar las
posesiones españolas en el Pacífico sur, trajo consecuencias múltiples57.
Los cuatro sobrevivientes que lograron llegar a Chiloé luego de más
de un año de ocurrido el naufragio, dieron cuenta de la existencia de
indígenas que parecían no conocer a los españoles y a quienes distin-
guieron de los chonos, pues estos, entre otras cosas, apreciaban el hierro
rescatado de la fragata para comerciarlo con los de Chiloé. Los jesuitas
pronto se pusieron en actividad para organizar la primera expedición
hacia estos «nuevos» indígenas con el objetivo de evangelizarlos, pero
también para conseguir al menos parte del hierro del naufragio –la
fragata llevaba 28 cañones de bronce y de hierro–, material casi no
disponible en Chiloé y por lo tanto muy valorado58.
De esta forma, en 1743 el jesuita Pedro Flores hizo que un grupo
de chonos de los estantes –al menos temporalmente– en la isla de Che-
quián lo llevara al sitio del naufragio, desde donde trajo consigo un
grupo a los que en la documentación se les llama en ocasiones chonos,
también guaiguenes y en otras caucahués59. Pero los «nuevos» chonos
que habían tenido relación con los náufragos ingleses en Guayaneco,
55
Moreno, 2008: 195.
56
Así se ve en el citado «Expediente AAS».
57
Carabias, 2009; Urbina Carrasco, 2011.
58
Urbina Carrasco, 2015.
59
El «Expediente AAS», op. cit., aporta valiosa y desconocida información sobre
la interacción hispano-chona, y sobre todo hispano-caucahué en Chiloé y el
área de Guayaneco.

398
Traslados de indígenas de los archipiélagos patagónicos occidentales...

en realidad no eran nuevos. De hecho, en Chiloé fueron denominados


caucahués, tal como se les había llamado en el siglo XVII cuando fue-
ron avistados en exploraciones, recibiendo ese nombre por parte de
los mismos indígenas acompañantes de los españoles: caucau, es decir,
gaviotas, porque se asoció su manera de comunicarse verbalmente con
el sonido gutural de las gaviotas. Estos caucahués hablaban otra lengua
e incluso de ellos se decía en el XVIII que eran «de tan remotas islas
que median dos distintos idiomas al suyo»60.
Por cierto, desde un comienzo se pensó en su traslado: «civilizarlos»
en su dispersión era imposible; reducirlos en algún punto de la inmen-
sidad de la Patagonia era impracticable, por la dificultad de reunirlos
y de mantener misión en lugares apartados de las zonas pobladas por
españoles, como había quedado demostrado con la frustrada misión
de Nahuelhuapi61. Sin mediar discusión ni autorización respectiva, se
puso en práctica el traslado a Chiloé desde 1743. Aunque se hablaba de
«multitud de almas», en la práctica los jesuitas pudieron relacionarse
con grupos indígenas muy poco numerosos. Se les consideraba dóciles,
porque pudieron concretarse traslados, y por lo mismo no se refiere
que se haya aplicado la fuerza física; más bien se habla de una política
de agasajos y regalos62. Desde el punto de vista español, y siendo el
objetivo la evangelización y «civilización», la desnaturalización de
estos neófitos se veía como algo natural y lógico para tal objetivo. Por
60
Ibid., fj. 19. La frase alude, al parecer, a la existencia de una lengua chona y a
otra guaiguen.
61
Urbina Carrasco, 2008.
62
Por ejemplo, en la expedición misional de los franciscanos Benito Marín y Julián
Real, 1778-1779, el método se explica así: «pero a media tarde dieron con los
gentiles que venían en 5 piraguas. Luego que les vieron enarbolaron bandera y
arribaron sobre ellos. Ganaron tierra y se presentaron armados con sus lanzas,
y fue tanta la gritería que hicieron que no daba lugar para que fueran oídos
los prácticos que les hablaban. Despidieron también algunas piedras, pero sin
que se recibiese daño alguno. Al fin se acercaron y saltaron a tierra, y dándoles
señales de verdadera paz y amistad, se llegaron a ellos y los obsequiaron con
bayeta que llevaban para este fin, y algunas chaquiras y abalorios con lo que
se dieron por muy satisfechos. Fueron luego algunos marineros a pescar y de lo
que trajeron dieron también a los gentiles. Pasaron allí la noche pero con cen-
tinelas vigilantes para evitar todo malicioso engaño, y permanecieron en aquel
sitio todo el siguiente día empleados en atraer a aquellos infelices y ganarles la
voluntad con amor y suaves persuasiones por medio de los prácticos inteligentes
de su nativo idioma»: «Fr. Benito Marín y Fr. Julián Real. Expedición de estos
misioneros del colegio de Ocopa a los archipiélagos de Guaitecas y Guayaneco
en solicitud de los indios gentiles, 1778-1779», ANH.VG, vol. 7, pza. 8, fjs.
389-420.

399
María Ximena Urbina Carrasco

otro lado, lo que se pretendía con ello era evitar que estos «nuevos»
indígenas se aliaran con enemigos ingleses y les prestaran auxilio para
apoderarse del reino de Chile, sobre todo considerando que fueron los
mismos ingleses quienes advirtieron de su existencia. Dejar el territorio
despoblado era, por lo tanto, dejarlos sin apoyo logístico vital en el caso
de recalar en aquellas costas, como había quedado demostrado con el
naufragio de la Wager.
El primer grupo de trasladados a Chiloé por el jesuita Flores y los
indígenas de la expedición –remeros, guías y mujeres buzas–, desde el
sur del golfo de Penas, entre marzo y mayo de 1743, estaba constitui-
do por treinta indígenas distribuidos en seis dalcas63. Este grupo era
valorado como «preciosas margaritas» y se reconoció como cacique
a «don Ignacio Assilacui», quien, sin comprender el sentido del acto,
rindió «obediencia y vasallaje» al rey en la persona del gobernador de
Chiloé, en Chacao64. Se les asentó en la isla de Chaulinec, en el sector sur
del mar chilote, alejados de Castro u otro centro poblado español para
que no les pasara lo mismo que a los chonos de Guar, dos décadas atrás.
Eso sí, en Chaulinec había ya chonos asentados, parte de los antiguos
de la isla Guar, que –según se desprende de la corta documentación–
fueron considerados como intermediarios ante los nuevos habitantes
y, suponemos, también en la labor de facilitar su ambientación en un
modo de vida sedentario y agrícola. Advertimos, por lo tanto, el uso
que se da a unos indígenas para «atraer» a otros indígenas, tanto en
la socialización como en las razzias esclavistas y correrías misionales65.
En el verano siguiente, desde fines de 1743 hasta febrero de 1744,
se llevó a cabo la expedición del sargento mayor de Chiloé Mateo Abra-
ham Evrard, compuesta por 160 personas y 11 piraguas, y destinada
a recuperar la artillería del barco inglés naufragado en Guayaneco.
Si bien se ha perdido el diario y el mapa de la expedición, y hay solo
breves menciones de ella, podemos constatar que al llegar a su destino
el grupo interactuó pacíficamente con los indígenas locales66, e incluso
Evrard hizo una nueva toma de posesión y recibió el juramento al rey
de su parte67. Se sabe que estos «parlamentos» se hicieron cuando entró

63
Urbina Carrasco y Chapanoff, 2010.
64
«Expediente AAS», fj. 19, loc. cit.
65
Ibidem.
66
Amat y Junient, 1928 [1760]: 418. Dice: «celebró un parlamento con todas
aquellas naciones».
67
Juramento «de ser leales vasallos a Su Majestad Católica, y que por ningún
caso saldrán de la Corona de Castilla y León bajo de cuyo amparo y patrocinio

400
Traslados de indígenas de los archipiélagos patagónicos occidentales...

«a la ensenada de los caucaos» (cauachués), y que esto fue después de


sacada la artillería de la Wager. Como resultado, dice el documento,
«reducidos muchos, los trajo consigo a Chiloé», sin precisar nada más68.
La «nueva» toma de posesión y el juramento de fidelidad podía ser
reiterativo, pero era un acto necesario para que ninguna nación extran-
jera pudiese alegar posesión y para intentar asegurar que los indígenas
no se aliaran o vincularan con foráneos. No se menciona en ningún
momento que haya viajado con él jesuita o religioso alguno, aunque es
factible suponer que fue con ellos, nuevamente, el padre Pedro Flores.
Entonces, en las islas de Chaulinec, Cailín, Chelin y otras cercanas
coexistían distintos grupos: los chonos antiguos de Guar, de 1710, y
los caucahués u otras etnias trasladadas en 1743 y 1744. Compartían,
en general, el modo de vida, pero hablaban lengua distinta. Más que
una misión, se trataba de la residencia del padre superior, en la punta
de Chequián, isla de Quinchao, sacerdote que debía visitar las citadas
islas. Pero los indígenas no tenían residencia fija ni menos aún había
poblado, y su geografía no se había reducido.
Tampoco se concretó, por su parte, el plan que el obispo Azúa
había planteado en 1741, antes del «descubrimiento» de los caucahués,
de trasladar la misión de Chequián a Chacao, que era antiguo pueblo
y fuerte. Permanecieron en Chequián los jesuitas, a pesar que la junta
de misiones, celebrada en Concepción en 1744, acordó el cambio.
Probablemente, se deba a la instalación de los caucahués en Chaulinec,
cerca de Chequián, como consecuencia del viaje jesuita del verano de
1743-1744. Ahora bien, un par de meses más tarde, en mayo de 1744,
el gobernador de Chiloé, Juan Martínez de Tineo, mandó formar ma-
trícula de los indios de Chaulinec, de la cual se desprende que había
81 individuos y 6 dalcas. El número se desglosaba, según información
del procurador de los indios guaiguenes, Diego Chaneu, en 40 hombres
mayores, 10 muchachos menores y 31 mujeres de todas las edades69.
En ese mismo año, por su parte, en la isla de Cailín había 50 personas
–20 varones mayores, 9 indios menores y 21 mujeres– de acuerdo a
la declaración de su gobernador indígena, Martín Olleta, aunque este
incluyó también a «los que viven en las islas más remotas […] donde
solo ellos transitan, como es Guapiquilán, Quilán, y otras islas»70.

están»: «El gobernador de Chiloé, Antonio Narciso de Santa María al presidente


Ortíz de Rozas» (Chacao, 30 de enero de 1750), AGI.Ch, vol. 98.
68
Amat y Junient, 1928 [1760], passim.
69
«Expediente AAS», fj. 41v.
70
Ibidem.

401
María Ximena Urbina Carrasco

Estos indígenas numerados en Chaulinec y Cailín eran neófitos no


encomendados, nombrados como guaiguenes. En la misma diligencia se
dio un número de los indios cercanos «al Desecho» –es decir, el istmo
de Ofqui71– que no vivían en el archipiélago de Chiloé, a pesar que con
este acto de numeración a cargo de un cacique de los suyos se les con-
sideraba incorporados a la Corona. Don Ignacio Astillaco, gobernador
de los caucahués, «de las Guaitecas, sita al desecho que va al paraje de
Guayaneco» –el área del citado istmo–, dijo que había 20 indios ma-
yores, 25 indios menores, 30 indias mayores y 15 indias menores, «y
que aunque hay muchos indios habitantes por aquellos parajes, no los
conoce por estar ultramarinos de donde reside [–Astillaco–]»72.
Es decir, los indígenas recientemente trasladados que vivían en
Chaulinec eran llamados guaiguenes y estaban a cargo de un procu-
rador –indígena–, Diego Chaneu; los de Cailín, por su parte, eran 50,
probablemente chonos por estar a cargo de Martín Olleta, que en la
misma fuente es reconocido como «cacique de nación chono» y que,
españolizado, fue el que condujo a los ingleses a Chiloé; y los caucahués,
cuyo cacique era Ignacio Astillaco, que se les menciona como viviendo
en el área del Desecho y no en Chiloé73. Al menos Olleta y Astillaco
necesitan intérprete en Chiloé, pero no sabemos de Chaneu, a pesar
que suponemos que también.
Los recién trasladados caucahués –o de otros grupos «nuevos»–
serían utilizados por los jesuitas para ir en busca de más individuos,
como en la segunda correría misional que se ejecutó en el verano de
1744-1745, por los padres Baltasar Huever y Javier Esquivel, quienes
regresaron con 40 personas74. Se ha dicho que los indígenas del área de
Guayaneco trasladados en mayo de 1743 por el jesuita Flores fueron
instalados en la isla de Cailín, en la costa de los payos, porque años
después era Cailín la isla poblada por la «nueva» etnia caucahué. Sin
embargo, el documento que hemos venido citando, del Archivo del
Arzobispado de Santiago, muestra que esas personas fueron dejadas en
Chaulinec. Años más tarde, se les pobló en Cailín y se siguieron dejando
allí los nuevos individuos recogidos por los religiosos en sus correrías

71
Urbina Carrasco, 2010.
72
«Expediente AAS», fj. 41v, loc. cit.
73
Ibidem.
74
Informe del obispo de Concepción sobre el estado de su diócesis (1757), AGI.
Ch, vol. 150. En la «Instrucción y noticia hecha por el gobernador Ortíz de
Rozas a su sucesor Manuel de Amat», se lee que el grupo condujo a Chiloé 40
personas: BN.BM.Mss, vol. 188, fjs. 4-5, cit. en Urbina Burgos, 2012: 213.

402
Traslados de indígenas de los archipiélagos patagónicos occidentales...

misionales. La razón debe ser la decisión de alejarlos de los españoles,


hispanocriollos u otros indígenas, como los chonos.
En 1755 había en Cailín, según un informe, 200 indígenas que
construían casas y practicaban la agricultura. Se dice allí que se ave-
nían mejor que los chonos al modo de vida español y que no residía
ningún religioso con ellos, sino que eran atendidos por el misionero de
Santa María de Achao, Javier Esquivel75. Precisamente, por este «buen
natural», es que desde 1757 se solicitó la fundación de una misión en
Cailín –que incluía a las islas de Apiao y Chaulinec– con dos misio-
neros y respectivo sínodo, lo que se concretó en 1764, año en que fue
aprobada por acuerdo de la Junta de Poblaciones. La petición, según el
plan del jesuita Juan Nepomuceno Walter, proponía que desde Cailín se
hicieran entradas con los mismos caucahués al Estrecho de Magallanes
con el fin de reducir a nuevas naciones, para lo que también se pidió un
sínodo adicional de cien pesos por cada año que se hiciesen entradas.
Así, la proyectada misión de Cailín fue pensada como cabeza de puen-
te de la evangelización hacia el Estrecho por la costa, desde donde se
llegaría a descubrir «muchas gentes de españoles, extranjeros e indios,
y abrir camino para nuevas misiones y reducirlos a nuestra santa fe»76.
El objetivo era establecer una misión en Tierra del Fuego, asegurada
con uno o dos fuertes, para atender espiritualmente a los indígenas
y prestar asistencia a los barcos españoles en el cruce interoceánico.
El proyecto de alcanzar Tierra del Fuego con una misión se lograría
saliendo desde Cailín, por mar, y desde la de Nahuelhuapi, por tierra,
porque –decía Walter–:

[…] no hay duda que fuera mayor el adelantamiento de


la cristiandad, pues entonces en esta tan dilatada mies se co-
giera a dos manos el fruto, porque esta misión de caucahués
enviará sus operarios por mar siguiendo la costa […] y la de
Nahuelhuapi enviará por la opuesta parte los suyos por tierra,
siguiendo las pisadas del venerable padre Mascardi que por
los años 1670, corrió estas incultas tierras hacia el Estrecho
predicando, aunque de paso, el Evangelio a innumerables
gentes77.

75
Informe del obispo de Concepción… (1757), ibid.
76
«Informe de Nepomuceno Walter» (Santiago, 9 de enero de 1764), AGI.Ch,
vol. 240.
77
Ibidem.

403
María Ximena Urbina Carrasco

En 1760, cuatro años antes de la fundación formal de la misión de


Cailín, caucahués estantes en esa isla fueron utilizados para una nueva
expedición en busca de indígenas en Guayaneco, y lograron conducir
hasta Chiloé a trece individuos que se identificaron como de «naciones»
distintas, denominadas como taijataf y calenche: eran ocho adultos y
cinco párvulos78. Siempre se trata de números reducidos y de allí que
se hable de las «preciosas margaritas». Por entonces, las misiones de
neófitos en Chiloé eran tres: una de chonos y otra de caucahués –cada
una con su sínodo y misioneros–, además de la misión de payos –pero
que era de indígenas encomendados–, y cuya sede estaba en la villa de
San Carlos de Chonchi, fundada también en 1764.
En el verano de 1766-1767 se llevó a cabo la primera salida «hacia
el Estrecho» desde la ya fundada formalmente misión de Cailín, ex-
pedición a cargo del jesuita Pedro García, compuesta por 5 españoles
y 34 caucahués, y que regresó con 15 personas de las naciones huilli,
taijataf y calenche79. Por lo tanto, vemos que en Cailín convivían estas
tres «naciones» junto a chonos y caucahués, sin que podamos conocer
alguna característica de los tres primeros grupos, salvo su nombre.
Aunque eran de distinta lengua, todos compartían el modo de vida
canoero, el estar exentos de encomienda y tributo, y el ser objeto del
interés jesuita por evangelizarlos. Como mucho, en la misión de Cailín
se aprecia una vida «sedentaria» aunque estacional. Eran más las espe-
ranzas de los misioneros que la realidad de sus logros. El traslado y la
reducción de la geografía fue una ilusión, tal como lo fue el fracaso de
Guar, incluso siendo los chonos un pueblo antiguo conocido y el haber
ido estos voluntariamente. La expulsión de los jesuitas en 1767, por su
parte, paralizó el proyecto de Juan Nepomuceno Walter, que igualmente
hubiera significado trasladar indígenas canoeros al lugar de la misión,
así como el de una entrada anual hacia el Estrecho.
Pronto, en 1771, los franciscanos que llegaron a ocupar su lugar
restablecieron la misión de Cailín y retomaron el proyecto original
de «coger a dos manos el fruto» en «tan dilatada mies» –como dijo
Walter–, con constantes traslados de neófitos caucahués en los años
siguientes. En su expedición misional del verano de 1778-1779, los
franciscanos Benito Marín y Julián Real partieron desde Castro, en tres
piraguas –una grande y dos pequeñas–, con «prácticos de los sitios que
intentaban reconocer, y del idioma de los gentiles que iban a buscar, y

78
De esto habla Nepomuceno Walter: Ibidem.
79
García, 1811 [1766-1767].

404
Traslados de indígenas de los archipiélagos patagónicos occidentales...

piloto que con seguridad les condujese a aquellas remotas islas». Como
marineros de las piraguas, «diligenciaron de los naturales de Chiloé los
que contemplaron más útiles» para tal trabajo. Regresaron a esta isla
desde el área del canal Messier, con 11 individuos, de un grupo de 33
con los que habían mantenido contacto80. Al año siguiente, en 1780,
fray Francisco Menéndez y fray Ignacio Vargas regresaron a Chiloé con
indígenas que encontraron en el área del golfo de Penas, donde «nos
desembarcamos [–dicen los frailes–] y habiéndoles obsequiado dieron
palabra de venir con nosotros. Eran 31 los que se juntaron en 4 dalcas,
dos eran de los del año anterior y los otros habían venido del sur»;
aunque, como en El Desecho, una mujer dio a luz, por lo que los que
llegaron finalmente a Chiloé fueron 3281.
Fuera de la documentación anterior no hay más datos de búsquedas
misionales, por lo que podemos suponer que, debido al corto número,
los franciscanos desistieron del esfuerzo. Suponemos también que los
trasladados nunca se acomodaban a su nueva situación y volvían a sus
islas o iban muriendo. Moraleda, en 1790, vio 22 familias chonas en
la isla de Apiao, la cual era más poblada que Chaulinec. Y estos son
los últimos datos, excepto el que aporta Ortíz-Troncoso, citando a
John Cooper para un siglo más tarde, en que «un navío encontró una
familia aparentemente del mismo grupo en 1875, entre la isla Ascensión
y las Guaitecas, información imposible de verificar en cuanto a que se
trate realmente de representantes de esta etnia»82. Podríamos hacer un
intento de conjetura haciendo alusión a la información que nos aporta
Annette Laming-Emperaire para 1940, donde habla cómo los kaweskar
colocados en Puerto Edén, y al amparo de una base militar donde se les
prestaba asistencia, morían de contagios, se iban, o eran abusados por
los chilotes83. Si eso ocurría en una fecha tan distante de nuestra época
de estudio, y en un contexto donde nadie les exigía cumplir con ritos
religiosos ni trabajar, es de suponer que a fines del XVIII, y conviviendo
80
«Fr. Benito Marín y Fr. Julián Real. Expedición de estos misioneros del colegio
de Ocopa a los archipiélagos de Guaitecas y Guayaneco en solicitud de los
indios gentiles, 1778-1779», ANH.VG, vol. 7, pza. 8 (1), fjs. 389-420.
81
«Expedición hecha a los archipiélagos de Guaitecas y Guayaneco por los re-
ligiosos misioneros padres Fray Francisco Menéndez y el padre Fray Ignacio
Vargas, en solicitud de la reducción de gentiles a fines del año 1779 y principios
del de 1780, según consta de la carta escrita al Padre Fray Julián Real por el
citado Fr. Francisco Menéndez, que es como sigue», ANH.VG, vol. 7, pza. 8
(2), fjs. 421-427.
82
Ortíz-Troncoso, 1996: 142.
83
Laming-Emperaire, 2011.

405
María Ximena Urbina Carrasco

con chonos y otros indígenas de Chiloé, sin asistencia sanitaria ni de


alimentación, hayan perecido más fácilmente o hayan regresado a sus
movimientos.

Conclusiones
La provincia insular de Chiloé actuó presionando a las poblaciones
indígenas de sus márgenes o fronteras para contener posibles ataques
y obtener recursos económicos. Hacia el sur, en una geografía pobla-
da de islas, canales y fiordos, los españoles de Chiloé no ocuparon el
territorio sino que se proyectaron en expediciones marítimas durante
todo el período colonial, lo que hace posible hablar de los archipiélagos
australes como una «frontera móvil» de Chiloé84.
Esta proyección hacia la Patagonia occidental insular significó la
explotación de sus recursos, que durante los siglos coloniales –pero
sobre todo en los siglos XVI y XVII– se tradujo casi exclusivamente
en la provisión de indígenas para ser vendidos como «piezas». Las
distintas individualidades étnicas que poblaban el mundo bordemarino
austral –varios grupos, de los que solo tenemos alguna descripción para
los chonos y caucahués– fueron visitados y trasladados a Chiloé, ya
sea para ser vendidos como esclavos –contraviniendo la legislación– o,
en el siglo XVIII, trasladados como sujetos de misión. No se pensó en
ocupar el territorio insular, fundar villa, fuerte o misión e incorporar
in situ a los indígenas «canoeros» a la cristiandad, sino sacarlos de lo
que se consideraba lejanía y geografía hostil, y trasladarlos a Chiloé.
La desnaturalización, traslado y relocalización fue la modalidad de
relación con los indígenas bordemarinos del sur.
La provisión de «piezas» era a través de malocas que, desde la
segunda mitad del siglo XVI y durante todo el siglo XVII, cada tantos
años se hacían a las islas del sur de Chiloé, con la ayuda de los indios
ya hispanizados, para coger individuos y venderlos en los puertos de
Chiloé. Esto era una práctica ilegal, por cuanto la esclavitud había
quedado prohibida por las Leyes Nuevas de 1542, y porque la Real
Cédula de 1608, que permitía la esclavitud de los indios de las provincias
alzadas de Chile, no comprendía a los del sur de Chiloé. Esta práctica
se sostenía en el supuesto de las entradas punitivas como forma de
mantener quietas las fronteras con indígenas no sometidos, y donde el

84
Hanisch, 1982.

406
Traslados de indígenas de los archipiélagos patagónicos occidentales...

traslado y venta permitiría su cristianización, aunque fuese a costa de


su servidumbre. Era, además, una entrada de recursos para individuos
que habitaban una provincia pobre, alejada y carente de oportunidades.
La documentación no permite calcular el número de sujetos de
los grupos canoeros australes trasladados como «piezas» vendibles
en Chiloé, no obstante, es de suponer que el volumen fue alto en pro-
porción a la cortedad de población originaria. La presencia española
provocó un impacto profundo en las etnias bordemarinas, por su venta
como piezas y asentamiento en Chiloé, Chile o el Perú. Tampoco hay
información sobre el destino final de los chonos maloqueados, pero es
posible conjeturar que, para hacer rentable la operación, se vendiesen
en Chile o en el Perú85; o que también fuesen trasladados a las islas del
mar interior de Chiloé como sujetos de misión, en teoría aislados de
los españoles.
El naufragio de la fragata inglesa Wager, en 1741, generó una pro-
yección de Chiloé más al sur del archipiélago de los Chonos, hacia el
área de Guayaneco. Hacia la medianía del siglo XVIII, la actitud oficial
hacia los «nuevos» indígenas caucahués y de otras etnias más australes,
fue la de trasladarlos a las islas de Chiloé para su hispanización y así
despoblar los archipiélagos del sur, ocasión en la que se comprobó el
corto número de individuos. Estos trasladados quedaron a cargo de los
jesuitas, que no encontraron oposición en la autoridad monárquica ni
en los vecinos de las islas –no hubo planes de esclavizarlos, venderlos
o encomendarlos–, intentando un proyecto de reducción y evangeli-
zación en base a la separación residencial, como antes había sucedido
con los chonos en Guar, aunque casi sin resultados. Los indígenas eran
muy pocos en términos numéricos y muy distintos del modo de vida
sedentario que se les quería imponer; puede suponerse que huyeron de
regreso a sus islas.
Para terminar, creemos que el conocimiento del caso aquí descrito
contribuye a la comprensión del fenómeno del traslado de indígenas en
América colonial. Se trata de etnias poco conocidas por ser de extrema
frontera, de reducida población y de enorme diferencia cultural con el
grupo invasor; y con las cuales la interacción permanente tuvo lugar en
territorio efectivamente hispanizado, previa desnaturalización: en un
primer momento, para obtener de ellos beneficios económicos, y en un

85
La venta de indígenas «de Chiloé» no diferencia entre huilliches, juncos, puel-
ches, poyas o chonos, salvo excepciones: Díaz Blanco, 2011.

407
María Ximena Urbina Carrasco

segundo, para su evangelización, civilización y para que se garantizase


su sujeción a la Corona y no a extranjeros, mediante la misión.

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Traslados de indígenas de los archipiélagos patagónicos occidentales...

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411
Las misiones jesuitas de Chiquitos
y el proceso de esclavización
en las tierras bajas
del Oriente boliviano
(1691-1764)*

Mercedes Avellaneda

A lo largo de los siglos XVI y XVII, las leyes de Indias se encarga-


ron de prohibir las empresas de captura y venta de indígenas en todo el
territorio americano para compensar la caída demográfica, aumentar
la evangelización de los naturales y alejar el peligro de los alzamientos
generalizados. Aunque la Corona Española intentó erradicar toda forma
de esclavitud en 1542 a partir de las Leyes Nuevas, la misma perduró
hasta final del colonialismo español y fue adoptando nuevos ropajes y
justificativos a través de sus defensores. En los territorios de frontera,
donde se concentraban los principales grupos indígenas que se resistían
a la colonización, los españoles consiguieron justificar sus entradas y
tomar cautivos de guerra para perpetuar un comercio lucrativo.
El principal argumento fue la llamada «guerra justa». Si se resistían
a la vida «civilizada» en poblados y se enfrentaban a los colonos, po-
dían ser derrotados militarmente y esclavizados con el consentimiento
de las autoridades coloniales, los prelados y los misioneros. A partir
de 1679, cuando se prohibió la guerra a los indios «infieles» en todo el
territorio americano, los colonos se aferraron al último recurso viable: la
necesidad de esclavizar a los indios «barbaros» para evitar sus ataques
a las poblaciones fronterizas1.

*
Nuestra investigación sobre la esclavitud indígena forma parte de un proyecto
más amplio sobre el siglo XVIII y XIX: «De la crisis del orden colonial a la
construcción del orden Republicano. Perú, Bolivia y Argentina», impulsado por
el equipo de investigación del Instituto de Antropología (sección «Etnohistoria»)
de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
1
Sobre el proceso de la esclavitud indígena en la América española a través de
los siglos, ver Lucena Salmoral, 2002.

413
Mercedes Avellaneda

En la región de la Chiquitanía y del norte del Chaco boreal, las


numerosas tribus indígenas en condiciones de relativo aislamiento con
respecto a las ciudades de los españoles, pero interconectadas entre sí
y en constantes guerras interétnicas, se vieron pronto atrapadas por los
nuevos frentes de conquista: el español –que se abastecía de mano de
obra para consolidar el establecimiento de la ciudad de Santa Cruz y
Tarija– y el portugués –que cautivaba indígenas para el trabajo en las
haciendas azucareras, en los molinos o como cargadores más baratos
en la lejana ciudad de San Vicente2.

Figura 1
La Chiquitanía y el Chaco boreal (ca. 1780) [detalle]

Fuente: Martín Dobrizhoffer, «Mappa Paraquariae In multis a me Correcta. Quid


si in pluribus porro peralios Corrigenda. Authore M. D. eius provinciae Misionari»,
en Furlong, 1936-1937; reproducido en Artur H. F. Barcelos, Cartografía Jesuítica
da América Colonial, Porto Alegre, 2006 [CD]).

2
Para el estudio del complejo panorama étnico de la región, ver el diccionario
étnico elaborado por Combés, 2010. Sobre la consolidación de los españoles
en Santa Cruz de la Sierra, ver García Recio, 1988; Lasso Varela, 2010. Este
último trabajo sirve de referencia, también, para el proceso de esclavización
indígena en esa región. En relación con el proceso de esclavización indígena
portuguesa, ver Monteiro, 1994.

414
Las misiones jesuitas de Chiquitos
y el proceso de esclavización...

A pesar de su prohibición, la demanda esclava perduró en los siglos


subsiguientes por la imperiosa necesidad de mano de obra indígena con
el auge de la minería en Potosí, las haciendas productivas de Charcas,
el descubrimiento de las minas de oro de Cuiabá, la fundación de Mato
Grosso y la creación de estancias en sus inmediaciones. Ya hacia fines
del siglo XVIII, los diversos grupos del Oriente boliviano y del Chaco
más próximo estaban prácticamente diezmados por los procesos de
esclavización, reducción y destierro ejercidos por los diferentes frentes
colonizadores. Los sobrevivientes hubieron de integrarse a la vida mi-
sional, a las haciendas o emprender nuevas migraciones por la presión
de españoles, portugueses, indios chiquitos de las reducciones, tobas y
guaycurúes, que ejercieron diferentes formas de dominación territorial.
La bibliografía tradicional sobre el poblamiento del Oriente bo-
liviano y la creación de las reducciones jesuíticas, adjudica el éxito de
las misiones de Chiquitos al obrar de los padres con su predicación
religiosa, y menciona el proceso de esclavización indígena como una
práctica arraigada principalmente entre los españoles y portugueses.
Si bien estos trabajos buscan reconstruir la creación y consolidación
de un nuevo frente misional, el reconocimiento de diferentes etnias,
el modo de organización social, el rol de los religiosos, y los aspectos
demográficos y culturales que le imprimieron su particularidad, no pro-
blematizan sobre las estrategias por las cuales las misiones aumentaron
su población, consiguieron el control territorial y lograron vencer la
resistencia indígena3.
En este artículo nos proponemos abordar el proceso que permitió
consolidar y expandir las misiones en un amplio territorio, para lo cual
centraremos nuestro análisis en las prácticas de integración de los «re-
beldes» a la vida misional, con el fin de comprender un proceso poco
estudiado hasta ahora: las numerosas entradas de indios chiquitos a
«tierra de infieles», que permitieron el dominio sobre un extenso espacio
más allá de las misiones, hecho que provocó la resistencia indígena y
la dispersión de numerosos grupos.
Para abordar nuestra investigación, trabajaremos con la edición de
las Cartas anuas de Chiquitos, publicadas por iniciativa de Javier Ma-
tienzo y otros especialistas4, así como con documentos complementarios
3
Los primeros cronistas que dieron cuenta de la historia de las «Reducciones de
Chiquitos» fueron Fernández, 2004 [1726] y Knogler, 1979 [1767]. Véanse los
trabajos más recientes de Finot, 2010; Parejas Moreno, 1976 y 2011; Maeder
y Bolsi, 1978; Tomichá Charupá, 2002.
4
Matienzo, Tomichá, Combés y Page, 2011.

415
Mercedes Avellaneda

que abarcan el período fundacional hasta unos años previos a la expul-


sión de los jesuitas, y los cruzamos con algunas crónicas tempranas ya
mencionadas. En un principio queríamos comparar la alianza jesuita-
guaraní que permitió la creación de reducciones jesuitas en Paraguay,
con las de Chiquitos, pero pronto nos encontramos con una geografía
diferente y con grupos étnicos muy distintos que le imprimieron al
proceso reduccional algunas características propias que nos propone-
mos señalar5.

Primer período:
Reducción de la Nación Chiquitana (1691-1717)

Las reducciones jesuíticas se fundaron como una avanzada en el


Oriente boliviano y en el Chaco, un escudo protector de la ciudad de
Santa Cruz ante las incursiones indígenas, al tiempo que impusieron un
cierto freno a las entradas de españoles y portugueses en búsqueda de
mano de obra indígena para esclavizar. La primera reducción entre los
indios Chiquitos fue San Francisco Javier (1691), a 65 leguas al norte
de Santa Cruz. Le siguieron San Rafael (1696), San José de Chiquitos
(1698-1702), San Juan Bautista (1699-1716), Concepción (1709-1722)
–al Norte– y San Ignacio de Zamucos (1716-1717-1724) –al Este6.
Al principio, los indios chiquitos estaban conformados por nume-
rosas parcialidades de diferentes tamaños, sin vínculos políticos entre
sí, unidos por una misma lengua y enfrentados por el control territorial
de los recursos. Con una economía de subsistencia diversificada, culti-
vaban maíz, mandioca y algodón, pescaban en los ríos, y en la época
seca salían de cacería recorriendo el territorio durante varios meses7.
Los caciques dirimían sus rivalidades políticas en la guerra, movilizando
gran número de diestros guerreros que peleaban con flechas envenena-
das, luchaban de a pie y esclavizaban a sus enemigos como una forma
de integrarlos por la fuerza a la vida en sus aldeas, enfrentándose al

5
Sobre la alianza jesuita-guaraní en las misiones del Paraguay: Avellaneda, 2004
y 2010; sobre liderazgo indígena: Wilde, 2009; para conocer la integración de
los zamucos a las reducciones: Combés, 2009.
6
Para una periodización de la ocupación del espacio de las reducciones jesuitas:
Tomichá Charupá, 2012: 243.
7
Maeder y Bolsi, 1978: 14.

416
Las misiones jesuitas de Chiquitos
y el proceso de esclavización...

poder de los chiriguanos8. Antes del predominio de estos últimos sobre


la cordillera, mantenían relaciones de intercambio con los chanés y
los payzunos mediante el trueque de objetos de metal contra arcos y
flechas, y esclavos9.

Figura 2
Localización de las misiones de Chiquitos

Límites internacionales al presente.


Fuente: (http://en.wikipedia.org/wiki/File:Jesuit_Missions_of_the_Chiquitos-en.png).

A la llegada de los jesuitas, el poder político de los cacicazgos se


encontraba en una situación crítica por los enfrentamientos interétni-
cos y las entradas de españoles y portugueses en busca de cautivos. Es
sabido que con el consentimiento de los gobernadores, los habitantes
de Santa Cruz realizaban una vez al año una entrada punitiva a los
territorios de frontera para hacerse de un número variado de piezas
que integraban a sus haciendas como indios de servicio o como enco-
miendas de yanaconas, y alimentaban un mercado de compra y venta
de esclavos en Santa Cruz para otros destinos: Potosí o Charcas. La

8
Evidencia de esa práctica se encuentra en la denominación tapuy (esclavo) miri
(chiquito), nombre dado por los chiriguanos a los tovasicocis y traducido lite-
ralmente al castellano como «esclavos chiquitos», según Combés, 2010: 280.
Sobre los diferentes grupos que se integraron a las reducciones, ver Tomichá
Charupá, 2002: 281-292.
9
Susnik, 1978: 39.

