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EXCLUSIVA: REYNALDO JIMÉNEZ: “NUNCA LEO Y MENOS ESCRIBO DESDE UN NEO”.POR MAURIZIO MEDO.
FOTO DE GABRIELA GIUSTI
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Reynaldo, comenzaré por un tema que tal vez despierte polémicas. Quizás por tu aparición en Medusario (hay que aclarar que, más que una antología
del neobarroco, es una de poesía latinoamericana, a secas), se te suele nombrar “caballero de la orden” –de los neobarrocos. Yo tengo una mirada
diferente.
El neobarroco (oso) planteado por Néstor constituyó una emergencia histórica, frente al conversacionalismo. Me parece, corrígeme, que tu poesía sería
ligeramente posterior a esta emergencia, una que dejó huella y se constituyó en una posibilidad estética y política. Considero también que eso “barroco” en
su sentido más amplio es algo consustancial a lo latinoamericano, si es que existe lo latinoamericano. ¿Te consideras un poeta (en primer lugar habría que
preguntarse si quedas “solo” en poeta) barroco, o más bien en uno que explora las diversas posibilidades (y densidades) del lenguaje?
Gracias, Maurizio, por la oportunidad de conversar sobre estas cosas, no sé si importantes pero soterradas a la hora de “achicarle el pánico” a cierta cuota de
prejuicio que a veces siento pesar sobre determinados “juicios de valor” que se le han aplicado a lo que escribo. En este sentido está bueno develar, porque,
aparte del caso personal, me parece que estas cuestiones hacen a la looking atitude (Duchamp llama) y eso ya es del contexto, excede lo estrictamente
personal. Desde dónde suele determinar hasta dónde “se lee”.
Medusario: varias veces me tocó mencionar la alegría que fue esa inclusión para un linyera espiritual (así me sentía entonces), un gato ni hogareño ni
callejero sino bastante solitario, mientras ponía todo el empeño y práctica artística en la fuga más elástica posible, en toda suerte de mínimas
desprogramaciones culturales. Junto a semejantes mostros, además, con suficientes páginas como para hincar el diente en cada poética, en un mismo nivel de
respeto al despliegue de cada cosmograma. Medusario de hecho cuenta entre sus logros, en cuanto a políticas de la edición, la ofrenda de un diagrama
alterno a un cierto canon anterior o —para decirlo alla Haroldo— una galaxia. Entre ello quedé, como sabes, en la grata pero rarita situación de ser el “más
joven” de la troupe: ergo, y por transposición de cierta mala fe, reincidente ella con distintas caretas, sospechable —presa facilonga, venía cantado— de
epigonalismo. Y en cuanto a la acusación de manierista, no sólo no tengo inconveniente, sino al contrario en buena medida la aliento.
He referido también en otra parte —vale repetirlo— que esa inclusión la sentí un guiño de Perlongher, quien siempre apostó a mis cosas y en ese andarivel
recibí el influjo de su onda fraterna, de su apoyo de lector que tomaba en serio lo que para otros eran mamarrachos de lo más ilegible. Es que a ambos nos
importaba ese asunto crucial de “lo ilegible”, los bordes semánticos, las fronteras que son las análogas de la conciencia establecida, la convención que fija las
posturas en un calambre ahí donde, para ese “nosotros” posible, la poesía apuntaba más bien y bien en cambio a la elongación connotativa tras el menor
atisbo de microsentido. Así fuese un tipo de sentido informalescente, sobre todo ése, con una pizca drástica de azar, de accidente provocado, en lo peligroso
del juego verbal y su entrelínea.
Y para seguir a Lot con el lance, sentimiento ambivalente de pertenecer, sin haberlo buscado, a una “orden de caballería”. Quizá lo poeta en uno tenga varias
vidas y arrastre algo definitivamente gatuno, que ni mal sabría definir (ajusta la simultánea, equidistante sombra). Medusario, lo que presenta es una serie
adrede irregular de escrituras, realizadas en gran medida con escaso o nulo conocimiento entre sus autores hasta ahí. La apuesta de reunirlos los coloca en
una interrelación diagramática que no existía como posibilidad asociativa, que, a su vez, a los propios autores puede representarles una especie de desafío (me
ocurrió) no sólo de lectura de lo ya escrito sino en cuanto a puntas de exploración a futuro.
