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Introducción
El cristiano debe preguntarse por la función social de sus bienes. Los bienes están a
disposición de los hombres para que todos puedan ser dominadores y señores en el universo.
“El hombre....no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como
exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido que no le
aprovechen a él solamente sino también a los demás”.1
Estos límites en el uso de la tierra miran a preservar la justicia y el derecho que todos tienen
a acceder a los bienes de la creación, que Dios destinó al servicio de todo hombre que vive
en este mundo.
En nuestro continente hay que considerar dos mentalidades opuestas en relación con la tierra,
ambas distintas de la visión cristiana.
a- La tierra, dentro del conjunto de elementos que forman la comunidad indígena, es vida,
lugar sagrado, centro integrador de la vida de la comunidad. En ella viven y con ella
conviven, a través de ella se sienten en comunión con sus ancestros y en armonía con
Dios; por eso mismo la tierra, su tierra, forman parte sustancial de su experiencia religiosa
y de su propio proyecto histórico. En los indígenas existe un sentido natural de respeto
por la tierra; ella es la madre tierra, que alimenta a sus hijos, por eso hay que cuidarla,
pedir permiso para sembrar y no maltratarla.
1
Vaticano II, GS 69.
2
Cf. Gn. 2, 15-17
b- La visión mercantilista: considera la tierra en relación exclusiva con la explotación y el
lucro, llegando hasta el desalojo y expulsión de sus legítimos dueños.
Además de los tipos anteriores, no podemos olvidar la situación de los campesinos que
trabajan su tierra y ganan el sustento de su familia con tecnologías tradicionales.
La mentalidad propia del visión cristiana tiene su base en la Sagrada Escritura, que considera
la tierra y los elementos de la naturaleza ante todo como aliados del pueblo de Dios e
instrumentos de nuestra salvación, donde tenga su morada la justicia social.
“No es parte de tus bienes lo que tú das al pobre; lo que le das le pertenece. Porque
lo que ha sido dado para el uso de todos, tú te lo apropias. La tierra ha sido dada
para todo el mundo y no solamente para los ricos”.3
Sumario
DESARROLLO
3
Discurso de San Ambrosio sobre la distribución de los Bienes
4
Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno
La relación entre moral y economía es necesaria e intrínseca: actividad económica y
comportamiento moral se compenetran íntimamente. La necesaria distinción entre moral y
economía no comporta una separación entre los dos ámbitos, sino al contrario, una
reciprocidad importante. Así como en el ámbito moral se deben tener en cuenta las razones
y las exigencias de la economía, la actuación en el campo económico debe estar abierta a las
instancias morales: “También en la vida económico-social deben respetarse y promoverse la
dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el
hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social.5 Dar el justo y debido
peso a las razones propias de la economía no significa rechazar como irracional toda
consideración de orden metaeconómico, precisamente porque el fin de la economía no está
en la economía misma, sino en su destinación humana y social.6 A la economía, en efecto,
tanto en el ámbito científico, como en el nivel práctico, no se le confía el fin de la realización
del hombre y de la buena convivencia humana, sino una tarea parcial: la producción, la
distribución y el consumo de bienes materiales y de servicios.
Para asumir un perfil moral, la actividad económica debe tener como sujetos a todos los
hombres y a todos los pueblos. Todos tienen el derecho de participar en la vida económica y
el deber de contribuir, según sus capacidades, al progreso del propio país y de la entera
familia humana.9 Si, en alguna medida, todos son responsables de todos, cada uno tiene el
deber de comprometerse en el desarrollo económico de todos:10 es un deber de solidaridad y
de justicia, pero también es la vía mejor para hacer progresar a toda la humanidad. Cuando
se vive con sentido moral, la economía se realiza como prestación de un servicio recíproco,
mediante la producción de bienes y servicios útiles al crecimiento de cada uno, y se convierte
para cada hombre en una oportunidad de vivir la solidaridad y la vocación a la “comunión
con los demás hombres, para lo cual fue creado por Dios”.11 El esfuerzo de concebir y realizar
5
Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 63
6
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2426
7
Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 40
8
Ibid., 36
9
Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 65
10
Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 32
11
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 41
proyectos económico-sociales capaces de favorecer una sociedad más justa y un mundo más
humano representa un desafío difícil, pero también un deber estimulante, para todos los
agentes económicos y para quienes se dedican a las ciencias económicas.12
4.1.1. El Neoliberalismo
“Es un modelo económico y político que basado en la doctrina económica de Adam Smith y
Milton Friedman propone:
La existencia de un libre mercado como regulador principal de la actividad económica.
La total apertura de los mercados.
La acción limitada del Estado en la economía y en la sociedad.
El neoliberalismo plantea que el orden económico no debe estar regulado por el Estado, pues
la competencia establece un orden natural. La oferta y la demanda regulan los mercados y
fomentan el ahorro debido a que genera la ganancia.
12
Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 15-16
13
Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 28:
14
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 42
Friedman dicen que el Estado debe limitarse, únicamente a tres áreas básicas: La dotación
del marco jurídico y orgánico para la protección del individuo y la Sociedad, la de justicia y
la realización de obras públicas que no puede realizar la empresa privada.
Los impulsadores de este modelo a nivel mundial fueron: Margareth Tatcher en Europa y
Pinochet en América Latina; años después, Reagan le da al impulso crucial en EEUU y con
esta fuerza se extiende rápidamente por el resto del mundo, consolidándose en la década de
los 90, favorecida por la caída del socialismo en Europa.
Bajo esta concepción se implementan las políticas de ajuste estructural que buscaban la
liberalización de los precios, disminución de la intervención del Estado en la economía,
contracción de la demanda para controlar la inflación, la eliminación de los subsidios,
liberalización de la importaciones y de la política cambiaria” (...).
(...) “Organismos internacionales como el Banco Mundial se han visto obligados a reconocer
los límites del modelo y proponen algunas rectificaciones mediante el impulso de reformas
sociales. Plantean además la necesidad de ciertas reformas democráticas así empieza a hablar
de descentralización y participación, para ello se propone traspasar las competencias del
Estado en inversión social a la sociedad civil y hacer que compartan los costos de la política
social, especialmente en áreas como salud y educación”15.
En la década de los 60, los EEUU, impulsan un programa de desarrollo denominado Alianza
para el Progreso y paralelamente la ONU crea la Comisión Económica para América Latina
CEPAL, que pretende desarrollar un modelo que garantice la justicia social en la Región.
15
VASQUEZ, Lola et. al; ECUADOR, SU REALIDAD; Fundación José Peralta, Quito, Ecuador, Edición
2004-2005, pág 289, 290.
El Estado busca estimular la demanda y el consumo mediante una redistribución de los
ingresos y la elevación de la capacidad adquisitiva de la población vía inyección de flujos
monetarios y la implementación de políticas sociales. El Estado es generador de empleo, a
través de las empresas estatales y la burocracia.
Además la crisis del socialismo en el mundo más los factores ya anotados, llevó a que la
propuesta de Friedman (el neoliberalismo) que asoma como la salvación de las economías de
la Región, sea asumido por las clases dominantes y rápidamente vaya adquiriendo hegemonía
en la sociedad.
Desde León XIII a Juan Pablo II es continuo en el magisterio pontificio el rechazo del
capitalismo. La doctrina social del la Iglesia lo ha condenado siempre porque, en el fondo,
contradice aspectos fundamentales de la visión del hombre y del orden social que la Iglesia
defiende.
León XIII hace una denuncia explícita de la explotación capitalista. La encíclica Rerum
novarum, partiendo de la situación a la que el nuevo régimen económico lleva a los
trabajadores, pide claramente a los gobernantes; la defensa de esta clase social amenazada y
atropellada en sus derechos. 16
León XIII afirma que: es necesario dar a cada uno un salario justo, explotar la pobreza y la
miseria, especular sobre la indigencia, son condenados tanto por las leyes divinas como las
humanas. Sería un delito que clama al cielo el privar a cada uno del precio de sus fatigas.
Pío XI expresa algunos de los juicios más duros e implacables del magisterio pontificio sobre
el capitalismo. J. L. Gutiérrez afirma:
“El juicio más severo y de mayor contextura sistemática, hecho por el magisterio eclesiástico
sobre el capitalismo, es el expuesto con singular energía en la encíclica Quadragesimo anno.
