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ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO

CIRCULACIONES, CONEXIONES Y MIRADAS,


1756-1867

Antonino De Francesco
Luigi Mascilli Migliorini
Raffaele Nocera
(Coordinadores)

Introducción
Giuseppe Galasso

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Distribución mundial para lengua española

Primera edición, FCE Chile, 2014

De Francesco, Antonino; Mascilli Migliorini, Luigi; Nocera, Raffaele


Entre Mediterráneo y Atlántico. Circulaciones, conexiones y miradas, 1756-1867 / Antonino De Francesco, Luigi
Mascilli Migliorini, Raffaele Nocera (Coordinadores); Introducción de Giuseppe Galasso
Chile: FCE, 2014
642 p. ; 23 x 16,5 cm. (Colec. Historia)
ISBN 978-956-289-123-3

© Fondo de Cultura Económica


Av. Picacho Ajusco 227; Colonia Bosques del Pedregal;
14200 México, D.F.
© Fondo de Cultura Económica Chile S.A.
Paseo Bulnes 152, Santiago, Chile

Registro de Propiedad Intelectual N° 246.316


ISBN 978-956-289-123-3

Coordinación editorial: Fondo de Cultura Económica Chile S.A. / Nicoletta Marini d’Armenia
Imagen de portada: Impresión original de mapa antiguo, cortesía de Jonathan Potter Ltd., Londres. Novissima Totius
Terrarum Orbis Tabula. Por Nicholas Visscher. Publicado en Ámsterdam, c.1679.
Revisión de textos e índice onomástico: Valerio Giannattasio
Diseño de portada: Macarena Líbano Rojas
Diagramación: Gloria Barrios A.

Este libro se publica con una contribución del “Ministero dell’Istruzione


dell’ Università e della Ricerca (MIUR)” y “Progetti di Ricerca di Interesse
Nazionale (PRIN,2009)” y con una subvención del Departamento de
Estudios Históricos de la Università di Milano.

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra –incluido el diseño tipográfico y de portada–, sea cual fuera el
medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito de los editores.

Impreso en Chile – Printed in Chile

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Índice

Introducción a 1756. Giuseppe Galasso 11


Prólogo. Nuestra América, Mare Nostrum. Luigi Mascilli Migliorini 25
Prefacio. Raffaele Nocera 33

PARTE I. LA RUTA DE NÁPOLES

Un viajero en teoría. Genovesi, las utopías y América del Sur 45


Girolamo Imbruglia
Nápoles: Las Luces en el espacio mediterráneo 57
Elvira Chiosi
Carlos III: la Ilustración entre España y ultramar 73
Gabriel Paquette
Los jesuitas españoles expulsos ante la disputa del Nuevo Mundo 93
Niccolò Guasti
Las trayectorias de la “disputa del Nuevo Mundo” 109
Maria Matilde Benzoni

PARTE II. ECOS DE REVOLUCIONES

El espacio revolucionario transatlántico: una comparación historiográfica 137


Antonino De Francesco
Después de 1776. Pensar la Revolución 151
Susana Gazmuri
La crisis del Antiguo Régimen colonial. Las revueltas en la América
española en la segunda mitad del siglo xviii 171
Federica Morelli
El sueño americano: los orígenes de un imperio naciente 195
Nicoletta Marini d’Armenia
7

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8 ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO…

Santo Domingo en revoluciones (1789-1825) 211


Raphaël Lahlou
La Revolución de Santo Domingo 225
David Geggus

PARTE III. LIBERTAD Y CONSTITUCIÓN

De Aboukir a Ayacucho o de las guerras revolucionarias a la América


independiente. Imágenes y sensaciones 243
Claudio Rolle
De Cádiz a la América del Sur: el viaje de una ilusión constitucional 255
Juan Luis Ossa Santa Cruz
Algunas reflexiones sobre las Cortes de Cádiz y la contribución de
los delegados hispanoamericanos 279
Marta Lorente Sariñena
Influencias del constitucionalismo inglés en el Mediterráneo 299
Diletta D’Andrea
Leandro Miranda al servicio de la República de Colombia: aventuras
periodísticas y diplomáticas 313
Daniel Gutiérrez Ardila
La “guerra civil borbónica”. Crisis de legitimidad y proyectos nacionales
entre Nápoles y el mundo iberoamericano 341
Carmine Pinto

PARTE IV. HACIA NUEVAS NACIONES

República y Federalismo en América del Sur, entre la Monarquía


hispánica y las revoluciones de Independencia 363
Gabriel Entin
Dictaduras temporales, bonapartismos y caudillismos 393
Raúl O. Fradkin
Latinoamericanos en Europa 421
Rosa Maria Delli Quadri
Londres, capital del exilio mediterráneo. Un estudio comparado entre
la comunidad española y la italiana (1823-1833) 437
Viviana Mellone
Buenos Aires, capital independiente 457
Valerio Giannattasio

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ÍNDICE 9

Los desafíos de la justicia republicana. Profesionalización e independencia


de la judicatura en Chile y Perú durante el siglo xix 477
Pauline Bilot y Pablo Whipple
La larga transición de la esclavitud a la abolición 501
Luigi Guarnieri Calò Carducci
Inserción y dinámicas del sistema hispanoamericano en el circuito
del comercio atlántico 519
Amedeo Lepore

Referencias 545

Índice onomástico 631

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La crisis del Antiguo Régimen colonial.
Las revueltas en la América española en la
segunda mitad del siglo xviii

Federica Morelli *
Traducido por Celia Díez Huertas

Las colonias ibéricas del Nuevo Mundo vivieron durante más de dos siglos en
una situación de relativa tranquilidad. Si se excluyen los conf  lictos y las revueltas
sucesivas a la conquista, la Monarquía española nunca corrió el riesgo de perder
sus colonias americanas: hubo algunas revueltas de dimensiones locales, ataques
de potencias enemigas a lo largo de las fronteras o en los puertos estratégicos,
guerras permanentes pero de baja intensidad en las regiones fronterizas contra las
poblaciones indígenas que todavía no habían sido sometidas, pero nada de eso dio
demasiadas preocupaciones a las autoridades de Madrid. Efectivamente, nunca se
enviaron ejércitos permanentes a las Indias occidentales.
Esta situación de relativa estabilidad se explica gracias a que las principales
potencias enemigas –Holanda e Inglaterra– y los instrumentos de los que se ser-
vían para sus políticas de ultramar –las compañías comerciales– estaban más in-
teresadas en obtener ventajas comerciales que en ampliar conquistas territoriales,
y también en el hecho de que los territorios ibéricos americanos se habían desa-
rrollado, sobre todo a partir del siglo xvii, gracias a una significativa autonomía
política concedida por las respectivas coronas a los grupos coloniales. Como ya ha
demostrado una extensa literatura, las monarquías ibéricas de la época moderna
eran “monarquías compuestas”, en que los varios reinos que las formaban mante-
nían sus respectivos derechos y privilegios. Aunque los territorios americanos no
fueron reconocidos como tales y no obtuvieron nunca las instituciones represen-
tativas de los reinos, gracias a una lógica pactista típica de los antiguos regímenes,

* Università di Torino.

171

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los intereses de la clase criolla fueron legitimados por una representación de tipo
burocrático-patrimonial a través del monopolio de las cargas públicas.
Este equilibrio se rompió con la Guerra de los Siete Años y con los cambios
posteriores a ella en el interior de las dos monarquías. Estas son pues las circuns-
tancias en las que debemos encuadrar las revueltas que sacudieron a la América
ibérica en la segunda mitad del siglo xviii. Consideradas durante mucho tiempo
por la historiografía patriótica como precedentes de las guerras de independencia
del segundo y tercer decenio del siglo xix, se trata, como veremos, de verdaderas
revueltas antifiscales del Antiguo Régimen, consecuencia de la crisis en prácticas
imperiales muy arraigadas y que en algún caso tuvieron implicaciones inesperadas
a causa de las profundas divisiones étnicas.
La Guerra de los Siete Años fue, en efecto, la detonadora de grandes cambios
en los imperios de la época moderna. Fue una guerra mercantilista para adjudicarse
cuotas de tráfico comercial y, además, un conf  licto por el control de las áreas que
proporcionaban grandes f  lujos de importación (el azúcar y el café americano, el té,
la seda, el algodón indio) que supuso una profunda transformación en los equili-
brios de los propios sistemas coloniales. La guerra y sus consecuencias constituyeron
un punto de partida para la reorganización política, militar y económica de los sis-
temas coloniales de todos los países europeos: mientras en el caso británico esta con-
dujo por un lado a la crisis norteamericana y por otro a la colonización de Bengala,
en el caso de las monarquías ibéricas supuso la introducción de numerosas reformas,
de las cuales la más importante fue la que preveía la mejora de la defensa de los te-
rritorios americanos. El problema de la defensa se convirtió en el catalizador de un
cambio más amplio en los dos imperios, en cuanto una mayor seguridad implicaba
mayores costes. Las reformas fiscales y administrativas aparecieron entonces como
una consecuencia natural de las exigencias de un sistema más moderno de defensa
del imperio. No es por lo tanto casual que el número más alto de revueltas y rebe-
liones se diera en el siglo xviii en la América española y en la portuguesa. La mayor
parte de las revueltas tuvieron un carácter esencialmente local y se dirigieron contra
los recaudadores de impuestos o los funcionarios locales que abusaban de su poder,
pero algunas de ellas, además de alcanzar un insólito nivel de violencia, asumieron
una fuerte importancia política ya que, sin llegar a ser movimientos precursores de
la independencia, fueron movimientos de protesta contra determinadas políticas y
contra sus responsables, y llegaron incluso a amenazar el poder europeo en América.
Cada una de estas rebeliones ha suscitado una notable atención por parte
de la historiografía. Aun así, no han sido muchas las tentativas de analizarlas de
manera comparativa a pesar de sus numerosos paralelismos.1 Más difícil resulta

