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Capítulo III

La historia común de los hombres


La cuestión del sentido de la historia

Ayer hablamos de la vida individual, de la vida de cada uno de noso­


tros, como de una historia que debe ser narrada. Inclusive intentamos ca­
racterizar la vida como una historia en busca de narrador. Hoy hablaremos
de la historia com ún, la de un pueblo, de una nación y, por último, la de la
humanidad considerada como un único actor de la historia. Pero ¿que sig­
nifica la palabra historia? ¿Y qué es pensar históricamente? Súbitamente
nos sentimos sorprendidos por esta anomalía importante del lenguaje; a
saber, que designamos con la misma palabra, histona, tanto el relato oral o
escrito de los acontecimientos pasados, cuanto el conjunto de esos mismos
acontecimientos. En el primer caso, historia significa historiografía, en la
medida en que hablamos sobre todo de la historia tal como la escriben los
historiadores. En el segundo caso, denominamos historia a todo aquello
que sucede o, más exactamente, a todo aquello que los hombres provocan
y todo aquello que padecen y sufren en virtud de la acción de los otros
hombres. Quisiera decir algunas palabras, en primer lugar, sobre la histo­
ria en el sentido de historiografía, a fin de consagrar más tiempo al segun­
do sentido de la palabra historia: la historia como el conjunto de los acon­
tecimientos que surgen de la acción humana.
¿Qué sucede, entonces, con la historia de los historiadores?

i. La historia de los historiadores


Por mi parte, me he interesado por tres niveles de problemas. En un
Primer nivel, uno puede preguntarse qué relaciones subsisten en los histo­
riadores modernos entre la historia tal como ellos la escriben y las historias
que se cuentan en los cuentos, las epopeyas, los dramas, las novelas, etc. A
primera vista, la historia de los historiadores no mantiene una relación
estrecha con las historias que se narran. La historia pretende ser una disci­
plina científica y crítica basada en testimonios, documentos, archivos; y,
sin embargo, uno podría preguntarse si la historia seguiría diferenciándose
de las otras ciencias humanas si careciera de toda relación, por más indi­
recta y lejana que sea, con la competencia para narrar y para seguir una
historia, competencia que se ve en acción en los dos mil grupos étnicos y
culturales registrados en todo el mundo. En efecto, parece que la aptitud
para comprender lo que es una historia constituye, en el sentido de Witt-
genstcin, un “juego de lenguaje” totalmente distinto y perfectamente deli­
mitado. Aristóteles fue el primero en elaborar la teoría sobre el tema en su
Poética. Llama fábula o intriga (en griego mythos) a un conjunto de inciden­
tes sucesivos que forman un todo a la vez uno y completo. Por mi parte, he
conservado el término intriga para designar la unidad de una historia na­
rrada. Entre todos los rasgos distintivos de la intriga se puede retener, por
una parte, su carácter inteligible y, por la otra, su carácter temporal. Lo que
comprendemos, en efecto, en una historia es, en primer lugar, que ella
reúne, que “unifica" factores tan heterogéneos como las circunstancias ex­
ternas, las intenciones, las interacciones, los medios, las casualidades, los
resultados no deseados. En este sentido, la inteligencia narrativa consiste
en hacer una síntesis con todos estos factores heterogéneos que se pueden
resumir, con el historiador francés Paul Veyne, como un conjunto de cau­
sas, casualidades e intenciones. No obstante, el aspecto temporal de la in­
triga no es menos interesante. Una intriga, en efecto, logra extraer una
configuración de una sucesión. Con ello quiero decir que una mera suce­
sión de incidentes, acontecimientos, episodios, no conforma una intriga si
no hay un acto configurante que transforme esta simple sucesión en un
todo temporal que denomino aquí una configuración narrativa. Una con­
secuencia epistemológica importante de esta estructura de la intriga es que
siempre resulta posible componer intrigas diferentes con los mismos acon­
tecimientos o, antes bien, ya no son los mismos acontecimientos en la
medida en que el acontecimiento mismo se convierte en una variable de la
intriga, ya sea porque inaugura una historia o porque determina su curso,
convierte la buena fortuna en desgracia o, por último, porque pone fin a la
historia. En este sentido, acontecimiento e intriga son nociones correlativas.
