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Por
Entra por la ventana una mariposa nocturna
y con sus alas velludas
ensaya despegues y aterrizajes
zumbando terca sobre nuestras cabezas.
¿Acaso ve más que nosotros
con la agudeza de su vista de insecto?
Yo no lo presentí, tú no lo adivinaste:
nuestros corazones brillan en la oscuridad.
Algo Evidente, Wislawa Szymborska.
1
A la luna se le da por esconderse a ciertas horas
2
Problemas en la Vía Láctea
3
Santo Secreto
Mariana no habló sobre el beso con Máximo, Gaby no dio detalles sobre su
cita y yo enterré mi secreto. Era como si los tres hubiésemos hecho, sin
saberlo, un acuerdo para no hablar de las cosas que nos avergonzaban o no
queríamos compartir con los demás, por la reacción que ocasionaríamos.
Estaba seguro de que Gaby le había pedido a Mariana que no me dijera
cómo le había ido con Rodrigo, y Mariana no quería que hablara sobre todo lo
que había visto. En cambio, yo guardé mi secreto para ambas.
¿Estarían saliendo en serio? Me preguntaba cada vez que Gaby recibía un
mensaje de Rodrigo, no importaba que estuviéramos en clases o en Turkos.
¿Y qué si eran novios? De ser así, borraría por completo al mexicano de mi
vida. Presionaría la tecla Suprimir a los archivos relacionados con Rodrigo y
lo evitaría en todos los escenarios posibles para no traicionar mi amistad. Por
otro lado, si no estaban saliendo, seguiría guardando una esperanza. A veces,
quería que sí fueran novios para dejar de pensar en él y enfocarme en otros
asuntos. Otras, deseaba con todas mis fuerzas tener al menos una pequeña
oportunidad.
Transcurrieron varias semanas en las que Rodrigo no puso un pie en
Turkos. Su ausencia se debía a la cantidad de exámenes y trabajos que tenía
pendientes. Pero pronto llegaría el momento en que lo vería otra vez.
El viernes previo a Semana Santa, los chilenos organizaron una fiesta con
todas las de la ley en su habitación. Había nicotina, marihuana y alcohol.
Desde que la señora Estela cayó en cuenta de todas las latas de cerveza en
el bote de basura y las reuniones de todos los miembros de la casa en la
cocina, decidió ubicar una cámara que registrara todo lo que ocurría en el
antiguo punto de las fiestas. Eso no fue ningún impedimento. En adelante las
celebraciones tuvieron lugar en alguno de los cuartos.
Cuando Mariana, Gaby y yo llegamos de clases, nos encontramos con un
desierto en la casa. El silencio reinante era tal, que de no saber dónde era la
fiesta, ni siquiera nos hubiéramos dado cuenta de esta.
Durante todo el camino de la universidad a la casa, Gaby había tratado de
convencernos de acompañarla a la fiesta. No se detuvo cuando dejamos los
maletines en nuestras habitaciones, ni cuando llegamos a la cocina para
preparar la cena.
—¡Va a estar Rodrigo! —dijo como si eso fuera suficiente para ir (y lo era
para mí, que llevaba más de un mes sin verlo, pero tenía que disimular).
Además, no era bueno pensar tanto en alguien que era un imposible, un amor
platónico.
¡Rodrigo no es para mí! ¡Rodrigo no es para mí!
—¡Tenemos que ir! No me pueden dejar sola.
—Estoy cansada Gaby, pero ve tú. De todas formas, el plan sigue en pie.
“Un plan que espero que no dé frutos”, pensé.
—¡Vamos! Eduardo dile que vaya...
—Es que no tengo muchas ganas.
—Dime una razón por la que no quieras ir.
—¡Porque no y punto! —soltó Mariana. Su reacción no solo había tomado
por sorpresa a Gaby, yo tampoco me esperaba que respondiera de esa forma.
—Si estás celosa, eso no es mi culpa.
—¿Celosa? No tengo por qué perder mi tiempo en estas bobadas. —
Mariana abandonó la cocina y se dirigió a mi cuarto.
—¿Qué le pasa? —Gaby llenó un tazón con cereal y leche y se sentó en el
comedor.
Me encogí de hombros mientras preparaba mi sándwich de jamón.
—Entonces supongo que tú tampoco irás. —Y, sin darme tiempo de
responder, se marchó.
El plan consistía en que Mariana dormiría en mi habitación para que
Rodrigo pudiera quedarse con Gaby y… pasara lo que tuviera que pasar entre
ellos. Todos habíamos estado de acuerdo, pero me aterraba que diera el
resultado esperado. En el fondo (¡qué en el fondo, desde la epidermis!) estaba
celoso del interés que el mexicano parecía tener en mi amiga.
—¿Crees que me pasé? —preguntó Mariana cuando entré a mi cuarto.
Estaba sentada en la cama—. Mi intención no era ser grosera, pero estaba
insistiendo tanto…
—No tenías que haber reaccionado así. De todas formas, lo hecho está
hecho. Mañana cuando ambas estén más tranquilas, tienen que arreglar las
cosas.
Encendí mi computador y me senté en el escritorio.
—¿Qué habrá querido decir con que estaba celosa? ¿Acaso piensa que me
gusta Rodrigo? —A Mariana se le notaba la rabia que sentía—. Rodrigo me
parece muy lindo y me cae bien, pero de ahí a que me guste… Y si me gustara
tampoco haría nada, porque Gaby es mi amiga y a ella le gusta.
—Qué curioso —dije entre dientes.
—¿Qué cosa?
