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Kevin Larsen

University of Wyoming

LA CONFLAGRACIÓN ROMÁNTICA Y LA TERMODINÁMICA


REALISTA: EL NIÑO DE LA BOLA

En El Niño de la Bola (1880) el fuego en sus varias manifestaciones


mantiene una presencia múltiple y significativa, iluminando muchas
dimensiones metafóricas de los personajes y aclarando las fuerzas que
les impulsan.1 Esta coeficiencia física en especial tiene vigencia en cuanto
al protagonista, Manuel Vanegas, caracterizado desde niño según una
variedad de figuras incendiarias. De hecho, en su caso se puede efectuar
un análisis—o, más bien, psicoanálisis—del fuego tal como lo realiza
Gastón Bachelard en cuanto a algunos otros escritores.2 Manuel se
enciende desde adentro, resultado de su personalidad apasionada y
flameante, y pone en combustión a todos los que están alrededor de él.
Esta energía, en lo tocante a la estética, impele la novela hacia adelante.
La psiquis de Manuel evidencia esta tremenda conflagración que, a su
vez, refleja la que mató a su padre, don Rodrigo, cuando éste salvó de
la casa ardiente de su acreedor todos los vales que habían sido su ruina.
Pero al sacar su nombre de "la vil calumnia" de ser llamado "incendia-
rio," escapándose, aunque horriblemente quemado, del "volcán" de la
casa de su enemigo, le deja a su hijo menor de edad—el único legado que
éste le heredará a su padre—una personalidad para siempre abrasada.3
Los "ardientes ojos" del chico (616)—cuyas lágrimas salen como "ardiente
lava" (698)~intensifican todo lo que han visto, encendiendo y al final
consumiéndole el alma.
Este esquema pintoresco se complica más aún con otras caracteri-
zaciones igualmente pirotécnicas que, a la vez, son en sí muy románticas.
Muchas veces Manuel es representado en la novela de acuerdo con
ciertos modelos temáticos típicos de la literatura de este movimiento. Se
ve, por ejemplo, descrito como "demonio," "diablo," "dragón de los
infiernos" y "hombre de Lucifer" (619, 638, 654, 683 et passim), mientras
su vida se caracteriza como "un infierno" (647). Por supuesto, todas estas
imágenes infernales son asociadas íntimamente por la mente popular con
el fuego y la eterna combustión. También se asocian, aunque no
exclusivamente, con la cultura romántica. No quiere decir que las figuras
titánicas al estilo de Satanás y Prometeo sean propiedad particular del

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romanticismo; pero éstos y otros parecidos, no cabe duda, llegaron a ser


leitmotivo de esta mentalidad y práctica. Tal tendencia sólo confirma el
diagnóstico de Alarcón (además del de otros escritores) tocante al
romanticismo innato de esta novela.4 Como tantos antecesores románticos
suyos, Manuel, un siempre "vehemente joven" (649), lleva "una
gigantesca lucha con el Hado" (659, cf. 652-53), batallando frenéticamente
contra el "huracán de la desventura" que le arrastra (684), igual que en
contra de la "aciaga estrella" que le brilla oscuramente (686).
Concuerda todo esto con las obras igualmente incendiarias de otros
muchos románticos. Existen, pues, paralelos reveladores entre el carácter
de Manuel y el personal titánico/byrónico/diabólico de la literatura del
Duque de Rivas, de Espronceda, de Byron (estos tres se mencionan por
nombre en la novela, 657-58),5 de Zorrilla, de Hoffmann, de Poe, de los
Shelley (Mary y Percy) y de Goethe, entre otros muchos románticos
incandescentes. Don Alvaro (mencionado en el texto, 657), Don Félix de
Montemar (el estudiante de Salamanca), Caín y Manfredo, Don Juan,
Rodrigo Usher, el Prometeo desencadenado y Frankenstein, y por
supuesto Fausto y Mefistófeles, entre muchos, todos son de esta misma
parentela fatídica y potencialmente combustible. El fuego indomado y a
veces indomable de todos éstos es sólo una manifestación de la energía
romántica, pero siempre es sumamente potente y penetrante en todos sus
avatares. No quiere decir, ni mucho menos, que los románticos fueran
los únicos que se valieran de esta temática y personal, pero estas figuras
pulsantes de combustión orgánica destacan entre los demás inquilinos
del horno de fuego ardiendo. En Manuel, no cabe duda, el fuego y el
calor creativos de esta tradición han dado en una fundación formativa.
Existe también otra obra asociada con esta tendencia, aunque quizá
no del todo romántica según algunos críticos, la que sin embargo para
muchos españoles del siglo XIX llegó a representar la quintaesencia del
romanticismo. Pero casi todos estarán de acuerdo que Die Rauber (Los
ladrones, 1780), por Schiller, pertenece al pleno Sturm und Drang que al
menos anticipa el romanticismo. En este contexto, tanto en general como
en cuanto a varios detalles señalados, la novela de Alarcón bien recuerda
el drama alemán, donde hay muchos paralelos pirotécnicos. El
protagonista de Los ladrones, Karl Moor, aunque sea de linaje noble, no
deja de ser un bandido. A su vez, Manuel es llamado "bandido" por Don
Elias Pérez, el padre de su amada Soledad y el usurero que arruinó a su
padre, Don Rodrigo (661). Igual que en el caso de Karl, hecho forajido

