Sunteți pe pagina 1din 4

CAPTURA DE ATAHUALPA I

enero 22, 2018

La hueste española
constaba de 164 hombres de guerra: 63 jinetes, 93 infantes, 4 artilleros, 2
arcabuceros y 2 trompetas.137 Además de Pizarro, únicamente Soto y Candía eran
soldados de profesión. Contaban además con tres intérpretes indígenas: Felipillo,
Francisquillo y Martinillo.

Los esclavos negros y nicaraguas venidos con los españoles eran muy pocos y
debieron actuar solo como escuderos. No tenían perros de guerra, pues estos se
habían quedado en San Miguel.

Era inevitable que en la noche del 15 de noviembre de 1532, previa al encuentro con
el inca, cundiera el miedo entre la tropa española. Pedro Pizarro dice: «Pues estando
así los españoles, fue la noticia a Atahualpa, de indios que tenía espiando, que los
españoles estaban metidos en un galpón, llenos de miedo, y que ninguno aparecía
por la plaza. Y a la verdad el indio la decía porque yo oí a muchos españoles que sin
sentirlo se orinaban de puro temor». Los conquistadores a las órdenes de Pizarro
velaron armas durante la noche, Francisco Pizarro sobre la base de los largos relatos
que le hacía Hernán Cortés sobre la conquista de los aztecas, tenía en mente
capturar al Inca imitando a Cortés en México.

Pizarro dispuso que el griego Pedro de Candía se colocase en lo más alto de la


fortalecilla o tambo real, en el centro de la plaza, con dos o tres infantes y dos
falconetes o cañones pequeños, adjuntándoles además dos trompetas. A los de
caballo los dividió en dos fracciones, al mando de Hernando de Soto y de Hernando
Pizarro, respectivamente. La infantería también fue dividida en dos fracciones, una al
mando de Francisco Pizarro y la otra al mando de Juan Pizarro. Todos debían estar
escondidos en los edificios que rodeaban la plaza, esperando la llegada del Inca y
hasta escuchar la señal de ataque. Esta sería un arcabuzazo disparado por uno de los
que estaban con Pizarro, y el sonoro grito de ¡Santiago!. Si por alguna razón el
disparo no fuera oido por Candia, se agitaría un pañuelo blanco como señal para que
el griego disparara su falconete e hiciera sonar las trompetas (los trompeteros eran
Juan de Segovia y Pedro de Alconchel). La orden era causar estragos entre los indios
y capturar al Inca.

Los cronistas fijan las cuatro de la tarde como la hora en que Atahualpa ingresó a la
plaza de Cajamarca, pensado que su ejercio de 20.000 hombres sería suficiente para
que los españoles se retiraran sin luchar, sus hombres no estaban armados. Miguel
de Estete dice: «A la hora de las cuatro comienzan a caminar por su calzada delante,
derecho a donde nosotros estábamos; y a las cinco o poco más, llegó a la puerta de la
ciudad». El Inca comenzó su entrada en Cajamarca, antecedida por su vanguardia de
cuatrocientos hombres, ingresó a la plaza con toda su gente, en una «litera muy rica,
los cabos de los maderos cubiertos de plata...; la cual traían ochenta señores en
hombros; todos vestidos de una librea azul muy rica; y él vestido su persona muy
ricamente con su corona en la cabeza y al cuello un collar de esmeraldas grandes; y
sentado en la litera en una silla muy pequeña con un cojín muy rico». Por su parte,
Jerez señala: «Entre estos venía Atahualpa en una litera aforrada de plumas de
papagayos de muchos colores, guarnecida de chapas de oro y plata». Detrás del Inca
venían otras dos literas, donde iban dos personajes importantes del Imperio: uno de
ellos era el Chinchay Cápac, el gran señor de Chincha, y el otro probablemente era el
Chimú Cápac o gran señor de los chimúes (otros dicen que era el señor de
Cajamarca). Los guerreros incas que ingresaron al recinto se calcula en número de
6.000 a 7.000 y ocupaban media plaza.