Uno de los raros estudios comparativos sobre las revueltas hispanoamericanas del siglo xviii las con-
1

sidera un movimiento precursor de la independencia. Ver Joseph Pérez, Los movimientos precursores de

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LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN COLONIAL 173

encontrar estudios que las relacionen con otras revueltas del mundo atlántico de
finales del siglo xviii, sacudido en parte por los efectos de la Guerra de los Siete
Años y de las consiguientes reformas puestas en marcha por los varios imperios.
Después de describir las tres grandes rebeliones que sacudieron a la América es-
pañola entre los años sesenta y ochenta del siglo xviii –la de Quito en 1765, la
de los comuneros de Nueva Granada en 1781, y la de Túpac Amaru en Perú entre
1789 y 1783– se pretende subrayar los diversos aspectos que las acomunaron,
incluyendo estas experiencias en un contexto que traspasaba las fronteras de la
Monarquía española.
Aunque diferentes entre ellas por su dinámica y extensión, estas tres rebeliones
tuvieron, al menos inicialmente, un carácter antifiscal: su lema fue “viva el rey y
abajo el mal gobierno”. Eran protestas contra una política y no contra el poder de
quien aquella política emanaba. El proyecto de los Borbones aspiraba a introducir
nuevos impuestos ignorando la tradicional praxis contractual que durante dos si-
glos había caracterizado las relaciones entre el soberano y los súbditos americanos.
Esta última preveía que la autoridad a la que se concedía el tributo fiscal tenía el
deber de respetar las leyes consuetudinarias de la sociedad, las cuales proveían que
las decisiones fundamentales fuesen tomadas a través de negociaciones entre la
burocracia real y los vasallos del rey.2
Las tres rebeliones representan sendas tentativas para restablecer un orden po-
lítico subvertido por las reformas de los Borbones y por los métodos empleados en
su manera de actuar. En este sentido, los objetivos de los rebeldes eran parecidos
a los de los revoltosos de las colonias británicas que querían volver a la situación
de 1763. Seguramente, los rebeldes sudamericanos no deseaban romper con la
Corona más de lo que querían los norteamericanos al inicio de su rebelión. Deses-
perados por los impuestos y por el comportamiento de los funcionarios enviados
desde la metrópoli, deseaban conservar un cierto control sobre sus asuntos. Para
las colonias británicas, plasmadas en una tradición parlamentaria, la igualdad de
condiciones con la madre patria era concebida en términos de autonomía legis-
lativa sobre todas las materias relativas a las cuestiones internas. Para los colonos
hispanoamericanos, la autonomía era esencialmente jurídica y se aseguraba nom-
brando criollos en vez de peninsulares para los cargos públicos.
Aunque las revueltas de carácter local no faltaron en la mayor parte del terri-
torio del Imperio español, la ubicación de las revueltas antifiscales de la segunda
mitad del xviii en los territorios de Nueva Granada y en el Perú fue significativa.

la emancipación en Hispanoamérica. Madrid: Alhambra, 1977. Para un interesante estudio comparativo


reciente, ver Anthony McFarlane, “Rebellions in Late Colonial Spanish America: A Comparative Perspec-
tive”, Bullettin of Latin American Research, 14(3), 1995, pp. 313-318.
2
John L. Phelan, El pueblo y el Rey. La revolución comunera en Colombia, 1781. Bogotá: Carlos Valen-
cia, 1980, pp. 14-15.

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Efectivamente, los dos virreinatos habían tenido menos beneficios que los que
tuvieron los de Nueva España, Río de la Plata, Cuba y Venezuela con las reformas
puestas en marcha por los Borbones en el campo económico, ya que en esos te-
rritorios los proyectos de liberalización del comercio, la reforma de los impuestos
y la reorganización administrativa produjeron una rápida expansión económica.
En las aéreas peruanas y nuevagranadinas, por el contrario, los efectos de las re-
formas fueron más contradictorios. A pesar de la vivacidad de la economía minera
después de las dificultades del siglo xvii, la producción peruana, cuya montaña de
Potosí –que pasó a formar parte del nuevo virreinato de Río de la Plata a partir de
1776– incidía en el 80% aproximadamente de toda la producción del virreinato,
fue más lenta y vacilante que la de Nueva España, que se beneficiaba de un mayor
número de puntos de extracción, de minerales más puros, de impuestos más bajos
y de costes de mano de obra inferiores. De frente a estas mejores perspectivas, los
empresarios mineros de Nueva España y los comerciantes que los financiaban te-
nían mayores incentivos para arriesgar respecto de sus contrapartes peruanas.3 La
situación para Nueva Granada era incluso más compleja. A pesar de su extensión
territorial, del número de habitantes –que superaba el millón– y de los recursos
naturales de los que disponía, el nuevo virreinato creado en 1739 no conseguía
mantener sus gastos de defensa y de gobierno, dependiendo para su supervivencia
de subsidios provenientes de Perú y México. Los funcionarios no lograban recau-
dar los impuestos y hacer respetar las leyes comerciales, el contrabando imperaba
y las élites locales, gracias a una geografía física extremadamente compleja que
impedía a los centros más importantes relacionarse entre ellos, gozaban de una
amplia autonomía política.

La revuelta de los barrios: Quito, 1765

No es por lo tanto casual que una de las primeras revueltas aconteciese en una de
las ciudades andinas, en Quito, que hasta el momento había gozado de una gran
autonomía. Se trata de la mayor revuelta urbana que sacudiese al Imperio español
en el siglo xviii: durante casi un año la ciudad fue asolada por un conf  licto que
tocó todos los niveles de la sociedad, sacudió los pilares del gobierno y necesitó
incluso de una expedición militar para restablecer la autoridad real. Provincia del
virreinato del Perú hasta la primera mitad del siglo xviii, Quito pasó en 1739 a
ser jurisdicción del virrey de Santa Fe. Subordinada al control indirecto de las dos

3
John Fisher, The Economic Aspects of Spanish Imperialism in America, 1492-1810. Liverpool: Liverpool
University Press, 1997; del mismo autor, Bourbon Peru, 1750-1824. Liverpool: Liverpool University Press,
2003.

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capitales del virreinato, su autonomía política era relativamente amplia. Aquí, por
lo tanto, el papel que jugaron los grupos locales de poder fue extremadamente re-
levante para evaluar el éxito de las reformas económicas y fiscales de los Borbones.
Su papel estratégico emergió claramente durante las revueltas de 1765, común-
mente conocida como “revuelta de los barrios”.
La causa de la revuelta fue el tentativo del virrey de Santa Fe, Pedro Messia de
la Cerda, de reformar la administración fiscal de Quito. La ciudad era la princi-
pal fuente de financiación para el mantenimiento de las tropas de Cartagena, el
puerto más importante del virreinato. Los funcionarios españoles se habían dado
cuenta de que parte de los ingresos provenientes de la audiencia eran sustraídos a
la Corona por los recaudadores de impuestos. El cobro estaba organizado a través
de una serie de contratas a través de las cuales los grandes propietarios de terreno,
obrajeros y comerciantes garantizaban la recaudación física de los impuestos, anti-
cipando al Estado el ingreso previsto y quedándose cuotas variables, pero conside-
rables, como interés y reembolso de gastos. El virrey decidió por lo tanto eliminar
dos de las ramas más importantes de la administración fiscal de Quito –el mono-
polio de aguardiente y las alcabalas– del control directo de los funcionarios reales.
Estas medidas formaban parte de los imperativos de racionalización comunes
a la mayor parte de las monarquías europeas de la época, las cuales aspiraban a
liberar el aparato burocrático de la dependencia de la sociedad, esquivando la
mediación de organismos y de la magistratura para intervenir directamente en el
territorio con sus propios medios y personal. Las medidas introducidas, además
de acrecentar los ingresos estatales, supusieron una fuerte limitación de la auto-
nomía local, lo que provocó una primera oleada de oposición. Esta se expresó en
una de las más antiguas formas de autonomía colonial iberoamericana: el cabildo
abierto. La estructura de esta institución, una asamblea de vecinos de la ciudad en
la que participaban varias corporaciones (comunidades indígenas, clero secular,
clero regular, élite criolla) demuestra la pluralidad de los intereses en juego. Pero
no se trataba de intereses exclusivamente económicos: las nuevas medidas fiscales,
y de manera especial el método de su actuación, representaban una gran amenaza
para el derecho de negociación y consulta, considerado ya consuetudinario por la
sociedad. Tras la convocatoria del cabildo abierto se escondían principios fuerte-
mente erradicados en la sociedad, ya que esta institución ref  lejaba el derecho de la
comunidad de presentar sus peticiones directamente a la Corona y de participar
en las decisiones del gobierno cuando se ponían en juego intereses locales de una
cierta relevancia. Los grupos reclamaban, por lo tanto, el derecho a participar en
el gobierno modificando, sobre la base de las prácticas y de las necesidades locales,
las propuestas legislativas provenientes del centro.
El proyecto de los Borbones aspiraba pues a introducir nuevos impuestos sin
atender a esa praxis contractual que desde hacía dos siglos caracterizaba la relación