417
Mercedes Avellaneda

frecuencia de estas expediciones entorpecía la labor de los jesuitas y la


predisposición de los «infieles» para reducirse10. El jesuita Juan Patricio
Fernández señalaba, en 1726, que una mujer con su hijo valían tanto
como una oveja con su cordero, denunciando a los vecinos de Santa
Cruz por sus prácticas esclavistas:

Entraban éstos en las tierras de indios circunvecinos y en


breve tiempo hacían gran presa de esclavos y cuando no tenían
bastantes, so color de vengar alguna injuria recibida, daban de
improviso sobre las Rancherías y, pasada a cuchillo la gente
que podía tomar armas, o si no abrazada viva dentro de sus
casas, llevaban cautiva la chusma y vendían en el Perú estas
mercancías muy caras, con que al año montaba la ganancia
muchos millares de escudos11.

Por lo visto, la violencia esclavista afectaba principalmente a las


aldeas más cercanas, y la práctica del contrabando a Perú, instaurada
también desde la gobernación de Santa Cruz, hacía posible, al igual
que desde Chile, comerciar con los indios fronterizos a las espaldas del
poder central12. Los jesuitas, conscientes de estas dificultades, buscaron
permanecer entre los grupos más alejados y proteger a los nativos de
sus captores para ganarse su confianza y poder evangelizarlos.
Por su parte, los mamelucos13 que se internaban por las antiguas
rutas de penetración desde el Paraguay también realizaban entradas
esclavistas a la región con cierta frecuencia; e incluso ya en la época de
la primera fundación llegaron a las inmediaciones de Santa Cruz de la
Sierra y cautivaron a numerosos indígenas14. En un contexto de friccio-
nes interétnicas producidas por las guerras y el avance de los frentes de
conquista español y portugués, los misioneros, al igual que sus pares
del Paraguay, supieron establecer una alianza política duradera con los

10
Sobre los permisos otorgados a los españoles para obtener cautivos, ver García
Recio, 1988: 118-179.
11
Fernández, 2004 [1726]: 49.
12
Sobre el contrabando de indios mapuches al Perú, ver Valenzuela Márquez,
2009; Obregón Iturra y Zavala Cepeda, 2009.
13
Los mamelucos fueron hijos de portugueses y madre indígena que se adaptaron
a la dura vida de las tierras áridas del interior de la ciudad de São Paulo de
Piratininga y participaron en todas las expediciones organizadas en busca de
oro y mano de obra indígena esclava.
14
Enrique Finot da cuenta de dos entradas de portugueses cercanas a la primera
misión de San Francisco Javier, en el mismo año de su fundación (1691): Finot,
2010: 460-461.

418
Las misiones jesuitas de Chiquitos
y el proceso de esclavización...

chiquitos y luego con los zamucos, basada en la posibilidad de reunirse


en pueblos más numerosos para mejorar su defensa, liberarlos de sus
enemigos y darles la posibilidad de acceder a nuevos bienes materiales.
Pasadas las primeras dificultades por los varios desplazamientos de las
reducciones, las fugas indígenas, el hambre y la peste, la alianza se man-
tuvo y consiguieron apalabrar muchas parcialidades, las cuales años más
tarde se incorporaron a las reducciones de San Miguel (1721), Santiago
(1754), Santa Ana (1755) y Santo Corazón de Jesús (1760), ampliando
así el escudo protector y extendiéndose hacia la región del Chaco. Una
multitud de otros pequeños grupos fueron englobados al interior de
las reducciones y, al adoptar la lengua de los chiquitos, perdieron sus
propios rasgos distintivos bajo el mismo apelativo.

Proceso de evangelización
En los primeros tiempos, el proceso de evangelización llevado a
cabo por los religiosos en sus misiones volantes tenía el propósito de
tomar contacto con las diferentes parcialidades, ganar la voluntad de los
caciques con regalos, prometerles protección militar y entrega de bienes
y alimentos si se incorporaban a sus misiones. Lograr la reducción de
dos parcialidades enemistadas y el reparo de sus ofensas representaba
una tarea delicada porque todos los grupos estaban enemistados entre
sí y debían dejar atrás sus conflictos para promover la integración pa-
cífica en un mismo poblado. Anticipaban su llegada enviando jóvenes
que hablasen en su nombre y preparasen el terreno. A su arribo, y para
convencerlos de reconciliarse o amedrentarlos, los misioneros se hacían
pasar por chamanes con poderes sobrenaturales y apelaban a la fuerza
de su oratoria con largos discursos, así como al conocimiento entre
los enfermos de los efectos curativos de las purgas15. Aún viajando
escoltados por numerosos indios y confiados en la aceptación de sus
regalos, corrían el riesgo de ser asesinados bajo una lluvia de flechas
por los grupos contactados, como le sucedió al padre Luca Caballero
con los puizocas16.

15
«Diario y cuarta relación de la cuarta misión hecha en la nación de los ma-
nasicas y en la nación de los paunacas nuevamente descubiertos, año 1707.
Con la noticia de los pueblos de las naciones, y se da de paso noticias de otras
naciones» (San Javier, 24 de enero de 1708), en Matienzo (et al.), 2011: 46-83.
16
«Breve noticia de la muerte del padre Lucas Caballero», en Matienzo (et al.),
2011: 87-91.

419
Mercedes Avellaneda

Entre 1702 y 1708 no encontramos en las primeras cuatro reduc-


ciones un crecimiento poblacional significativo, a pesar de los enormes
esfuerzos realizados por los religiosos para captar voluntades. Al con-
trario, el número disminuyó debido a las huidas, los traslados de las
reducciones, la peste y el hambre que se padeció en la primera década.
A diferencia de los grupos guaraníes del Paraguay –más expuestos a
las entradas de los bandeirantes17–, el proceso de reducción entre los
chiquitos y los zamucos tomó más tiempo por las dificultades iniciales y
los conflictos entre las diferentes parcialidades. Los grupos más expues-
tos a los bandeirantes y a la explotación de los españoles se integraron
en las primeras reducciones; los otros, más alejados, probablemente
no sintieron una urgencia tan pronunciada como los guaraníes para
aliarse con los religiosos. Los indios huidos de los pueblos de encomien-
da buscaron refugio con los religiosos y se integraron a la vida de sus
poblados, generando una situación conflictiva con los españoles. Los
religiosos debieron consultar con sus superiores sobre los fugitivos ya
casados en las reducciones; la respuesta fue satisfacer a sus dueños pa-
gándoles lo que solía darse por una pieza en Santa Cruz18. De ese modo,
las misiones se convirtieron para muchos indígenas en un lugar seguro
para escapar al mal trato de sus dueños, bajo el amparo de las leyes de
Indias que los eximían de tributar por veinte años19. Esta primera etapa
17
Los bandeirantes fueron los hombres de São Paulo de Piratininga que se
organizaron en milicias privadas, identificadas con una insignia o bandeira,
y financiados por el capitán que estaba a su cargo. Acompañados de indios
amigos, estos grupos realizaban incursiones en territorio indígena en busca de
oro y mano de obra esclava, actuando de forma conjunta y a veces en expedi-
ciones individuales, asolando el territorio del Guayrá, los Itatines, el Tape y el
Uruguay, e incluso llegando hasta Santa Cruz de la Sierra. Recibieron el apoyo
de la Corona de Portugal para las incursiones en territorio español y de ese
modo fueron ganando posiciones en el litoral y en regiones pertenecientes a la
gobernación del Paraguay.
18
«Pareceres de los padres consultores sobre los puntos que se consultaron en la
junta que se hubo en el pueblo de San Javier» (San Javier, 1712), firmado por
Felipe Suarez, Francisco de Hérbas, Miguel de Yegros, José Ignacio de la Mata
y Juan de Benavente: Matienzo (et al.), 2011: 94-97.
19
El oidor Francisco de Alfaro emitió en 1612 las primeras ordenanzas en Para-
guay para impulsar un nuevo frente de colonización interna, que conformó el
primer corpus de leyes en defensa del indígena destinado a suprimir el servicio
personal en la región y otorgarles la exención de tributar por veinte años a sus
encomenderos. A lo largo del siglo XVII, las ordenanzas fueron ratificadas por
la Corona y los indígenas conservaron sus privilegios a cambio de reducirse con
los religiosos y vivir en sus reducciones. Para consultar el texto de las ordenanzas
y su alcance: Gandía, 1939.

420
Las misiones jesuitas de Chiquitos
y el proceso de esclavización...

estuvo marcada por la finalización del período de exención tributaria


y la necesidad de empadronar a los neófitos reducidos.
Llegamos así a la numeración anual de Chiquitos de 1713, elabora-
da por Matienzo en base al estado de los pueblos consignados, la cual
nos entrega datos reveladores sobre los procesos vistos en los párrafos
anteriores20. Así, por ejemplo, se destaca la cantidad de población
masculina, con más del doble de varones jóvenes en relación con las
mujeres de la misma categoría (251m/98f) y una diferencia equivalente
entre los adolecentes (550m/237f). Estas cifras nos están señalando un
desequilibrio inicial en la conformación de las primeras reducciones
debido al mayor impacto de las «rancheadas»21 y la esclavización in-
dígena entre las mujeres. Si bien las Anuas señalan la existencia de una
autolimitación de la procreación ejercida entre los grupos nómadas,
en comparación con grupos más sedentarios, nos inclinamos a pensar
que la razón principal de esta diferencia entre hombres y mujeres fue
de alguna manera la mayor vulnerabilidad femenina ante las guerras
interétnicas y las entradas esclavistas. Como sea, las misiones volantes de
los padres durante los años de 1714 y 1715 lograron sumar fácilmente
varios de estos grupos a las reducciones ya fundadas. La fragilidad
demográfica y las guerras interétnicas, probablemente permitieron que
los indígenas vieran con buenos ojos una alianza defensiva y la posi-
bilidad de ampliar su red de parentesco en la cohabitación con otras
parcialidades. El desequilibrio inicial se fue compensando en las décadas
subsiguientes también por la práctica de los religiosos de rescatar almas
en un intercambio de objetos: cuñas de hierro y cuchillos por mujeres
e infantes entre los grupos más guerreros22.

20
«1713. Numeración anual de Chiquitos», en Matienzo (et al.), 2011: 123.
Cuadro de los diferentes pueblos elaborado por el autor en base a los datos de
edad y estado, numeración consignada en el documento «Cuatro autógrafos
latinos» en AGN.BN, leg. 353, doc. 6127, cit. en Ibid.
21
Las «rancheadas» eran entradas de españoles en las comunidades indígenas
para cautivar por la fuerza a las mujeres y a los chicos más indefensos. Fueron
muy frecuentes a lo largo del siglo XVI y durante los siglos XVII y XVIII se
siguieron practicando en respuesta a alguna ofensa o en alianza con alguna
parcialidad en contra de sus enemigos.
22
«Carta del padre Contreras escrita desde el pueblo de San Juan Bautista el 29
de agosto de 1730 al padre Pedro Lozano», en Matienzo (et al.), 2011: 186.

421
Mercedes Avellaneda

Consolidación del espacio de las misiones


y nuevas fundaciones (1717-1764)
Luego de este período inicial de mutuo acomodamiento, las Car-
tas anuas revelan una segunda etapa en la cual la Compañía de Jesús
pone a prueba sus planes expansivos para conectar a través de nuevas
fundaciones las misiones de Chiquitos con los Guaraníes, a objeto de
crear una comunicación directa y una vía alternativa a Tarija a través
de la navegación del río Paraguay. A partir de entonces, las entradas
al Chaco se hicieron más frecuentes con objeto de vencer la resistencia
indígena y proteger las misiones recién fundadas. Cuando abandonaron
el plan inicial por lo difícil del terreno y por no encontrar un camino
seguro, lo siguieron buscando hacia el Pilcomayo, con el propósito de
conectar la Chiquitanía con el Tucumán. Las reducciones de Santiago y
Santos Corazones se fundaron para ampliar el escudo defensivo hacia
el sur y con el tiempo fundar una nueva reducción a mitad de camino.
Las Cartas anuas del período dan cuenta de 81 entradas perfec-
tamente planificadas para incorporar nuevos grupos y explorar las
conexiones con el río Paraguay y el río Pilcomayo. Estas expediciones
o «misiones» se extendieron en un radio de cien leguas y, cuando ya no
quedaban más naciones para reducir, siguieron más allá de esos límites,
contactando nuevos grupos. Al ser la guerra un modo de interacción
social expandido entre los grupos del Chaco se necesitaba integrar todas
las parcialidades posibles para garantizar la seguridad en los corredores
proyectados, a fin de evitar las alianzas peligrosas, los ataques sorpre-
sivos y mantener el control dentro y fuera de las reducciones. Si los
métodos misionales convencionales –como el ofrecimiento de dones y
la promesa de futuros bienes– fracasaban, se hacia la guerra en el marco
de la «guerra justa», con el apresamiento de cautivos.
A continuación, presentamos un cuadro que elaboramos con las
entradas desde todas las misiones, que incluye la información que nos
brindan las Cartas anuas para este segundo período:

422
Las misiones jesuitas de Chiquitos
y el proceso de esclavización...

Cuadro 1
Entradas de jesuitas y chiquitos en territorio
de indios infieles
(1717-1765)

Años Reducciones Entradas Resultados


211 almas sobrevivientes de las
1717 San Rafael A los curucanes
malocas lusitanas.
1717 San Rafael P. Zea a los orerobatás Consigue apalabrar para reducirlos.
1717 San Rafael P. Zea a los careras 16 almas son incorporadas.
1717 San Rafael A los bacusones 480 almas son incorporadas.
Una parcialidad es apalabrada con
1717 San Javier A los guarayos regalos, pero solo los siguen dos
parejas jóvenes.
1717 San Javier Sin especificar 130 almas huyen de la peste.
1718 San Javier A los guarayos Sin resultados.
1718 San José A los zatienos A la llegada de los chiquitos huyen.
95 almas de cucarates (cucutades)
1718 San Juan A los cucarates
son convertidas.
1718 San Javier A los guarayos Alianza; se llevan algunos parientes.
A pueblo de fugitivos
1718 San Javier Sin resultados.
de Santa Cruz
Entrada a los cucutades Se funda San Ignacio de Zamucos,
1723 San Juan
c/ P. Castañares con los cucutades y los zamucos.
200 almas se incorporan luego de
A los zatienos c/ P.
1723 San Ignacio hacer las paces con los zamucos y
Castañares
recibir regalos.
A los ugaroñes c/ P.
1729 San Ignacio 300 almas se incorporan.
Castañares
Logran atraer algunos indígenas
1729 San Ignacio Otras expediciones
ugaroñes que quedaban esparcidos.
Los taus traen algunos curacanés
1729 San Rafael A lo curacanés
huidos en 1719.
Los taus traen 13 curacanés huidos
1730 San Rafael A los taosios
recientemente.
Se enfrentan con los bazarocas que
los flechan y huyen. Hacen trueque
1730 San Rafael A los bazarocas de comida y objetos; solo consiguen
traer a cambio 9 infieles paresisios
(paresis) de idioma desconocido.
Enfrentamiento y persecución.
Vuelven con 82 puyzocas cautivos –
200 indios a los
La entre hombres, mujeres y párvulos–
1730 puyzocas y a los
Concepción y 80 paycones. Total: 162 almas
paycones
de ambas naciones. Se les reparten
cuchillos y vestimentas.

423
Mercedes Avellaneda

Alianza con un cacique que es


llevado a la misión apalabrado y
1730 San Juan A los caypotorades
agasajado con la entrega de muchos
regalos; es el cuarto intento.
Con muchos indios cristianos llegan
al campamento, que es abandonado;
se encuentran, les piden regalos
A los caypotorades c/ P.
1731 San Juan y luego los flechan. Terminan
Contreras
rescatando a 24 almas –mujeres
y niños–, a cambio de cuñas* y
caballos.
Dos partidas a los La primera trae 150 almas y la
1731 San Ignacio
ugaroñes segunda 87 almas.
De las 177 almas que consiguen
llevar a la reducción, 36 mujeres –
1731 San Javier A los baúres
casadas y solteras– se escapan (por
nostalgia de sus maridos y familias).
La
1731 A los baúres Conquistan a 49 baúres.
Concepción
Conquistan dos partidas de
1731 San Miguel A los guarayos guarayos de 92 y 8 indios,
respectivamente.
Escolta de 300 zamucos y ugaroños.
Algunos terenas se escapan, instan
A los terenas c/ P. a otros para atacar a los neófitos.
1731 San Ignacio
Castañares Caen caciques de ambos lados. La
mayoría de los llegados al pueblo se
escapan.
300 neófitos alcanzan a tres familias
A los terenas c/ P. fugitivas y se les ofrecen numerosos
1731 San Ignacio
Castañares regalos. Intercambios amistosos.
Descuido y muerte a los neófitos.
Escolta de 12 zamucos y 160
A los carapaenos c/ P.
1732 San Ignacio ugaroños. Regresan con 40
Contreras
carapaenos.
A los terenas c/ P. Escolta de 8 zamucos con armas de
1732 San Ignacio
Contreras fuego. Son hostigados y fracasan.
Traen 80 quidabones y 12
morejones, y muchos bárbaros
1732 San Rafael A los quidabones
anónimos por la entrada de los
portugueses.
Traen algunas familias quihones
huyendo de los portugueses. Los
1733 San Rafael A los quihones
hombres regresan y traen a otros
159 al resto de la parcialidad.
En las proximidades del lago
A los cupuies y
1733 San Rafael Xarayes; fracasa pues no los
zarapaes
encuentran. Viven en bandas.

*
Hachas de hierro.

424
Las misiones jesuitas de Chiquitos
y el proceso de esclavización...

Llegan algunos a la misión, son


1734 San Rafael A los guihones regalados, los acompañan y traen a
159 almas.
Van en busca de nuevas almas y
traen otras 46. Al año siguiente
1734 San Rafael A los guihones
muchos se escapan y vuelven a su
modo de vida.
Enfrentamiento de palizada y dos
1734 San Juan A los tunachos
neófitos muertos.
Enfrentamiento de palizada y 20
1734 San Juan A los caypotorades
neófitos muertos.
Enfrentamiento y son llevados
1734 San Javier A los omonomacas cautivos. Piden regresar y luego les
hacen guerra a sus acompañantes.
Llegan después de los portugueses,
1734 San Miguel A los parisis que los han esclavizado para
llevarlos a las minas de oro.
Se enfrentan a los caipotoradas y
A los terenas c/ P. matan al cacique principal de los
1735 San Miguel
Castañares zamucos. En venganza matan 150
enemigos.
Estos fueron cautivados por los
1735 San Rafael A los morejones
mamelucos.
Traen 250 guarayos pacíficamente,
1735 San Miguel A los guarayos
de los cuales muchos huyen.
Asaltos en el camino. No los pueden
1736 San Ignacio A los carapaenos
encontrar.
A los burillos c/ P. Se adelantan 60 neófitos; alboroto;
1736 San Javier
Castañares huyen y solo traen 17 cautivos.
Vuelven luego de tres meses con las
1739 San Javier A los tunachos
manos vacías.
Escolta de 250 neófitos. Solo
1739 San Miguel A explorar el territorio encuentran aldeas vacías, no
encuentran rastros de naciones.
Escolta de 260 neófitos. Anteriores
A los quivichos c/ P.
1739 Concepción intentos fallidos (muertes y guerras).
Sreigner
Fracaso por inundaciones y lluvias.
70 leguas exploradas y regreso
Al Pilcomayo c/ P. por miedo a los tobas, por ir con
1739 San Ignacio
Chomé jóvenes poco expertos en armas de
fuego.
25 neófitos morotocos baqueanos
persiguen a los tobas. «Centinelas
Socorro a la expedición
del río», en dos formaciones,
1739 San Juan al Pilcomayo c/ P.
asaltan su aldea sobre el río Yavevirí
Chomé
y regresan con 20 cautivos que no
pueden huir –son mujeres y niños.
San Juan y Al Pilcomayo c/ P. Salen con 70 morotocos y otros
1740
San Ignacio Chomé zamucos; toman cautivos.

425
Mercedes Avellaneda

Salen 200 neófitos. Encuentran solo


1740 San Miguel A los guarayos aldeas desiertas. Traen 34 parabaros
y el resto se resiste.
Salen 260 neófitos y los siguen de
regreso 45 baúres escapados de
1740 Concepción A los quivichocas las misiones de Moxos, que tenían
miembros de su mismo grupo en ese
pueblo.
Pueblo asaltado por los Son repelidos; dejan lanza clavada
1741 San Miguel
tobas en señal de que regresarán.
Traen tres cautivos; el resto se fue
1741 San Rafael A los parisis
con los portugueses.
Se toman dos cautivos, que son
Es nuevamente asaltado
1742 San Ignacio conducidos al pueblo de San Juan
por los tobas a caballo
para que no se escapen.
Vuelven los huidos y traen a
1743 San Miguel Se incorporan guarayos sus parientes por causa de los
portugueses.
Regresan, luego de dos meses, sin
1751 San José A los ugaroños
nadie.
Los sorprenden; muchos se escapan;
1751 San Igancio A los bárbaros
otros 75 se entregan.
Reciben algunos
1751 San Juan Se escapan bien lejos de los pueblos.
bárbaros
1751 San José A los bárbaros fugitivos Logran apenas regresar con 44.
A los bárbaros, a 120 Los indios los flechan y los obligan
1753 San Miguel
leguas a retroceder.
A los caypotorades c/ P. Huyen todos y solo logran cautivar
1753 San Juan
Esponella a unos pocos.
Sale con 300 neófitos para cercarlos.
Dan muerte a dos neófitos. Se les
San Juan y A los caypotorades c/ P.
1754 hace emboscada y se los gana con
San José Esponella
regalos y dones. Planes para una
fundación cerca del río Paraguay.
A los tunachos c/ P.
1755 Santiago Son atacados por los tunachos.
Patzi
A los tunachos c/ P. Trajeron 19 cautivos, entre mujeres
1756 Santiago
Troncoso y jóvenes.
1756 San Juan A los caypotorades Sin resultados.
A los tunachos c/ P. Se busca el sitio para fundar Santo
1757 Santiago
Lardin Corazón de Jesús.
Se les propone formar un nuevo
A los tunachos c/ P. pueblo. Se lleva a sus mujeres, que
1758 Santiago
Troncoso se resisten, llevándoselas de regreso.
Quedan sus hijos de rehenes.
Consiguen traer una parcialidad
A los tunachos c/ P.
1759 Santiago de los tunachos a Santo Corazón;
Troncoso
algunos huyen al poco tiempo.

426
Las misiones jesuitas de Chiquitos
y el proceso de esclavización...

A los caytoporades c/
1760 Santiago Solo lo siguen algunas familias.
P. Patzi
Con 200 y 112 neófitos de San
A los imones c/ P.
1760 Santiago Juan. Se rinden los caytoporades;
Troncoso
traen 302 indígenas.
Santo Al río Paraguay c/ P.
1760 Se alistó un grupo de 300 neófitos.
Corazón Chueca
300 indios recorren 100 leguas.
1760 San José A los terenas Faltos de agua, regresan con 90
infieles de otra nación.
A los caypotorades Salen 100 neófitos y traen 20 indios;
1760 Santiago
c/ P. Misionero los demás no quieren ir.
1760 San Juan A los ugaraño y zamuca Huidos de las misiones.
Residuos de los que el año anterior
A los caypotorades y se habían agregado a ese pueblo. Se
1763 Santiago
tunachos juntaron 95 indios dispersos por el
monte.
Invita a 36 guaycurúes para que lo
Santo A los guaycurúes c/ P. sigan y cuando llegan cerca de la
1763
Corazón Guash estancia matan al religioso; otros 9
neófitos roban y cautivan 6 mujeres.
Escolta de 400 soldados, pero no
Santo A los guaycurúes c/ P.
1763 logran alcanzarlos ni recuperar a los
Corazón Chueca
cautivos.
Con 200 chiquitos al mes
encontraron a unos indios que
1764 Santiago Al norte c/ P. Troncoso no hablaban la legua y fueron
guerreados, sufriendo bajas y
heridos. Regresaron sin nada.
Con 700 indios regresan luego de
Santo A los guaycurúes
1764 dos meses, en la incomodidad de los
Corazón c/ P. Patzi y P. Chueca
pantanos, sin avistarlos.
De los 400, solo 100 quisieron
Santo venir; los otros 300 fueron
1764 A los imones
Corazón diezmados y cautivados por los
guaycurúes.
A la llegada a la estancia de La
Santo Los guaycurúes. Son
1765 Cruz fueron hechos cautivos 296 y
Corazón hechos prisioneros
trasladados a otras reducciones.

Fuente: Cartas anuas de 1735-1742, 1743-1750, 1751-1756 y 1757-1762, y Do-


cumentos de la Provincia del Paraguay, 1762-1767, en Matienzo (et al.), 2011.

427
Mercedes Avellaneda

Dinámica de las entradas


De acuerdo con la información recogida sobre las negociaciones
con los caciques, el tratamiento dado a los cautivos, las estrategias de
incorporación de bandas dispersas, la búsqueda de alguna conexión
con las misiones guaraníes, la dificultad del territorio, los reiterados
fracasos y la resistencia indígena a las reducciones, se puede recons-
truir un patrón recurrente utilizado por los misioneros y los indígenas
cristianos en sus entradas.
En términos generales, cuando los chiquitos exploraban una re-
gión donde solo había bandas dispersas o cuando iban a contactar una
parcialidad conocida, se juntaban guerreros de una sola misión y los
contingentes podían reunir entre 200 y 300 indios armados con sus arcos
y flechas envenenadas. Por el contrario, cuando debían enfrentar a un
enemigo más poderoso, como los guaycurúes, podían reunir a varias
parcialidades, alcanzando cifras de setecientos o mil indios de diferentes
reducciones. Las entradas coincidían con la estación seca y la época de
caza, duraban varios meses y en algunas reducciones se realizaban hasta
dos partidas en diferentes territorios. La expedición era comandada
por el cacique principal y sus secuaces, y guiada por los que conocían
mejor el terreno y la ubicación de los campamentos de sus parientes o
de las parcialidades enemigas. Peleaban con sus mismas armas y, dado
que las armas de fuego apenas se mencionan en las entradas a los tobas
y guaycurúes, es de suponer que no eran muy diestros en su uso y solo
las llevaban bajo la vigilancia de los religiosos.
Los jesuitas de esta segunda etapa, prefirieron quedarse al cuidado
de las misiones y solo intervinieron cuando el motivo principal era
cumplir con directivas expresas de los provinciales: realizar las entradas
fundacionales, encontrar una vía de comunicación a través de los ríos
Paraguay y Pilcomayo, o enfrentarse a un enemigo superior para poder
pacificar la región con vistas a fundar más adelante una nueva reducción.
De las 81 entradas relevadas en las Anuas, los padres intervinieron solo
en 30 expediciones. Cuando los desplazamientos eran cortos iban con
algunos indios armados de arcabuces y se hacían acompañar por un
refuerzo de flecheros que se mantenían en la retaguardia, pues preferían
llegar a las aldeas con escasa presencia de guerreros con el fin de tratar
de establecer un contacto pacífico y apalabrarlos para el futuro.
Las primeras entradas permitieron tener un conocimiento más
acabado del territorio y de los que vivían en la región, y a medida que

428
Las misiones jesuitas de Chiquitos
y el proceso de esclavización...

tomaban contacto con los distintos grupos se informaban sobre sus


parientes y enemigos para organizar nuevas expediciones. El rastrillaje
de los chiquitos y de los zamucos en torno a las primeras reducciones
y, luego, a mayor distancia, permitió integrar las naciones que trataban
de huir de los lusitanos instalados en Cuiabá y Mato Grosso, a solo 60
leguas de San Ignacio. Si bien en esos años las reducciones recibieron
un número significativo de grupos indígenas pasado el peligro por las
entradas de los bandeirantes, los grupos nómades ofrecieron mayor
resistencia a los indios reducidos que incursionaban en sus territorios.
Conocido el método empleado por los indios chiquitanos contra los
indios bárbaros, desde Roma el general hizo escuchar algunas objecio-
nes al provincial:

Sobre las excursiones de estas misiones de chiquitos a la


gentilidad y la crueldad que ejecutaban por la parte del norte,
respondí en el último despacho del 15 de enero de 1736, su-
poniendo hubiese vuestra reverencia ordenado y si no es así lo
ordenará no se hagan dichas excursiones sin que vaya algún
padre acompañando a los indios, como por el sur hace el padre
Castañares para impedir asistida violencia y crueldad […]23.

Las expediciones que se extendieron hacia el Este tomaron cono-


cimiento de las dificultades del terreno, experimentaron las extensas
llanuras sin agua, con un sol abrazador y las tierras pantanosas de
las cercanías del río Paraguay, obstáculos insalvables para una vía de
comunicación con las misiones del Paraguay. La guerra en estas entra-
das con frecuencia terminaba con el apresamiento de algunos indios,
preferentemente infantes y mujeres, que eran llevados a las misiones y
dejados en custodia con los jefes de familia24. Al año siguiente regre-
saban con una parte de los cautivos para que contasen a sus parientes
las bondades de la vida en las reducciones, mientras que sus hijos o
mujeres eran mantenidos como rehenes en las misiones. Algunas veces
esa táctica tenía éxito y otras no, dependiendo de la fragilidad del
grupo, de la presencia de los portugueses y de las alianzas con otras
parcialidades. Cuando los cautivos o los que iban por su propia voluntad
llegaban a las reducciones, se les repartían cuchillos, se les daba ropa
y se los consignaba a una familia que debía introducirlos en todos los

23
«Carta 5° del despacho del 15 de julio de 1737 en BCS-ARSI. Carta de los
Generales», cit. en Matienzo (et al.), 2011: 160.
24
Matienzo (et al.), 2011: 192-199.

429
Mercedes Avellaneda

quehaceres de la vida en los poblados. Sucedía que grupos enteros o


una parte decidían volverse al monte, por lo que, para evitar la fuga
de los más rebeldes, los misioneros los trasladaban a otras reducciones
más alejadas, donde desconocían el territorio y terminaban integrados
en forma coercitiva.
Podemos suponer que los jesuitas impusieron en sus misiones las
mismas prácticas de integración forzada de cautivos que habían pro-
movido entre los indios guaraníes, y que fueron señaladas en 1687 por
el jesuita Francisco Jarque: la compra de almas mediante el trueque de
mercadería a cambio de esclavos, las expediciones de contacto y cap-
tura con el envío de caciques o capitanes de gran estima, y las propias
entradas de los religiosos acompañados por un nutrido ejército de in-
dios guerreros25. A pesar del violento accionar, muchas veces callado y
legitimado en el marco de la «guerra justa» para atraerlos a la fe y a la
vida civilizada, muchos grupos opusieron resistencia y se desplazaron
a lugares donde era imposible alcanzarlos.

La resistencia indígena
La resistencia indígena puede ser analizada a través de las des-
cripciones de las diferentes entradas, de las tácticas de guerra y del
resultado final de los enfrentamientos. Aunque muchos de estos grupos
se incorporaron bajo circunstancias apremiantes –como la amenaza de
esclavización lusitana–, el conjunto analizado revela que los indígenas
también ofrecieron diferentes grados de resistencia: algunos nunca
llegaron a reducirse, otros lo hicieron forzados por las circunstancias
y muchos se integraron solo como cautivos de guerra. Algunas par-
cialidades, como los ugareños y los zatienses –antiguas parcialidades
zamucas enemistadas entre sí–, las encontraremos reducidas y aliadas
combatiendo a un enemigo en común –los terenas– en tres diferentes
reducciones: San José, San Juan y San Ignacio (esta última con población
zamuca)26.

25
Para una comparación con las misiones guaraníes del Paraguay, ver Jarque y
Altamirano, 2008 [1687]: 111-119.
26
Los indios enemistados entre sí e incorporados a las reducciones se aliaban
para hacer la guerra o se escapaban de los padres y trataban de instigar a sus
aliados para asaltar a los neófitos. Los curas se informaban de las guerras entre
parcialidades y salían en busca de los grupos menores para reducirlos. La parti-
cipación de los zamucos y ugaroños, que realizaban excursiones apostólicas en

430
Las misiones jesuitas de Chiquitos
y el proceso de esclavización...

Pasado el peligro y la presión del frente esclavista portugués, y


a pesar de llevar parientes como intérpretes para contactar a las par-
cialidades más reacias, las Anuas mencionan que para mediados de la
década de 1730 muchas veces al llegar a las aldeas las encontraban
vacías o recién abandonadas, debiendo soportar la incómoda presencia
de los que no se dejaban ver, escondidos en lugares de difícil acceso27. Al
parecer, la huida calculada, adelantándose a la llegada de los neófitos,
constituyó una estrategia efectiva para los grupos menos numerosos,
que evitaron así el contacto y el enfrentamiento28.
En caso de fuerzas equivalentes, por el contrario, la guerra fue
inevitable y solo el fracaso abrió una instancia de negociación pos-
terior con los caciques para ganarlos a las reducciones. A veces los
enfrentamientos duraban varios días y los grupos más guerreros hacían
empalizadas desde las cuales se defendían mejor de las flechas enemigas.
Frente a la presencia de partidas numerosas de chiquitanos, algunos
grupos respondían con una lluvia de flechas y otros utilizaban la táctica
de aparente amistad para acceder a los regalos y atacar cuando menos
se lo esperaban. La estrategia de dividirse en dos grupos y cortar la
retirada del enemigo también fue una técnica muy utilizada por todos.
La resistencia al interior de las reducciones está presente en los
relatos de los huidos que recogen las Anuas29. Los cautivos llevados a
la fuerza no siempre se adaptaban a su nueva condición, algunos res-
pondían con robos e insultos en manos de sus captores o custodios, y
solo esperaban una buena oportunidad para regresar con sus parientes;
otros estaban convencidos de que iban a ser sacrificados en alguna ce-
lebración y también se escapaban. Las fugas y los ausentismos fueron
muy frecuentes y pueden ser interpretados como la resistencia al sistema
de las misiones que los privaba de su libertad natural. Se sabe que cada
indio recién reducido tenía que pasar por un período de adaptación al
régimen de vida y trabajo dentro de la reducción, y que muchos huían
luego de algunos meses. Las naciones que mayor resistencia ofrecieron

compañía del padre Castañares, está documentada en las Anuas de la Provincia


del Paraguay (1730-1734), en Matienzo (et al), 2011: 159-175.
27
«Carta anua de la Provincia del Paraguay (1735-[1742])» (San Lorenzo de La
Barranca, 6 de febrero de 1737), en Matienzo (et al.), 2011: 203-243.
28
Ibid.: 223.
29
«Carta del padre Lozano, jesuita de la Provincia del Paraguay al procurador
general Sebastián de San Martín [con varias noticias de la Provincia]» (Córdoba
del Tucumán, 21 de junio de 1732), en Matienzo (et al.), 2011: 190; «Carta
anua de la Provincia del Paraguay (1735-[1742])», passim.

431
Mercedes Avellaneda

a los chiquitos fueron los caipotorades, así como los ecuestres tobas y
los guaycurúes, por su obstinada negativa y su mayor poder de fuga a
través del caballo, lo que los hacía inalcanzables.

