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Psicología y cultura del alumno de Nivel Inicial – 2º año


Profesor: Néstor Omar González
Ficha Nº 7

Maier, Henri: Tres teorías sobre el desarrollo psicológico del niño: Erikson, Piaget, Sears. Editorial Amorrortu, Buenos Aires. 1991.

Fase I: Adquisición de un sentido de la confianza básica al mismo tiempo


que se supera un sentido de la desconfianza básica: Realización de la ESPERANZA

Erikson ubica el fundamento de todo el desarrollo ulterior en esta primera fase: la adquisición de
esperanza. Después de una vida de regularidad rítmica, calor y protección en el útero, el infante experimenta
la realidad de la vida en sus primeros contactos con el mundo exterior. Aunque nació desnudo, dócil y
vulnerable, posee una apariencia y una serie de respuestas que despiertan la ternura de los adultos que lo
cuidan y provocan en ellos el deseo de atender a sus necesidades (...) la vulnerabilidad de su condición de
recién nacido y la mansedumbre de su inocente estado de necesidad tienen su propio poder. Los bebés están
indefensos, pero tienen madres a su disposición, familias que protegen a las madres, sociedades que
sostienen la estructura de las familias y tradiciones que confieren continuidad cultural a los sistemas de
cuidado y educación.
El niño desarrolla un sentido de la expectativa gracias a una mezcla de confianza y desconfianza. Su
sentido de la confianza básica —como factor opuesto a un sentido de la desconfianza básica— se convierte
en el tema crítico de su primera fase de desarrollo.
En el caso del neonato, el sentido de la confianza exige una sensación de comodidad física y una
experiencia mínima del temor o la incertidumbre. Si se le aseguran estos elementos, extenderá su confianza a
nuevas experiencias. Por el contrario, las experiencias físicas, y psicológicas insatisfactorias determinan un
sentido de la desconfianza, y conducen a una percepción temerosa de las situaciones futuras. Un sentido de
la confianza básica ayuda al individuo a crecer psicológicamente y a aceptar de buena gana las experiencias
nuevas. Cada vez que su confianza le dé buenos resultados, se acentuará la tendencia a las expectativas
favorables respecto de nuevas experiencias, las cuales siempre ofrecerán ocasiones para sentir desconfianza.
Sin embargo, el niño pequeño debe aprender a confiar aun en su propia descon fianza. Por ejemplo, el hecho
de confiar en la experiencia de meter en la boca objetos nuevos también incluye la desconfianza frente a lo
desconocido. Solo la atmósfera confiable de su ambiente inmediato mantiene su equilibrio general de
confianza. A lo largo de la infancia, la fe y la convicción de los padres aseguran la confianza básica del
pequeño en el bienestar y el orden de "su universo, y su auténtica depen dencia respecto del mismo —incluida
la confianza en lo desconocido y lo imprevisible—. Los propios padres pueden hallar seguridad frente a sus
sentimientos de incertidumbre y desconfianza por medio de la religión o la filosofía. En general, la primera y
fundamental tarea de desarrollo, que consiste en establecer el sentido de la confianza básica, coincide con el
rápido período de maduración de la infancia. Es un período durante el cual el crecimiento del cuerpo puede
ser abrumador y suscitar considerable desconfianza, a menos que nuevos modos de conducta corporales
ofrezcan, una adecuada compensación. El mantenimiento de las funciones corporales representadas por la
respiración, la ingestión, la digestión y los movimientos motores son las únicas preocupaciones del organismo
joven, y estas últimas incluyen su finalidad inmediata de interacción con el medio. Por lo tanto, las
experiencias corporales proporcionan la base de un estado psicológico de confianza; las sensaciones
corporales se convierten en la primera experiencia «social», y la mente del individuo las generaliza para
utilizarlas como referencia futura. Que el infante se convierta en una persona confiada y satisfecha de la
sociedad, o en una desconfiada y exigente, preocupada por las necesidades corporales, depende en gran
medida de cómo se lo trate en esta primera fase.
Antes de continuar ocupándonos del entrelazamiento de las condiciones físicas y psicológicas, será
necesario rastrear el origen de todas las fuerzas psicológicas. La energía psicológica (libido) aparece con el
nacimiento e impulsa al organismo a sobrevivir y evitar la destrucción. Esta energía se desenvuelve a partir de
la experiencia psicosocial, de las sensaciones corporales, las necesidades somáticas y la res puesta ambiental
a estas sensaciones. Tales hechos orgánico-sociales generan la energía libidinosa y se expresan mediante los
procesos del ello. La energía libidinosa indefinida, «excedente», no asociada hasta ahora con ninguna
experiencia de vida, adopta la forma de fuerzas potenciales del ello, dispuestas a hallar expresión cuando y
donde parezca apropiado. Si bien la energía libidinosa se manifiesta primariamente en las funciones del ello,
también se muestra en los primeros rasgos de las funciones del yo. El llanto y la succión del infante, los
reflejos visuales y los movimientos motores están dotados de energía libidinosa, pero luego se establece
paulatinamente el control cortical (Erikson reconoce que la maduración neurológica es un componente
importante del desarrollo del yo) y se convierten en procesos diferenciados del yo; hasta aquí no es posible
discernir todavía las funciones del superyó. El infante depende totalmente de la atención y el control externos.
La energía libidinosa se entrelaza estrechamente con las zonas corporales, en torno de las cuales se
desenvuelven las más decisivas experiencias de vida; por consiguiente, estas zonas se transforman en
centros erógenos significativos de los procesos del ello y el yo potencial. Durante los primeros 3 a 4 meses,
gran parte de la rutina del infante se centra alrededor de la absorción de aire, alimento, luz, sonido y otros
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estímulos corporales. Los contactos mas regulares y significativos entre el infante y su medio social se
realizan a través de la absorción de alimento; su boca y su actividad de succión establecen el contacto
primario con el mundo exterior; el contacto oral y la succión alivian una sensación generali zada de
incomodidad y constituyen en sí mismos una fuente de satisfacción. Así, el infante se encuentra oralmente con
su sociedad; recibe y da amor con su boca, mediante la conducta modal de incorporación; sin embargo, no es
la duración del contacto oral ni la cantidad de alimento y de succión lo que determina la calidad de la
experiencia, sino la naturaleza de los contactos interpersonales que regulan dichos vínculos orales y la
incorporación oral —es decir, la calidad de la, comodidad física y psicológica inspirada por la alimentación y su
conclusión— la que determina el sentimiento del organismo joven con respecto a su vida social temprana. La
madre, o la persona que cuida al niño, le acerca a este el mundo social. El medio se expresa a través del
pecho, de la madre, o del sustituto, que es la mamadera. El amor y el placer de la dependencia, tan
importantes en esta fase, son trasmitidos al niño por el abrazo de la madre, su reconfortante calidez, su
sonrisa y el modo en que ella le habla.
Pronto el pequeño infante incorpora las cualidades orales, olfatorias, visuales, auditivas y motoras, a
medida que se acentúa el desarrollo de las mismas. Erikson habla de una etapa oral-respiratoria-sensorial en