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entre el soberano y los súbditos americanos. Esta última preveía que la autoridad
a la que se le concedía el tributo fiscal tuviese el deber de respetar las leyes con-
suetudinarias de la sociedad. El funcionamiento de este sistema basado en pactos
ha sido eficazmente descrito por John Leddy Phelan en su libro sobre la revuelta
de los comuneros:

La “Constitución no-escrita” proveía que las decisiones básicas fueran alcan-


zadas a través de consultas informales entre la burocracia real y los vasallos
coloniales del rey. De esta interacción surgía usualmente un compromiso
viable entre lo que idealmente perseguían las autoridades centrales y que las
condiciones y presiones locales podían tolerar.4

El cabildo abierto concluye con la petición unánime de abolir el monopolio


del aguardiente. Algunos miembros del cabildo tenían obviamente intereses di-
rectos en la economía de este bien, en calidad de productores de caña de azúcar.
Pero había otros sectores de la sociedad urbana que estaban involucrados en la
economía del aguardiente: los pequeños comerciantes –pulperos y tenderos– y los
monasterios, implicados respectivamente en el comercio y en la destilación; y
los pequeños artesanos indígenas y mestizos, que eran los principales consumidores
de la bebida. El resentimiento hacia las nuevas medidas fiscales, que sin duda toca-
ban intereses de varios grupos, se fue agravando por la crisis económica que golpeó
a la región desde el inicio del siglo xviii. La apertura de nuevas rutas comerciales y
la competencia con las importaciones de España y del extranjero –por contraban-
do– pusieron de rodillas particularmente a la industria textil de la región.5
Entre los que denunciaron que los límites del gobierno monárquico habían
sido superados respecto de la praxis vigente, había representantes de la élite criolla
y también algunos jueces de la Audiencia. Más allá del hecho de que la mayor parte
de los magistrados del tribunal fuesen criollos, con intereses muy arraigados en la
vida social y política de la región, es necesario subrayar la existencia de una conso-
lidada y compartida cultura política. Algunos meses después del cabildo abierto,
el más anciano de los jueces del tribunal se opuso a la promulgación de la reforma
de la administración de las alcabalas afirmando que antes de proceder era necesario
modificar la ley según las “circunstancias en las que nos encontramos y el deplora-
ble estado de la provincia”.6 Reivindicó además que los funcionarios locales como
él, profundos conocedores de la provincia y de las costumbres de sus habitantes,

4
John L. Phelan, El pueblo y el Rey. La revolución comunera en Colombia, 1781. pp. 14-15.
5
Robson Tyrer, Historia demográfica y económica de la Audiencia de Quito: Población indígena e industria
textil, 1600-1800. Quito: Banco Central del Ecuador, 1988.
6
Citado por Anthony McFarlane, “The Rebellion of the Barrios: Urban Insurrection in Bourbon Qui-
to”, The Hispanic American Historical Review, 69(2), 1989, pp. 283-330, aquí p. 298.

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fueran necesariamente consultados hasta que las decisiones políticas fueran las más
adecuadas a las condiciones locales. No había ley, continuaba, que pudiera ser apli-
cada universalmente: incluso en el mismo país había leyes que no podían ser aplica-
das en todos los casos sin correr el riesgo de perpetrar una injusticia o de promover
el desorden. Con estas premisas, Santa Cruz puso numerosas objeciones al proyec-
to de reforma, como la injusticia de tasar a los latifundistas sin verificar su disponi-
bilidad para el pago, el problema de tasar las propiedades eclesiásticas y la amenaza
de la reacción de una sociedad plebeya particularmente insolente. Detrás de estas
objeciones yacía un concepto fundamental de las sociedades del Antiguo Régimen:
el del bien común, es decir, el hecho de que la ley debía adaptarse a las necesidades
específicas de la sociedad, a sus costumbres y al bienestar de las personas.
A pesar de las protestas de la sociedad quiteña, el virrey neogranadino ordenó a
Juan Díaz de Herrara, el funcionario encargado de implementar las nuevas medi-
das fiscales en la Audiencia, proceder según el programa. Posteriormente a este re-
chazo neto y a la instalación de la aduana –a la que va unida la apertura del mono-
polio del aguardiente acontecida desde hacía algunos meses– la oposición pasó del
plano de la negociación al de la intimidación y la acción. Las nuevas medidas –las
tasas sobre las ventas y sobre las rentas anuales de las unidades productivas (com-
prendidas tiendas, talleres, parcelas en la ciudad), denominada cabezón– incidían
mucho también en la población indígena y mestiza que vivía en los márgenes del
centro urbano. El motín estalló en los barrios de San Blas, San Sebastián y San
Roque (Figura 1), donde se concentraban los artesanos y tejedores mestizos e in-
dígenas que habrían desempeñado un papel de guías en la rebelión, para después
llegar hasta el centro de la ciudad, donde se lanzaron al ataque contra los símbolos
de la reforma borbónica: la oficina de impuestos y la destilería de aguardiente.7 La
auténtica alma de la revuelta fue el grupo de los artesanos, pequeños comerciantes
y negociantes, ya que su afiliación y participación en corporaciones y otros tipos
de asociación les permitió movilizarse fácilmente. Aunque la participación del cle-
ro en la revuelta –concretamente el regular– no ha sido probada formalmente, es
fácil que las cofradías hayan jugado un papel importante en su organización, dada
la cercanía del motín (22 de mayo) con la fiesta del Corpus Christi (5 de junio).
La revuelta no fue por lo tanto solo el fruto de una plebe desorganizada de un
subproletariado urbano, sino de grupos estructurados, difíciles de manipular y
con intereses precisos que defender. La idea de que se tratase de revueltas criollas,
guiadas por élites blancas que se sirvieron de la masa para sacar ventaja de sus
propios intereses –visión extendida por la misma historiografía, que los considera
movimientos precursores de la independencia– la aleja de las causas que hacen

Sobre los sectores populares de Quito y su papel en la revuelta, ver Martin Minchom, The People of
7

Quito. Change and Unrest in the Underclass. Boulder: West-View Press, 1994.

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Figura 1. Barrios de Quito

Fuente: Martin Minchom, The People of Quito. Boulder-Oxford: Westview Press, p. 22.

comprender los porqués de las rebeliones de la época borbónica. Es evidente que


los grupos populares no fueron simples instrumentos manipulables por parte de
una élite, sobre todo si tenemos en cuenta los eventos posteriores a la revuelta del
22 de mayo, aplacada gracias al papel negociador de los jesuitas. A pesar de la si-
tuación de fuerte tensión no se habían verificado otros motines en la ciudad hasta
la noche entre el 23 y 24 de junio, otra fecha extremadamente significativa tanto
desde el punto de vista civil como religioso, ya que coincide con la celebración de
San Juan y con la recaudación de los tributos a los indígenas. Justo después de un
incidente entre el corregidor y algunas personas arrestadas en los barrios de San
Roque y San Sebastián, estalló una nueva revuelta, diferente en muchos aspectos
respecto de la de hacía un mes. Esta fue más espontánea y violenta y los rebeldes
no estaban solo protestando contra las medidas fiscales, sino también contra los
métodos usados por el corregidor para reafirmar su autoridad. Se transformó rá-
pidamente en una protesta contra todos los peninsulares presentes en la ciudad,
que se refugiaron en la Audiencia. Esta revuelta fue por lo tanto más violenta
que la primera y también antieuropea y antigobernativa, con lo que asumió fuer-
tes connotaciones sociales. El palacio del gobierno fue atacado y las autorida-
des destituidas; las propiedades de los españoles fueron saqueadas. La ciudad se