Si se compara este juicio con el que dicho documento se hace del socialismo, no resulta
16
cf. Rerum Novarum (RN. n 26-27)
infundado afirmar que el juicio sobre el capitalismo es mucho más severo que el juicio
pontificio sobre el socialismo”17
Pío XI trata ampliamente y con detenimiento los problemas del capitalismo18. Su valoración
global podríamos concentrarla en estas palabras: “Hemos examinado la economía actual
(capitalismo) y la hemos encontrado plagada de vicios gravísimos (QA 128).
Juan Pablo II en Laborem exercens, En una reflexión profunda sobre el trabajo humano,
aporta los criterios claves para la valoración moral de los sistemas económicos: primacía del
hombre sobre las cosas (6 y 12), propiedad del trabajo sobre el capital (8, 12 y 13), no
separación del trabajo y capital (11 y 13). El capitalismo choca frontalmente con estos tres
criterios. Porque el capitalismo es una forma de materialismo (13); considera el trabajo como
“una mercancía sui generis” para producir beneficios (7); separa y contrapone capital y
trabajo. Por todo ello declara tajantemente: “Sigue siendo inaceptable la postura del rígido
capitalismo, que defiende el derecho exclusivo a la propiedad privada de los medios de
producción como un dogma intocable de la vida económica”(14).
4.1.2. El Socialismo.
Es difícil precisar el término socialismo. Pero hoy expresa una idea universal. Para muchos
ha sido el símbolo de las tendencias progresistas; para otros, el blanco de las más diversas
críticas. Resulta, en realidad, un término al que se apela de una manera masiva y, muchas
veces, oportunistas. Casi todos lo grupos de izquierda o de derecha se auto califican así. Por
17
J.L. GUTIERREZ, Capitalismo, en conceptos fundamentales en la Doctrina Social de la Iglesia, I Centro de
Estudios Sociales del Valle de los Caídos, Madrid 1971, p. 177
18
cf. Quadragesimo Anno (QA. n 101-110)
19
cf. Populorum Progressio (PP. n 26)
ello, es preferible hablar de socialismos. Y, evidentemente hay que diferenciar enseguida su
sentido y significado.
No puede menos de llamar la atención como en tan poco tiempo ha llegado el marxismo a
suscitar una resonancia histórica y social tan amplia e importante. A pesar de los rechazos y
condenas, ha llegado a ser adoptado, por un tercio de la humanidad; e incluso en los países
que no se ha implantado, ha contado también con numerosos seguidores. Se trata,
ciertamente, de un fenómeno histórico que hay que tener en cuenta para comprender,
especialmente en estos momentos en los que, el neoliberalismo sufre una crisis y no ha
podido solucionar los problemas reales de una humanidad y al mismo tiempo el marxismo
ha tocado suelo con la caída de la URSS.
Dejando a un lado las primeras reacciones contra el capitalismo (R. Owen, C. Fourier, Saint-
Simon, P.J. Proudhon) a las que Marx califica de utópicas y precientíficas, nos vamos a
concentrar en el socialismo marxista, intentando presentar primero, los principios
fundamentales de su ideología y del proceso de su evolución; para llegar después a una
valoración y a la presentación de la doctrina del magisterio de la Iglesia.
20
cf. A. SCHAFF,Marxismo e individuo humano, mexico 1964; R.GARAUDY, Perspectivas del hombre,
Fontanella, Barcelona 1970; Marxismo del siglo XX, Fontanella , Madrid, 1970.
21
Cf. J. GIRARDI, Marxismo y cristianismo,Taurus, Madrid1968, pp 34-88
Del mismo modo que la libertad es el gran valor, la alienación supone el marxismo el mal
supremo. Es privación, mutilación, contradicción, esclavitud. Solo superando la alienación
el hombre llega a ser lo que debe ser y se encuentra así mismo.
Pero ¿quién es realmente el hombre del que habla el marxismo? Uno de los problemas más
delicados se encuentra precisamente en la concepción misma del hombre: ¿Se trata del
hombre concebido como individuo o concebido como colectividad?
El destino del hombre es solidario con la comunidad humana. Por lo tanto, el ideal del hombre
no es una libertad puramente personal, sino una libertad vivida en una comunidad fraterna y
en la futura sociedad sin clases. Y como la alienación es también alienación social, que viven
en las mismas condiciones los proletarios de todo el mundo, deben unirse para superarla en
una lucha común por la liberación.
Según el pensamiento marxista hay, pues, dos categorías de hombres, dos clases sociales: los
capitalistas, que oprimen a los trabajadores y son, por lo tanto, enemigos del hombre; y los
proletarios, comprometidos en la construcción de una sociedad justa y en la defensa del
hombre. Para conseguir esta sociedad y la redención del proletariado, es necesario considerar
esta causa como el valor supremo y subordinar a ella los propios intereses. En este sentido,
la comunidad es el valor supremo; y todo debe ser sacrificado a ella. El hombre marxista no
tiene una vida puramente privada; obra en perspectiva comunitaria. La vida se entiende como
un servicio social.
La importancia del partido parte del presupuesto de que la lucha por la liberación tiene que
estar organizada; el partido expresa, precisamente, esta exigencia. La fidelidad y obediencia
a las orientaciones del partido resultan imprescindibles. Y si el proletariado llega a conquistar
el poder, el partido se convierte enseguida en partido único. Porque no tiene razón de ser que
existan otros partidos, ya que representarían los intereses particulares en conflicto con los
intereses de la colectividad. Dañarían fatalmente a la comunidad.
Pero el marxismo es un humanismo terreno; los bienes a los que aspira son los bienes
temporales y finitos. La tierra es la verdadera patria. Y, en nombre de estos valores y de la
fidelidad a la tierra, rechaza la visión religiosa del mundo. Para Marx la predicación religiosa
favorece el inmovilismo y el conservadurismo; y se hace cómplice de los regímenes injustos
y opresores. En este sentido, es opio, droga y alienación: proyecta la verdadera vida a otro
mundo.
Este carácter terreno de la visión marxista del hombre se expresa también en la convicción
de que la existencia terrena de la humanidad no tendría fin. La materia y el hombre son
necesarios. De esta manera, la eternidad se entiende como una sucesión temporal sin fin; y
la inmortalidad como inmortalidad de la humanidad en su conjunto.
Pero, además, la liberación del hombre parte de la situación real. Y el análisis de la historia
que hace el marxismo manifiesta la función decisiva que alcanzan las condiciones materiales.
Los valores económicos tienen la primacía; constituyen las infraestucturas de la historia.
Todos los demás son “Sobreestructuras”; están condicionados y subordinados a los valores
de la producción.
En esta perspectiva económica hay que empezar situando el materialismo marxista. Pero
Marx es materialista en sentido amplio y radical. Acepta el materialismo de Feurbach y, por
consiguiente, que el principio de todo lo real es material. De manera que cuanto llamamos
ideas o espíritu tiene que ser un producto de la materia. La frontera de lo material y de lo real
coincide.
El magisterio de la Iglesia se ha referido al socialismo casi desde sus orígenes marxistas. Las
primeras manifestaciones las tuvo (Pío IX y León XIII) son condenas muy duras que no
hacen distinción entre comunismo y socialismo.
Desde esta critica doctrinal del socialismo marxista, se llega a la prohibición por parte del
Santo Oficio (Decreto de 1949) de que los católicos se inscriban a los partidos comunistas o
los favorezcan.
Juan XXIII en la Mater et magistra recuerda la postura de Pío XI, afirmando que la oposición
entre el comunismo y el cristianismo es radical (MM 34). En Pacem in terris al referirse a
las relaciones entre católicos y no católicos, presenta un criterio que abre ya las puertas al
diálogo y colaboración; “es completamente necesario distinguir entre las teorías filosóficas
falsas sobre la naturaleza, el origen, el fin del mundo y del hombre y las corrientes de carácter
económico y social, cultural y político, aunque tales corrientes tengan su origen e impulso en
tales teorías filosóficas” (PT 159).
La postura de Juan XXIII, y sobre todo, la de Paulo VI suponen una evolución muy grande
respecto al magisterio anterior. De la reprobación total e indiferenciada se pasa a un examen
crítico en sus diversos aspectos: religioso, filosófico, científico, sociológico, político,
económico. Esta evolución se manifiesta, pues, tanto en la proximidad y diálogo como en
un análisis más critico de la doctrina marxista.