la cual todos los contactos sociales implican, un modo incorporativo. La calidad de un sentido de la confianza
o de la desconfianza se halla estrechamente relacionada con la primera modalidad social —la aceptación del
medio tal cual es—. La experiencia emocional depende de la reciprocidad del recibir y el dar, y entraña el
grado de relajación y confianza vinculados con estos actos. El organismo joven aprende a regular su sistema
de acuerdo con el modo en que están organizados los métodos de atención infantil del ambiente materno. El
infante coordina el recibir y el confiar como una sola experiencia, de acuerdo con el modo en que su madre o
cualquier otra persona fundamental que le dispensa cuidados coordina el dar y el confiar mientras lo atiende. A
medida que el infante madura, el recibir incluye alcanzar, apropiarse de y comprobar oralmente todo lo que
puede aferrar.
Los actos de recibir y alcanzar llevan a la modalidad social siguiente: aferrar. Los actos de aferrar y
asir también se manifiestan en la modalidad oral incorporativa de succión prolongada del objeto inicial —el
pezón, o los sustitutos apropiados— y en la percepción visual, la localización de sonidos y las experiencias
táctiles. En las situaciones en que el sentido inicial de la confianza mediante el acto de recibir se ha
desarrollado insatisfactoriamente, el individuo tiende a realizar actividades fortuitas en un esfuerzo por obtener
lo que siente le falta para la satisfacción de sus necesidades.
Su insatisfacción se origina en una falta de integración adecuada, y la consecuencia de su reducida
experiencia de recepción es un sentido de la desconfianza frente a la vida. A medida que el bebé crece,
encuentra un renovado placer en integrarse de manera más activa y agresiva con su medio; para Erikson, esta
es la segunda etapa oral. El modo incorporativo alcanza un clímax cuando aparecen los primeros dientes. El
aferrar está ahora sometido a un control voluntario total, y la percepción visual se extiende a un campo más
amplio. En esta segunda etapa incorporativa, la modalidad social de aferrar es análoga al proceso de apretar
(morder) con los nuevos dientes, al que reemplaza como conducta modal y esencial. Desde el punto de vista
psicológico, el niño tiende a incorporar exclusivamente, a conservar como propio lo que adquiere o se le da.
Ahora la experiencia le ha enseñado que puede conservar a su ambiente por obra de sus propios esfuerzos.
Erikson explica este deseo de retener como una reacción ante la experiencia somática de incomodidad
producida por la dentición, los cólicos u otras tempranas molestias corporales. Sin embargo, la retención
mediante la mordedura a menudo determina el retraimiento de la madre, y esto estimula en el niño un
renovado apremio por retener con mayor vehemencia. El morder por un sentido de frustración es una
expresión secundaria, similar a la actividad casual que describimos antes, que consiste en tratar de apo -
derarse de lo que se juzga dado en forma inadecuada.
Por lo tanto, el desarrollo oral es el comienzo de una experiencia continua y constante de regularidad
y continuidad en la relación niño-madre. Mediante el desarrollo oral, el niño adquiere las primeras experiencias
de satisfacción apropiada y consecuente de sus necesidades básicas, y establece para su yo en desarrollo
pautas y límites de conducta particulares. El infante asocia cada vez más su estado interno de bienestar con la
conducta consecuente de la persona que lo cuida. Las experiencias adversas pueden retrasar este posible
desarrollo del yo; sin embargo, si la confianza ha prevalecido en las primeras experiencias del niño, este se
hallará dispuesto a afrontar nuevas situaciones y a superar la desconfianza inicial. Erikson afirma que ese
primer intercambio entre la madre y el niño es una «fuente de fe [que] (...) permite a una madre res ponder a
las necesidades y a los reclamos corporales y psíquicos del bebé, de modo tal que él aprende de una vez para
siempre a confiar en ella, en sí mismo y en el mundo».
Aunque Erikson considera que el niño pequeño participa en una matriz social, acepta también que
parece ser totalmente egocéntrico y conducirse como si sólo él existiera e importara. En sus formas de juego
más tempranas, el bebé depende totalmente de sí mismo. Su actividad comienza y se centra en su propio
cuerpo, con la repetición de la percepción sensorial, las sensaciones cinestésicas y la vocalización. En el
juego se refleja el tema evolutivo de la incorporación y la retención. Poco a poco, las actividades de juego
comienzan a incluir todo lo que está al alcance del bebé en su mundo objetivo.
La permanente y confiable relación niño-madre constituye la base de una futura identificación del
primero con la segunda, y de esta con aquel. En otras palabras, la madre misma, y los sentimientos que hacia
ella suscita en el niño, representan una realidad interior y una posibilidad exterior de predicción. Una sana
identificación acentúa además el incentivo de la madre a convertirse en la persona significativa de la vida del
niño. El niño pequeño asimila para sí mismo las cualidades de su madre, a la par que proyecta sobre ella
algunos de sus propios sentimientos. Los niños tienden a identificarse con —o a proyectar— los aspectos de
su medio humano inmediato que los afectan profundamente en cualquier sentido. La secuencia de este
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creciente sentido de pertenencia a una persona fundamental se hace evidente en los casos de separación.
Erikson sugiere que la ligazón a una persona fundamental cobra importancia alrededor del sexto mes de vida.
Por consiguiente, la separación, por transitoria que sea, puede ejercer una profunda influencia negativa
durante esta etapa formativa aguda.
Debe observarse que Erikson incluye la experiencia conjunta y la regulación mutua de la frustración
como componentes esenciales de la identificación con referencia al sentido básico de la confianza. La
experiencia misma del establecimiento de una regulación mutua determina momentos de frustración tanto
para el niño como para la madre. La frustración origina sentimientos de incertidumbre y un sentido básico de
desconfianza solo cuando no se resuelve oportunamente en confianza. Los niños tienden a percibir las
inseguridades y las intenciones inconscientes de sus padres, así como los pensamientos conscientes y la
conducta manifiesta de estos, aunque no comprenden la causa y el significado de los mismos. De hecho,
Erikson no atribuye gran importancia a los hábitos individuales o a los actos de destreza de la madre cuando
atiende al niño; en cambio, destaca los temas subyacentes relacionados con las emociones y las actitudes
que motivaron al progenitor en el manejo, cuidado y educación del niño. Sugiere que los esfuerzos iniciales de
educación fracasan cuando «se convierten en educación del padre más que del niño».
Además de la madre, otros adultos entran en la vida del infante y ejercen una influencia similar, como
sustitutos temporarios de aquella o como personas que tienen cierto propósito en la crianza —o bien
ejerciendo un papel disuasivo al respecto—. La calidad de la atención materna depende hasta cierto punto del
apoyo que la madre reciba de otros adultos de la casa —generalmente el esposo—, de la familia en que nace
el niño, del reconocimiento por parte de la' sociedad de que la familia es una de las instituciones básicas y del
modo en que la cultura garantiza la continuación de mores fundamentales y valores sociales.