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encontraba en manos de rebeldes armados que ya habían echado por tierra el


orden político y que se apresuraban a amenazar la estabilidad social.
Solo la intervención de la élite criolla y la amenaza de una invasión de rebel-
des indígenas del área rural consiguieron parar la revuelta y restablecer el orden.
Con el consenso de la Audiencia se constituyó un gobierno provisional formado
por representantes del cabildo, de la oligarquía local y del clero. Algunos miem-
bros de la élite fueron nombrados “capitanes” o “diputados” y se les atribuyó la
tarea de administrar los diversos barrios de la ciudad. Además se enviaron mi-
siones de jesuitas a las parroquias de Santa Bárbara, San Blas, San Roque y San
Sebastián, con el objetivo de pacificar la situación y restaurar la autoridad colo-
nial. La Audiencia solo asumió un papel conciliador, ya que no pudo contar con
ninguna fuerza militar. Se suspendieron las nuevas medidas fiscales, se concedió
un perdón general a los rebeldes y se expulsó a los españoles europeos que los
rebeldes habían identificado como enemigos. Gracias a la cooperación entre
los patricios urbanos y la Audiencia, la ciudad volvió lentamente a una situación
de normalidad. En septiembre de 1766, tropas provenientes de Lima entraron en
Quito y el gobierno de la ciudad pasó a manos de un comandante militar, Pedro
Zelaya, que además de formar un batallón de europeos en la ciudad, sustituyó
a casi todos los jueces de la Audiencia e introdujo de nuevo el monopolio del
aguardiente (febrero de 1767), sin que todo esto provocase revuelta alguna.
Aunque las medidas fiscales contra las cuales se habían sublevado los rebeldes
se introdujeron de nuevo, la revuelta tuvo un importante significado político con
consecuencias a largo plazo en lo concerniente a la aplicación de las reformas.8
Así, durante la revuelta, la élite quiteña demostró que podía desempeñar un papel
estratégico de intermediación entre la autoridad central y la sociedad local. Ate-
morizada por la amenaza de una sublevación del orden social, negoció, como he-
mos visto, con la plebe revoltosa y con las autoridades coloniales. Actuaron como
intermediarios los llamados “emisarios del vulgo”, elegidos en los propios barrios
siguiendo un modelo de representación de tipo tradicional, según el cual los elec-
tores se limitaban a reconocer y confirmar la autoridad de los tutores naturales de
la comunidad. Estos pertenecían tanto al clero –secular y regular– como a familias
preeminentes de la ciudad que, gracias a relaciones directas y personales con los
otros grupos de la sociedad, conseguían ejercitar sobre estos últimos formas espe-
cíficas de dominio económico y social. La élite en cuestión tiene por lo tanto una
doble e insustituible función: mientras por una parte actúa como interlocutora
del poder central, por el otro se propone como garante del orden en virtud de su
propia posición dentro de la sociedad. En este contexto, los nuevos funcionarios

8
Sobre este punto, ver Federica Morelli, “Las reformas en Quito. La redistribución del poder y la
consolidación de la jurisdicción municipal (1765-1809)”, Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtshraft und
Gesellschaft Lateinamerikas, Colonia y Viena, 1998, 34, pp. 183-207.

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180 ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO…

enviados desde Madrid se prestaban bastante poco a actuar de vehículo efectivo


de uniformidad política, y para aplicar las reformas debían contar con una serie de
grupos locales que coadyuvasen en la operación de control de las tensiones locales.
La importancia de la rebelión quiteña reside además en su carácter esencial-
mente urbano. Fue efectivamente la primera de toda una serie de revueltas ur-
banas contra el gobierno colonial durante los últimos cinco años de gobierno
español en América. Tales motines, en algunos casos –como en el neogranadino
y peruano– contribuyeron al desarrollo de movimientos más amplios, de alcance
regional, que retaron de manera todavía más radical las nuevas políticas colonia-
les. Así, la ciudad hispanoamericana, con una elevada concentración demográfica
y una intensa estratificación social, se colocaba en el centro de la cultura colonial
como el lugar donde las tensiones generadas por los cambios económicos, la cen-
tralización política y la rivalidad étnica y social estaban más concentradas. Fue por
eso que las ciudades jugaron un papel protagonista en la primera fase de la crisis
de la Monarquía española.

La rebelión de los comuneros: Nueva Granada, 1781

Mientras que la revuelta de Quito fue provocada por las medidas fiscales de los
primeros años sesenta del siglo xviii, la de los comuneros de Colombia y la de
Túpac Amaru fueron causadas por la segunda oleada de reformas de la época bor-
bónica, correspondientes a los años setenta. Estas fueron mucho más duras que
las de la década anterior, ya que, siguiendo el modelo que José de Gálvez había
aplicado en Nueva España, preveían, además de las medidas fiscales, una radical
reorganización del sistema político con la introducción de las intendencias. Des-
pués de visitar Nueva Granada, el inspector general Gutiérrez de Piñeres introdu-
jo algunos cambios profundamente impopulares. El objetivo era echar el freno al
contrabando a lo largo de la costa septentrional y así aumentar las entradas fiscales
del virreinato. Las reformas comprendían la eliminación de jueces criollos de la
Audiencia de Santa Fe de Bogotá, la reorganización del monopolio del aguardien-
te y del tabaco –que implicó un aumento del precio para los consumidores– y un
perfeccionamiento del sistema fiscal que permitiese una recaudación de impuestos
más eficaz. Además, en 1780, para financiar la guerra contra Inglaterra, se pidió
una donación voluntaria a todos los hombres adultos que, en realidad, se transfor-
mó en un préstamo forzoso de dos pesos para los blancos y de un peso para todos
los demás, excluidos los esclavos y los indígenas.9

Anthony McFarlane, Colombia before Independence: Economy, Society, and Politics Under Bourbon Rule.
9

Cambridge: Cambridge University Press, 2002, pp. 209-214.

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LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN COLONIAL 181

Las nuevas medidas fiscales y administrativas tuvieron repercusiones en todos


los sectores de la sociedad neogranadina: el aumento del precio del tabaco y del
aguardiente golpearon a una gran parte de la población; la administración direc-
ta de las alcabalas, aunque no supuso su aumento, hizo obligatorio el pago por
parte de grupos antes excluidos; la exclusión de los criollos de otros cargos de la
administración alarmó a la élite de la capital, mientras que las de las ciudades de
provincias se vieron progresivamente excluidas de las cargas locales. Tal situación
fue agravada por los contrastes entre el inspector general Gutiérrez de Piñeres, que
aspiraba a obtener resultados inmediatos, y el virrey F  lores, que por su parte era
favorable a negociar con la élite.10
Las primeras agitaciones provocadas por las nuevas medidas estallaron en mar-
zo de 1781 en Socorro, una ciudad ubicada 200 kilómetros al norte de Bogotá.
Situada en una región de plantaciones de algodón y de tabaco de pequeña y media
dimensión, fue particularmente golpeada por las reformas fiscales. En particu-
lar, la reorganización de los monopolios limitó la producción del tabaco a pocas
áreas, en donde se prohibió incluso su comercio. Además, la zona fue golpeada, en
1776, por una violenta epidemia de viruela que causó muchísimas víctimas y que
además produjo una fuerte depresión económica. La comunidad de Socorro no
se había restablecido de esta crisis cuando se introdujeron las nuevas medidas fis-
cales. La revuelta estalló efectivamente el 16 de marzo, el día después de la publi-
cación de la nueva administración de las alcabalas por parte del corregidor. Nada
más se organizaron los tumultos, un grupo de miembros eminentes de la ciudad
asumió la dirección del movimiento de protesta. Uno de ellos, Juan Francisco
Berbeo, un médico latifundista de buena familia, emergió como el jefe de la que
debía transformarse en una rebelión regional a gran escala.
Efectivamente Berbeo y los otros líderes compusieron una coalición entre élite
y grupos populares de Socorro, y sucesivamente demostraron ser capaces de saber
mantener el control de la insurrección, que pronto se difundió más allá de la
jurisdicción de su ciudad natal. Otras ciudades adhirieron a la revuelta y nuevos
reclutas, incluidos los habitantes de los pueblos indígenas, se unieron a la rebe-
lión después de una victoria contra un pequeño ejército del gobierno. Llenos de
coraje por la victoria y por las noticias de la gran revuelta del Perú, el ejército de
los comuneros se preparó para marchar sobre Bogotá (Figura 2). Su lema era el
tradicional “viva el rey y muera el mal gobierno”, mientras que la petición princi-
pal de los rebeldes era la vuelta a los viejos tiempos en nombre del “bien común”.
Como en el caso de la revuelta de Quito, se reivindicaba el derecho de los criollos
al autogobierno. El propio virrey se encontraba en Cartagena para organizar la

10
John L. Phelan, El pueblo y el Rey. La revolución comunera en Colombia, 1781. pp. 47-50.

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Figura 2. Marcha de los rebeldes hacia Bogotá