Un segundo nivel de problemas puede retener nuestra atención sin que
abandonemos todavía la historia de los historiadores. Uno puede pregun­
tarse qué diferencias aporta el espíritu científico de investigación, de prue­
bas documentadas, entre la historia-ciencia y las historias que se narran. La
pregunta gira alrededor de la lógica de la prueba en las ciencias históricas.
No me detendré mucho en esto pues deseo extenderme más sobre el se­
gundo sentido de la palabra historia, la historia que hacemos y padecemos
en tanto agentes responsables. No obstante, es importante destacar desde
ahora que la historia más científica no se eleva jamás al nivel de la raciona­
lidad demostrativa que se encuentra preferentemente en las ciencias de la
naturaleza. Inclusive si se habla de leyes de la historia, ello no vale sino
para disciplinas bien delimitadas como la demografía, la historia económ i­
ca, etc. La historia de un pueblo, de una nación, integra esas leyes en una
comprensión narrativa cuya característica más notable es que siempre se
aplican a un curso único de acontecimientos. Esto no significa que la histo­
ria permanece siempre como una historia de batallas, tratados, etc. Inclusi­
ve la transformación de un sistema de producción en otro no se produce
sino de una forma única en una comunidad histórica determinada, y este
curso único es lo que la constituye en un objeto histórico y no económico,
sociológico, etc. Inclusive si se hace actuar a ciertas leyes en el curso de la
investigación, éstas serán, de alguna manera, interpoladas en una explica­
ción que no deja de ser, como lo sugirió Max Weber y luego Raymond Aron,
una imputación causal singular. En este sentido, la historia-ciencia perte­
nece a la misma razón lógica y epistemológica que las disciplinas que apelan a
la argumentación, como la jurisprudencia y las otras ciencias jurídicas. No
diré más nada sobre esta pertenencia de la historia a la lógica argumentati­
va antes que a la demostrativa.
Me detendré un poco más en el tercer problema, que también es de la
incumbencia de la epistemología de la historiografía, pero que nos puede
servir de transición hacia el tema principal de nuestra meditación. Uno
puede preguntarse sobre qué trata la historia en última instancia. ¿Puede
acaso reducirse la acción colectiva atribuida a un pueblo, una nación, una
clase, un Estado, a una m ultitud de acciones individuales? Me parece muy
poco plausible. No es exclusivamente porque olvidamos el detalle de las
interacciones y resumamos una m ultitud de acciones subordinadas en no­
ciones tales como “hacer la guerra”, “hacer la paz”, etc., que podremos
pretender reducir la acción histórica a la de los individuos que componen
las comunidades consideradas. Pero eso tampoco significa, en sentido in­
verso, que todas las abstracciones construidas por los historiadores tales
como “feudalismo”, “renacimiento”, etc., designen realidades. Antes bien,
yo pensaría que, para toda investigación dada, hay en la historia una enti­
dad última irreductible. Sin seguir necesariamente al romanticismo alemán
y la filosofía hegeliana de la historia, se puede pensar que los pueblos, las
naciones, las clases, son entidades duraderas, sujetas a transformaciones
continuas, que aseguran la unidad del objeto histórico. Lo que distingue a
estas entidades duraderas es que requieren de los individuos una perte­
nencia participativa, que pueden conocer o ignorar, negar o reconocer,
reinvindicar o disimular. Parece que la noción de pertenencia participativa
preserva a la vez el carácter irreductible de las entidades históricas últimas
(siempre con relación a un cierto nivel de investigación histórica) y la rela­
ción con los individuos. En este sentido, la comunidad y el individuo cons­
tituyen los dos polos irreductibles el uno al otro del fenómeno histórico.
Esto lo aprendimos de los griegos. Herodoto y Tucídides elaboran la histo­
ria de la Ciudad: pero no hay Ciudad sin ciudadanos, es decir, sin indivi­
duos responsables por el destino de su Ciudad.