Comentarios finales
Por todo lo expuesto, podemos afirmar que existió un fuerte proceso
de esclavización indígena en el Oriente boliviano y en el Chaco boreal
durante todo el período analizado. Las naciones que allí existían, tanto
de grupos nómades como de incipientes agricultores, fueron progresiva-
mente diezmadas por las entradas punitivas de españoles, portugueses
e indios neófitos de las misiones, quienes con sus entradas sistemáticas
contribuyeron en gran medida al proceso de asimilación y dispersión de
los grupos originarios. Este proceso, liderado por españoles y portugue-
ses en un primer momento, parece haber facilitado el establecimiento de
las primeras reducciones más próximas a Santa Cruz de la Sierra, para
luego alcanzar a las parcialidades más expuestas a los bandeirantes en
el Norte y en el Este del territorio.
La temprana integración de los chiquitos en las reducciones estuvo
facilitada también por el hecho de que nunca tuvieron que abandonar
sus hábitos guerreros; por el contrario, al servicio de los misioneros y
de la Corona, pudieron emprender innumerables expediciones para
luchar contra los grupos circundantes. Esto les permitió continuar con
sus desplazamientos anuales en época de caza y ejercer el pleno dominio
en un amplio territorio, y así asegurar su movilidad y control de los
recursos existentes para su subsistencia. La incorporación de cautivos
al cuidado de los jefes de familias mantuvo la práctica tradicional de
obtención de esclavos como botín de guerra, con algunas variantes en la
consolidación de las parcialidades, y le imprimió un nuevo significado a
las expediciones bélicas y al cautiverio en el marco de las reducciones.
De algún modo, la alianza con los jesuitas representó una estrategia
acertada, que permitió a los caciques ampliar sus parcialidades y reforzar
su superioridad política en la defensa territorial.
Todas las expediciones fueron organizadas con sumo cuidado, te-
niendo en cuenta la superioridad o inferioridad numérica de los grupos
que habitaban el territorio explorado y, amparadas por el derecho india-
no, fueron consideradas de interés estratégico para el imperio español.
Los misioneros aprovecharon las inclinaciones guerreras de los caciques
y la legislación vigente para aumentar la población reduccional, intentar

432
Las misiones jesuitas de Chiquitos
y el proceso de esclavización...

dominar a los grupos infieles y llevar a cabo sus planes expansionistas


para mejorar las comunicaciones con el resto de las reducciones de
la Provincia. El avance constante de los guerreros chiquitanos y la
presencia prolongada de los lusitanos en la región fueron parte de un
mismo proceso, que conllevó al despoblamiento masivo del territorio
de influencia de las reducciones y de una gran porción del Chaco bo-
real en dirección al río Paraguay y al Pilcomayo por la presión ejercida
contra numerosas tribus que fueron desnaturalizadas o perturbadas en
su movilidad estacional, base de su subsistencia.
A pesar de todo, existió una gran resistencia indígena, la que fue
vencida paulatinamente por los indios cristianos en sus entradas de
rastrillaje sistemático. Para huir a ese acoso muchos grupos se dispersaron
y cayeron presos de los portugueses o fueron esclavizados por los grupos
ecuestres. Con el tiempo, las expediciones misioneras tuvieron que extender
su radio de acción y el fracaso de sus expediciones se hizo más evidente con
la estrategia indígena de invisibilización. A pesar de la superioridad numé-
rica de los indios cristianos y la frecuencia de sus entradas, la resistencia
indígena estuvo presente a lo largo de todo ese proceso en los numerosos
enfrentamientos, engaños y huidas anticipatorias, y solo los grupos ecuestres
ofrecieron una resistencia más efectiva y difícil de doblegar. Los grupos
indígenas que fueron incorporados a la fuerza generaron al interior de los
poblados una resistencia controlada y muchos encontraron el modo de
fugarse para volver a unirse a sus parientes
De todo lo expuesto, se desprende que la política de reclutamiento
de infieles impulsada por los religiosos y chiquitanos tuvo un doble efec-
to devastador para la pervivencia de la diversidad étnica: por un lado,
consiguió la pacificación de la frontera oriental con la consolidación de
una avanzada de indios guerreros leales a la Corona y la asimilación de
diferentes grupos, lo que consolidó el poder sociopolítico y demográfi-
co de las diferentes parcialidades reducidas; por el otro, contribuyó al
despoblamiento general de un inmenso territorio y a la desaparición
temprana de otras numerosas parcialidades y grupos étnicos que ofre-
cieron resistencia y que, al ser desplazados de su territorio tradicional,
fueron víctimas de los frentes colonizadores y de los enfrentamientos
étnicos y el cautiverio.

433
Mercedes Avellaneda

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435
Destierros, desarraigos
y nuevas «esclavitudes»
Destierro a la isla de Juan Fernández
a fines del siglo XVIII: Civilización,
corrección y exclusión social

Macarena Cordero Fernández

La manera en que se juzga y castiga a un delincuente o al culpable


de un delito dice mucho de la sociedad y cultura a la que pertenece. En
buenas cuentas, los castigos y las penas constituyen representaciones,
valores y prácticas de lo que se pensó y consideró justo en un lugar y
momento determinado. En el Antiguo Régimen, era la fe o la religión
el valor máximo protegido por la sociedad, pues constituía el sustento
del orden social, familiar y político. Sin embargo, durante el siglo XVIII
paulatinamente se inició el proceso de desplazamiento del vínculo social,
cultural y jurídico más importante hasta ese entonces –la fe– hacia el
concepto de «daño social generado por una determinada conducta».
Este se formó y cobró contenido con el ideario ilustrado, que tendía
a disciplinar a una sociedad colonial cada vez más compleja y que no
estaba convencida de dicho proceso civilizatorio, al que oponía tenaz
resistencia1.
Por lo anterior, es posible sostener que estamos ante un momento
histórico en que se abre el camino a la transición respecto a establecer
qué es lo que el cuerpo social prioriza al condenar; de tal forma que
en ocasiones la práctica se penaliza considerando el daño social que
provoca –tanto por sí misma como por sus consecuencias– mientras
que en otras el castigo aplicado obedece al quebrantamiento de la fe,
como doctrina base de la comunidad, pues el mal comportamiento de
cualquier sujeto podría impedir la salvación de las almas de todos2. A
su vez, era posible que la sentencia condenara sobre la base de ambos

1
En esta misma línea: Rojas, 2008: 96; Araya Espinoza, 1999; León Solís, 1998;
Undurraga Schüler, 2010 y 2012; Undurraga Schüler y Gaune Corradi (eds.),
2014; Viqueira Albán, 2005. Respecto del proceso civilizatorio: Elias, 1989.
2
En sentido similar, Valenzuela Márquez, 2001: 123 y ss.

439
Macarena Cordero Fernández

criterios, porque precisamente se trata de una época de transformaciones


sociales, políticas y culturales3.
Así ocurre en el caso de Miguel Mesa, español que habría llegado
a Buenos Aires como soldado dragón en 1766, pasando luego a Men-
doza, San Juan y Santiago de Chile, para establecerse finalmente en el
regimiento de Penco. Durante su estadía en San Juan, en 1780, contrajo
matrimonio con Lucía Longoria, utilizando como nombre Miguel Flores.
Al trasladarse a Chile, no obstante –y estando aún casado–, nuevamente
contrajo matrimonio en 1783, en la ciudad de Santiago, con Mónica
Aliaga, aunque esta vez indicando que su nombre era Miguel Mesa,
con la evidente intención de impedir ser descubierto. Demandado por
el delito de bigamia, Miguel trató de desvirtuar los cargos, aduciendo
que Mónica era su manceba, por lo que no se habría constituido el
delito. Sin embargo, en el proceso se logró probar la doble unión. Al
condenarlo, el juez de la causa señaló:

Uno de los delitos que más detestan las l[eyes] sagradas


eclesiásticas, y civiles es la poligamia o pluralidad de muje-
res, p[o]r que a más de turbarse la tranquilidad y paz de la
sociedad doméstica del matrimonio, ella es repugnable a los
estrechos establecimientos de la Religión Catholica, rosandose
por eso este crimen con el de Heregía, según el derecho ca-
nónico. Por Real derecho castellano, en la l[ey] 6 y 7 titulo 5,
libro 5 se ordena que el que desposara en dos mujeres siendo
vivas incurra en la pena de aleve y perdiendo la mitad de sus
bienes; y que sea herrado en la frente con fierro caliente; y la
pena de cinco años de destierro […] y últimamente por l[ey] 8,
titulo 20, lib. 8 de la misma recopilación acrecienta esta pena
a vergüenza pública y a diez años de servicios en galeras; […]
y más grabes penas quedando el excarmentado se abstenga
otros a su exemplo a perpetrar semejante delito4.

En el caso antes descrito, Miguel Mesa es enjuiciado porque su


práctica atenta contra las leyes civiles y eclesiásticas, perturbando tanto
el orden divino como el doméstico. Más aún, el juez, al citar las leyes

3
Importante es tener presente que durante el Antiguo Régimen los teóricos del
derecho asociaban delito y pecado, pues una práctica contraria a las buenas
costumbres o la moral era a su vez una ofensa contra Dios. Para más detalles:
Tomás y Valiente, 1969: 220; Clavero, 1990: 57 y ss.
4
«Miguel Antonio Mesa. Juicio que se sigue por doble matrimonio» (Santiago,
1787-1788), ANH.RA, vol. 1444, fj. 189.

440
Destierro a la isla de Juan Fernández
a fines del siglo XVIII

por las que lo condenó, establece que el castigo debe servir de escar-
miento y ejemplo para la comunidad, pues tal conducta constituía un
desequilibrio para la armonía de esta.
Ahora bien, a partir de la centuria dieciochesca se evidencia que la
práctica de la justicia constituye un espacio de lucha de poder, debido a
que tras ello está la pretensión de la cultura hegemónica de imponerse
definitivamente y de conservar un orden específico en la comunidad5.
Es decir, se puede entender la justicia como «la capacidad de crimina-
lizar los comportamientos y castigarlos como recurso de poder clave
en los procesos de institucionalización de las estructuras políticas»6,
definición que refleja los juegos de intereses y negociaciones que los
diversos actores sociales hacen entre ellos y con la «autoridad». Sin
embargo, no podemos desprender de esto que el cuerpo social haya
reconocido dicho espacio de poder en forma inmediata o automática,
puesto que muchos conflictos no fueron conocidos o enjuiciados por la
«justicia» sino que se resolvieron privadamente, pese a los esfuerzos de
las autoridades por terminar con la costumbre de «tomarse la justicia
por su propia mano»7.
Se revela así el plan de la monarquía tendiente a desarrollar un
mayor control y vigilancia sobre la población, dado que el juez, si
bien condena a base de leyes de siglos anteriores, en la manera de
interpretarlas y aplicarlas denota la intención de crear jurisprudencia
dirigida a restringir ciertas prácticas que, aunque siempre habían sido
sancionadas por la ley, a partir del siglo XVIII son castigadas con una
argumentación diferente que refleja el ideario de la elite. Además, este
tipo de conductas habían sido, desde el siglo XVI, conocidas y falladas
por la Inquisición, puesto que si bien no constituían herejías podían dar
pábulo a una, toda vez que reflejaban el desconocimiento o desprecio
de la doctrina católica. En el siglo XVIII, en cambio, progresivamente
fueron los tribunales reales los que procesaron estas causas, contrarres-
tando de esta forma el poder de la Iglesia.
Sin embargo, dicha labor presentaba una serie de dificultades, entre
ellas la extensión del territorio imperial, el proceso de consolidación de
la «justicia», la precariedad institucional en contraposición a situacio-
nes complejas de resolver, y la ausencia o falta de funcionarios reales

5
Thompson, 2010.
6
Molina, 2011: 41.
7
Esto es la llamada «cultura de la violencia», en que las partes en disputa resol-
vían sus asuntos privadamente: Undurraga Schüler, 2008.

441
Macarena Cordero Fernández

en poblados alejados, entre otras8. Lo anterior constituyó un grave


problema para la administración, más aún en tiempos en que preten-
día imponer un discurso hegemónico civilizador, cuestión que implicó
que el sistema punitivo tuviera que hacerse todavía más intimidatorio.
En palabras de Marco Antonio León: «Así se explica la proliferación
de castigos ejemplificadores y ejecuciones que pretendían no solo des-
alentar a los individuos para no cometer nuevos delitos, sino a la vez
representar sobre el tablado de los ajusticiados la magnitud del poder
monárquico»9.
No obstante, esto constituye una paradoja, pues en tiempos en que
se intenta «civilizar las costumbres», con una variedad de estrategias
para que los súbditos se integren al orden colonial, y existiendo una
crítica al sistema judicial por parte del pensamiento ilustrado, se conti-
núa con la deshumanización del castigo, con la finalidad de deshonrar,
humillar y avergonzar al delincuente. De esta manera, el proceso de
«civilización» institucional se abocó a terminar con la justicia por la
propia mano y así fortalecer el Estado moderno; mas no se ocupó del
castigo, porque lo que buscaba en ese momento era tener también el
monopolio sobre la pena e instrumentalizarla para sus propios fines.
Pues bien, lo que pretendió el sistema de justicia que paulatinamente
se estaba consolidando fue segregar el conflicto; y para ello lo parti-
cularizó. Dicho de otro modo, lo que se hace frente al conflicto que
amenaza la estabilidad del orden es alejarlo, para luego combatirlo
como algo extraño10. Vale decir, se lo ve como un fenómeno que debe
eliminarse, pues dicha práctica «no es el resultado de la acción oca-
sional de un transgresor sino que deviene de la ejecución de un rol
social preestablecido por la pertenencia o participación en un sistema
específico de relaciones sociales»11; ejecución que pone de manifiesto
el desinterés del transgresor por ser parte del sistema social buscado
por la Corona. Por ello es que el sistema de penalización del Antiguo
Régimen establece un conjunto de penas y castigos particular, severo y
riguroso, «con la firme intención de frenar los impulsos delictivos»12.
Así, la pena constituye uno más de los dispositivos con que cuenta el
poder para civilizar a la población y poner fin al gravísimo daño que
podía causar una determinada práctica a la comunidad.
8
Tomás y Valiente, 1969: 46.
9
León León, 2003, I: 56.
10
Rodríguez de Las Heras, 1981: 273.
11
Míguez, 2008: 21.
12
Ruiz Astiz, 2011: 27.

442
Destierro a la isla de Juan Fernández
a fines del siglo XVIII

Lo anterior nos explica por qué era tan importante «la toma de co-
nocimiento» que tuviese el cuerpo social del castigo aplicado. En efecto,
la publicidad de la pena mediante la lectura de las sentencias que hacía
el pregonero en la plaza de la ciudad o villa, frente a todos los vecinos,
no hacía más que atemorizarlos y disuadirlos de no delinquir. Se trataba
del «teatro del poder», que mediante rituales cuidadosa y escrupulosa-
mente preparados buscaba impactar a la población, a tal punto que era
intimidada por lo implacable del sistema punitivo; de paso, se imponía
la autoridad y el poder de la monarquía. Además, porque

[…] corresponde al culpable manifestar a la luz del día su


condena y la verdad del crímen que ha cometido. Su cuerpo
exhibido, paseado, expuesto […] debe ser como el soporte
público de un procedimiento que había permanecido hasta
entonces en las sombras; en él, sobre él, el acto de justicia
debe llegar a ser legible por todos13.

Con todo, la legislación penal indiana no realizó ninguna concep-


tualización ni tipificación, ni graduación de la pena; menos aún elaboró
una doctrina relativa a las finalidades de la misma. Y las escasas veces
en que esto se hizo, «orientan poco acerca de cómo eran estas en la
ley y en la práctica judicial»14, dado que lo que pensaron los juristas
constituía una cuestión «ideal» –lo que creían que debía ser el sistema
punitivo–, que no tenía correlación con el sistema represivo concreto
aplicado en la época. Así, a un reo declarado culpable se le aplicaba
una pena a base del arbitrio judicial con que contaban los tribunales
del Antiguo Régimen; esto es, se determinaba para cada caso especí-
fico el castigo a aplicar, lo que conduce a la indeterminación legal de
la pena. En buenas cuentas, si distintos sujetos cometían un mismo
delito no había ley alguna que dispusiera cuál era la pena para ello, y
en consecuencia podía variar su proporcionalidad según el criterio del
juez que fallara el proceso.
Es más, al derecho penal del Antiguo Régimen, en general, no le
importó la proporcionalidad de la pena. Si bien los criterios seguidos
por los jueces para fijar un castigo fueron de carácter moral, la fre-
cuencia de un mismo delito o el hecho de que determinadas prácticas

13
Foucault, 2002: 48. Ver también, en relación a los castigos y exposición pública
de los condenados: Maqueda Abreu, 1992; García Marín, 1992; Lea, 1983;
Millar Carvacho, 1997.
14
Tomás y Valiente, 1969: 353.

443
Macarena Cordero Fernández

se consideraran «plaga social» implicaron que los diversos foros de


justicia penal no ponderaran las penas ni consideraran las voces teóricas
que ya se alzaban en dicha época para establecer cierta graduación de
las mismas. Por el contrario, se abusó de cierto tipo de penas según las
necesidades de la Corona15.
Pese a todo, los jueces contaban con las Partidas, las cuales definían
y establecían la finalidad de la pena como: «enmienda de pecho o escar-
miento que es dado según ley a algunos por los yerros que fizieron»16.
Por su parte, en 1611 Sebastián de Covarrubias conceptualizaba el
término «pena» como «el castigo que se da en razón de culpa»17. Así, la
manera como se entendió este concepto fue básicamente la de castigar
al delincuente –por parte de quien detentaba el poder para ello– por su
actuar dañino. Relevante es establecer, desde ya, que «daño» no solo
aqueja a la persona del ofendido, o a quien directamente se vio afecta-
do con la práctica delictuosa, pues se entiende que el mal que engloba
el delito aflige además a todo el cuerpo social; cuestión que, de paso,
legitima y valida la pretensión del Estado de monopolizar la justicia.
Ahora bien, dicho poder, entendido como dispositivo normativo
del sistema social, dispone de ciertas regulaciones mediante las cuales
elimina la práctica delictual a través de la aplicación de las penas o cas-
tigos. Al respecto, Michel Foucault, al analizar los castigos impartidos
a los delincuentes en el Antiguo Régimen, los jerarquiza distinguiendo
entre «la muerte, el tormento con reserva de prueba, las galeras por
un tiempo determinado, el látigo, la retractación pública, el destierro».
En buenas cuentas, se trata de penas corporales de amplia aplicación,
pero también de penas «ligeras», como la de satisfacción a la persona
ofendida, censura o prisión, entre otras18. Tal representación se produjo,
sin mayores diferencias, en Europa, España y sus colonias.

15
Ibid.: 359.
16
Alfonso X, 1555 [1256-1265], partida VII, 31, 1. Las Partidas son un texto de
derecho común, que tuvo por finalidad establecer un derecho territorial para
todos los territorios gobernados por el rey castellano. Este texto legal, de am-
plia difusión, regulaba materias de derecho civil, penal y procesal, entre otras.
En América, los diversos foros de justicia resolvieron los conflictos sometidos
a su jurisdicción a base del derecho común contemplado en este corpus. En el
imperio español rigió desde 1348 hasta mediados del siglo XIX.
17
Covarrubias Horozco, 1943 [1611]: 137v.
18
Foucault, 2002: 38.

444
Destierro a la isla de Juan Fernández
a fines del siglo XVIII

La pena de destierro y sus finalidades


Siguiendo los argumentos y prácticas señaladas, y ante la emergen-
cia de un conflicto, los diversos foros de justicia chilenos debían neutra-
lizarlo; y una de las formas con las que contó el sistema para cumplir
este objetivo fue la pena de destierro. Por lo mismo, tras este castigo es
posible develar un discurso versátil del poder, en el que se proyecta la
violencia de la ley. Determinadas conductas provocan la represión por
parte de la justicia, lo que nos permite establecer qué es lo que acepta y
quiere el cuerpo social en un momento determinado. Por lo demás, este
discurso versátil nos conduce a sostener que para dicha época el sistema
considera ciertas penas o castigos –como el destierro– eficientes, válidos,
convenientes y eficaces, no solo para combatir las malas prácticas sino
que también para «civilizar» a la población.
Por tanto, el destierro es entendido como una forma de expulsión
que ejerce la autoridad al interior del sistema social y una suerte de
marginación que compromete al individuo en su integridad física y
personal, y que –en palabras de Carlos Garcés–:

[…] constituye un mecanismo punitivo plurisignificante, ya


que se compromete al reo en un espacio particular de la pena,
en un miembro de la sociedad penal del destierro, que además
de cumplir con el fin penal de la ejemplificación, actúa en
un sentido profiláctico al extirpar de la sociedad los malos
elementos y apropiándose de la mano de obra forzada del
condenado […]19.

Dichos castigos tenían por objeto restaurar el orden moral y espi-


ritual, y velar por la salvación de las almas –puesto que el quebranta-
miento del sistema significaba romper el pacto de los súbditos con el
rey y con Dios–, como también restaurar el orden social dañado por
el delito. De ahí que los apremios y castigos fuesen ejemplificadores,
puesto que el énfasis no solo estaba en mostrar el poder de la Corona
sobre el culpable, sino que también lo que les ocurriría a todos aquellos
que osaran desafiarla. A base de este principio, entonces, mediante el
castigo ejemplar se lograría intimidar a los miembros del cuerpo social,
quienes, al menos por un tiempo, dejarían de delinquir o de realizar
aquellas prácticas sancionadas y objetadas por la autoridad. Es decir, la
pena pretendía mantener el orden social dado que «el recurso del castigo
19
Garcés, 1996: 329-330.

445
Macarena Cordero Fernández

como una medida disuasoria se mostró sumamente eficaz, aunque a


veces fue poco duradero. La amenaza de las posibles penas que podían
imponerse fue suficiente para mantener cierto equilibrio social»20.
Pero, además, el carácter ejemplificador de la pena estaba dirigido
directamente al reo declarado culpable, puesto que se le hacía saber
y entender que su acto era atentatorio contra el orden preestablecido;
motivo por el cual el sujeto era menoscabado y humillado frente a
su comunidad. En efecto, el destierro implicaba en sí una vergüenza
pública, pues el acreedor de esta pena era expulsado del espacio social
que frecuentaba, lo cual significaba una ignominia a su honor. Todos
sabían que el condenado ya no viviría entre ellos debido a su calidad
de delincuente o transgresor del orden social. El destierro, en definitiva,
evidencia el descrédito del sujeto. Tal es el caso de Joseph Ferreyra, sol-
dado de la compañía del capitán Pedro Junco, del batallón de infantería
del Reino de Chile, a quien en 1771, siendo juzgado por dos robos, se
le condenó «para su excarmiento y exemplo de los demás, […] a cuatro
años de destierro a la isla y presidio de Juan Fernández»21. Lo mismo
aconteció con el bígamo Miguel Mesa –que citamos al comienzo–, a
quien se le condenó para escarmiento público y ejemplar a diez años
de destierro en Valdivia22.
Seguidamente, la pena de destierro, al igual que otras aplicadas por
el Antiguo Régimen, comparte un rasgo utilitarista o de finalidad social:
el castigo inferido no solo lograba amedrentar al resto de los miembros
del cuerpo social, sino que también podía prestar alguna ventaja o be-
neficio económico para la Corona. Dicho de otro modo, mediante ella
se lograba sacar un provecho social, puesto que al reo se le destinaba a
trabajos forzados. En efecto, en la tipología del destierro está aquel en
que al culpable se lo envía a un lugar determinado con la obligación de
realizar trabajos para el reino tales como la construcción de caminos y
tajamares, entre otros. Como apunta Marco León:

[…] desde el siglo XVI y hasta el siglo XVIII, frente a la espec-


tacularidad de los suplicios, la penalidad estuvo dominada por
las necesidades del Estado, ya fuese en lo relativo a disponer de

Ruiz Astiz, 2011: 25.


20

» Francisco Javier Morales. Se condena a Joseph Ferreira, soldado de la compañía


21

del batallón de Infantería de este reyno, a cuatro años de destierro en la isla y


presidio de Juan Fernández» (Los Angeles, 1771), ANH.CG, vol. 3, fj. 544.
22
«Miguel Antonio Mesa. Juicio que se sigue por doble matrimonio», op. cit., fj.
207.

446
Destierro a la isla de Juan Fernández
a fines del siglo XVIII

fuerza de trabajo gratuita (las galeras), a manifestar su poder


en la comunidad (ejecuciones) o a financiar gastos militares
(confiscación de bienes) que se hicieron imprescindibles para
solventar la expansión a nuevos territorios23.

Así, en el caso de José María Guzmán –condenado a destierro al


fuerte de Valdivia por bígamo– se le condenó además «a servir a ración
y sin sueldo contados desde el veinte y dos de noviembre de ochenta y
cuatro y se execute»24.
Sumado a ello, a partir del siglo XVIII, como ya se ha dicho, el
sistema punitivo intenta civilizar o disciplinar mediante la aplicación de
penas o castigos; y qué mejor para tal propósito que la exclusión social
del sujeto transgresor del espacio urbano o rural que habitaba. Y es que,
tras la expulsión, se refleja el interés de la monarquía por regular todas
las actividades de la vida pública y privada, tanto del sujeto como de la
comunidad entera. En buenas cuentas, se hace saber lo que es correcto e
incorrecto, revelando el carácter pedagógico que irán teniendo las penas.
Pero ello implica, también, en tiempos de transición, que el destierro
provocara en el delincuente la expiación de sus culpas, con la finalidad
de que no volviese a delinquir25.
En efecto, en el caso de Francisco Fritis, sentenciado a diez años a
la isla de Juan Fernández por matar a su mujer, el fallo además advirtió
que, una vez cumplida la condena, «en lo succesivo arregle su conducta
so las más graves penas que correspondan»26. En el mismo sentido, el
fallo que desterró por ocho años a Roman Flores a Juan Fernández
por el robo de un caballo y asesinato de Juan Antonio Meneses, señaló
que mediante esta pena se procuraba que «enmiende» su conducta27.
Más clarificadoras son las siguientes sentencias: por una parte, la
causa seguida contra José Mersedes Chaparro, a quien, sentenciado a
pena de muerte por asesinar a Xavier Pesoa, se le desterró diez años
a Juan Fernández, debiendo prestar servicios sin asignación de sueldo
y con la especial recomendación al gobernador de «d[ic]ho presidio
q[u]e en los instantes q[u]e lo permita el trabajo haga q[u]e los capellanes
23
León León, 2003, I: 58.
24
«José María Guzmán matamorros. Criminal en su contra por bigamia» (1805),
ANH.RA, vol. 2548, pza. 4, fj. 26.
25
Ruiz Astiz, 2011: 25.
26
«Causa criminal de oficio contra Francisco Fritis por la muerte de María
Polondra Araya su mujer» (Melipilla, 1797), ANH.RA, vol. 3239 (Libro de
sentencias, 1784-1824), fj. 20.
27
Ibid., fj. 26.

447
Macarena Cordero Fernández

lo instruyan en los rudim[en]tos de la religión»28; y, por la otra, el fa-


llo contra Mariano Gomes de la Torre, condenado a un año en Juan
Fernández, «apercibiendosele mejore de costumbres y se abstenga de
semejantes hechos criminosos»29.
Incluso el temido Santo Oficio utilizó esta pena, en la medida en
que las finalidades del destierro impuesto por la Inquisición fueron
semejantes a las de los demás foros de justicia de la época; es decir,
excluir, ejemplificar y «civilizar», como en el caso de Santiago Álvarez,
originario de Cajamarca, condenado a cinco años en Juan Fernández
–que incluía trabajos sin ración ni sueldo–: «[…] y por dicho tiempo
reze todos los días un terzio de Rosario a la Santísima Virgen, haga una
confession general, y por tiempo de dos años confiesse y comulgue en las
tres Pasquas de Resurreccion, Espiritu Santo, y Navidad de cada año»30.
Dicho de otro modo, en los casos expuestos es posible visualizar que
a partir de mediados del siglo XVIII el sistema punitivo contemplaba
una nueva finalidad: «civilizar», puesto que se tiene la convicción de
que mediante el castigo el delincuente puede cambiar su conducta y
adherirse al sistema social anhelado por las autoridades. Aunque, según
las épocas, se utilizarán determinados tipos de penas, las que a su vez se
aplicarán con variantes; por ejemplo –como hemos visto–, acompañadas
de trabajos forzados.
Pero, ¿por qué en este momento se aplica una pena como la de
destierro? Dado el uso frecuente de esta condena, se debe establecer
e intentar caracterizar la criminalidad de la época. En parte se debe a
que corresponde al período en que se afianza el Estado moderno y con
ello su capacidad represiva, lo que se habría traducido –según Ruiz–, en
una mayor eficacia en los mecanismos de control31. Estamos hablando,
por cierto, del proceso de monopolización de la violencia por parte del
Estado, con el fin de mantener el orden y estabilidad política, social y

28
«Causa criminal de oficio contra Mercedes Chaparro por la muerte de Xavier
Pesoa en la aguada de esta ciudad», ANH.RA, vol. 3232 (Libro de sentencias,
1753-1820), fj. 184.
29
«Sentencia contra Mariano Gomes de la Torre» (1779), ANH.RA, vol. 3228
(Libro de sentencias, 1750-1824), fj. 167v.
30
«Don Miguel Manuel de Arrieta presbítero secretario del secreto del santo
oficio de la Ynquisicion por los señores Ynquizidores contra Santiago Albarez
natural de la villa de Caxamarca» (Chillán, 1770-1775), APFCh.Ch, «Asuntos
varios, Chillán (1770-1775)», vol. 3, fj. 59.
31
Ruiz Astiz, 2011: 24.

448
Destierro a la isla de Juan Fernández
a fines del siglo XVIII

cultural del imperio español32, lo que explicaría la variada procedencia


de los desterrados y de la diversidad de delitos a los que se aplica esta
pena33.

Los diversos rostros del destierro


Como ya se ha visto, el destierro como pena o castigo cumple una
finalidad importante para el Estado: resolver una situación anómala
que se origina fuera del sistema social y que en consecuencia se debe
extirpar de él para volver al equilibrio. El robo, el amancebamiento
o el vagabundaje –entre otros delitos– son entendidos en la época
como prácticas que escapan al orden preestablecido, o bien al «ideal
civilizado» que han pensado y pretenden imponer. Por eso es que el
Estado, ante la existencia del conflicto que puede desestabilizar el orden,
estratégicamente y a través de los medios con que cuenta para ello,
logra transmitir al cuerpo social la sensación o percepción de temor e
inseguridad, provocando entre los súbditos el rechazo a la persona del
delincuente y su práctica.
La población colonial estaba informada sobre qué conductas eran
consideradas contrarias al orden social, pues existían los llamados Ban-
dos de buen gobierno34, de tal forma que al saberse que alguien había
provocado una fisura, por sus prácticas, sectores de la sociedad colonial
reaccionaban con rechazo. Es decir, mediante estos Bandos se cumplía
la finalidad civilizadora de la Corona, como también de información o
publicidad de lo que quería o esperaba de sus súbditos.
De esta manera, con la aplicación del castigo, el Estado no solo
lograba imponerse y manifestarse con grandilocuencia en la sociedad –
incluso en lugares alejados, en los cuales era difícil que la mano represiva
se instalara y mantuviera a sus anchas– sino que, además, conseguía

32
Bravo Lira, 1996; Clavero, 1981; Tomás y Valiente, 1975; De las Heras Santos,
1994.
33
Como apunta Jorge Chauca, el destierro se habría aplicado «[…] desde delitos
comunes de orden social y económico a los atentatorios al Trono y al Altar
–motines y blasfemias– y de contenido político emancipador»: Chauca García,
2008: 105.
34
Para efectos de esta investigación, entendemos por Bandos de buen gobierno:
«Mandamientos de autoridad competente dirigidos a los vecinos y habitantes
de la ciudad y su jurisdicción, que contienen un conjunto articulado de disposi-
ciones sobre diversas materias relativas a la vida local, que se daban a conocer
públicamente a toda la población»: Kluger, 2005: 142.

449
Macarena Cordero Fernández

justificar la severidad y rigurosidad de la pena entre los súbditos co-


loniales. No es de extrañar, entonces, que la pena de destierro, que se
presenta como severa tanto física como mentalmente, fuese recurren-
temente utilizada durante el período colonial, especialmente a partir
del siglo XVIII e incluso extendiéndose a los inicios de la República,
debido a que se consideraba una medida justa, civilizadora y eficiente
para el equilibrio de la sociedad. Lo anterior implica que la pena de
destierro tenga un doble carácter: por una parte, conlleva la expulsión
del lugar; y, por la otra, el desterrado deja de tener protección de sus
redes familiares y conocidos, quedando incluso entregado a la justicia
«privada», «en el sentido que el ofendido puede perseguirlo o denun-
ciarlo en caso de quebrantamiento e incluso matarlo impunemente»35.
La dureza y rigurosidad del destierro conllevaba, para quien lo
padecía, el abandono del lugar en que vivía, donde mantenía sus redes
sociales, su familia, amigos y trabajo; es decir, el desarraigo forzado.
Y así lo hace ver María Guadalupe Villanueva, mulata de la ciudad de
Los Reyes, quien habiendo cumplido su sentencia de destierro remitida:

[…] y porque es cumplido el termino, muchas las indigencias


q[u]e sercan, y mucho mas la falta de salud por no acomodarse
el temperamen[en]to ocurr[o] al piadoso, y cristiano animo de
Vsa, pa[ra] q[u]e mirandome con la piedad q[u]e acostumbra
se sirva de concederme su sup[eri]or liz[enci]a pa[ra] q[u]e en
qualquiera de los navios de la carrera, y q[u]e mejor acomode,
me pueda restituir a mi casa, y al abrigo de mi padre Fran[cis]
co de Villanueva […]36.

Al forzoso desarraigo se agregaba, para quienes tenían una fami-


lia e hijos, la ruina económica, puesto que durante un buen tiempo el
sustento tendría que buscarse en otras fuentes, las cuales en tiempos
coloniales eran, las más de las veces, difíciles de obtener. En efecto, el
destierro a la isla Juan Fernández o al presidio de Valdivia equivalía a
estar alejado de todo. Se trataba de lugares de difícil acceso, con pre-
carias vías de comunicación y transporte; espacios en que, además, se
tornaba compleja la llegada de alimentos, los que eran transportados en
determinadas épocas del año por barco desde el puerto de Valparaíso
y Talcahuano.

35
Garcés, 1996: 335.
36
«José de Salvador. Sobre arribo del barco Santa Barbara» (Valparaíso, 1790),
ANH.CG, vol. 363, fj. 85v.

450
Destierro a la isla de Juan Fernández
a fines del siglo XVIII

De tal forma, podemos distinguir el destierro en el que el culpable


del delito es conducido a un determinado espacio geográfico por un
tiempo variable, según el arbitrio judicial del juez, lo que evidentemente
conllevaba la exclusión social del sujeto. El destino a la isla de Juan
Fernández, en tiempos en que su acceso era dificultoso y con pésimas
condiciones para la sobrevivencia, presentaba también el riesgo de que
el barco sucumbiera al mal tiempo según se deduce de la carta enviada
por don Josef Eguía, capitán de la fragata Ventura, al gobernador de
Valparaíso en 1790: «S[eñ]or noticio a V.S. mi arribo a este puerto, en
esta su embarcacion, a los cuarenta dias de nabegacion, salido del Callao;
haviendome experimentado en el discurso del biaje furiosos temporales
de Norte, q[u]e a pesar del maior exfuerso, me han impedido el arribo a
la Ysla de Juan Fern[ánde]z»37. De hecho, los dos reos que llevaba este
barco debieron permanecer cerca de un año en Valparaíso, puesto que
no se daban las condiciones para realizar el viaje a su destino.
Al llegar a tierra, el penalizado debía realizar trabajos forzados
por períodos, generalmente, que iban entre seis meses y diez años, sin
perjuicio de que existían fallos donde esta obligación se dictaminaba
a perpetuidad. Así, por ejemplo, en la causa seguida contra Joseph
Chimachima por asesinar a Pedro Pereyra se le condenó a «destierro
perpetuo a la Ysla Juan Fernández a servir a su mag[esta]d a racion y
sin sueldo»38.
Por otra parte, al parecer las penas de destierro fueron mayormente
cumplidas, si nos atenemos a documentos como la constancia del viaje
del paquebot El Carmen a la isla Juan Fernández, donde Juan Silleruelo,
apoderado, señalaba: «[…] que […] llevo a su bordo el citado buque
para aquella Ysla la guarnición, artezanos, y confinados q[u]e p[o]r
menor se nominaren d[ic]ho documento del qual también aparecen
los que trajo a su vuelta como relevados y cumplidos». En su retorno,
en efecto, El Carmen traía entre sus pasajeros a los reos que habían
cumplido con su pena de destierro39.
37
«José M. Verdugo, capitan de la fragata Ventura. Informa no haber podido
tomar la Isla de J. Fernández. Santiago» (1790), ANH.CG, vol. 363, fj. 59.
38
«Causa criminal de oficio contra Juan Joseph Chimachima por el homicidio
de Pedro Pereira» (Mendoza, 1756), ANH.RA, vol. 3228 (Libro de sentencias,
1750-1824), fj. 111.
39
«Juan Zilleruelo, apoderado del Navío el Carmen. Sobre pago de raciones
administrativas a la tropa de la Isla de Juan Fernández» (Valparaíso, 1790),
ANH.CG, vol. 420, fj. 214. Para el caso de la provincia de Colima, en Nueva
España, las penas de destierro fueron generalmente ejecutadas. Como se trata-
ba de una localidad marítima vinculada al sudeste asiático, quienes recibieron

451
Macarena Cordero Fernández

Con todo, se produjeron conmutaciones de penas que se basaron


en criterios pragmáticos; algunas de carácter temporal, como en el
caso de la mulata María Guadalupe Villanueva, condenada a un año
como «pobladora» en Juan Fernández. Debido a que la fragata Santa
Bárbara que la trasportaba no pudo arribar a la isla, debió recalar en
el puerto de Valparaíso, donde fue «colocada en una casa para que en
claze de criada se mantenga h[as]ta el t[ie]mpo de su remicion a d[ic]ho
destino»40. En buenas cuentas, como no fue posible llevar a María Gua-
dalupe a su destino se le permutó la pena por arresto en Valparaíso,
debiendo prestar servicios por un año como criada, sin sueldo, en una
casa particular. Transcurrido ese año, la justicia consideró que el casti-
go estaba cumplido, sin ser necesario su traslado. Algo similar ocurrió
con Pedro Bustamante, quien, siendo condenado por varios robos a
prestar servicios por tres años en Juan Fernández, «en atención a la

tal sentencia eran enviados a Filipinas, espacio donde: «La vigilancia para los
desterrados […] era muy estricta, pues no se les permitía regresar a sus lugares
de origen sin haber cumplido con el tiempo estipulado por la condena. Era muy
probable que a quienes se enviaba por cuatro o cinco años a las Filipinas jamás
regresaran»: Machuca Chávez, 2008: 156.
40
«José de Salvador. Sobre arribo del barco Santa Barbara» (Valparaíso, 1790),
loc. cit., fj. 73v.