Fuente: John Leddy Phelan, El Pueblo y el Rey. Bogotá: Carlos Valencia, 1980, p. 167.

defensa del puerto contra un probable ataque inglés y las fuerzas militares presen-
tes en la capital eran por lo tanto bastante exiguas. Con un ejército rebelde de 20
mil hombres a las puertas de la ciudad, la administración española no tuvo más
opción que negociar.
Los enviados de paz, guiados por el arzobispo de Santa Fe de Bogotá, Antonio de
Caballero y Góngora, se encontraron frente a una serie de treinta y cinco peticiones

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LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN COLONIAL 183

contra varios abusos. El elenco incluía la abolición de los nuevos impuestos, de


los monopolios y el alejamiento del inspector general, Gutiérrez de Piñeres. Las
peticiones, más conocidas como capitulaciones de Zipaquirá, incluían también las
protestas de los indígenas contra los tributos, las extorsiones del clero y la política
de repoblación de los territorios mediante coacción. Los rebeldes además ambi-
cionaban algo más que la resolución en cuestiones de tasas o de maltrato contra
los indígenas. Reclamando un monopolio criollo sobre las oficinas, la eliminación
de la figura del inspector general y la casi completa eliminación de los españoles
peninsulares del virreinato, pedían una reorganización general del gobierno que
habría convertido a Nueva Granada en virtualmente autónoma, bajo el dominio
de la Corona española.
Dadas las circunstancias, el gobierno español no estaba en posición de recha-
zar las peticiones, que fueron aceptadas aunque debían ser ratificadas por la Co-
rona. A pesar de que las autoridades de Bogotá decidieron en secreto no respetar
un acuerdo firmado bajo coerción, el virrey, siguiendo los consejos de Caballero
y Góngora, emitió un edicto de perdón confirmando las principales concesiones
fiscales hechas por los delegados en Zipaquirá. La mayor parte de los rebeldes se
dispersó después de la firma del acuerdo, pero hubo alguna resistencia esporádica
y uno de los comandantes de Berbeo que se había negado a entregar las armas,
José Antonio Galán, fue capturado y ajusticiado por descuartizamiento, como
Túpac Amaru. Como en el caso quiteño, uno de los principales instrumentos para
el restablecimiento del orden y de la paz en las comunidades rebeldes fue el clero,
en concreto el papel jugado por los capuchinos.
Cuando el propio arzobispo fue nombrado virrey, en el verano de 1782, em-
prendió una política de reconciliación con los criollos. Su plan consistió en ha-
cer el máximo de las concesiones para aplacar la cólera popular sin perjudicar
excesivamente los intereses de la Hacienda Real. Después de reforzar el aparato
militar del reino creando numerosas milicias locales, intentó introducir progresi-
vamente los impuestos sin utilizar los mismos métodos de Gutiérrez de Piñeres.
Se dio cuenta de que la cólera popular contra los monopolios y las tasas se debía
en buena parte a los métodos brutales con que los funcionarios de Hacienda
hacían la recaudación en los pueblos y en las parroquias. Decidió por lo tanto no
introducir intendencias, como estaba previsto en las reformas, y proponer una
imagen positiva de la Corona como promotora del desarrollo económico, gracias
a la introducción de la ciencia moderna y de las nuevas tecnologías. Con la fina-
lidad de salvar la sustancia del programa neomercantilista de Carlos III, sacrificó
los objetivos políticos más radicales del monarca. La relativa facilidad con la que
el hábil virrey reconstruyó el sistema constituye probablemente la demostración
más convincente del hecho de que las causas de la rebelión no residían tanto en
el contenido de las reformas fiscales borbónicas sino sobre todo en los medios

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políticamente revolucionarios a través de los cuales los funcionarios intentaron


introducir tales innovaciones en la sociedad hispanoamericana.11

La rebelión de Túpac Amaru: Alto y Bajo Perú, 1780-1783

La “gran rebelión” de Perú, como muchas veces se define la revuelta de Túpac


Amaru, ha tomado varios significados a lo largo del tiempo. Además de haber
sido considerada, como la rebelión de Quito y de los comuneros, un movimiento
precursor de la independencia, se ha visto generalmente como el motín de una
vasta y explotada población indígena que, idealizando el pasado, se había imagi-
nado un futuro mejor. El retorno al Tahuantinsuyo, convocado por Túpac Amaru
–quien se autoproclamó descendiente del último inca–, evocaba la imagen clásica
de las revoluciones populares como el cambio de la realidad, el mundo al revés.
Aunque en su última fase la rebelión asumió tonos marcadamente milenaristas,
no se la puede considerar solo como la revuelta de una masa de campesinos indí-
genas explotados contra el sistema colonial. La gran rebelión fue, en realidad, un
evento mucho más complejo y, al menos en la fase inicial, fue la revuelta de una
coalición multiétnica contra las nuevas medidas políticas y fiscales introducidas
por los Borbones.
Si es verdad que la rebelión de Túpac Amaru fue el culmen de una serie de
motines que desde finales de la primera mitad del siglo xviii habían sacudido el
virreinato peruano, está también demostrado que los elementos cruciales para
que estallase la rebelión no fueron solo la legalización del reparto y los abusos de
los corregidores –como se ha sostenido durante mucho tiempo–, sino sobre todo
las reformas implementadas por el inspector general Areche a partir de 1777. En
efecto, la legalización del reparto –es decir, de la práctica que preveía la venta
forzada de mercancía a precios inf  lados a las poblaciones indígenas, las cuales
acumulaban deudas que se podían pagar solo a través del trabajo en las minas, en
los talleres textiles o en las haciendas– había suscitado un fuerte resentimiento en
la mayor parte del territorio peruano, pero había provocado solo revueltas a nivel
local. Tal medida, que fue introducida en los años cincuenta, no golpeaba a todos
los sectores de la sociedad, sino principalmente al sector indígena. Los criollos y
en menor medida los mestizos, fueron favorecidos por la legalización del reparto,
porque tal medida fue la respuesta al desarrollo de un mercado interno capaz de
sostener la expansión minera de la segunda mitad del siglo.12

John L. Phelan, El pueblo y el Rey. La revolución comunera en Colombia, 1781. pp. 288-289.
11

Scarlett O’Phelan Godoy, Un siglo de rebeliones anticoloniales, Perú y Bolivia, 1700-1780. Cusco:
12

Centro de Estudios Rurales Andinos Bartolomé de las Casas, 1988, cap. III.

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LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN COLONIAL 185

Para comprender las causas de la gran rebelión de 1780, hay que añadir a la le-
galización del reparto las medidas fiscales introducidas por Areche, concretamente
el aumento de las alcabalas y la introducción de la aduana. Además, otra reforma
incidió con dureza sobre algunos sectores de la economía peruana: la creación, en
1776, del virreinato de Río de la Plata, que separó el Alto Perú (la actual Bolivia)
del virreinato peruano, y lo incorporó a Buenos Aires. Como las minas de Potosí
formaban parte de los territorios transferidos, las entradas del virreinato peruano
disminuyeron considerablemente. Esto causó un debilitamiento de la economía
de la región de Cusco, que se encontró separada del mercado del Alto Perú; Cusco
fue así privada de su propia y tradicional fuente de aprovisionamiento de plata
y sus productores quedaron expuestos a la competencia de las mercancías euro-
peas introducidas en la región por los comerciantes de Buenos Aires, gracias al
decreto sobre el libre comercio de 1778.13 Este cambio inf  luyó negativamente en
los comerciantes criollos y mestizos, y también en los caciques y en los indígenas
ricos que, como Túpac Amaru, mantenían un comercio constante entre el Alto
y el Bajo Perú. Cuando Areche decidió establecer las aduanas en los principales
centros de la ruta comercial hacia Potosí (Arequipa, Cusco, La Paz) para tener un
mayor control sobre las transacciones comerciales entre Alto y Bajo Perú, ordenó
a los corregidores asegurar una eficiente recaudación de las alcabalas, incluyendo
entre los productos que se debían tasar bienes antes excluidos (como el grano, el
maíz y la coca), y estableció la obligación para todos los artesanos de afiliarse a
una corporación con la finalidad de asegurarse una adecuada recaudación de las
alcabalas, el descontento general estalló.
Fue sobre este fondo de opresión fiscal y desórdenes económicos que José
Gabriel Condorcanqui se proclamó Túpac Amaru II y retó al orden establecido.
Educado por los jesuitas, hijo de un cacique descendiente de los incas, en los
años setenta del siglo xviii había combatido una larga y frustrante batalla en los
tribunales de Lima para afirmar su propio derecho a ser reconocido como descen-
diente legítimo del último inca Túpac Amaru, ajusticiado en 1572 después de la
conquista de la fortaleza inca de Vilcabamba por las tropas españolas. Miembro
de una élite indígena suficientemente prestigiosa y rica como para relacionarse al
mismo nivel con los criollos, en Lima activó útiles relaciones con grupos contra-
rios a las reformas. Amargado por haber experimentado la injusticia española en
Lima y duramente tocado por las reformas en su Tinta natal, en noviembre de
1780 Condorcanqui hizo una llamada a la revolución a los campesinos andinos
e individuó una víctima perfecta para el sacrificio en el corregidor Antonio de
Arriaga, al cual dio caza y ajustició.

