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Del mundo cerrado al universo infinito: entre la sabiduría y la necedad

Paola Gabriela Jiménez Andrade


24 de marzo de 2019
El silencio eterno de los espacios infinitos me aterra
Pascal

¿Puede un filósofo evadir su contexto, refugiándose en sus sueños y en sus constantes cambios de
residencia, sin poder formular o entender al menos los signos de su tiempo? En opinión de Agnes
Heller (1980) Erasmo de Rotterdarm comprendía la situación en la que estaba inmerso, pero fue
incapaz de enfrentarse a ella y no podía formular los nuevos problemas y tampoco entenderlos. Por
eso la amarga y aguda ironía del Elogio de la necedad, donde Erasmo manifiesta ni más ni menos
que su confusión; además de su aversión al desarrollo de las fuerzas de producción y el progreso
científico. Sin embargo, considero que a pesar de esto, podemos vislumbrar en sus escritos la huella
del contexto y de algunas ideas que revoloteaban en aquellos aires. Muy probablemente desde los
escritos de Nicolás de Cusa y los pininos de la producción de riqueza, ya podía respirarse un
elemento nuevo, de implicaciones tremendas y aterradoras: el infinito.
En casi más de 10 capítulos del Elogio, Erasmo critica mordazmente a sabios o filósofos
mientras que alaba a los necios, como si con ello nos invitara a disfrutar la vida. He encontrado al
respecto una muy considerable semejanza entre su crítica y la distinción que hace Nietzsche entre
el hombre racional y el hombre intuitivo en las últimas palabras de Sobre verdad y mentira en
sentido extramoral. Hay que guardar las debidas proporciones, pero la semejanza va por el deseo
casi desesperado de dominar la vida, tanto en la crítica de Erasmo como en la distinción de
Nietzsche. El desarrollo y la justificación de esto conformarán el primer momento del presente
ensayo. Ahora bien, ¿no será que ese deseo por dominar la vida es consecuencia efectivamente de
la experiencia de infinito? ¿No será que el sabio o el filósofo, criticado por Erasmo, pretende huir
de esa aterradora experiencia? ¿No será acaso que la experiencia de infinito sobrepasa al mismo
necio? ¿Será verdad que al final de cuentas la necedad nos invita a disfrutar de la vida? Responder
y desarrollar estas interrogantes será nuestro segundo momento.
Primero abordemos a Nietzsche (1996): este breve escrito habla del fingimiento del
intelecto humano a través del lenguaje y posteriormente de la ciencia. El hombre tiene que valerse
de ello porque está desprovisto de elementos para defenderse del peligro exterior (no tiene ni garras,
ni piel gruesa, ni cuernos, etc.). No me quisiera detener en esta parte (el impulso por la verdad) por