No diré nada más sobre el primer grupo de problemas, los que concier­
nen a la epistemología de la historiografía, a fin de consagrar lo esencial de
m is comentarios al segundo grupo de problemas: el que concierne a la
historia como la totalidad de los acontecimientos, el conjunto de aquello
que sucede a los hombres en virtud de la acción humana. Hay una cierta
continuidad entre este problema y aquel al cual nos referimos antes: en
efecto, desde que nos preguntamos de qué manera pertenecemos a la his­
toria, nos vemos llevados a plantear la cuestión de saber qué es un ser
histórico. Ese es el problema que debe ocuparnos ahora.

II. La historia que hacemos

Comenzaré por afirmar que la famosa cuestión del sentido de la historia


no se reduce necesariamente a una discusión sobre la razón en la historia en
el sentido de Hegel. Sin duda fue Hegel quien nos hizo prestar atención a la
unidad de la historia universal, unidad que permite caracterizar la historia
como una singularidad colectiva. Hay una única historia de los hombres
que engloba todas las historias de todos los pueblos. A pesar de ello, ¿po­
demos hablar directamente de esta unidad englobante sin construir de
manera artificial un equivalente secularizado de la idea religiosa y teológica
de Providencia? Considero que el filósofo debe preocuparse más que nada
por los supuestos que están disimulados en la pregunta misma y sobre los
cuales se pasa por alto con demasiada rapidez si se discute precozmente la
respuesta misma.
En lo que a mí respecta, veo tres problemas que responden en el plano
ontológico a los tres problemas que acabamos de discutir en el plano epis­
temológico.
El primer problema: ¿qué hay del tiempo histórico? Dicho de otro modo:
¿en qué condiciones pensamos el tiempo de la historia, que no es ni el
tiempo interior subjetivo, personal, privado (o como se lo quiera llamar),
ni el tiempo físico y, más exactamente, astronómico. Me parece que lo que
caracteriza al tiempo histórico es precisamente su posición intermedia en­
tre esas dos perspectivas sobre el tiempo: la perspectiva subjetiva y la pers­
pectiva objetivo-científica. Permítanme señalar antes que nada la diferen­
cia entre estas dos perspectivas. Se puede caracterizar, de manera muy ge­
neral, al tiempo interior como un tiempo que implica un presente y, en con­
secuencia, una dirección pasada y una dirección futura. Por contraposi­
ción, el tiempo físico es un tiempo sin presente vivido: es una pura sucesión
de instantes cualesquiera, cada uno de los cuales tiene el mismo derecho
de llamarse ahora, hoy. Ahora bien, estas dos perspectivas sobre el tiempo
no han cesado de distanciarse la una de la otra en la historia de nuestro
pensamiento. Por una parte, la fenomenología no ha dejado de profundi­
zar el sentido del tiempo interior a partir de la primera descripción que
hiciera de él San Agustín en el libro XI de las Confesiones. San Agustín es el
primero que hizo del presente la experiencia fundamental del tiempo: tam­
bién es el primero en haber descubierto en el interior del presente una
dialéctica que constituye su aspecto misterioso. Es así como habla de un
triple presente: el presente del pasado que es la memoria, el presente del
futuro que es la expectativa, el presente del presente que es la atención. Esa
discordancia interna del presente engendra lo que él llama la “distensión
del alma' (distentía animi). Sin embargo, Agustín fracasó en un punto esen­
cial, a saber, la derivación del tiempo cósmico de ese tiempo distendido del
alma. Creyó que el tiempo del m undo no era sino una proyección, una
extrapolación, de ese tiempo del alma; dicho de otro modo, que la exten­
sión del tiempo universal derivaba de la distensión del tiempo del alma.
