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Antonino De Francesco
Luigi Mascilli Migliorini
Raffaele Nocera
(Coordinadores)
Introducción
Giuseppe Galasso
Coordinación editorial: Fondo de Cultura Económica Chile S.A. / Nicoletta Marini d’Armenia
Imagen de portada: Impresión original de mapa antiguo, cortesía de Jonathan Potter Ltd., Londres. Novissima Totius
Terrarum Orbis Tabula. Por Nicholas Visscher. Publicado en Ámsterdam, c.1679.
Revisión de textos e índice onomástico: Valerio Giannattasio
Diseño de portada: Macarena Líbano Rojas
Diagramación: Gloria Barrios A.
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra –incluido el diseño tipográfico y de portada–, sea cual fuera el
medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito de los editores.
Referencias 545
Federica Morelli *
Traducido por Celia Díez Huertas
Las colonias ibéricas del Nuevo Mundo vivieron durante más de dos siglos en
una situación de relativa tranquilidad. Si se excluyen los conf lictos y las revueltas
sucesivas a la conquista, la Monarquía española nunca corrió el riesgo de perder
sus colonias americanas: hubo algunas revueltas de dimensiones locales, ataques
de potencias enemigas a lo largo de las fronteras o en los puertos estratégicos,
guerras permanentes pero de baja intensidad en las regiones fronterizas contra las
poblaciones indígenas que todavía no habían sido sometidas, pero nada de eso dio
demasiadas preocupaciones a las autoridades de Madrid. Efectivamente, nunca se
enviaron ejércitos permanentes a las Indias occidentales.
Esta situación de relativa estabilidad se explica gracias a que las principales
potencias enemigas –Holanda e Inglaterra– y los instrumentos de los que se ser-
vían para sus políticas de ultramar –las compañías comerciales– estaban más in-
teresadas en obtener ventajas comerciales que en ampliar conquistas territoriales,
y también en el hecho de que los territorios ibéricos americanos se habían desa-
rrollado, sobre todo a partir del siglo xvii, gracias a una significativa autonomía
política concedida por las respectivas coronas a los grupos coloniales. Como ya ha
demostrado una extensa literatura, las monarquías ibéricas de la época moderna
eran “monarquías compuestas”, en que los varios reinos que las formaban mante-
nían sus respectivos derechos y privilegios. Aunque los territorios americanos no
fueron reconocidos como tales y no obtuvieron nunca las instituciones represen-
tativas de los reinos, gracias a una lógica pactista típica de los antiguos regímenes,
* Università di Torino.
171
los intereses de la clase criolla fueron legitimados por una representación de tipo
burocrático-patrimonial a través del monopolio de las cargas públicas.
Este equilibrio se rompió con la Guerra de los Siete Años y con los cambios
posteriores a ella en el interior de las dos monarquías. Estas son pues las circuns-
tancias en las que debemos encuadrar las revueltas que sacudieron a la América
ibérica en la segunda mitad del siglo xviii. Consideradas durante mucho tiempo
por la historiografía patriótica como precedentes de las guerras de independencia
del segundo y tercer decenio del siglo xix, se trata, como veremos, de verdaderas
revueltas antifiscales del Antiguo Régimen, consecuencia de la crisis en prácticas
imperiales muy arraigadas y que en algún caso tuvieron implicaciones inesperadas
a causa de las profundas divisiones étnicas.
La Guerra de los Siete Años fue, en efecto, la detonadora de grandes cambios
en los imperios de la época moderna. Fue una guerra mercantilista para adjudicarse
cuotas de tráfico comercial y, además, un conf licto por el control de las áreas que
proporcionaban grandes f lujos de importación (el azúcar y el café americano, el té,
la seda, el algodón indio) que supuso una profunda transformación en los equili-
brios de los propios sistemas coloniales. La guerra y sus consecuencias constituyeron
un punto de partida para la reorganización política, militar y económica de los sis-
temas coloniales de todos los países europeos: mientras en el caso británico esta con-
dujo por un lado a la crisis norteamericana y por otro a la colonización de Bengala,
en el caso de las monarquías ibéricas supuso la introducción de numerosas reformas,
de las cuales la más importante fue la que preveía la mejora de la defensa de los te-
rritorios americanos. El problema de la defensa se convirtió en el catalizador de un
cambio más amplio en los dos imperios, en cuanto una mayor seguridad implicaba
mayores costes. Las reformas fiscales y administrativas aparecieron entonces como
una consecuencia natural de las exigencias de un sistema más moderno de defensa
del imperio. No es por lo tanto casual que el número más alto de revueltas y rebe-
liones se diera en el siglo xviii en la América española y en la portuguesa. La mayor
parte de las revueltas tuvieron un carácter esencialmente local y se dirigieron contra
los recaudadores de impuestos o los funcionarios locales que abusaban de su poder,
pero algunas de ellas, además de alcanzar un insólito nivel de violencia, asumieron
una fuerte importancia política ya que, sin llegar a ser movimientos precursores de
la independencia, fueron movimientos de protesta contra determinadas políticas y
contra sus responsables, y llegaron incluso a amenazar el poder europeo en América.