Parecido y distinto sucede también con un compilado posterior, Pulir huesos, que nos incluye, Maurizio. Ahí están los coetáneos. Está la gente de un par de
camadas —Róger o Maquieira serían parte de una tanda etaria, uno o Arteca estaríamos entre los del medio, tú entre los del otro borde— una bandada
posible, reunida también por primera vez a la luz de un lector que es un crítico creíble, Eduardo Milán, de hecho también incluido como autor en Medusario.
Eduardo lee la diversidad poética con acorde amplitud de miras y pone en evidencia —precisa— relaciones ahí donde no eran notadas: seleccionar como acto
crítico.
¿Qué semejanzas podríamos establecer entre Medusario y Pulir huesos?
Ambos libros secuencian e inauguran un desenfrascamiento del “ser nacional” endilgado a los habituales florilegios. Quizá esto se deba a la propia
desterritorialización, pasada por lengua, en los desplazamientos geográficos y culturales, aunque de diverso perfil, de los propios Perlongher, Echavarren,
Kozer, principales carburantes de la edición medusaria; asimismo la circunstancia conocida del propio Milán. Yo también llego, como tú, a esta especie de
delta de influjos y ancestralidades, en la mescolanza lingual del mestizaje que encarna nuestras américas, desde las cuales eminentemente y sin más vueltas
escribimos, a destajo. En este sentido, la mistura fina de Medusario se continúa (y desvía) en Pulir huesos, y quizá continúe en otro avatar de la desmentida
más adelante… No interesa tanto la perduración estilista como las movidas del diagrama que produce esa lectura de conjunto en el sentido galáctico —
concreto— antedicho. Ahora: con Kozer nos llevamos diecinueve años, con Perlongher diez, Haroldo me llevaba treinta, etc. Las trayectorias y los alcances,
ergo, son incomparables desde cualquier punto de vista. Con el que somos más coetáneos es Eduardo Espina: cinco años nomás de diferencia.
Néstor incorpora el conversacionalismo, lo digiere como buen antropófago psicodélico que era, en plan de mestizaje total y absoluto, lo mete, con el
surrealismo y el concretismo y el beat, en una barrocodelia, le añade las derivas que todos sabemos de igual manera que, en el plano estrictamente
comportamental, se desmarcaba, según consta en sus declaraciones publicadas en vida, de cualquier normativa identitaria homosexual u otra, prefiriendo, en
todo este berenjenal del lenguaje, plantear y dejar vibrando la posibilidad mutante de “los mil sexos”. Así también, su recurrencia a la sustancia alteradora de
la percepción, de índole dionisíaca, pero en cuanto reconecta con la lírica, en tanto entonación, en tanto dadora de un tono. Y hasta, como demuestra Aguas
aéreas, con la mística más pulsional. Esto a diferencia, como él mismo señala, de su colega y probable maestro en varias cosas Osvaldo Lamborghini, mismo
un devorador de conversacionalismos y laburante desmitificador de la entrelínea, para quien la música en el poema no cuenta, mientras que para Perlongher
sí. Y mucho cuenta, porque canta. En este descuento, a la vez, abre distancia respecto al color local del prosaísmo rioplatense, lo que él llama la “tos de tango”.
Yo leo AustriaHungría apenas publicado, después de haber leído a muchos de los autores que también constituyen su galaxia referencial, empezando por
Lezama y el surrealismo argentino, que Néstor incorpora, a diferencia por ejemplo de Echavarren, que prefiere, en su ley, la línea StevensAshbery, a quienes
tradujo. Echavarren reprende y con razón el recurso a la enumeración caótica, que identificaría al surrealismo, tomándolo como defección, restricción de la
exploración sintáxica. Lo mismo, aunque por motivo opuesto, le adjudica, dicho no sea de paso, al concretismo brasileño en su etapa más constructivista o
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manifestaria: la ausencia de la sintaxis. Lo cual es clave para todos los incluidos en Medusario: si hay un barroco, ocurre al ras y en tanto lengua sintáxica. En
Hinostroza, por ejemplo, no hay explitación barroquí, mientras que en Lauer la habría; ello no quita una cualidad policéntrica, una visión interiorizada y
refecundada desde las periferias en pro de una lengua mutante, característica común a los llamados neobarrocos, en el cosmograma hinostroziano. O en la
limpidez de Zurita. O en la precisión digresiva de Milán. Ni hablar de la lengua intermedial en Wilson Bueno o Leminki o Marosa.