Fase II: Adquisición de un sentido de la autonomía al mismo tiempo


que se combate contra un sentido de la duda y la vergüenza: Realización de la VOLUNTAD

A medida que aumenta la confianza del infante en su madre, en su medio y en su modo de vida,
comienza a descubrir que la conducta que desarrolla es la suya propia. Afirma un sentido de la autonomía.
Realiza su voluntad. Sin embargo, su permanente dependencia crea al mismo tiempo un sentido de la duda
respecto de su capacidad y su libertad para afirmar su autonomía y existir como unidad independiente. Esta
duda se acentúa a causa de cierta vergüenza suscitada por la rebelión instintiva contra su dependencia
anterior, que le complacía mucho, y por el temor de sobrepasar quizá sus propios límites o los del ambiente.
Erikson cree que estas presiones contradictorias en el niño —a afirmarse y a autonegarse el derecho y la
capacidad de realizar dicha afirmación— proporcionan el tema fundamental de la segunda fase. En esta lucha,
el niño pequeño experimenta un impulso interior a demostrar su propia voluntad y su movilidad muscular, a la
par que una renuencia intrínseca a experimentar con sus cualidades potenciales. En este momento, el niño
necesita una guía sensible y comprensiva, así como un apoyo graduado, pues de lo contrario puede sentirse
desorientado y forzado a volverse contra sí mismo, con vergüenza y dudas acerca de su propia existencia. El
niño debe aprender a querer, lo que puede ser y a convencerse de que él quería lo que tuvo que ser. Este
período coincide en general con la fase anal de Freud, que se manifiesta entre los 18 meses y los 3 años.
Desde el punto de vista físico, el niño pequeño sufre una aceleración de la maduración. Sus
movimientos y su movilidad pasan a ser fenómenos bien coordinados y asimilados, en la medida en que
extender la mano, caminar, trepar, retener y soltar ya no son actividades que se realizan por sí mismas, sino
más bien los medios para emprender nuevos intentos. El pequeño encuentra cada vez más difícil e inde seable
permanecer en el espacio que se le ha asignado para desplegar sus actividades; quiere explorar su mundo
propio y realizar nuevas proezas. El control muscular, mejorado y refinado, le ayuda a regular sus funciones
eliminatorias; adquiere capacidad para controlar sus esfínteres anal y uretral. Este factor de maduración se ve
consolidado aún más por la dieta —que ahora ya no está formada exclusivamente por alimentos blandos—, lo
cual le permite deposiciones más controlables. Así, la zona anal se convierte en el centro de los esfuerzos
físicos, sociales y psicológicos del niño.
La maduración física se correlaciona con un aumento de la energía libidinosa y con la canalización de
esta energía a través de las formas de expresión del ello, el yo y el superyó rudimentario. El origen del deseo
de autonomía y la negación de esta puede hallarse en la expresión de los violentos impulsos del ello. A veces,
estos impulsos son más fuertes que la capacidad del niño para afrontarlos, e incluso gravitan sobre la
capacidad de los progenitores para tratarlos. Sin embargo, el aumento de la impulsividad del ello coincide en
general con un crecimiento del yo. Una mayor movilidad, una percepción más refinada, el mejoramiento de la
memoria y una mayor capacidad de integración neurológica y social, son lodos factores que contribuyen a
fortalecer el yo. Este equilibrio en constante fluctuación entre los procesos del ello y el yo se ve influido,
además, por la aparición de procesos superyoicos. Por rudimentarios que estos sean, se acentúan en tanto el
niño aumenta y utiliza su autonomía. A medida que el niño adquiere una relativa autonomía en ciertas áreas
de su vida, integra en sí mismo estos factores orientadores de control y dirección que antes, cuando se
hallaba en estado de total dependencia, eran manejados por otros.
En este desarrollo psicogenético del ello, el yo y el superyó, Erikson concentra la atención sobre el
segundo. Esencialmente, es el desarrollo adecuado del yo lo que determina un crecimiento sano; el yo permite
tener conciencia del sí mismo como unidad autónoma en áreas circunscriptas de la vida, así como la
integración de la experiencia de la autonomía. Cuando al individuo le es posible verse a sí mismo como
organismo que puede ser lo que quiere, y cuando comienza a percibir los «límites» entre él y su progenitor o el
sustituto de este, amplía el sentido de la confianza dentro de su sí mismo en expansión. Aunque en
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circunstancias ordinarias esta confianza ya no puede ser destruida tan fácilmente por sus propios esfuerzos de
independencia o los reclamos de su ambiente controlador, el individuo siente en sí mismo y en su mundo el
peligro de verse atrapado en situaciones que excedan su capacidad de resolución. Este temor crea cierta
duda acerca de sí mismo y de las posibilidades de fracaso.
Muchos de los contactos psicosociales de este período se centran alrededor de la modalidad
recientemente adquirida de retener y soltar. El niño está preocupado por las actividades ligadas con las
percepciones de retención y liberación, las relaciones interpersonales, los deseos y los objetos susceptibles de
ser manipulados. La alternativa de retener o soltar se carga de libido, porque generalmente implica la
interferencia —o el recuerdo de la interferencia— del progenitor. Retener y soltar con las manos, la boca, los
ojos y eventualmente los esfínteres, se convierten en incidentes de ambigüedad y ambivalencia reales, pues
dichos actos operan sometidos al conflicto interior del deseo de retornar a las antiguas situaciones de
dependencia, en oposición al deseo de ensayar la propia iniciativa. Gran parte de esta lucha tiende a
concentrarse en el control de los esfínteres, pues el control adecuado de la eliminación tiene consi derable
importancia cultural en las sociedades occidentales. El proceso de eliminación pone de manifiesto también en
el cuerpo del niño una nueva zona erógena, que hasta esta etapa de su crecimiento había permanecido en
estado latente. Por consiguiente, esta zona se asocia con la lucha por la autonomía. Toda la preocupación
porque el niño elimine a una hora y en un lugar determinados se centra alrededor de la aprobación y de la
confianza que la madre dispensa a su hijo, de la autoestima de aquella cuando realiza bien su tarea, y de la
incomodidad, tensión y posterior alivio que siente el niño cuando se afirma la rutina de elimi nación. Dichas
experiencias proporcionan un tema y una prueba de la idea general del niño acerca de la autorregula ción
frente a la regulación por otros. La educación esfinteriana conduce a una mayor autonomía del niño, así como
a su subordinación a la dirección de los adultos en un área de conducta que hasta ese momento se ha
desarrollado sin ninguna inhibición. En una cultura social donde la educación eficaz del movimiento intestinal
no es una preocupación esencial durante esta etapa de desarrollo, es posible que el progenitor trate otras
áreas de conducta de manera similar o análoga. Naturalmente, a medida que el área de preocupa ción se
cargue intensamente de sentimiento, el niño transferirá el significado de esta lucha a otras áreas de su vida.
Tiende a considerar las actividades conexas como si fuera posible retenerlas, como si fuesen accesibles al
tacto y al desorden, o como si fuera necesario expulsarlas, evitarlas o limpiarlas. Muchas de sus actividades
propenden a girar en torno de la recolección, el atesoramiento y la acumulación, versus la eliminación y el
ordenamiento de las cosas en los lugares adecuados.