Cada una de estas rebeliones ha suscitado una notable atención por parte
de la historiografía. Aun así, no han sido muchas las tentativas de analizarlas de
manera comparativa a pesar de sus numerosos paralelismos.1 Más difícil resulta
Uno de los raros estudios comparativos sobre las revueltas hispanoamericanas del siglo xviii las con-
1
sidera un movimiento precursor de la independencia. Ver Joseph Pérez, Los movimientos precursores de
encontrar estudios que las relacionen con otras revueltas del mundo atlántico de
finales del siglo xviii, sacudido en parte por los efectos de la Guerra de los Siete
Años y de las consiguientes reformas puestas en marcha por los varios imperios.
Después de describir las tres grandes rebeliones que sacudieron a la América es-
pañola entre los años sesenta y ochenta del siglo xviii –la de Quito en 1765, la
de los comuneros de Nueva Granada en 1781, y la de Túpac Amaru en Perú entre
1789 y 1783– se pretende subrayar los diversos aspectos que las acomunaron,
incluyendo estas experiencias en un contexto que traspasaba las fronteras de la
Monarquía española.
Aunque diferentes entre ellas por su dinámica y extensión, estas tres rebeliones
tuvieron, al menos inicialmente, un carácter antifiscal: su lema fue “viva el rey y
abajo el mal gobierno”. Eran protestas contra una política y no contra el poder de
quien aquella política emanaba. El proyecto de los Borbones aspiraba a introducir
nuevos impuestos ignorando la tradicional praxis contractual que durante dos si-
glos había caracterizado las relaciones entre el soberano y los súbditos americanos.
Esta última preveía que la autoridad a la que se concedía el tributo fiscal tenía el
deber de respetar las leyes consuetudinarias de la sociedad, las cuales proveían que
las decisiones fundamentales fuesen tomadas a través de negociaciones entre la
burocracia real y los vasallos del rey.2
Las tres rebeliones representan sendas tentativas para restablecer un orden po-
lítico subvertido por las reformas de los Borbones y por los métodos empleados en
su manera de actuar. En este sentido, los objetivos de los rebeldes eran parecidos
a los de los revoltosos de las colonias británicas que querían volver a la situación
de 1763. Seguramente, los rebeldes sudamericanos no deseaban romper con la
Corona más de lo que querían los norteamericanos al inicio de su rebelión. Deses-
perados por los impuestos y por el comportamiento de los funcionarios enviados
desde la metrópoli, deseaban conservar un cierto control sobre sus asuntos. Para
las colonias británicas, plasmadas en una tradición parlamentaria, la igualdad de
condiciones con la madre patria era concebida en términos de autonomía legis-
lativa sobre todas las materias relativas a las cuestiones internas. Para los colonos
hispanoamericanos, la autonomía era esencialmente jurídica y se aseguraba nom-
brando criollos en vez de peninsulares para los cargos públicos.
Aunque las revueltas de carácter local no faltaron en la mayor parte del terri-
torio del Imperio español, la ubicación de las revueltas antifiscales de la segunda
mitad del xviii en los territorios de Nueva Granada y en el Perú fue significativa.
Efectivamente, los dos virreinatos habían tenido menos beneficios que los que
tuvieron los de Nueva España, Río de la Plata, Cuba y Venezuela con las reformas
puestas en marcha por los Borbones en el campo económico, ya que en esos te-
rritorios los proyectos de liberalización del comercio, la reforma de los impuestos
y la reorganización administrativa produjeron una rápida expansión económica.