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por la hipocresía y pretensión de su familia y los burgueses fariseos que


no lo quieren entender, la ironía de este apellidamiento en cuanto a
Manuel queda patente. En la novela, tal como en el drama, bien se sabe
quién es el verdadero bandido. Además, Karl y Manuel son contrafiguras
en lo tocante a su mutua personalidad flameante. Los dos iluminan su
mundo apasionado a la luz de los fuegos que encienden alrededor de
ellos y dentro de su propio corazón combustible.
Mientras tanto, la referencia de otro personaje al Niño de la Bola,
diciendo que éste todavía no "ha pegado fuego a una ciudad," aunque
quizá sólo por no querer hacerlo (619), repercute de acuerdo con el texto
de Schiller. Karl y los suyos prenden fuego a un pueblo que les ha
desafiado, igual que a otros muchos lugares, siempre como instrumento
de la venganza divina (e infernal). Los dos, Karl y Manuel, llegan a ser
arquetipos de la personalidad titánica; son típicos Stürmer und Dranger.
Aun el nombre del bandido alemán, Moor, o "moro," recuerda a Manuel,
quien por parte de su padre desciende de señores moros y, según la
tradición, del profeta Mahoma mismo (620). Por supuesto, esta sangre
oriental corre caliente por sus venas, tal como la de su contrafigura
norteña apasiona su propia perspectiva. Se puede aseverar que Manuel
ha sido creado de acuerdo con sus propios moldes, pero el fuego y el
calor de su fundación y del metal de que fue forjado ni por mucho se
han extinguido.
La comparación entre Manuel y tales individuos incendiarios vierte
bastante luz en las obras comparadas. De igual manera, vale la pena la
comparación en cuanto a la conflagración del protagonista alarconiano
y otros personajes dentro de El Niño de la Bola. Por ejemplo, el que se
apoda Vitriolo, cuyo nombre sugiere su carácter volátil y combustible,
aparece en la novela como contrafigura a Manuel. Enamorado también
de Soledad pero del todo rechazado por ella, éste se dedica a hacer
fracasar su vida y la de Manuel, su rival. Tal como el "ácido sulfúrico"
de que tiene su nombre, Vitriolo es sumamente corrosivo (660). Quema
a los que están alrededor de él; pero se quema para adentro aún más,
destruyéndose tal como destruye a sus antagonistas. En él, Alarcón aisla
y estudia minuciosamente —casi como experimento de control— ciertos
aspectos de la combustión menos controlada y siempre amplificada en
Manuel.
Otro individuo de cierto interés en la novela, uno que también ejerce
como contrafigura comburente, es Pepito, el joven poeta, en quien, como