Ahora, en última instancia a cualquier neo prefiero, por sugerir un proceso mucho más amplio, e interamericano si se quiere, siguiendo a Rubén Quiroz,
recientemente, y al propio Haroldo, antes, un transbarroco. Lo barroso nestoriano fue una broma momentánea, una salida al paso durante una entrevista,
que los fijadores de la preceptiva determinaron clave de lectura a través de una reiteración que le perdiendo el aroma. La broma continúa entonces como
obturación generalizadora de matices, caricatura en su dictamen de lugar común (falso lugar y falsa comunidad) que le cayó como anillo al dedo a esa
corriente tan rioplatense del populismo gourmet que nos aqueja. El subrayado plebeyo como sobresignificancia que elude y torpemente manosea sin presentir
el refinamiento del pensar perlongheriano, que se desplaza en un ajuste continuo por lo que él llamó micromar de las sílabas.
Además no es cierto que el surrealismo, en las sudámericas por lo menos, sea un remiendo de imágenes verbales o responda a una suerte de epigonalismo de
hallazgos europeos. En todo caso esos surrealismos no serían ninguna especie de avanzada neoartística del occidente colonial. Este elemento de flexibilidad
articular que Néstor se presta a sí mismo para la elongación semántica que se propone, con su nivel de irritación humoral, le sirve también, si no para quebrar
la línea más fordiana de producción del realismo descriptivo y naturalista, conversacional o no pero sí claramente dominante en la provincia rioplatense de las
Letras, para desmadrarse (alegremente) hacia una mayor concentración expansiva en el lenguaje.
Las articulaciones sintáxicas, tal como ocurre, si se lee con el suficiente desprejuicio, en la enumeración efectivamente caótica, con igual derecho a circular
que el de sus detractores o, peor aún, sus reduccionistas fans de la academia, pasado por los beats y desde el lumpendeorigen, mescolanza que de hecho
Néstor reconoce en otro colega, marginal hasta dentro de la llamada “poesía marginal” de su generación en Brasil, Roberto Piva, de quien, me atrevería a
decir, es el introductor en lengua castellana (lo mismo que de Wilson Bueno), nos lo presenta formalmente y en su estatura. No hay que descartar, insisto, las
recién mentadas frecuentaciones o infrecuencias de sustancias alteradoras y, en fin, de un abanico de ilegalidades en los modos de intimidad interpersonal,
viendo el desde ojo situacionista la existencia colectiva y a la vez buscando en todo momento la perla irregular.
Nunca leo y menos escribo desde un neo. Comparto esa fulguración, que está en Echavarren cuando discurre sobre Sor Juana, si no me equivoco, de que la
precisión no es necesariamente una síntesis, mucho menos un atajo, sino un develamiento del detalle y el matiz. En este sentido, y llego, jadeante, a tu
pregunta, sin respuesta unívoca: lo barroco (¡salve Adán!) me involucra, es parte del acervo influyente, su injerencia en lo que escriba o pueda llegar a escribir
es, será parte de la situación americana y me llega de la mano de esta mixtura ambiente que somos sin más buscar y sobre todo: sin mayor necesidad
de rebuscar.
Personalmente considero que tu propuesta puede surgir de ese espíritu (lúdico y connatural) del barroco oral del cual te vales para plantear dos niveles
de crítica y reflexión: la poesía como una fusión de la inestabilidad del habla y su vinculación con los diversos campos de la producción cultural. Hay
trabajos tuyos a los que el lector accede pensando que está frente a un poema cuando, en realidad, está ante una crítica.
Podría alegar que parte del proceso de “liberar” (¿a su modo?) o “librar” (¿a su suerte?) un textil de esta índole poéticocrítica, que planteamos y compartimos,
en el sentido de condensar ése cierta intensidad o cierto gradiente (grado mordiente) de atención, implica en mi procesar su paso materializante por la voz.
Leerlo en voz alta hasta que suena escrito en efecto por otro, ahí donde la voz ya es una interpretación —no en el sentido de la interpretancia de algún
neodiscurseo, sino en el más performático de un impersonator— o sea que se traslada algo que sonaba “en la cabeza” al aire común (y corriente). Los arrastres
residuales del habla por supuesto infiltran la instancia inspirada del procesar ése, mientras la cosa “se” escribe, en un dictado que por un lado provoco pero
que sólo puedo convocar cuando colocado en determinada coordenada, la cual no es automática a mi requerimiento sino una condición de disponibilidad,
que tampoco es garantía de aparición del textil. Escribir poesía, según entiendo, es ejercer la crítica tocando connotaciones.