Finalmente, Juan Pablo II, especialmente en la Laborem exercens, se refiere con frecuencia
tanto al capitalismo liberal como al colectivismo marxista. Juan Pablo II reprueba claramente
el materialismo dialéctico (LE 13). Expresa que la iglesia se aparta radicalmente del
programa de colectivismo, proclamado por el marxismo y realizado en diversos países del
mundo (LE 14) y aun reconociendo el conflicto real entre el mundo del capital y el mundo
del trabajo, no acepta, sin embargo, la solución marxista de la lucha de clases (LE 11).
Sobre el fundo luminoso el trabajo describe tres esferas de valores que se reclaman y
completan mutuamente.
a.- La primera esfera: atañe directamente a la persona de cada ser humano, en el sentido de
que el trabajo constituye para cada uno su propia autorealización, es decir, lo ayuda a
descubrir su propia identidad. “En todo proceso del trabajo, el hombre se manifiesta y
confirma como el que domina (LE 6); “mediante el trabajo el hombre no solo transforma la
naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como
hombre, es más, en cierto sentido, se hace más hombre”( LE 9); “el Hombre se desarrolla
mediante el amor al trabajo” (LE 11); El capital es solamente un conjunto de cosas: el hombre
como sujeto del trabajo, e independientemente del trabajo que realiza, el hombre, él solo es
una persona (LE 12). Pero el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo (LE 6).
El primer fundamente del valor del trabajo es el mismo hombre.
En último análisis, el trabajo, cualquiera que sea realizado por el hombre, aunque fuera el
trabajo más corriente, el trabajo más monótono en la escala del modo común de valorar, e
incluso el que más margina; tiene por finalidad siempre al hombre mismo.
b.- Segunda esfera: es la dimensión antropológica del trabajo, la cual es la chispa que va y
viene sin cesar del uno al otro polo: la persona y la comunidad: “El trabajo lleva en sí un
sello, particular del hombre y de la humanidad, el sello de la persona operante en una
comunidad de personas”.
La primera comunidad es la familia. “El trabajo es, en cierto sentido, la condición para hacer
posible la fundación de una familia, ya que ésta exige los medios de subsistencia, que el
hombre adquiere normalmente mediante el trabajo. Trabajo y laboriosidad condicionan a su
vez todo el proceso de educación dentro de la familia”(LE 10): en efecto, la familia es, al
mismo tiempo, una comunidad hecha posible gracias al trabajo y la primera escuela interior
del trabajo para todo hombre.
c.- Tercera esfera: por medio de la familia la persona se inserta en la sociedad a la cual cada
uno pertenece a base de particulares vínculos culturales e históricos. La encíclica sugiere una
definición original de sociedad: Ella “es una gran encarnación histórica y social del trabajo
de todas las generaciones” (LE 10): por ella el hombre puede descubrir un valor
suplementario de su labor, a saber la contribución al incremento del bien común elaborado
juntamente con sus compatriotas, dándose así cuenta de que por este camino el trabajo sirve
para multiplicar el patrimonio de toda la familia humana, de todos los hombres que viven en
el mundo.
Dos alicientes ayudan al hombre a encontrar la grandeza de su dignidad a través del trabajo.
El primero es la redescubierta virtud de la laboriosidad, a la que la encíclica hace expresa
referencia, donde entre otras cosas leemos: “La laboriosidad como virtud unida con el orden
social del trabajo, permitirá al hombre hacerse más hombre, en el trabajo, y no degradarse a
causa del mismo, perjudicando no solo sus fuerzas físicas, sino sobre todo, menoscabando su
propia dignidad y subjetividad.
El segundo aliciente es el de una solidaridad para superar las nuevas formas de injusticia y
una nueva causa de degradación de la persona: solidaridad global que remueve los lazos de
conexión entre los sectores de la producción (donde la proliferación de las profesiones se
conjugan con formas de egoísmo cooperativo), solidaridad entre sectores y grupos sociales
nacionales, entre nacionales y nacionales a escala planetaria (LE 8).
La encíclica afronta sin medias tintas el problema crucial (LE 11-15), con la perspectiva de
la superación de esquemas ideológicos, generadores de tremendos males en ámbito personal
y social, e invitando a los cristianos y hombres de buena voluntad a la audaz transformación
ética y social que impone la visión personalista del trabajo.
Invocando con palabras vibrantes el principio constantemente señalado por la Iglesia “el
principio de la propiedad del trabajo frente al capital” (LE 12), La encíclica presenta al capital
como instrumento forjado en la humanidad mediante un proceso secular: proceso que se
desarrolla en dos fases caracterizadas por dos relaciones diferentes entre el hombre y los
recursos. En la primera el hombre recibe los recursos y riquezas de la naturaleza: el hombre
encuentra, no crea; y esta donación inicial de parte de la naturaleza (y en definitiva de parte
del Creador) jamás se echa en olvido. En la segunda el hombre transforma las cosas, las
adapta a su necesidad, hace que se conviertan en capital en el sentido ordinario de la palabra,
es decir, en “medios de producción”. El Papa hace una pausa y especifica: no olvidemos
nunca que: “ese conjunto de medios es fruto del patrimonio histórico del trabajo humano”
(LE 12). Pero el capital, aun el más perfeccionado, el más inteligente que pueda imaginarse,
sigue siendo siempre un instrumento: sigue siendo siempre y solamente “un conjunto de
cosas”, mientras que el hombre, y solo él, es una persona.
Mientras las cosas conservan este orden, existe armonía entre trabajo y capital: los dos se
compenetran en una vinculación indisoluble que mantienen inalterablemente la relación de
superioridad de la persona (= fin) sobre el capital (= instrumento). Pero de pronto sobreviene
la ruptura: primero en las mentes, luego en la práctica. En el pensamiento humano, se
proyecta un doble error que llevará a contraponer trabajo y capital como si fueran dos fuerzas
anónimas, dos factores de producción integrados por la misma perspectiva economista.
Al doble error teórico corresponde el doble error de la práctica: en ambos sistemas dentro de
los cuales se ha verificado la revolución industrial, el sistema capitalista y colectivista, se ha
dado enorme importancia a los medios de producción, perdiendo de vista el fin, es decir, al
hombre. “Precisamente este error de orden práctico ha golpeado antes que nada al trabajo
humano, al hombre del trabajo, y ha causado la reacción social, éticamente justa, contra el
sistema de injusticia y de daño que pedía venganza al Cielo, y que pesaba sobre el hombre
del trabajo en aquel período de rápida industrialización”(LE 13).
Volviendo ahora, donde se habla de los errores del economismo y del materialismo, nos
detenemos un momento en la siguiente afirmación: “Parece que para el problema
fundamental de la separación y contraposición entre trabajo y capital –como dos factores de
la producción- el error del economismo haya tenido una importancia decisiva y haya influido
precisamente sobre tal planteamiento no-humanístico de este problema, antes del sistema
filosófico materialista.
Parece que debemos concluir que, a los ojos de Juan Pablo II, el capitalismo tiene una culpa
mayor –al haber hecho surgir y avivar el conflicto que el materialismo colectivista. Y se
comprende la razón: bien mirada las cosas, el capitalismo niega el valor del hombre,
reduciéndolo a un instrumento, es decir a no-persona; mientras que el colectivismo exagera
la dimensión social del hombre (y luego termina a su vez por negar el valor del individuo,
sobre todo cuanto se convierte en capitalismo del Estado).
Hay que tomar en cuenta lo inaceptable de la posición del capitalismo rígido, acerca del
derecho de la propiedad de los medios de producción: “el considerarlos aislados como un
conjunto de propiedades separadas con el fin de contraponerlos en forma de capital al trabajo
y más aún realizar la explotación del trabajo, es contrario a la naturaleza misma de estos
medios y su posesión. Estos no pueden ser poseídos contra el trabajo, no pueden ni siquiera
ser poseídos para poseer, porque, el único título legítimo para su posesión, es que sirvan al
trabajo y, por consiguiente, que hagan posible el destino universal de los bienes. Desde este
punto de vista. Tampoco conviene excluir la socialización (la palabra socialización está usada
aquí como sinónimo de nacionalización o en todo caso sustentación de la propiedad privada),
en las condiciones oportunas, de ciertos medios de producción. Por otra parte, sería ilusorio
pensar que las esperadas formas que apuntan a la copropiedad de los medios de trabajo,
puedan realizarse mediante la eliminación a priori de la propiedad privada de los medios de
producción. “El mero paso de los medios de producción a propiedad del estado, dentro del
sistema colectivista, no equivale ciertamente a la socialización de esta propiedad”. Se puede
hablar de socialización únicamente cuando quede asegurada la subjetividad de la sociedad,
es decir, cuando toda persona, basándose en su propio trabajo, tenga pleno título a
considerarse al mismo tiempo “copropietaria” de esa especie de gran taller de trabajo en el
que se compromete con todos.