—Nada… —Un largo silencio surgió mientras pensaba qué decir—.
Mientras nosotros estamos aquí tranquilos, me imagino el desorden en el
cuarto de los chilenos.
—¿Quieres ir?
—No, mejor no. —Aunque me moría por decir que sí, mientras más rápido
me fuese olvidando de Rodrigo mejor.
Pasó una hora, dos horas, y los habitantes de Turkos empezaron a
dispersarse por toda la casa: para recibir el domicilio de las cervezas, para salir
a comprar los perros calientes, para ir al baño del primer piso.
Itzel y Cami entraron a mi cuarto y me preguntaron por qué no estábamos
en la fiesta.
—Debemos enviar un trabajo antes de medianoche.
—Será para la próxima —dijo Itzel lanzándonos un beso en el aire y
cerrando la puerta.
—¿Crees que la señora Estela se dé cuenta de la fiesta? —pregunté a
Mariana.
—Lo dudo. Igual ella no puede restringir lo que cada uno hace en su
habitación, siempre y cuando no perjudique a otro de la casa. Y nosotros
somos los únicos que no estamos en la fiesta.
También debía estar Rodrigo. Me moría por verlo por más que mi cerebro
repetía cada cinco minutos la orden de borrarlo de mis intereses.
Tres golpes contra la puerta. Luego otro. ¿Sería Gaby?
—Adelante —dije, y casi me caigo de la silla cuando lo vi entrar sonriente
y un poco atontado, quizás por las cervezas o por la marihuana.
—¿Qué onda? ¿Cómo están?
—Terminando un trabajo —mentí.
—¿Un viernes por la noche? —Rodrigo se tumbó en la cama y Mariana se
echó a un lado para darle más espacio. En ese momento que lo tenía tan cerca,
todos mis esfuerzos por dejar de pensar en él fueron en vano—. Se nota que te
gusta leer —dijo señalando la repisa con todos los libros que había llevado
conmigo desde Barranquilla—. ¡También te gusta Poe!
—Es mi favorito —confesé—. Los cuentos de Chéjov me parecen buenos,
pero los de Poe son geniales.
—... Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo
—recitó Rodrigo—. Esa frase es perfecta. Antes quería ser escritor, pero
nunca terminé ninguna historia.
—Alguna vez quisiera leer algo tuyo. —Fue lo más arriesgado que me
atreví a decirle, como si con esa frase estuviera confesándole mi intención de
hacerlo mío atesorando sus palabras.
—¡Aquí estás! —exclamó Gaby desde la puerta del cuarto, sosteniendo
una cerveza. Parecía incómoda por algo.
—Ya subo. —Rodrigo se acomodó y le guiñó un ojo—. Ahora mismo
estoy hablando con Eddie.
¿Desde cuándo me llamaba de esa forma?
—Nos vemos arriba.
Gaby cerró la puerta y Rodrigo, dirigiéndose a mí, preguntó:
—¿Está rabiosa por algo?
—Tuvimos una pequeña discusión, pero nada grave —dijo Mariana
restándole importancia.
—¡Mal! —El mexicano permaneció en silencio un rato observando los
títulos de los libros. Luego, extendiéndome la mano, me dijo que fuera a la
fiesta.
En esos segundos que mi mente luchaba para no ceder, para no sujetarlo y
subir con él, compuse un poema que pudiera describir la sensación que
experimentaba cada vez que lo tenía cerca.
En ellos me pierdo, nado.
En ellos me miro, sueño.
Siempre luminosos, nunca opacos.
Ambos hermosos, vestidos de negro.
Ojos extranjeros.
—No podemos —dijo Mariana al rescate—. Aún no terminamos el trabajo.
—Está bien, está bien. —Rodrigo se levantó tan rápido que perdió el
equilibrio y cayó en la cama riéndose. Mariana y yo lo ayudamos a levantarse
y lo llevamos hasta la puerta.
—Sube con cuidado —dije, y de inmediato Mariana me recomendó que lo
acompañara hasta el cuarto de Tín y Máximo.
—Puede caerse.
Rodrigo pasó su brazo sobre mis hombros y yo lo sujeté por la cintura
mientras subíamos las escaleras. La verdad es que pesaba mucho y estuvimos
a poco de caernos cuando el mexicano tropezó en los últimos escalones.
Caminamos hasta la habitación de los chilenos y Rodrigo permaneció un
rato ahí conmigo.
—Gracias Eddie.
—¿Eddie?
—Simplemente se me ocurrió. —La sonrisa de Rodrigo me parecía tan
hermosa. Todo de él me parecía hermoso. En esos minutos que estuvimos ahí,
pensé en la canción Black is the color of my true love's hair. Al igual que Nina
Simone, los cabellos de la persona que yo amaba (¿amaba?) eran de un negro
muy oscuro, pero la que sería mi banda sonora en esos momentos se vio
interrumpida por un reggaetón que nos impactó con fuerzas cuando Emiliano
abrió la puerta del cuarto y corrió al baño.
—Nos vemos mañana —dije.
—Descansa —Rodrigo se despidió con la mano y cerró la puerta.
Al volver al cuarto, me sorprendió encontrarme con las luces apagadas y
Mariana acostada del lado de la pared.
—¿Ya lo sabes, cierto? —pregunté quitándome los zapatos y refugiándome
bajo las sábanas.
—¿Qué cosa? ¿Que botas la baba por Rodrigo?
—¿Cómo lo supiste?
—Solo espero que algún día, alguien me mire como tú lo mirabas esta
noche.