Una vez materializado —las arremetidas pueden durar de una sentada a varias— siguen las relecturas, cambios absolutamente quirúrgicos si se quiere, de una
frialdad que calma una vez alcanzado cierto desapego que no me ocurría con las primeras publicaciones, ni hablar. Y es que fue a medida que abrí más la
atención, como quien dice un diafragma, la incidencia del “dictado” fue aún mayor, y menos luego para la intervención posterior. Claro que pueden pasar
meses y meses hasta que retorne la vibra, lo cual no implica que haga “ejercicios” (decenas de libros cuyo vanguardismo proyectivo se diluye en el rescate, a lo
sumo, de alguna estrofa, una línea que pasa a ser el título de lo siguiente). Lo cierto es que la operación crítica dentro de este proceso, por así llamarlo, aunque
venga medio sin bordes, por momentos, ocurría en un comienzo en ese “después” del hecho conectivo, de la instancia de ruptura del cascarón semántico en
que las palabras se conectan entre sí ante los propios sentidos o inteligires. En este sentido vengo pensando hace rato que el mal llamado automatismo
psíquico quizá haya sido y siga siendo, si cabe atribuirle nuevas o perdurables posibilidades, una desautomatización. La pérdida del sujeto social, de la
identidad, del registro cognoscente anterior al hecho, la famosa suspensión del juicio (ni hablar del pre, así fuese del neo) confluyen en esa concavidad que
permea la atención.
Quizá buena parte de las poéticas en trance, por no decir actuales dentro de una demasiado subrayada transitoriedad, cuya valoración excesiva la hace
dudosa, destaque precisamente por esa cualidad de transfusión que señalas. Me refiero a escrituras que se trazan desde aquello que José Ignacio Padilla ha
remarcado tan bien: el hecho de que el poema no necesariamente dice, sino hace. Casi una remisión lautreamoniana: “hecha por todos”, dijo (es decir: hizo y
de tal modo dejó hacer). Por este lado es que concuerdo con tu apreciación de una poética que sea una crítica, y esto además desde la perspectiva multiforme
(y acaso deforme, a estas alturas) de la tradición emergida con el Romanticismo, alimentada por una variación de arrastres en que me gustaría
heracliteanamente sumergirme.
Tu relación con la Poesía (escrito así) me parece que también se constituye en la posibilidad de asumirla o enfrentarla de manera independiente de lo
“literario”. ¿No crees que uno de los problemas que enfrentamos para la “comprensión” de lo poético está en que muchos lo asumen como algo que está
“afuera” pero al que se le exige los mismos valores de aquello que está “dentro” de eso literario?
Leer un libro de poesía para entrar en poesía. Como escuchar música, bailar, preparar cualquier ceremonia que involucre algún tipo de reunión, de
ampliación vincular, de horizontalización de redes, de entrada en materia, estudiar a fondo los fenómenos irrepetibles y asimismo olvidarse de todo, de la
literatura más que nada, pero también de la poesía mayusculada, muscular, gloriosa, unidimensional.
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Como si supiéramos de qué cuernos estamos hablando al decir poesía. Por cierto soy ignorantísimo y leo muy poca literatura en el sentido de la narrativa
actual o los ensayistas contemporáneos de los que suele decirse “cómo no leíste a tal” o “si no lo leíste, no es posible pensar nuestro tiempo” (exagero, pero no
tanto, le habrá ocurrido a los lectores que hasta aquí nos acompañan).
Creo, y temo que se volverá a tildar de elitista, que tenemos un groso problema semántico con eso de los “muchos”. O sea estoy de acuerdo contigo en que la
exigencia de comprensión hacia un poema genera demasiadas incomprensiones por parte de ese público de lectores a la pesca de acrecentar su inventario,
como tanto cazador de filmes o novelas, si no de marcas y términos deslumbrantes, útiles a la hora de la sobremesa en que manda la socialidad con sus “temas
de conversación”. Pero la lectura poética pide, si no exige, una disponibilidad, una entrega de otro tipo o aun otro orden.