Estas páginas de la Laborem Exercens son quizás, en la modesta opinión, una de las más
innovadoras. En su fondo, como todos lo ven por intuición, está la realidad histórica de una
gran parte del mundo actual regida por ordenamientos socio-jurídicos ajustados sobre la base
de la propiedad colectiva, o común, de los medios de producción. Teniendo en cuenta la
afirmación del hombre persona, La encíclica no puede sugerir un retorno a la propiedad
privada: acepta la vía de la socialización socializada, a condición de que, efectivamente, cada
trabajador experimente y sienta, en concreto, que es protagonista y por consiguiente que no
solo influye en las decisiones, sino que también es partícipe de la propiedad.
Un camino para conseguir esta meta, leemos en las líneas finales del numeral cuatro(LE 4),
podría ser el de asociar, en cuanto sea posible, el trabajo a la propiedad del capital y dar vida
a una rica gama de cuerpos intermedios, con finalidades económicas, sociales, culturales:
Cuerpos que gocen de una autonomía efectiva respeto de los poderes públicos, que persigan
sus objetivos específicos manteniendo relaciones de colaboración leal y mutua, con
subordinación a las exigencias del bien común y que ofrezcan forma y naturaleza de
comunidades vivas, es decir, que los miembros respectivos sean considerados y tratados
como personas y sean estimulados a tomar parte activa en la vida de dichas comunidades.
Ilusiones podría decir alguien; cómo puede pensarse que los regímenes colectivistas del
llamado “socialismo real” acepten las exigencias pluralistas y autonomistas de la encíclica,
pero la historia está llena de sorpresas. Mientras tanto, tomemos buena nota del auspicio,
expresado por un Papa, de que los trabajadores puedan tener acceso a la propiedad efectiva
(no solo nominal) de los instrumentos de producción.
Por lo demás, admitimos que por ciertos motivos fundados se pueden hacer excepciones al
principio de la propiedad privada, y en nuestro tiempo somos incluso testigos de la
introducción, del sistema de la propiedad socializada, el argumento personalista sin embargo
no pierde su fuerza, ni a nivel de principios ni a nivel práctico.
Sobre las confrontaciones podemos decir: Así pues, el principio de la propiedad del trabajo
con respecto al capital es un postulado que tiene una importancia clave, tanto en un sistema
bajo sobre el principio de la propiedad privada de los medios de producción, como en el
sistema en que se haya limitado, incluso radicalmente, la propiedad privada de esos medios.
Según creemos modestamente, parece que lo que quiere decir estas palabras es: poco importa
que en el establecimiento de las relaciones de capital – trabajo y propiedad – trabajo se siga
el sistema de libre mercado o la economía colectivizada: lo que importa es que en uno y otro
sistema se ponga el trabajo efectiva, verdadera y constantemente en la cima, en el centro y
en la base de toda vida económica, social y política. El trabajo, tanto en el sistema capitalista
como en un régimen comunista, tenga el primer puesto y esté siempre sobre el capital y sobre
la propiedad. Porque el trabajo es expresión de la persona: y la persona ocupa el primer lugar
y está sobre el capital y sobre la propiedad, la sociedad y el Estado.
El deber de Trabajar.
Primeramente hay que recordar que el trabajo es una obligación, es decir, un deber del
hombre y esto en el múltiple sentido de esta palabra. El hombre debe trabajar bien sea por
derecho de que el Creador lo ha ordenado, bien sea por el derecho de su propia humanidad,
cuyo mantenimiento y desarrollo exigen el trabajo. El hombre debe trabajar por respeto al
prójimo, especialmente por respeto a la propia familia, pero también a la sociedad a la que
pertenece, a la nación de la cual es hijo o hija, a la entera familia humana de la cual es
miembro; ya que es heredero del trabajo de generaciones y al mismo tiempo coartífice del
futuro de aquellos que vendrán después de él en el suceder de la historia. Todo esto constituye
la obligación moral del trabajo, entendido en su más amplia acepción. Cuando hay que
considerar los derechos morales de todo hombre respeto del trabajo, correspondientes a esta
obligación, habrá que tener siempre presente el entero y amplio radio de referencias en que
se manifiesta el trabajo de cada sujeto trabajador.
En el concepto del empresario indirecto entran tanto las personas como las instituciones de
diversos tipos, así como también los contratos colectivos de trabajo y los principios de
comportamiento, establecidos por estas personas o instituciones, los cuales determinan todo
el sistema económico o que derivan de él.
Empresario indirecto es, por ejemplo la economía de libre mercado (sistema occidental) o la
colectividad como sistema socialista; es empresario indirecto la bolsa de Nueva York que
condiciona el precio de las materias primas o el mercado cambiario de la moneda; o las
famosas “multinacionales”, o las conferencias de los jeques del petróleo; o la Oficina
Internacional del trabajo que exige la paridad del salario hombre – mujer; o el contrato
colectivo – global para cualquier industria; o el conjunto de las disposiciones emanadas por
el ministerio de la economía pública; incluso el sistema de la seguridad social, a su modo, es
un empresario indirecto, y así por el estilo. Como se ve es una simplificación excesiva la de
identificar pura y simplemente Estado y empresario indirecto.
Entretejido de condicionamientos.
Una comparación de este tipo no tiene como finalidad el eximir al empresario directo de la
responsabilidad que le es propia, sino solamente llamar la atención sobre el entretejido de los
condicionamientos que influyen en su comportamiento. Cuando se trata de establecer una
política laboral correcta desde el punto de vista ético, es necesario tener ante los ojos estos
“condicionamientos”. En el caso del empresario directo que, al encontrarse en un sistema
similar de condicionamientos: fija las condiciones de trabajo por debajo de las exigencias
objetivas de los trabajadores (Eufemismo para decir explotación).
Las realizaciones de los derechos del hombre del trabajo no pueden estar condenadas a
construir solamente un derivado de los sistemas económicos, los cuales a escala más amplia
o más restringida, se dejen guiar sobre todo por el criterio del máximo beneficio. Al contrario,
es precisamente la consideración de los derechos objetivos del hombre de trabajo, de todo
tipo de trabajador: manual, intelectual, industrial, agrícola, etc., lo que debe constituir el
criterio adecuado y fundamental para la formación de toda la economía, bien sea en la
dimensión de toda la sociedad y de todo Estado, bien sea en el conjunto de la política
económica mundial así como de los sistemas y relaciones internacionales, que de ella derivan.
El tercer derecho a la salud, que debe ser garantizado mediante un sistema de prestaciones
sociales generalizadas, a bajo costo, si no incluso gratuitas, eficaces y controladas (para evitar
los fáciles abusos).
El cuarto, derecho al descanso, se considera bajo un triple aspecto: ante todo el regular
descanso semanal “que comprenda al menos el domingo”; luego las vacaciones una o más
veces al año; finalmente la pensión por seguro de vejez (o por invalidez, que obliga a un
reposo forzado).
En otras palabras, reclama una especie de revolución no sin alcance económico (deberá
pagarse un salario a la madre), no exento de implicaciones jurídicas, políticas y psicológicas.
Pero la reflexión sobre la revaloración del trabajo de la esposa y madre de familia cede el
paso en seguida a una breve pero clara y no ciertamente reaccionaria, reflexión sobre el
trabajo de la mujer en general. Vale la pena releer exactamente las afirmaciones pertinentes:
“en este contexto se debe subrayar que, el modo más general, hay que organizar y adaptar
todo el proceso laboral de manera que sean respetadas las exigencias de la persona y sus
formas de vida, sobre todo de su vida doméstica, teniendo en cuenta la edad y el sexo de cada
uno. Es un hecho que en muchas sociedades las mujeres trabajan en casi todos los sectores
de la vida. Pero es conveniente que ellas puedan desarrollar plenamente sus funciones según
la propia índole, sin discriminaciones y sin exclusión de los empleos para los cuales están
capacitadas, pero al mismo tiempo sin perjudicar sus aspiraciones familiares y el papel
específico que les compete para construir el bien de la sociedad junto con el hombre. La
verdadera promoción de la mujer exige que el trabajo se estructure de manera que no deba
pagar su promoción con el abandono del carácter específico propio y en perjuicio de la
familia, en la que como madre tiene un papel insustituible” (LE 19).