Aristóteles lo había refutado anticipadamente sobre este tema al definir el
tiempo como un aspecto del movimiento. Con ello quería decir que hay
tiempo en la medida en que alguna cosa cambia en la naturaleza, si bien
siempre hará falta un alma para distinguir los dos instantes, ordenar los
intervalos y contarlos (de ahí su definición del tiempo como la cantidad
del movimiento según el antes y el después). Se podría demostrar -pero no
lo haré aquí- que la fenomenología moderna, la de Husserl y la de Heide-
gger, no ha hecho sino profundizar el descubrimiento de Agustín acerca
del triple presente y la distensión del alma. Nos ayudan a comprender
mejor el tiempo vivido como una especie de concordancia discordante. Sin
embargo, los progresos que han generado en la fenomenología del tiempo
se pagan a un precio cada vez más elevado. La paradoja consiste, en efecto,
en que toda sofisticación de la fenomenología tiene como contrapartida
una dificultad creciente para dar cuenta de los aspectos universales del
tiempo sobre la base de la experiencia privada de la concordancia discor­
dante del alma humana. Y, efectivamente, por otra parte, el tiempo del cual
hablan los especialistas en geología cuando narran la historia de la tierra,
en física cuando desarrollan los teoremas de la termodinámica, en microfí-
sica cuando abordan la teoría de los quanta, en astronomía cuando discu­
ten la expansión del universo, etc., ese tiempo, llámeselo tiempo físico,
tiempo cósmico o tiempo universal, se aleja cada vez más del tiempo vivi­
do: su am plitud, su estructura, sus paradojas propias, que conciernen a la
medida, la dirección, lá continuidad, se alejan cada vez más de lo que
acabamos de llamar tiempo del alma. Se llega así a la siguiente paradoja:
comparado con el tiempo estelar, que se mide en años-luz, el tiempo de
una vida no sólo parece increíblemente breve, sino, sobre todo, insignifi­
cante. Es una paradoja porque, por otra parte, es este segmento más insig­
nificante del tiempo el que constituye la fuente y el ámbito de toda cues­
tión sobre el sentido. Les ruego me perdonen por haber dedicado quizá
demasiado tiempo a comparar y oponer estas dos perspectivas sobre el
tiempo. Sin embargo, si creí que era mi deber consagrar tanta atención a
este enigma, fue para hacer resaltar con mayor claridad el carácter original
del tiempo histórico. Se comprende mejor su función original si se descubre
su ubicación entre las dos formas de temporalidad que acabo de mencio­
nar. Constituye, en relación con ellos, un “entre dos”, mejor aún, una mez­
cla. Funciona como transición y mediación entre el tiempo del alma y el
tiempo del mundo.
¿En qué sentido? Puedo intentar demostrar ahora, de una manera abso­
lutamente concreta, cómo los historiadores ubican el tiempo de los pue­
blos, de las naciones, de las clases sociales, en síntesis, aquello que hemos
llamado las entidades históricas últimas, en la intersección de la perspecti­
va subjetiva y la perspectiva cósmica. El tiempo histórico descansa, en efecto,
en la ubicación y la puesta en marcha de dispositivos, procedimientos,
instrumentos del pensamiento, cuya función consiste en construir un puente
por encima del abismo que separa al tiempo del alma del tiempo del mundo.
a) Daré un primer ejemplo: el caso del calendario. En efecto, el calenda­
rio es u n fenómeno extraordinariamente complejo en el sentido en que
logra construir un tercer tiempo entre el tiempo psicológico y el tiempo
cósmico. Por un lado, por intermedio de la astronomía, está enraizado en
el tiempo astral. Por otro lado, por su referencia a acontecimientos funda­
dores que le dan un eje de referencia, está ligado a los comportamientos
humanos, cuya relevancia asegura. El calendario aparece, entonces, a la
vez como una red de datos para todos los acontecimientos posibles, un
repertorio de denominaciones (día, mes, año, etc.) y como un aconteci­
miento cero a partir del cual se lo puede recorrer en ambos sentidos, sea
para remontarlo, sea para descender. Quisiera detenerme sobre el fenóme­
no de la datación. Efectivamente, asignar una fecha a un evento significa
tanto considerar ese evento como relacionado con nuestro presente por
medio de la memoria individual y colectiva, cuanto, por otra parte, situarlo
en la lista de todas las fechas posibles con respecto al evento fundador que
define el tiempo cero. Es así como una fecha hace coincidir el tiempo refe­
rido al presente y el tiempo sin presente de la ciencia astronómica. Insisto
que una fecha en tanto tal no designa ni el ayer, ni el hoy, ni el mañana.