Ya se ha sugerido que gran parte de la autoestima inicial del niño y de la liberación de su sentido
infantil de omnipotencia depende de su capacidad para mantener la firmeza de la confianza en sí mismo,
hasta que halle su definitivo equilibrio de poder. La frustración de dicho poder real o potencial de
autoexpresión adquiere un significado cada vez más importante. El niño debe incorporar la experiencia de la
frustración como una realidad de su vida, y concebirla como un aspecto natural de los hechos concretos, más
que como una amenaza total a su propia existencia. Así, es importante que el niño comprenda, en este
período, que un ataque a su autonomía (p. ej., la frustración) en un área dada no lo reduce a la impotencia en
todas las demás áreas.
El juego asume particular importancia durante esta fase y ofrece al niño un refugio seguro que le
permite desarrollar su autonomía dentro de su propio conjunto de límites o leyes. Cuando el juego se
desenvuelve de acuerdo con estas leyes, es posible dominar la duda y la vergüenza. Erikson afirma: «. . .el
pequeño mundo de los juguetes manejables es un puerto creado por el niño, adonde regresa cuando necesita
reorganizar su yo».
El juego del niño, y sus rápidos cambios de humor —de la alegre certidumbre a la total impotencia y la
desesperación—, suministran una prueba palpable de que los contrarios están muy cerca uno del otro. Esta
contigüidad explica, en parte, las cualidades proximales del amor y el odio. Por consiguiente, tal etapa es
decisiva para la relación entre el amor y el odio, la cooperación y la terquedad, la libertad de la autoexpresión
y su represión. De un sentido de autocontrol sin pérdida de la autoestima deriva un perdurable sentimiento de
autonomía y orgullo; de un sentido de impotencia muscular y anal, de pérdida del autocontrol y de excesivo
control por parte del progenitor deriva un permanente sentimiento de duda y vergüenza.
En estos primeros años de la niñez, la relación entre el niño y el progenitor varía. Durante la primera
fase de su historia común, la madre y el niño consagraron muchos esfuerzos a establecer una confianza
mutua y una disposición a afrontar juntos nuevas situaciones. En la segunda fase, el niño pequeño viola esa
confianza mutua y trata de afirmar su autonomía en áreas diferenciadas. Se empeña tenazmente en hacerlo
todo solo: alimentarse, caminar, vestirse y abrir y cerrar cosas. En esta etapa, vivir significa expandirse
agresivamente, actuar de acuerdo con la propia voluntad, e insistir en los límites que uno mismo se fija. La
educación esfinteriana no es más que un ejemplo típico de los problemas de esta edad. Refleja del modo más
elocuente el tema de las relaciones entre el niño y el progenitor, y el establecimiento de regulaciones mutuas.
« [Este sentido de la autonomía] se acentúa cuando en el manejo que los padres hacen del pequeño
individuo se refleja un sentido de la dignidad y de la independencia, y la confiada expectativa de que el tipo de
autonomía promovido antes no se verá frustrado después». En este dar y recibir entre el niño y el progenitor,
es de suma importancia la capacidad de este último para conceder gradual independencia al niño, por lo
menos en áreas relativamente seguras. El confortable goce del progenitor que otorga libertad en ciertas áreas,
al mismo tiempo que mantiene una actitud firme en otras, se expresará en el sentido de la tolerancia y
seguridad en sí mismo del niño. La firmeza de un progenitor, advierte Erikson, «... debe proteger [al niño]
contra la potencial anarquía de un sentido de la discriminación aún no educado, contra su incapacidad para
retener y soltar con cautela». Lo que es más importante, la responsabilidad del establecimiento de límites
sensatos incumbe al progenitor. El niño es todavía flexible; si conoce y comprende plenamente cuáles son sus
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límites y lo que se espera de él, en general su crecimiento será sano. Por el contrario, se hará casi inaccesible
cuando se encuentre implicado en actividades que cree que entiende y están a su alcance, pero que en
realidad no son permisibles en su caso. Es en este punto donde la firmeza tolerante del adulto deter minará la
diferencia entre la afirmación por el niño de su propia capacidad de automanejo y de autocontrol, y un sen -
timiento cada vez más acentuado de duda y vergüenza de sí mismo. Esto último se convierte en una carga
intolerable, pues el niño o se siente incapaz de demostrar su propio valor, o experimenta impulsos irreprimibles
hacia el ejercicio del control. En uno u otro caso, duda de su capacidad para convertirse en un ser
independiente.
El progenitor sensato percibe fácilmente la precaria posición del niño —en especial, en las primeras
etapas de una conciencia todavía muy frágil—. Es un período en que el niño aprende a «extorsionar» a su
progenitor con la amenaza de su regresión. Al mismo tiempo, sin embargo, esta forma de reclamo, comparada
con la que se basa en la dependencia total de la fase anterior, promueve la regulación mutua. El niño aprende
a conseguir que alguien haga por él algo que desea, a la par que él mismo aprende a dar, y pues el recibir
entraña siempre algún aspecto del dar. El padre, así como todos los adultos que, además de la madre, se
encuentran en el ambiente inmediato del niño, adquiere un significado cada vez mayor en su conciencia. En
sus esfuerzos por hallar los límites de su sí mismo, el niño entra constantemente en contacto con diversos
grados de libertad en distintas áreas de conducta y con diferentes adultos. Rápidamente aprende a utilizar
estas diferencias, y tiende a relacionarse de distinto modo con cada adulto. Su sentido de la confianza, o de la
desconfianza, en la medida en que haya sido adquirido, se extiende fácilmente a otras personas del hogar, de
acuerdo con el grado de autonomía segura que puede establecer con cada uno. Asimismo, por primera vez
otros niños adquieren significado para él. Erikson sugiere que un hermano recién nacido aparece como un
rival y provoca celos, pues el intruso inevitablemente exige gran parte de la atención de su madre. Esta
disminución de la atención que siempre recibió tiene efectos aún más graves a causa del hondo deseo de
dependencia que todavía compite con un deseo de autonomía. Otros niños adquieren significado solo como
objetos de juego o como elementos adicionales que satisfacen sus necesidades de atención.
El medio social del niño gravita de manera directa en su comprensión final de su sentido de la
autonomía, o en sus dudas acerca del mismo. Para el niño, liberar sus pensamientos y sentimientos mediante
su conducta no es intrínsecamente bueno ni malo; estos valores dependen de la definición cultural asignada a
los impulsos naturales a afirmarse, y determinarán el tipo de recursos de educación infantil uti lizados para
regular la conducta del niño. Erikson señala que todas las pautas de crianza provocan cierto sentimiento de
duda y vergüenza. Lo que varía de una cultura a otra, o. de una familia a otra, es simplemente a qué
conductas sé les fijan valores positivos o negativos. El grado o el tipo de conducta permitidos al niño, y el
modo en que aquella es controlada, gravitarán directamente en la actitud del individuo hacia las
organizaciones y los ideales sociales en una etapa ulterior de su vida. Para Erikson, es fundamental el hecho
de que la pauta de educación infantil determina la forma eventual de autoridad política que el individuo
considerará más satisfactoria; y viceversa, que la ideología política de la época tiene cierta influencia sobre los
límites de las pautas aceptables de crianza.