En las aéreas peruanas y nuevagranadinas, por el contrario, los efectos de las re-
formas fueron más contradictorios. A pesar de la vivacidad de la economía minera
después de las dificultades del siglo xvii, la producción peruana, cuya montaña de
Potosí –que pasó a formar parte del nuevo virreinato de Río de la Plata a partir de
1776– incidía en el 80% aproximadamente de toda la producción del virreinato,
fue más lenta y vacilante que la de Nueva España, que se beneficiaba de un mayor
número de puntos de extracción, de minerales más puros, de impuestos más bajos
y de costes de mano de obra inferiores. De frente a estas mejores perspectivas, los
empresarios mineros de Nueva España y los comerciantes que los financiaban te-
nían mayores incentivos para arriesgar respecto de sus contrapartes peruanas.3 La
situación para Nueva Granada era incluso más compleja. A pesar de su extensión
territorial, del número de habitantes –que superaba el millón– y de los recursos
naturales de los que disponía, el nuevo virreinato creado en 1739 no conseguía
mantener sus gastos de defensa y de gobierno, dependiendo para su supervivencia
de subsidios provenientes de Perú y México. Los funcionarios no lograban recau-
dar los impuestos y hacer respetar las leyes comerciales, el contrabando imperaba
y las élites locales, gracias a una geografía física extremadamente compleja que
impedía a los centros más importantes relacionarse entre ellos, gozaban de una
amplia autonomía política.
No es por lo tanto casual que una de las primeras revueltas aconteciese en una de
las ciudades andinas, en Quito, que hasta el momento había gozado de una gran
autonomía. Se trata de la mayor revuelta urbana que sacudiese al Imperio español
en el siglo xviii: durante casi un año la ciudad fue asolada por un conf licto que
tocó todos los niveles de la sociedad, sacudió los pilares del gobierno y necesitó
incluso de una expedición militar para restablecer la autoridad real. Provincia del
virreinato del Perú hasta la primera mitad del siglo xviii, Quito pasó en 1739 a
ser jurisdicción del virrey de Santa Fe. Subordinada al control indirecto de las dos
3
John Fisher, The Economic Aspects of Spanish Imperialism in America, 1492-1810. Liverpool: Liverpool
University Press, 1997; del mismo autor, Bourbon Peru, 1750-1824. Liverpool: Liverpool University Press,
2003.
capitales del virreinato, su autonomía política era relativamente amplia. Aquí, por
lo tanto, el papel que jugaron los grupos locales de poder fue extremadamente re-
levante para evaluar el éxito de las reformas económicas y fiscales de los Borbones.
Su papel estratégico emergió claramente durante las revueltas de 1765, común-
mente conocida como “revuelta de los barrios”.
La causa de la revuelta fue el tentativo del virrey de Santa Fe, Pedro Messia de
la Cerda, de reformar la administración fiscal de Quito. La ciudad era la princi-
pal fuente de financiación para el mantenimiento de las tropas de Cartagena, el
puerto más importante del virreinato. Los funcionarios españoles se habían dado
cuenta de que parte de los ingresos provenientes de la audiencia eran sustraídos a
la Corona por los recaudadores de impuestos. El cobro estaba organizado a través
de una serie de contratas a través de las cuales los grandes propietarios de terreno,
obrajeros y comerciantes garantizaban la recaudación física de los impuestos, anti-
cipando al Estado el ingreso previsto y quedándose cuotas variables, pero conside-
rables, como interés y reembolso de gastos. El virrey decidió por lo tanto eliminar
dos de las ramas más importantes de la administración fiscal de Quito –el mono-
polio de aguardiente y las alcabalas– del control directo de los funcionarios reales.
Estas medidas formaban parte de los imperativos de racionalización comunes
a la mayor parte de las monarquías europeas de la época, las cuales aspiraban a
liberar el aparato burocrático de la dependencia de la sociedad, esquivando la
mediación de organismos y de la magistratura para intervenir directamente en el
territorio con sus propios medios y personal. Las medidas introducidas, además
de acrecentar los ingresos estatales, supusieron una fuerte limitación de la auto-
nomía local, lo que provocó una primera oleada de oposición. Esta se expresó en
una de las más antiguas formas de autonomía colonial iberoamericana: el cabildo
abierto. La estructura de esta institución, una asamblea de vecinos de la ciudad en
la que participaban varias corporaciones (comunidades indígenas, clero secular,
clero regular, élite criolla) demuestra la pluralidad de los intereses en juego. Pero
no se trataba de intereses exclusivamente económicos: las nuevas medidas fiscales,
y de manera especial el método de su actuación, representaban una gran amenaza
para el derecho de negociación y consulta, considerado ya consuetudinario por la
sociedad. Tras la convocatoria del cabildo abierto se escondían principios fuerte-
mente erradicados en la sociedad, ya que esta institución ref lejaba el derecho de la
comunidad de presentar sus peticiones directamente a la Corona y de participar
en las decisiones del gobierno cuando se ponían en juego intereses locales de una
cierta relevancia. Los grupos reclamaban, por lo tanto, el derecho a participar en
el gobierno modificando, sobre la base de las prácticas y de las necesidades locales,
las propuestas legislativas provenientes del centro.