Pero todo acontecimiento es susceptible de recibir una fecha en relación
con el calendario. De modo que el acontecimiento histórico tiene una d o ­
ble pertenencia o, si lo prefieren, una doble fidelidad: al tiempo de la me­
moria humana y al tiempo astronómico. La fecha opera la síntesis de esos
dos aspectos del acontecimiento histórico.
b) Les propongo considerar algunas otras conexiones que garantizan la
transición entre el tiempo del m undo y el tiempo del alma. Quisiera m en­
cionar otra conexión entre el tiempo vivido y el tiempo del m undo que da
su am plitud al tiempo histórico, sin quebrar su lazo con la experiencia viva
de los hombres que actúan y sufren; deseo referirme a la noción de conti­
nuidad de las generaciones. Se trata, una vez más, de un concepto mixto: por
un lado está poderosamente enraizado en el fenómeno biológico del naci­
miento, el crecimiento y la muerte. Se denomina generación a la media de
treinta años que representa estadísticamente el tiempo de reproducción de
la especie humana. Este reemplazo incesante de los vivos y los muertos
hace que la llegada y la partida de los humanos constituya un intercambio
permanente. De ello resulta que, en un momento dado, una escala de eda­
des otorga determinado perfil biológico a la comunidad humana en la cual
varias generaciones, tres, a veces cuatro, son contemporáneas unas de otras.
Pero por otro lado la noción de generación tiene un significado cultural. Se
habla de la misma generación para designar a aquellos que recibieron las
mismas influencias, vivieron las mismas experiencias, compartieron las
mismas esperanzas. Aparte de esto, el rejuvenecimiento y el envejecimien­
to de la sociedad, al equilibrarse, dan lugar a otro intercambio y a otro
equilibrio entre el espíritu de conservación y el espíritu de renovación sin
el cual no habría ni tradición ni renovación en la sociedad. Este fenómeno
de la continuidad de las generaciones proporciona un apoyo a la memoria
colectiva merced a la coexistencia en el mismo momento de muchas gene­
raciones. Así se constituye lo que un sociólogo ha denominado el triple
reinado de los contemporáneos, los predecesores y los sucesores, a mitad
de camino entre la biología y la sociología.
c) Quisiera insistir sobre una últim a conexión entre nuestras dos pers­
pectivas sobre el tiempo: se trata del fenómeno de la huella que está en la
base de nuestros documentos y archivos. Un gran historiador ha definido
la historia como una ciencia por huellas. Inclusive, si se puede afirmar que
la historia descansa en el testimonio de los contemporáneos, sigue siendo
necesario que esos mismos testimonios dejen una huella en un documen­
to. Toda la crítica histórica se basa en la veracidad de esos testimonios a
través de la confrontación y la crítica documentaria. No obstante, este as­
pecto epistemológico del problema no debe disimular el problema filosófi­
co: en efecto, ¿qué testimonian los documentos sino algo que sucedió pero
que hoy ya ha pasado, es decir, que finalmente ha sido abolido? De manera
que debe haber algo en la noción de huella que permite relacionar el pasa­
do que ya no es con el presente que es lo único que existe. Ahora bien, una
huella también es un fenómeno mixto. Por un lado, es una impronta deja­
da por el paso de un ser vivo, un vestigio dejado en el lugar por donde
pasó, una marca dejada por una cosa. Háblese de impronta, de vestigio o
de marca, la huella tiene un aspecto material sometido a los azares de la
conservación o la destrucción Una huella puede borrarse o destruirse. Pero,
por otro lado, )a huella tiene algo de inmaterial: remite a un paso que tuvo
lugar en el pasado. Es menester seguirla, remontarla, interpretar signos.
Por lo tanto, la huella pertenece a dos modos lógicos: es un efecto que
remite a una causa y es un signo que remite a un sentido. En razón de ello,
yo hablaría de efecto-signo. De ese modo, la huella conecta dos regímenes
de pensamiento. En tanto marca, se relaciona con la noción de fecha, pero
en tanto signo inmaterial remite al m undo ausente del cual es solamente
vestigio, resto. Es en este sentido que se puede decir de la huella que con­
serva el pasado en el presente.