Fase III: Adquisición de un sentido de la iniciativa y superación de un sentido de la


culpa: Realización de la FINALIDAD

Después de haber aprendido a ejercer cierto grado de control consciente, tanto sobre sí mismo como
sobre su medio, el individuo puede avanzar rápidamente hacia nuevas conquistas en esferas sociales y
espaciales cada vez más amplias. Un sentido de la iniciativa impregna la mayor parte de la vida del niño
cuando su medio social lo incita a desarrollar una actividad y alcanzar una finalidad —es decir, a dominar
tareas específicas—. Se le pide que, asuma la responsabilidad de sí mismo y de lo que está englobado en su
mundo (su propio cuerpo, sus juguetes, sus animalitos domésticos, a veces un hermano menor). El y su
sociedad comprenden que se lo cuenta como una persona y que la vida tiene una finalidad para él. Dicha
comprensión origina una serie de nuevos interrogantes, que no son más que oscuras variaciones de la
pregunta: «Sí, pero, ¿qué he venido a hacer aquí?» A medida que el niño investiga y elabora fantasías acerca
de la persona activa que desea llegar a ser, consciente e inconscientemente pone a prueba sus poderes, sus
conocimientos y sus cualidades potenciales. Inicia formas de conducta cuyas implicaciones trascienden los
límites de su persona; incursiona en las esferas de otros y logra que estos se vean implicados en su propia
conducta. Este nuevo enfoque incluye acentuados sentimientos de incomodidad y culpa, porque la confiada
autonomía que alcanzó es inevitablemente frustrada en alguna medida por la conducta autónoma separada de
los otros, que no siempre concuerda con la suya propia y que, sobre todo, niega hasta cierto punto las formas
anteriores de confiada dependencia que había creado con los adultos que lo cuidan. Por consiguiente, expe-
rimenta cierto sentido de la culpa y el correspondiente deseo de sofocar todo intento que choque con el
impulso hacia una continuación de su iniciativa investigadora. Este último impulso conduce a un sentimiento
aún más intenso de culpa que se origina en la negación de sus propios deseos y de las oportunidades que le
ofrece su medio. Tal polaridad de la iniciativa en oposición a la pasividad o la culpa por haber ido demasiado
lejos —es decir, por vivir con excesiva o muy escasa intensidad, en comparación con los esfuerzos interiores
— constituye el tema fundamental de este período, que generalmente abarca los años preescolares y del
jardín de infantes.
Erikson subraya que el dominio psicológico del campo ambulatorio y la modalidad de los órganos
alienta y refleja las realizaciones propias de la maduración del niño. Desde el punto de vista de la maduración,
el niño ha asimilado la capacidad de alcanzar, tomar, retener; ahora está asimilando la de caminar, correr,
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brincar, etc. Luego podrá desarrollar estas adquisiciones, desplazándose con más libertad, conocimiento y
energía en un medio cada vez más amplio. El niño descubre que en su creciente .movilidad no se diferencia
de los adultos de su medio. Ello lo lleva a otras comparaciones, incluida la presencia de sorprendentes
disparidades que suscitarán en él preguntas e inquietudes. Durante esta fase ha mejorado su uso del
lenguaje; ahora formula preguntas que le permiten comenzar a comprender muchos antiguos y nuevos
misterios. Esta extensión del lenguaje y la locomoción hace que el niño ensanche su campo de actividad e
imaginación; y es inevitable que algunas de las posibilidades lo atemoricen. Fácilmente puede pensar y temer:
«Soy lo que puedo imaginar que seré».
Ahora, el cuerpo más desarrollado del niño puede expresar sus impulsos innatos a expandirse y a
vivir sin ataduras —impulsos que han sido descriptos, en general, como una constelación de procesos del ello
—. El individuo empieza a revelar una disposición a afrontar conscientemente sus impulsos internos. Erikson
reconoce la existencia de una condición que tiene dos aspectos. Los procesos del ello exigen una nueva
forma de expresión en momentos en que el yo se ha desarrollado lo suficiente como para ofrecer nuevos
modos expresivos a dichos procesos. Simultáneamente, el joven superyó se ha desarrollado hasta un punto
que le permite aprender de las situaciones de crisis. En general, el niño encara la crisis universal que consiste
en pasar de una «...estrecha ligazón con sus padres, al lento proceso de transformarse en un progenitor, en
un portador de tradición».
Naturalmente, su primer paso es convertirse en su propio «progenitor», supervisándose a sí mismo en
el papel de sus auténticos padres. Tal proceso comienza a realizarse en esta fase. La conciencia del niño
asume cada vez más las funciones de apoyo y control de los adultos significativos de su medio. El superyó se
organiza a partir de «voces externas oídas con bastante firmeza», que si bien continúan siendo escu chadas,
aparecen de modo creciente como las voces interiores de la conciencia del niño. En cierto sentido, la
conciencia se organiza a partir de los progenitores considerados como modelo; en otro —más válido—, la
conciencia en desarrollo del niño se construye con el material aportado por el superyó de los progenitores y su
herencia sociocultural. El superyó de los padres —y por consiguiente, en medida considerable, el superyó del
niño en proceso de crecimiento— incluye los gustos y los criterios de clase, así como las características y las
tradiciones culturales de la sociedad. Por lo tanto, el niño incorporará a su conciencia lo que el progenitor es
realmente como persona, y no simplemente lo que trata de enseñar al niño.
A pesar de los fuertes impulsos del ello y de las funciones integradoras del superyó, el yo determina
las realizaciones fundamentales del desarrollo. El niño se preocupa mucho de retinar sus actividades
musculares, la exactitud de su percepción, su evaluación de los otros y sus cualidades de comunicación. El
lenguaje representa algo más que la mera comunicación; implica asumir una posición en una cuestión o
situación dadas y un compromiso verbal con dicha posición. Los procesos del yo reflejan las capacidades
conductuales del niño y están dirigidos hacia una existencia intencional y un sentido de autoidentidad que
reemplaza al de egocentricidad anterior y que representa el sentido de realidad psicológico y conductual del
niño en el marco de sus cualidades, su conocimiento y su disposición emocional en un medio cada vez más
amplio. Sin embargo, esta autoidentidad incluye también la desconfianza, las dudas, los temores y los
restantes residuos de los conflictos polares con los que el niño todavía lucha como parte de sus esfuerzos
conscientes e inconscientes para afrontar los problemas cotidianos.
El desarrollo psicológico en esta fase gira en torno de dos tareas fundamentales. Primero, el ello, el