El proyecto de los Borbones aspiraba pues a introducir nuevos impuestos sin
atender a esa praxis contractual que desde hacía dos siglos caracterizaba la relación
entre el soberano y los súbditos americanos. Esta última preveía que la autoridad
a la que se le concedía el tributo fiscal tuviese el deber de respetar las leyes con-
suetudinarias de la sociedad. El funcionamiento de este sistema basado en pactos
ha sido eficazmente descrito por John Leddy Phelan en su libro sobre la revuelta
de los comuneros:
4
John L. Phelan, El pueblo y el Rey. La revolución comunera en Colombia, 1781. pp. 14-15.
5
Robson Tyrer, Historia demográfica y económica de la Audiencia de Quito: Población indígena e industria
textil, 1600-1800. Quito: Banco Central del Ecuador, 1988.
6
Citado por Anthony McFarlane, “The Rebellion of the Barrios: Urban Insurrection in Bourbon Qui-
to”, The Hispanic American Historical Review, 69(2), 1989, pp. 283-330, aquí p. 298.
fueran necesariamente consultados hasta que las decisiones políticas fueran las más
adecuadas a las condiciones locales. No había ley, continuaba, que pudiera ser apli-
cada universalmente: incluso en el mismo país había leyes que no podían ser aplica-
das en todos los casos sin correr el riesgo de perpetrar una injusticia o de promover
el desorden. Con estas premisas, Santa Cruz puso numerosas objeciones al proyec-
to de reforma, como la injusticia de tasar a los latifundistas sin verificar su disponi-
bilidad para el pago, el problema de tasar las propiedades eclesiásticas y la amenaza
de la reacción de una sociedad plebeya particularmente insolente. Detrás de estas
objeciones yacía un concepto fundamental de las sociedades del Antiguo Régimen:
el del bien común, es decir, el hecho de que la ley debía adaptarse a las necesidades
específicas de la sociedad, a sus costumbres y al bienestar de las personas.
A pesar de las protestas de la sociedad quiteña, el virrey neogranadino ordenó a
Juan Díaz de Herrara, el funcionario encargado de implementar las nuevas medi-
das fiscales en la Audiencia, proceder según el programa. Posteriormente a este re-
chazo neto y a la instalación de la aduana –a la que va unida la apertura del mono-
polio del aguardiente acontecida desde hacía algunos meses– la oposición pasó del
plano de la negociación al de la intimidación y la acción. Las nuevas medidas –las
tasas sobre las ventas y sobre las rentas anuales de las unidades productivas (com-
prendidas tiendas, talleres, parcelas en la ciudad), denominada cabezón– incidían
mucho también en la población indígena y mestiza que vivía en los márgenes del
centro urbano. El motín estalló en los barrios de San Blas, San Sebastián y San
Roque (Figura 1), donde se concentraban los artesanos y tejedores mestizos e in-
dígenas que habrían desempeñado un papel de guías en la rebelión, para después
llegar hasta el centro de la ciudad, donde se lanzaron al ataque contra los símbolos
de la reforma borbónica: la oficina de impuestos y la destilería de aguardiente.7 La
auténtica alma de la revuelta fue el grupo de los artesanos, pequeños comerciantes
y negociantes, ya que su afiliación y participación en corporaciones y otros tipos
de asociación les permitió movilizarse fácilmente. Aunque la participación del cle-
ro en la revuelta –concretamente el regular– no ha sido probada formalmente, es
fácil que las cofradías hayan jugado un papel importante en su organización, dada
la cercanía del motín (22 de mayo) con la fiesta del Corpus Christi (5 de junio).
La revuelta no fue por lo tanto solo el fruto de una plebe desorganizada de un
subproletariado urbano, sino de grupos estructurados, difíciles de manipular y
con intereses precisos que defender. La idea de que se tratase de revueltas criollas,
guiadas por élites blancas que se sirvieron de la masa para sacar ventaja de sus
propios intereses –visión extendida por la misma historiografía, que los considera
movimientos precursores de la independencia– la aleja de las causas que hacen
Sobre los sectores populares de Quito y su papel en la revuelta, ver Martin Minchom, The People of
7
Quito. Change and Unrest in the Underclass. Boulder: West-View Press, 1994.
Fuente: Martin Minchom, The People of Quito. Boulder-Oxford: Westview Press, p. 22.