Juan Pablo II crea una verdadera y propia espiritualidad del trabajo para difuminarla en el
mundo como un verdadero Evangelio, es difusión particular de la Iglesia: de toda la Iglesia,
no solo de la jerarquía. Es una función apenas esbozada, por la cual también de nuevo
debemos sentirnos como quien está en vigilia.
Esta espiritualidad deberá ser una síntesis de acción y contemplación, cuyos lineamientos
esenciales se pueden tomar de las primeras páginas de la Biblia que son, en cierto sentido,
“el primer Evangelio del trabajo”. La Biblia en efecto, demuestra en que consiste la dignidad
del trabajo: el hombre, mediante su trabajo no solamente debe participar de la obra del
creador, desarrollándola y completándola, avanzando cada vez más en el descubrimiento de
los recursos y de los valores encerrados en el universo: el hombre debe también imitar a Dios,
cuya imagen y semejanza lleva impresa en sí mismo. Imitarlo trabajando, como hizo el
Creador en los seis días de la creación; pero imitarlo también en el descanso, puesto que Dios
mismo ha querido representarnos en su obra creadora bajo el doble ritmo del trabajo y del
reposo.
Por consiguiente la organización del mundo del trabajo debe permitirle a la persona humana
la expansión de su dimensión vertical: todo lo que ella cumple durante la semana se expande.
Por decirlo así en círculos concéntricos alrededor de ella en el plano horizontal; pero se
requiere un día en que la dimensión vertical el espíritu, pueda impulsarse como un resorte y
elevar al hombre por encima de sus obras, elevándolo a su verdadera grandeza que es la
apertura del alma a los grandes valores humanos y espirituales.
En el Antiguo Testamento ya se había delineado una cierta espiritualidad del trabajo, que, en
el Nuevo quedará modelada y perfeccionada especialmente por el Apóstol Pablo,
concluyendo con la idea de que toda la doctrina sobre el progreso del desarrollo humano,
enseñada por el Concilio vaticano II, puede ser entendida únicamente como fruto de una
comprobada espiritualidad del trabajo humano, y solo a base de tal espiritualidad ella puede
realizarse y ser puesta en práctica: en la doctrina que ahonda sus raíces en el “Evangelio del
Trabajo”.
“En el trabajo humano el cristiano descubre una pequeña parte de la cruz de Cristo y la acepta
con el mismo espíritu de redención, con el cual Cristo ha aceptado su cruz por nosotros. En
el trabajo, merced a la luz que penetra dentro de nosotros por la resurrección de Cristo,
Encontramos siempre un tenue resplandor de la nueva vida, del nuevo bien, casi como un
anuncio de los nuevos cielos y de la nueva tierra, los cuales precisamente mediante la fatiga
del trabajo son participados por el hombre y por el mundo. A través del cansancio, y jamás
sin él. Esto confirma por una parte, lo indispensable de la cruz en la espiritualidad del trabajo
humano; pero por otra parte, se descubre en esta cruz y fatiga, un bien nuevo que comienza
con el mismo trabajo, con el trabajo entendido en profundidad y bajo todos sus aspectos.
La solicitud por lograr una ordenada y pacífica convivencia de la familia humana impulsa
al Magisterio a destacar la exigencia de instituir «una autoridad pública universal
reconocida por todos, con poder eficaz para garantizar la seguridad, el cumplimiento de la
justicia y el respeto de los derechos».25 En el curso de la historia, no obstante los cambios de
perspectiva de las diversas épocas, se ha advertido constantemente la necesidad de una
22
Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 22:
23
Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra
24
Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 84
25
Conclio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 82
autoridad semejante para responder a los problemas de dimensión mundial que presenta la
búsqueda del bien común: es esencial que esta autoridad sea el fruto de un acuerdo y no de
una imposición, y no se entienda como un « super-estado global ».26
Una política internacional que tienda al objetivo de la paz y del desarrollo mediante la
adopción de medidas coordinadas,28 es más que nunca necesaria a causa de la globalización
de los problemas. El Magisterio subraya que la interdependencia entre los hombres y entre
las Naciones adquiere una dimensión moral y determina las relaciones del mundo actual en
el ámbito económico, cultural, político y religioso. En este contexto es de desear una revisión
de las Organizaciones internacionales; es éste un proceso que “supone la superación de las
rivalidades políticas y la renuncia a la voluntad de instrumentalizar dichas organizaciones,
cuya razón única debe ser el bien común”,29 con el objetivo de conseguir “un grado superior
de ordenamiento internacional”.30
El Magisterio valora positivamente el papel de las agrupaciones que se han ido creando en
la sociedad civil para desarrollar una importante función de formación y sensibilización de
la opinión pública en los diversos aspectos de la vida internacional, con una especial
atención por el respeto de los derechos del hombre, como lo demuestra “el número de
asociaciones privadas, algunas de alcance mundial, de reciente creación, y casi todas
comprometidas en seguir con extremo cuidado y loable objetividad los acontecimientos
internacionales en un campo tan delicado”.33
26
Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2003, 6
27
Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris
28
Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 51-55. 77-79
29
Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 43
30
Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 43
31
Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 58
32
Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 33. 39
33
Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 26
Los Gobiernos deberían sentirse animados a la vista de este esfuerzo, que busca poner en
práctica los ideales que inspiran la comunidad internacional, “especialmente a través de los
gestos concretos de solidaridad y de paz de tantas personas que trabajan en las
Organizaciones No Gubernativas y en los Movimientos en favor de los derechos humanos”.34
Para desarrollar correctamente las relaciones entre los pueblos hay que tener en cuenta los
obstáculos que las hacen más difíciles. El tiempo histórico y la idiosincrasia de los pueblos
pueden ayudar a precisar algunos de esos obstáculos, que exponemos a continuación y que
requieren la colaboración internacional.
Las desigualdades reales de las naciones constituyen una preocupación permanentemente del
PSI. Han existido diferencias económicas, políticas y culturales que se hacen notar de manera
clara entre los pueblos industrializados y los agrícolas; de los que disfrutan del estado de bienes-
tar y los que no pueden satisfacer, en ocasiones, las necesidades primarias. A aquellos les
acompaña un nivel cultural alto, mientras que a éstos el analfabetismo les impide superarse. Que
esas realidades tiendan a agudizarse y no a disminuir es lo que rechaza el PSI.
Las consecuencias de mecanismos de tipo económico, financiero, social, etc., que funcionan
casi automáticamente, tienen una dimensión ética y moral porque, al frustrar, explotar y
colonizar a las naciones pobres, ocasionan tensiones y discordias internacionales que amenazan
la paz, entendida como fruto de la solidaridad.
b) El derecho al desarrollo
Estas dificultades, sin embargo, deben ser afrontadas con determinación firme y
perseverante, porque el desarrollo no es sólo una aspiración, sino un derecho 38 que, como
todo derecho, implica una obligación: “La cooperación al desarrollo de todo el hombre y de
34
Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 7
35
Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra:
36
Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 16
37
Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 36-37. 39
38
Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 22
cada hombre es un deber de todos para con todos y, al mismo tiempo, debe ser común a las
cuatro partes del mundo: Este y Oeste, Norte y Sur”.39 En la visión del Magisterio, el derecho
al desarrollo se funda en los siguientes principios: unidad de origen y destino común de la
familia humana; igualdad entre todas las personas y entre todas las comunidades, basada en
la dignidad humana; destino universal de los bienes de la tierra; integridad de la noción de
desarrollo; centralidad de la persona humana; solidaridad.
El espíritu de cooperación internacional requiere que, por encima de la estrecha lógica del
mercado, se desarrolle la conciencia del deber de solidaridad, de justicia social y de caridad
universal,42 porque existe “algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su
eminente dignidad”.43 La cooperación es la vía en la que la Comunidad Internacional en su
conjunto debe comprometerse y recorrer “según una concepción adecuada del bien común
con referencia a toda la familia humana”.44 De ella derivarán efectos muy positivos, por
ejemplo, un aumento de confianza en las potencialidades de las personas pobres y, por tanto,
de los países pobres y una equitativa distribución de los bienes.