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ahora, mas retomo rápidamente que a través del intelecto, el lenguaje y la ciencia, el hombre declara
sus actos como actos racionales y con ello se resiste al arrastre de las repentinas impresiones e
intuiciones, además de que se establece como superior al animal (Nietzsche, 1996). O dicho de otra
forma, el hombre ata su vida a la razón y a los conceptos para no ser arrastrado, para no perderse a
sí mismo, para hallar protección de las terribles fuerzas que constantemente le amenazan; es, pues,
un refugio que él mismo construye (Nietzsche, 1996). El hilo conductor que podemos vislumbrar
aquí es el deseo intenso de dominar la vida.
No obstante, casi en las últimas palabras de este escrito, Nietzsche (1996) realiza una
distinción entre un hombre intuitivo y uno racional. Ambos comparten el deseo de dominar la vida,
pero la diferencia entre ambos es que el intuitivo se declara irracional: se mofa de las abstracciones
y afronta lo imperioso de la necesidad como un ‘héroe desbordante de alegría’, además de que toma
como real la vida que, como son las cosas, lleva más bien un disfraz de apariencia y belleza. Incluso
puede configurar una cultura -si las condiciones son favorables- que permitirá un flujo constante
de liberación, animación y claridad. El racional, en cambio, se angustia ante la intuición; es poco
artístico, pues su manera de afronte es previsión, prudencia y regularidad. Se guía por conceptos y
abstracciones -e incluso mediante ellas conjura desgracia. No abstrae felicidad sino que aspira a la
más posible liberación de los dolores (Nietzsche, 1996).
Pero después de todo ¿qué pasa con los dos? El hombre intuitivo sufre con más ímpetu
cuando sufre, y esto le pasa con mucha frecuencia porque no sabe aprender de las experiencias
pasadas y “tropieza una y otra vez en la misma piedra en la que ya ha tropezado anteriormente”
(Nietzsche, 1996, p. 38). Su nivel de irracionalidad le hace gritar y no poder encontrar consuelo ni
en la felicidad ni en el sufrimiento. En cambio, el hombre racional instruido por la experiencia y
guiado por el autocontrol que le brindan los conceptos, es la obra maestra del fingimiento: su
búsqueda de la sinceridad, de la verdad y la emancipación del engaño o alguna otra incursión
seductora, le ha llevado a presentar un rostro que no es humano, que no palpita, que es inexpresivo,
o más bien, que es una máscara con facciones proporcionadas y dignas que no grita o que ni siquiera
altera su voz. La imagen con la que finalmente concluye Nietzsche es “cuando todo un nublado
descarga sobre él, se envuelve sobre su manto y se marcha caminando lentamente bajo la tormenta”
(Nietzsche, 1996, p. 38).
Ahora bien, en el Elogio de la necedad, Erasmo (2011) critica la sabiduría de los filósofos:
la sabiduría (o filosofía) hace al hombre sombrío, serio, envejecido antes de tiempo por sus difíciles

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asuntos, las preocupaciones y la continua y excesiva meditación que absorbe su espíritu y vida. La
sabiduría estorba para tratar bien un asunto, la prueba son Platón e Isócrates, cuyos carácteres
tímidos les impedían hablar en cuestiones importantes de los asuntos públicos. Además, el
conocimiento de las ciencias es inútil para alcanzar la felicidad porque ellas son las conllevan los
desastres de la vida. Por otro lado, un sabio o filósofo lumbreras no sirve para la guerra, porque se
encuentra agotado por el estudio y sin aliento por causa del frío y la debilidad de su sangre; además
que de huye como cobarde. Es inútil también para la rutina de la vida, como Sócrates, que
filosofaba acerca de las nubes pero no aprendió lo que atañe a la vida ordinaria. Inútil para sí
mismo, para su patria y los suyos, porque carece de experiencia en las cosas corrientes y se aleja
del sentimiento y las costumbres del pueblo.
Un sabio echa a perder un banquete con su triste silencio, con sus cargantes preguntas, con
su torpeza para bailar, con su gesto de fastidio o con su arrogancia. Quien se proclame sabio o
prudente, por pudor y pusilanimidad no emprende nada, sino que se refugia en los libros donde
aprende pura sutileza verbal; además de que su celebrada modestia le nubla la mente, y en realidad
su miedo lo paraliza. Los sabios tienen dos lenguas: con una dicen la verdad y con la otra dicen lo
que les convenga según el momento. Un hombre que gastó su infancia y adolescencia aprendiendo
ciencias perdió la parte más dulce de su vida en insomnio, preocupación y sudores. Su retrato es el
siguiente: siempre frugal, pobre, triste, sombrío, injusto, duro consigo mismo, severo, odioso para
los otros, consumido por la palidez, vejez y enfermedad, delgado, legañoso y con canas antes de
tiempo, además de que antes de tiempo se le está yendo la vida; es más, como nunca ha vivido, no
le importaría morir. Finalmente, Erasmo (2011) critica también a los estoicos, concretamente a
Séneca, porque cuando éste renunció rigurosamente a las pasiones creó más una fábrica, un dios
inexistente, impávido y ajeno a todo sentimiento humano, que propiamente un hombre.
En cambio, con la necedad el idiota acumula progresivamente la verdadera prudencia, a
fuerza de enfrentarse cara a cara con los peligros; prudencia que le libera de la modestia y el miedo
para que pueda atreverse a todo sin sentir vergüenza jamás. Los que se abstienen de toda ciencia
son los más felices y tienen a la naturaleza o al instinto natural por guía, semejantes a las abejas
que fundan estados mejores que los que propone Platón. Al respecto, mejor es la vida de las moscas
y de las aves que viven al día y según su instinto, pues así son felices; en cambio el hombre es el
ser más desdichado por no contentarse con su naturaleza y tratar de salir de los límites de su
condición. El necio no teme a la muerte, ni sufre remordimientos de conciencia; no teme a