452
Destierro a la isla de Juan Fernández
a fines del siglo XVIII

prolongada pricion que a sufrido le devemos conmutar, y conmutamos


el enunciado destierro en quatro meses de servicio a las obras publicas
de esta ciudad»41.
Hay numerosos casos en que al condenado a destierro a Juan Fer-
nández o a Valdivia, ante las dificultades para su traslado inmediato
–puesto que los viajes a aquellas latitudes eran en general dos veces al
año–, se le destina transitoriamente a trabajos forzados en una localidad
determinada, como pena supletoria mientras se concreta la ejecución de
la sentencia original. Así aconteció, por ejemplo, con Fermín Huerta,
fugado del presidio en el que estaba detenido interinamente y que fue
sentenciado a destierro por diez años a Juan Fernández; no obstante, y
en espera del viaje, se le mantuvo «sirviendo interinamente en la obra
del puente, y encargandose particularmente su custodia al correx[ido]r
superintendente de ella»42. Esta situación ocurrió también con Josef
Torrijos, imputado por la muerte de Josef Adamos, que fue condenado
a diez años a la isla, y «entre tanto q[u]e se precenta conducir para el
lugar de su destino será conducido al puerto de Valparaíso a servir en
aquellas obras»43. Por cierto, el tiempo que el desterrado debía destinar
a realizar los trabajos forzados mientras pendía su viaje era imputado
a la condena. Así se expresa claramente en la causa seguida contra Es-
teban Moreno: «[…] se le condena en doscientos asotes por las calles
publicas de esta ciudad, y en quatro años de destierro a la ysla Juan
Fern[ánde]z, y que en el interin se mantenga trabajando en las obras del
puerto de Valparaiso descontandosele el t[iem]po que alli trabajare»44.
También podía suceder que el reo fuese condenado a muerte u otro
tipo de castigos, y se le conmutara esta pena por la de destierro. Dentro
de los numerosos casos que existen al respecto, podemos citar el de
Manuel Herrera, culpable de la muerte de Francisco Días, condenado a
«la pena ordinaria de muerte sacandosele de la carzel cavallero en bestia
de alvarada con una soga de espanto al cuello y a vos de pregonero
que manifieste su delito y a que se le acortase la mano derecha para
41
«Causa criminal de oficio contra Pedro Bustamante por varios robos» (1785),
ANH.RA, vol. 2158 (Libro de sentencias, 1781-1787), fj. 166.
42
«Causa criminal seguida contra Fermín Huerta por la fuga que hizo de la prision
donde se hallaba detenido» (1711), ANH.RA, vol. 3220 (Libro de sentencias,
1621-1749), fj. 55.
43
«Causa criminal de oficio contra Josef Torrijos por la muerte de Josef Adamos
en la doctrina de Ñuñoa» (s/d), ANH.RA, vol. 3232 (Libro de sentencias, 1753-
1820), fj. 106.
44
«Causa contra Esteban Moreno» (1764), ANH.RA, vol. 3229 (Libro de sen-
tencias, 1714-1809), fj. 50.

453
Macarena Cordero Fernández

ponerla en el lugar en que cometio». No obstante, Herrera suplicó por


un castigo menor, conmutándosele la pena a diez años de destierro en
Juan Fernández45. En sentido similar, aparece la conmutación de pena
a Jacinto Laso y Manuel González, ladrones de alhajas en diversos
templos, quienes fueron condenados a muerte. Pues bien, el procurador
de pobres apeló del fallo, logrando que los jueces de la Real Audiencia
los absolvieran «de la pena ordinaria de muerte condenandoles como
los condenamos en ocho an[o]s de destierro a las yslas Juan Fernandez
a servir en obras publicas a racion y sin sueldo apercibidos no la que-
branten p[o]r q[u]e se les impondran las mas grabes, y seberas penas
qe establece el derecho»46.
Dichas conmutaciones obedecieron al sentido pragmático que
tuvo la Corona y su política utilitarista, en el sentido que la motiva-
ción tras ello no fue un cuestionamiento de la pena de muerte o de la
proporcionalidad de la pena, sino un criterio práctico que buscaba
suplir la escasez de mano de obra en zonas alejadas o de difícil acceso
como lo era la isla Juan Fernández. En tiempos en que la realización
de obras públicas cobró importancia47, era forzoso contar con quienes
pudiesen ejecutarlas, más aún si ellas podían tener un costo mínimo
para las arcas fiscales. En tal sentido, la muerte del delincuente no se
presentaba como ventajoso para la política global que pretendía ins-
taurar la monarquía; además de que el trabajo fue considerado, en esa
época, como un mecanismo para enderezar las conductas erradas de
los transgresores del orden.
También fue frecuente que la pena estuviera dirigida a que el culpa-
ble no solo cumpliera un destierro lejano por un período determinado,
sino que además, luego de finalizado este, se le mantuviese fuera de
una localidad o villa, ciudad, provincia o de todo el territorio del reino,
área que podía ser ampliada a un radio variable de exclusión. Tal es
el caso de la ya mencionada María Guadalupe Villanueva, a quien se
condenó por ser manceba de Santiago Seuro y por insultar y provocar
a la esposa de este. La sentencia especificaba que, luego de cumplir su

45
«Causa criminal de oficio contra Manuel Herrera por la muerte de Francisco
Díaz» (Concepción, 1794), ANH.RA, vol. 3239 (Libro de sentencias, 1784-
1824), fj. 6.
46
«Causa criminal de oficio contra Manuel González y otros por ladrones de
alhajas de plata en templos y otras especies» (1799), ANH.RA, vol. 3239 (Libro
de sentencias, 1784-1824), fj. 31v.
47
Para más detalles relativo a la política borbónica referente a la realización de
obras públicas: Bethell, 1990; Guimerá, 1996; Latasa, 2003.

454
Destierro a la isla de Juan Fernández
a fines del siglo XVIII

pena en Juan Fernández, «no buelba a esta ciu[da]d ni a veinte leguas


en contorno por el termino de seis años bajo de apercevim[ien]to de
que en caso de quebrantamiento sera restituida a las mismas yslas, y
se le agrabaran las penas a proporcion de su inobediencia»48. En otras
palabras, a la mulata limeña no solo se la destinó a vivir por un año
en la apartada isla sino que, además, su destierro implicó la exclusión
de su ciudad natal –lugar en el que había crecido y donde mantenía
sus familiares y redes de apoyo. Si bien, como ya lo hemos adelantado,
María nunca arribó a la isla, no es menos cierto que la segunda parte
de su condena se vería confirmada cuando, al momento de cumplir un
año como criada en Valparaíso, y coincidir esta fecha con «el dia de
salida del Buque unico que está anclado en dicho puerto, se declara: que
puede bolver en el al Peru con la condicion de que no entre a la ciudad
de Lima ni habite en las veinte leguas de su contorno por el termino de
sies años según su condena»49.
Numerosos son los ejemplos en que el destierro tiene este doble
objetivo, como en el comentado caso del cajamarquino Santiago Álvarez,
a quien la Inquisición no solo lo envió cinco años a Juan Fernández
sino que también le desterró para el mismo período, una vez cumplido
el fallo, de las ciudades de Piura, Lima y Madrid50. Algo similar ocurrió
con Luis Josep Carrasquilla, mulato esclavo, natural de Lima, soltero, sin
oficio, desterrado desde Guayaquil a diez años de presidio a la isla Juan
Fernández, para «que en ellas sirva en las reales obras de su magestad
a racion y sin sueldo, con la calidad de que cumplido el término de su
condena no pueda salir de ellas, ni restituirse a esta ciudad sin expresa
licencia de esta Real Sala»51. En este caso, el esclavo es desterrado a Juan
Fernández y se hace expresa prohibición de que pueda volver a Lima,
incluso una vez cumplida la sentencia, salvo que la Real Audiencia de
dicha ciudad lo admita.
La exclusión de un espacio geográfico normalmente establecía un
tiempo determinado, como en el caso de Francisco Fritis, condenado a
diez años en Juan Fernández por el asesinato de su mujer, luego de lo

48
«Jose Salvador. Sobre arribo del barco Santa Barbara» (Valparaíso, 1789), loc.
cit., fj. 76.
49
Ibid., fj. 87.
50
«Don Miguel Manuel de Arrieta presbítero secretario del secreto del santo oficio
de la Ynquisicion […]», loc. cit., fj. 59.
51
«José Carvajal y otros. Juicios en su contra por hurtos» (1790), ANH.CG, vol.
363, fj. 201.

455
Macarena Cordero Fernández

cual no podría «bolber en quatro años al partido de Melipilla»52. Pero


el extrañamiento no siempre iba asociado al destierro a un lugar lejano,
pudiendo constituir, en sí mismo, el castigo principal, tal como ocurrió
con Bartholome Marchan, condenado a «un año de extrañamiento en el
lugar de su residencia»53; o en la causa seguida contra Juan Muñoz por
robo en una tienda de Melipilla, en la que se le castigó con «diez años
de extrañamiento fuera de la provincia de Melipilla, sin bolber a ella
con ningun motivo ni pretexto vajo las penas que en su contravencion
reserva en ssi el tribunal»54.
La pena misma de destierro podía implicar, por cierto, la inclusión
de trabajos forzados, muchas veces solo a cambio de alimentación, se-
gún se señala en el caso de Fermín Huerta, «q[u]e por la culpa q[u]e le
resulta le devemos condenar y condenamos en diez años de destierro a
la Ysla Juan Fernandes a servir a su magestad a racion y sin sueldo»55.
Lo anterior implicaba un extraordinario desgaste físico y mental para
el condenado, puesto que no solo se le excluía y alejaba de los lugares
y personas que frecuentaba sino que además debía prestar servicios a
la Corona, en aquellos lugares carentes de mano de obra, como en el
caso de la mentada isla, para la realización de obras de construcción
u otras, tales como picar piedras en canteras o trasladar maderas de
un sector a otro; en definitiva, actividades que conllevasen un esfuerzo
físico para el penalizado. Todo esto, además, en condiciones tan preca-
rias como las existentes en Juan Fernández, en medio de un clima hostil
durante buena parte del año, durmiendo a la intemperie, en cuevas o
en habitaciones de material ligero que apenas contaban con «puerta y
llave, y hornillo para el fuego»56, lo cual constituía, sin duda, un esce-
nario ideal para contraer enfermedades, desarrollar un envejecimiento
prematuro e incluso terminar en la muerte, constituyendo todos ellos
castigos adicionales e implícitos en la sentencia oficial.

52
«Causa criminal de oficio contra Francisco Fritis por la muerte de María Po-
londra Araya su mujer» (Melipilla, 1797), loc. cit., fj. 20.
53
«Causa criminal de oficio contra Pedro Alcantara Riquelme por las heridas que
dio a José Arce resultando su muerte y otros delitos» (1799), ANH.RA, vol.
3239 (Libro de sentencias, 1784-1824), fj. 29.
54
«Causa criminal de oficio contra Juan Muñoz por el robo ejecutado en la tienda
de don Juan Toro en la villa de Melipillla» (Melipilla, 1781), ANH.RA, vol.
3008 (Libro de sentencias, 1782-1794), fj. 45.
55
«Causa criminal seguida contra Fermín Huerta por la fuga que hizo de la prisión
donde se hallaba detenido» (1711), loc. cit., fj. 55.
56
Chauca García, 2008: 103; Egaña, 1826: 37-38, 54, 100-101 y 238-239.

456
Destierro a la isla de Juan Fernández
a fines del siglo XVIII

Por lo demás, el trabajo forzado les recordaba diariamente su


condición de reos culpables y los obligaba a prestar servicios que pro-
bablemente ni siquiera conocían. Se trataba de un dispositivo con que
contaba el poder no solo para excluir al sujeto indeseable, sino que tam-
bién para que este saldara corporalmente, a través de su esfuerzo físico,
la deuda que había adquirido con la comunidad que lo excluía. De este
modo, la pena cumplía, por una parte, con cierta finalidad utilitarista y,
por otra, por el mismo hecho de vivir esta experiencia «laboral», servía
para reforzar la denostación del «indisciplinado». Ello explicaría, por
ejemplo, la fuga de once reos desde la isla Juan Fernández en diciembre
de 1790, quienes, ante las inclemencias naturales, optaron por robarse
la lancha del gobernador y navegar por nueve días rumbo a tierra firme.
Tres de ellos eran españoles y el resto castas, negros y mulatos. Para
su travesía juntaron algunos víveres entre los que se contaban «once
almudes de arina de la racion q[u]e se les habia dado aquel mes, con
mas un capachito de pan que tr[a]ya cada uno», y que escondieron a
tres leguas del poblado, además de «quatro botijas de agua». Llegado
el momento, sacaron la única lancha que tenía la isla, alzaron las velas
y rumbearon hasta llegar a Quilimarí. Al divisar la costa, rápidamente
desembarcaron, solicitaron agua a dos pescadores que se encontraban
en el lugar y «se internaron ocultándose a tierra, de cuyo suceso han
dado parte el diputado de Quilimari D[o]n Jose Medina Carbajal, y
V[uestra] m[erced] en cartas del 5 y 10 del corriente»57. Cuál sería la
desesperación de estos hombres; salvo el marinero José Gregorio Texada,
«chino» y natural de la villa de San Clemente de Pisco, el resto eran
zapateros, peones y chalanes, por lo que el riesgo ante un viaje de esta
naturaleza era aún mayor. Después de saltar a tierra, todos los fugados
se trasladaron hasta la Ligua, donde se separaron; seis de ellos tomaron
el camino de Santo y demás parajes, mientras que el resto, que pretendía
viajar a Lima, fue detenido y llevado al castillo de San Joseph. Ahí se
les tomó declaración y se constató que la mayoría estaba «metido en
carnes» –es decir, con bajo peso– a tal punto que parecían un montón de
huesos58. Esto, por supuesto, era el resultado de años de trabajos físicos
forzados, con una alimentación deficitaria y carencias de todo tipo.

57
«Jose Medina Carvajal. Informa sobre la aprehension de varios reos que se
fugaron de la isla J. Fernández» (Quilimarí), ANH.CG, vol. 363, fj. 9.
58
Ibidem. El castillo San Joseph se construyó bajo el gobierno de José de Garro
(1682-1692), quien consideró necesario dotar a Valparaíso de obras de defensa
con la finalidad de hacer frente a los ataques de corsarios y piratas. El castillo,

457
Macarena Cordero Fernández

Pero ellos no fueron los únicos. También está registrada la fuga de


Luis José Carrasquilla y Juan Felipe Pontejo, quienes se encontraban
cumpliendo su destierro en la misma isla por los años 1788-1789.
Carrasquilla fue acusado y sentenciado por hurto «y haver cargado
armas y llaves maestras, con otros excesos», siendo condenado a dos-
cientos azotes por las calles públicas «y de ellas veinte y cinco en el
rollo, llevando respectivamente colgada al cuello la arma con que fue
preso, […] como tambien en dies años de destierro a las Yslas de Juan
Fernández para que alla sirva en las reales obras de su magestad a racion
y sin sueldo»59. Pontejo, por su parte, también había sido sentenciado
por varios hurtos a la pena de azotes y a diez años de destierro para
servir en cualquier presidio americano a ración y sin sueldo, siéndole
asignado para ello el lugar de Juan Fernández60. Es del caso que ambos
condenados lograron escapar de la isla. Desconocemos la manera en
que lo hicieron y si efectivamente pudieron llegar al continente. Con
todo, se avisó de la fuga a las autoridades de los diversos partidos del
reino, dándose a conocer las características físicas de los fugitivos para
que pudiesen ser recapturados. Tras la fuga se reflejan, por cierto, las
ansias de libertad, además de las condiciones precarias e insalubres
de su destierro, a tal punto insoportables que los llevaba a arriesgar
la vida para atravesar el océano, exponiéndose a ser atrapados en el
intento o bien sucumbir a las condiciones climáticas en el transcurso
del viaje; y ello sin contar que, si llegaban a ser atrapados, generalmente
se les redoblaba la pena según las cláusulas de quebrantamiento que
contemplaban los fallos del Antiguo Régimen.
Como vemos a partir de los ejemplos anteriores, durante el Antiguo
Régimen fue habitual que al condenado no solo se le sentenciara a la
exclusión social con trabajos forzados, sino que en muchos casos se
le aplicaran, además, penas de vergüenza pública y azotes: «Fallamos:
q[u]e debemos condenar [y] condenamos al presitado reo Nicolas Ale-
man, con la pena de berguensa publica por las calles acostumbradas
llebando colgado a la garganta el cuchillo de que uso al tiempo de su
prision»61. Así, en la causa criminal seguida contra Manuel Herrera por
dar muerte a Francisco Días, se lo condenó «a diez años de servicio

situado en Valparaíso –cerro Cordillera–, quedó en ruinas luego del terremoto


de 1822. Para más detalles, véase Vicuña Mackenna, 1936, III-1: 276-277.
59
«Jose Carvajal y otros. Juicios en su contra por hurto»(1788), loc. cit., fj. 201.
60
Ibid., fj. 202.
61
«Causa que de oficio se ha seguido contra Nicolás Alimán y Romero por varios
robos» (1764), ANH.RA, vol. 3229 (Libro de sentencias, 1741-1809), fj. 104.

458
Destierro a la isla de Juan Fernández
a fines del siglo XVIII

en las obras públicas del precidio de Juan Fern[ánde]z en doscientos


azotes por las calles de los quales se le darán sinquenta al pie de orca
pasandosele por devajo de ella con el garrote colgado al cuello, y vos
de pregonero que manifieste su delito»62.
En muchas ocasiones el destierro figuró en los fallos como cláusula
de incumplimiento o quebrantamiento de condena, a fin de asegurar
o «reforzar el cumplimiento de penas privativas de libertad»63. Esto
es, se condenaba al culpable a un castigo determinado y, en caso de
quebrantamiento, se le aplicaría el destierro. Es el caso de la sentencia
contra el soldado Joseph Ferreyra, quien es condenado a cuatro años de
destierro a Juan Fernández «sin q[u]e lo quebrante, so pena de q[u]e lo
cumplirá doblado en la misma ysla»64. En buenas cuentas, se pretende
asegurar el cumplimiento del castigo mediante la imposición de otra
pena de destierro más gravosa65.

Rumbo al aislamiento
Los viajes a la isla Juan Fernández eran bastante complejos por las
condiciones climáticas, las mareas y lo variable de su duración, pues
desde Valparaíso el trayecto podía demorar entre 9 y 12 días. También
era difícil contar con dotación para el barco «por que siempre navegan
con escasa gente»66. Asimismo, estaba el problema relativo a los víveres

62
«Causa criminal contra Manuel Herrera por la muerte de Francisco Díaz»
(Concepción, 1794), loc. cit., fj. 6.
63
Tomás y Valiente, 1969: 395.
64
«Francisco Javier Morales. Se condena a Joseph Ferreira, soldado de la compañía
del batallón de Infantería de este reyno, a cuatro años de destierro en la isla y
presidio de Juan Fernández» (1771), loc. cit., fj. 544.
65
Asimismo, el destierro podía tener el carácter de preventivo, en el sentido de
impedir que un determinado sujeto, considerado por el sistema como peligroso,
pudiese cometer otros delitos. En definitiva, con la finalidad de evitar un acto
atentatorio contra la seguridad y paz social, al presumible reincidente se lo
desterraba. No obstante estar este tipo de casos registrados en otras latitudes
del mundo hispanoamericano (Ruiz Astiz, 2011: 34), en los documentos con-
servados en los archivos nacionales chilenos, hasta ahora, no se ha encontrado
una situación similar. Por otra parte, el destierro para los indígenas, en general,
era solo por un número determinado de años, a pesar de la prohibición legal
que existió. Y más que significar una expulsión total, se trata de una reloca-
lización en sus márgenes que favorecen políticas de obras públicas o bien de
poblamiento: Garcés, 1996: 334.
66
«Juan Zilleruelo, apoderado del Navío el Carmen. Sobre pago de raciones adminis-
trativas a la tropa de la Isla de Juan Fernández (Valparaíso, 1790)», loc. cit., fj. 126.

459
Macarena Cordero Fernández

y raciones para la travesía, y que incluso llevó en un momento a orde-


nar que «no se les descuente a la tropa de su prest[ación], con título de
dietas, los pesos que se imbierten en d[ic]has raciones […] atendi[d]as
las cirscunstancias del corto sueldo que gozan los individuos de d[ic]
ha tropa, para sufrir estos descuentos»67. Es más, luego del terremo-
to de 1751, los habitantes de las islas, apoyados por su gobernador,
solicitaron que hubiese un barco que se dedicara exclusivamente a
transportar alimentos, puesto que la situación era sumamente precaria;
sugerencia que fue aceptada por el virrey, destinándose un barco «que
ha de [ha]ser dos viajes, precisamente en cada año, a las islas, para
abastecerlas de víveres y mudar los destacamentos de su guarnición»68.
A la tripulación, en todo caso, se le pagaba dos reales diarios, aunque se
excluía a «los oficiales y capellanes, por que gozando de unos sueldos
muchos mas aventajados que los soldados pueden satifacer el costo de
su manutenz[i]on como lo hacen en tierra»69.
Luego de días de navegación, lo que les esperaba en Juan Fernández
no era mucho mejor. Sabemos que la isla estaba habitada por soldados
y desterrados, pero, asimismo, tenemos noticias de artesanos, capellanes
y mujeres. No obstante, muchos de ellos regresaban al constatar, pasado
un tiempo, que la vida en dichas latitudes era muy precaria, tal como
lo recoge Jorge Chauca: «La isla principal contaba con una guarnición
de 50 hombres de infantería y dos artilleros en los años 1771 a 1773,
aunque se había mandado a poblar y pasaron algunas familias, tuvieron
que retirarse por la esterilidad de unos terrenos pedragosos, escarpados,
y producir solo cabras monteses y perros silvestres»70.
Al parecer, las condiciones eran duras para todos quienes habitaban
la isla. Y si bien en el caso de los soldados no se trataba de exclusión
forzada, muchos permanecían apartados de sus familias y amigos que
se encontraban en el continente. De ahí que los destacamentos fueran
enviados por pocos años y que sus relevos fueran relativamente frecuen-
tes. Más aún, quienes eran destinados a la isla también enfrentaban un

67
Ibidem.
68
«Relación que escribe el conde de Superunda, virrey del Perú, de los principales
sucesos de su gobierno de orden de S.M., comunicada por el excelentísimo señor
Marqués de la Ensenada, su secretario, del despacho universal, con fecha de 23
de agosto de 1751», Biblioteca Nacional, Manuscritos Medina, Ms. 3133, fjs.
274v-279, cit. en Chauca García, 2008: 103.
69
«Juan Zilleruelo, apoderado del Navío el Carmen […]» (Valparaíso, 1790), loc.
cit., fj. 125.
70
Chauca García, 2008: 111.

460
Destierro a la isla de Juan Fernández
a fines del siglo XVIII

serio problema económico, como el que presenta el capitán de infantería


Juan Ruis,

[…] q[u]e hal[l]andose nombrado para pasar con su comp[añí]


a q[u]e corresponde al destacam[en]to de la Ysla de Juan
Fernandes q[u]e corresponde relevar en d[ic]ha ysla, en el
presente año, p[ar]a cuya marcha con d[ic]ha comp[añí]a,
necesitando con respecto al destino prevensionar lo necesario
para su subsistencia en el t[iem]po de un año, a lo q[u]e no
pueden fraguar sus cortas facultades, se ha de servir V[uestra]
s[eñorí]a mandar se livren quatro meses de sueldo, p[ar]a el
expresado fin como tanvien, p[ar]a dejar a su dilatada familia
p[ar]a su mantesion71.

Para el capitán Ruis, el sentimiento de dejar a sus parientes por un


año debió ser el mismo que experimentaban los reos condenados, pues
todos ellos se encontraban alejados de su núcleo familiar y en condi-
ciones durísimas de vida. Aunque para Ruis era parte de su trabajo y,
por lo mismo, sus condiciones eran muy superiores a las de los reos, el
desgaste emocional que sufrió debió ser muy similar al de estos.
Tal es la situación también del capitán Luis Corail, del batallón de
infantería, quien en 1775 solicitaba su traslado luego de permanecer
tres años en la mentada isla, «teniendo esperimentado ser nosibo a su
salud aquel temperamento en los varios achaques que padece y desean-
do mudar y ver si con eso logra beneficio que desea»72. Nuevamente
se hace presente lo difícil de las condiciones de permanencia en aquel
lugar. El frío y la humedad, la alimentación precaria y las habitaciones
ligeras, más el alejamiento de todas las redes sociales, provocaba sin
duda estados de desesperación y enfermedad.
Más aún, la cotidianidad isleña debió ser bastante compleja, dado
que no solo se normó la conducta de los reos que cumplían sus penas
sino también los comportamientos «esperados» que debían tener los
soldados que allí permanecían. En efecto, los militares debían vivir en las
«sagradas leyes de la fe», respetando los sacramentos y demás normas
morales cristianas; medidas y códigos de conducta que la autoridad
tendió a reforzar como consecuencia de su recurrente incumplimiento,
71
«Juan Ruiz. Se le cancelan cuatro meses de sueldo con el fin de comprar víveres
por cuanto es trasladado a servir a Juan Fernández» (1773), ANH.CG, vol. 54,
fj. 304.
72
«Luis Corcul a nombre del capitán Pedro de Junco renuncia a su cargo de
gobernador de las islas Juan Fernández» (1775), ANH.CG, vol. 52, fj. 192.

461
Macarena Cordero Fernández

justamente como producto del aislamiento y lejanía de sus redes sociales


y familiares.
Frente a ello, la justicia debía hacer todo lo posible por mejorar
ciertas prácticas atentatorias contra el orden social impuesto. Por ejem-
plo, debido a que había pocas mujeres en la isla se requirió de manera
oficial «la presencia femenina», con la finalidad de evitar determinadas
conductas que atentaran contra el sacramento del matrimonio, princi-
palmente su carácter monogámico. De ahí que, por ejemplo, en 1772
la autoridad dispone que «se consignen algunas mugeres solteras, de
aquellas q[u]e en esa capital se hallan suxetas al tropiezo de las fragili-
dades a q[u]e les contituie la pobreza y miserable en q[u]e pecaminosa,
o indecorosa esten zometidas, y quando no, de las que se encuentren
en las recojidas, puestas en clausura»73. De esta forma, se cumplían
variados objetivos. Por una parte, aquellas mujeres que llevaban una
vida licenciosa la dejaban atrás, casándose con los hombres solteros
que habitaban la isla, convirtiéndose así en mujeres de bien. Y, por la
otra, se impedía que los hombres solteros tuviesen parejas esporádicas
y pusieran en entredicho la monogamia. Para cumplir aquello, ese año
se destinaron doce mujeres «solteras de incorregible vida» para viajar a
la isla. Con esto se puede reconocer que Juan Fernández tenía una vida
agitada tanto para los reos como para los que debían estar cumpliendo
actividades específicas, como los soldados, y que la institucionalidad
debía tener presente las zonas periféricas –de un territorio ya de por sí
periférico a nivel imperial– para normar e instalar las buenas costumbres
que se buscaba imperaran en la época.
Finalmente, en relación con el destierro y aislamiento en la isla
de Juan Fernández, es interesante mencionar cómo se van gestando
las relaciones de poder e influencia para sacar a los familiares de tan
penoso castigo, que por lo demás conlleva la deshonra antes referida.
Tal es el caso del cacique don Marcelo Neyculeb, de la reducción de San
José de la Mochita, quien mediante toda su influencia intentó librar del
tormento del destierro y aislamiento en Juan Fernández a un español
casado con una pariente suya de nombre Isabel. Las motivaciones que
expuso apuntaban a que, con la ausencia de su marido, Isabel y su hijo
habían tenido que padecer grandes necesidades y trabajos para sobre-
vivir. De ahí que el cacique clamara para que la autoridad «se digne
mandar suspender el destierro al exprezado Guillermo, condonandole

73
«José Gomez. Soldado. Envío de mujeres para las tropas de J. Fernández. Oficios
dirigidos al gobernador de J. Fernández» (1774), ANH.CG, vol. 865, fj. 90v.

462
Destierro a la isla de Juan Fernández
a fines del siglo XVIII

parte del tiempo q[u]e le restase de destierro p[ar]a q[u]e regrese a su


casa» y así provea a su familia de lo necesario para vivir74.

A modo de conclusión
La dureza de las penas aplicadas en el Antiguo Régimen dice
relación ciertamente con el interés de la monarquía por disciplinar y
civilizar a la población colonial; y, más aún, disuadir a los diversos su-
jetos de delinquir y producir desórdenes públicos. No obstante, ello no
fue del todo logrado: la criminalidad continuó pese a que en estudios
comparativos, tanto en Chile como en otras zonas, al parecer habría
bajado la tasa de delitos.
Asimismo, en los hechos, la pretensión de la Corona de monopo-
lizar la violencia y la resolución de conflictos no alcanzó a concretarse
del todo, debido a que la población, aún bien entrado el siglo XIX,
siguió con la intención de hacer justicia privada, motivo por el cual los
transgresores, delincuentes o marginales continuaron con sus prácticas,
las que los identificaban como una subcultura al interior de la cultura
dominante75.
Seguidamente, la pena de destierro fue habitual, aunque no la más
severa. Sin embargo, el destierro implicaba la disolución de la vida del
condenado, pues significaba el abandono de la familia, del lugar de
trabajo y de las redes de conocidos. También comportaba vergüenza,
dado que todos los vecinos sabían que un determinado sujeto había
sido forzado a migrar por sus prácticas atentatorias contra el orden
y, a pesar que pasara el tiempo, todos recordarían que determinado
individuo de la comunidad había sido desterrado.
Con todo, pese a que el sistema intentaba aislar a la persona para
impedir desórdenes, al desterrar y alejar al transgresor de sus redes fami-
liares, de ayuda y de trabajo se estaba estimulando, a su vez, a la formación
de grupos marginales que tarde o temprano delinquirían para subsistir76.
En buenas cuentas, se destinaba a estos sujetos a un espacio donde «un
sistema de representaciones y prácticas sociales […] tienen a la transgresión

74
«Marcelo Neyculeb, cacique de la reducción de San José de la Mochita. Pide
levantar destierro a su yerno de la isla de Juan Fernández» (Santiago, 1772),
ANH.CG, vol. 103, fj. 97.
75
Undurraga Schüler, 2012.
76
Bazán, 1999: 43.

463
Macarena Cordero Fernández

normativa como pauta identificatoria»77. Más aún, los infractores se de-


finirán en contraposición al orden social legal que se pretendía imponer.
Se trata, entonces, de otros mecanismos de marginación, punición
e intrusión que se originan con el dispositivo judicial, los cuales al
pretender aislar y eliminar a quien vulnera las normas no hacen más
que generar una mayor delincuencia y transgresiones de los mismos
desterrados, los nuevos marginados.

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General: vols. 3, 52, 54, 103, 363, 420, 865.
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467
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica:
La variante chilena en el
tráfico de rapanui a Perú, 1861-1864*

Milton Godoy Orellana

«De los isleños repatriados sobrevive uno que otro en el país, i han
inculcado tal odiosidad a los hijos del Perú, que no tienen estas gentes
mayores enemigos», narró a inicios de 1870 el marino chileno Ignacio
Gana al corresponsal de El Faro Militar, aludiendo a la exclusiva res-
ponsabilidad que en Rapa Nui se endilgaba a los peruanos en el tráfico
de mano de obra1. Gana, al igual que muchos de sus contemporáneos,
limitaba el problema al destino final de los polinésicos, no refiriendo
a los esclavistas que fueron sus captores y vendedores, conformados
estos por un variopinto grupo de capitanes y comerciantes peruanos,
españoles y chilenos que se beneficiaron de tan cuestionado tráfico.
El tema concitó la atención internacional y significó una importante
discusión en torno a la injusticia e invalidez de una práctica que estaba
en franca confrontación con las características asignadas al proceso de
modernización en que se encontraban las sociedades chilena y peruana,
contraviniendo los tratados internacionales firmados por Chile para
prohibir y castigar la esclavitud.

*
La finalización de este artículo fue posible gracias a una estadía postdoctoral en el
Centre de Recherches Historiques de l’Ouest, Rennes (UMR 6258), laboratorio
del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) de Francia, realizada
en el segundo semestre del período 2013/2014, y ha contado con financiamiento
del proyecto NTI 2014 de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
Mis agradecimientos a Grant McCall, José Miguel Ramírez, Jimena Obregón,
Ernesto Bohoslavsky, Leopoldo Benavides, Marco Murúa, Antonio Coello, Juan
Carlos Yáñez, Luc Capdevila y Marco Feeley, quienes contribuyeron de diversas
maneras a la realización de este trabajo, aunque la responsabilidad final me
pertenece.
1
«Comunicación hecha por Ignacio Gana a bordo de la corbeta O’Higgins» (15
de febrero de 1870), El Faro Militar (Santiago), 23 de octubre de 1870.

469
Milton Godoy Orellana

En efecto, la captura y traslado forzoso de un importante número


de rapanui a Perú provocó un severo impacto en la población isleña y
una consecuente discusión acerca de su alcance e implicancias en Perú
y Chile, países que en grados diferentes enfrentaban un proceso de mo-
dernización, pero con importantes rémoras de las estructuras sociales
de su pasado colonial.
Un tema tan gravitante, como el origen de la mano de obra emplea-
da en el Perú durante el siglo XIX, no ha sido ajeno a la producción his-
toriográfica de ese país, que se ha centrado en el estudio de la esclavitud
afroamericana2 y china; esta última con esa particular condición que fue
definida por Humberto Rodríguez como «semi-esclavitud a contrato»3.
En tanto, para el caso de las migraciones polinésicas destacan, entre
otros, los trabajos de Grant McCall y Henry Maude, quienes analizan
rutas, participantes y el impacto sobre las sociedades esclavizadas4.
Ambos autores conciben entre los implicados en el tráfico de poliné-
sicos un universo más amplio que el de los empresarios y hacendados
peruanos. En el caso de McCall, este autor establece que marinos y
capitanes de muchas naciones, entre ellos chilenos, participaron en el
tráfico, aunque sin profundizar en su origen5. Por su parte, Maude sí
identifica al comerciante chileno José Tomás Ramos Font enviando
un barco a las islas, aunque sin hacerlo extensivo a otros empresarios
chilenos comprometidos en este tráfico6. Ambas aproximaciones son
acertadas, si bien incompletas, en tanto el problema no fue marginal, ni
se limitó a unos cuantos capitanes y su tripulación, sino que compro-
metió a «empresarios» chilenos en una magnitud y calidad importante
y, hasta ahora, escasamente conocida.

2
Aguirre, 1993 y 2005; Saponara, 2005; AA.VV, 2010.
3
Rodríguez Pastor, 2000: 37. Este tema es intensamente abordado por diversos
autores, para el efecto ver Méndez, 1987: 9; Rodríguez Pastor, 1989 y 2000;
Trazegnies, 1994.
4
McCall, 1976; Maude, 1981.
5
McCall, 1976: 95.
6
Maude, 1981: 88; Castro de Mendoza, 1980, I: 254.