8
Sobre este punto, ver Federica Morelli, “Las reformas en Quito. La redistribución del poder y la
consolidación de la jurisdicción municipal (1765-1809)”, Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtshraft und
Gesellschaft Lateinamerikas, Colonia y Viena, 1998, 34, pp. 183-207.
Mientras que la revuelta de Quito fue provocada por las medidas fiscales de los
primeros años sesenta del siglo xviii, la de los comuneros de Colombia y la de
Túpac Amaru fueron causadas por la segunda oleada de reformas de la época bor-
bónica, correspondientes a los años setenta. Estas fueron mucho más duras que
las de la década anterior, ya que, siguiendo el modelo que José de Gálvez había
aplicado en Nueva España, preveían, además de las medidas fiscales, una radical
reorganización del sistema político con la introducción de las intendencias. Des-
pués de visitar Nueva Granada, el inspector general Gutiérrez de Piñeres introdu-
jo algunos cambios profundamente impopulares. El objetivo era echar el freno al
contrabando a lo largo de la costa septentrional y así aumentar las entradas fiscales
del virreinato. Las reformas comprendían la eliminación de jueces criollos de la
Audiencia de Santa Fe de Bogotá, la reorganización del monopolio del aguardien-
te y del tabaco –que implicó un aumento del precio para los consumidores– y un
perfeccionamiento del sistema fiscal que permitiese una recaudación de impuestos
más eficaz. Además, en 1780, para financiar la guerra contra Inglaterra, se pidió
una donación voluntaria a todos los hombres adultos que, en realidad, se transfor-
mó en un préstamo forzoso de dos pesos para los blancos y de un peso para todos
los demás, excluidos los esclavos y los indígenas.9
Anthony McFarlane, Colombia before Independence: Economy, Society, and Politics Under Bourbon Rule.
9
10
John L. Phelan, El pueblo y el Rey. La revolución comunera en Colombia, 1781. pp. 47-50.
Fuente: John Leddy Phelan, El Pueblo y el Rey. Bogotá: Carlos Valencia, 1980, p. 167.
defensa del puerto contra un probable ataque inglés y las fuerzas militares presen-
tes en la capital eran por lo tanto bastante exiguas. Con un ejército rebelde de 20
mil hombres a las puertas de la ciudad, la administración española no tuvo más
opción que negociar.
Los enviados de paz, guiados por el arzobispo de Santa Fe de Bogotá, Antonio de
Caballero y Góngora, se encontraron frente a una serie de treinta y cinco peticiones
John L. Phelan, El pueblo y el Rey. La revolución comunera en Colombia, 1781. pp. 288-289.
11
Scarlett O’Phelan Godoy, Un siglo de rebeliones anticoloniales, Perú y Bolivia, 1700-1780. Cusco:
12
Centro de Estudios Rurales Andinos Bartolomé de las Casas, 1988, cap. III.
Para comprender las causas de la gran rebelión de 1780, hay que añadir a la le-
galización del reparto las medidas fiscales introducidas por Areche, concretamente
el aumento de las alcabalas y la introducción de la aduana. Además, otra reforma
incidió con dureza sobre algunos sectores de la economía peruana: la creación, en
1776, del virreinato de Río de la Plata, que separó el Alto Perú (la actual Bolivia)
del virreinato peruano, y lo incorporó a Buenos Aires. Como las minas de Potosí
formaban parte de los territorios transferidos, las entradas del virreinato peruano
disminuyeron considerablemente. Esto causó un debilitamiento de la economía
de la región de Cusco, que se encontró separada del mercado del Alto Perú; Cusco
fue así privada de su propia y tradicional fuente de aprovisionamiento de plata
y sus productores quedaron expuestos a la competencia de las mercancías euro-
peas introducidas en la región por los comerciantes de Buenos Aires, gracias al
decreto sobre el libre comercio de 1778.13 Este cambio inf luyó negativamente en
los comerciantes criollos y mestizos, y también en los caciques y en los indígenas
ricos que, como Túpac Amaru, mantenían un comercio constante entre el Alto
y el Bajo Perú. Cuando Areche decidió establecer las aduanas en los principales
centros de la ruta comercial hacia Potosí (Arequipa, Cusco, La Paz) para tener un
mayor control sobre las transacciones comerciales entre Alto y Bajo Perú, ordenó
a los corregidores asegurar una eficiente recaudación de las alcabalas, incluyendo
entre los productos que se debían tasar bienes antes excluidos (como el grano, el
maíz y la coca), y estableció la obligación para todos los artesanos de afiliarse a
una corporación con la finalidad de asegurarse una adecuada recaudación de las
alcabalas, el descontento general estalló.