4
Ascender la montaña
5
A 196 metros de altura
6
Fuera de órbita
7
Galaxia vacía
8
Itzel
9
Choque de planetas
La primera cita fue en un café iluminado por las luces que colgaban de los
árboles, como si se trataran de estrellas en el cielo nocturno. Las personas
fumaban y conversaban (cerveza en mano) de pie, tirados en el césped o
sentados en los cojines que había en ese patio.
"Bohemio" fue la palabra que pasó por mi mente al ver la pequeña tarima y
una pared llena de grafitis de escritores reconocidos. Ahí estaba Shakespeare,
Virginia Woolf. El hombre sonriente de bigote era García Márquez y a su lado
estaba Cortázar.
Si la ola artística de Bogotá se reunía en algún sitio, estaba seguro de que
debía ser ahí. Había poetas, fotógrafos, músicos. Yo quería ser escritor, pero
no me sentía con las habilidades sociales de las que gozaba el chico que bebía
un cóctel mientras explicaba el sentido del cuento que acababa de leer.
—¿Va a ordenar algo? —me preguntó el encargado de la barra, un hombre
atractivo que debía tener cuatro o cinco años más que yo y lucía una barba
muy bien cuidada.
—Estoy esperando a alguien.
Él asintió mientras atendía a una chica de cabello corto, que tenía tatuada
una libélula en el cuello.
Por poco dejo caer unas botellas de la barra, cuando vi que Rodrigo me
estaba llamando.
—¿Dónde estás? —fue lo primero que me preguntó mientras empujaba la
puerta de cristal con el hombro y el brazo que tenía libre—. ¡Ya te vi! —Colgó
el celular y sonrió.
Había regresado de San Andrés la madrugada de ese día. Su piel, que
normalmente era pálida, estaba teñida de rojo y sus labios estaban partidos por
el sol. Imaginé lo raro que debía sentirse besarlos.
—Así que estamos de espías —fue lo primero que dijo, estrechándome la
mano y dándome un abrazo.
¿Cómo sería su cuerpo desnudo?, fue una pregunta que surgió en mi
cabeza al verlo sentado a mi lado, quizás con la misma fascinación con la que
un escultor detallaría cada curva, cada músculo de su modelo.
—Así es. —Le señalé la mesa que estaba en una esquina, donde Mariana
conversaba con un muchacho—. Nuestra misión es asegurarnos que no la
secuestren.
—¿Y dónde está Gaby?
—Me imagino que afuera hablando por celular. Se la ha pasado peleando
con su exnovio o novio. Ya no sé ni qué son.
—¿Quieres tomar algo? —me preguntó de repente.
Asentí y dije el nombre de la primera cerveza que se me ocurrió. No era
muy fan de las bebidas, así que me daba igual elegir cualquiera.
—Salud —dijo Rodrigo cuando nos entregaron las cervezas.
—Salud —repetí dándole un sorbo.
Conversamos sobre lo que pensábamos hacer en los días que nos quedaban
de la semana. Esa noche era Jueves Santo. Le confesé que no tenía nada
planeado y él me dijo que podríamos visitar el Museo Botero. ¿Cómo en una
cita?, me vi tentado a preguntarle.
Recordé su mensaje en el que me preguntaba qué tenía pensado hacer esa
noche.
"Acompañaré a Mariana, de incógnito, en una cita que tiene con un chico
que conoció en Tinder", fue mi respuesta.
“Puedo ir si te parece bien. No tengo nada que hacer”.
“Claro que quiero”, pensé de inmediato.
Rodrigo invitó la primera ronda. Yo pagué la siguiente. Luego él volvió a
ordenar, después yo. Más tarde perdí la cuenta de cuántas cervezas
llevábamos.
En ese momento una chica saludó desde la tarima a todos los asistentes y
empezó a cantar el reggae Is this love de Bob Marley.
Con tanto alcohol en mi cuerpo supe que tenía que parar. No podía perder
el control y dejar que mis instintos guiaran mi comportamiento, sin embargo,
Rodrigo me parecía tan hermoso bajo las luces que le iluminaban el rostro. Lo
quise tanto en ese instante, y supe que con él no me embargarían las dudas que
había sentido con el francés en la discoteca.
I want to love you, and treat you right
I want to love you, every day and every night
Sentí que la canción hablaba por mí. Decía lo que no me había atrevido ni
siquiera a aceptar. Estaba enamorado. No me cabía ninguna duda. Decir que
una persona te hace sentir como en casa me parece una expresión muy trillada,
pero las sensaciones que experimenté allí sentado eran de calidez, seguridad,
amor. Un amor que iba más allá del mero deseo sexual.
—Quiero decirte algo —solté.
Rodrigo acercó su cabeza a mi rostro para poder escucharme por encima
de la música, pero las palabras estaban atascadas en mi boca. Por más que me
esforzaba por pronunciar mis sentimientos, no era capaz de manifestarlos en
voz alta.
Quizás fueron los tragos, o las luces, los que no me permitieron actuar con
sensatez. No caí en cuenta de lo que estaba sucediendo, sino varios segundos
después. Me sentí arrastrado hacia Rodrigo mientras pensaba en todas las
cosas que me atraían de él. Me aparté temeroso por su reacción, pero su
respuesta fue casi igual que mi pregunta. Un beso que llevaba mucho tiempo
deseando hacer realidad. No me importaba que nos estuvieran viendo. Nos
besamos por el resto de la melodía.
Todo suena muy perfecto, hermoso, pero para nada cierto. Sí hubo miradas
y deseo contenido. No me atreví a besarlo ni decirle lo que sentía, él tampoco
lo hizo... Siempre culparé a la canción por haber terminado tan rápido.