470
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

El tráfico de «colonos» en Perú


El tráfico se desencadenó en el contexto de la intensificación del
liberalismo y nacionalismo económico peruano, construido –en el decir
de William Mathew– con «una base bastante estrecha» y que en los años
estudiados inició la tercera fase del ciclo guanero (1861-1869)7. Dicha
fase, se inicia a comienzos de 1862 con el relevo de la casa Gibbs como
exportadora y comercializadora del guano peruano, que deja paso a
representantes de la oligarquía local en el control del lucrativo negocio,
en un período en que fue recurrente el discurso sobre la carencia de
mano de obra para las covaderas del sur y los cañaverales del centro
y norte del Perú.
Los estudios dedicados al período del guano coinciden en califi-
carlo como «un monopolio sin costos de producción»8, en tanto no
requirió de una tecnología compleja, tampoco de un nivel de inversión
e infraestructura importante, y menos de mano de obra especializada.
La extracción configuró una cadena de mercancía simple, basada en
la consignación a comerciantes para excavar el guano, ensacarlo, car-
garlo en los barcos y conducirlo a los mercados internacionales; todo
a cambio de un adelanto en dinero para el gobierno peruano que era
dueño de los depósitos9. En este escenario, se provocó mayor demanda
de trabajadores para las covaderas y haciendas, donde la necesidad de
contingente laboral recrudeció debido a las bajas provocadas por la
manumisión de los esclavos negros y el fin del tributo indígena en 1854,
sumados a la resistencia a proletarizarse por parte de los campesinos
comunitarios10. En el proceso también existen otros elementos conco-
mitantes, tales como el resurgimiento de la agricultura del algodón y
la caña de azúcar de la costa, por efecto de los capitales que aportó la
explotación del guano.
A fines del siglo XIX, Alejandro Garland planteó que el año 1861
fue el inicio de una nueva época para la agricultura peruana –en especial
la azucarera– debido al mayor acceso crediticio, reforma de ingenios,
inserción de maquinarias y el aumento de las haciendas dedicadas a
este cultivo11. Por cierto, a estos factores internos se sumó el aumento
de la demanda provocada por la Guerra de Secesión norteamericana
7
Mathew, 2009: 248.
8
Mücke, 2010: 38.
9
Miller, 2011: 122.
10
Méndez, 1987: 9.
11
Garland, 1895: 11.

471
Milton Godoy Orellana

(1861-1865) que entre otros efectos incidió en el boom de las proce-


sadoras de algodón británicas12, impactando sobre la demanda de este
producto a niveles tales que el período se conoce como «la hambruna
de algodón»13. Esta alza en la demanda y en el precio, provocó que este
producto alcanzara –como escribió Carl Marx– «precios casi inauditos
desde hacía casi cien años»14. Por esta razón, el alza generó un aumento
de su demanda global, estimulando la producción de algodón en las
más diversas regiones del mundo, aumentando la oferta proveniente
del mar del sur, donde el producto vivió sus días de esplendor tanto en
Fidji como en Australia15, al igual que el aumento de la producción en
Latinoamérica, desde México a Perú. En este último, entre las escasas
estadísticas existentes para dimensionar su importancia en el período, el
trabajo de Cisneros destacaba su «lisongero porvenir» y cuánto se había
desarrollado «en estos últimos años» con relación a otros productos
agrícolas que denominaba los «antiguos ramos»; los que en 1865 se
traducían en 4,07 millones de la antigua moneda española, mientras que
ese mismo año el algodón reportó 4,17 millones, alcanzando el 50,6%
del total de las exportaciones agroganaderas del Perú16.
El conjunto de hechos presentados impulsó a explotadores de cova-
deras y hacendados a obtener mano de obra barata, local o extranjera,
usando diferentes vías para suplir la demanda. Probablemente, esta
necesidad y la presión política hicieron que se derogara el decreto de
1856, que terminó con el contrato y traslado de chinos, para reponer
la introducción de asiáticos mediante la ley del 14 de mayo de 186117.
En este mismo contexto, se permitió el reclutamiento de trabajadores
en Polinesia, concediéndose licencia en abril de 1862 al irlandés Joseph
Charles Byrne para introducir a Perú «colonos» de ambos sexos desde
las islas del Suroeste del Pacífico y destinarlos al trabajo de la agricultura
y servicio doméstico18.
La citada licencia fue el inicio de una breve –pero febril– vorágine
esclavista en Perú, que atrajo a decenas de empresarios, capitanes y
12
Klaren, 1976: 43; Bayly, 2010: 171.
13
Hunt, 2011: 92.
14
Marx, 2007 [1867]: 141.
15
Oliver, 1952: 109.
16
Este autor incluyó entre los nuevos productos de exportación el algodón y la
cochinilla, que en 1865 representaba un marginal 0,1% del total: Cisneros,
1866: 18.
17
Garland, 1895: 10.
18
Pedro Bandini y Jordán, «Razón de las licencias concedidas para introducir
colonos de Polinesia», El Peruano (Lima), 31 de octubre de 1862.

472
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

marineros de naciones diversas para involucrarse en el lucrativo negocio


de conducir polinésicos a diversos puertos peruanos. El intempestivo
tráfago desatado en pocos meses produjo hundimientos y pérdidas,
destacándose el caso del joven Miguel Grau, quien a los 28 años capi-
taneaba el Apurímac, el cual resultó hundido en la isla de Manahiki19.
Si bien se alude a los dueños de covaderas como compradores de
«colonos», según la investigación realizada por Cecilia Méndez no
existen registros documentales de la presencia de trabajadores con este
origen en la islas Chinchas, remitiéndose los productores al reclutamien-
to de un escaso número de trabajadores enganchados, chinos y esclavos
negros hasta 1854; después de esta fecha y hasta 1874 la provisión sería
de trabajadores chinos y presidiarios20.
La virtual inexistencia de polinésicos en el trabajo de las covade-
ras es un aspecto que reviste cierto consenso entre los investigadores
dedicados al tema21, aunque la falacia persistió entre algunos autores
y misioneros de aquella época, quienes afirmaron que el destino de
la mano de obra polinésica fue las covaderas de las islas Chinchas o
las minas del continente; percepción que se ha perpetuado en algunos
autores actuales, quienes realizan vívidas descripciones que carecen de
fundamento documental22. La base de estas elucubraciones fue el per-
miso otorgado a Andrés Calderón en septiembre de 1862 para conducir
polinésicos a las islas Chinchas, proyecto que no fructificó –según Henry
Maude– y que terminó por reconducir a aquellos migrantes hacia las
labores ya destacadas23. Este es un hecho corroborado por documentos
oficiales y por la prensa limeña de la época, que presentaba las ofertas
de «ventas» de polinésicos para la agricultura y el servicio doméstico24.
19
En una carta enviada dos días después del naufragio, el capitán Grau solicitaba
al misionero del pueblo que le guardara «[…] todos los restos, tanto de víveres
como palos del bergantín Apurimac y goleta Manuelita Costas, hasta que yo
regrese o mande alguna orden para que sean entregados, sin cuya orden no
debe entregarse nada a nadie. Humphrey, noviembre 14 de 1862. Miguel Grau
[Firma]», Letters in Spanish, SOASL.ASC, CWM/LMS/South Seas/Incoming
correspondence/ Box 29. Ver también Maude, 1981: 45.
20
Méndez, 1987: 9.
21
Rodríguez Pastor, 1987: 69.
22
Lin Chou, 2004: 161.
23
Maude, 1981: 135-136.
24
Se puede ver, por ejemplo, la documentación del puerto del Callao que con-
firma la llegada de las naves General Prim y Trujillo trayendo polinésicos «de
construcción sana y robusta para el trabajo de la agricultura» (El Callao, 21 de
enero de 1863), en «Libro de entrada de buques al Callao», AHMP, vol. 139,
s/f. También en El Comercio (Lima), 20 de abril de 1863.

473
Milton Godoy Orellana

No obstante, en ambos casos, el uso de diversas formas coercitivas


para su obtención fue un lugar común en las estrategias de aprovi-
sionamiento de trabajadores, principalmente porque, como señaló
Manuel Saponara, los hacendados y la burguesía surgida del guano
eran esclavistas25.

La variante chilena en el tráfico


El problema polinésico está asociado a la competencia por pro-
veerse de mano de obra tanto para las covaderas como para el mundo
hacendal, aumentando la necesidad por captarla desde diferentes puntos,
lo que llevó a los hacendados a apelar a los trabajadores polinésicos,
conocidos como Canacas; denominación que en Perú y Chile aludía a
«individuos de raza amarilla» 26 y que –particularmente en este último–
Lenz la consideraba una «voz importada de Oceanía» y usada como un
término despreciativo para los chinos27. La expresión, en todo caso, se
hizo cotidiana en Sudamérica para referirse a los polinésicos trasladados
a trabajar en Perú. Para estos últimos, en tanto, todo aquel que hablara
castellano –como afirmó el capitán del Latouche Treville– «no es mas
que hispaniola»28. Probablemente, sí eran diferenciados los peruanos,
quienes representaban, especialmente para los rapanui, la memoria más
terrible debido al período de permanencia en Perú, cuya experiencia se
resume en los recuerdos de un isleño de avanzada edad conocido como
Pakomio Maori Ure Kino, de quien se conserva una fotografía tomada
en 1886 por el contador William J. Thomson cuando recaló en la isla el
buque Mohican de la marina norteamericana (Fig. 1)29. A fines del siglo
XIX, era el único sobreviviente de los retornados y –según Thomson–
era «elocuente en la descripción del tratamiento bárbaro recibido de
manos de los peruanos»30.

25
Saponara, 2005: 218.
26
Morínigo, 1966: 120.
27
Lenz, 1979: 171.
28
«Aviso del vapor Latouche Treville, Rada de Papeete, 22 de febrero de 1863»,
Le Messager de Taiti (Papeete), 26 de febrero de 1863; una reproducción de
este documento en El Comercio (Lima), 1º de mayo de 1863.
29
Cooke, 1899: 712.
30
Thomson, 1891: 461.

474
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

Figura 1
Un retornado entre los suyos: Pakomio Maori Ure Kino

El hombre de pie con sus manos tomadas, que viste camisa oscura y sin sombrero,
es Pakomio Maori Ure Kino, uno de los rapanui sobrevivientes del tráfico, foto-
grafiado a inicios del siglo XX (William J. Thomson, 1866, Plate XIV, Smithsonian
Institution. Gentileza del Museo Sebastián Englert, Rapanui).

La memoria de los isleños retornados del continente se limitaba


a recordar el lugar de sus padecimientos y a responsabilizar a sus ha-
bitantes por su negativa experiencia. No obstante, el problema de la
esclavitud encubierta de los polinésicos «donde el Estado peruano tuvo
una responsabilidad principal» contó con un espectro más amplio de
comerciantes, capitanes y tripulaciones de nacionalidades diversas que
actuaron con engaño, dolo y fuerza para capturar y trasladar isleños
a cambio del pago efectuado por quienes contrataban el viaje o por la
venta directa en los puertos peruanos.
En términos historiográficos, el tráfico aludido ha sido principal-
mente estudiado en el ámbito peruano, desconociéndose importantes
aspectos y alcances que la práctica tuvo en Chile, donde estuvieron
comprometidos conspicuos personajes de la sociedad nacional así como
comerciantes y capitanes de navíos que enfrentaron el cuestionamiento
de la prensa, las autoridades nacionales y sus representantes consulares
en Lima.

475
Milton Godoy Orellana

Los rumores acerca de la participación de barcos con bandera chi-


lena en el tráfico de polinésicos se consolidaron con la comunicación
oficial que William Taylor Thomson, embajador de Gran Bretaña, hi-
ciera llegar a las autoridades avisando que el barco con bandera chilena
David Thomas había extraído alrededor de 200 «habitantes incultos»
de la Isla Perhym (9°S/158ºO) para venderlos en el Callao por 50.000
pesos31. Pese a esta información diplomática, un mes después el capitán
Reid –a cargo del barco británico HMS Naiad– informaba desde este
mismo puerto que ningún barco de los comprometidos en el tráfico
usaba la bandera chilena, aunque hubo de desdecirse unos días más
tarde al haber detectado la presencia del Bella Margarita enarbolando
dicho pabellón32. Por lo demás, unos meses antes –en diciembre de
1862– Edouard Drouyn de L’Huys, ministro de Relaciones Exteriores de
Francia (1862-1866), escribía que Edmundo de Lesseps, representante de
su país en Perú, le había informado sobre la reciente entrega de nuevas
licencias a navíos peruanos y chilenos para continuar realizando viajes
a Polinesia en busca de sus habitantes33.
Frente a esta innegable participación, entonces, cabe preguntarse:
¿cuál fue el nivel de implicancia que en este tráfico tuvieron los comer-
ciantes chilenos?, ¿quienes fueron los que participaron enviando naves
o arrendándolas? Un hecho que permite dimensionar la magnitud de la
presencia de comerciantes y armadores de esa nacionalidad es que en
los años más álgidos del tráfico la marina mercante chilena disminuyó
ostensiblemente su tonelaje debido al cambio de bandera para participar
en expediciones esclavistas34. De la misma manera, algunos capitanes
se dirigieron al Callao para arrendar sus naves a los empresarios inte-
resados en la captura, existiendo un importante número de barcos con
esta bandera en aquel puerto peruano para el año 1862, como consta
en el registro mensual de las naves de más de 150 toneladas que debían

31
William Taylor Thomson, «Legación Británica» (Santiago, 10 de octubre de
1862), AHMRECh, vol. 24, fj. 45.
32
Polynesian of Honolulu (Honolulu), 14 de marzo de 1863.
33
Edouard Drouyn de L’Huys, «Arrestation de navires peruviens opérant des
recrutements dans les île d’Océania fournises au protectorat de la France, 1862-
1868» (Paris, 11 de diciembre de 1862), ANOM, Caja 42, documento 698, s/f.
(Al igual que en el resto de las citas documentales provenientes de este archivo,
la traducción es mía).
34
Véliz, 1961: 147 y 151.

476
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

cancelar derechos ante el cónsul Tiburcio Cantuarias, según lo estipulaba


la legislación chilena desde 186035.
Más allá de las eventuales implicancias judiciales de esta práctica –
que en Chile, aparentemente, no las hubo–, el problema que plantea esta
flagrante esclavitud denota los desajustes de una sociedad tradicional
que transita a la modernización, toda vez que las contradicciones de la
sociedad chilena de la década de los sesenta se manifiestan, justamente,
en la figura de algunos prohombres de la elite y activos comerciantes que
participaron con diferente intensidad en la trata de esclavos polinésicos.

«Tráfico de esclavos bajo bandera chilena»36


Con este título se presentó uno de los primeros indicios públicos
de la negativa respuesta en Chile al aviso de la diplomacia francesa. El
artículo, que habría sido publicado por Benjamín Vicuña Mackenna,
daba cuenta que llevar canacas a Perú tenía su antecedente en la arrai-
gada costumbre de mantener durante meses a polinésicos extrayendo
conchaperla en las islas vecinas; razón por la cual, al ser embarcados,
los isleños pensaban que estas incursiones esclavistas tenían similares
características. La realidad presentada por Vicuña era absolutamente
diferente, puesto que «en lugar de esto sufren el horrible engaño de
una separación perpetua de sus familias y de sus hogares paternos para
satisfacer la codicia de unos especuladores inhumanos», haciéndoles
firmar contratos que no entendían y le eran explicados por marineros
desertores de barcos balleneros que vivían entre los isleños y servían
de intérpretes, pareciéndoles «casi tan ignorantes del idioma como los
mismos capitanes de los buques, y firmarían cualquier papel por una
botella de aguardiente»37. Un acto formal que –cuando existió– solo
buscaba dar visos de legalidad para mostrar un acatamiento nominal
de los decretos del gobierno peruano.
En Chile, la respuesta más rotunda vino de Marcos Maturana,
ministro de Guerra y Marina (1862-1865)38, quien, consultado por el
ministro de Relaciones Exteriores Manuel Antonio Tocornal, estableció
35
«Registro de naves de más de 150 toneladas ingresadas a Perú en 1862» (El
Callao, Febrero de 1863), ANH.MRE, vol. 117, fj. 584.
36
El Mercurio de Valparaíso (Valparaíso), 23 de diciembre de 1862. Aunque
anónimo, este artículo se atribuye a Benjamín Vicuña Mackenna: Benelli, 1940:
102.
37
El Mercurio de Valparaíso (Valparaíso), 25 de diciembre de 1862.
38
Figueroa, 1931: 229.

477
Milton Godoy Orellana

que quienes transportaran polinésicos violaban las leyes que regían el


tráfico de pasajeros y las que regulaban el uso del pabellón chileno –
país que le habría concedido la patente–, puesto que «en sacar por la
fuerza y el engaño a los pacíficos habitantes de las islas de Polinesia y
transportarlos contra su voluntad a países extranjeros, sea cual fuere
el nombre de colonos o esclavos, comete actos que importan una trata
de esclavos simulada pero efectiva»39. La larga disquisición jurídica de
Maturana le llevó a invocar la legislación nacional, especialmente la ley
de octubre de 1842 que sancionaba el tráfico de esclavos, sugiriendo
además el envío de un barco de guerra chileno para hacer efectiva la
prohibición, «cuya presencia solo en las aguas del Perú impediría el
tráfico»40.

¿Empresarios esclavistas?
El primer caso –y que posee mayores evidencias documentales– es
el de José Tomás Ramos Font, sobre quien se han realizado dos estu-
dios que refieren marginalmente a la dedicación de este comerciante al
«traslado de colonos» polinésicos, centrándose más bien en el extenso
número de inversiones y propiedades que poseía y los lucrativos nego-
cios que realizó, al mismo tiempo que soslayando su participación en
«esta suerte de tráfico humano», como eufemísticamente le denominó
Juan Eduardo Vargas41. Esta participación en el tráfico decimonónico
fue parte de las grandes contradicciones de este comerciante, pues era
bisnieto por línea materna de una esclava africana42.
Desde su oficina en Santiago, Ramos Font diversificó su accionar
económico en diferentes rubros, entre los que incluyó las inversiones
en transporte, donde ya en 1856 había concentrado un importante
número de barcos de su propiedad que circulaban por el Pacífico y el
Atlántico. Sus cinco naves desplazaron ese año un total de 1.562 to-
neladas y al año siguiente se les sumó un buque construido en Nueva
York. Esta importante flota se complementaba con una red mercantil
que contaba con oficina central en Santiago y una casa comercial en

39
Marco Maturana, «Respuesta al ministro de Relaciones Exteriores» (Santiago,
15 de mayo de1863), ANH.MM, vol. 928, s/f.
40
Ibidem.
41
Vargas Cariola, 1988; Vargas Cariola y Martínez Rodríguez, 1982: 355-392.
42
Espinosa Moraga, 1984: 69-76.

478
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

Valparaíso, bodegas y astilleros en Constitución43, además de una serie


de representantes en importantes puertos del Pacífico y el Atlántico.
Como parte de sus negocios, entre las propiedades de Ramos se
incluían dos haciendas dedicadas al cultivo de la caña de azúcar en
Perú –Pátapo y Tulipe–, ambas en el departamento de Lambayeque,
provincia de Chiclayo, y que había adquirido hacia 1830 (Figs. 2 y
3)44. Sin ir más lejos, esta inversión le permitió ingresar en un negocio,
como el azucarero, que a fines de siglo representaría más del 67% de
una fortuna personal de poco más de cuatro millones de pesos, que no
difería sustancialmente de la que poseía en 1882 cuando estaba con-
siderado entre las diez personas más ricas de Chile45. Para efectos de
nuestro trabajo, conviene destacar que las plantaciones de José Tomás
Ramos fueron enfrentando una importante carencia de mano de obra,
obligándole a generar –al igual que otros dueños– nuevas estrategias
para solucionar el problema, variando desde la consabida utilización
de culies46 semiesclavizados hasta trabajadores asalariados trasladados
desde Chile, además de incorporar nativos de Polinesia.

43
Maino Prado, 1996: 131.
44
Paz Soldán, 1877. Las dos haciendas azucareras habían sido adquiridas por un
total de 120 mil pesos: Figueroa, 1931: 606.
45
Vargas Cariola, 1988: 253; Benjamín Vicuña Mackenna, «Tráfico de esclavos
bajo bandera chilena», El Mercurio de Valparaíso (Valparaíso), 26 de abril de
1882.
46
«Del inglés coolie, y este del hindi kul». En la India, China y otros países de
Oriente, trabajador o criado indígena»: Real Academia Española, 1956: 400.
En Perú refería a trabajadores chinos en condiciones laborales de esclavitud que
fueron traídos desde Asia, desde 1849, como mano de obra barata: Contreras
y Cueto, 1999: 115-116.

479
Milton Godoy Orellana

Figura 2
«Vista a vuelo de pájaro. Hacienda de Pátapo,
20 de diciembre de 1870»

En primer plano, se observan las bodegas, administración y hornos de una de las


haciendas de José Tomas Ramos Font. Más atrás, las rancherías de los chinos y
campos de cultivo (Gentileza del Archivo Fotográfico, Museo Histórico Nacional,
Santiago de Chile).

Figura 3
«Rancherías de chinos. Hacienda de Pátapo, 20 de diciembre de 1870»

Gentileza del Archivo Fotográfico, Museo Histórico Nacional, Santiago de Chile.

480
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

En el caso de los culies, Ramos había creado en Valparaíso una


sociedad con Francisco Sievert y Guillermo Rominot para comerciar en
Cantón y Hong-Kong; además, había comisionado a Sievert para que
se dirigiera a Manila y China, arribando allí en agosto de 1854. En el
lugar compró la fragata Amelia e «inició los pasos para preparar sus
comisiones», que –como constató Vargas– consistían, precisamente, en
traer trabajadores para sus haciendas azucareras47. Aunque se desconoce
el número total de culies que trajo, sabido es que en 1860 su socio José
Manuel Urmeneta vendió 16 de ellos en Lima y que parte resultante
de esta expedición fue el grupo de 10 trabajadores chinos que Vicuña
Mackenna dice haber visto en la misma época en Quillota48, hecho
que calificó como «una esclavatura positiva que las leyes chilenas no
autorizan»49.
Durante la década de los sesenta, la migración laboral en busca de
mejores condiciones salariales fue una constante en Chile continental,
transformándose para sus detractores en un impedimento para el progre-
so del país y el que, a su juicio, se habría transformado en «una especie
de China o Japón de donde se puede arriar manadas de hombres a que
sufran un sinnúmero de privaciones»50. De esta forma, la migración se
presentaba –en el decir de Julio Pinto– como una suerte de «esclavitud
inconsciente», atada además al argumento que victimizaba al traba-
jador migrante, en circunstancias que Pinto lo consideraba un hecho
consciente basado eminentemente en motivos económicos51.
Para efectos del presente estudio, es posible constatar que, si bien
es cierto el traslado de trabajadores chilenos a Perú fue voluntario, la
coerción para la permanencia fue manifiesta si consideramos dos textos
recogidos en El Mercurio de Valparaíso en marzo de 1862, que infor-
maban de la desmedrada situación vivida por trabajadores chilenos en
la hacienda de Pátapo –propiedad de Ramos, en sociedad con «Solf y
Cía.»–, donde los trabajadores se encontrarían en total abandono52.
Es más, en una carta al mismo periódico, Edmundo Solf denunció que

47
«Convenio José Tomas Ramos, Francisco Sieverts y otro» (Valparaíso, 30 de
octubre de 1871), ANA.NV, vol. 166, fjs. 479v-480v; Vargas, 1931: 105.
48
Segall, 1968: 119.
49
Vicuña Mackenna, 1856: 9.
50
El Mercurio de Valparaíso (Valparaíso, 21 de junio de 1871), cit. en Pinto
Vallejos, 1997: 39.
51
Ibidem.
52
«Emigrados chilenos», El Mercurio de Valparaíso (Valparaíso), 4 de marzo de
1862.

481
Milton Godoy Orellana

la «evasión» de los trabajadores se habría originado en que fueron


instigados al amotinamiento por parte de otros trabajadores chilenos,
quienes abandonaron sus labores «saliéndose clandestinamente a la
media noche» para dirigirse a Chiclayo, localidad en que requerían la
protección del consulado regentado por el ya señalado Solf53. Salta a
la vista, pues, la tensión existente en la zona, donde el representante
diplomático que presentaba las justificaciones sobre estos trabajadores
ante el Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile era el mismo socio
de Ramos y cónsul chileno en Lambayeque, cargo que ejerció entre
junio de 1856 y enero de 1866, cuando se le solicitó la renuncia54. No
debe extrañar, entonces, la parcial opinión de Solf, para la cual los tra-
bajadores permanecían «sin novedad y contentos», en lo que consideró
una situación de inmejorable calidad55. Afirmaciones evidentemente
contradictorias con la información que representantes de la legación
chilena en Lima hacían acerca de la paupérrima condición en que nu-
merosos trabajadores llegaban al Callao, «en un estado de pobreza y
postración lastimoso»56.
Los reclamos se intensificaron hasta que Solf recibió una recon-
vención desde el gobierno chileno, debido a la nula intervención del
cónsul frente al incumplimiento de contratos, alimentación insuficiente,
enfermedades y la «mortandad notable» de trabajadores chilenos en
su jurisdicción, principalmente en la hacienda de Pátapo ya citada.
Aparentemente, las autoridades chilenas desconocían la dualidad de
funciones del cónsul –que actuaba como juez y parte interesada–, orde-
nándole que, aún considerando las exageraciones que «recargan estas
reclamaciones», la gravedad del asunto ameritaba su intervención en
defensa de los intereses del país que representaba57.
Frente a la fallida experiencia de contar con trabajadores chilenos
para sus haciendas, Ramos buscó proveerse de mano de obra barata,
recibiendo permiso para conducir polinésicos a Perú el 30 de septiembre

53
«Peones chilenos en Lambayeque», El Mercurio de Valparaíso (Valparaíso), 11
de marzo de 1862.
54
«Al cónsul de Chile en Lambayeque» (Lima, 28 de enero de 1866), AHMRECh,
vol. 64, fj. 340.
55
«Edmundo Solf al señor Ministro Encargado de Negocios de Chile en Lima»
(Chiclayo, 6 de abril de 1862), AHMRECh, vol. 58, s/f.
56
Juan Herrera, «Correspondencia desde Perú» (Lima, 26 de junio de 1862),
AHMRECh, vol. 58, s/f.
57
«Al cónsul de Chile en Lambayeque» (Lima, 18 de julio de 1862), AHMRECh,
vol. 64, s/f.

482
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

de 186258, bajo la eufemística figura jurídica de «licencia para introducir


colonos» de las islas del Pacífico59. Sobre la base de esta autorización,
el empresario realizó un número indeterminado de viajes, de los cuales
quedó registro solo de dos que retornaron de Polinesia cuando se estaba
aplicando la prohibición, ocasionándole problemas con las autorida-
des peruanas. A Henry Maude le resultaba dudoso que este personaje
supiera del problema que se estaba suscitando con el tráfico hacia fines
de 1862, aunque es posible afirmar, acorde con la documentación ana-
lizada, que es evidente que Ramos conocía los hechos de sobremanera,
dado el contacto que significaba el cónsul Solf, además de su propio
conocimiento de la realidad peruana y la participación de otros barcos
enviados con antelación a Polinesia por él mismo.
En efecto, en diciembre de ese mismo año Ramos dirigía desde
las oficinas de Santiago y Valparaíso los negocios que poseía en Perú
y, como señaló el cónsul Cantuarias, había «despachado allí varios
buques», entre los que menciona el bergantín Ellen Elizabeth con des-
tino a las mismas islas de Oceanía y Polinesia a cargar conchas «y muy
especialmente colonos para una hacienda que tiene en Lambayeque»60.
Las huellas de otros barcos que Ramos poseía o los arriendos que
eventualmente hizo con este fin, no están refrendadas documental-
mente. Solo se tiene registro de dos naves que operaron a su servicio.
La primera, conocida como Urmeneta y Ramos, era una barca de 185
toneladas que hasta 1862 realizaba principalmente cabotaje en Perú en
copropiedad con José Manuel Urmeneta –quien, por lo demás, ejerció
como cónsul y agente comercial de Chile en Lima entre septiembre
de 1859 y diciembre de 186161. Esta fue una de las naves que Ramos
comisionó para el tráfico, realizando a lo menos un viaje que arribó
al Callao el 17 de julio de 1863 con 31 rapanui, quienes no pudieron
descender debido a la condena que se estaba realizando a este tráfico
en ese momento.
58
Como reconoció en el citado juicio el abogado de Ramos: «Cesar Maass por
Don José Tomás Ramos» (Valparaíso, 30 de julio de 1864), ANH.JV, leg. 403,
pza. 5, s/f. Cabe consignar que en el juicio se escribe el apellido del abogado
como Mass y Maass, siendo de mayor frecuencia este último, por lo que se ha
conservado esta grafía.
59
Pedro Bandini y Jordán, «Razón de las licencias concedidas para introducir
colonos de Polinesia», El peruano (Lima), 31 de octubre de 1862.
60
«Tiburcio Cantuarias al Ministro de Relaciones Exteriores de Chile» (Callao,
5 de diciembre de 1862), ANH.MRE, vol. 115, s/f.
61
«Cancelación del exequátur de José Manuel Urmeneta» (Lima, 16 de diciembre
de 1861), AHMRECh, Fondo Perú, vol. 54, fj. 69; Paz Soldán, 1862: 83.

483
Milton Godoy Orellana

No obstante, del Ellen Elizabeth sí existe un mejor registro a través


de un «Contrato de fletamento» firmado en Valparaíso el 23 de octubre
de 1862 entre el capitán Federico Müller y José Tomás Ramos, para
que el primero trasladara hasta San José de Lambayeque a «colonos
o agricultores» de las islas polinésicas con el objeto de cultivar sus
haciendas de Pátapo y Tulipe, «poniéndolos allí a disposición de los
señores Solf y Compañía, agentes del fletador»62.
Precisamente, es en el documento resultante del juicio que buscaba
dirimir las diferencias suscitadas en el cumplimiento del contrato donde
se pueden analizar los acontecimientos ligados al tráfico. En efecto, en
el contrato se establecía el compromiso de trasladar 150 personas –sin
contar niños– entre las cuales se debían preferir «familias enteras,
escogiendo los matrimonios más jóvenes y jóvenes de ambos sexos
que no sean casados»63. Por todos ellos, Ramos comprometió el pago
de 2.100 pesos chilenos, más una gratificación de 10 pesos por cada
persona mayor de 14 años que excediera ese número. Al capitán le
quedaba prohibido conducir polinésicos que no se destinaran al servicio
exclusivo de Ramos, obligándole a guardar total reserva en torno al
cometido del viaje a las islas al prohibirle expresamente «dar noticia o
hablar de alguna cosa concerniente a este asunto»64. Esta cláusula del
contrato es la que Müller usó en el juicio para exculparse de alguna
responsabilidad en el tema, en tanto declaró que todos los preparati-
vos los hizo «no pudiendo yo ni hablar con nadie sobre su negocio»,
dejando en manos de un sobrecargo las negociaciones y cuidado de
los intereses de José Tomás Ramos65. Cabe preguntarse qué pretendía
ocultar este último: ¿la condena social podía resultar dañina para su
imagen pública o el conocimiento de su objetivo pondría en aviso a
eventuales competidores en el negocio?
Una vez firmado el contrato citado, la tripulación del Ellen Eliza-
beth zarpó de Valparaíso en dirección a Islay, lugar en el cual descargó
las mercaderías que había trasladado desde Chile, enrumbando luego,
según el contrato, hacia Polinesia, el 29 de noviembre de 186266. El

62
«Contrata de fletamento entre José Tomás Ramos y Federico Müller» (Valpa-
raíso, 23 de octubre de 1862), ANH.JV, leg. 403, pza. 5, s/f.
63
Ibidem (destacado nuestro).
64
Ibidem.
65
«Pedro Francisco Tapia por don Federico Müller» (Valparaíso, 12 de agosto
de 1864), en Ibid.
66
«Cesar Maass por José Tomás Ramos» (Valparaíso, 30 de julio de 1864), loc.
cit.

484
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

mismo capitán Müller ventiló durante el juicio el derrotero seguido


por el navío:

Cuando llegué a las islas Polinesias estaban los naturales


alarmados con la prohibición del Gobierno Francés para la
extracción de colonos y con la persecución que se hacía a los
buques que llevaban ese objeto. En vez de llegar y hacer la
cantidad en la isla principal, fue preciso tomarlos de otras
seis islas que están mucho más al oeste y al sur, no sometidas
al protectorado de la Francia; así fue que el buque tuvo que
proceder a las islas Famara, Onotua, Fape, Tusca, Nonuth,
Arorai y Nucono67.

En efecto, si la intención de Müller era conseguir «colonos» en islas


que no estuviesen bajo el protectorado de Francia, Rapa Nui se presen-
taba como la mejor alternativa debido a que era la isla más cercana al
continente y no estaba bajo la protección de ninguna nación, hecho que
se concretaría solo al ser incorporada a Chile en 1888. Entonces, ¿qué
factores incidieron para que se desplazara hacia las islas Gambier, a
2.600 kms. al Oeste? Es posible sostener –como analizaré más adelante–
que cuando el Ellen Elizabeth llegó a Rapa Nui ya se había realizado
la razzia del 22 de diciembre –analizada con detención más adelante–,
por lo que los isleños se encontraban alertados y ello habría impedido
obtener el número que esperaba, debiendo derivar hacia otros sectores.
De hecho, después de esta gran incursión esclavista de diciembre, los
isleños establecieron un sistema de fogatas en los cerros para avisar las
incursiones y huir a las cuevas escondidas en Rapa Nui68.
No obstante, parece improbable que –como afirmaba el capitán
Müller– se desplazara más de 7.000 kms., muy al noroeste de las islas
Cook. Más real resulta su respuesta de haber obtenido isleños en las
costas de las islas Gilbert, donde capturó a los «colonos» trasladándolos
a Lambayeque y arribando al puerto de San José el 18 de agosto de 1863.
Cuando la nave llegó a las costas peruanas, la situación del tráfico
se había develado y la tesis del traslado de «colonos» resultaba jurí-
dica y prácticamente insostenible, en tanto que los representantes de
Hawai y Francia habían iniciado en octubre de 1862 reclamos ante las
67
«Don Federico Müller con don José Tomás Ramos sobre cobranza del valor
de un fletamento» (Valparaíso, 12 de agosto de 1864), en Ibidem (destacados
nuestros).
68
Edmundo Edwards Eastman, «Historia de la Isla de Pascua de 1800 a 1900»,
ANH.FV, vol. 1042, fj. 21.

485
Milton Godoy Orellana

autoridades locales por el tráfico humano en que devino la «contrata».


Estas demandas fueron metódicamente negadas por representantes del
gobierno peruano, quienes persistieron en la tesis de los «colonos volun-
tarios» de Polinesia, comparándolos con el trato dado a los inmigrantes
europeos llegados al país a mediados de siglo69. El problema fue que el
asunto se había publicitado en la prensa70 y con ello aumentó la presión
internacional –en especial la francesa–, lo que provocó una revisión por
parte del gobierno peruano de la forma en que se estaba desarrollando
el tráfico. Para ello, el 20 de diciembre de 1862 se nombró una comisión
destinada a examinar si se había respetado la ley de inmigración71; y
dos meses más tarde se fijaría una normativa que prohibía descender a
los polinésicos que no contaran con un contrato legal72.
Finalmente, el 21 de abril de 1863 el gobierno peruano consideró
que, debido a la ineficacia de los reglamentos anteriores y en vista de
«los graves excesos que se cometen», se suspendieran las licencias,
prohibiéndose el desembarco de la tripulación y de los polinésicos que
llegaban, incluso contando con la correspondiente autorización73. Ob-
viamente, la prohibición contó con el beneplácito mayoritario del cuerpo
diplomático en Lima74, aunque la realidad que mostraba la prensa era
diferente; de hecho, solo unos días después de tan bullada prohibición,
El Comercio publicó un llamado para avisar de «los recién llegados»
en la goleta Genara y la venta de su carga75.
El escenario político que esperaba el arribo del Ellen Elizabeth era el
menos favorable para los intereses de Ramos Font y sus representantes en
Perú, quienes tuvieron que enfrentar el impedimento para el desembarco
de sus «colonos». Los esfuerzos de Solf para explicar los gastos en que
se había incurrido, la existencia de la respectiva licencia del gobierno y
la imperiosa necesidad de trabajadores para el cultivo de sus haciendas,
fueron argumentos infructuosos y la medida se presentó como irrevocable.
Acorde con estos hechos, el capitán Müller solicitó al cónsul Solf
que se apersonara en el barco para constatar, «en resguardo de mis

69
José Paz Soldán, «Al señor Encargado de Negocios y Cónsul de S. M. el Rey
de Hawaii», El Comercio (Lima), 22 de octubre de 1862.
70
El Mercurio de Valparaíso (Valparaíso), 25 de diciembre de 1862; El Comercio
(Lima), 7 de enero de 1863; El Araucano (Santiago), 18 de abril de 1863.
71
El peruano (Lima), 3 de enero de 1863.
72
El peruano (Lima), 20 de febrero de 1863, 44: 98.
73
El peruano (Lima), 2 de mayo de 1863, 44: 200.
74
El peruano (Lima), 27 de mayo de 1863, 44: 237.
75
El Comercio (Lima), 13 de marzo de 1863 (el destacado es mío).