13
Alberto F  lores Galindo, “La revolución tupamarista y el imperio español”, en Massimo Ganci y
Ruggero Romano (eds.), Governare il mondo. L’impero spagnolo dal XV al XIX secolo. Palermo: Società
Siciliana per la Storia Patria Istituto di Storia Moderna/Facoltà di Lettere, 1991, pp. 381-398.

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186 ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO…

El ahorcamiento de Arriaga decretó el inicio de la rebelión, que se difundió ve-


lozmente por la región de Cusco, en el Bajo Perú, y que sucesivamente se extendió
por el Alto Perú, por las provincias aymara, afectando un área de aproximadamen-
te unos 500 mil km2. Se trataba de un espacio muy vasto, articulado en torno a
ciudades como Arequipa, Cusco y La Paz, centros mineros como Potosí, puertos
como Arica y atravesado por una gran ruta longitudinal que ponía en comunica-
ción Lima con Buenos Aires. Se trataba de territorios con una densa población
indígena, en los que se había desarrollado durante siglos una diferenciación pro-
ductiva (coca, azúcar, vino, aguardiente, grano, maíz y las manufacturas que pro-
ducían tejidos). Numerosos f  lujos mercantiles articulaban este espacio, recorrido
por arrieros, diseminado de tambos y grandes ferias anuales. Tinta, Tungasuca y
Acomayo, los pueblos donde partió la revuelta, no estaban habitados exclusiva-
mente por campesinos: junto a los que trabajaban la tierra estaban los artesanos,
los arrieros, los pequeños comerciantes y alguna familia acomodada. La rebelión
reclutó a sus secuaces entre indígenas de comunidades bastante mercantilizadas.
Los habitantes de las zonas caracterizadas por los grandes latifundios, sometidos a
ataduras serviles sobre las que se basaba el funcionamiento de las haciendas andi-
nas, constituyeron gran parte de las fuerzas contrarrevolucionarias: en todos estos
territorios, donde se producía azúcar y aguardiente, los españoles consiguieron
movilizar a los indígenas para romper el asedio a Cusco y después para afrontar
los pueblos rebeldes.14
Túpac Amaru había sido cacique en el valle de Vilcanota, donde tenía un
tiro de mulas; por ello conocía a muchas personas y podía llamar a los colegas
caciques para levantar a la población indígena de la región. En efecto, fueron dos
los elementos que jugaron un papel estratégico en la difusión del movimiento,
además de la red de parientes de Condorcanqui: la mita y el gremio de los arrie-
ros. Mientras los caciques de las provincias sujetas a la mita de Potosí –habituados
a enviar su cuota de mitayos una vez al año– demostraron disponer de mayores
recursos para movilizar a los indígenas de su comunidad, el gremio de los arrieros
jugó un papel esencial en la propagación del movimiento en el circuito comercial
que conectaba el Alto y el Bajo Perú. La revuelta contó también, al menos en la
primera fase, con el apoyo –a veces temporal y oportunista– de los criollos y de
los mestizos. De todas maneras, los criollos que participaron en el movimiento no
formaban parte del sector preeminente, sino que eran en general oficiales provin-
ciales, mercantes o artesanos. Se trataba de una coalición con poca armonía para
permanecer unida, que no supo nunca transformarse en un movimiento autén-
ticamente multiétnico contra el gobierno del virrey. El papel del clero también

Alberto F  lores Galindo, Buscando un Inca. Identidad y utopía en los Andes. Lima: Instituto de Apoyo
14

Peruano, 1986, cap. IV.

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LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN COLONIAL 187

fue ambivalente respecto de la rebelión. Si por un lado los párrocos de los Andes
estaban indignados por las reformas de los Borbones que habían reducido sus gra-
tificaciones, su poder de patronazgo y su prestigio, y tenían buenos motivos para
simpatizar con el sentimiento de injusticia percibido por su comunidad, por otro
lado, el hecho de que recibiesen dinero de sus parroquianos hizo que muchos de
ellos fueran tomados como rehenes. No obstante, donde el apoyo de los caciques
coincidió con el de los párrocos la rebelión se propagó más fácilmente. Pero en
el caso de los criollos, cuando se dieron cuenta de que la rebelión iba a fracasar,
retiraron su apoyo.
La heterogeneidad de la coalición rebelde, combinada con diversos elementos
que constituían la cultura de Túpac Amaru, le llevaron a redactar un programa
ecléctico y con objetivos que muchas veces no eran muy claros. Aunque reclamase
para él un estatus de inca e imaginase un Perú del que fuesen eliminados los espa-
ñoles peninsulares, continuaba manifestando devoción por la Corona española. A
pesar de su antiespañolismo, deseaba incluir en el nuevo Imperio inca a los mesti-
zos y a los criollos, dañados igual que los indígenas por las perversas imposiciones
y provocaciones provenientes de España (Figura 3). Además de la expulsión de los
españoles y de la vuelta al Imperio inca, su programa preveía cambios sustanciales
en la estructura económica: la abolición de la mita, la abolición de las aduanas y
gravámenes, y la libertad de comercio. Además, su proyecto político implicaba la
conservación de la iglesia y el diezmo, la propiedad (si bien no demasiado exten-
dida), los títulos nobiliarios, etcétera. Túpac Amaru habría sido el rey, y a su lado,
para gobernar el país, habría deseado tener al obispo de Cusco.
El ejército rebelde se constituyó sobre una estructura elitista: los cargos de
capitanes y comandantes fueron ocupados mayormente por criollos, mestizos y
caciques, mientras que los indígenas del común eran simples soldados. Pero no
debemos imaginarnos un auténtico ejército con tropas y armas, parecido al de la
Corona. En realidad se trataba de un núcleo central compuesto por dirigentes y
sus secuaces más cercanos, que promovían revueltas en los pueblos. Excepto pocos
encuentros convencionales con las tropas reales, en la mayor parte de los casos
Túpac Amaru enviaba emisarios, utilizaba bandos y proclamas, buscaba contactos
en las localidades para fomentar la revuelta y solo después hacía su entrada. Un
procedimiento análogo utilizó en Cusco, donde recurrió a los criollos, a la nobleza
indígena e incluso hasta al obispo Moscoso. La espera de una rebelión en el interior
prolongó el asedio de la ciudad, lo que permitió a las tropas reales llegar y defender
Cusco. Sucedió que Túpac Amaru no consiguió poner de su lado a la vieja nobleza
inca de la ciudad andina, a la que Carlos V había concedido patentes españolas de
nobleza hereditarias. A pesar de los numerosos matrimonios con la élite criolla,
estos nobles conservaron un fuerte sentido de su papel histórico como descen-
dientes de los incas. Veían en Túpac Amaru un simple curaca rural y no aceptaban

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Figura 3. Territorio implicado en la revolución de Túpac Amaru

Fuente: Alberto F  lores Galindo, “La revolución tupamarista y el imperio español”, en Massimo Ganci y
Ruggero Romano (eds.), Governare il mondo. L’impero spagnolo dal XV al XIX secolo. Palermo: Società Sici-
liana per la Storia Patria, 1991, p. 397.

totalmente su ambición por alcanzar el estatus real inca; depositaban su confianza


en los contratos típicos del sistema imperial español y en el rey de España, el árbitro
imparcial que garantizaba la justicia.
Los oportunos refuerzos que llegaron desde Lima permitieron que Cusco so-
portase el ataque de los rebeldes y cuando Túpac Amaru interrumpió el asedio
para empezar una campaña en el norte y al este de Cusco, la coalición empezó a
disgregarse. Abatido por el fracaso del asedio a Cusco y enfurecido por lo que con-
sideraba la traición de los criollos y mestizos, que se demostraron poco dispuestos
a sostenerlo, Túpac Amaru abandonó la política de protección de sus partidarios
no indios, y ordenó ajusticiar sumariamente a españoles peninsulares, criollos y