Francisco Pizarro envió ante el Inca al fraile dominico, fray Vicente de Valverde, al
soldado Hernando de Aldana y al intérprete Martinillo. Ante el Inca, el fraile Valverde
hizo el requerimiento formal a Atahualpa de abrazar la fe católica y someterse al
dominio del rey de España, al mismo tiempo que le entregaba un breviario o un
Evangelio de la Biblia. El diálogo que siguió es narrado de forma diferente por los
testigos. Según algunos cronistas, la reacción del Inca fue de sorpresa, curiosidad,
indignación y desdén. Atahualpa abrió y revisó el evangelio minuciosamente. Al no
encontrarle significado alguno, lo tiró al suelo, mostrando singular desprecio. La
reacción posterior de Atahualpa fue decirle a Valverde que los españoles devolviesen
todo lo que habían tomado de sus tierras sin su consentimiento, reclamándoles en
especial las ropas que habían tomado de sus almacenes; que nadie tenía autoridad
para decirle al Hijo del Sol lo que tenía que hacer y que él haría su voluntad; y
finalmente, que los extranjeros «se fuesen por bellacos y ladrones»; en caso contrario
los mataría.

Lleno de miedo, el fraile Valverde corrió donde Pizarro, seguido de Aldana y el indio
intérprete, al tiempo que gritaba al jefe español: «¡Qué hace vuestra merced, que
Atabalipa está hecho un Lucifer!». Luego, Valverde le contó que el “perro” (idólatra)
había arrojado el evangelio a tierra, por lo que prometió la absolución a todo aquel
que saliera a combatirlo.

A una señal de Francisco Pizarro se puso en marcha lo planificado. Candía disparó su


falconete, tocaron las trompetas y salieron los jinetes al mando de Hernando de Soto
y de Hernando Pizarro. Los caballos fueron los que causaron más pánico a los
indígenas, que no atinaron a defenderse y solo pensaron en huir de la plaza; tal era la
desesperación, que formaron pirámides humanas para llegar a lo alto del muro que
circundaba la plaza, muriendo muchos asfixiados por la aglomeración. Hasta que
finalmente, debido a la tremenda presión, el muro se derrumbó, y por encima de los
muertos aplastados, los sobrevivientes huyeron por la campiña. Tras ellos se lanzaron
los jinetes españoles, dando alcance y matando a todos los que pudieron.

Mientras tanto, en la plaza de Cajamarca, Francisco Pizarro buscaba el anda del Inca,
mientras que Juan Pizarro y los suyos cercaban al Señor de Chincha y lo mataban en
su litera. Los españoles arremetieron especialmente contra los nobles y curacas, que
se distinguían por sus libreas (uniformes) con escaques de color morado. «Otros
capitanes murieron, que por ser gran número no se hace caso de ellos, porque todos
los que venían en guarda de Atahualpa eran grandes señores.» (Jerez). Entre esos
capitanes del Inca que cayeron ese día figuraba Ciquinchara, el mismo que había
oficiado de embajador ante los españoles durante el trayecto entre Piura y Cajamarca.
Igual suerte hubiera corrido Atahualpa, de no ser por la intervención de Francisco
Pizarro. Sucedía que los españoles no podían derribar la litera del Inca, a pesar de
que mataban a los portadores, pues cuando estos caían, otros cargadores de refresco
se apresuraban a reemplazarlos. Así estuvieron forcejeando gran tiempo; un español
quiso herir al Inca de un cuchillazo, pero Francisco Pizarro se interpuso a tiempo,
gritando que «nadie hiera al indio so pena de la vida... »; se dice que en ese forcejeo,
el mismo Pizarro sufrió una herida en la mano. Al fin cayó el anda y el Inca fue
capturado, siendo llevado preso a un edificio, llamado Amaru Huasi.

Jerez calcula en 2.000 los muertos en Cajamarca, todos nativos, quienes durante la
media hora que duró la masacre no se defendieron (muchos murieron aplastados por
sus compañeros en el intento de huida), por lo que a dicha carnicería es equivocado
llamarla “batalla”.

Al caer la noche de aquel 16 de noviembre de 1532, se extinguía para siempre el


Tahuantinsuyo; el Inca estaba cautivo y con su prisión llegaba a su fin la
independencia del estado inca.

S-ar putea să vă placă și