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La imagen de España -y, por tanto, las interpretaciones de su historia- ha variado sustancialmente a
lo largo de los años en razón de la misma evolución política, cultural y económica del país, y al hilo
también, como es lógico, del propio debate historiográfico. Estereotipos (la imagen romántica),
crisis históricas (el desastre del 98, la guerra civil de 1936-1939, el franquismo), frases afortunadas
(oligarquía y caciquismo) o interpretaciones historiográficas (fracaso de la revolución burguesa,
fracaso de la revolución industrial) pondrían el énfasis en el dramatismo de determinadas
manifestaciones de la vida colectiva y conducirían a una visión extremadamente pesimista y crítica
de la España contemporánea: España como problema; España, país dramático; España como
fracaso. Todo ello integra lo que podríamos denominar la excepcionalidad española. Puede, sin
embargo, defenderse con mucho mayor rigor una visión muy distinta: dicho con toda rotundidad, no
admitir la misma idea de excepcionalidad española. En otras palabras, considerar a España como un
"país normal". Ello no significa minimizar la gravedad de los problemas españoles en la historia: es
demasiado obvio que el país no tuvo una evolución tranquila en los siglos XIX y XX, y que no se
exagera cuando se interpretan algunos acontecimientos de ese pasado (y, ante todo, la guerra civil
de 1936-1939) como tragedias o como naufragios o, en palabras menos enfáticas, como fracasos
colectivos. Pero junto a ellos hubo también otras realidades: construcción del Estado, avances en la
administración y el derecho, aprobación de códigos legales, organización de un sistema judicial
independiente, aumento de la urbanización, articulación de la sociedad civil, y formas de vida y
cultura modernas. Sin tomar en consideración estas otras realidades, entender cómo la sociedad,
española ha logrado alcanzar su posición actual se convierte en un juego de prestidigitación.
Tomada en su conjunto, pues, la historia de España durante los siglos XIX y XX, dista mucho de
ser la historia de un fracaso. Por debajo de la conflictividad política y social, hubo, al menos desde
mediados del siglo XIX, una revolución tranquila y lenta que, con las limitaciones que se quiera,
fue cambiando el país, su economía, el Estado, las regiones. Además, lo sucedido en ella no fue
inevitable: los hechos, las cosas -pronunciamientos militares, partidos, elecciones, el 98, Marruecos,
hasta las mismas guerras civiles-, pudieron haber sido casi siempre de otra manera. Baste un solo
ejemplo. El golpe de Primo de Rivera del 13 de septiembre de 1923 cambió el curso de la historia
española. La dictadura militar trajo la República, y la República, la guerra civil de 1936-1939. De
no haberse producido el golpe, o de haber fracasado -lo que, por lo que sabemos, pudo
perfectamente haber sucedido-, todo habría sido distinto. De ahí que Raymond Carr, por ejemplo, lo
considere como el hecho más determinante de todo el siglo XX español.
También la economía ofrece ejemplos numerosos de ello. Quizá ninguno más claro que las
decisiones adoptadas durante el franquismo. La instauración de un Estado Nuevo basado en los
denominados ideales del 18 de julio tras la guerra civil supuso una, abrupta y decisiva ruptura
histórica. Las repercusiones económicas fueron tan negativas como destacadas, al pretender lograr
la autosuficiencia frente al exterior, y aspirar también a sustituir los precios de mercado por los
decididos en los despachos de la Administración. En el corto plazo, la política económica del
franquismo dejó a España fuera de la primera fase del milagro económico europeo, condujo a la
etapa de estancamiento económico más prolongada del siglo XX y sumió a buena parte de los
españoles en el hambre y la miseria. En el largo plazo, la discrecionalidad de las autoridades,
cuando no la pura arbitrariedad, aumentó considerablemente el peso de las actividades no
competitivas, y, sobre todo, modificó profundamente las pautas de comportamiento de los agentes
económicos, consolidando como elementos relevantes de la actuación de no pocos la especulación,
el tráfico de influencias -disfrazado bajo justificaciones ideológicas- y, en bastantes ocasiones, la
corrupción.
En el siglo XIX, España perdió su imperio ultramarino: la que había sido poderosa monarquía
católica de los Habsburgo pasó a ser, de esa forma, una modesta nación con escasa influencia en el
mundo. Desde entonces, España buscaría una nueva identidad colectiva, preocupación que tuvo su
expresión en el debate (por ejemplo, tras el 98) sobre el problema de España como nación y su
relación con Europa. Europa, desde la perspectiva española, significó construcción de un Estado
liberal y eficaz y de una economía próspera y estable. Los logros frente a ambos retos, vista la
cuestión en una perspectiva de largo plazo, no han sido escasos. Dicho de otro modo, el desafío de
la modernidad no se ha saldado, en modo alguno, con un fracaso.
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