486
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

intereses»76, el estado en que se encontraban los polinésicos. Frente a su


negativa, las autoridades peruanas enviaron a Federico Linares, capitán
de puerto de San José de Lambayeque, quien constató que efectivamente
estos pasajeros permanecían en el barco y se les habían suministrado
las raciones diarias de alimento y agua.
Ramos Font debió trasladarse desde Valparaíso a Lima para apoyar
sus reclamaciones e intentar revocar la medida, pues el barco, que como
vimos había arribado a Lambayeque en agosto de 1863, permaneció
fondeado ochenta días, debiendo asumir Müller el costo de mantención
de todos ellos. El magro resultado que obtuvo –con relación a las incur-
siones de otros traficantes– fue que el gobierno peruano aceptara pagar
el transporte de regreso de los polinésicos a sus islas de procedencia77.
En base a la información ventilada, en el juicio citado aparece la
duda acerca de la situación de los polinésicos supuestamente contratados
como trabajadores libres. En tanto, se reconocen las condiciones mate-
riales del traslado de alrededor de 200 isleños, de los cuales murieron
24 en el viaje a Lambayeque «a causa del frío y del mal tiempo»78; mor-
talidad que, por lo demás, coincide con los márgenes históricos de las
pérdidas de los traficantes de esclavos negros en la ruta transatlántica,
cuya proporción fluctuaba entre el 10% y el 20%79. El viaje de regreso
se inicia en diciembre de 1863 con los 154 sobrevivientes, aunque
76
«Pedro Felipe Tapia por Don Federico Müller» (Valparaíso, 12 de octubre de
1864), ANH.JV, loc. cit.
77
El gobierno peruano financió el regreso de los polinésicos, pagando al capitán
Müller 40 pesos por cada uno de los retornados. El número original de los
capturados fue de 160 adultos más un número indeterminado de menores
de 14 años, de los cuales regresaron finalmente a sus islas solo 74 hombres y
66 mujeres mayores de 12 años, más 14 menores de ambos sexos. Por tanto,
Müller recibió 6.400 pesos solo por devolverlos, de los cuales solicitó 2.500
pesos adelantados, que fueron avalados –debido a las exigencias peruanas– por
Edmundo Solf y Valentín Fry, otro de los representantes de Ramos Font. Pese
a los réditos obtenidos, Müller persistió en su demanda contra este último a
fin de obtener el monto por el primer viaje, por considerar que se debían pagar
los esfuerzos realizados para traer el contingente encargado, el que –según sus
dichos– debió buscar en «varias otras islas, en mares peligrosos y desconocidos,
costando mucho trabajo y muchos peligros encontrar dichos colonos»: Ibidem.
78
Al respecto, resulta interesante observar que el capitán no reconoce ningún
muerto entre la tripulación del barco, probablemente porque estos viajaron con
mayor protección y alimentación que los polinésicos, quienes, dado su elevado
número, solo pudieron ser alojados en cubierta o hacinados en las bodegas del
barco: «Contrata de fletamento entre José Tomás Ramos y Federico Müller»
(Valparaíso, 23 de octubre de 1862), loc. cit.
79
Malvido, 2010: 116.

487
Milton Godoy Orellana

finalmente llegarían a sus destinos solo 141 personas80, cerrando de


esta forma un triste capítulo del tráfico de polinésicos que finalmente
no tocaron las tierras de José Tomas Ramos, quien de allí en adelante se
vió obligado a fijar su mirada en el «contrato» de trabajadores chinos
que contribuyeran a consolidar su pecunia.
Por cierto, este no fue el único comerciante chileno que intentó
lucrar con el tráfico humano al Perú. Más intrincado es el accionar
de Agustín Edwards Ossandón, comerciante que se inició en el Norte
Chico de Chile con un exiguo capital, enriqueciéndose al fungir como el
principal habilitador o aviador minero en la región81. El gran crecimiento
de su fortuna le llevó a diversificar sus inversiones en los más variados
rubros, incluyendo seguros, metalurgia, ferrocarriles, propiedades, ne-
gocio hipotecario, además de la Casa Bancaria Agustín Edwards y Cía.;
propiedades que en conjunto potenciaron su fortuna en la década de
1860, lo llevaron a un lugar privilegiado entre los capitalistas chilenos
en los comienzos de la década siguiente, y permitieron que a su muerte,
en 1878, poseyera una fortuna que se ha estimado en un 4,78% del
Producto Interno Bruto del país en la época82.
Entre las múltiples actividades comerciales de Edwards se contaba
el bergantín Garibaldi, que participó en la trata de esclavos con bande-
ra y matrícula chilena expedida a su nombre en mayo de 186183. Este
barco se encontraba en El Callao el 20 de agosto de 186284, cuando el
tráfico arreciaba, y cuyo nivel de implicancia queda en evidencia gracias
a un comunicado de Manuel Antonio Tocornal, a la sazón ministro de
Relaciones Exteriores, quien en diciembre de ese año escribía al cónsul
chileno en dicho puerto respecto de las naves que con bandera nacional
realizaban expediciones «para traer salvajes de las islas de Oceanía»85.
80
Cuatro meses después del inicio del zarpe, el 7 de abril de 1864, el oficial pe-
ruano Francisco González –comisionado para corroborar la devolución de los
isleños– informaba a sus superiores sobre la muerte de 13 de ellos en el viaje:
«Francisco González al Comandante General de Marina» (Callao, 7 de abril
de 1864), AHMP, Capitanía del Callao, Sobre 100, N° 24.
81
Ross, 1926: 29.
82
Nazer, 2000. Acorde con el PIB chileno del 2011, este porcentaje equivaldría a
11.883 millones de dólares. Datos del Banco Mundial, disponibles en <http://
datos.bancomundial.org/indicador>.
83
«Matrícula del bergantín Garibaldi» (Santiago, 8 de mayo de 1861), ANH.
MM, vol. 143, pza. 694, s/f.
84
«Extracto pago de derechos naves chilenas en Perú» (Callao, 5 de enero de
1863), ANH.MM, vol. 117, s/f.
85
El ministro hacía referencia al oficio N° 55, de noviembre del mismo año, en
que identificaba a los buques chilenos Bella Margarita, Elisa Mason y Garibaldi

488
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

Después de esta acusación, la presencia de Edwards en el negocio es


difusa, en buena medida gracias al ocultamiento que hizo de su barco,
mudando de nombre y bandera86, práctica recurrente entre los propie-
tarios de naves esclavistas para no ser identificadas por las autorida-
des chilenas que criminalizaron su accionar. No obstante, la carta del
ministro Tocornal esclarece que en el momento que el Estado chileno
condenó esta práctica, Agustín Edwards era dueño del Garibaldi y, por
tanto, conocía sus desplazamientos y las «mercaderías» que trasladaba.
Un hecho interesante a destacar es que siendo identificado el Ga-
ribaldi de Edwards por el ministro Tocornal como uno de los barcos
chilenos que a fines de 1862 se encontraba realizando expediciones
esclavistas, no existe registro de su ingreso al puerto del Callao desde
Polinesia. Solo aparece registrado el 21 de enero del año siguiente,
cuando llegó de regreso de Paita, puerto ubicado al norte del Perú
y cercano a Tulipe y Pátape, las haciendas azucareras de José Tomas
Ramos Font87. ¿Habrá sido esta nave arrendada para tal efecto? Difícil
establecerlo. Pero las dudas se siembran al percatarse de la carencia de
registro en su retorno al Callao y por el hecho de mediar más de cua-
renta días entre su zarpe y retorno; tiempo que demoraba, justamente,
un viaje de ida y regreso a Rapa Nui, la isla más cercana al continente
y que, precisamente a fines de 1862, estaba siendo asediada por las
naves esclavistas88. Lo más probable, en todo caso, es que el negocio

como partícipes de este tráfico: Manuel Antonio Tocornal, «Al cónsul de Chile
en el Callao» (Santiago, 10 de diciembre de 1862), AHMRECh, vol. 21-A, s/f.
86
El navío lo había comprado en Perú, en mayo de 1861, bajo el nombre de
Campidoglio, siendo rebautizado como Garibaldi, y vendido nuevamente el 26
de enero de 1863: «Tiburcio Cantuarias al Ministro» (Lima, 5 de diciembre de
1862), ANH.MRE, vol. 115, s/f; «Tiburcio Cantuarias al Ministro» (Callao,
26 de enero de 1863), ANH.MRE, vol. 117, fj. 592; «Manuel A. Tocornal al
cónsul» (Santiago, 10 de febrero de 1863), AHMRECh, vol. 21-A, fj. 279.
87
«Libro de Entrada de buques al Callao», registro del 21 de enero de 1863,
AHMP, vol. 139, s/f.
88
A lo anterior se agrega el hecho de que el cónsul Cantuarias informó a las au-
toridades chilenas que en noviembre de 1862 se había ofrecido por el barco de
Edwards el doble de su valor al contado, para ocuparlo «en el mismo objeto»
–el tráfico de polinésicos–, aunque no se pudo concretar la venta debido a que
no contaba con la autorización del dueño: «Tiburcio Cantuarias al ministro»
(Callao, 26 de noviembre de 1862), ANH.MRE, vol. 115, s/f. Cabe agregar que
la venta del Garibaldi solo se llegó a efectuar cuando se manifestó la condena
de las autoridades chilenas a las naves que usaban el pabellón nacional para
emplearse en la conducción al Perú de indígenas «sacados con engaño» desde
Polinesia, declarando este tráfico como «inicuo ilegal y que traído a juicio sería
declarado tan ilegal como el tráfico de esclavos»: «Marco Maturana al ministro

489
Milton Godoy Orellana

de Edwards se realizara con la presencia de un testaferro que funcio-


naba como apoderado, dado que a la sazón el comerciante chileno era
diputado propietario por Valparaíso (1861-1864)89.
Ramos Font y Edwards, por cierto, no fueron los únicos en este
lucrativo tráfico. Otros capitanes/propietarios pusieron sus naves al
servicio de comerciantes peruanos arrendándolas para el tráfico de
polinésicos, como hizo el danés radicado en Valparaíso Hinrich Peter
Hinrichsen, capitán y dueño del Bella Margarita, bergantín de 256 to-
neladas de la marina mercante, con matrícula y bandera chilena90. Esta
nave fue contratada por Sebastián González y Miguel Gálvez, quienes
viajaron en condición de sobrecargos, zarpando del Callao el 4 de oc-
tubre de 1862. Hinrichsen fue claro en destacar que solo actuó como
capitán de la nave, liberándose de la responsabilidad de lo transportado
y lo cual, finalmente, recayó en González y Gálvez. Por cierto, fueron
justamente estos quienes fijaron la dirección a la isla que llamaban Fipic,
situada en 27°9’S/109°25’O, coordenadas que finalmente correspon-
dían a Rapa Nui; isla que, según el cónsul Cantuarias, le pertenecía a
Chile «con el nombre de Pascua»91, aunque oficialmente solo se tomó
posesión del territorio insular en 1888.
En la ocasión, Hinrichsen agregó que después de quince días de
navegación arribaron a Rapa Nui, donde no encontró fondo para
anclar y una recia brisa le impidió lanzar el bote al agua. La tarea de
reclutamiento se facilitó porque «en la Isla no había autoridad algu-
na», permitiendo que los 142 hombres y 12 mujeres que finalmente se
embarcaron, llegaran nadando al navío, «y no hubo más contrata o

Tocornal» (Santiago, 29 de octubre de 1862), ANH.MM, vol. 928, s/f. A la par,


la actitud de las autoridades francesas frente al tráfico se materializó al inicio
de 1863, cuando el ministro de Marina y de las Colonias ordenó al coman-
dante de la estación naval del Océano Pacífico resguardar a los habitantes de
las islas bajo protectorado francés de aquello que denominó como «tentativas
fraudulentas de los especuladores peruanos»: «Oficio del Conde de Chasselop-
Laubat, Ministro de Marina y de las Colonias» (Paris, 14 de febrero de 1863),
ANOM, Caja 42, s/f.
89
No obstante, hay que considerar que Edwards no se incorporó a la Cámara,
haciéndolo su suplente Manuel Rengifo Cárdenas en agosto 1861. Ver: <http://
historiapolitica.bcn.cl/resenas_parlamentarias>.
90
«Renovación de matrícula del Bella Margarita» (Valparaíso, 30 de diciembre
de 1863), ANH.MM, vol. 143, N° 317. Cabe destacar que Hinrichsen firmaba
los documentos con el nombre de Carlos.
91
«Tiburcio Cantuarias al Ministro de Relaciones Exteriores de Chile» (Callao,
26 de noviembre de 1862), ANH.MRE, vol. 115, s/f.

490
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

convenio con ellos que pasarles cabos para que subiesen al buque»92.
Podría haber traído más personas, pero la ruptura de un estanque du-
rante el viaje de ida no le había dejado agua suficiente. Aun contando
con la actitud voluntaria de los isleños para abordar el Bella Margarita
y con inconvenientes tales como la carencia de agua e imposibilidad de
descender a tierra, permaneció tres días a la gira con motivos descono-
cidos, para luego retornar hacia el Callao93.
Otro implicado en el tráfico fue José Cerveró, un catalán avecindado
en Chile desde 1831 hasta su muerte en 1884. Cerveró fue un hombre
público en Valparaíso, ampliamente conocido por su participación
en la fundación de compañías de seguros, bancos y presidente de la
Cámara de Comercio porteña. Su base de negocios era la Casa Cer-
veró, dedicada a la venta de mercaderías consignadas por negociantes
norteamericanos y europeos, y que contaba con varios veleros, ofici-
nas y bodegas en Constitución desde 184094. Entre aquellos navíos se
contaba –en copropiedad con Carlos Dagnino–, el David Thomas, un
barco de 133 toneladas matriculado en Chile en 1857, rematriculado
en 185995, y que en 1862 fue contratado por el irlandés Joseph Byrne
que, recordemos, poseía desde abril de ese año una licencia peruana

92
«Declaración del capitán Hinrichsen» (Callao, 25 de noviembre de 1862), ANH.
MRE, vol. 115, s/f.
93
En una comunicación oficial a su gobierno, el representante chileno en Lima
afirmó que Hinrichsen se aprovechó de la curiosidad de los isleños que subieron
a bordo, «persuadidos sin duda en que más tarde los volverán a sus hogares».
Cantuarias informó, además, que a González y Gálvez cada isleño le significó
una inversión de 25 pesos, vendiéndolos luego en 300 pesos y «obligándolos
(sin entender más idioma que el suyo) a ocho años de servicios». Tan pingüe
negocio reportó a ambos comerciantes una ganancia de cerca de 40.000 pe-
sos, motivo suficiente para preparar inmediatamente una nueva expedición
a Rapa Nui, y que llevó a afirmar al cónsul chileno que «sigue el entusiasmo
por la extracción de indios de las Islas»: «Comunicaciones del cónsul Tiburcio
Cantuarias al Ministro de Relaciones Exteriores de Chile», (Callao, 25 y 26 de
noviembre, y 5 de diciembre de 1862), ANH.MRE, vol. 115, s/f.
94
Maino Prado, 1996: 131. Además, hacia 1860 poseía un conjunto de propiedades
mineras y una fundición cuprífera en el valle de La Ligua, donde además se le
concedieron para su explotación alrededor de 290 hectáreas: cf. AA.VV., 1907:
33-38. Como se aseguró a su muerte, «no hubo ninguna asociación comercial,
industrial o financiera en la que no tuviera su colocación, ya fuere como pre-
sidente o director»: «El señor Don José Cerveró», El Mercurio de Valparaíso
(Valparaíso), 24 de junio de 1884.
95
«Arqueo del David Thomas» (Santiago, 21 de julio de 1857), ANH.MM, vol.
96, s/f; «Matrícula del David Thomas» (Valparaíso, 27 de agosto de 1859),
ANH.MM, vol. 143, s/f.

491
Milton Godoy Orellana

para «reclutar» «colonos» en Polinesia. No es extraño, entonces, que


para el mismo período en que hemos visto operando a los traficantes
anteriores, el Adelante (antes llamado David Thomas) haya realizado
un traslado de 200 polinésicos desde la isla Perhym a Perú. Contingente
cuya venta, según la información entregada al cónsul inglés por un súb-
dito avecindado en Valparaíso, habría proporcionado una sustanciosa
ganancia de 40.000 pesos, libres de gastos de transporte96.
Por su parte, testigos contemporáneos a los hechos insistieron en
que durante su irrupción en Polinesia el Adelante navegaba con bandera
chilena. Así lo indicó el embajador británico William Taylor Thomson
al ministro de Relaciones Exteriores Manuel Tocornal97, aunque las
autoridades del país se apresuraron en declarar que el navío había sido
enajenado y matriculado como peruano en enero de ese mismo año
186298. De hecho, el David Thomas aparece al inicio de abril como un
barco rematado en Perú99. No obstante, pareciera que la duda quedó
instalada, si consideramos que el ministro envió un oficio a los cónsules
chilenos en El Callao, Melbourne y Sidney para que identificaran los
buques nacionales implicados en el tráfico, se cercioraran del eventual
uso de la bandera de Chile e impidieran en lo posible la participación
en ese «tráfico vergonzoso»100. La duda se hace más patente si consi-
deramos la cercanía temporal entre la autorización otorgada a Byrne
–1º de abril– y la venta del David Thomas en el Callao –documentada
para el 11 del mismo mes–101; navío que, ya rebautizado como Ade-
lante, probablemente fue adquirido para dedicarlo exclusivamente al
tráfico polinésico. Por lo mismo, si bien en el momento en que fungió
como esclavista el barco no estaba matriculado en la marina mercante
de Chile, bien pudo enarbolar el pabellón chileno durante la travesía

96
«Carta de súbdito inglés al cónsul Británico» (Valparaíso, 9 de octubre de 1862),
AHMRECh, vol. 24, fj. 46.
97
«Carta del Cónsul Británico a Manuel Antonio Tocornal» (Valparaíso, 9 de
octubre de 1862), AHMRECh, vol. 24, fj. 45.
98
Esta situación se habría debido a un castigo impuesto después de varar en la
barra de Constitución, por lo que no contaba con autorización para continuar
usando el pabellón nacional: «Comunicación del Ministro de Marina Marcos
Maturana» (Santiago, 14 de octubre de 1862), ANH.MM, vol. 28, s/f.
99
«Registro de naves de más de 150 toneladas ingresadas a Perú en 1862» (Callao,
15 de febrero de 1863), ANH.MM, vol. 117, fj. 584.
100
«El ministro Tocornal a los cónsules en el Callao, Melbourne, y Sídney» (San-
tiago, 30 de octubre de 1862), AHMRECh, vol. 21-A, s/f.
101
«Marcos Maturana al Ministro de Relaciones Exteriores de Chile» (Santiago,
14 de octubre de 1862), ANH.MM, vol. 928, s/f.

492
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

y cambiarlo al llegar al Callao, como aseguró el cónsul británico al


ministro Tocornal102. Lo que resulta innegable, en todo caso, es que el
intérprete José Villegas era chileno, al igual que parte de la tripulación,
como efectivamente se constata en la declaración del marino Pablo
Gamero ante el cónsul chileno, quien además reconoció que los poli-
nésicos habían sido engañados, afirmando que «la bandera que ondeó
la Adelante en todo el viaje fue peruana y nunca la chilena»103.
Una participación más activa tuvo el barco Elisa Mason, patro-
nímico puesto por Luis Mason, armador inglés avecindado en Chile,
quien en 1860 era uno de los más importantes constructores de barcos
y vapores en su astillero de Constitución104. Esta nave, como veré más
adelante, intervino en la razzia de diciembre de 1862 en Rapa Nui,
capturando 238 isleños. La nave era capitaneada por Juan Sasuáte-
gui, quien aparecía como representante de la sociedad «Seis amigos»
constituida para el efecto en el Callao. El Elisa Mason salió de dicho
puerto peruano el 1º de octubre de 1862 y retornó el 17 de enero del
año siguiente, después de permanecer catorce días en Rapa Nui y de
donde extrajo 140 hombres, 86 mujeres y 12 muchachos.
Según la declaración que más tarde hizo este capitán al cónsul
chileno en Lima, los isleños habrían sido «reclutados» voluntariamente
mediante un contrato obtenido «por medio de un intérprete y con rega-
los que les llevó preparados»105. Y para refrendar este dudoso método
de convencimiento Sasuátegui le mostró un ejemplar del mentado
documento, el que luego fue enviado a las autoridades en Santiago de
Chile (Fig. 4). El contrato impreso está fechado el 20 de diciembre de
1862 en la isla Ester –uno de los tantos nombres asignados a Rapa
Nui– y establece nueve puntos de deberes del capitán Sasuátegui, entre
los que se considera la alimentación, un sueldo de 5 pesos –de los que
se desglosará 1 peso destinado a financiar el pasaje–, cuidado en caso
de enfermedad, y establece el derecho del capitán para conducir al
«reclutado» a cualquier puerto del Perú. Por su parte, este «colono o
inmigrado» debía servir en el lugar que se le designara por un período
de ocho años, con el derecho a practicar su religión y a tener días libres

102
«El ministro Tocornal a los cónsules en el Callao, Melbourne, y Sídney» (San-
tiago, 30 de octubre de 1862), loc. cit.
103
«Declaración del marino Pablo Gamero ante el cónsul chileno» (Callao, 17 de
noviembre de 1862), ANH.MRE, vol. 115 s/f.
104
Maino Prado, 1996: 49.
105
«Tiburcio Cantuarias al Ministro de Relaciones exteriores» (Callao, 20 de enero
de 1863), ANH.MRE, vol. 117, s/f.

493
Milton Godoy Orellana

durante los festivos, aunque obligado a ofrecer respeto y obediencia


a «mis superiores»106. El documento, resultado del manipulado rito
contractual, aparece signado con la firma del capitán, más una cruz
estampada por Mata y Panca, el rapanui «contratado».

Figura 4
Ejemplares de contratos a «colonos»

El documento de la izquierda corresponde al contrato supuestamente realizado


en Rapa Nui por el capitán Juan Sasuátegui («Contrata de emigración de las islas
de Oceanía», Ester [sic], 20 diciembre de 1862, ANH.MRE, vol. 117, fj. 591). El
documento de la derecha corresponde a un contrato sin utilizar y que no especifica
origen del colono (ANOM, Caja 42, sin datos).

106
«Contrata de emigración de las islas de Oceanía» (Ester [sic], 20 diciembre de
1862), ANH.MRE, vol. 117, fj. 591 (Fig.4).

494
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

Además de las naves señaladas en los párrafos anteriores, durante


este significativo año de 1862 circularon por el Perú alrededor de 80
barcos de más de 150 toneladas que navegaban con bandera chilena, los
que cancelaron los derechos que desde 1860 exigía la legislación nacio-
nal107. Otro elemento que ilustra acerca de la magnitud de este fenómeno
es que en los primeros meses de 1863 fueron vendidas en El Callao las
goletas chilenas Eugenia y Crinolina108, las barcas Carolina Pont –de
Francisco Aguiar y Antonio de Souza, procedentes de Valparaíso–109,
S. A. S. –de Jorge Hugé–, Vitalia –de Francisco Pascual Álvarez–110 y el
bergantín goleta Teresa –propiedad de José Cerveró, de Valparaíso–111;
a las que se sumaron las lanchas Esperanza y Mercedes, que procedían
de Coquimbo y de Caldera112. Algunas de estas naves han sido men-
cionadas como participantes en el tráfico, previo cambio de nombre113,
un proceso que se revirtió después del fin del fenómeno esclavista, y
en el que se incluyeron naves peruanas tales como la conocida fragata
Empresa, que en marzo de 1864 solicitó navegar bajo pabellón chileno
desde El Callao hacia los puertos de Valparaíso y Ancud114.
Un dato interesante, necesario de profundizar, es el informe enviado
por el cónsul de Francia en Chile a su ministro de Relaciones Exteriores:
en él señalaba que las autoridades chilenas estimaban «en unas 2.000
toneladas» la disminución que había sufrido la marina mercante de la
República e indicaba que el buque chileno de tres palos Concepción
había llegado a las islas «con el propósito de dedicarse a la inmigración
de polinésicos que debía conducir al puerto del Callao»115. No obstante,
en este mismo documento el funcionario francés destacaba «la acción

107
Servicio Diplomático y Consular de Chile, 1862 [1860]: art. 115.
108
«Tiburcio Cantuarias al Ministro de Marina» (Callao, 15 de enero de 1863),
ANH.MM, vol. 117, fj. 587.
109
«Tiburcio Cantuarias al Ministro de Marina» (Callao, 10 de febrero de 1863),
ANH.MM. vol. 117, fj. 595.
110
«Tiburcio Cantuarias al Ministro de Marina» (Callao, 11 de marzo de 1863),
ANH.MM, vol. 117, fj. 599.
111
«Tiburcio Cantuarias al Ministro de Marina» (Callao, 5 de junio de 1863),
ANH.MM, vol. 117, fj. 607.
112
«Tiburcio Cantuarias al Ministro de Marina» (Callao, febrero de 1863), ANH.
MM, vol. 117, fj. 595.
113
Castro de Mendoza, 1980: 255.
114
«A Tiburcio Cantuarias, Cónsul de Chile en el Callao» (Santiago, 16 de marzo
de 1864), AHMRECh, vol. 27-A, fj. 92.
115
«A su excelencia señor Drouyn de Lhuys, Ministro de Relaciones Exteriores»
(Santiago, 3 de octubre de 1863), ADLC, Consulado General de Francia en
Santiago de Chile, correspondencia comercial, vol. 9, fj. 302v.

495
Milton Godoy Orellana

enérgica del gobierno por evitar toda participación, bajo pabellón chi-
leno, del tráfico de indígenas polinésicos»116.
Las naves chilenas indicadas, más un número mayor de barcos
peruanos, españoles y algunos pocos de banderas aún no especificadas
–entre los que se ha sindicado a mexicanos y franceses–, realizaron in-
cursiones a las islas polinésicas para conseguir trabajadores destinados
a las haciendas peruanas. Por cierto, de todas ellas, la que presentaba
más exposición a las batidas esclavistas fue Rapa Nui, principalmente
por su mayor cercanía al continente. A estas condiciones geográficas, se
agregaba la desprotección de sus habitantes por carecer inicialmente de
capacidad de respuesta frente a estas expediciones debido a la actitud
pacifista que mostraron en su relación con las tripulaciones, actitud que
solo se revirtió luego del momento de violencia máxima que protago-
nizaron los esclavistas a fines de diciembre de 1862.

La razzia de diciembre de 1862 sobre Rapa Nui


La denominación de la isla como Rapa Nui fue de uso tardío,
siendo el religioso francés Joseph-Eugéne Eyraud quien la empleó en
primer lugar en 1864, y que según el sacerdote Roussel era totalmente
desconocida por sus habitantes en aquel período117. En efecto, uno de
los principales problemas existentes para cuantificar el impacto del
tráfico esclavista sobre Rapa Nui son los diversos nombres con que se
le identificaba, conociéndola mayoritariamente como Isla de Pascua,
Easter Island, Isla de Davis o Vaihu118. El problema se acrecienta con las
diversas denominaciones que le otorgaban los traficantes que llegaron
a sus costas, aunque –como destacó Maude– era la misma isla: Ester o
Paipay –para el Elisa Mason–, Independencia –para el Teresa–, Hayram
o Hayrain –para el Rosalía– y Necua –para el Urmeneta y Ramos–119.
Para más abundar, Thomson escribió que se conocía como Teapy y
Waihn120, a lo que otros autores suman Baijee, Oroa, Typic, además de
nombres considerados «auténticamente nativos», tales como Te-pito-
te-henua, Mate-ki-te rangi y Tamaraki121.

116
Ibidem.
117
Métraux, 1940: 34.
118
Ibidem.
119
Maude, 1981: 13.
120
Thomson, 1891: 453.
121
Latorre, 2001: 131-132.

496
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

Fue en este desprotegido territorio insular donde el día 22 de diciem-


bre de 1862 se iniciaron una serie de sucesos que marcarían a sangre y
fuego a la población local. Todo comenzó en la mañana de aquel día,
cuando el sobrecargo Camell, del Guillermo, bajó a tierra para persua-
dir isleños con el fin de reclutarlos y llevarlos a trabajar en Perú, tarea
que pese a sus esfuerzos le resultó infructuosa. Similar frustración se
repetía en las demás naves que con el mismo propósito estaban ancladas
en la bahía, a la espera de resultados. Al llegar la noche, los capitanes
de ocho de esas naves, entre las que se contaban las barcas Carolina,
Rosa Carmen, Rosa Patricia, el bergantín El Castro, la goleta Cora y
el Guillermo, acordaron realizar una captura violenta y coordinada de
isleños. Para el efecto, iniciaron sincrónicamente la faena a las 7:30 del
día siguiente, encontrándose todas las tripulaciones armadas en la playa
y formando un contingente de más de 80 marineros, todos prevenidos
para atender el disparo que haría con su revólver el capitán de la Rosa
Carmen, ocasión en que «deberían hacer fuego a la vez para asustar a
los isleños y echarse inmediatamente sobre ellos para amarrarlos»122.
Luego de despertar su curiosidad, atrayéndolos con collares y espejos,
y al ver que llegaban en gran número a observar los objetos, se dio la
señal acordada y la tropa inició los disparos. En seguida, reunidos y en
abanico, procedieron a rodear y capturar a alrededor de 500 nativos.
Como recordó en su declaración el joven rapanui Manuragui, los
traficantes –a quienes denominó «los españoles»– habían llegado en gran
número de naves –las calculó en ocho– y haciendo «muchos disparos
con fusiles»123 –los que provocaron la muerte a diez personas– logrando
atrapar a los isleños que estaban más cerca. Estos, al igual que Manu-
ragui, terminaron atados, si bien el joven se percató de que sus padres
y otros isleños habían escapado en la refriega. La escena también es
posible reconstituirla con el relato de otro testigo, quien declaró que
«fue eso una escena de confusión», en que los isleños que pudieron
hacerlo huyeron en todas direcciones, dando gritos y trepando por los
roqueríos, ocultándose o lanzándose al mar. Durante ese tiempo, «cerca
de doscientos de ellos fueron atrapados y sólidamente amarrados»,
iniciando el propio Antonio Aguirre –capitán del Cora– la búsqueda de
los refugiados entre las rocas. El testimonio continúa relatando cómo

122
«Interrogatoire du nommé Georges S. Nichols, charpentier» (Papeete, 21 de
febrero de 1863), Le Messager de Taiti (Papeete), 28 de febrero de 1863: 39.
123
«Interrogatoire du jeune Manuragui, de Île de Pâque (qui était retenu de force
a bord du Cora)», Ibid: 38.

497
Milton Godoy Orellana

este capitán «que se hallaba junto a mí, habiendo apercibido a dos bajo
de él, en una quebradita, les intimó en español y por señas que viniesen
donde él»; pero en vista de que los isleños huyeron, mató a ambos124.
Estos hechos se corroboran en la declaración de Georges Nichols
–un carpintero de Massachusetts que desertó del Guillermo– realizada
en Tahití a mediados de febrero de 1863 ante la comisión francesa que
investigaba estos delitos125; se trata, por lo demás, de un testimonio
coincidente con el informe que había presentado pocos días antes el
cónsul Cantuarias al ministro de Relaciones Exteriores chileno, Manuel
Tocornal. Preocupado por la participación de naves nacionales, Cantua-
rias había solicitado información a aquellos capitanes que impunemente
retornaban al Callao para vender a los isleños capturados en subastas
públicas. Sus gestiones tuvieron como resultado la narración verbal –y
a través de intérprete– que hizo el ya citado capitán Juan Sasuátegui, y
que permite reconstruir el resto de aquella jornada en Rapa Nui.
Según los datos recibidos por Cantuarias, la violencia desatada
durante ese día no solo se ejerció contra los isleños sino que también
entre los propios capitanes de los barcos esclavistas, al disputarse la
apropiación de hombres, mujeres y niños. Así aconteció con la tripula-
ción de las embarcaciones peruanas Rosa Patricia, José Castro, Hermosa
Dolores y de la nave española Rosa Carmen, quienes repelieron a mano
armada al barco chileno Elisa Mason, obligándole a abandonar la
isla con los indígenas que había alcanzado a capturar y para proceder
posteriormente a perseguir a los nativos que habían logrado internarse
tierra adentro,

[…] quemándoles las habitaciones que encontraban abando-


nadas en el tránsito, hasta llegar a un gran plantío de cañas
dulces en que los indios y sus familias se habían ocultado.
Aquí hicieron alto los espedicionarios y colocados en diversas
posiciones, procedieron con su armas a un fuego graneado
dirigido al cañaveral con el fin que lo abandonaran los asi-
lados en él […], incendiaron a este y así conseguido se trabo
una riña entre espedicionarios i isleños de la que oculto que
los invasores perdieron cinco indios incluso un intérprete,
que fueron muertos a pedradas ignorándose las bajas de
los indios, que favorablemente seria el doble y mayor; en
atención a que estos no tenían más armas que las piedras y

124
Le Messager de Taiti (Papeete), 28 de febrero de 1863: 38.
125
«Interrogatoire du nommé Georges S. Nichols…», loc. cit.

498
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

los contrarios fusiles y otras semejantes. […]. La Isla donde


se ha realizado tal tropelía se encuentra en 27° 9’de latitud S
y 109° 25’ de longitud O, y que sucede se le dan a esta isla
diversos nombres126.

Al día siguiente, la tripulación de uno de los navíos volvió a tierra


para intentar nuevas capturas, «pero la actitud amenazante de los ha-
bitantes obligó a la gente a volverse inmediatamente […] no esperando
poder tomar más canacas», y decidiendo zarpar al otro día en los buques
La Carolina, El Castro, La Cora y El Guillermo, más un bergantín
desconocido –¿el Elisa Mason?–, cuyas tripulaciones armadas fueron
enviadas a la isla antes de zarpar, retornando al barco sin éxito debido
a la preparación de los isleños.
En definitiva, la acción tuvo como saldo un total de 200 isleños
capturados, quienes fueron maniatados y trasladados al Rosa Carmen
donde –según Nichols– «el aire resonó con sus gritos y gemidos»127.
Allí se distribuyeron entre los barcos en proporción al número de los
hombres que participaron en la razzia, y para diferenciarlos fueron
previamente señalados «por sus propietarios respectivos», utilizando
cada uno su propia identificación: «la marca del Guillermo –continúa
Nichols– era un collar grande, en el que estaba inscrito el nombre del
buque, el nombre del hombre y su número. Me dijeron que a bordo del
otro barco la marca era un tatuaje en la frente»128. Después de marcar a
los isleños levaron anclas el 26 de diciembre, siendo el Castro y el Gui-
llermo los últimos en partir. La barbarie, no obstante, persistió, cuando,
una vez embarcados los que estaban destinados al Cora, se planteó el
dilema respecto del destino que se le debería dar a una mujer rapanui
de avanzada edad. Después de una discusión entre el capitán y el so-
brecargo, decidieron arrojarla al mar, al considerar «que esa mujer era
muy vieja para que se vendiera»129. Robert Fletcher, cocinero del Cora,
declaró que solo el carpintero Nichols se opuso, siendo amenazado con
desembarcarlo allí mismo –es decir lanzado al mar– y concluyó que,
considerando la gran distancia que separaba al navío de tierra firme,

126
«El cónsul en Lima Tiburcio Cantuarias al Ministro de Relaciones Exteriores
de Chile» (Callao, 5 de febrero de 1863), ANH.MRE, vol. 117, fj. 592. La
verosimilitud de la narración se confirma con la exacta ubicación en latitud y
longitud de Rapa Nui.
127
«Interrogatoire du nommé Georges S. Nichols…», loc. cit.
128
Ibidem.
129
Ibidem.