—¿Qué es lo que tienes que decirme?
—Creo que estoy borracho —dije, lento, para exagerar los efectos del
alcohol sobre mi cuerpo—. Iré al baño un momento. —Y al levantarme, lo
hice de forma tan brusca que empujé una cerveza que estaba en la barra. El
sonido de la botella al partirse causó tal estruendo que todos se giraron en mi
dirección.
—¿Qué le pasa, huevón? —gritó un sujeto gordo que estaba ebrio. Al
parecer era el dueño de la cerveza.
—Lo siento.
—¿Es que está ciego? —Me empujó con tanta fuerza que me lanzó al
suelo, muy cerca de los cristales. En ese momento no me di cuenta del vidrio
que me había clavado en la palma de la mano.
Rodrigo me ayudó a levantarme y le devolvió el empujón al hombre.
—No creo que la miopía cuente como ceguera —dije riéndome. No quería
actuar asustado, pero tenía mucho miedo.
—Así que salió payasito. —La molestia del gordo era evidente.
—Tranquilízate. —Rodrigo trató de mediar la situación. En su lugar,
obtuvo como respuesta un manotón por parte del borracho. La sangre tiñó los
mismos labios que aún no se curaban por el sol y que solo segundos antes me
moría por besar.
En ese momento traté de abalanzarme contra el sujeto, pero alguno de los
asistentes del café me sostuvo por detrás. Mariana, que no parecía entender lo
que sucedía, se levantó de la mesa corriendo y se acercó a nosotros.
—Vámonos de aquí. —Ella me sujetó del brazo y le dijo a Rodrigo que
nos siguiera.
—¿Lo conoces? —le preguntó el muchacho con el que había tenido la cita.
Ella lo ignoró.
—¡Que calmarme ni que nada! —gritaba el hombre a las personas de su
grupo que trataban de tranquilizarlo—. No ve que ese costeño maricón me tiró
la cerveza.
—¿Y si soy marica cuál es el problema? —le dije furioso dándome la
vuelta.
—¡Ya, Eduardo! —Mariana me dio un pellizco en el brazo.
En ese momento Gaby apareció en escena, justo detrás de un oficial de
policía.
—¿Qué pasa? —preguntó al vernos en el centro del conflicto—. ¡Estás
sangrando!
*
Mariana parecía muy molesta y Rodrigo permaneció en silencio durante
todo el trayecto en el taxi. La única ocasión en que dijo algo fue al despedirse
de nosotros.
Me sentía como una basura. Apreté mi mano dentro del bolsillo para
posponer el llanto. Solo cuando estuve en mi cuarto me desmoroné sin
entender con exactitud por qué lloraba. No sabía si era por la impotencia o la
rabia de no ser tan fuerte como para enfrentarme al hombre del café. A lo
mejor lloraba por la vergüenza que había pasado delante de Rodrigo.
Finalmente, supe que la razón por la que no podía dejar de sollozar era por el
rechazo.
Maricón. La palabra me taladraba el cerebro. No era la primera vez que la
escuchaba como insulto, sin embargo, al recordar esa expresión dirigida contra
mí, no podía evitar sentirme como una basura. Maricón. La palabra seguía
resonándome en el cráneo y era un recordatorio de que incluso cuando me
sintiera feliz, como lo estaba con Rodrigo, el desprecio podía irrumpir como
un enemigo silencioso y violento.
10
Rodrigo
Sus ojos buscaban perderse entre las letras del libro, en el papel
amarillento, pero no podía concentrarse.
—¿Hoy no irás a la casa de Itzel? —preguntó Celeste, maquillándose
frente al espejo que tenían en la habitación.
—Estoy muy adolorido. —Fue su excusa. No le contó por qué tenía el
labio hinchado. Ella tampoco se preocupó por saber—. Diviértete tú.
—Eso haré. —La chica caminó delante de él, como si estuviera en alguna
pasarela. Era irresistible—. ¿Cómo me veo?
—Bien guapa.
—Por eso te amo. —Celeste le dio un beso en la frente y salió corriendo
del cuarto, dejando una estela de su perfume y el brillo de sus cabellos rubios.
Escuchó una bocina fuera y luego los golpes de la punta de los tacones.
Trató de continuar leyendo. Se aburrió después de un rato y decidió dar un
paseo. No se molestó en llevar su celular porque no tenía pensado hablar con
nadie, ni responder ningún mensaje. Pensó que podría ir a cualquiera de los
bares que estaban en su cuadra, y así lo hizo, cuando se vistió con un suéter
más grueso y su chaqueta de cuero.
Encendió un cigarrillo para calentarse un poco y salió del edificio
esperando que la brisa no se lo apagara. Bogotá era una ciudad que nunca
dormía. Podía ver ese espíritu de vigilia en los rostros de las mujeres vestidas
de negro y expectantes de las historias que traería la noche; en los grupos de
hombres que, como él, fumaban justo afuera de los establecimientos o en los
vendedores que estaban en las esquinas y te proporcionaban cigarros, maníes,
dulces, y mota, si eras discreto.
Rodrigo pasó de largo los antros en los que sonaban las rancheras y se
detuvo justo en el lugar donde las luces de neón le daban la bienvenida.
Le dio una última calada al cigarrillo y lo lanzó a un lado.
Agradeció que la barra estuviera vacía y ordenó una pinta de cerveza
negra, mientras cruzaba miradas con una chica que estaba en el fondo. Ella
levantó su botella como diciendo “Salud” y él le devolvió el gesto. También
estaba sola.