Al comienzo del nuevo milenio, la pobreza de miles de millones de hombres y mujeres es “la
cuestión que, más que cualquier otra, interpela nuestra conciencia humana y cristiana”.45
La pobreza manifiesta un dramático problema de justicia: la pobreza, en sus diversas formas
39
Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 32
40
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 33
41
Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 56-61
42
Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 44
43
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 34
44
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 58
45
Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 14
y consecuencias, se caracteriza por un crecimiento desigual y no reconoce a cada pueblo el
“igual derecho a ‘sentarse a la mesa del banquete común’”.46 Esta pobreza hace imposible la
realización de aquel humanismo pleno que la Iglesia auspicia y propone, a fin de que las
personas y los pueblos puedan “ser más” 47 y vivir en “condiciones más humanas”.48
La lucha contra la pobreza encuentra una fuerte motivación en la opción o amor preferencial
de la Iglesia por los pobres.49 En toda su enseñanza social, la Iglesia no se cansa de confirmar
también otros principios fundamentales: primero entre todos, el destino universal de los
bienes.50 Con la constante reafirmación del principio de la solidaridad, la doctrina social insta
a pasar a la acción para promover “el bien de todos y cada uno, para que todos seamos
verdaderamente responsables de todos”.51 El principio de solidaridad, también en la lucha
contra la pobreza, debe ir siempre acompañado oportunamente por el de subsidiaridad,
gracias al cual es posible estimular el espíritu de iniciativa, base fundamental de todo
desarrollo socioeconómico, en los mismos países pobres: 52 a los pobres se les debe mirar
“no como un problema, sino como los que pueden llegar a ser sujetos y protagonistas de un
futuro nuevo y más humano para todo el mundo”.53
d) La deuda externa
e) El racismo.
Es otro obstáculo que dificulta la ordenación justa las relaciones internacionales. Este
comportamiento no es exclusivo de los países jóvenes, donde a veces se camufla con las
rivalidades entre clanes y partidos. Durante la época de la colonización, la sociedad
46
Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 33:
47
Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 6
48
Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 20-21
49
Cf. Juan Pablo II, Discurso a la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla (28 de
enero de 1979), I/ 8
50
Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 22
51
Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 38
52
Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 55
53
Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 14
54
Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Tertio millennio adveniente, 51
55
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 35
internacional se ha dividido entre colonizadores y colonizados, siendo entonces consideradas
algunas razas como incapaces de autogobernarse.
El racismo es ahora fermento de división entre los pueblos y obstáculo para la mutua colabora-
ción dentro de las naciones. Si un Estado discrimina a otro o se automargina, por motivos de
raza o el color, desprecia a las personas, a la naciones y a la dignidad que se les debe.
Los individuos y los grupos intermedios deben coordinar su interés con las necesidades de los
demás y, según las normas de la justicia, deben ayudar al bien común, entendido como conjunto
de condiciones sociales favorables a las personas y a los pueblos. Pero tales condiciones no se
darán en un país que no tenga en cuenta a los otros piases, ya que con esa conducta no atenderá
debidamente ni siquiera a su propio provecho y perfección, pues ningún Estado puede
procurarse el bien completo de la vida humana por el camino del aislamiento.
El poder político supranacional, que actualmente se ejerce sobre cada nación, es insuficiente
para promoverlo y alcanzarlo. El contenido intrínseco del bien común internacional es tarea de
la autoridad supranacional, cuya naturaleza y ejercicio requieren existencia real para lograr que
el bien común sea eficaz en la sociedad mundial.
El poder, las estructura y los medios amplios y de alcance mundial son los que exigen, por
consiguiente, la constitución de una autoridad pública general supranacional, cuyos rasgos de
identificación se pueden enunciar así: no será impuesta, sino que será establecida con el
consentimiento de todos los países; tendrá jurisdicción eficaz sobre el mundo entero; dispondrá
de medios idóneos para dirigir con justicia a la comunidad internacional.
Para ello ha de ejercer la autoridad de modo imparcial y será ajena a posiciones partidarias y
nacionalistas. Su fin fundamental consistirá en cuidar de que se respeten en su totalidad los
derechos de la persona. Tendrá que respetar, además, el principio de subsidiariedad, sin limitar
ni invadir las esferas y competencias propias de cada persona, de los grupos intermedios y de
cualquier estado.
Mientras tanto, y hasta que no se instituya ese tipo de autoridad mundial, una nación concreta
puede asumir el liderazgo mundial, tan sólo cuando sirva para contribuir, de manera amplia y
generosa, al bien común de toda la humanidad. Pero esta injerencia humanitaria será ejercida
sólo de manera concreta y transitoria (SRS, 23).
Alcanzar un desarrollo humano integral requiere que cada pueblo lleve a cabo en su interior un
trabajo solidario, capaz de fundamentar una vida nacional en la que se cultiven la dignidad y
creatividad de la persona, para que ésta responda sobre las exigencias de la propia vocación y la
llamada de Dios.
Atañe a todos los pueblos, pero especialmente a las naciones desarrolladas, el deber de no
permanecer indiferentes ante dificultades internas que afectan a los países que sufren hambre y
miseria y que no disfrutan de los derechos fundamentales del hombre. Pero la ayuda que reciban
los países necesitados ha de ajustarse a una escala de prioridades y de valores, que se ha de tener
en cuenta a la hora de decidir y optar en cuestiones económicas y políticas.
Para alcanzar la paz los pueblos deben avanzar en su desarme y apoyarse, más que en el poder
militar, en la confianza recíproca entre los distintos pueblos. Así podrá surgir un nuevo sistema
de relaciones entre los Estados y podrá pasarse a establecerlo en la comunidad internacional.
Educar para la paz es lograr una mentalidad una autoridad pública general supranacional,
individual y comunitariamente, con capacidad para aceptar la responsabilidad común de
promover un desarrollo integral que elimine las causas de la guerra. Las convenciones interna-
cionales también se orientarán hacia este sistema, que reclama un ordenamiento jurídico
internacional puesto al servicio de las sociedades, de las economías y de las culturas de todos
los pueblos del mundo.
Tras la Segunda Guerra Mundial las naciones se asociaron para darse soluciones justas,
mediante la intervención de organismos internacionales (p.e. el Fondo Monetario Internacional
(FIM), el Banco de Desarrollo (BID), etc.), para promover la paz y la cooperación internacional
y así favorecer el desarrollo de los pueblos. Ahora las naciones han de contribuir a que se
resuelva la actual crisis de los países pobres, luchando contra la pobreza y promocionando la
paz. Porque las situaciones imprevisibles y fluctuantes, además de impedir que se alcance un
desarrollo aceptable, constituyen una amenazan permanente para la paz.
4.4. Criterios y orientaciones para el compromiso social del laico.
La Iglesia, con su doctrina social, ofrece sobre todo una visión integral y una plena
comprensión del hombre, en su dimensión personal y social. La antropología cristiana,
manifestando la dignidad inviolable de la persona, introduce las realidades del trabajo, de la
economía y de la política en una perspectiva original, que ilumina los auténticos valores
humanos e inspira y sostiene el compromiso del testimonio cristiano en los múltiples ámbitos
de la vida personal, cultural y social. Gracias a las « primicias del Espíritu » (Rm 8,23), el
cristiano es capaz de « cumplir la ley nueva del amor (cf. Rm 8,1-11). Por medio de este
Espíritu, que es prenda de la herencia (Ef 1,14), se restaura internamente todo el hombre
hasta que llegue la redención del cuerpo (Rm 8,23) ».1109 En este sentido, la doctrina social
subraya cómo el fundamento de la moralidad de toda actuación social consiste en el
desarrollo humano de la persona e individúa la norma de la acción social en su
correspondencia con el verdadero bien de la humanidad y en el compromiso tendiente a crear
condiciones que permitan a cada hombre realizar su vocación integral.
Esta formación debe tener en cuenta su compromiso en la vida civil: “A los seglares les
corresponde, con su libre iniciativa y sin esperar pasivamente consignas y directrices,
penetrar de espíritu cristiano la mentalidad y las costumbres, las leyes y las estructuras de la
56
Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 11
57
Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 35
58
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 5
59
Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 60
comunidad en que viven”.60 El primer nivel de la obra formativa dirigida a los cristianos
laicos debe capacitarlos para encauzar eficazmente las tareas cotidianas en los ámbitos
culturales, sociales, económicos y políticos, desarrollando en ellos el sentido del deber
practicado al servicio del bien común.61 Un segundo nivel se refiere a la formación de la
conciencia política para preparar a los cristianos laicos al ejercicio del poder político:
“Quienes son o pueden llegar a ser capaces de ejercer ese arte tan difícil y tan noble que es
la política, prepárense para ella y procuren ejercitarla con olvido del propio interés y de toda
ganancia venal”.62
Las instituciones educativas católicas pueden y deben prestar un precioso servicio formativo,
aplicándose con especial solicitud en la inculturación del mensaje cristiano, es decir, el
encuentro fecundo entre el Evangelio y los distintos saberes. La doctrina social es un
instrumento necesario para una eficaz educación cristiana al amor, la justicia, la paz, así como
para madurar la conciencia de los deberes morales y sociales en el ámbito de las diversas
competencias culturales y profesionales.