499
Milton Godoy Orellana

era inevitable que la anciana se hubiese ahogado, sobre todo porque el


viento y la corriente le eran desfavorables130.
En síntesis, el impacto sobre Rapa Nui fue de alta cuantía demo-
gráfica, pues tal como declaró durante el juicio en Papeete el marino del
Cora, Jammes Connor, era un lugar común entre los testigos reconocer
que «las tripulaciones de varios barcos peruanos habían sacado por la
fuerza a un gran número de indios de la isla de Pascua»131.

Un epílogo mortal
Para iniciar un balance del tema, es interesante observar que al
analizar los contratos supuestamente presentados a los polinésicos,
estos contienen similares cláusulas y características que los contratos
usados para el traslado de chinos al Perú, aunque es sabido que estos
no siempre se respetaron, configurando un tipo de explotación laboral
con signos claros de esclavitud y que conllevaba una larga expoliación
por el tiempo que los contratos determinaban. Esta realidad se hace
mayormente clara en el caso de los habitantes de la Polinesia, quienes
enfrentaron el fraude de los supuestos contratos en una lengua que
no conocían y cuya lectura –de haberse realizado– fue hecha por los
personajes menos indicados para transparentar el acto.
Por otra parte, la individualización de los implicados en el tráfico
de esclavos rapanui se torna dificultosa por cuanto la identificación de
los barcos, sus dueños o arrendatarios se entrampa debido al frecuente
cambio de bandera y nombre de las naves, impidiendo un seguimiento
documental eficiente. Como hemos visto, esta práctica incluso impidió
que las autoridades de la época identificaran totalmente a los implicados.
También resulta problemático determinar la isla en la cual se captu-
raron los «colonos», puesto que los traficantes alteraban los nombres
de los lugares para evitar las posibles reclamaciones de las naciones
que tenían o se sentían con derechos sobre ese territorio. Como discutí
anteriormente para el caso de Rapa Nui, destaca que algunas islas ca-
recían de nombre occidental o poseían diferentes denominaciones que
obedecían a nomenclaturas asignadas por los capitanes de los barcos que
participaban en el tráfico para despistar a sus eventuales perseguidores.

130
«Interrogatoire du nommé Robert Fletchers, ancíen cuisinier à bord du Guil-
lermo», Le Messager de Taiti (Papeete), 28 de febrero de 1863: 39.
131
«Interrogatoire du nommé Jammes Connor, marin», Ibid: 40.

500
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

Otro elemento de importancia, es que el registro de los puertos


de salida y arribo no siempre quedó claro. Es así como algunas naves
partieron de Valparaíso y El Callao, pero otras también lo hicieron de
diferentes puertos peruanos –como Islay– o chilenos –como Caldera–132
para fondear luego en el mismo Callao, en San José de Lambayeque
u otros, imposibilitando un análisis más acabado en base a fuentes de
movimiento portuario.
Es importante destacar, una vez más, que si bien el destino final de
los esclavos rapanui fue el Perú, la participación en la captura, traslado y
venta de hombres, mujeres y niños de las islas benefició a un número más
amplio de comerciantes esclavistas, entre los que se contaron los propios
peruanos, españoles y chilenos –como hemos visto detalladamente para
los casos de José Tomás Ramos Font, Agustín Edwards Ossandón, Luis
Mason, José Cerveró, Carlos Dagnino y Hinrich Hinrichsen, entre los
que presentan evidencias documentales. Subrayemos, además, que entre
estos comerciantes se contaban tres importantes armadores de barcos
en el pequeño puerto de Constitución: Ramos, Mason y Cerveró, siendo
probable algún nivel de coordinación entre ellos.
Por otra parte, hemos visto cómo Polinesia fue escenario de una
verdadera competencia entre traficantes por llegar primero a las islas
con mayor número de habitantes y que, en lo posible, no hubiesen
sido visitadas por otros barcos. Y, por otro lado, en el proceso de
«enrolamiento» de los isleños es innegable la existencia de violencia
en la captura. No obstante, también hubo engaño para atraerlos a las
naves mediante el uso de comida y alcohol, como aconteció en Rua
Pua, donde según testigos se desarrolló «una innoble escena de orgía,
provocada y sostenida con aguardiente falsificado prodigado a los
indígenas», y que sirvió como escenario para «reclutar» isleños; estos,
aunque ebrios, al percatarse de la situación de embarque, se lanzaban
al mar para intentar escapar133.
En este contexto, uno de los escenarios donde predominó la cruel-
dad en la captura fue Rapa Nui, que en el siglo anterior a los hechos

132
Al respecto, Cantuarias escribía con información respectiva a «que ahora un
mes poco más o menos se ha despachado en Caldera uno de nuestros buques
con destino a la Polinesia y que este debe venir aquí con Colonos, desearía se
me remitieran, o se me diga si llegado el caso bastara solo mi aviso»: «Tiburcio
Cantuarias al ministro Tocornal» (Callao, 20 de abril de 1863), ANH.MRE,
vol. 117, s/f.
133
«Aviso del vapor Latouche Treville, Rada de Papeete, 22 de Febrero de 1863»,
Le Messager de Taiti (Papeete), 26 de febrero de 1863.

501
Milton Godoy Orellana

estudiados había sido escenario de duras confrontaciones y violencia


intrasocietal134. Durante los años en que el tráfico esclavista arreció,
por lo tanto, la sociedad isleña aún enfrentaba las consecuencias de
aquellos conflictos que minaron la capacidad de resistir de una comu-
nidad que cayó en la desorganización y vulnerabilidad135. Sin ir más
lejos, fue justamente en esta época donde aparentemente se provocaron
algunos casos de canibalismo, pues –como señaló Thomson hacia fines
del siglo XIX– varios de los isleños mayores reconocían haber comido
carne humana con frecuencia en su juventud, y describían el proceso
de cocción y preparación del «cerdo largo» para las fiestas136.
Para Alfred Métraux, por su parte, el impacto sobre Rapa Nui del
tráfico de personas significó la ruptura con su pasado, traducido en
la pérdida de las jerarquías, la fractura de los lazos tribales y la frag-
mentación de las familias137. Aunque en esta postura coinciden otros
investigadores, existen opiniones disidentes que, si bien consideran
este fenómeno como un quiebre de importancia, identifican mayor
persistencia de elementos de la tradición anterior al período esclavis-
ta. Recientemente, Rolf Foerster ha destacado que, de ser verdaderas
estas aseveraciones, habría sido imposible un hecho histórico como
el Acuerdo de voluntades de 1888 entre los rapanui y el gobierno de
Chile; Acuerdo que, a su juicio, expresaría en términos políticos lo más
cercano al denominado «cálculo salvaje», manifestado en la negociación
de protección mutua de ambas comunidades138.
Sin duda, al no conocer con meridiana claridad el número de los
isleños capturados, muertos y retornados, resulta más difícil evaluar
el impacto. No obstante, otro testimonio de un contemporáneo a los
hechos permite visualizar parte del problema con respecto a la tradi-
ción; pues, si consideramos que esta se sustenta eminentemente en el
proceso de enculturación –que significa la transmisión cultural de los
componentes más viejos a los jóvenes de una sociedad139–, la observa-
ción de Pierre Loti –marino del La Flore– resulta esclarecedora cuando

134
Estos conflictos tuvieron como resultado, entre otros, la práctica de refugiarse
en cavernas o islotes aledaños y el inicio del abatimiento de los moai, en algún
momento de los años que mediaron entre la expedición de Roggeveen (1722)
y la de Cook (1774): Bahn y Flenley, 2011: 251-252.
135
Mulloy, 1980: 17-30.
136
Thomson, 1891: 472 (traducción nuestra).
137
Métraux, 1950: 100.
138
Foerster, 2012: 61.
139
Harris, 1981: 124, 125.

502
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

afirma que en 1872 «las personas mayores, una vez numerosas, han sido
diezmadas por toda una serie de trastornos y desastres»140; fenómenos
que habrían afectado de manera importante a los descendientes de la
antigua aristocracia y a los sabios de la sociedad rapanui141. Proba-
blemente, el impacto fue muy alto, pero claramente no definitivo. De
hecho, otras islas sufrieron duros embates sobre su población, como el
caso de Nukulaelae, isla del grupo Mitchell, lugar «que más ha sufrido
durante la visita de esclavistas peruanos en 1863» –según los Annales
hydrographiques de 1871– y donde a esa fecha apenas sobrevivirían
unos noventa habitantes142.
Ahora bien, no obstante los problemas metodológicos para cuan-
tificar el monto de personas capturadas y para determinar las islas de
procedencia, en Perú se ha discutido en torno a un número de polinesios
capturados entre 1862 y 1863 que fluctúa entre 4.300 –provista por
Cecilia Méndez– y 2.816 –anotados por Mario Castro de Mendoza–;
cifra esta última que es considerada la más exacta, puesto que este
investigador alcanzó a precisar el número de trasladados para el 83%
de los 30 barcos implicados en el tráfico del período143; y si conside-
ramos dentro de la cifra entregada por Castro de Mendoza los 1.675
rapanui que habrían sido trasladados por esos mismos años –según las
condiciones que hemos revisado a lo largo del texto–144, sería posible
aventurar que estos isleños pudieron haber representado casi el 60%
del total de polinesios desplazados al Perú, aunque esta cifra es solo
tentativa y, por supuesto, requiere ser revisada.
Más difícil aún es establecer un porcentaje o número de los de-
vueltos a Rapa Nui y las demás islas. Por cierto, el drama del retorno
no fue menor debido a que los polinésicos eran abandonados en cual-
quier isla o porque –como se sospechaba– hubo capitanes que, una
vez en altamar, botaban por la borda a los trasladados, por lo que en
determinado momento se decidió embarcar a un oficial de la marina
peruana que actuaba como veedor en el proceso de devolución145. Pero

140
Loti, 2006 [1872]: 34.
141
Ramírez, 2008: 108.
142
AA.VV., 1871: 238.
143
Cf. Rodríguez Pastor, 1987.
144
Edwards Eastman, «Historia de la Isla de Pascua…», ANH.FV, vol. 1042, op.
cit.
145
Por esta razón se comisionó en cada nave a un oficial de la Marina de Guerra
del Perú, quien actuaba como la autoridad encargada de verificar la devolución
de los polinésicos a sus respectivas islas. Para un ejemplo ver «Al Ministro de

503
Milton Godoy Orellana

la mayor dificultad para establecer la dimensión del retorno se debe a


que la mortalidad en los valles peruanos fue significativa; realidad que
se puede configurar a propósito de la comunicación del cónsul chileno,
cuando informaba que en la hacienda de Montalbán –en Cañete– se
habían comprado 36 polinésicos al Adelante, de los cuales murieron 12
«por la obstinación en no querer comer y un continuo llorar tirados en
el suelo […] que demuestra el disgusto en que estos infelices se hallan
estrañando quizá el hogar»146.
No obstante, quien sí resumió con claridad científica la mortalidad
polinésica en la región de Chillón y Chancay –inmediatamente al norte
de Lima– fue el cirujano del barco francés Diamant, quien, comisionado
por su gobierno, entregó en junio de 1863 un informe al encargado de
asuntos exteriores de su país. Informe que calificó como «la cifras del
horror» y que incluía datos estadísticos «para darle una justa idea» a
las autoridades francesas del impacto de las condiciones laborales a
que estaban expuestos los polinésicos en Perú, mediante una tabla que
mostraba el caso de 14 haciendas de aquellos valles donde de los 222
«colonos» comprados murieron 140, con una mortalidad promedio de
64% respectivamente147.
Un lugar aparte merece el impacto de la viruela, la cual provocó
la muerte de centenares de isleños, tanto en el continente o durante su
retorno, como en las islas mismas, a las que algunos de ellos volvieron
infectados. Decidor resulta al respecto el informe del oficial peruano
Guillermo Black, comisionado para actuar como autoridad fiscaliza-
dora en el traslado de los polinésicos a sus islas, quien salió desde el
Callao el 4 de agosto de 1863 con 358 isleños para ser retornados a
Rapa Nui e islas aledañas. Black informó a su regreso que a pocos
días de navegación la viruela comenzó a hacer estragos, provocando la
muerte de 307 personas –el 86% de los retornados– con lo que apenas
pudo desembarcar «en las Islas de Pascua y Rapa el resto de cincuenta
y un Canacas»148. Como resultado de todos estos factores, la merma

Marina y Guerra» (Callao, 3 de diciembre de 1863), AHMP, Capitanía de Paita,


caja P5, sobre 10, s/f.
146
«Tiburcio Cantuarias al Ministro de Marina» (Callao, 20 de diciembre de 1862),
ANH.MRE, vol. 115, s/f.
147
«Reporte del señor cirujano mayor del Diamante, miembro de la comisión
encargada de investigar a los Canacas» (Lima, 28 de junio de 1863), ANOM,
Caja 42, doc. 3, s/f (traducción nuestra).
148
«Guillermo Black al Comandante General de Marina del Perú» (Callao, 11 de
diciembre de 1863), AHMP, Capitanía de El Callao, caja C12, fj. 101.

504
Los «colonos polinesios»
en Sudamérica

poblacional llegó a su punto más dramático en 1877, casi quince años


después del fin de los hechos estudiados, cuando los habitantes de Rapa
Nui eran solo 111149.
Pese a la presión internacional para la devolución de los «colonos»
a sus islas, es difícil cuantificar cuántos no pudieron hacerlo y tomaron
caminos diversos. Mientras algunos huyeron, desconociéndose su des-
tino, otros fungieron como sirvientes domésticos, aunque la tradición
oral isleña los vinculó, al inicio del siglo XX, con hechos históricos
posteriores a los años del tráfico, haciéndolos partícipes en la Guerra
del Pacífico como soldados chilenos y peruanos150.
De esta forma, la huella de los rapanui esclavizados, que jamás
regresaron a su isla, se perdió en el continente.

Documentación manuscrita
ADLC, Archives Diplomatiques de La Courneuve (Paris, Francia): Consu-
lado General de Francia en Santiago de Chile, correspondencia
comercial: vol. 9.
AHMP, Archivo Histórico de la Marina del Perú (Lima): vol. 139, caja P5
(sobre 10: Capitanía de Paita) y caja C12 (sobres 99 y 100: Capi-
tanía del Callao).
AHMRECh, Archivo Histórico del Ministerio de Relaciones Exteriores de
Chile (Santiago de Chile): vols. 21-A, 24, 27-A, 54, 58, 64.
ANA.NV, Archivo Nacional de la Administración (Santiago de Chile),
Notariales de Valparaíso: vol. 166.
ANH.JV, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Judicial de
Valparaíso: leg. 403.
ANH.MM, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Ministerio de
Marina: vols. 28, 96, 143, 928.
ANH.MRE, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Ministerio
de Relaciones Exteriores de Chile: vols. 115 y 117.
ANH.FV, Archivo Nacional Histórico (Santiago de Chile), Varios: vol. 1042.
ANOM, Archives Nationales d’Outre-Mer (Aix-en-Provence, Francia):
Caja 42.
SOASL.ASC, School of Oriental and African Studies Library (Londres),
Archives and Special Collections: CWM/LMS/South Seas/Incoming
correspondence/ Box 29.

149
Englert, 2004: 123.
150
Edwards Eastman, «Historia de la Isla de Pascua…», loc. cit.

505
Milton Godoy Orellana

Periódicos
El Araucano (Santiago), 1863.
El Comercio (Lima), 1862 y 1863.
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El Mercurio de Valparaíso (Valparaíso), 1862 y 1884.
El Peruano (Lima), 1862 y 1863.
Le Messager de Taiti. Journal Officiel des Établissements Français de
l’Océanie (Papeete), 1863.
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Cholitos, militares y activistas.
La «Sociedad Amiga de los Indios»
y la campaña de rescate de niños
indígenas (Lima, 1867-1868)*1

José Ragas

Después, tras contarme


las particularidades del desdichado hijo de Julia,
me hizo una pregunta tremenda: «Y dígame, si les
devolvemos a este, ¿usted cree que nos darán otro?».
Como si estuviéramos hablando de animales.
Benjamín Prado, Mala gente que camina

En algún momento de 1867, un grupo de soldados entró a una de


las numerosas comunidades que existían en el interior del país, algu-
nas de estas ubicadas a más de tres mil metros sobre el nivel del mar.
Sus habitantes sabían de las intenciones de los uniformados; mientras
algunos trataban inútilmente de resistir el ataque, otros intentaban
–también inútilmente– de huir. En cuestión de horas el poblado fue
saqueado, como castigo por rebelarse contra el gobierno. Los efectivos
cumplieron su tarea a cabalidad, encargándose de que el mensaje fuese
lo suficientemente claro como para que los pobladores no se atrevie-
sen a desafiar nuevamente a la capital. Era un código tácito el que los
soldados se apropiaran de los bienes de los derrotados, por lo que no
tardaron mucho en hacerse de las pocas cosas que los habitantes te-
nían en sus viviendas. Pero el botín más apreciado no eran los enseres
ni el dinero, sino los niños: en el mejor de los casos, cada uno de ellos

*
Quiero agradecer a Martín Monsalve por compartir sus agudas observaciones
sobre la «Sociedad Amiga de los Indios» y la sociedad civil del siglo XIX. De
igual modo, Patricia Palma me proporcionó bibliografía sobre la historia de
la infancia y leyó una versión previa del manuscrito, realizando importantes
observaciones a la misma. Deseo agradecer también a Ada Arrieta Álvarez y al
Instituto Riva-Agüero, por haberme dado las facilidades y el permiso correspon-
diente para incorporar una de las imágenes que acompañan el presente ensayo.

511
José Ragas

podía ser vendido por una buena cantidad en las ciudades, debido a la
necesidad de las familias acomodadas por contar con sirvientes dóciles
que ayudaran en las tareas de la casa.
La circulación forzada de niños indígenas hacia Lima no solo era
conocida sino hasta aceptada como algo natural. Esta articulaba una
vasta zona del país, desde la sierra sur y central hasta la capital, y se
trataba de una práctica cuyos orígenes se remontaban a los primeros
años de la sociedad colonial, pero que había cobrado nueva fuerza desde
mediados del siglo XIX. Avisos de sirvientes menores de edad que se
encontraban fugitivos aparecían en la prensa como parte de los anun-
cios cotidianos, señalando los rasgos físicos de estos, de modo que ello
contribuyera a su rápida captura. La sociedad parecía responder con
indiferencia a este tráfico humano infantil. Según lo refiere Sebastián
Lorente –educador y fundador de un importante colegio en la capital–,
transportar niños desde la sierra era una práctica habitual. Su opinión
proviene de quien por experiencia personal ejercía este tráfico. De acuer-
do a él, llevar «cholitos» para que trabajasen como sirvientes en alguna
casa limeña no implicaba ningún riesgo, pues «nadie os perseguirá ni
nadie os ha de censurar»1. Pero no todos permanecerían impasibles. Las
escritoras peruanas denunciaron este hecho, pero a veces con resultados
adversos –incluyendo el ataque a sus propiedades– tal como ocurrió con
Clorinda Matto de Turner, autora de la aclamada novela Aves sin Nido
(1889). Al igual que ella, muchas otras escritoras incluirían el tema del
rapto de niños y niñas indígenas en sus obras2.
La «Sociedad Amiga de los Indios», una corporación formada por
militares y civiles en 1867 –y la principal protagonista de nuestro ensa-
yo–, compartía la misma indignación y preocupación por el comercio
humano de los «cholitos» que Matto de Turner y otras plumas de ese
entonces. No obstante, a diferencia de estas últimas que llevaron la de-
nuncia al terreno de la narrativa y la ficción, los miembros de la Sociedad
decidieron intervenir directamente y encabezar un rescate masivo de
niños indígenas que se encontraban en poder de prominentes familias
en la capital. El presente ensayo utiliza la información generada por la
misma Sociedad para explorar uno de los episodios menos conocidos,
pero que tuvo un profundo impacto en la política peruana. La decisión
de un grupo de personas de desafiar al ejército y denunciar los abusos

1
Lorente, 1967 [1855]: 29.
2
Para un análisis a profundidad sobre el tratamiento de este tema por las escri-
toras peruanas, véase Denegri, 2004: 126-131.

512
Cholitos, militares y activistas

que cometían contra la población andina significó un giro decisivo en


la transición del poder militar al civil a inicios de la década de 1870.
Para comprender los alcances de este episodio hemos dividido
el ensayo en tres partes. La primera explica el mercado de trabajo de
sirvientes domésticos en la Lima de la época del guano (1850-1870,
aproximadamente), haciendo referencia al circuito de niños sirvientes
indígenas, cuya demanda motivará su apropiación y transporte a las
ciudades. El contexto político y económico que facilitó este circuito es
explicado en el acápite siguiente, donde también se analiza la aparición
de la «Sociedad Amiga de los Indios» que pretendió terminar con este
tráfico humano. La campaña de recuperación, así como sus límites, es
narrada y estudiada con detalle en la tercera parte.

La formación del mercado infantil


de trabajo en Lima
Hacia mediados del siglo XIX, la sociedad peruana estaba atra-
vesando por un intenso proceso de transformación social, política y
económica. La Independencia había ocurrido tres décadas atrás, sin
embargo no había provocado el cambio radical que uno podría ima-
ginar, tratándose de un proceso que significó la transición de colonia
a país autónomo. En cierta forma, el legado colonial aún seguía gra-
vitando sobre la joven república, sin que esta pudiese desembarazarse
del mismo. Pero todo eso estaba por cambiar. Desde mediados de siglo,
el país había comenzado a experimentar una serie de transformaciones
como consecuencia de su rearticulación con el mercado global, el cual
introdujo procesos similares a los que se estaban desarrollando en otros
países y que tendrían como objetivo la expansión del capitalismo y el
liberalismo político en un área que había estado sometida a tres siglos
de dominio colonial y a solo treinta años de vida republicana3.
Uno de estos procesos fue la extraordinaria disponibilidad de mano
de obra que se produjo como resultado de tres elementos conectados
entre sí: la abolición de la esclavitud, la abolición del tributo indígena
y la inmigración de trabajadores asiáticos4. Todo ello provocó una

3
Para un balance sobre la transición de Colonia a República, véase Contreras,
2012.
4
Si bien carecemos de trabajos sobre migración interna, existen otros sobre la
abolición de la esclavitud y la llegada de coolies asiáticos: Aguirre, 2005; Ro-
dríguez Pastor, 1989, entre otros.

513
José Ragas

abundante oferta de mano de obra y aceleró un proceso de movilidad


geográfica y social, teniendo como telón de fondo la explotación del
guano como fertilizante y los recursos que esto significó para el Estado
peruano. A diferencia de otros escenarios, donde la movilidad geográfica
favoreció y aceleró el proceso de industrialización, en el caso peruano
un grupo considerable de personas que se desplazaron a las zonas ur-
banas entraron a trabajar como sirvientes domésticos, ante la ausencia
de fábricas o proyectos similares5. Así, una sobreoferta de trabajadores
y una clase media en expansión, enriquecida por el dinero del guano y
necesitada de sirvientes para legitimar su estatus, constituyen el marco
en el que se desarrollará nuestra historia.
Para los recién llegados, el trabajo doméstico ofrecía una serie de
ventajas6. Como ya lo mencionamos, existía una demanda creciente
para quienes desearan trabajar como parte del cuerpo de sirvientes
de una casa. Además, la diversificación al interior de este cuerpo de
trabajadores permitía que el o la aspirante pudiese insertarse depen-
diendo de sus habilidades, aunque lo más probable es que comenzara
en la escala más baja de dicho «oficio». Por ello, no había necesidad
de tener una preparación tan sofisticada, a diferencia de otras opciones
laborales donde no solo se requerían conocimientos previos sino que
había que lidiar con una serie de procesos para poder entrar a dichos
círculos –como el artesanado, por ejemplo, regido por un mecanismo
de maestros y aprendices que venía de la época colonial y que fue abo-
lido recién en 18627. Las redes familiares y de paisanaje consiguieron
vencer algunas de estas trabas, permitiendo una inserción menos difícil
del recién llegado en el mundo de los sirvientes domésticos.
Desde el punto de vista de los patrones, este proceso de movilidad
geográfica permitió reemplazar a la entonces liberada mano de obra
afroperuana por sirvientes de origen mayoritariamente andino. Sin
embargo, los mecanismos a través de los cuales patrones y migrantes
entraban en contacto distaban mucho de ser considerados un mercado.
Incluso cuando extendiésemos el significado de este concepto, el sistema
de contratación y el trato con los sirvientes domésticos estaban regidos
por un sistema pre-capitalista, de vínculos personales y paternalismo.

5
Para una interpretación sobre la ausencia –o fracaso, según se quiera ver– de
proyectos industrializadores en el siglo XIX, véase Gootenberg, 1998.
6
El servicio doméstico ha sido analizado para el caso peruano por Aguirre, 2008,
y Cosamalón, 2012, entre otros. Un trabajo que merece destacarse, dado que
analiza el tema para el interior del país, es el de Christiansen, 2005.
7
García-Bryce, 2008: cap. 2.

514
Cholitos, militares y activistas

Es cierto que existía un sueldo de por medio, pero eso no convertía las
relaciones laborales entre patrón y sirviente en un sistema económico
donde ambas partes pudiesen entrar y salir del mismo o disolver el vín-
culo laboral por voluntad. En realidad, además de estar inserto en un
sistema pre-capitalista, el principal rasgo que caracterizaba al servicio
doméstico de estos años fue la inestabilidad. Las denuncias sobre sir-
vientes que habían huido inundaban la prensa, junto con las peticiones
de los patrones –hechas en un tono más bien amenazante– para que
aquellos fuesen devueltos a la brevedad posible, como si se tratara de
posesiones y no de trabajadores que veían en la fuga la única manera
de romper el vínculo con la casa y sus ocupantes.
Uno de los grupos más visibles dentro de las casas fueron los
«cholitos», nombre que recibían los niños indígenas que entraban al
servicio doméstico8. Su presencia no era desconocida para ese entonces
y –como lo señala Teresa Vergara– ya era posible encontrarlos desde
la temprana sociedad colonial, especialmente en Lima, a donde llega-
ban traídos por sus propios padres o por encomenderos9. Este patrón
continuó aún en períodos más tardíos, cuando la clase encomendera
se encontraba próxima a desaparecer, momento en que otros agentes
–como apoderados o curas– tomaron su lugar, haciendo las veces de
nexo entre las áreas rurales y los tempranos centros urbanos. Es difícil
precisar el número exacto de cuántos de ellos existían en Lima, pero los
primeros censos modernos «casa por casa» –en reemplazo de aquellos
basados en criterios fiscales– y la información de la prensa dan cuenta
de que se trataba de un sector numeroso y que no estaba confinado al
interior del espacio doméstico10.

8
Ver el artículo pionero de Alberto Flores Galindo sobre este tema: Flores Galindo,
1994. La historia de la niñez apenas ha comenzado a ser explorada en el país.
Para una aproximación bibliográfica en el Perú, véase Vergara, 2012: 95, n. 144.
Ya a inicios de la década de 1980, Flores Galindo llamaba la atención sobre la
necesidad de contar con una historia de la niñez: Aguirre y Ruiz Zevallos 2011:
205.
9
Vergara, 2012.
10
Cosamalón, 2012.

515
José Ragas

«Domésticos en el Perú», en Carleton, 1967 [1866].

Si bien muchos testimonios señalan que estos niños fueron traídos


para trabajar al interior de las casas de familias de Lima, solo algunos
indican la manera en que este circuito fue creándose y tomando forma11.
Como ya lo indicamos, parte de esta inmigración estaba conformada
por aquellos que eran traídos por sus apoderados o que venían de ma-
nera voluntaria a trabajar en la ciudad. Por otro lado, dada la enorme
demanda por sirvientes domésticos, especialmente de menores de edad,
no es difícil imaginar un mercado negro de niños alimentado, de un
lado, por las familias de las clases alta y media, necesitadas de estos;
y, por otro, un grupo de personas que desarrollaron mecanismos para

11
Un texto clave para entender el sistema forzado de trabajo infantil en América
Latina es el de Milanich, 2011. Asimismo, el ensayo de Eugenia Bridikhina
aborda un caso similar de tráfico infantil para La Paz, Bolivia: Bridikhina, 2007:
288.

516
Cholitos, militares y activistas

conseguir que los niños les fuesen entregados por sus padres –de modo
voluntario o usando la coerción– para luego trasladarlos a la capital, o
entregándolos a otras personas que hacían las veces de intermediarios
en este comercio humano. La década de 1860 representó un momento
particular de esta práctica, amparada en la impunidad y la ausencia de
denuncias. La aparición de una organización civil como la «Sociedad
Amiga de los Indios», en medio de la difícil coyuntura de 1867-1868,
permitiría exponer la red de traficantes de niños y tratar de revertir
esta experiencia al retornar a los niños secuestrados a sus familiares.

La pluma y la espada:
Juan Bustamante y la «Sociedad Amiga de los Indios»
La fundación de la «Sociedad Amiga de los Indios» articuló dos
fenómenos que se estaban produciendo en el país en la década de 1860.
Por un lado, su aparición se inserta dentro de los cambios en las prácticas
de sociabilidad que condujeron a la creación de cientos de organizacio-
nes y asociaciones en el Perú. Carlos Forment, quien ha estudiado este
fenómeno en diversos países de América Latina, considera que entre
1830 y 1879 se crearon no menos de seiscientas asociaciones en el Perú,
de las cuales 371 surgieron entre el Combate del 2 de Mayo (1866) y
la Guerra del Pacífico (1879)12. La Sociedad se ubica precisamente en
esta coyuntura, marcada por una mayor participación de cierto sector
de la población en las asociaciones, en la prensa y en las elecciones.
Sus fundadores incluían sesenta personas que vivían en la capital y que
provenían de un grupo heterogéneo de abogados, maestros, militares,
políticos, hacendados, comerciantes y dueños de bancos13. Algo que ha
llamado la atención de los estudiosos de la Sociedad es la participación
de militares; y no en puestos menores, sino a la cabeza de la misma, ya
sea como su principal entusiasta –el coronel Juan Bustamante– o como
su líder –el general José Miguel Medina.
Por otro lado, la conformación de la Sociedad fue una respuesta
a los conflictos que se venían produciendo en el interior del país a raíz
de la reimplantación del tributo indígena. Abolido en 1854 debido a
los ingentes ingresos que el guano producía a las arcas estatales, hacia

12
Forment, 2003.
13
El estudio más completo sobre la Sociedad lo ha realizado Martín Monsalve,
2009. Para otras aproximaciones a esta organización, véase Forment, 2003:
297-298.

517
José Ragas

mediados de la década de 1860 se estaba nuevamente estudiando la


posibilidad de reimplantarlo ante la eventual amenaza de la extinción
de este recurso. Su ejecución no iba a ser nada sencilla, incluso cuando
se buscó cambiar el nombre a «contribución personal». Lo cierto es
que la extinción del tributo había dejado a autoridades –como prefectos
y subprefectos– desprovistos de una nada desdeñable fuente de poder
económico y político. De ahí que no sorprenda encontrarlos respaldando
los negocios de los hacendados y cubriendo los abusos cometidos hacia
la población indígena. La reinstauración del tributo indígena dio lugar
a una serie de tropelías y abusos por parte de los efectivos militares y la
elite terrateniente. Los hacendados, en especial, habían estado esperando
una oportunidad para expandir sus propiedades y controlar la mano
de obra indígena, en un momento de expansión agrícola y exportación
de diversas materias primas al mercado mundial. Las acciones tomadas
por el ejército a nombre del gobierno contra las provincias alzadas y
la impunidad con que procedieron incentivaron también a que parti-
culares aprovechasen la situación para buscar apropiarse de las tierras
comunales por medio de la fuerza.
Testigo directo de estos abusos, el coronel mestizo Juan Bustaman-
te decidió emprender una cruzada personal contra la violencia que se
estaba produciendo en el interior del país, y que le costaría la vida14.
Militar –pero imbuido de un sentimiento anti-militarista–, comerciante
y parlamentario, Bustamante había comenzado su cruzada por medio
de la prensa, enviando una serie de cartas al diario El Comercio de
Lima en las que denunciaba la explotación de la población andina.
Uno de sus pasos más audaces fue el envío de un cuestionario a su red
de exprefectos (la máxima autoridad departamental), interrogándolos
sobre qué medidas debían adoptarse para sacar a la población andina
de la situación de abandono en la que se encontraba. Publicado luego
como Los Indios del Perú, el prólogo apareció en El Comercio y sor-
prende que un texto tan incendiario, que vaticinaba una «tempestad
en los Andes» de no tomar las medidas correctivas necesarias, no haya
llamado la atención de las autoridades15. En uno de los pasajes, el co-
ronel avizoraba un escenario en el que «[…] tiemble la costa del Perú,

14
Para conocer más sobre Bustamante, véase el reciente libro de Jacobsen y Do-
mínguez, 2011; y el estudio de Mc Evoy, 1999.
15
El término «tempestad en los Andes» hace referencia a un conocido libro del
escritor indigenista y etnólogo Luis Valcárcel, con prólogo de José Carlos Mariátegui:
Valcárcel, 1927. El «Prólogo» a cargo de Bustamante fue publicado en el diario El
Comercio (Lima) [en adelante, EC], nº 9393, 12 de julio de 1867: 3.

518
Cholitos, militares y activistas

y los muros de su capital se estremezcan, los lugares de recreo se bañen


de sangre»16. Estos mensajes hicieron eco en un grupo de notables que
compartía la preocupación del coronel, por lo que decidieron unir
esfuerzos y formar una asociación que cumpliera con tales propósitos.
Que El Comercio haya sido el principal vocero de la Sociedad fue
una decisión muy acertada, pues se trataba del periódico con mayor
vigencia y alcance17. Fundado en 1839, y con dos ediciones diarias,
había logrado mantenerse en circulación mientras sus competidores
aparecían y desaparecían por docenas, bajo el cobijo de las efímeras
coyunturas electorales y de la naciente esfera pública que se disparó
desde mediados de siglo, expandiendo el mercado impreso de periódicos,
folletos y libros hacia un público que los leía directamente o de oídas18.
Dirigido por el chileno Manuel Amunátegui, el diario se encargó de
comunicar a sus miembros las reuniones que tendrían lugar en los días
siguientes y de hacer saber a los demás interesados sobre las múltiples
actividades de sus integrantes. En el tiempo que duró la Sociedad, estas
reuniones tuvieron cierta periodicidad, lo cual permitió llevar a cabo la
ambiciosa agenda propuesta, apoyada por los nuevos integrantes que
se iban sumando. La correspondencia fue otra vía empleada por los
miembros, de modo que pudieron establecer comunicación y coordinar
las tareas que se habían propuesto.
La publicación de sus actas y de sus logros en la prensa contribuyó
al entusiasmo de quienes querían unirse a la joven organización, por
lo que la Sociedad pronto se vio desbordada por peticiones para crear
filiales en regiones. Sus miembros fundadores intentaron poner freno a
esta avalancha de pedidos, enfatizando que solo reconocerían aquellas
sucursales autorizadas directamente por la central de Lima19. Mientras
las demás asociaciones civiles se encontraban restringidas al ámbito
regional –departamental–, la Sociedad aspiraba a tener representación
nacional. Hasta ese entonces, la mayor parte de este tipo de organiza-
ciones –como los clubes electorales– habían realizado tímidos esfuerzos
por expandirse fuera de Lima, pero sin resultados prometedores, lo
que las había llevado a autodisolverse tras cada comicio, incluso si su

16
EC, nº 9393, Ibidem.
17
La Sociedad también publicó artículos en El Nacional, pero El Comercio sería
su principal medio de comunicación.
18
Sobre el diario en sí, véase Peralta, 2003. En cuanto a circulación de información
y patrones de lecto-escritura: Ragas, 2007.
19
Sobre el alcance nacional de la organización, véase Muecke, 2004: 57.