yo y el superyó comienzan a hallar un equilibrio mutuo, de modo que el individuo pueda convertirse en una
unidad psicológica integrada, una personalidad por derecho propio. De ahora en adelante, su desarrollo se
centra en su relación con los padres, los pares y otros seres humanos de su universo en proceso de
expansión. Segundo, el joven individuo comienza a advertir diferencias sexuales entre las personas de su me-
dio, y estas diferencias afectan tanto sus propios sentimientos (impulsos del ello), como el curso que él debe
seguir en concordancia con los reclamos sociales de su sociedad; es decir, los requerimientos de su yo y los
criterios sociales de su familia a menudo rivalizan con los impulsos de su ello.
Ahora, el niño afronta un período de intenso aprendizaje que a través de sus limitaciones le abre
futuras posibilidades. Gran parte del tiempo, el niño se asocia con otros de su propia edad. Entra activamente
en la vida de otros, y por lo tanto inicia una multitud de nuevas experiencias. Sobre todo, se ve a sí mismo —
aprende, asocia y realiza experiencias— como varón o como niña. Al mismo tiempo, no puede evitar que su
aprendizaje, sus contactos sociales y su experiencia incorporen nuevos pensamientos, sentimientos y hechos
imaginados o realizados que proveen de una nueva área a su sentimiento de culpa. El niño a menudo teme
haber excedido sus derechos, y, en efecto, suele ser ese el caso. Pone constantemente en tela de juicio su rol
sexual: ¿Su conducta concuerda con lo que se espera de su sexo? ¿Está bien que en muchos sentidos
todavía sienta y actué como un niño del sexo opuesto? ¿Está bien que, con respecto a sus deseos sexuales,
ya no sienta como un niño? Así, esta fase aporta momentos en los que se experimenta un sentido de
realizaciones auténticas y momentos en los que se originan el temor al peligro y un sentimiento de culpa.
En la psicología psicoanalítica, esta fase de desarrollo se caracteriza por sus complicaciones
edípicas. En sus escritos iniciales, Erikson acepta la tesis freudiana de una crisis fundamental de desarrollo
que afecta al niño, a sus padres (especialmente al progenitor de sexo opuesto) y a la familia como
representante de los mores sociales. En publicaciones más recientes, Erikson cuestiona la generalización y la
simplificación excesiva derivadas de la interpretación del concepto freudiano del complejo de Edipo por parte
de otros autores. Erikson observa que la adhesión al sexo opuesto es indudable, pero que hasta entonces él
(o ella) lo ha sido todo para el niño y el auténtico (y único) representante de su grupo sexual. Debe tenerse
muy en cuenta que estos movimientos hacia el sexo opuesto se manifiestan cuando el niño descubre que él
importa en el contexto de un grupo familiar, y cuando puede expresar un afecto intencional. El movimiento
afectivo del niño no es incestuoso en términos de nuestros mores occidentales; significa más bien que el amor
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siempre se orienta hacia aquel que más le ha demostrado su existencia y accesibilidad. Un varón tiende a
orientarse hacia su madre, el objeto de amor más asequible, porque es ella quien le ha ofrecido sus
constantes cuidados. La madre probablemente alentará y aceptará la adhesión de su hijo, porque también ella
siente la masculinidad en él —el hombre en ciernes—. Al mismo tiempo, la sociedad induce al niño a
desplazar su identificación hacia el padre. En general, para el niño es fácil admirar a su padre, porque este
representa los símbolos de masculinidad (conducta del yo y valores del superyó) que su cultura
(particularmente la cultura específica de su hogar) valora como deseables y admirables. En cambio, una niña
tiende a fijar su deseo en el hombre más confiable y asequible —generalmente el padre—. También aquí
estamos ante una situación de proximidad, más que de incesto. La relación edípica de una niña es más
indirecta que la de un varón, porque sus deseos generalmente no se fijan en la misma persona en la cual se
apoyó durante su dependencia infantil. Su relación edípica con el padre es romántica, pero continúa
identificada con la madre, que representa todo lo que está condensado en sus propios esfuerzos hacia la
feminidad.
Cuando el varón o la niña encuentran un afecto romántico en el progenitor del sexo opuesto, tienden
a expresar desconfianza frente a todos los que interfieren en esa nueva relación. Asimismo, se suscitan
antiguos sentimientos de desconfianza, pues el niño percibe el carácter tenue de esta nueva relación.
Naturalmente, se desarrolla un sentimiento de rivalidad con el progenitor del mismo sexo, que conduce a dos
secuencias interdependientes. Una implica el reemplazo gradual del progenitor «deseado» por otros objetos
de amor más accesibles; es decir, por personas que pueden convertirse sin riesgo alguno en receptores de su
inversión emocional, porque el niño comprueba que su progenitor es emocionalmente bastante inalcanzable
para él. La otra secuencia está vinculada con la percepción más apropiada de la realidad por parte del niño.
Comprende cada vez más claramente la desigualdad física, social y sexual entre él y el progenitor «rival». Por
lo tanto, estos factores lo inducen a buscar nuevas -experiencias y satisfacciones en la relación con indi viduos
más próximos a su propia edad. El progenitor es exitosamente reemplazado como objeto de amor inmediato,
pero se consolida su posición (la posición del padre o la madre) como yo ideal del sexo contrario. El progenitor
del mismo sexo se convierte en modelo superyoico. El niño trata de realizar las aspiraciones de este
progenitor, pero rara vez lo logra. Lo que es más importante, el progenitor de su propio sexo desempeña el
papel de factor fundamental de identificación.
Los varones y las niñas desarrollan un agudo interés por los genitales de ambos sexos. La conciencia
de las disparidades, en especial la ausencia de órganos visibles en el caso de las niñas, crea inquietudes
específicas. Ambos sexos imaginan que algo les ha ocurrido a los genitales femeninos, y que ello también les
puede suceder a los masculinos. Este temor suscita incertidumbre, y entraña la posibilidad de toda suerte de
miedos o sentimientos imaginarios de culpa, en relación con este u otros hechos inexplicados.
La modalidad de esta etapa es diferente en cada sexo, aunque ambas modalidades exhiben un matiz
activo y agresivo, con la conquista como meta; a su tiempo, ambas constituirán las expresiones de
masculinidad o feminidad madura de los .individuos. Como Freud, Erikson afirma que esta es la fase genital.
Desde el punto de vista psicológico, las fantasías y los sentimientos eróticos tienden a centrarse alrededor de
los genitales, que constituyen la zona erógena fundamental de esta fase.