Este últim o comentario me conduce a la segunda gran problemática acer­
ca del tiempo histórico: ese tiempo, que no se reduce ni al recuerdo ni a la
expectativa individual, ni a la simple sucesión de instantes del tiempo un i­
versal, ¿tiene acaso una estructura propia que expresa a la vez la dimensión
más que hum ana del cosmos y la calidad humana, demasiado humana, de
la experiencia vivida? Aquí es donde la tentación hegeliana resulta más
poderosa que cualquiera. ¿No fue Hegel quien nos enseñó a hablar de la
historia como historia universal, como única historia del género humano?
¿Acaso no debemos conservar para el espíritu, a cualquier precio, esta idea
de una historia única so pena de convertir a la humanidad en una colección
de razas? ¿No tiene acaso un significado político de alto precio el hecho de
mantener la idea de una historia hoy convertida en planetaria? ¿Pero cómo
pensar esta unidad de la historia humana sin recaer en el espíritu de siste­
ma, insostenible hoy, del hegelianismo? Me parece que aquí hay que regre­
sar a la sobriedad kantiana y conservar el estatuto de idea-límite para esta
noción de una historia única, y substituir el sistema por la búsqueda de una
mediación abierta, inacabada, imperfecta, entre, por un lado, la expectativa
de un futuro común y, por el otro, la recepción de un pasado transmitido y, entre
ambos, la vivencia de un presente constitutivo de la contemporaneidad. En
cierto sentido, reencontramos las tres dimensiones del tiempo fenomeno­
logía) de San Agustín: la espera, la memoria y la atención. Pero ahora apli­
camos esas tres dimensiones en el propio nivel de la historia, tal como
quedó definido en la discusión anteriorr Queremos hablar de un futuro
histórico, de un pasado histórico, de un presente histórico. Se nos plantea
la cuestión de saber cómo podemos conservar el carácter histórico ya no
privado, subjetivo, personal, de esas tres dimensiones. ¿Qué categorías son
las más apropiadas aquí?
a) Me parece que no hay que comenzar por la relación con el pasado
histórico, sino por la orientación de nuestras expectativas colectivas con
respecto al futuro. En este sentido, yo seguiría al pensador alemán
Koselleck que parte desde un comienzo de la relación entre lo que llama
un horizonte de expectativa y un espacio de experiencia. Si habla de espacio
de experiencia, para caracterizar lo opuesto del horizonte de expectativa,
es porque la experiencia constituye el tesoro acumulado de la historia pa­
sada. En este sentido la metáfora del espacio expresa el carácter de espada-
miento y, al mismo tiempo, de integración de esta experiencia acumulada.
En cuanto a la noción de expectativas, cubre a la vez la esperanza, el anhe­
lo, el temor, el cálculo, la curiosidad: designa el hacerse presente del futuro
bajo todas sus formas. La noción de horizonte resulta así totalmente justi­
ficada para designar el despliegue de nuestras expectativas por oposición a
la reunión de nuestra experiencia. Por otra parte, el horizonte es aquello
que siempre puede ser superado, mientras que la experiencia adquirida es
limitada. Repito aquí el axioma de Koselleck: ‘ El espacio de experiencia
nunca es suficiente para determinar un horizonte de expectativa. Corres­
ponde a la estructura temporal de la experiencia histórica el hecho de no
poder ser reunida sin que actúe el efecto retroactivo de nuestras expectati­
vas sobre dicha experiencia”. Esta relación entre horizonte de expectativa y
espacio de experiencia es tan fundamental que muchos de los cambios en
nuestra relación con la historia misma se pueden explicar por las variacio­
nes que se operan en ella.
Fue esencialmente en la época de la Ilustración cuando aparecieron tres
temas que imprimieron un giro moderno a esta relación entre horizonte de
expectativa y espacio de experiencia. En primer lugar, la convicción de
estar viviendo en tiempos nuevos, sin precedentes (así, en alemán tiempos
modernos se dice Neuzeit, es decir, tiempos nuevos). Segundo tema: vivi­
mos en una época de aceleración del cambio en dirección hacia lo mejor.