También la acción pastoral en el ámbito social está destinada a todos los cristianos, llamados
a ser sujetos activos en el testimonio de la doctrina social y a injertarse plenamente en la
60
Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 81
61
Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 75
62
Ibid.
63
Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 2
tradición consolidada de “la actividad fecunda de millones y millones de hombres, quienes a
impulsos del magisterio social se han esforzado por inspirarse en él con miras al propio
compromiso con el mundo”.64 Los cristianos de hoy, actuando individualmente o bien
coordinados en grupos, asociaciones y movimientos, deben presentarse como “un gran
movimiento para la defensa de la persona humana y para la tutela de su dignidad”.65
La connotación esencial de los fieles laicos que trabajan en la viña del Señor (cf. Mt 20,1-
16), es la índole secular de su seguimiento de Cristo, que se realiza precisamente en el mundo:
“A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando
los asuntos temporales y ordenándolos según Dios”.66 Mediante el Bautismo, los laicos son
injertados en Cristo y hechos partícipes de su vida y de su misión, según su peculiar identidad:
“Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los
miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la Iglesia. Es decir, los
fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y
hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en
la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos
corresponde”.67
La identidad del fiel laico nace y se alimenta de los sacramentos: del Bautismo, la
Confirmación y la Eucaristía. El Bautismo configura con Cristo, Hijo del Padre, primogénito
de toda criatura, enviado como Maestro y Redentor a todos los hombres. La Confirmación
configura con Cristo, enviado para vivificar la creación y cada ser con la efusión de su
Espíritu. La Eucaristía hace al creyente partícipe del único y perfecto sacrificio que Cristo ha
ofrecido al Padre, en su carne, para la salvación del mundo.
El fiel laico es discípulo de Cristo a partir de los sacramentos y en virtud de ellos, es decir,
en virtud de todo lo que Dios ha obrado en él imprimiéndole la imagen misma de su Hijo,
Jesucristo. De este don divino de gracia, y no de concesiones humanas, nace el triple “munus”
(don y tarea), que cualifica al laico como profeta, sacerdote y rey, según su índole secular.
Es tarea propia del fiel laico anunciar el Evangelio con el testimonio de una vida ejemplar,
enraizada en Cristo y vivida en las realidades temporales: la familia; el compromiso
profesional en el ámbito del trabajo, de la cultura, de la ciencia y de la investigación; el
ejercicio de las responsabilidades sociales, económicas, políticas. Todas las realidades
humanas seculares, personales y sociales, ambientes y situaciones históricas, estructuras e
instituciones, son el lugar propio del vivir y actuar de los cristianos laicos. Estas realidades
son destinatarias del amor de Dios; el compromiso de los fieles laicos debe corresponder a
esta visión y cualificarse como expresión de la caridad evangélica: “El ser y el actuar en el
64
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 3
65
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 3
66
Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 31
67
Ibid.
mundo son para los fieles laicos no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino
también, y específicamente, una realidad teológica y eclesial”.68
El testimonio del fiel laico nace de un don de gracia, reconocido, cultivado y llevado a su
madurez.69 Ésta es la motivación que hace significativo su compromiso en el mundo y lo
sitúa en las antípodas de la mística de la acción, propia del humanismo ateo, carente de
fundamento último y circunscrita a una perspectiva puramente temporal. El horizonte
escatológico es la clave que permite comprender correctamente las realidades humanas:
desde la perspectiva de los bienes definitivos, el fiel laico es capaz de orientar con
autenticidad su actividad terrena. El nivel de vida y la mayor productividad económica, no
son los únicos indicadores válidos para medir la realización plena del hombre en esta vida, y
valen aún menos si se refieren a la futura: “El hombre, en efecto, no se limita al solo horizonte
temporal, sino que, sujeto de la historia humana, mantiene íntegramente su vocación
eterna”.70
Los fieles laicos están llamados a cultivar una auténtica espiritualidad laical, que los regenere
como mujeres y hombres nuevos, inmersos en el misterio de Dios e incorporados en la
sociedad, como fermento de santificación. Esta espiritualidad edifica el mundo según el
Espíritu de Jesús: hace capaces de mirar más allá de la historia, sin alejarse de ella; de cultivar
un amor apasionado por Dios, sin apartar la mirada de los hermanos, a quienes más bien se
logra mirar como los ve el Señor y amar como Él los ama. Es una espiritualidad que rehuye
tanto el espiritualismo intimista como el activismo social y sabe expresarse en una síntesis
vital que confiere unidad, significado y esperanza a la existencia, por tantas y diversas
razones contradictoria y fragmentada. Animados por esta espiritualidad, los fieles laicos
pueden contribuir, “desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico...
a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto
a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida”.71
Los fieles laicos deben fortalecer su vida espiritual y moral, madurando las capacidades
requeridas para el cumplimiento de sus deberes sociales. La profundización de las
motivaciones interiores y la adquisición de un estilo adecuado al compromiso en campo
social y político, son fruto de un empeño dinámico y permanente de formación, orientado
sobre todo a armonizar la vida, en su totalidad, y la fe. En la experiencia del creyente, en
efecto, “no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida “espiritual”,
68
Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 15:
69
Ibid., 24
70
Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 76
71
Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 31
con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida ‘secular’, es decir, la vida de
familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura”.72
La síntesis entre fe y vida requiere un camino regulado sabiamente por los elementos que
caracterizan el itinerario cristiano: la adhesión a la Palabra de Dios; la celebración litúrgica
del misterio cristiano; la oración personal; la experiencia eclesial auténtica, enriquecida por
el particular servicio formativo de prudentes guías espirituales; el ejercicio de las virtudes
sociales y el perseverante compromiso de formación cultural y profesional.
La doctrina social de la Iglesia debe entrar, como parte integrante, en el camino formativo
del fiel laico. La experiencia demuestra que el trabajo de formación es posible, normalmente,
en los grupos eclesiales de laicos, que responden a criterios precisos de eclesialidad:73
“También los grupos, las asociaciones y los movimientos tienen su lugar en la formación de
los fieles laicos. Tienen, en efecto, la posibilidad, cada uno con sus propios métodos, de
ofrecer una formación profundamente injertada en la misma experiencia de vida apostólica,
como también la oportunidad de completar, concretar y especificar la formación que sus
miembros reciben de otras personas y comunidades”.74 La doctrina social de la Iglesia
sostiene e ilumina el papel de las asociaciones, de los movimientos y de los grupos laicales
comprometidos en vivificar cristianamente los diversos sectores del orden temporal: “La
comunión eclesial, ya presente y operante en la acción personal de cada uno, encuentra una
manifestación específica en el actuar asociado de los fieles laicos: es decir, en la acción
solidaria que ellos llevan a cabo participando responsablemente en la vida y misión de la
Iglesia”.75
La doctrina social de la Iglesia es de suma importancia para los grupos eclesiales que tienen
como objetivo de su compromiso la acción pastoral en ámbito social. Estos constituyen un
punto de referencia privilegiado, ya que operan en la vida social conforme a su fisonomía
eclesial y demuestran, de este modo, lo relevante que es el valor de la oración, de la reflexión
y del diálogo para comprender las realidades sociales y mejorarlas. En todo caso vale la
distinción “entre la acción que los cristianos, aislada o asociadamente, llevan a cabo a título
personal, como ciudadanos de acuerdo con su conciencia cristiana, y la acción que realizan,
en nombre de la Iglesia, en comunión con sus pastores”.76
72
Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 59
73
Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 30
74
Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 62
75
Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 29
76
Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 76
podrá decir de asociaciones de maestros católicos, de juristas, de empresarios, de
trabajadores, sin olvidar tampoco las de deportistas, ecologistas... En este contexto la doctrina
social muestra su eficacia formativa respecto a la conciencia de cada persona y a la cultura
de un país.