De ahí tal vez la confusión de pedir confirmaciones literatas adonde estaría ocurriendo algo que recurriendo a la común materia —el lenguaje— sin embargo
parece acontecerse en una meditación en esa materia, la cual a la vez constituye una materialización. Una emergencia que no confirma a los “muchos” (de ahí
el equívoco de los intentos de implantación del preexistente democrático —poesía que se entienda “para afuera”, como si dijéramos, en el picnic: cantate una
que sepamos todos— en todo andarivel de la experiencia, a la vez que asistiendo al desprecio contemporáneo, sino pánico, hacia la interioridad, la cual se
constata únicamente en el singular, o sea, el lector…).
Una vez conversabas con Régis sobre el miniboom de la poesía joven que se experimentaba en Argentina, el cual de una manera incipiente, tal vez haya
empezado en el Perú pero libre de la efebolatría de la institución del poeta joven. Cuando uno lee tu obra observa un continuo desplazamiento temático,
muchas veces afín con los nuevos planteamientos. La tradición, dicho así, ¿se desarrolla de acuerdo a estos nuevos planteamientos generacionales o sería
más justo hablar de zonas de influencia intergeneracional, de sus diálogos, los que parecen haber exorcizado el espíritu parricida?
Sí, recuerdo esa entrevista con Bonvicino. Repensándola, no quisiera tampoco quedar como
esos muchachones de antaño recordando los buenos viejos tiempos y criticando “lo de ahora”:
esa cosa de “rock era el de antes” o “nosotros éramos mejores”, pero… Es gracioso y exacto el
neologismo efebolatría; adquiere visos de caricatura dramática cuando se lo acerca a ciertos
fenómenos de “poesía joven” o “arte joven” en general, cuyos portadores del referente rondan o
sobrepasan los cuarenta años, edad con la cual no tengo el menor inconveniente per se pero
que cuando yo tenía veinte, al menos en Argentina, era la edad en que recién se consideraba al
“poeta joven” (nosotros éramos protopoetas). Cuando tuve cuarenta, fue el auge de la
efebolatría.
Ese desplazamiento temático que ves en mis cosas es por cierto un deseo musical, diría, de
corrimiento semántico, algo así como un nomadismo sensacionista que curte la vía del
funámbulo, en el sentido de un Genet: bailar para ese dios que se inventa en el momento,
nunca para “el público” o el juicio de la época o los amigos con talento o las inteligencias
influyentes del momento o los parámetros en alza. No sé de planteamientos generacionales que
no envejezcan rápido y pronto; me interesan más los “cortes transversales” o las diagonalidades.
Por ejemplo, en vez de una antología de poetas de la generación del 2016, por qué no varios planteos galácticos, incluso contradictorios pero no excluyentes,
de obrares relacionables por razones tan ajenas a la clasificación como al estatuto patriótico o el neoestatuto generacional. Cambia la cosa si se enfoca la
selección en una agrupación posible a partir de señas comunes que indiquen sin embargo las singularidades dentro de esa forma de jugarse el lenguaje
(verbigracia los Nueve novísimos de Castellet, en su momento, y no otra Antología Poética de la Nueva Mecánica Escritural, digamos).
En cuanto al mentado espíritu parricida, nunca confié. Siempre me interesó conversar con los poetas mayores, con la gente en general que guarda y es capaz
de destilar más experiencia. Me harta un poco el afán de retardada adolescencia y la obsesiva distinción (la edad es un tópico tan discriminatorio como el
género, que sigue sin ser revisado) respecto a la tanda etaria inmediatamente anterior que se reitera, camada a camada, como otra de esas convenciones en las
que también incluyo una cierta —y bien remunerada, a veces— instalación del personaje del artista como transgresor o peor aún del transgresor como artista
en cualquiera de sus fases.
En última instancia la tradición no se puede manipular. Y: el canon no es la tradición. ¿Importa insertar el propio obrar dentro de una tradición? Sí y no. ¿Es
totalmente posible el recorte de una tradición poética en lengua castellana? Ya no. Qué suerte. No sólo se multiplicaron los castellanos o españoles sino que
están todos mezclados, impuros, sobre todo los nuestros americanos, de ahí las escrituras resultantes. La dialéctica tipo eliotiana o paciana mantiene al menos
ése su rasgo funcional: la tradición se mueve, porque se mueve es que habemus.
Tú vives una situación que es, al mismo tiempo, dramática como enriquecedora (la cual de alguna manera comparto) escribes entre dos tradiciones. El
periodismo podría conducirme a realizarte una pregunta tan ramplona como: “¿te sientes argentino o peruano?”. Eso no me interesa tanto, sí, saber, por
ejemplo, que vasos comunicantes encuentras entre ambas escrituras, especialmente en la producción de los últimos años. ¿Existen?