Por más que mirara a otras direcciones, siempre que regresaba al inicio
estaba siendo observado por esa chica, quién después de un rato le dijo que se
acercara. Rodrigo se negó con la cabeza y en cambio le señaló la silla vacía
que estaba a su lado.
“Ven tú”. Y ella lo hizo.
—Parece que alguien estaba en la playa —fue lo primero que dijo al
sentarse.
—¿Quieres algo?
—Una cerveza me parece bien. —La joven se acomodó algunos mechones
de cabello que se habían salido de su lugar. Era muy atractiva, casi como esas
compañeras que estudiaban con él y trabajaban medio tiempo como modelos.
Intercambiaron sus nombres y ella lo sometió a un interrogatorio, al que ya
estaba acostumbrado. Que si no era de ahí, que si le gustaba Colombia, que
cuando se iba…
Por su parte, Lina le contó que había terminado con su novio el día
anterior.
—Podemos ir a mi casa —le propuso después de un par de cervezas. La
forma como ella lo miraba le recordó a otra persona.
—Mi apartamento está más cerca. —Celeste no iba a regresar hasta al día
siguiente, así que tenía el cuarto para él solo.
La cerveza lo hacía sentir un poco mareado.
—Me parece bien. —Lina le acarició el muslo, luego ascendió hasta llegar
a su entrepierna—. Vámonos ya.
Rodrigo pagó la cuenta y juntos salieron del bar.
—¿Fumas?
Lina asintió.
Se detuvieron en un parquecito donde un grupo estaba tomando
aguardiente, y allí esperaron que el cuerpo del cigarrillo se convirtiera en
cenizas que fueron arrastradas por el viento.
De un momento a otro, Lina lo besó y Rodrigo sintió una descarga de
dolor. Le dijo que tuviera cuidado con su herida y ella en su lugar le besó el
cuello, las manos y trató de bajarle la cremallera.
—Calma.
—Déjate llevar. —Caminaron hasta una parte oscura del parque y allí Lina
se arrodilló.
La adrenalina de ser descubiertos en cualquier momento le resultó
excitante. Se quitó la correa, se desabrochó y dejó que los labios de ella lo
besaran tanto como quisieran.
—Mejor no. —Rodrigo se acomodó el pantalón a toda prisa y ayudó a
Lina a ponerse en pie.
—¿Por qué no? —preguntaba ofendida, forcejeando con él.
—Estás muy borrasha.
—¿Acaso eres mi papá? —Ella lo golpeó en el pecho en repetidas
ocasiones.
—Cálmate, Lina.
—¿Quién te crees que eres? ¿Felipe?
Pronunciar el nombre de su exnovio bastó para que las lágrimas
aparecieran y su rabia se convirtiera en un llanto incontrolable. Rodrigo la
abrazó para que se tranquilizara.
Caminaron hasta la calle y detuvieron un taxi. Rodrigo la acompañó a un
apartamento cerca de la Iglesia Lourdes, y no se fue hasta que ella entró.
Desde la ventana, Lina se despidió con la mano. Él le sonrió y luego se dirigió
a su casa.
Observó la herida en el espejo del baño y maldijo al hombre que lo golpeó.
Se cepilló los dientes con mucho cuidado y luego se vistió con su pijama.
Una vez estuvo arropado, empezó a acariciarse. Primero tocó su estómago,
luego deslizó sus manos por sus vellos y se detuvo en su miembro. No tardó ni
diez segundos en estar completamente erecto. Se acarició. Primero de forma
lenta, luego más enérgico. Podía sentir cómo su corazón latía con fuerzas.
Abrazó la almohada imaginando un rostro, repitiendo un nombre en su mente.
Contuvo el aliento cuando se sintió cercano al orgasmo.
Con el placer también le llegó una sensación de tristeza asociada a ese
acto. Buscó una media para limpiarse y, mientras recorría desnudo el cuarto,
fue consciente de su soledad de un modo en el que nunca antes había pensado.
11
Películas sin presupuesto
12
Girls Night Out
13
De una noche
14
Cita a ciegas
Frotó sus manos, no porque tuviera frío sino por los nervios. En su cita
anterior había llevado a sus amigos como guardaespaldas. Pero en esta ocasión
optó por ir sola, y se arrepintió cuando vio al hombre acercarse hasta su mesa,
preguntarle si era Mariana y sentarse ante su asentimiento. Pablo era de esas
personas que se veían más atractivas en fotos.
“De todas formas el físico no lo es todo”, pensó para convencerse “pero al
menos que se eche perfume”.
Le resultaba tan aburrido todo el proceso de conocer a una persona. A
veces quería ser como Gaby que solo se acercaba y lograba sacarle
conversación hasta a la persona más amargada.
Por su parte, Mariana se consideraba muy tímida para hacer eso. Prefería
que un intermediario, en ese caso una aplicación, estableciera el primer
contacto. Ella se encargaría de lo demás.
—¿Y qué te gusta hacer?
—Nada particular. Escuchar música, leer… —Le faltó decir que disfrutaba
los paseos en la playa, los picnics bajo las estrellas y todas esas palabrerías
que se publicaban en las páginas de citas. Recordó la descripción de su tía
Margarita en un portal para conseguir marido. “¿Así de ridícula me vería yo en
estos momentos?”.
Desde que se estrecharon la mano no había sentido la química (ni la física
cuántica y mucho menos la biología), quizás debido a la mugre de sus uñas, su
aroma particular que era consecuencia de no usar desodorante “como posición
política contra las multinacionales que probaban sus productos en animales” y
el sarro de sus dientes.