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LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN COLONIAL 189

mestizos, así como a los aristócratas indígenas corruptos. No es por lo tanto sor-
prendente que los pocos partidarios criollos se hubiesen alejado de la revuelta a
causa de la brutalidad con la que los campesinos saquearon y destruyeron sus
haciendas y talleres textiles, y se vengaron ferozmente de corregidores y curacas.
Ya no se trataba de una revuelta multiétnica contra un gobierno imperial opresivo,
sino que se transformó en un sangriento conf  licto racial.
Después del asedio a Cusco, el ejército real, constituido por tropas regulares,
milicias e indios leales, se puso tras las huellas de Túpac Amaru, a quien capturó a
inicios de abril de 1781 junto a su mujer y sus más estrechos colaboradores. Fue
procesado y, antes de ser descuartizado en la plaza principal de Cuzco, el inspector
general Areche le impuso presenciar la ejecución de su mujer, de su hijo y de otros
rebeldes capturados. El descuartizamiento era una pena conminada en situacio-
nes extremas por delitos de lesa majestad; pero para los que pensaban que Túpac
Amaru era un inca, su cuerpo representaba la encarnación misma de la nación
indígena. El terrible espectáculo fue preparado entonces para escenificar la muerte
de la Monarquía inca.
El efecto de la horrible muerte de Túpac Amaru consolidó el deseo de vengan-
za de los comandantes supervivientes y aumentó la crueldad de una guerra enfu-
recida durante otros dos años. El epicentro de la revuelta se trasladó al Alto Perú,
donde los aymara –cuyo líder, Tomás Catari, había sido asesinado hacía poco– se
unieron a los rebeldes de lengua quechua de la región de Cusco para disponer el
asedio a La Paz en el verano de 1781. Pero el tradicional antagonismo entre los
quechua y los aymara hizo que la alianza fuera precaria y las tropas reales rom-
pieron el asedio a la ciudad de la misma manera que lo habían hecho en Cusco
hacía unos meses. Cuando concluyó la guerra, en 1783, con la victoria del ejército
real, se supone que habían muerto 100.000 indígenas y 10.000 españoles de una
población de 1.200.000 habitantes aproximadamente. Hay que tener en cuenta
las imprecisiones del recuento, propias de una época preestadística y también de
la inevitable aproximación de tales cálculos en un territorio tan extenso y en una
guerra de estas características. Algunos historiadores se han mostrado cautos fren-
te a estas cifras, que consideran demasiado elevadas.15
Además de la fuerza militar puesta en campo por el ejército del virrey, el fraca-
so de la rebelión se debió a las divisiones internas entre criollos e indígenas, pero
también entre indígenas. En particular, en la revolución “tupamarista” convivían
dos fuerzas que terminaron por oponerse: el proyecto de la aristocracia indígena
y el de la clase que emergía de las prácticas de los rebeldes. Si al principio parecía

15
Ver, por ejemplo, David Cahill, “Violencia, represión y rebelión en el sur andino: la sublevación de
Túpac Amaru y sus consecuencias”, en Anthony McFarlane y Marianne Wiesebron (eds.), Violencia social y
conf  licto civil: América Latina, siglo XVIII-XIX. Ridderkerk: AHILA, 1998, pp. 39-62.

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190 ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO…

que todos aceptaban el plan político de Túpac Amaru, las divergencias surgieron
con el avenir de los acontecimientos, según se desplegaba la violencia. Fue enton-
ces evidente que mientras los líderes proyectaban una revolución contra el colo-
nialismo, los campesinos se sintieron llamados al pachacuti, es decir, al apocalipsis.
Significativamente, una de las primeras reacciones de Areche, después de la
ejecución de Túpac Amaru, fue prohibir los Comentarios reales de Garcilaso de
la Vega porque consentían imaginar la formación de un reino inca, formado por
indígenas, mestizos y criollos, que habría inaugurado una nueva era de justicia
y armonía donde la religión y la cultura andina y española se habrían de alguna
manera unido. Prohibió también el uso de los vestidos reales incas, abolió la he-
rencia del título de cacique, dispuso limitaciones para el uso de la lengua quechua
y prohibió la representación de los gobernadores incas. Se trataba de un intento
sistemático de desarraigar la vuelta de lo inca, que había conseguido, de manera
oportuna, cohesionar un amplio movimiento de protesta contra las políticas del
virreinato. Pero el contraste entre la cruel punición llevada a cabo por Areche
contra los rebeldes indígenas y la relativa benevolencia acordada con los rebeldes
criollos, pone de manifiesto que se trataba de una política dirigida a hacer respon-
sables de la rebelión al pueblo indígena y a un cierto número de mestizos, inten-
tando jugar con las divisiones étnicas para reconquistar la lealtad de los criollos
que se habían alejado de la Corona a causa de las reformas.16

¿Una crisis continental?

Aunque las tres rebeliones que aquí se han analizado fueron diferentes en su ex-
tensión y grado de violencia, presentan algunos importantes elementos comunes.
En primer lugar, fueron verdaderas y auténticas revueltas populares que implica-
ron a personas y grupos pertenecientes a diferentes sectores sociales. De la misma
manera, todas las rebeliones ref  lejan el carácter jerárquico de la sociedad: al menos
en su primera fase fueron guiadas por miembros de las élites locales que estaban li-
gados a grupos populares por relaciones de parentesco o clientela. Mientras que en
el caso de Quito y Nueva Granada la guía de la oposición y de la organización del
movimiento rebelde estuvo en manos de los criollos, en el caso de Perú estuvo en
las de la élite indígena. De todos modos, en todos los casos la participación criolla
en las revueltas fue causada por las reformas introducidas por los Borbones entre
los años sesenta y setenta del siglo xviii, que cambiaron radicalmente el panora-
ma político y económico del Imperio. Como hemos visto en el caso quiteño, los
criollos fueron golpeados con nuevos impuestos, con el aumento de los vigentes

16
Scarlett O’Phelan, Un siglo de rebeliones anticoloniales, Perú y Bolivia, 1700-1780. p. 272.

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LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN COLONIAL 191

y con la introducción de nuevos métodos de gobierno que alteraron de manera


radical los equilibrios entre colonia y madre patria dentro de la Monarquía. Los
criollos –también los peruanos, como demuestra claramente el manifiesto de la
revuelta de Oruro de 173917 y su implicación en varios motines a fines de los se-
senta (Urubamba, Arequipa y Cusco)– reivindicaron el derecho a participar en el
gobierno y de ser consultados en cuestiones que tenían que ver directamente con
los intereses locales, especialmente en materia fiscal. En efecto, la élite indígena
se había formado en una cultura de gobierno, la de los Habsburgo, que preveía
una relación contractual entre el monarca español y los territorios americanos. En
calidad de mediadores entre las comunidades indígenas y los funcionarios colo-
niales, los caciques indígenas habían adquirido un amplio espacio de poder, pro-
gresivamente erosionado por las medidas impuestas por los Borbones. Además,
como ha demostrado F  lores Galindo, la utopía de la restauración de la Monarquía
inca no pertenecía solo al mundo indígena, sino también al criollo: en 1805 una
conspiración criolla en Cusco tuvo como objetivo hacer caer el gobierno español
para restaurar el inca.18 Los criollos y los caciques indígenas de Perú compartían
la idea de un Estado independiente, ya que ambos se consideraban descendientes
de los incas.19
Además de los cambios políticos y fiscales, hay que considerar la coyuntura
económica de estas regiones para entender las causas de la participación popular
en las rebeliones. Durante el siglo xviii, el incremento demográfico y los cam-
bios políticos y económicos que impusieron nuevas presiones en las estructuras
heredadas del pasado provocaron rebeliones en las zonas más desestabilizadas por
tales transformaciones. En Perú, por ejemplo, la expansión de los mercados con
mercancías europeas –que llevó a una ampliación del reparto– puso en crisis los
circuitos económicos y comerciales tradicionales de la región e incidió de manera
importante en el excedente producido por los campesinos indígenas. También
en Nueva Granada la rebelión se asocia a desórdenes sociales causados por los
cambios en el sistema colonial: el crecimiento del sector minero, alimentado
por capital mercantil español, había provocado un aumento de la demanda de
productos de la región de Socorro y había alentado a los productores a tener
en cuenta las ganancias, haciéndoles más vulnerables a las reformas fiscales. En
Quito, en cambio, los cambios del sistema colonial habían provocado, más que
crecimiento, un estancamiento o declive económico. En definitiva, el deterioro

17
Íd., p. 87.
18
Alberto F  lores Galindo, “In search of an Inca”, en Steven Stern (ed.), Resistance, Rebellion and Cons-
ciousness in the Andean Peasant World: 18 th to 20 th Centuries. Madison: University of Wisconsis Press, 1987,
pp. 193-210.
19
Scarlett O’Phelan, “Rebeliones andinas anticoloniales. Nueva Granada, Perú y Charcas entre el siglo
XVIII y XIX”, Anuario de Estudios Americanos, 49, 1992, pp. 395-440.