Nos toca, Maurizio, esta cosa de puentes. Ojo, no pontífices: puentes concretos. Poner el cuerpo para que pasen los necesarios desencarrilamientos, los
urgentes contrabandos —no sólo cosmovisionales sino prácticos— y en respuesta no menos periodística te diría que me siento de ambos lugares y ninguno.
Esto tiene sus ventajas, así como sus claras instancias dramáticas, como bien lo expresas.
Entre las cosas favorables se nos permite cierta equidistancia de ambos narcisismos nacionalistas, a la hora sobre todo de hablar de poesía peruana o
argentina. Por supuesto estoy harto de esas denominaciones y he puesto todo mi empeño en cuestionarlas, haciéndolo desde la edición, la traducción, la
difusión, el intercambio, el ensayo. Esto me ha permitido asistir al surgimiento incesante de autores y editoriales (y en menor grado revistas) de los distintos
países del continente, no sólo Perú y Argentina, en los últimos veinte años por lo menos, aunque la curiosidad siempre estuvo y ya en los 80, por trabajar en la
editorial Último Reino, tenía bastante acceso a los libros y revistas que iban saliendo entonces (colaboré en varias, con estéticas distintas, hasta opuestas, de
países diferentes).
Cada vez se puede hablar menos de poesías nacionales; espero haber contribuido con esa desmitificación. Desde ese margen no veo cómo seguir hablando del
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cruce entre entidades que han demostrado estar un tanto infladas, desde límites geopolíticos y demás dispositivos de afirmación violenta. La poesía desconoce,
más que contradecirla o contravenir, esa delimitación, pues es algo que le ocurre a la interioridad, lenguajear que se interioriza, un tipo de atención que no se
apoya ya en preexistentes entes ni absolutos (lutos). Un desafío a la undimensión que establece los separatismos mentales representados por la frontera.
No creo que sea un secreto mis coincidencias con Eduardo Milán. Uno de los temas sobre los que más hemos conversado con Eduardo es aquél de la
“tiranía del lector”. Frente a esa tiranía (del gusto que engendra lo modal) me parece que tu propuesta discursiva, que no queda en el “poema”, más que
aparecer como una “resistencia”, es subversiva. El hecho, de por ejemplo, experimentar con la música, ¿no crees que revela el carácter oral de tu escritura
sin que por ello el lector se aproxime a esta a través de la música?
Sí, la tiranía del lector en cuanto se cree público y ya sabes que el público pagó la entrada, pagó por el libro, quiere cultura, quiere verificación, quiere
identidad. Así como el loco que se cree poeta y el poeta que se cree poeta y está loco en ese mismo sentido, así el lector que se cree lector en tanto señor y dueño
de su lectura. Creo en vez en el lector artista de Mallarmé. No creo que haya un solo poeta de valía que no sea a su vez un lector, aunque haya leído un solo
libro o ninguno, pero sea entonces lector de los signos que dan vida a los signos.
El concepto de resistencia lo comparto en relación a la invasión, como en la Francia ocupada por los nazis y sus esbirros locales, por ejemplo, o en el Vietnam
bajo el ejército de ocupación de los Estados Unidos. Pero no creo que aplique para el caso de rascarle la calavera al sentido donde y cuando implicado en la
escritura de poemas: una cosa así de chiquita, en cierto modo obsoleta y así de rara, inutensilio de Leminski, absurda para cuántos, vicio o pasión, qué más
da. La palabra subversión me gusta porque implica una versión que va por debajo de La Versión, y junto a la idea de transfusión, implican ambas el quid de la
traducción o sea la translectura, etc. Prefiero trabajar sin objetivos, así sean subversivos, más allá de la página. La página es el ámbito ético que prefiero. Es
poco y nada y es demasiadísimo.
Hay una parte de mis textiles que está escrita para ser leída expresamente en voz alta; otra no, aunque como te contaba pase por esa criba o trilla o tamiz.