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fantasmas o espíritus; no le angustian los males inminentes; no lo amarga la espera de los bienes
que están por venir; no siente vergüenza, temor, ambición, ni odio hacia otros, ni tampoco
(curiosamente) amor. El que se encuentre más a sí mismo como necio, más agradable y admirado
será por los demás, en vez de volverse pedante y retraído con la supuestamente verdadera sabiduría
(Erasmo, 2011).
No obstante, en los últimos capítulos, Erasmo (2011) -siguiendo la primera epístola a los
Corintios de San Pablo- hablará de la necedad divina que es más sabia que la sabiduría humana; de
la ‘locura de la Cruz’ que es necedad para los paganos, y de la necedad de los cristianos por Cristo.
Además, apoyándose en el neoplatonismo del mismo san Pablo y en el que circulaba en su propia
época, hablará del premio que espera cada cristiano al atardecer de la vida –que implica una
conducta de tipo ascético-platónico por cierto, y que tiene apariencia de necedad para los no
cristianos, de la cual podemos decir que raya en experiencia mística. Parece como si por un
momento fuera Erasmo con su voz y no la necedad la que hablara en esta parte (Fanego, 2011).
Puntualicemos ahora en la semejanza de Erasmo y Nietzsche: el sabio (preocupado,
cobarde, miedoso, inútil, inexperto, torpe, sombrío, serio, fastidiado y arrogante, refugiado en sus
libros y estoico) se corresponde semejantemente al hombre racional (angustiado, previsivo,
prudente, regular, con un rostro petrificado cual máscara, guiado por conceptos y abstracciones)
que no aspira a la felicidad y que busca liberarse de los desgraciados sufrimientos de la vida. A
ninguno de los dos le interesa vivir ni ser feliz, sino -a mi parecer- dominar la vida, conservarse a
sí mismo, inclusive a través de una defensa previsora como el miedo.
Por otro lado, el nombre necio al igual que el hombre intuitivo se mofa de las abstracciones;
el necio se forja prudente enfrentándose cara a cara con el peligro y se atreve a todo, así como el
intuitivo afronta lo imperioso como ‘héroe desbordante de alegría’. Sólo que en este específico y
prematuro punto me parece que el necio supera al hombre intuitivo, puesto que no desiste ante el
sufrimiento sino que sabe que esa es la farsa de la vida que hay que representar. Lo que podemos
rescatar de aquí es que tanto del hombre racional como del sabio se vislumbra un deseo por dominar
la vida y conservarse a sí mismo. ¿Pero de dónde viene ese deseo?
Para Alexandre Koyré (1979), en los siglos XVI y XVII hay una sustitución paulatina pero
tremendamente febril entre dos concepciones cosmológicas: por un lado tenemos al mundo
geocéntrico -casi antropocéntrico- que se configura como un todo finito, cerrado y bien ordenado,
que a su vez deja ver en la configuración de sus esferas una jerarquía de valor y perfección. Del