CONCLUSIÓN
A las preguntas de fondo sobre el sentido y el fin de la aventura humana, la Iglesia responde
con el anuncio del Evangelio de Cristo, que rescata la dignidad de la persona humana del
vaivén de las opiniones, asegurando la libertad del hombre como ninguna ley humana puede
hacerlo. El Concilio Vaticano II indica que la misión de la Iglesia en el mundo
contemporáneo consiste en ayudar a cada ser humano a descubrir en Dios el significado
último de su existencia: la Iglesia sabe bien que “sólo Dios, al que ella sirve, responde a las
aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos
los alimentos terrenos”.78 Sólo Dios, que ha creado el hombre a su imagen y lo ha redimido
del pecado, puede ofrecer a los interrogantes humanos más radicales una respuesta
plenamente adecuada por medio de la Revelación realizada en su Hijo hecho hombre: el
Evangelio, en efecto, “anuncia y proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza todas las
esclavitudes, que derivan en última instancia, del pecado; respeta santamente la dignidad de
la conciencia y su libre decisión; advierte sin cesar que todo talento humano debe redundar
en servicio de Dios y bien de la humanidad; encomienda, finalmente, a todos a la caridad de
todos”.79
La fe en Dios y en Jesucristo ilumina los principios morales que son “el único e insustituible
fundamento de estable tranquilidad en que se apoya el orden interno y externo de la vida
privada y pública, que es el único que puede engendrar y salvaguardar la prosperidad de los
Estados”.80 La vida social se debe ajustar al designio divino: “La dimensión teológica se hace
77
Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra
78
Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 41
79
Ibid.
80
Pío XII, Carta enc. Summi Pontificatus
necesaria para interpretar y resolver los actuales problemas de la convivencia humana”.81
Ante las graves formas de explotación y de injusticia social “se difunde y agudiza cada vez
más la necesidad de una radical renovación personal y social capaz de asegurar justicia,
solidaridad, honestidad y transparencia. Ciertamente es largo y fatigoso el camino que hay
que recorrer; muchos y grandes son los esfuerzos por realizar para que pueda darse semejante
renovación, incluso por las causas múltiples y graves que generan y favorecen las situaciones
de injusticia presentes hoy en el mundo. Pero, como enseñan la experiencia y la historia de
cada uno, no es difícil encontrar, al origen de estas situaciones, causas propiamente
‘culturales’, relacionadas con una determinada visión del hombre, de la sociedad y del
mundo. En realidad, en el centro de la cuestión cultural está el sentido moral, que a su vez
se fundamenta y se realiza en el sentido religioso”82 También en lo que respecta a la “cuestión
social” se debe evitar “la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los
grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una
Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros! No se trata, pues, de
inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el
Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que
conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta
su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste”.83
La Iglesia enseña al hombre que Dios le ofrece la posibilidad real de superar el mal y de
alcanzar el bien. El Señor ha redimido al hombre, lo ha rescatado a caro precio (cf. 1 Co
6,20). El sentido y el fundamento del compromiso cristiano en el mundo derivan de esta
certeza, capaz de encender la esperanza, a pesar del pecado que marca profundamente la
historia humana: la promesa divina garantiza que el mundo no permanece encerrado en sí
mismo, sino abierto al Reino de Dios. La Iglesia conoce los efectos del “misterio de la
impiedad” (2 Ts 2,7), pero sabe también que “hay en la persona humana suficientes
cualidades y energías, y hay una ‘bondad’ fundamental (cf. Gn 1,31), porque es imagen de
su Creador, puesta bajo el influjo redentor de Cristo, ‘cercano a todo hombre’, y porque la
acción eficaz del Espíritu Santo ‘llena la tierra’ (Sb 1,7)”.84
81
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 55
82
Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 98
83
Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 29
84
Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 47
85
Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra:
los espíritus malignos (Ef 6,12)”.86 Las motivaciones religiosas de este compromiso pueden
no ser compartidas, pero las convicciones morales que se derivan de ellas constituyen un
punto de encuentro entre los cristianos y todos los hombres de buena voluntad.
Este principio está iluminado por el primado de la caridad “que es signo distintivo de los
discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35)”.88 Jesús nos enseña que la ley fundamental de la
perfección humana, y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo
del amor (cf. Mt 22,40; Jn 15,12; Col 3,14; St 2,8). El comportamiento de la persona es
plenamente humano cuando nace del amor, manifiesta el amor y está ordenado al amor. Esta
verdad vale también en el ámbito social: es necesario que los cristianos sean testigos
profundamente convencidos y sepan mostrar, con sus vidas, que el amor es la única fuerza
(cf. 1 Co 12,31-14,1) que puede conducir a la perfección personal y social y mover la historia
hacia el bien.
El amor debe estar presente y penetrar todas las relaciones sociales: 89 especialmente
aquellos que tienen el deber de proveer al bien de los pueblos “se afanen por conservar en sí
mismos e inculcar en los demás, desde los más altos hasta los más humildes, la caridad,
señora y reina de todas las virtudes. Ya que la ansiada solución se ha de esperar
principalmente de la caridad, de la caridad cristiana entendemos, que compendia en sí toda
la ley del Evangelio, y que, dispuesta en todo momento a entregarse por el bien de los demás,
es el antídoto más seguro contra la insolvencia y el egoísmo del mundo”.90 Este amor puede
ser llamado “caridad social”91 o “caridad política”92 y se debe extender a todo el género
humano. El “amor social”93 se sitúa en las antípodas del egoísmo y del individualismo: sin
absolutizar la vida social, como sucede en las visiones horizontalistas que se quedan en una
lectura exclusivamente sociológica, no se puede olvidar que el desarrollo integral de la
persona y el crecimiento social se condicionan mutuamente. El egoísmo, por tanto, es el
enemigo más deletéreo de una sociedad ordenada: la historia muestra la devastación que se
produce en los corazones cuando el hombre no es capaz de reconocer otro valor y otra
realidad efectiva que de los bienes materiales, cuya búsqueda obsesiva sofoca e impide su
capacidad de entrega.
86
Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 35
87
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 10
88
Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 40
89
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1889.
90
León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 143
91
Cf. Sto. Tomás de Aquino, QD De caritate, a. 9, c
92
Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 46
93
Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis,15
Sólo la caridad puede cambiar completamente al hombre.94 Semejante cambio no significa
anular la dimensión terrena en una espiritualidad desencarnada. Quien piensa conformarse a
la virtud sobrenatural del amor sin tener en cuenta su correspondiente fundamento natural,
que incluye los deberes de la justicia, se engaña a sí mismo: “La caridad representa el mayor
mandamiento social. Respeta al otro y sus derechos. Exige la práctica de la justicia y es la
única que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de sí mismo: ‘Quien intente
guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará’ (Lc 17,33)”.95 Pero la caridad
tampoco se puede agotar en la dimensión terrena de las relaciones humanas y sociales, porque
toda su eficacia deriva de la referencia a Dios: “En la tarde de esta vida, compareceré delante
ti con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras
justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso, yo quiero revestirme de tu propia Justicia y
recibir de tu Amor la posesión eterna de Ti mismo... “.96
94
Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 49-51
95
Catecismo de la Iglesia Católica, 1889.
96
Sta. Teresa del Niño Jesús, Ofrenda de mí misma como víctima de holocausto al amor misericordioso de
Dios. Oraciones: Obras Completas, Editorial Monte Carmelo, Burgos 1998, p. 758, citado en: Catecismo de
la Iglesia Católica, 2011.
1. “Las pretensiones de lucro excesivo, las ambiciones nacionalistas, el afán de dominación
política, los cálculos de carácter militarista, y las maquinaciones para difundir e imponer
ideologías” son factores de insolidaridad de nuestro tiempo. V/F.
2. La solidaridad, desde la teología católica, entiende que todos los hombres formamos parte
de una comunidad humana sólo en la herencia del pecado original. V/F.
3. La solidaridad tiene un causa exclusiva: la igualdad en el hecho de la creación. V/F
4. La solidaridad es, para Juan Pablo II, y para la DSI, procurar el desarrollo económico de
todos los hombres. V/F.
5. El hombre no sólo es un ser-con-otros, sino también para-los-demás. V/F.
Para los estudiantes de Semipresencial se adjunta con el material, las preguntas que deberán
trabajar para el semestre correspondiente.
C. LECTURAS COMPLEMENTARIAS.
1. CONCILIO VATICANO II. Gaudium et Spes: “Situación del hombre en el mundo de hoy
(nn. 4-10); “Dignidad de la persona humana” (nn. 12-22); “La comunidad humana” (nn. 23-
32).
2. Benedicto XVI, encíclica “Deus Caritas est”.
D. BIBLIOGRAFÍA COMPLEMENTARÍA.