Fue sobre este fondo de opresión fiscal y desórdenes económicos que José
Gabriel Condorcanqui se proclamó Túpac Amaru II y retó al orden establecido.
Educado por los jesuitas, hijo de un cacique descendiente de los incas, en los
años setenta del siglo xviii había combatido una larga y frustrante batalla en los
tribunales de Lima para afirmar su propio derecho a ser reconocido como descen-
diente legítimo del último inca Túpac Amaru, ajusticiado en 1572 después de la
conquista de la fortaleza inca de Vilcabamba por las tropas españolas. Miembro
de una élite indígena suficientemente prestigiosa y rica como para relacionarse al
mismo nivel con los criollos, en Lima activó útiles relaciones con grupos contra-
rios a las reformas. Amargado por haber experimentado la injusticia española en
Lima y duramente tocado por las reformas en su Tinta natal, en noviembre de
1780 Condorcanqui hizo una llamada a la revolución a los campesinos andinos
e individuó una víctima perfecta para el sacrificio en el corregidor Antonio de
Arriaga, al cual dio caza y ajustició.
13
Alberto F lores Galindo, “La revolución tupamarista y el imperio español”, en Massimo Ganci y
Ruggero Romano (eds.), Governare il mondo. L’impero spagnolo dal XV al XIX secolo. Palermo: Società
Siciliana per la Storia Patria Istituto di Storia Moderna/Facoltà di Lettere, 1991, pp. 381-398.
Alberto F lores Galindo, Buscando un Inca. Identidad y utopía en los Andes. Lima: Instituto de Apoyo
14
fue ambivalente respecto de la rebelión. Si por un lado los párrocos de los Andes
estaban indignados por las reformas de los Borbones que habían reducido sus gra-
tificaciones, su poder de patronazgo y su prestigio, y tenían buenos motivos para
simpatizar con el sentimiento de injusticia percibido por su comunidad, por otro
lado, el hecho de que recibiesen dinero de sus parroquianos hizo que muchos de
ellos fueran tomados como rehenes. No obstante, donde el apoyo de los caciques
coincidió con el de los párrocos la rebelión se propagó más fácilmente. Pero en
el caso de los criollos, cuando se dieron cuenta de que la rebelión iba a fracasar,
retiraron su apoyo.
La heterogeneidad de la coalición rebelde, combinada con diversos elementos
que constituían la cultura de Túpac Amaru, le llevaron a redactar un programa
ecléctico y con objetivos que muchas veces no eran muy claros. Aunque reclamase
para él un estatus de inca e imaginase un Perú del que fuesen eliminados los espa-
ñoles peninsulares, continuaba manifestando devoción por la Corona española. A
pesar de su antiespañolismo, deseaba incluir en el nuevo Imperio inca a los mesti-
zos y a los criollos, dañados igual que los indígenas por las perversas imposiciones
y provocaciones provenientes de España (Figura 3). Además de la expulsión de los
españoles y de la vuelta al Imperio inca, su programa preveía cambios sustanciales
en la estructura económica: la abolición de la mita, la abolición de las aduanas y
gravámenes, y la libertad de comercio. Además, su proyecto político implicaba la
conservación de la iglesia y el diezmo, la propiedad (si bien no demasiado exten-
dida), los títulos nobiliarios, etcétera. Túpac Amaru habría sido el rey, y a su lado,
para gobernar el país, habría deseado tener al obispo de Cusco.
El ejército rebelde se constituyó sobre una estructura elitista: los cargos de
capitanes y comandantes fueron ocupados mayormente por criollos, mestizos y
caciques, mientras que los indígenas del común eran simples soldados. Pero no
debemos imaginarnos un auténtico ejército con tropas y armas, parecido al de la
Corona. En realidad se trataba de un núcleo central compuesto por dirigentes y
sus secuaces más cercanos, que promovían revueltas en los pueblos. Excepto pocos
encuentros convencionales con las tropas reales, en la mayor parte de los casos
Túpac Amaru enviaba emisarios, utilizaba bandos y proclamas, buscaba contactos
en las localidades para fomentar la revuelta y solo después hacía su entrada. Un
procedimiento análogo utilizó en Cusco, donde recurrió a los criollos, a la nobleza
indígena e incluso hasta al obispo Moscoso. La espera de una rebelión en el interior
prolongó el asedio de la ciudad, lo que permitió a las tropas reales llegar y defender
Cusco. Sucedió que Túpac Amaru no consiguió poner de su lado a la vieja nobleza
inca de la ciudad andina, a la que Carlos V había concedido patentes españolas de
nobleza hereditarias. A pesar de los numerosos matrimonios con la élite criolla,
estos nobles conservaron un fuerte sentido de su papel histórico como descen-
dientes de los incas. Veían en Túpac Amaru un simple curaca rural y no aceptaban
Fuente: Alberto F lores Galindo, “La revolución tupamarista y el imperio español”, en Massimo Ganci y
Ruggero Romano (eds.), Governare il mondo. L’impero spagnolo dal XV al XIX secolo. Palermo: Società Sici-
liana per la Storia Patria, 1991, p. 397.