La modalidad esencial del varón en este momento es la intrusión —el impulso hacia adelante en el
espacio, el tiempo, las nuevas áreas de conocimiento y la vida de los individuos—. Este último aspecto refleja
de modo más específico el deseo sexual fundamental del varón, que se expresa en las actividades motrices
intensas, con penetración del espacio, la curiosidad por explorar todas las esferas desconocidas y abordar de
frente a las personas y los problemas. La modalidad intrusiva halla su expresión más natural en los hechos
cotidianos de la vida del niño. Las formulaciones verbales y las preguntas de este, sus actividades y sus
relaciones sociales tienen todas un carácter intrusivo. A medida que recorre esta etapa, que incluye la
resolución de sus tendencias edípicas, su preocupación sexual tiende a desplazarse de las personas al juego
creador.
La modalidad esencial en las niñas es la recepción, análoga a la posición biosexual de la mujer —
provocar o atraer al intruso— que conduce a la pasividad activa de la niña y la futura mujer. Aquí, los impulsos
sexuales libidinosos de la niña se traducen en actitudes de atracción y seducción —provoca, maquina intrigas,
excita— y, sobre todo, en una adaptación temprana del modo materno de incorporación. Durante esta fase, la
niña comienza a prepararse para su futuro papel de madre. Su manera de comunicarse, sus actividades y sus
relaciones sociales reflejan las características conductuales y psicológicas cada vez más acentuadas que
implican el esfuerzo por conseguir que otros la incluyan en su vida.
Así, los varones y las niñas, cada uno de distinta manera, hallan nuevos medios para resolver sus
impulsos antagónicos en esta fase. El juego, que es el más indispensable y natural agente autoterapéutico,
asume ahora dos formas esenciales. Primero, el niño necesita tiempo, para consagrarlo al juego solitario o
para soñar despierto sin que nadie lo moleste, con el fin de «expresar jugando» o «soñando» los conflictos y
su resolución. También necesita la compañía de otros chicos para «jugar» juntos sus crisis de vida individuales
y mutuas. Unas veces, se utilizan pequeños objetos para representar las fuerzas antagónicas; otras, su
relación lúdicra con personas reales constituye una oportunidad para elaborar derrotas anteriores o problemas
no resueltos. Sin embargo, en el niño se ha acentuado el sentido de realidad y ello es en ocasiones un
inconveniente, pues aquel a menudo atribuye y un sentido prohibido (aunque necesario) a sus fantasías lú -
dicras, lo cual origina un ulterior sentimiento de culpa. En estos casos, el niño se muestra tenso, y listo para
interrumpir su juego «prohibido», por temor de que lo descubran; y con frecuencia lo hace en el momento
mismo en que el juego ha alcanzado el punto autoterapéutico.
La fase de desarrollo coloca la relación niño-progenitor en una situación triangular, en la que el niño
se convierte en un asociado independiente y activo, si no competitivo. Como lo hemos sugerido, solo el niño
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que ha experimentado con éxito su autonomía puede renunciar a la posesión romántica del progenitor. Aquel
que tuvo menos éxito necesita aferrarse a dicho apoyo. Precisa sentirse seguro de sí como individuo, pues de
lo contrario se ve atrapado nuevamente en el interrogante: « ¿Qué es mí?», en oposición a « ¿Qué no es mí,
sino el otro?».
El niño y los padres colaboran en problemas relacionados con el desarrollo del primero, pero que
traspasan los límites de sus reclamos inmediatos. Su preocupación se extiende paulatinamente a cuestiones
de confianza y desconfianza social, y a su propia relación con la sociedad de la que su familia forma parte.
Cuando los padres trabajan y juegan con el niño, pueden expresar su identificación común con individuos,
ideas y valores, más allá de sí mismos. Los padres continúan desempeñando el papel de freno toda vez que el
yo incompleto o el superyó inmaduro del niño necesita apoyo o control.
Además, durante este período es necesario que existan otras personas significativas en la vida del
niño, pues este tal vez contemple objetivos que están fuera del ámbito familiar. Necesita de otras personas
para experimentar distintas alternativas conductuales. El niño comienza a comprender que hay diferencias
entre sus propios criterios y los que aplican los adultos. Le parece que sus padres pueden hacer cosas que a
él no le son permitidas. La rivalidad pasa de la competencia por la satisfacción en la dependencia a la com -
petencia por la asociación en igualdad de condiciones. Los hermanos mayores reemplazan a los más jóvenes
como posibles rivales.
El niño ingresa con toda su capacidad de indagación en un círculo social cada vez más amplio.
Quiere conocer su mundo, y se le alienta en forma creciente a que se ajuste a las enseñanzas de su sociedad,
en ese universo que se despliega ante él. Las escuelas de párvulos, los jardines de infantes y la escuela
elemental son las principales instituciones sociales que, junto con el hogar y la iglesia, indican al niño la gama
de iniciativas apropiadas para él en ese momento de su vida. La gradación de la actividad indagatoria y de la
agresión permisible según la edad, el sexo y los roles sociales son recursos culturales que idealmente ayudan
al individuo a desarrollarse del modo más eficaz en el contexto de su cultura.
Erikson establece una relación entre el grado de iniciativa individual estimulada o permitida, y el
sistema económico de la comunidad. Sugiere que la capacidad potencial de trabajo y de éxito material del
individuo en el marco económico de su sociedad depende del dominio que llegue a tener de esta fase de
desarrollo —el período en el que se realiza un sentimiento de la finalidad—.
Ya hemos señalado que el niño parece crecer como una unidad física y psicológica. El niño pequeño
llega a ser él mismo. Pone a prueba su nueva independencia dinámica en relación con las numerosas facetas
del ambiente inmediato y en proceso de expansión. Puede adquirir gradualmente cierta compenetración con
las instituciones, las oportunidades y los roles que le permitirán en el futuro una participación responsable
como adulto. Le gusta manipular juguetes significativos, empuñar herramientas y asumir responsabilidades
por sí mismo y por otros niños más pequeños. Su fracaso en relacionarse con uno de sus padres y desplazar
al otro conduce a eventuales éxitos en diferentes tareas de la vida. Su gran caudal de energía le permite
olvidar rápidamente sus frustraciones y comenzar de nuevo con esfuerzos mejor orientados. Comprueba que
la dirección era acertada, aunque no el momento. Un sentido de realización compensa rápidamente la mayor
parte de la culpa y el fracaso: «. . .el futuro adquiere una mayor importancia, en contraposición con el pasado.
El futuro absuelve el pasado».