519
José Ragas

candidato había logrado ganar el sillón presidencial20. En ese sentido,


si bien rompieron el marco geográfico al que se hallaban inicialmente
restringidas, no pudieron hacer lo mismo en el tiempo: desde que la
Sociedad hizo su aparición en público, en septiembre de 1867, hasta
que dieron por concluidas sus actividades, transcurrió poco más de
un año; aunque aparecerían artículos firmados con dicho membrete
hasta 187121.
En los meses que rodearon la aparición de la Sociedad, las rebelio-
nes contra la contribución personal de los indios se habían extendido a
todo el país. Conviene detenernos en dos áreas en particular: Ayacucho
y el Valle del Mantaro, puesto que son los lugares principales desde
donde llegaron los niños secuestrados a Lima. Ubicada al sur del país,
la provincia de Parinacochas pertenecía al departamento de Ayacucho,
lugar donde también se había sellado la Independencia en 1824. Lo que
no sabemos es si esto se produjo en el mismo trayecto de las tropas
que entraron a los poblados del Valle del Mantaro, una de las regiones
más dinámicas y ricas del país. De acuerdo a una lista enviada por los
habitantes de Parinacochas –de donde provenía el grueso de los niños– y
publicada en el diario vocero, se trataba de nueve niños y niñas, cuyas
edades oscilaban entre los dos y los diez años22. Un segundo grupo
provenía de diversas áreas del Valle del Mantaro, como Jauja, Tarma y
Huancayo. Los padres habían tratado de brindar la mayor cantidad de
información posible, como la edad, el nombre y los parientes cercanos,
con la esperanza de que esto contribuyera a su identificación.
De acuerdo con su pronunciamiento original, los miembros de la
Sociedad se habían planteado dos objetivos concretos: conseguir que
quienes hubiesen sido enlistados de manera forzada fuesen puestos
en libertad, y recuperar los niños traídos de las zonas anteriormente
mencionadas y que se hallaban retenidos contra su voluntad en Lima23.
Para obtener ambos objetivos conformaron una comisión que debía
tomar contacto con el presidente de la República y hacerle llegar esta
preocupación. El encargado de proseguir con las diligencias fue el
mismo Bustamante, cuya reputación estaba por encima de toda duda
y cuyos contactos en el mundo militar podían facilitar la labor de la

20
Ragas, 2003. Para un panorama más amplio sobre el fenómeno del asociacio-
nismo, véase Monsalve, 2005 y 2009; Forment, 2003; Muecke, 2004.
21
Muecke, 2004: 58; Monsalve, 2009: 242.
22
La lista de los niños y niñas secuestrados se encuentra en la sección «Comuni-
cados», EC, nº 9456, 3 de septiembre de 1867: 3.
23
Ibidem.

520
Cholitos, militares y activistas

Sociedad. La auspiciosa actitud inicial del Ejecutivo a las demandas de


la Sociedad viró de pronto hacia una pasmosa indiferencia. El primer
asunto pareció no caminar muy bien y un comunicado de la organi-
zación daba cuenta de que tomaría más tiempo del esperado liberar a
todas las personas detenidas, entre las que se encontraban no solo niños
y jóvenes sino también autoridades de las localidades intervenidas así
como padres de familia24.
Puede parecer una ironía cruel con lo que ocurriría después, pero
en algún momento anterior Bustamante había planteado en uno de sus
escritos la necesidad del envío de niños indígenas a las ciudades para ser
educados25. Como muchas otras propuestas de esa época, Bustamante
consideraba que la educación era una de las vías más efectivas para
«desindianizar» a la población andina, facilitando su inserción; y por
ello en su proyecto había desarrollado una cuidadosa red de circulación
de niños, desde las aldeas altiplánicas hasta la capital. Para resumirlo,
Bustamante consideraba que los comuneros debían enviar a sus hijos
en caravanas a un anexo cercano, donde el gobernador los recibiría
para prepararlos en su jornada. Ya apertrechados de comida, llegarían
a Arequipa. La travesía aún incluía un tramo hasta el cercano puerto
de Islay, donde otro agente conocido suyo los pondría a buen recaudo
para que pudiesen llegar hasta el Callao.
El cuidadoso proyecto de Bustamante –no es necesario decirlo–
jamás llegó a cumplirse, al menos no en el corto plazo26. En su lugar, la
«Sociedad Amiga de los Indios» tuvo que poner a un lado las discusio-
nes y los debates en la esfera pública para organizar una campaña de
localización y recuperación de niños indígenas en la capital. ¿Por dónde
empezar la búsqueda? Como ya hemos visto, el mercado de sirvientes
domésticos se encontraba en uno de sus momentos de expansión; y
buscar niños sirvientes no era necesariamente una tarea fácil, en un
mercado que se alimentaba indistintamente de hombres, mujeres o
menores de edad. La Sociedad concentró gran parte de sus esfuerzos
24
EC, nº 9463, 9 de setiembre de 1867: 4. Una lista de las personas arrestadas se
encuentra en la sección «Comunicados», EC, nº 9456, passim.
25
Rénique, 2004: 37.
26
Parece ser que en algún momento, la Sociedad abrazó este plan y lo hizo suyo.
Con más recursos y un prestigio ganado, esta organización estaba en condicio-
nes de buscar más auspiciadores, como efectivamente ocurrió. Dos años más
tarde, el director de la escuela privada «Colegio de la Unión» comunicaba a
la Sociedad que su institución educativa estaba dispuesta a sufragar los gastos
para que quince niños indígenas –uno por cada provincia de Cusco– pudiesen
estudiar gratuitamente: Monsalve, 2009: 227.

521
José Ragas

en la ubicación y recuperación de los niños arrebatados a sus padres


por efectivos del ejército en el interior del país. Esta operación pondría
a prueba la capacidad de los integrantes de la Sociedad y su impacto
en la sociedad civil.

La campaña de recuperación
Los miembros de la «Sociedad Amiga de los Indios» tenían ante sí
una tarea que pocos podrían envidiar. No siempre las noticias sobre el
paradero de los niños indígenas secuestrados eran exactas y en el sub-
mundo de la servidumbre doméstica infantil la reconstrucción de cómo
habían llegado los niños a las casas de los patrones no siempre debió
haber sido clara. Ello dificultó hasta cierto punto la labor inicial de los
integrantes de la Sociedad, quienes debieron haber recibido abundante
información por medio del diario. Los esfuerzos coordinados de esta
organización se unieron entonces a los emprendidos por los padres de
las criaturas. Algunos de ellos realizaron desesperados esfuerzos por
ubicar a sus hijos e hijas una vez que los soldados abandonaron sus
pueblos, como sucedió con la madre de Petronila, quien se dio cuenta
de que no tenía tiempo que perder y marchó tras la tropa que se había
llevado a su hija. Fue así que llegó por primera vez al puerto del Callao,
donde, no obstante, perdió el rastro de la niña, confundida entre la
multitud que se agolpaba para tomar el tren en dirección a la capital27.
Cuando los padres hicieron pública la denuncia por el secuestro
de sus hijos, tuvieron el cuidado de incluir el nombre de los oficiales
responsables de dicho acto. Sabemos que entre los involucrados esta-
ban oficiales de apellido Araníbar, Alcázar y Baldeón, así como un tal
comandante Gutiérrez. La información permitió saber que los niños se
hallaban retenidos tanto en las casas de sus captores como en estableci-
mientos militares. Uno de ellos permanecía en el domicilio del coronel
que había sido parte de la expedición punitiva, mientras otro había
sido entregado a su esposa28. La exposición pública no debió haber
sido del agrado de los uniformados, pues a los pocos días de haberse
hecho público el tema, Elías Suárez –a cargo de la expedición que entró
en Parinacochas– escribió una furibunda carta a El Comercio, donde
deslindaba su responsabilidad y la de sus hombres a cargo en las acu-
saciones que le imputaban los «anarquistas». Su defensa, en realidad,
27
EC, nº 9457, 4 de septiembre de 1867: 3.
28
EC, nº 9460, 6 de septiembre de 1867: 3.

522
Cholitos, militares y activistas

dejaba mucho que desear. Luego de narrar las penurias que tuvieron
que pasar para llegar a la zona rebelde, Suárez trataba de justificar dos
hechos concretos: el reclutamiento de campesinos y la apropiación de
sus bienes. Esto último lo hizo señalando que «culpa fue de la falta de
fondos» y que no es «vez primera que se procede de este modo». Y en
cuanto al reclutamiento forzoso y la captura de personas de las zonas
vencidas, consideraba que estaba justificado por cuanto se trataba de
enemigos y espías. Así, toda sombra de acusación o duda sobre el des-
empeño de su liderazgo debía ser desestimado y su «humilde nombre»
reivindicado públicamente29.
La tarea de ubicación y recuperación no fue sencilla, por varias ra-
zones. Quizás la principal haya sido la información disponible, dado que
pocos se atrevían a denunciar a los militares ante posibles represalias.
Si bien además de los nombres y la edad, los padres habían incluido
el nombre del oficial que había secuestrado a sus hijos, los datos eran
insuficientes para su localización exacta. La información era actualizada
a diario para poder tener un perfil más exacto de a quiénes se debía
buscar. A uno de los secuestrados inicialmente se le había adjudicado
una edad mayor a la que tenía, posiblemente para evitar su búsqueda,
lo cual fue rápidamente aclarado por la Sociedad30. Asimismo, se hizo
saber que la hija de una tal Luisa García había sido raptada por los
efectivos militares y entregada a una familia. Pero luego esta noticia
tuvo que ser desmentida ante el detalle de que tanto la madre como
la hija habrían llegado voluntariamente a Lima acompañadas por un
soldado31. ¿Presiones para cambiar la versión? Los datos no permiten
dilucidar esta posibilidad, por más que la versión de un arribo voluntario
a la capital con un soldado sea poco creíble.
La Sociedad sirvió de intermediaria entre la Intendencia de Policía y
los padres de las criaturas. Una vez recuperadas, el intendente procedía a
entregárselas a la Sociedad y estas a sus padres. Cada caso era asignado
a una persona en particular, la cual se comprometía a hacer un segui-
miento y devolver al niño o niña secuestrada con sus progenitores32. No
obstante, aun cuando tuviesen la mejor de las voluntades, el esfuerzo
de la Sociedad estaba limitado por la acción de las autoridades. Por
los comunicados que hicieron públicos, podemos saber que el «celoso»

29
EC, nº 9467, 12 de septiembre de 1867: 3.
30
EC, nº 9461, 7 de septiembre de 1867: 3.
31
EC, nº 9460, 6 de septiembre de 1867: 3.
32
EC, nº 9530, 5 de noviembre de 1867: 3.

523
José Ragas

intendente de policía, José Francisco Andraca, estuvo del lado de esta


campaña y colaboró como mediador entre la Sociedad y las familias que
retenían a los niños33. Con el paso de los días, la red de colaboradores
se fue ampliando y rebasó la conexión inicial con el intendente. Auto-
ridades de menor rango –como los subprefectos– también colaboraron
en la campaña, reenviando a aquellos niños que habían sido obtenidos
como botín34. De igual manera, personas sin mayor jerarquía política
que ostentar conformaron parte de esta cadena humana a través de
cuyas manos pasaban los niños de retorno a Lima, primero, y luego a
sus padres, sea que estos se hallasen aún en la capital o en sus poblados.
En el primer caso, cuando los padres se encontraban en Lima esperando
noticias de sus hijos, bastaba con publicar un aviso informándoles que
podían acercarse a las oficinas del diario para el reencuentro. La Socie-
dad cuidó todos los detalles logísticos para asegurarse de que los recién
rescatados llegaran a sus lugares de origen. No solo costearon los pasajes
por mar y tierra para este propósito, sino que pusieron a una persona
como encargada de llevarlos de regreso al interior del país35. Además,
como una forma de incentivar la localización de los secuestrados, esta
asociación comenzó a ofrecer una recompensa de diez pesos por cada
niño que les fuese entregado36.

33
EC, nº 9460, passim. El calificativo de «celoso» en EC, nº 9461, passim.
34
EC, nº 9557, 30 de noviembre de 1867: 3.
35
EC, nº 9548, 21 de noviembre de 1867: 3; EC, nº 9485, 27 de septiembre de
1967 (segunda edición): 2-3; EC, nº 9567, 9 de diciembre de 1867: 4.
36
Parece que el cobro de recompensas por retornar personas extraviadas era una
práctica usual desde la década de 1830.

524
Cholitos, militares y activistas

Colección Dammert. Álbum 1. DAM-A1-0037. Archivo Histórico Riva-


Agüero-IRA-PUCP.

En algún momento, los miembros de la Sociedad tuvieron que


darse cuenta que la buena voluntad no iba a ser suficiente para que
quienes tuviesen a los niños los devolviesen de buenas a primeras. Si
bien la campaña se basó inicialmente en una petición pública para
que dichas personas los entregasen a las autoridades, pronto se dieron
cuenta que esto no tendría el efecto buscado. Si las familias retenían a
los niños era porque no existía ningún tipo de presión que las obligara
a devolverlos. Teniendo en cuenta los vínculos que estas familias debían

525
José Ragas

tener con las altas esferas del gobierno, los reclamos de un pequeño
grupo de liberales debieron parecerles, si es que no ridículos, más bien
inofensivos37. Después de todo, la Sociedad no era un grupo político
de presión sino una suerte de colectivo que se estaba enfrentando a los
militares y al sector conservador de la sociedad. Para el momento en
que esta confrontación ocurría, ambos oponentes se sentían seguros de
su alcance: el uno basándose en la emergente esfera pública nacional,
y el otro en la tradición y los recursos del Estado. Esta pugna de fuer-
zas contribuiría a la tensión entre los sectores civiles y militares, cuyo
desenlace se resolvería pocos años después de manera sangrienta con
la rebelión de los hermanos Gutiérrez en 1872, considerado como un
desesperado intento para evitar que un civil asumiese la presidencia de
la República.
Puede que por escrúpulos, o ante la noticia de la toma de acciones
por parte del intendente en la búsqueda de los niños secuestrados, al-
gunas familias hubiesen decidido devolverlos por voluntad propia. Es
el caso de una señora que tenía a uno de estos niños y que lo entregó a
dicha autoridad «bajo la persuasión de que había sido adquirido de otro
modo», pero que las noticias publicadas en El Comercio la habían pues-
to al tanto del verdadero origen de su flamante compra38. Por supuesto,
no todos tuvieron la misma consideración. Cuando Luisa Aguilar llegó
a Lima y averiguó el paradero de su hija, se dirigió apresuradamente
a tocar la puerta de la casa donde esta se encontraba, solo para que
el jefe de familia –un comandante– la emprendiera a puntapiés contra
ella y le increpara el costo económico que habría supuesto traer a la
pequeña hasta la ciudad39.
Vicente Contreras, uno de los niños raptados, tuvo la oportunidad
de contar cómo había llegado a Lima desde el poblado de Mirmac, en
Parinacochas. Según su testimonio, un grupo de soldados entró de ma-
nera violenta a su casa y procedió a registrar el interior de esta, luego
de enviar a los animales al patio. Al ver que no había nada de valor
en la humilde vivienda, decidieron tomar como botín al niño, a quien
luego entregarían a una casa necesitada de sirvientes, en la capital40.
Otro de ellos, Lucas Narrea –de cuatro años–, contó una historia si-
milar: dos uniformados entraron a su choza en el poblado de Ccasa y

37
EC, nº 9460, passim.
38
EC, nº 9461, 7 de septiembre de 1867: 3.
39
EC, nº 9457, passim.
40
EC, nº 9461, passim.

526
Cholitos, militares y activistas

uno de ellos le dijo al otro de manera brusca: «Gaspar Vargas, toma o


agarra a este cholito; y fui arrebatado sin que importasen gritos, lloros,
esfuerzos de los padres»41. Poco importó, por su parte, que la madre
de Petronila Guillén, de ocho años, le rogase al oficial para que soltara
a su hija. Este apartó a la desconsolada mujer y se marchó con la niña
con rumbo desconocido42. Todos ellos compartían una historia más o
menos similar, pues habían sido arranchados directamente de sus padres
o cuando estos no se encontraban presentes.

Epílogo
Después de varios meses de intensa búsqueda, hacia fines de 1867
la campaña a favor de los niños indígenas secuestrados parecía haber
llegado a su fin. No sabemos cuántos de estos fueron traídos de ma-
nera forzada a Lima ni cuántos lograron ser llevados de vuelta al sur.
Hacia septiembre solo se había podido ubicar a tres de los niños y en
los meses siguientes hicieron lo propio con otros más. Los infantes se
encontraban en distintas condiciones: en tanto unos fueron hallados
en una situación lamentable, otros habían sido cuidados y vestidos con
ropas nuevas. Mientras se encontraban en custodia en la imprenta del
diario, los niños recuperados recibieron alimentos y ropa de otros do-
nantes, algunos de ellos niños también43. Sin embargo, incluso cuando
se habían invertido enormes esfuerzos en la campaña, otros asuntos
más urgentes reclamaban la atención de la Sociedad.
En efecto, cuando esta organización estaba recogiendo información
sobre los niños secuestrados y haciendo las gestiones para que su recu-
peración y devolución llegasen a buen puerto, su miembro más visible,
Juan Bustamante, había continuado con su cruzada personal. Un mes
después de fundar la Sociedad se había dirigido a su Puno natal, desde
donde encabezó la defensa del régimen presidido por el debilitado pre-
sidente Mariano Ignacio Prado ante un levantamiento que pretendía
derrocarlo. Las fuerzas de Bustamante fueron derrotadas a inicios de
1868 y la región fue asolada por completo44. Los líderes fueron ence-
rrados en chozas y quemados vivos en su interior. Pero Bustamante
no fue ejecutado junto con ellos. En vez de eso, el anciano coronel fue

41
EC, nº 9496, 7 de octubre de 1867: 3.
42
EC, nº 9457, 4 de septiembre de 1867: 3.
43
«Indios. Dos niños restituidos», en Ibidem.
44
González, 1987: 15.

527
José Ragas

obligado a cargar los cuerpos de sus compañeros fallecidos y, luego de


ser torturado, terminó su vida ejecutado y decapitado. En el lugar de
su muerte los pobladores levantaron un pequeño monumento que se
mantiene en pie hasta el día de hoy.
La muerte de Bustamante inició el lento declive de la Sociedad.
Aun cuando su existencia fue breve, esta llevó su labor filantrópica
más allá de sus objetivos originales, procediendo a realizar una crítica
feroz y abierta contra el sistema militar que venía manejando al país
desde la Independencia. De acuerdo a Nils Jacobsen, la labor de la So-
ciedad representó un quiebre en la relación entre la sociedad civil y el
Estado en el Perú, pues hasta ese momento ninguna organización había
podido intervenir de la forma como lo hizo la Sociedad en los asuntos
de gobierno y presionar para reorientar la política social45. De igual
modo, y a pesar que tuvo una vida activa muy breve, su ejemplo fue
seguido por otras organizaciones, especialmente por una que pondría
fin al dominio de los militares: la «Sociedad Independencia Electoral»,
también conocida como Partido Civil, que llevaría a la Presidencia al
primer mandatario civil, Manuel Pardo46.
La notable actuación de los miembros de la «Sociedad Amiga de los
Indios» en la recuperación de los niños indígenas secuestrados, precedió
a las campañas humanitarias que tendrían lugar posteriormente. Niños
secuestrados, militares y activistas volverían a encontrarse un siglo
después, aunque en otras partes del continente, cuando se organizaran
las campañas de ubicación y recuperación de niños arrebatados por los
regímenes dictatoriales del Cono Sur a las prisioneras políticas, muchas
de ellas ejecutadas. De manera similar a sus contrapartes contemporá-
neas, la acción tomada por la Sociedad expuso la crueldad de este tráfico
humano por parte del ejército. En medio de la complicada coyuntura
nacional de 1867-1868, la Sociedad marcó un momento importante
en la consolidación de las asociaciones como entes articuladores de la
esfera pública y las instancias de poder. En una época controlada por los
militares, la «Sociedad Amiga de los Indios» se enfrentó abiertamente
a estos, al poner los derechos de la población indígena por encima de
los privilegios de los uniformados y de la elite limeña que buscaba
dóciles sirvientes47.
45
Jacobsen, 1997: 144.
46
Sobre los lazos entre ambas organizaciones, véase Muecke, 2004: 59; Monsalve,
2009: 242-245.
47
Una versión contemporánea de los «cholitos» del siglo XIX serían los «chicu-
chas», niños que llegan del campo a la ciudad en Cusco y entran a trabajar en

528
Cholitos, militares y activistas

Periódicos
El Comercio (Lima), 1867.

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531
Los autores

Mercedes Avellaneda
Doctora por la Universidad de Buenos Aires con especialidad en
Antropología Social. Investigadora y docente del Instituto de Ciencias
Antropológicas, sección Etnohistoria, de la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad de Buenos Aires. Ha sido profesora visitante
en varias universidades del Brasil y es miembro correspondiente de
la Academia de Historia del Paraguay desde 2004. Sus intereses de
investigación se centran en dos ejes: los conflictos sociales vistos desde
los movimientos de resistencia criolla y la esclavitud indígena con sus
estrategias de resistencia y acomodación a la sociedad colonial, en los
territorios de frontera en torno al río Paraguay (siglos XVII y XVIII).
Entre sus publicaciones recientes destaca: Guaraníes, criollos y jesuitas.
Las Revoluciones Comuneras del Paraguay, siglos XVII y XVIII (2014).
e-mail: bocca@fibertel.com.ar

Ignacio Chuecas Saldías


Doctor en Exégesis por la Pontificia Universidad Gregoriana de
Roma y Doctor en Historia por la Pontificia Universidad Católica de
Chile; «Premio a la Excelencia en Tesis Doctoral» en el área de Humani-
dades y Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica de Chile
(2016). Visiting Assistant in Research (VAR), Yale University (U.S.A.);
Magister y Bachiller por la Westfälische Wilhelms Universität-Münster
(Alemania). Actualmente es profesor en la Facultad de Artes Liberales
de la Universidad Adolfo Ibáñez y miembro del Laboratorio de Mun-
dos Coloniales y Modernos de la Pontificia Universidad Católica de
Chile. Ha participado en numerosos proyectos de investigación a nivel
nacional e internacional, y sus líneas de investigación están centradas
en la historia social de las fronteras y periferias imperiales americanas

533
durante la edad moderna, con énfasis en los fenómenos coloniales.
Entre sus publicaciones destacan: Y la Reina de Sabá vio toda la Sabi-
duría de Salomón. Un estudio sincrónico del texto de 1 Reyes 10,1-13
(2002); «Interacción entre historia y teología en los escritos del Nuevo
Testamento: El caso de la biografía de Pablo» (2011); «De india de
encomienda a madre de encomendero. Mestizaje en la high society
chillaneja a fines del siglo XVII» (2013); «‘Venta es dar una cosa cierta
por precio cierto’. Cultura jurídica y esclavitud en pleitos fronterizos
chilenos (1673-1775)» (2017).
e-mail: ichuecas@uc.cl

Hugo Contreras Cruces


Doctor en Historia por la Universidad de Chile, Magíster en Histo-
ria por la misma universidad y Licenciado en Historia por la Universidad
de Valparaíso. Profesor de la Escuela de Historia de la Universidad Aca-
demia de Humanismo Cristiano y miembro del Laboratorio de Mundos
Coloniales y Modernos de la Pontificia Universidad Católica de Chile,
donde ejerce como profesor de Paleografía. Sus líneas de investigación
se centran en la historia de las comunidades indígenas coloniales de
Chile central; la migración forzosa y la esclavitud indígena en Chile
durante los siglos XVI y XVII; y en las fuerzas militares fronterizas y
de castas desde el siglo XVII hasta el período de independencias ameri-
canas. Ha sido investigador responsable y coinvestigador en proyectos
Fondecyt. Entre sus publicaciones destacan: «Aucas en la ciudad de
Santiago. La rebelión mapuche de 1723 y el miedo al ‘otro’ en Chile
central» (2013); «Borracheras, huidas y rebeldía entre los indios de
Chile colonial. Decretos, autos y bandos de los siglos XVI y XVII»
(2014); «Migraciones locales y asentamiento indígena en las estancias
españolas de Chile central, 1580-1650» (2016); y su libro Oro, tierras e
indios. Encomienda y servicio personal entre las comunidades indígenas
de Chile central, 1541-1580 (2016).
e-mail: hucontrerasc@yahoo.com

María Teresa Contreras Segura


Magister en Historia por la Universidad de Chile, investigadora
asociada del Instituto de Estudios Interculturales e Indígenas de la

534
Universidad de La Frontera y docente de la carrera de Pedagogía en
Historia, Geografía y Ciencias Sociales de la Universidad Católica de
Temuco. Miembro del Laboratorio de Mundos Coloniales y Moder-
nos de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Sus investigaciones
se insertan en historia social de Chile y etnohistoria de la Araucanía.
Desde 2009 ha participado en un amplio número de jornadas académi-
cas, dentro y fuera de Chile, en que ha expuesto sobre la población de
origen africano, esclavos y libres, en Valparaíso tardo colonial y sobre
la construcción del «otro» indígena en la frontera sur del Biobío en el
siglo XVIII. Entre sus publicaciones destacan: «Una ausencia aparente.
Africanos y afromestizos en Valparaíso tardocolonial, 1770-1820»
(2013); «Protocolos de Escribanos en el período colonial tardío. Notas
para el estudio del comercio y las relaciones sociales en el registro pú-
blico. Valparaíso, 1750-1810» (2013); «Esclavitud africana y mestizaje
en Chile tardo colonial. El caso de la población de origen africano en
Valparaíso, 1770-1820» (2015).
e-mail: tere.contrerassegura@gmail.com

Macarena Cordero Fernández


Doctora en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile,
académica del Departamento de Historia, Facultad de Artes Liberales de
la Universidad Adolfo Ibáñez, y miembro del Laboratorio de Mundos
Coloniales y Modernos de la Pontificia Universidad Católica de Chile y
del Centro de Estudios Americanos de la UAI. Sus líneas de investigación
se insertan dentro de la historia cultural de América colonial y la nueva
historia institucional. Entre sus publicaciones destacan: «Inquisición
en Chile y control social» (2010); «Rol de la Compañía de Jesús en las
visitas de idolatrías. Lima. Siglo XVII» (2012); «Buscando el control
social en las doctrinas periféricas de la diócesis de Santiago de Chile:
precariedad del proyecto disciplinador» (2014); su libro Instituciona-
lizar y desarraigar. Las visitas de idolatrías en la diócesis de Lima, siglo
XVII (2016); y junto a Rafael Gaune y Rodrigo Moreno, el libro Cultura
legal y espacios de justicia en América, siglos XVI-XIX [en preparación]
e-mail: maria.cordero@uai.cl

535
Milton Godoy Orellana
Doctor en Historia por la Universidad de Chile, con investigación
Postdoctoral en el Centre de Recherche Historiques de l’Ouest, labo-
ratorio del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS UMR
6258). Es profesor titular en la Universidad Academia de Humanismo
Cristiano, investigador asociado del Instituto del Patrimonio (IDEPA-
UNAP) y Editor de la revista Tiempo histórico. Autor de libros y artícu-
los publicados en revistas nacionales y extranjeras, sus investigaciones
se centran en historia regional y de las relaciones entre Chile y Perú.
Actualmente es investigador responsable del proyecto Fondecyt-Inicia-
ción 11130001 (2013-2016) y del Proyecto Laboratoire International
Associé «LIA Mines: archéologie, histoire et anthropologie des systèmes
miniers dans le désert d’Atacama» (CNRS, 2015-2019). Ha sido Profe-
sor Invitado en la Chaire des Amériques, Institut des Amériques (2013)
y en el Institute des Hautes Etudes de l’Amerique Latine, Université
Sorbonne Nouvelle, Paris III (2015).
e-mail : milgodoy@uchile.cl

Carolina González Undurraga


Doctora y Maestra en Historia por El Colegio de México, Ma-
gíster en Estudios de Género y Cultura por la Universidad de Chile y
Licenciada en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Es académica del Centro de Estudios de Género y Cultura en América
Latina y del Departamento de Ciencias Históricas de la Universidad
de Chile. Entre sus líneas de investigación están la historia de la escla-
vitud, la historia de la justicia y los estudios de género. Actualmente
es investigadora responsable del proyecto Fondecyt-Iniciación n°
11140435. Entre sus publicaciones recientes destacan: «De la casta a
la raza. El concepto de raza: un singular colectivo de la modernidad.
México, 1750-1850» (2011); Esclavos y esclavas demandando justicia.
Chile, 1740-1823. Documentación judicial por carta de libertad y papel
de venta (2014); «Residencia, tránsito y fuga. Una aproximación a la
litigación esclava entre Valparaíso y Santiago (1743-1813)» (2014);
«Afro-Descendant Slaves in the Legal System of Colonial Chile, 1770-
1823» (2016).
e-mail: carolina.gonzalezu@gmail.com

536
Claudio Ogass Bilbao
Diplomado en Archivística de la Universidad Alberto Hurtado y
egresado de Magíster en Historia de la Universidad de Chile. Actual-
mente es Director y Archivero del Archivo de la Federación de Estu-
diantes de la Universidad de Chile (AFECH). Sus líneas de investigación
se insertan dentro de la historia de los archivos, los documentos y la
archivística; y también la historia de la inmigración negra-africana y
sus descendientes en América y Chile. Entre sus publicaciones destacan:
«Por mi precio o mi buen comportamiento: oportunidades y estrategias
de manumisión de los negros y mulatos esclavos en Santiago de Chile,
1698-1750» (2009); «La mulata Blasa Díaz y sus esclavos. Algunas
aproximaciones sobre la dinámica cotidiana de la esclavitud urbana,
Santiago de Chile (1680-1750)» (2011); «Senhor meu escravo» (2014);
Archivo Oral del Movimiento Estudiantil: registrando las memorias de
la refundación de la FECH (1976-1984) (2014); «¿Aquí archivamos la
Memoria del Movimiento Estudiantil? Valor e importancia del Archivo
FECH (2008-2015)» (2016).
e-mail: cm.ogass.bilbao@gmail.com

Katherine Quinteros Rivera


Magíster en Historia por la Pontificia Universidad Católica de
Chile, miembro del Laboratorio de Mundos Coloniales y Modernos
de esta última institución, y académica de la Universidad Finis Terrae.
Ha participado en diversos proyectos de investigación relativos a la
historia colonial. Entre sus campos de interés se hallan la esclavitud
negra y los mestizajes culturales en contextos urbanos, específicamente
en la ciudad de Santiago durante los siglos XVII y XVIII. Entre sus
publicaciones destaca: «Vicente Chávez, esclavo: un caso de ‘sujeto en
justicia’. Santiago de Chile, 1703» (2012).
e-mail: kquinteros@uft.cl

537
José Ragas
Doctor en Historia por la Universidad de California, Davis. Actual-
mente es Postdoctoral Fellow Associate de la Mellon Foundation, en el
Departamento de Ciencia y Tecnología de la Universidad de Cornell.
Sus líneas de investigación se insertan dentro del estudio de las tecnolo-
gías de identificación en América Latina y en contextos postcoloniales
alrededor del mundo. Actualmente trabaja en el manuscrito de su libro
From Citizens to Algorithms: Civil Society and Biometrics in Modern
Peru (título tentativo), donde analiza la creación de los diversos sistemas
de identificación que surgieron con el propósito de transformar a las
personas en códigos únicos e irrepetibles de modo que se garantice su
control a través de documentos de identidad y clasificaciones basadas
en información corporal. Una descripción más extensa de sus proyectos
actuales y publicaciones en su website: www.joseragas.com.
e-mail: jr992@cornell.edu

Andrés Reséndez
Profesor-investigador de la Universidad de California, Davis. Ob-
tuvo la Licenciatura en Relaciones Internacionales en El Colegio de
México, y la Maestría y el Doctorado en Historia en la Universidad de
Chicago. Entre sus principales libros se encuentran Changing National
Identities at the Frontier (Cambridge University Press, 2005) sobre el
proceso de formación de identidades nacionales en la frontera norte de
México; A Land So Strange (Basic Books, 2007) traducido al español
como Un viaje distinto: la exploración de Cabeza de Vaca por América
(Libros de Vanguardia, 2009), sobre una desastrosa expedición de co-
lonización en la década de 1520. Su último libro aborda el fenómeno
de la esclavitud de indios en Norteamérica entre los siglos XVI y XIX,
titulado The Other Slavery (Houghton Mifflin Harcourt, 2016).
e-mail: aresendez@ucdavis.edu

Macarena Sánchez Pérez


Doctora en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile,
Master en Estudios Amerindios por la Universidad Complutense de
Madrid y Licenciada en Historia por la Universidad Finis Terrae, de la
cual es académica. Miembro del Laboratorio de Mundos Coloniales

538
y Modernos de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Entre sus
publicaciones recientes destacan: «Símbolos, emblemas y ritos en la
construcción de la nación. La fiesta cívica republicana: Chile, 1810-
1830» (2010); «Sobre el rescate de cautivos y la diplomacia fronteriza
en Chile, 1598-1655» (2014).
e-mail: msanchez@uft

Daniel M. Stewart
Doctor en Historia por la Universidad de Chile, con estudios de
Licenciatura y Maestría en Antropología, mención Arqueología, por la
Universidad de Brigham Young (Provo, Utah, U.S.A.), donde estudió la
historia de los Maya desde sus escritos jeroglíficos. Miembro del Labo-
ratorio de Mundos Coloniales y Modernos de la Pontificia Universidad
Católica de Chile. Sus principales áreas de interés actual son la historia
económica de Chile colonial, historia agraria e historia militar. Se ha
enfocado en estudiar la conformación de la sociedad y economía de
la región de Concepción (Chile) durante los siglos XVII y XVIII, y la
importancia de la guerra de Arauco en ella. Entre sus publicaciones
recientes destacan: «Las viñas de Concepción: distribución, tamaño y
comercialización de su producción durante el siglo XVII» (2015); «El
sistema laboral dentro de una hacienda chilena colonial: las cuentas
de San Telmo de Queyilque (1758-1783)» (2016); Historia del Valle
de Codegua (2016).
e-mail: danielmoroni@hotmail.com

María Ximena Urbina Carrasco


Doctora en Historia por la Universidad de Sevilla, Licenciada y
Magíster en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Valaraíso,
profesora titular del Instituto de Historia de la misma universidad y
miembro del Laboratorio de Mundos Coloniales y Modernos de la Pon-
tificia Universidad Católica de Chile. Recibió el «Premio Miguel Crucha-
ga Tocornal» (2003) de la Academia Chilena de la Historia y el «Premio
Historia Colonial Silvio Zavala» (2010) del Instituto Panamericano de
Geografía e Historia. Su docencia está dedicada a historia de América
Colonial, y su investigación en historia de las fronteras e intercambios
culturales, especialmente en la Patagonia Occidental Insular, dentro de

539
lo cual se enmarca su actual proyecto Fondecyt-Regular: «Dimensión
local de los conflictos imperiales entre España e Inglaterra en el período
colonial: la Patagonia Occidental» (n° 1150852, 2015-2017). Ha publi-
cado los libros: Los conventillos de Valparaíso, 1880-1920. Fisonomía
y percepción de una vivienda popular urbana (2002); La frontera de
arriba en Chile Colonial. Interacción hispano-indígena en el territorio
entre Valdivia y Chiloé e imaginario de sus bordes geográficos, 1600-
1800 (2009); Fuentes para la historia de la Patagonia Occidental en el
período colonial. Primera parte: siglos XVI y XVII (2014).
e-mail: maria.urbina@pucv.cl

Jaime Valenzuela Márquez


Docteur en Histoire et Civilisations por la École des Hautes Études
en Sciences Sociales (París), profesor titular del Instituto de Historia y
Editor General de la revista Historia, de la Pontificia Universidad Ca-
tólica de Chile. Miembro del Laboratorio de Mundos Coloniales y Mo-
dernos de la misma universidad. En esta misma colección ha publicado
América colonial. Denominaciones, clasificaciones e identidades (con
Alejandra Araya, 2010). Entre sus libros recientes destacan: Historias
urbanas. Homenaje a Armando de Ramón (2007); Las liturgias del
poder. Celebraciones públicas y estrategias persuasivas en Chile colonial
(1609-1709) (2ª ed., 2013); Fiesta, rito y política. Del Chile borbónico
al republicano (2014); Cartas anuas de la Compañía de Jesús en Chile
(siglo XVII) [en preparación]. Sus investigaciones recientes estudian las
migraciones indígenas en el virreinato peruano meridional, la esclavitud
mapuche y la etnohistoria urbana de Santiago de Chile colonial, dentro
de las cuales se inscribe su actual proyecto Fondecyt-Regular: «Desna-
turalización y esclavitud indígena en fronteras americanas: la esclavitud
de mapuches de la Araucanía y la de los indios de Nueva España, Río
de la Plata y Brasil (siglos XVI-XVII)» (n° 1150614, 2015-2018).
e-mail: jvalenzm@uc.cl

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Se utilizó tecnología de última generación que reduce
el impacto medioambiental, pues ocupa estrictamente el
papel necesario para su producción, y se aplicaron altos
estándares para la gestión y reciclaje de desechos en
toda la cadena de producción.

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