mestizos, así como a los aristócratas indígenas corruptos. No es por lo tanto sor-
prendente que los pocos partidarios criollos se hubiesen alejado de la revuelta a
causa de la brutalidad con la que los campesinos saquearon y destruyeron sus
haciendas y talleres textiles, y se vengaron ferozmente de corregidores y curacas.
Ya no se trataba de una revuelta multiétnica contra un gobierno imperial opresivo,
sino que se transformó en un sangriento conf licto racial.
Después del asedio a Cusco, el ejército real, constituido por tropas regulares,
milicias e indios leales, se puso tras las huellas de Túpac Amaru, a quien capturó a
inicios de abril de 1781 junto a su mujer y sus más estrechos colaboradores. Fue
procesado y, antes de ser descuartizado en la plaza principal de Cuzco, el inspector
general Areche le impuso presenciar la ejecución de su mujer, de su hijo y de otros
rebeldes capturados. El descuartizamiento era una pena conminada en situacio-
nes extremas por delitos de lesa majestad; pero para los que pensaban que Túpac
Amaru era un inca, su cuerpo representaba la encarnación misma de la nación
indígena. El terrible espectáculo fue preparado entonces para escenificar la muerte
de la Monarquía inca.
El efecto de la horrible muerte de Túpac Amaru consolidó el deseo de vengan-
za de los comandantes supervivientes y aumentó la crueldad de una guerra enfu-
recida durante otros dos años. El epicentro de la revuelta se trasladó al Alto Perú,
donde los aymara –cuyo líder, Tomás Catari, había sido asesinado hacía poco– se
unieron a los rebeldes de lengua quechua de la región de Cusco para disponer el
asedio a La Paz en el verano de 1781. Pero el tradicional antagonismo entre los
quechua y los aymara hizo que la alianza fuera precaria y las tropas reales rom-
pieron el asedio a la ciudad de la misma manera que lo habían hecho en Cusco
hacía unos meses. Cuando concluyó la guerra, en 1783, con la victoria del ejército
real, se supone que habían muerto 100.000 indígenas y 10.000 españoles de una
población de 1.200.000 habitantes aproximadamente. Hay que tener en cuenta
las imprecisiones del recuento, propias de una época preestadística y también de
la inevitable aproximación de tales cálculos en un territorio tan extenso y en una
guerra de estas características. Algunos historiadores se han mostrado cautos fren-
te a estas cifras, que consideran demasiado elevadas.15
Además de la fuerza militar puesta en campo por el ejército del virrey, el fraca-
so de la rebelión se debió a las divisiones internas entre criollos e indígenas, pero
también entre indígenas. En particular, en la revolución “tupamarista” convivían
dos fuerzas que terminaron por oponerse: el proyecto de la aristocracia indígena
y el de la clase que emergía de las prácticas de los rebeldes. Si al principio parecía
15
Ver, por ejemplo, David Cahill, “Violencia, represión y rebelión en el sur andino: la sublevación de
Túpac Amaru y sus consecuencias”, en Anthony McFarlane y Marianne Wiesebron (eds.), Violencia social y
conf licto civil: América Latina, siglo XVIII-XIX. Ridderkerk: AHILA, 1998, pp. 39-62.
que todos aceptaban el plan político de Túpac Amaru, las divergencias surgieron
con el avenir de los acontecimientos, según se desplegaba la violencia. Fue enton-
ces evidente que mientras los líderes proyectaban una revolución contra el colo-
nialismo, los campesinos se sintieron llamados al pachacuti, es decir, al apocalipsis.