Piaget, Jean: Seis estudios de psicología, Editorial Seix Barral, Barcelona

LA PRIMERA INFANCIA DE LOS DOS A LOS SIETE AÑOS


D. La vida afectiva

Las transformaciones de la acción surgidas de los inicios de la socialización no interesan sólo a la


inteligencia y al pensamiento, sino que repercuten con la misma profundidad en la vida afectiva. Como hemos
entrevisto, existe, a partir del período preverbal, un estrecho paralelismo entre el desarrolló de la afectividad y
el de las funciones intelectuales, ya que se trata de dos aspectos indisociables de cada acto: en toda
conducta, en efecto, los móviles y el dinamismo energético se deben a la afectividad, mientras que las
técnicas y el acoplamiento de los medios empleados constituyen el aspecto cognoscitivo (sensorio-motor o
racional). No existe, pues, ningún acto puramente intelectual (intervienen sentimientos múltiples, por ejemplo,
en la resolución de un problema matemático: intereses, valores, impresiones de armonía, etc.) y no hay
tampoco actos puramente afectivos (el amor supone la comprensión), sino que siempre y en todas partes,
tanto en las conductas relativas a los objetos como en las relativas a las personas, ambos elementos
intervienen porque uno supone al otro. Lo que hay son espíritus que se interesan más por las personas que
por las cosas o las abstracciones y otros a la inversa, y ello es la causa de que los primeros parezcan más
sentimentales y los otros más secos, pero se trata simplemente de otras conductas y otros sentimientos, y
ambos emplean necesariamente a la vez su inteligencia y su afectividad.
En el nivel del desarrollo que estamos considerando ahora, las tres novedades afectivas esenciales
son el desarrollo de los sentimientos interindividuales (afectos, simpatías y antipatías) ligados a la
socialización de las acciones, la aparición de los sentimientos morales intuitivos surgidos de las relaciones
entre adultos y niños, y las regulaciones de intereses y valores, relacionadas con las del pensamiento intuitivo
en general.
Comencemos por este tercer aspecto, que es el más elemental. El interés es la prolongación de las
necesidades: es la relación entre un objeto y una necesidad, ya que un objeto es interesante en la medida en
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que responde a una necesidad. El interés es pues la orientación propia de todo acto de asimilación mental:
asimilar mentalmente es incorporar un objeto a la actividad del sujeto, y esa relación de incorporación entre el
objeto y el yo no es otra cosa que el interés en el sentido más directo de la palabra ("inter-esse"). Como tal, el
interés se inicia con la vida psíquica misma y desempeña en especial un papel importantísimo en el desarrollo
de la inteligencia sensorio-motriz. Pero, con el desarrollo del pensamiento intuitivo, los intereses se multiplican
y se diferencian y, en particular, dan lugar a una disociación progresiva entre los mecanismos energéticos que
implica el interés y los mismos valores que engendra.
El interés, como es sabido, se presenta bajo dos aspectos complementarios. Por una parte, es un
regulador de energía, como ha demostrado Claparède: su intervención moviliza las reservas internas de
fuerza, y basta que un trabajo interese para que parezca fácil y la fatiga disminuya. Ésta es la razón, por
ejemplo, de que los colegiales den un rendimiento indefinidamente mejor a partir del momento en que se
apela a sus intereses y en cuanto los conocimientos propuestos corresponden a sus necesidades. Pero, por
otra parte, el interés implica un sistema de valores, que el lenguaje corriente llama "los intereses" (por
oposición a "el interés") y que se diferencian precisamente en el curso del desarrollo mental asignando
objetivos cada vez más complejos a la acción. Ahora bien, dichos valores dependen de otro sistema de
regulaciones, que rige a las energías interiores sin depender directamente de ellas, y que tiende a asegurar o
restablecer el equilibrio del yo completando sin cesar la actividad mediante la incorporación de nuevas
fuerzas o nuevos elementos exteriores. Así es como, durante la primera infancia, se observarán intereses por
las palabras, por el dibujo, por las imágenes, los ritmos, por ciertos ejercicios físicos, etc., etc., y todas estas
realidades adquieren valor para el sujeto a medida que aparecen sus necesidades, que, a su vez, dependen
del equilibrio mental momentáneo y sobre todo de las nuevas incorporaciones necesarias para mantenerlo.
A los intereses o valores relativos a la actividad propia están ligados muy de cerca los sentimientos
de auto-valoración: los famosos "sentimientos de inferioridad" o de superioridad. Todos los éxitos y todos los
fracasos de la actividad propia se inscriben en una especie de escala permanente de valores, los éxitos para
elevar las pretensiones del sujeto y los fracasos para rebajarías con vistas a las acciones futuras. De ahí que
el individuo vaya formándose poco a poco un juicio sobre sí mismo que puede tener grandes repercusiones
en todo el desarrollo. En especial, ciertas ansiedades son debidas a fracasos reales y sobre todo imaginarios.
Pero el sistema constituido por estos múltiples valores condiciona especialmente las relaciones
afectivas interindividuales. Así como el pensamiento intuitivo o representativo está ligado, merced al lenguaje
y a la existencia de signos verbales, con los intercambios intelectuales entre individuos, así también los
sentimientos espontáneos de persona a persona nacen de un intercambio cada vez más rico de valores.
Desde el momento en que la comunicación del niño con su medio se hace posible, comenzará a desarrollarse
un juego sutil de simpatías y antipatías, que habrá de completar y diferenciar indefinidamente los sentimientos
elementales ya observados durante el estadio anterior. Por regla general, habrá simpatía hacia las personas
que respondan a los intereses del sujeto y que lo valoren. La simpatía supone pues, por una parte, una
valoración mutua y, por otra, una escala común de valores que permita los intercambios. Esto es lo que el
lenguaje expresa diciendo que la gente que se quiere "se entiende", "tiene los mismos gustos", etc. Y sobre la
base de esa escala común se efectuarán precisamente las valoraciones mutuas. Por el contrario, la antipatía
nace de la desvaloración, y ésta se debe a menudo a la ausencia de gustos comunes o de escala común de
valores- Basta observar al niño pequeño en la elección de sus primeros camaradas o en su reacción ante los
adultos extraños a la familia para poder seguir el desarrollo de esas valoraciones interindividuales. En cuanto
al amor del niño hacia los padres, los lazos de la sangre estarían muy lejos de poder explicarlo sin esa
comunicación íntima de valoración que hace que casi todos los valores de los pequeños dependan de la
imagen de la madre o del padre. Ahora bien, entre los valores interindividuales así constituidos, hay algunos
que merecen destacarse: son precisamente los que el niño pequeño reserva para aquéllos que juzga
superiores a él: ciertas personas mayores y los padres. Un sentimiento particular corresponde a esas
valoraciones unilaterales: el respeto, que es un compuesto de afecto y de temor, y es de notar que el temor
marca precisamente la desigualdad que interviene en esta relación afectiva. Pero el respeto, como ha
demostrado Bovet, es el origen de los primeros sentimientos morales. Basta, en efecto, que los seres
respetados den al que les respeta órdenes y, sobre todo, consignas, para que éstas se conviertan en
obligatorias y engendren, por lo tanto, el sentimiento del deber. La primera moral del niño es la de la
obediencia y el primer criterio del bien es, durante mucho tiempo, para los pequeños, la voluntad de los
padres (1). Los valores morales así constituidos son, pues, valores normativos, en el sentido de que no están
ya determinados por simples regulaciones espontáneas, a la manera de las simpatías o antipatías, sino que,
gracias al respeto, emanan de reglas propiamente dichas. ¿Pero cabe concluir de ello que, a partir de la
primera infancia, los sentimientos interindividuales son susceptibles de alcanzar el nivel de lo que llamaremos
en adelante operaciones afectivas por comparación con las operaciones lógicas, es decir, sistemas de valores
morales que se implican racionalmente unos en otros como es el caso en una conciencia moral autónoma?
No parece ser así, ya que los primeros sentimientos morales del niño siguen siendo intuitivos, a la manera del
pensamiento propio de todo este periodo del desarrollo. La moral de la primera infancia, en efecto, no deja de
ser heterónoma, es decir, que sigue dependiendo de una voluntad exterior que es la de los seres respetados
o los padres. Es interesante, a este propósito, analizar las valoraciones del niño en un terreno moral tan bien
definido como el de la mentira. Gracias al mecanismo del respeto unilateral, el niño acepta y reconoce la regla
de conducta que impone la veracidad mucho antes de comprender por sí mismo el valor de la verdad y la
naturaleza de la mentira. A través de sus hábitos de juego y de imaginación, así como de toda la actitud
espontánea de su pensamiento, que afirma sin pruebas y asimila lo real á la actividad propia sin preocuparse
por la objetividad verdadera, el niño pequeño llega a deformar la realidad y doblegaría a sus deseos. Y así le
ocurre que tergiversa una verdad sin sospecharlo y esto es lo que se ha llamado la "pseudo-mentira" de los
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pequeños. Sin embargo, acepta la regla de veracidad y reconoce como legítimo que se le reproche o castigue
por sus mentiras. Pero, ¿cómo valora estas últimas? En primer lugar, los pequeños afirman que mentir no
tiene nada de 'feo" cuando uno se dirige a los amigos y que sólo la mentira dirigida a los mayores es
condenable, ya que son ellos los que la prohíben. Pero luego, y esto es más importante, se imaginan que una
mentira es tanto más fea cuanto más la falsa afirmación se aleja de la realidad, y ello independientemente de
las intenciones en juego. Pedimos, por ejemplo, al niño que compare dos mentiras: contar a su madre que ha
tenido una buena nota en el colegio, siendo así que no le han preguntado la lección, o contar a su madre,
después de haberlo asustado un perro, que éste era tan grande como una vaca. Los pequeños comprenden
muy bien que la primera mentira está destinada a obtener una recompensa inmerecida, mientras que la
segunda es una simple exageración. Sin embargo, la primera es "menos fea" porque a veces ocurre que a
uno le ponen una buena nota y, sobre todo, como la afirmación es verosímil, la madre misma ha podido
engañarse. La segunda "mentira", en cambio, es más fea y merece un castigo más ejemplar, puesto que "no
existen perros tan grandes". Estas reacciones que parecen ser bastante generales (han sido en especial
confirmadas recientemente por un estudio realizado en la Universidad de Lovaina) son altamente, instructivas:
muestran hasta qué punto los primeros valores morales están calcados sobre la regla recibida, merced al
respeto unilateral, y lo que es más, sobre esta regla tomada al pie de la letra, pero no comprendía. Para que
los mismos valores se organicen en un sistema a la vez coherente y general, será preciso que los
sentimientos morales adquieran cierta autonomía y, para ello, que el respeto deje de ser unilateral para
convertirse en mutuo: es precisamente el desarrollo de dicho sentimiento entre compañeros o iguales el que
hará que la mentira a un amigo sea sentida como tan "fea" o incluso más que la del niño al adulto.
En resumen, intereses, auto-valoraciones, valores interindividuales espontáneos y valores morales
intuitivos, he aquí, a lo que parece, las principales cristalizaciones de la vida afectiva propia de este nivel del
desarrollo

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