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LOS TEMIBLES GUERREROS AZTECAS QUE SE INSPIRABAN

EN EL ÁGUILA Y EL JAGUAR PARA ENTRAR EN COMBATE


Por: Rodrigo Ayala Cárdenas

La orden de los guerreros águila y jaguar encabezaban los


combates y los asaltos bélicos del Imperio Azteca.

La guerra fue una de las claves por las que el Imperio Azteca
se erigió como el más poderoso de Mesoamérica. Sometió
mediante el poder de sus ejércitos a cientos de pueblos de
estados como Veracruz, Oaxaca, Estado de México e incluso
Guatemala. Convertirse en guerrero era un honor para los
mexicas, cuya misión en la vida era derramar la sangre de sus
prisioneros para ofrendarla a Huitzilopochtli. Las campañas
militares podían reunir hasta 200 mil soldados en las
llamadas Guerras Floridas, en las que los mexicas capturaban
prisioneros que eran conducidos hasta lo alto del Templo
Mayor en Tenochtitlán. Ahí los sacerdotes llevaban a cabo los
sacrificios: arrancaban los corazones de sus víctimas para
ofrendarlos.
Existían dos cuerpos de combate conformados por los
guerreros más valientes y preparados de todos. Su aspecto
era imponente: vestían armaduras fabricadas de algodón
imitando las pieles de un águila o un jaguar, los animales más
temidos y respetados de la región. Sus nombres eran
ocelopilli (noble jaguar o guerrero jaguar) y cuauhpilli (noble
águila, guerrero águila). A partir de los siete años de edad
eran educados en el arte de la guerra e instruidos para ser
dueños de un carácter valiente y aguerrido. La elección del
águila y el jaguar como emblemas de vestimenta se debe a
que eran los principales depredadores del aire y la tierra, una
manera de infundir temor en sus rivales y hacerles ver que su
poder sería invencible en batalla.
Tanto plebeyos como nobles podían pertenecer a la orden de
los cuauhpilli o guerreros águila, contrario a los ocelopilli o
guerreros jaguar, quienes sólo aceptaban a personas de las
clases nobles. Ambos gozaban de grandes privilegios en el
Imperio: podían tener concubinas, comer carne humana
habitualmente, misma que extraían de los prisioneros de
guerra, tomar octli (una bebida alcohólica) en público y cenar
en el Palacio Real.
Ambas castas de guerreros tenían su casa en el Palacio Real
de Tenochtitlán, llamada cuauhcalli… Cerca del Templo
Mayor de la Ciudad de México fue descubierto un sitio
conocido como el Salón de los Caballeros Águila, lugar en el
que al parecer los pertenecientes a esta orden realizaban
encuentros y ceremonias especiales. Para llegar a ser
guerrero jaguar se necesitaba haber concluido de manera
satisfactoria los estudios en las calmecac (escuelas de
nobles). Con la autorización de las autoridades del calpulli o
barrio, los aspirantes a guerreros eran aceptados en las
residencias especiales donde vivirían para un
adoctrinamiento de cinco años alejados de sus familias.
Además de un duro entrenamiento militar en estas
residencias, donde fortalecían su mente y sus cuerpos, eran
instruidos en materias superiores como teogonía,
matemáticas, astronomía, botánica, lectura e interpretación
de códices. Los que no soportaban el ritmo de entrenamiento
y estudio se retiraban sin poder volver a intentar formar
parte de estas tropas de élite. Finalmente, luego de hacer
servicios comunitarios y dar muestras de ser aptos en el
manejo de tropas y de armas, los futuros ocelopilli eran
iniciados en una ceremonia especial. Después eran enviados
a capturar enemigos para probar su capacidad en el campo
de batalla.
En el frente de batalla, los guerreros jaguar eran enviados en
las primeras filas, debido a su fiereza en el combate, mientras
que los guerreros águila se encargaban de las labores de
explorador, espía y mensajero, aunque también entraban a
la batalla cuando era necesario. Los escudos de los guerreros
águila estaban decorados con plumas y en ellos se hacía
patente el estatus del soldado. En la cabeza, los guerreros
águila llevaban un casco que simulaba el rostro de este
animal. Por su parte, la armadura de los guerreros jaguar
estaba fabricada con la piel de este felino, lo cual debió haber
sido realmente imponente en los campos de batalla.
Cuando un guerrero era muerto en combate, sus mujeres y
familiares le guardaban un duelo de 80 días, que era el
número de días que un guerrero tardaba en cruzar el umbral
de la muerte. Las viudas se dejaban el cabello suelto y
ejecutan danzas sagradas al ritmo de tambores. En los
cuauhcalli se rendían homenajes a los caídos en combate, se
incineraban sus cuerpos y se colocaban en la sala principal al
lado de joyas y símbolos rituales.
Las armas principales con las que estos guerreros combatían
eran el atlatl —un instrumento con el que se propulsaban
lanzas llamadas tlacochtli, hechas con obsidiana, bronce o
huesos—, el arco, se fabricaba con la madera del árbol de
tepozán y los tensores se hacían con los tendones de
animales; pero el arma más poderosa de todas era el
acuahuitl: la espada azteca, hecha con piezas de obsidiana o
pedernal tan filosos que eran capaces de decapitar de un solo
golpe a los enemigos y animales (tomemos en cuenta que la
obsidiana es el material más filoso del mundo, incluso más
que el acero). Se hallaba también el chimali, un escudo hecho
de madera reforzado con carrizos, fibra de ixtle y recubierto
de cuero; por otro lado, también era muy usado el
ichcahuipilli, una armadura acolchada con algodón,
endurecida en la zona media con un tratamiento de agua
salada.
Pese a lo letal que estas armas eran, los guerreros no
pudieron frenar los embates de los conquistadores
españoles quienes se aliaron con pueblos enemigos de los
aztecas para derrotar al Imperio mexica.
La ferocidad y velocidad del jaguar en combinación con la
astucia y agilidad del águila crearon a uno de los cuerpos
bélicos más fascinantes de la historia antigua. Jaguares y
águilas pelearon por la supervivencia del Imperio azteca, sin
embargo, sucumbieron ante el poder de los españoles que
con sus ansias de riqueza y sus armas de fuego sometieron a
los valientes guerreros mexicas.
En los corazones de cada mexicano hay un jaguar que ruge
en los momentos difíciles y un águila que se eleva para
sortear las dificultades.

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