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otro lado tenemos al mundo heliocéntrico y posteriormente un universo sin centro, indefinido,
infinito, chocantemente abierto, sin ninguna clase de subordinación natural y tan sólo unificado por
meras leyes y componentes tanto básicos como últimos. Desde la perspectiva de Koyré (1979), la
sustitución del mundo cerrado por el universo infinito es la responsable, la que tuvo la función
suprema en el proceso de revolución o profundo cambio espiritual del pensamiento europeo, desde
el siglo de Erasmo hasta nuestros días. No fue ni la secularización (vs la trascendencia), ni la
subjetividad moderna (vs la objetividad medieval), ni la praxis (vs la teoría) ni el dominio de la
naturaleza (vs su sola contemplación) lo que provocó la transformación del marco, los patrones del
pensamiento y la visión de mundo europea. Éstos representan para Koyré (1979) aspectos
concomitantes y expresiones de una más profunda transformación espiritual en donde el hombre
perdió -ni más ni menos- su lugar en el mundo, o mejor dicho, donde el hombre perdió el mundo
en el que vivía.
Desde otro punto de vista, Agnes Heller (1980) no se va a la cosmología como Koyré sino
a lo concreto de la estructura económica, preguntando por el concepto e ideal de hombre en el
Renacimiento: en éste -aurora del capitalismo o el inicio de la transición del feudalismo al
capitalismo- la concepción del hombre se volvió dinámica porque se dio lugar a la destrucción de
las relaciones naturales entre el individuo y su comunidad o su familia, además de que se
disolvieron los lazos naturales entre el individuo y su posición social o su lugar preestablecido en
ella. Comenzó, pues, un proceso en el que ‘el todo social’, la estructura económica, el sistema de
valores y la concepción de la vida sufrieron una sacudida tremenda pues todo se volvió fluido:
había luchas sociales constantes y la posición de los individuos en la jerarquía social cambiaba con
rapidez.
El origen de esto Heller (1980) lo encuentra en la explicación de Marx: en la comunidad o
familia, las condiciones de producción eran identificadas con forma limitada y determinada por la
misma comunidad; consecuentemente el individuo que habitaba en su seno tenía la misma
condición: cualidades y desarrollo limitado. De igual manera, el trabajo que acaecía dentro de la
comunidad era algo dado como por naturaleza, como si fuera una condición de la existencia del
individuo, o como si el trabajo fuera algo que le perteneciera tal como le pertenecía su propia piel.
Ahora bien, romper con la comunidad rebasando sus límites intrascendentales significaba la pena
de destrucción. Sin embargo, con el desarrollo del capitalismo, es decir, con la producción de
riqueza, el desarrollo universal de las fuerzas productivas, la constante revelación de los

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presupuestos de éstas (los presentes y los de reproducción) y al fin y al cabo con el desarrollo
potencial de las fuerzas que producían la riqueza en general, sobrevino que ‘la base’ ahora se
presentaba como superación constante de los límites del individuo, para poder así lograr el propio
desarrollo; límite ya no sagrado, sino ahora un obstáculo (¿o deberíamos decir ‘estorbo’?). Así,
aquellos límites y la determinación que antes ponía la comunidad o la familia, se tornan
restricciones para el constante proceso de ‘llegar a ser’ (dejamos atrás eso de conformarse con lo
que ya se es) en el que vive ora el individuo en cuestión.
Entonces tenemos que la estructura social y el hombre dentro de ella se han vuelto
dinámicos; pues bien, éste hombre precisa actuar, comportarse, sentir, pensar y relacionarse con el
mundo y con él mismo de modo distinto, pues la situación es otra y nueva (Heller, 1980). ¿Cómo
llamaremos a este hombre dinámico? Simplemente es indefinible: ya no hay conceptos de valor,
más bien tenemos ‘lo infinito’, tanto en el espacio, como en el tiempo e incluso en el conocimiento
(Heller, 1980). El ‘infinito’ ya no es cuestión de mera especulación sino de experiencia inmediata,
pues inclusive la elección del propio destino es sinónimo ahora de posibilidad infinita, ya que
ocupar un lugar en una clase específica o tener una posición marcada en la jerarquía social no es
determinada por ‘la estrella’ de nacimiento de cada quien, sino por el proceso de producción que
brinda la opción de moverse de lugar a otro (Heller, 1980).
Aunque Koyré apunte hacia el cielo y Heller hacia el suelo, ambos coinciden (asombrosa y
estupendamente) con el concepto de infinito: la destrucción del mundo cerrado podemos
vislumbrarla en la sustitución de concepción cosmológica y en destrucción de las relaciones
naturales de individuo y comunidad o familia. De un cosmos bien limitado y ordenado
jerárquicamente, tanto celestial como económicamente, pasamos a un universo sin límites, sin
centro, dinámico. Las palabras de Koyré son más traumáticas que las de Heller: más que enfrentarse
con una situación nueva de dinamismo capitalista, el hombre del Renacimiento tiene que
enfrentarse con la pérdida no sólo de su lugar en el mundo o en la estructura social, sino con la
pérdida del aquél mundo en el que solía vivir. Entendamos con esto que el infinito, lejos ya de ser
objeto de especulación, como experiencia inmediata que conlleva el propio destino como incierta
posibilidad y sobre todo como una gran pérdida existencial, también implica un profundo terror y
sufrimiento.
Después de esto considero mejor que Heller (1980) diga que Erasmo comprendía la
situación pero era incapaz de enfrentarse a ella, además de formular y entender los nuevos