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de las condiciones económicas (agudizado por la amenaza de nuevos impuestos)


parece haber sido uno de los puntos en común en las tres rebeliones de la segun-
da mitad del siglo xviii.
Aunque la coyuntura económica pueda ofrecer argumentos para entender me-
jor las causas de las rebeliones, no consigue explicar las manifestaciones de insu-
rrección en masa. Para entender el comportamiento y las opiniones de los grupos
sociales populares hay que indagar de qué manera sus percepciones inf  luían en
sus acciones. Como hemos visto, su comportamiento no consistía en un simple
desorden casual o en una violencia indisciplinada, sino que estaba bastante bien
estructurado y controlado. En todos los casos analizados, los motines populares,
al menos en su fase inicial, estaban justificados por un sentimiento de legitimidad,
es decir, por el hecho de que sus actos “ilegales” eran reacciones a los actos de los
oficiales del gobierno, que eran los primeros en transgredir las costumbres y las
normas tradicionales. En este sentido, el concepto de “economía moral”, utilizado
por Thompson en su trabajo sobre las masas populares inglesas, puede resultar muy
útil para entender la participación popular en las revueltas.20 Según este concepto,
las acciones colectivas de los grupos populares, aunque violentas, estaban justifica-
das por la preeminencia de los derechos de la comunidad a la subsistencia. Existía,
en otros términos, una ética de la subsistencia, sobre la base de la cual la comu-
nidad reconoce el derecho a la supervivencia de todos sus miembros. Cuando las
demandas procedentes desde el exterior (del Estado o de los grandes propietarios)
superaban el punto considerado legítimo y amenazaban la seguridad económica
de la sociedad, los campesinos tenían el derecho a rebelarse. En este sentido, las
rebeliones populares eran esencialmente defensivas: los campesinos no pretendían
cambiar la sociedad, sino defender lo que consideraban sus propios derechos.21 El
concepto de “economía moral” nos permite considerar la violencia popular como
un elemento determinado por una visión moral –que deriva de la experiencia y
de la tradición– de las obligaciones mutuas entre clases sociales. Obviamente, esta
visión no es siempre la misma y cambia según las características de la sociedad.
Mientras en Quito y en Nueva Granada el principal objetivo de los rebeldes era la
resistencia a las innovaciones fiscales, en especial a las tasas sobre los bienes agrí-
colas primarios –y por eso el lenguaje político utilizado no era muy diferente del
usado por los criollos–, en el caso peruano la gran rebelión incorporó progresiva-
mente un discurso que solo tenía significado para los indígenas y sus jefes. Aunque
la idea de una Monarquía inca podía ser compartida por los criollos con un sentido
antimetrópoli, este discurso contenía además una visión alternativa de la sociedad,

Edward P. Thompson, The Making of the English Working Class. Londres: Victor Gollanzc, 1963.
20

Sobre este punto, ver James C. Scott, The Moral Economy of the Peasant: Rebellion and Subsistence in
21

Southeast Asia. New Haven: Yale University Press, 1976.

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LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN COLONIAL 193

nutrida en la creencia de que el mundo estaba desequilibrado y de que solo los


incas podrían restablecer el equilibrio.22
La interpretación de los sectores populares como defensores de una “economía
moral” a menudo ha sido considerada por la historiografía como un comporta-
miento prepolítico, en el sentido de que está desprovisto de cualquier ideología,
organización y programa.23 Aunque ninguna de las tres rebeliones analizadas as-
piraban a subvertir el poder monárquico –el propio Túpac Amaru había previsto
que un monarca inca gobernase con un monarca español–, no podemos afirmar
que no tuvieran ningún significado político. El hecho de que la ideología de las
rebeliones proviniese de las élites –criolla e indígena– no significa que los grupos
populares no concibieran o compartieran las mismas ideas. Por ejemplo, la idea de
preservar o ganarse el acceso al poder local, sobre el que insisten los rebeldes en los
tres casos, no es algo prepolítico. Si tenemos en cuenta además las consecuencias
que las rebeliones provocaron a largo plazo, la valencia política es todavía más
evidente. A pesar de la derrota de los rebeldes, las revueltas de Quito y Nueva Gra-
nada provocaron una profunda alteración en el proyecto borbónico: mientras las
reformas fiscales fueron aplicadas, las político-administrativas, que preveían una
transformación radical del territorio y de los métodos de gobierno a través de la
introducción de las intendencias, fueron bloqueadas. En el caso peruano, la gran
rebelión alteró la configuración política del poder respecto de las comunidades
indígenas y a sus jefes: la nobleza indígena tradicional fue excluida formalmente
de los cargos étnicos, que fueron en cambio asignados a miembros de otros gru-
pos sociales. En realidad, como ha demostrado claramente Charles Walker en su
libro sobre Cusco, a la gran rebelión no le siguió una “segunda conquista”, como
se ha asegurado muchas veces. A pesar de los castigos severos impuestos tras la
rebelión, el estado borbónico no consiguió debilitar la cultura andina ni transfor-
mar radicalmente las relaciones entre Estado y comunidades indígenas a causa de
su resistencia, la cual se expresó, de manera concreta, a través de la justicia. Las
comunidades invadieron los tribunales con causas para impedir que agentes exter-
nos ocupasen el cargo de caciques y para denunciar, otra vez, el comportamiento
abusivo de los funcionarios locales.24
En fin, estas rebeliones se pueden considerar parte de un proceso más extenso,
es decir, como fenómenos de la crisis del Antiguo Régimen y, más concretamente,
de los imperios de la época moderna, o mejor, de su dificultad para reformarse

22
Ver Jan Szeminski, “Why Kill the Spaniards? New Perspectives on Andean Insurrectionary Ideology
in the 18th Century”, en Steven Stern (ed.), Resistance, Rebellion and Consciousness, pp. 166-192.
23
Ver, por ejemplo, Eric Hobsbawm, Primitive Rebels. Studies in Archaic Forms of Social Movement in
the 19 th and 20 th centuries. Manchester: Manchester University Press, 1959, p. 110.
24
Charles F. Walker, Smoldering Ashes: Cuzco and the Creation of Republican Peru, 1780-1840.
Durham: Duke University Press, 1999.

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194 ENTRE MEDITERRÁNEO Y ATLÁNTICO…

y modernizarse. Además de las obvias referencias a la Revolución americana, a


la francesa y a la de Haití, hay que subrayar que también la América portuguesa
vivió una fase de crisis en la segunda mitad del siglo xviii. Aunque en Brasil no
hubo rebeliones parecidas a las de la América española, el final del siglo se puede
considerar una fase extremadamente inestable desde el punto de vista político y
social. A las formas de resistencia a la esclavitud –endémicas desde la segunda
mitad del xviii en muchas zonas de Brasil– se añadieron las revueltas antifiscales
de finales de siglo en las que participaron, junto a las élites, grandes grupos po-
pulares, incluso personas de color libres y de esclavos. Se trata de las llamadas in-
confidencias (conspiraciones) de Minas Gerais (1789), Río de Janeiro (1794) y de
Bahía (1798). En los dos primeros casos las conspiraciones no solo se oponían a la
introducción de nuevos impuestos –como la derrama de Minas Gerais–, sino que
además ref  lejaban el deseo de la élite local de acceder a los cargos de la adminis-
tración colonial y a los órganos de gobierno en la metrópoli.25 En el caso de Bahía,
los efectos de la revolución haitiana y el amplio número de esclavos y personas de
color libres presentes en la ciudad y en sus alrededores, hicieron el complot dife-
rente al de los otros dos casos. El programa de los conspiradores, colgado en los
principales espacios públicos de la ciudad, respondía a los intereses de una amplia
coalición, que iba desde los esclavos hasta los grandes comerciantes, de los solda-
dos a las personas de color libres. Además de la reducción de los impuestos y de la
introducción del libre comercio, se prometía igualdad racial en el reclutamiento
de los puestos civiles y militares, y la libertad para los esclavos.26 Pero el proble-
ma de la esclavitud y el miedo de otra Haití impidieron a estas conspiraciones
transformarse en rebeliones e hicieron que la independencia, contrariamente a lo
que sucedió en el caso hispanoamericano, se alcanzara –excluyendo algunos casos
particulares como la revuelta de Pernambuco de 1817– en modo relativamente no
violento, sin grandes conf  lictos o guerras civiles.27

25
Kenneth Maxwell, Conf   licts and Consipracies: Brazil and Portugal, 1750-1808. Cambridge:
Cambridge University Press, 1973; João Pinto Furtado, O manto de Penélope: historia, mito e memória da
Incofidência mineira de 1788-9. Sao Paulo: Companhia das Letras, 2002.
26
Laura de Mello e Souza, “Motines, revueltas y revoluciones en la América portuguesa de los siglos
XVII y XVIII”, en Enrique Tandeter e Jorge Hidalgo Lehuedé (eds.), Historia general de América Latina.
Bruxelles: Unesco, 2000, vol. 4, pp. 459-473.
27
Sobre este punto, ver Kirsten Schultz, “La Independencia de Brasil, la Ciudadanía, y el Problema de
la Esclavitud: la Assembléia Constituinte de 1823”, en Jaime E. Rodríguez (ed.), Revolución, Independencia
y las Nuevas Naciones de América. Madrid: Mapfre/Tavera, 2005, pp. 425-450.

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