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afirma DeCoster, "Alarcón may well be making fun of some of his own
juvenile excesses."6 Alarcón mismo reconoce que este personaje
exageradamente romántico, sirve como "entreacto" a la historia del
protagonista (659). Pero de acuerdo con su representación, siempre vierte
mucha luz en el fuego romantizado de la novela. Pepito está enamorado,
según el ritual romántico, de una mujer mayor que él de Madrid, quien
"comprendía que el amor genérico y la devoción poética fomentaban a
la par aquel incendio simultáneo de un cuerpo y de un alma. Gozaba
...muchísimo en el espectáculo de tan atroz combustión" (658). Pero a
diferencia de Manuel y su único amor a Soledad, el de Pepito no les
consume a ni a él ni a su amada. De todos modos, los significativos
paralelos entre los casos quedan patentes; otra vez más, Alarcón aisla,
estudia y matiza como control ciertos aspectos de la personalidad y porte
románticos antes de llevarlos del todo a cabo.
La metáfora científica del control bien puede acordar con el diseño
total de la novela: eso es, parece que el autor ha tenido en mente ciertos
conceptos de la ciencia, tanto la humoral tradicional como la romántica
y la más realista al escribir El Niño de la Bola. En su Historia de mis libros
(1881), explica que Manuel debe ser "medio loco" (26). En efecto, es un
colérico destapado (regresa al pueblo "colmado . . . de ira," 654) y
poseído de su temperamento caliente. Por fin, tal naturaleza humoral
consume su carácter, dejándolo del todo encendido y luego aniquilado.
Esta ciencia antigua se complementa o, más bien, se contrapesa por una
más moderna, la termodinámica. En Manuel, un compuesto de tantas
imágenes fulminantes, Alarcón representa la combustión no controlada.
El es el fuego primitivo en carne.
En el siglo XIX, la combustión controlada, dirigida hacia fines
rentables, eso es, el progreso industrial o al menos capitalista, llegó a
tener mucha importancia, tanto metafórica como concreta. La figura de
la máquina con una combustión interna que la impulsa gana relieve. El
fuego antes libre, se capta y efectivamente se enjaeza para el trabajo y la
civilización. Cobra bastante significado que el viejo Don Elias Pérez,
después de recuperarse de una enfermedad, se describe así: "siento en
mi máquina interna una energía nueva" (662). Tal comparación del
cuerpo a un motor llegó a ser casi un lugar común de la cultura de esta
época del "progreso." Pero en el contexto de la novela, cobra aun más
interés, principalmente por causa de quién lo dice. El antipático usurero,
quien encarna la economía desalmada del dinero, se caracteriza según la

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modalidad de su tiempo. El incorpora en sí ion inagotable consumir.


Figura como arquetipo de la mentalidad burguesa y groseramente
realista. Toda la fuerza del viejo, toda su energía maligna, la que pinta
de acuerdo con la nueva terminología, se dirige hacia acumular bienes
mal ganados. Esta trayectoria comercial de su "energía nueva" revela
mucho en cuanto a lo que opina Alarcón en cuanto al materialismo
mecanizado y mercantilista que iba consumiendo su época y sus recursos
espirituales. El historiador norteamericano Henry Adams caracterizaría
el choque entre estas fuerzas en el siglo XIX como un conflicto entre la
figura del dínamo y la de la virgen ("The Dynamo and the Virgin," 1900).
Sin duda, Alarcón opta a favor de ésta.7
Sin embargo, no es que rechace la nueva ciencia (tal como la mayoría
de los románticos, quienes no rechazaron la ciencia, sino que se valieron
de ella para sus fines estéticos), agarrándose a un tradicionalismo
conservador para preservar alguna utopía de la fe que jamás existiera.
De hecho, Alarcón parece estar bien consciente de la nueva termodiná-
mica, aprovechándose de conceptos popularizados de ella que le fueran
útiles. Tal como en la ficción de muchos contemporáneos suyos, según
afirma Jaime Vicens Vives, "el árbol de la ciencia proliferó . . . al calor de
la temperatura romántica."8 En su obra, al igual que en la de otros de la
época, la termodinámica, especialmente las dos primeras leyes
(esencialmente, la conservación de la energía y la entropía), tanto en las
artes como en la ciencia, llega a ser una de las metáforas principales del
XIX.9
La trayectoria de fuego tan intenso de Manuel y los demás por fin
dará en el caos, que no es nada menos que la entropía. Esta tendencia va
de acuerdo con la de muchos coevales suyos, igual que anticipando a
otros muchos del siglo presente cuya estética se basa en la entropía y el
caos. A fin de cuentas, dibujan lo que se ha llamado la "heat death,"
cuando la energía radiante se agota y se pierde, mientras la temperatura
va hacia el equilibrio. Según la mitología popular, esto resultaría en la
congelación efectiva, idea que va de acuerdo con lo que pasa en la
novela de Alarcón y puede caracterizarse como un neo-romanticismo
(opuesto al materialismo y realismo categóricos).10 Entonces, las llamas
de Manuel por fin se apaciguan y baja irrevocablemente la temperatura
de su vivo motor térmico. Mientras tanto, las imágenes tan calientes de
su vida ardorosa se contrapesan por unas igualmente significativas del
frío. Este proceso de enfriamiento comienza con la muerte del padre de