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conceptos: Erasmo alaba al necio que se guía por el instinto natural (situado casi en el nivel de los
animales, cosa que no muy lejos Montaigne retomará y Pascal rechazará) y censura al que se quiera
salir de los sagrados límites de su Naturaleza; límites erradicados inevitablemente con el infinito.
Vaya evasión e incapacidad. Ahora bien, ¿de verdad su hombre necio se ríe de sí mismo en vez de
sufrir intensamente y tropezar con la misma piedra? ¿Es la necedad una forma exitosa para afrontar
la vida? Dijimos que parecía ser que el hombre necio era superior al hombre irracional de
Nietzsche. A mí me pareció de primer momento que la necedad erasmiana era una apuesta por la
vida sin ninguna clase de desistimiento -como el que podría tener el hombre intuitivo ante el
sufrimiento-, pero me desencanté un poco al llegar a los últimos capítulos y ver la propuesta
platónico-ascética que siguen los necios-devotos y que incluye un considerable nivel de desprecio
al cuerpo y a la vida, que no invita precisamente a aplaudir, vivir y beber. ¿La necedad -que sabe
que hay que representar la farsa de la vida- al final del día no basta para dar la cara al terror de
infinito?
A mí me parece que no basta y que por eso Erasmo recurre a un escape –más ‘divino’ que
‘irracional’. Esta clase de experiencia mística descrita al final del Elogio -si bien desata fuerzas de
flaqueza, vida de la muerte y sublime deleite del más áspero sufrimiento, conforme a la locura de
la Cruz- desprecia la vida, el cuerpo, el mundo; mundo ya perdido y trastocado en universo infinito.
Al final no es la farsa y la risa sino la mística ascética-platónica la mejor versión de la necedad para
enfrentarse al terror de los espacios infinitos. ¿Qué importa un mundo cerrado o un universo infinito
si se renuncia a él, si se le desprecia?
En fin. El infinito indefinido aterra, angustia y hace gritar. Entre la sabiduría y la necedad
intensamente se busca dominar la vida, ya con los místicos y platónicos éxtasis que logren consolar
evadiendo, ya con el refugio de los conceptos y los libros que hagan del rostro del filósofo algo no
humano. Me parece que ninguno de los dos está viviendo en realidad. Para asumirse en la
desproporción, el silencio aterrador, la angustiosa tensión de la vida y la destrucción del bello
cosmos, tendremos que esperar a otros filósofos –o a otros místicos que dejen el platonismo y se
asuman en la encarnación; pero eso lo dejaremos para otra ocasión.

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Bibliografía

-Erasmo de Rotterdam (2011). Elogio de la Estupidez. Madrid: Akal.


-Fanego, T. (2011). Introducción en Elogio de la Estupidez. Madrid: Akal.
-Heller, A. (1980). El hombre del Renacimiento. España: Península.
-Koyré, A. (1979). Del mundo cerrado al universo infinito. México: Siglo XXI.
-Nietzsche, F. (1996). Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Madrid: Tecnos.

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