Él trató de tomar su mano. Mariana lo detuvo en el acto y le dijo que tenía
que irse cuanto antes, porque le había surgido un imprevisto.
—Pero si ni siquiera hemos ordenado.
—Cómete una hamburguesa por mí —dijo levantándose de la mesa—, o
una ensalada por eso de que eres vegetariano.
Salió a toda prisa del restaurante y abordó el primer taxi que pasó vacío.
Eliminó la aplicación de su celular y se prometió no volver a ir a una cita a
ciegas. Muy pronto tendría que retractarse de su promesa, porque un fin de
semana cualquiera recibió un mensaje en el que le preguntaban acerca de los
planes que tenía para esa noche.
“¿Quién carajos es Octavio?”, fue lo primero que pensó, pero bastaron uno
o dos segundos para que lo recordara. Era el chico con quien se encontró en el
café donde se había formado la pelea de Eduardo.
Le respondió que no tenía nada en mente y él la invitó a una fiesta que
organizarían sus compañeros de la facultad de psicología.
“Puedes llevar a tus infiltrados”, le dijo, y Mariana sintió la misma
vergüenza que había experimentado cuando su cita descubrió que no había ido
sola.
Invitó a sus amigos al plan de esa noche. Todos aceptaron, incluso
Antoine, el francés que estaba saliendo con Gaby. La única persona que se
negó a ir fue Eduardo.
—No me siento de ánimos —fue su respuesta.
—¡Qué casualidad que hace más de un mes no te sientes de ánimos! —le
soltó molesta por la actitud que estaba tomando. “¡Ni siquiera sabes si te
corresponde!”, habría querido decirle, pero se contuvo.
—Anda, vamos —le dijo Itzel—, me prometiste que ibas a salir con
nosotras.
—Sé lo que dije, pero es que…
—Nada de excusas. —Itzel se levantó—. Él va a ir, no hay nada más de
que hablar.
—Pero…
—Sin peros.
Le sorprendió la determinación de la mexicana.
Todos se fueron a cambiar. Tín, Cami y Máximo se unieron al grupo y,
cuando el reloj marcó las diez de la noche, llamaron dos taxis para dirigirse al
sitio. En un vehículo iban Eduardo, en el asiento del copiloto, y Gaby, Antoine
y Mariana apretujados en la parte de atrás. Itzel, Cami, Tín y Máximo iban en
el otro.
Había decidido ignorar al chileno desde el día en que se besaron. “Fue
porque estaba borracha”, se defendió cuando Máximo le mencionó el beso
entre ellos, pero era mentira. Tenía plena consciencia de lo que estaba
haciendo y, aunque le avergonzara admitirlo, solo lo besó para divertirse esa
noche.
—Creo que es aquí —dijo el taxista. Ella comprobó la dirección que le
envió Octavio. Era la misma.
El sitio no tenía aspecto de ser una discoteca. Las únicas razones por las
que supo que estaban en el lugar correcto, fue por el afiche que anunciaba la
fiesta y la música a todo volumen. Esperaron afuera de esa casa hasta que
llegó el otro taxi con el resto de su grupo.
—Pensé que no vendrías —le dijo Octavio cuando Mariana y el resto de
sus amigos entraron al patio trasero que estaba repleto y donde un DJ
mezclaba la música electrónica.
—Soy una mujer de palabra —dijo ella y recibió la cerveza que él le había
dado.
“Nunca recibas una cerveza de un extraño”, solía advertirle su mamá
siempre. Pero ahí estaba ella dándole un sorbo.
—¿Bailamos? —le preguntó. Mariana movió la cabeza afirmativamente y
empezó a imitar los movimientos de las personas que estaban a su alrededor.
Luego miró a Octavio—. Eres hermosa.
No sabía qué decir a esa clase de comentarios. Se limitó a sonreírle.
A su grupo de amigos se habían sumado Jorge, Baptiste y Joaquín, los
amigos de Itzel con los que habían salido meses atrás.
Cuando ella terminó su cerveza Octavio le entregó otra.
—¿La estás pasando bien?
Ella asintió.
En algún punto del baile sintió que las manos de Octavio bajaron
demasiado por su espalda. No quería parecer ruda apartándoselas. Tampoco se
sentía cómoda. Aprovechó el cambio de canción para poner un poco de
distancia entre ellos.
¿Por qué no podía ser como Gaby, que no le prestaba atención a esas
insignificancias al bailar?
—Eres hermosa —le volvió a decir él y se marchó unos minutos. Al
regresar, traía una nueva cerveza para ella. Mariana se negó a recibirla—. ¿Por
qué?
—Ya he tomado mucho.
—No, no lo has hecho.
La aceptó un poco sorprendida por el tono de voz que él había empleado.
Tiró el contenido de la botella en la menor oportunidad. Mientras bailaba, hizo
señas a sus amigos para que la rescataran de ese hombre que no dejaba de
adularla. Ninguno la vio. Miró a Itzel que bailaba con Jorge, a Tín que se
movía con una chica que había conocido en la fiesta. Incluso Eduardo estaba
con Baptiste. ¿Acaso era la única que no la estaba pasando bien?
No lograba entender por qué aceptó ir a otro lado con Octavio, cuando él la
tomó de la mano, la guio a una habitación pequeña que estaba al fondo de ese
patio y la besó. Al principio no dijo nada porque no la estaba pasando mal.
Solo cuando él deslizó la mano por debajo de su vestido, ella le puso freno a la
situación.
—No me toques...
—¿Acaso la estás pasando mal?
—¡Suéltame!