Significativamente, una de las primeras reacciones de Areche, después de la
ejecución de Túpac Amaru, fue prohibir los Comentarios reales de Garcilaso de
la Vega porque consentían imaginar la formación de un reino inca, formado por
indígenas, mestizos y criollos, que habría inaugurado una nueva era de justicia
y armonía donde la religión y la cultura andina y española se habrían de alguna
manera unido. Prohibió también el uso de los vestidos reales incas, abolió la he-
rencia del título de cacique, dispuso limitaciones para el uso de la lengua quechua
y prohibió la representación de los gobernadores incas. Se trataba de un intento
sistemático de desarraigar la vuelta de lo inca, que había conseguido, de manera
oportuna, cohesionar un amplio movimiento de protesta contra las políticas del
virreinato. Pero el contraste entre la cruel punición llevada a cabo por Areche
contra los rebeldes indígenas y la relativa benevolencia acordada con los rebeldes
criollos, pone de manifiesto que se trataba de una política dirigida a hacer respon-
sables de la rebelión al pueblo indígena y a un cierto número de mestizos, inten-
tando jugar con las divisiones étnicas para reconquistar la lealtad de los criollos
que se habían alejado de la Corona a causa de las reformas.16
Aunque las tres rebeliones que aquí se han analizado fueron diferentes en su ex-
tensión y grado de violencia, presentan algunos importantes elementos comunes.
En primer lugar, fueron verdaderas y auténticas revueltas populares que implica-
ron a personas y grupos pertenecientes a diferentes sectores sociales. De la misma
manera, todas las rebeliones ref lejan el carácter jerárquico de la sociedad: al menos
en su primera fase fueron guiadas por miembros de las élites locales que estaban li-
gados a grupos populares por relaciones de parentesco o clientela. Mientras que en
el caso de Quito y Nueva Granada la guía de la oposición y de la organización del
movimiento rebelde estuvo en manos de los criollos, en el caso de Perú estuvo en
las de la élite indígena. De todos modos, en todos los casos la participación criolla
en las revueltas fue causada por las reformas introducidas por los Borbones entre
los años sesenta y setenta del siglo xviii, que cambiaron radicalmente el panora-
ma político y económico del Imperio. Como hemos visto en el caso quiteño, los
criollos fueron golpeados con nuevos impuestos, con el aumento de los vigentes
16
Scarlett O’Phelan, Un siglo de rebeliones anticoloniales, Perú y Bolivia, 1700-1780. p. 272.
17
Íd., p. 87.
18
Alberto F lores Galindo, “In search of an Inca”, en Steven Stern (ed.), Resistance, Rebellion and Cons-
ciousness in the Andean Peasant World: 18 th to 20 th Centuries. Madison: University of Wisconsis Press, 1987,
pp. 193-210.
19
Scarlett O’Phelan, “Rebeliones andinas anticoloniales. Nueva Granada, Perú y Charcas entre el siglo
XVIII y XIX”, Anuario de Estudios Americanos, 49, 1992, pp. 395-440.
Edward P. Thompson, The Making of the English Working Class. Londres: Victor Gollanzc, 1963.
20
Sobre este punto, ver James C. Scott, The Moral Economy of the Peasant: Rebellion and Subsistence in
21
22
Ver Jan Szeminski, “Why Kill the Spaniards? New Perspectives on Andean Insurrectionary Ideology
in the 18th Century”, en Steven Stern (ed.), Resistance, Rebellion and Consciousness, pp. 166-192.
23
Ver, por ejemplo, Eric Hobsbawm, Primitive Rebels. Studies in Archaic Forms of Social Movement in
the 19 th and 20 th centuries. Manchester: Manchester University Press, 1959, p. 110.
24
Charles F. Walker, Smoldering Ashes: Cuzco and the Creation of Republican Peru, 1780-1840.
Durham: Duke University Press, 1999.
25
Kenneth Maxwell, Conf licts and Consipracies: Brazil and Portugal, 1750-1808. Cambridge:
Cambridge University Press, 1973; João Pinto Furtado, O manto de Penélope: historia, mito e memória da
Incofidência mineira de 1788-9. Sao Paulo: Companhia das Letras, 2002.
26
Laura de Mello e Souza, “Motines, revueltas y revoluciones en la América portuguesa de los siglos
XVII y XVIII”, en Enrique Tandeter e Jorge Hidalgo Lehuedé (eds.), Historia general de América Latina.
Bruxelles: Unesco, 2000, vol. 4, pp. 459-473.
27
Sobre este punto, ver Kirsten Schultz, “La Independencia de Brasil, la Ciudadanía, y el Problema de
la Esclavitud: la Assembléia Constituinte de 1823”, en Jaime E. Rodríguez (ed.), Revolución, Independencia
y las Nuevas Naciones de América. Madrid: Mapfre/Tavera, 2005, pp. 425-450.