Entre los primeros están aquellos poemas que salieron para ser combinados con música o cuando menos para ofrecerlos de manera oral, en forma de
muestras orales de poesía digamos, o recitales, o como se quiera llamar al aspecto performántico, un poco como aprendimos en los beats y sus continuadores
interrock. Esto lo he visto en Brasil, en Uruguay en menor medida pero también, adonde hay cultores inspiradores en esto de retrotraer la poesía a sus
funciones instantáneoarcaicas, tribales. No exploré con música o imágenes en pos de alcanzar más lectores (siempre estuve en la música, siempre dibujé,
saqué fotos, busqué imágenes) pero si algunos después llevan a algún libro mío a andar por ahí, qué alegría.
Revisaba el trabajo de Paolo de Lima sobre tu bibliografía, la cito: Eléctrico y despojo. Buenos Aires: Trocadero, 1984, 63 págs.; Ruido incidental / El té.
Buenos Aires: Ediciones Último Reino y Editorial Rinzai, 1990, 219 págs; Sangrado. Buenos Aires: Editorial Bajo la Luna, 2006, 143 págs; Ganga. Buenos
Aires: Editorial Limón, 2006, 111 págs.; Plexo. México: Libros Magenta, 2009, 157 págs. Ahora me pregunto, ¿debemos asumir cada entrega como una
unidad independiente o como desplazamientos discursivos de una sola obra, la misma que se relaciona intrínsecamente con tu trabajo como ensayista y tu
labor como traductor?
Hay algunos títulos que faltan en la lista de Paolo, abarcando ensayos, traducciones, antologías, otros de poesía, etc. Y sí: todo sería parte de una misma
entrega. Me gustaría alguna vez ver al menos la poesía reunida en un solo volumen, el cual sería obeso, pero justamente porque ahí se desplegaría esa unidad
mutante, sospecho no coherente, ese antiproyecto.
Mirko Lauer señalaba hace un tiempo que las vanguardias del presente constituyen más bien una retroguardia. ¿Lo crees?
La palabra vanguardia, su raíz bélica, autoritaria, ya ha sido discutida en los foros necesarios. No creo en los iluminados del arte pero tampoco en los rankings
canonizantes o contracanonizantes en que algunos críticos establecen, en realidad, el techo mismo de sus alcances. Asunto de lenguaje. Ahora, la frase de
Lauer me llega fuera de contexto, así que me restrinjo específicamente a la pregunta: no, no creo que se pueda generalizar la cantidad de poéticas emergentes,
ni en la validez de vanguardias o antivanguardias que califiquen o descalifquen de suyo alguna retroguardia. ¿Cuál sería el parámetro promedial desde el cual
determinar qué es adelante y qué es atrás como si en estas cosas? ¿Progreso en el arte?
No muchos saben en el Perú sobre tu parentesco con Javier Sologuren. Javier, lo sabemos, fue alguien quien le dio mucha importancia a la poesía joven.
Si bien, por lo que hemos conversado, andas un poco desligado de la movida peruana, ¿en qué capítulo de la “novela” Poesía del Perú te quedaste?
Te comentaba que los jóvenes parecen haberte descubierto, ¿qué expectativas tienes con tu próxima visita al Perú?
Sí, como dice Octavio Armand, no sólo Javier, además de vivir en poesía, era lo que se dice un hombre bueno, sino que luego de estar con él uno también se
sentía más bueno, mejorado por dentro. El contacto con él durante todos los largos, hondos veranos de mi adolescencia y después, que solía pasar en mi Lima
natal, sigue su curso de influencia hasta hoy.
No estoy tan desligado de la movida peruana, aunque es cierto que no conozco aún a los muy jóvenes, claro, la gente de alrededor de veinte años. Pero soy
lector de muchos poetas peruanos que están en pleno despliegue, con algunos nos conocemos personalmente. Sigo con interés todo lo que puedo e Internet,
por supuesto, ayuda a paliar lagunas si no mares. Pero no, ni idea de qué circulación pueda haber de mis cosas por allá, aun si mínima, bienvenida. En
cualquier caso, este inminente viaje a Lima y Arequipa que se viene para abril, gracias a dos festivales de poesía a los que se me invita —el FIP Lima y el FIP
Arequipa—, me colman, sí señor, de expectativas, Ganas de leer allá, de reanudar vínculos, de encontrarme con familiares y amigos de diversos antes y otros
que intuyo. Ir al Perú, aunque sea para darme una vuelta, significa, en múltiple sentido, un retorno, y esto vale para todos sus contrastes, por supuesto. Si
bien todos los días, de un modo u otro, alimenta puntualmente mi corazonada.
en 3:55
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