Esta segunda convicción está en el origen de nuestras ideas de atraso, de
supervivencia, de reacción, por oposición a ese acortamiento de la expec­
tativa que caracterizaba a la edad moderna. Pero el tercer tema, el más
interesante y el más inquietante, es el siguiente: los pensadores de la Ilus­
tración fueron los primeros en hablar de la historia como aquello hecho
por los hombres. Este tema permitió destacar la responsabilidad de los
hombres con respecto a la historia pero, al mismo tiempo, introdujo una
especie de prometeísmo, de arrogancia, de pretensión loca, de hybris, como
si el hombre se convirtiera en amo de los acontecimientos y de su sentido.
En la actualidad padecemos la descomposición de esas tres convicciones:
novedad de los tiempos modernos, aceleración del cambio hacia lo mejor,
maleabilidad de la historia. Fue así como perdimos de vista concepciones
más antiguas, como aquella de la historia maestra de vida (historia magistra
vitac), según la cual la historia es una colección de ejemplos sin lazos par­
ticulares con las ideas de novedad y de progreso. Aún más olvidada está la
concepción escatológica de la historia que abre el camino a un descifra­
miento de las similitudes entre las grandes figuras históricas o de los m o­
mentos más decisivos de la historia en relación con el fin últim o de la
historia, el Juicio Final y el establecimiento del Reino de Dios. La substitu­
ción de todas las concepciones anteriores de la historia por la idea de pro­
greso fue tan completa que la duda que hoy nos asalta contra el progreso
nos deja totalmente desprotegidos y sin posibilidad de reemplazo. La mis­
ma creencia en el progreso estú en el origen de su propia descomposición:
en efecto, cuanto más creemos en la novedad de los tiempos en los cuales
vivimos, más retrocede y más insignificante resulta el espacio de experien­
cia disponible. El hombre moderno cree que avanza en el vacío. Si la creencia
en el progreso se debilita, el vacío abierto detrás de ella por la creencia en
el progreso se convierte en el ámbito de nuestra fascinación. La conciencia
de crisis que nos asalta en la actualidad puede explicarse al mismo tiempo
por el distanciamiento del horizonte mismo y por el retroceso del espacio
de experiencia. Esta crisis nos lleva a reflexionar sobre las modalidades
nuevas que puede adoptar la relación entre el horizonte de expectativas y
el espacio de experiencia. Es así como nos vemos impulsados a reflexionar
una vez más sobre la relación entre hacer la historia en el futuro y ser afecta­
dos por la historia transmitida y recibida. No hay más sentido histórico desde
que la tensión entre el horizonte de expectativa y el espacio de experiencia
queda abolida, negada, disimulada o rechazada.
b) Ahora bien, ¿qué quiere decir ser afectado por la historia? A fin de
tornarlo comprensible, quisiera insistir sobre el error tan corriente según el
ciml el pasado está detrás de nosotros como algo terminado, cerrado, de­
terminado; olvidamos que siempre está abierto a nuevas interpretaciones,
y que, en ese sentido, el pasado, al menos el sentido del pasado, siempre
está inacabado y en proceso de interpretación. La tarea de la interpretación
consiste en liberar las potencialidades abortadas, impedidas, de hecho, ase­
sinadas, contenidas en el pasado. En consecuencia, la idea de que somos
afectados por la historia no debe tomarse en un sentido pasivo. El pasado
debe recibirse de manera activa y se lo debe reinterpretar continuamente.
Ya han comprendido ustedes que esta actitud rige el sentido que otorga­
mos a la idea de tradición. No hay nada más peligroso que la concepción de
la tradición como un depósito muerto, tradición significa transmisión, es
decir, mediación activa que atraviesa la distancia temporal que nos separa
del pasado. Esta distancia temporal no es un vacío; está atravesada por
todas las interpretaciones que nos convierten en contemporáneos del pa­
sado mismo. Adopto aquí en su totalidad la concepción del filósofo ale­
mán Gadamer acerca de lo que él llama la historia ejcctual (Wirkungsgeschi-
chte). Si no hacemos la historia, tampoco somos hechos por ella. Somos
responsables por un pasado recibido, pero bajo la condición de una trans­
misión siempre generadora de sentidos nuevos. Señalo aquí al pasar que el
problema que plantea la historia es m uy semejante al de la interpretación
de un texto. Este paréntesis no nos resulta tan sorprendente en la medida
en que el pasado nos llega en gran parte a través de los textos. En ambos
casos la situación es la misma: no hay transmisión sin recepción activa y
transformadora.