—¡De aquí no te vas! —exclamó él con rabia. Mariana gritó, pero sabía
que era en vano porque la música estaba muy alta.
15
Corazones que brillan
Abril le dio lugar a mayo y los días transcurrieron como si alguien hubiese
adelantado ciertas escenas de una película, solo para saltarse las partes
aburridas.
En todo ese tiempo Rodrigo no volvió a visitar Turkos, aunque sí me
respondió los mensajes, varios días después, de una manera cortante que me
dio a entender que no le interesaba hablar conmigo.
En la vida nada es como en las películas, o al menos como en las grandes
producciones. Más bien, mi destino era como el argumento de alguna
producción independiente de un director latinoamericano, y los personajes
éramos actores naturales, humanos que seguían adelante. Quise estar enojado
con Rodrigo, deseaba odiarlo, pero no podía. Tampoco podía sacármelo de la
cabeza, aunque Baptiste me mirara desde un asiento a pocos metros.
No había dejado de observarme desde que llegó con Jorge y Joaquín, y yo
hacía un esfuerzo para mantener la vista en la cerveza. Ya llevaba un buen rato
tomando y me sentía muy mareado.
Cuando me invitó a bailar, me sorprendió escuchar lo fluido de su español.
Di un sorbo a mi cerveza mientras él se acercaba más a mi cuerpo, pegaba su
rostro sudado al lado del mío y se meneaba al ritmo de la canción. Me hubiese
gustado tanto que Rodrigo me viera en esos momentos.
Era la primera vez que me divertía en mucho tiempo. Miré a los ojos a
Baptiste y no me hubiese molestado que esos labios, rodeados por una barba
rubia, me besaran. Acaricié su mejilla y le di un beso. El alcohol era el
verdadero responsable de ese comportamiento. De estar sobrio ni siquiera me
hubiese levantado a bailar con él.
—¿Alguna vez te has enamorado? —La pregunta me tomó por sorpresa.
Sentí una punzada de culpa al recordar cómo había rechazado bailar con él
en otra fiesta. Fingí no entender su pregunta y él la repitió, tratando de hacerse
escuchar sobre el sonido de la música. Sus palabras desprendían un aroma a
aguardiente.
—Creo —fue todo lo que dije.
—¿Qué crees?
—Que sí me he enamorado.
¿A dónde iría todo esto? ¿Acaso su pregunta le daría lugar a una
declaración de su parte? “No seas iluso, apenas lo has visto dos veces en toda
tu vida”.
Él me miró fijamente. No me sentí capaz de sostenerle la mirada, así que
me giré a un lado buscando a mis amigas. Itzel bailaba con el boliviano y
Gaby estaba apoyada en una pared mientras Antoine la besaba como si no
hubiese nadie más. No vi a Mariana por ningún lado.
A lo mejor está conociéndose mejor con Octavio.
—El amor es mierda. —Baptiste encendió un cigarrillo y, sin yo
preguntarle, me contó que esa semana había terminado con su novio de
Francia. Me preguntó el nombre de la persona de quien me había enamorado o
de “aquella que te rompió el corazón”.
Permanecí en silencio mientras él repetía nombres intentando atinarle al
correcto. En ningún momento mencionó Rodrigo, quizás porque la música dio
lugar a los gritos de las personas cuando ella apareció empapada de sangre.
Mi corazón se disparó al verla. No entendía qué pasaba… Mi mente no era
capaz de imaginar por qué Mariana caminaba con una expresión helada y
temblaba como si se muriera de frío.
Corrí hasta donde ella. Gaby, Itzel Máximo, Jorge… Todos nos reunimos a
su alrededor. A pesar de que le hicimos toda clase de preguntas, ella no
contestaba. Dejó caer una botella rota en la que hasta ese momento me había
fijado y nos miró a todos con una expresión de ira en su rostro. No mencionó
ni una palabra, se limitó a caminar.
—¡Llamen a una ambulancia! —gritó una persona, cuando observaron la
sangre que manaba de la cabeza de un muchacho que no paraba de chillar y
que venía de la misma dirección en la que había aparecido Mariana.
—No te vas a ir —dijo alguien sosteniéndola del hombro y ella respondió
con una bofetada que resonó por encima de los murmullos y los gritos de
Octavio, que era la persona que estaba sangrando.
La seguimos hasta la salida y solo cuando estuvimos dentro del taxi, y
alejados varias cuadras de aquel lugar, ella se permitió llorar y nos contó lo
que había sucedido: Octavio tratándose de sobrepasar, Mariana pidiéndole que
dejara de tocarla, un hombre dispuesto a violarla, un forcejeo y ella partiendo
la botella contra la cabeza de él.
—No me importa si pude matarlo —dijo, como si estuviera respondiéndole
a una voz dentro de su cabeza—. No le iba a dejar que me hiciera daño.
Nadie dijo nada. Yo por mi parte no sabía ni qué hacer, solo le estreché la
mano durante el resto del viaje.
Cuando llegamos a Turkos, nos dirigimos al cuarto de ella y Gaby, y los
tres nos acostamos en la cama. A lo mejor pensábamos que la cercanía de
nuestros cuerpos nos mantendría a salvo y alejaría cualquier rastro de miedo.
Estuvimos hablando un buen rato sobre todo y nada en particular. Mariana
había dejado de llorar y, a juzgar por su voz, podría decirse que ya estaba más
tranquila. Hablamos de lo rápido que transcurría el tiempo y me fue imposible
no pensar en esa mañana de enero en la que aterrizamos en Bogotá sintiendo
de inmediato la diferencia del clima y el tamaño de la ciudad que se extendía
delante de nosotros.