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Manuel, cuyo cadáver quemado poco a poco enfría, perdiendo su calor


natural al ambiente y figurando como emblema del proceso. Luego, el
nuevo huérfano es descrito "como si fuese de hielo ... contrayendo una
palidez mortal, que le duró ya toda la vida" (627; cf. 630, 638, 647, 677).
Su pasión intensa oscila entre los extremos, entre el fuego y el hielo,
hasta extinguirse por exceso en el último trance, cuando mata a su
amada Soledad y se deja matar por su esposo. El ardor y el ímpetu de
su vida por un tiempo se hacen incandescentes, pero tal condición no
puede perdurar. Manuel flamea y se apaga, siguiendo la trayectoria de
una chispa en la noche y el frío eternos y resultando ser otra
manifestación de lo que Lilian R. Furst llama "the burnt-out Romantic
hero."11 Traza el curso de otros muchos héroes ochocentistas, igual que
la senda entrópica que varios teóricos temían que iba a seguir la
civilización misma.12 En efecto, el calor es la energía (mal)gastada, al
menos según la teleología realista, ya que se pierde, expendida en vano
y sin producir nada. Del mismo modo, la vida del protagonista queda
vanamente expendida. Su calor no calienta; sólo quema y se extingue.
Menos en un sentido estético, porque la narrativa de su trayectoria
térmica sí vale la pena y aun la pasión del lector.

Notas

1 En "El 'cuarteto ártico' de Pedro A. de Alarcón: hielo, nieve, fuego y ceniza,"


ínsula 535 (julio, 1991) 11-13, Laureano Bonet escribe sobre las imágenes del
fuego en algunas obras del Corpus literario del autor de Gaudix, aunque sin
enfocar las de El Niño de la Bola.
2 Véase La psychanalyse du feu (París: Gallimard, 1938).
3 El Niño de la Bola, en Obras completas, 2a. ed. (Madrid: FAX, 1954) 622. Las
demás citas se anotarán en el texto según esta edición.
4 Historia de mis libros, en Obras completas, 2a. ed. (Madrid: FAX, 1954) 26. Las
demás referencias a esta obra se anotarán en el texto según esta edición.
5 En su "Introduction" a The Infant with the Globe (Londres: Trianon, 1955) viii,
Robert Graves escribe que Manuel "is the noble, just, courageous, inflexible
warrior of Alarcón's boyish ideáis: a Byronic hero." Mientras tanto, el
traductor también afirma que el autor, "in describing Manuel . . . is
parodying his own early heroics."
6 Pedro Antonio de Alarcón (Boston: Twayne, 1979) 114; cf. Andrés Ortega Soria.
"Ensayo sobre Pedro Antonio de Alarcón y su estilo," Boletín de la Real
Academia Española 31 (1951) 60; Graves, 1955, ix.

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7 The Education ofHenry Adams (Nueva York: Modern Library, 1931) 379-90. A
propósito de esto, escribe Germán Guitón que Alarcón "orill[a] . . . la
exploración de los referentes modernos, las interrelaciones del hombre con
el mundo concebidas desde los presupuestos científicos o tecnológicos . . .
Tampoco ocurre que Alarcón... desdig[a] a Newton o a Darwin, sucede que
se neg[ó], como muchos de sus contemporáneos, a rendir la religión, la
mitología, las ciencias ocultas, el romanticismo y su apreciación estética de
la realidad, al entendimiento materialista del mundo" ("La novela de Alarcón
y el envés de la narrativa decimonónica," ínsula 535 [julio, 1991] 32).
8 "El romanticismo en la historia," en El romanticismo, Ed. David T. Gies
(Madrid: Taurus, 1989) 170-71. Cf. Jacques Barzun. Classic, Romantic and
Modern (Boston/ Toronto: Little, Brown and Co., 1961) 62-65, trata del
verdadero interés de muchos escritores románticos por las ciencias,
contradiciendo así un lugar común en cuanto a ellos. Explica que "[t]his is the
point of the romanticist attack, not on science, but on materialism."
9 Véanse, entre otros: Jean-Pierre Richard, Etudes sur le Romantisme (París:
Editions du Seuil, 1970) 7-24; Michel Serres, Feux et signaux de brume (París:
Bernard Grasset, 1975); Eugenio Donato, "The Museum's Furnace: Notes
toward a Contextual Reading of Bouvard et Pécuchet," en Textual Strategies, Ed.
Josué V. Harari (Ithaca: Cornell U P, 1979) 231-38; David Baguley, Naturalist
Fiction: The Entropic Vision (Cambridge/Nueva York: Cambridge U P, 1990).
10 Véase Stephen G. Brush, The Temperature of History. Nueva York: Burt
Franklin, 1978) 15-27, 77-101 et passim.
11 The Contours of European Romantiásm (Lincoln: U Nebraska P, 1979) 53.
12 Véanse Erwin N. Hiebert, "The Uses and Abuses of Thermodynamics in
Religión," Daedalus 95 (1966): 1046-80; Brush. (1978): 61-76 et passim.; Greg
Myers, "Nineteenth-Century Popularizations of Thermodynamics and the
Rhetoric of Social Prophecy," Energy and Entropy, Ed. Patrick Brantlinger.
(Bloomington: U Indiana P, 1989) 307-38.

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