Este punto ha sido señalado de manera particular por la teoría literaria de
la escuela de Constanza (W. lser, H. R. Jauss, Pour une Esthétique de la Recep-
tion). Ya sea que se trate del pasado histórico o de textos recibidos del pasa­
do, en ambos casos nos vemos interpelados por un pasado transmitido-reci-
bido. La tradición se presenta, entonces, como una transmisión mediatiza-
dora que no cesa de apelar a una interpretación creadora y responsable.
Esta breve meditación sobre la idea de tradición nos remite dialéctica­
mente a la noción correlativa de horizonte de expectativa. Es siempre en
relación con las esperanzas acerca del futuro que somos capaces de vivificar
el pasado recibido y de hacer de la tradición la transmisión mediatizadora
que mencionábamos antes. Comprender, conio dice también Gadamer, es
intentar la fusión de dos horizontes: el que proyectamos nosotros en tanto
seres de deseos, de temores y de espeianzas y el que despliega un texto,
una obra, un monumento recibido del pasado. Al proyectar en el futuro un
nuevo horizonte histórico experimentamos, en la tensión con el horizonte
del presente, la eficacia del pasado cuyo vector es la tradición.
c) Aquí doy fin a esta meditación sobre el sentido de la historia. Para
concluir, sería preciso unir las dos mitades del análisis. Habría que ligar,
por ejemplo, nuestra meditación sobre la idea de huella y la que trataba
sobre la idea de tradición. Toda la eficiencia del pasado está contenida en
sus huellas, sus vestigios, sus marcas; pero sus huellas permanecen mudas y
muertas si no somos capaces de tratarlas como tradiciones, es decir, una vez
más, como formas de transmisiones mediatizadoras gracias a las cuales el
pasado se dedica otra vez a vivificar el presente. Segunda conclusión: la
noción de eficiencia del pasado ilum ina una paradoja que despista; a saber,
que el pasado, al haber desaparecido, escapa a toda aprehensión y, sin em­
bargo, en tanto conservado en sus huellas, nos obliga a corregir sin cesar las
construcciones que elaboramos sobre él a fin de obtener una aproximación
cada vez más cercana a lo que efectivamente sucedió. Dicho de otro modo,
el pasado, si bien está ausente de nuestra experiencia presente, es aquello
que motiva al historiador a hacer que sus construcciones se asemejen a
reconstrucciones. En electo, es porque nos vemos afectados poi el pasado
que, al mismo tiempo, estamos en deuda con él; y esta deuda nos convierte
en insolventes.
Ultima conclusión: el presente histórico es m ucho más que un punto
en el tiempo universal. Constituye una verdadera transición, mejor aún,
una transacción entre el futuro y el pasado. El presente vivo es quien m an­
tiene la dialéctica entre el horizonte de expectativa y el espacio de expe­
riencia. Es menester, además, que el presente sea vivo, es decir, que esté
animado por la convicción de que somos seres de iniciativa, que podemos
cambiar algo en el orden del mundo, que podemos asumir la iniciativa y la
responsabilidad de los-acontecimientos nuevos. En ese sentido, el presente
siempre es lo intempestivo del cual hablaba Nietzsche en la Segunda Consi­
deración Intempestiva. Se desprende del peso de la historia (monumental,
anticuaría). Nos invita a no limitarnos a conservar el pasado, ni siquiera a
venerarlo. Nietzsche llegaba hasta la paradoja: “todo pasado merece la con­
dena”. Y además “es en razón de aquello que tiene el presente de más gran­
de y de más hermoso que tenéis derecho de juzgar el pasado”. Y además
“solamente la grandeza de hoy reconoce la de antes". Lo que se debe retener
de estas bravatas es la idea de que únicamente la fuerza del presente nutre el
hálito de la esperanza y el coraje de la reinterpretación del pasado transmiti­
do. Inclusive esas mismas bravatas no deben ocultarnos la indigencia del
puro pensamiento de un presente sin horizonte y sin raíces, así como tampo­
co la crisis del presente cuando el horizonte de expectativas se desvanece.

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