Tomamos un taxi tratando de neutralizar nuestro acento y fingiendo saber a
dónde nos dirigíamos, a pesar de que no teníamos ni idea.
“Los capitalinos huelen la inseguridad. Si el taxista se da cuenta de que
estamos perdidos nos llevará por el camino más largo y las rutas más
congestionadas para que paguemos más”, nos explicó Gaby, antes de
montarnos en el auto. Fue ella quien se sentó en el asiento del copiloto y le
mencionó el camino que debía tomar para llegar a la casa de su tía, que era el
lugar donde dejaríamos nuestras maletas mientras visitábamos las residencias
de estudiantes que habíamos encontrado en internet.
Pensamos que la elección de casa sería un asunto rápido. Qué equivocados
estábamos.
En unas solo había un cuarto disponible, en otras solo aceptaban hombres y
estaban demasiado lejos de la universidad. Algunas eran muy pequeñas, otras
demasiado caras. Estuvimos cerca de tres horas recorriendo la localidad de
Chapinero y tachando todas las casas que ya habíamos visitado.
Solo nos faltaba una.
Sin muchas esperanzas, caminamos hasta la residencia llamada Turkos
House. Mariana fue la encargada de tocar el timbre y presentarse ante la
anciana que nos abrió la puerta. Se llamaba Estela. Le contamos que
buscábamos una habitación individual para mí y otra para compartir. Le
hablamos de la carrera que estudiaríamos y en qué universidad.
Mientras recorríamos la casa, nos cruzamos con una chica de ojos
marrones y con un indiscutible acento mexicano que nos saludó y le pidió la
contraseña del wifi a la dueña de la casa.
La señora Estela nos contó de los residentes que había hasta el momento y
enumeró las ventajas que tenía el vivir allí: la casa estaba ubicada a solo diez
minutos caminando de la Universidad Javeriana, tendríamos nuestra propia
llave, podríamos hacer uso de la cocina y la lavadora. También tenía agua
caliente, internet y una cuenta de Netflix. Incluso el costo se ajustaba a nuestro
presupuesto.
—¿De casualidad hay fantasmas? —pregunté en broma, recordando todos
esos programas y películas en los que la casa perfecta terminaba estando
poblada de toda clase de espíritus.
—No, no los hay —fue la respuesta, entre risas, de la señora Estela.
Gaby fue la primera en caer dormida. Mariana y yo seguimos hablando un
rato y ella me agradeció por haber derramado la cerveza y se disculpó por
haber estado molesta conmigo ese día. Me prometió que nunca volvería a
utilizar una aplicación para salir con desconocidos y yo le aseguré que no
volvería a quedarme encerrado solo porque estaba triste.
*
La lluvia golpeaba con fuerzas las ramas de los árboles, los techos de las
casas y sin duda tus cabellos despeinados, mientras corrías sin poder hacer
nada para protegerte, excepto avanzar. Avanzar por caminos que ya había
recorrido yo y por los que ahora tú ibas, apresurando tu paso.
Mariana y Gaby debían seguir dormidas. Después de desayunar, la cama
en la que habíamos dormido los tres se tornó incómoda. Por esa razón preferí
regresar a mi cuarto y permanecer solo, esperando que el domingo se
escurriera.
Cerré las ventanas y me acomodé debajo de las mantas y cobijas, mientras
afuera las personas se refugiaban en los portales de las casas, en las tiendas de
barrio o en cualquier lugar que tuviera un techo encima. Muy seguramente tú
estabas cerca. No lo suficiente para tu gusto. Tal y como me contaste, los
vendedores te ofrecieron un paraguas. Negaste con la cabeza. No tenías dinero
en los bolsillos.
Trataste de entender qué fue lo que te llevó a, de repente, ponerte los
zapatos y salir de tu casa sin decirle nada a nadie.
Hacía tanto frío que te era inevitable tiritar y no podías controlar tus
movimientos. Por otro lado, estaba la neblina, esa capa que te obligaba a
avanzar a tientas, mientras unos espíritus emergían frente a ti, a toda
velocidad, sosteniendo sus paraguas.
De seguro te sentiste en un laberinto como el de Teseo. Caminaste
siguiendo el hilo de la memoria, ese que te acercaba al recinto donde te
esperaría el Minotauro.
"Estoy cerca", te dijiste al ver Turkos House. "Ya casi". Tocaste el timbre.
El sonido agudo espantó el sueño que empezaba a apoderarse de mí. Agucé
el oído para escucharte, pero el ruido de las gotas contra los cristales era
superior.
La persona que te abrió, al verte todo mojado, debió entregarte una toalla.
Seguro fuiste a la cocina, luego al pasillo, los últimos metros de la madeja de
Ariadne. Te quedaste de pie unos segundos en la puerta, quizás esperando
secarte o pensando en las palabras que dirías, esas que te daba miedo
pronunciar.
No supe quién era la persona que tocaba mi puerta. Solo era capaz de ver
la sombra en la ranura inferior. Volviste a tocar.
“Debe ser Mariana”, pensé mientras abría.
—Lo siento, Eddie —fue todo cuanto dijiste.
Mi corazón dio un vuelco y todas las barreras que había construido en mi
cabeza se vinieron abajo. No pude evitar sonreír. Se veía ridículo envuelto en
una toalla y con toda la ropa mojada.
Lo invité a pasar y cerré la puerta.
Por más que me repetía que él no me importaba, por más que me decía que
su ausencia no me afectaba en lo absoluto, sabía que todo era una mentira.
Mentía para engañar a mi cerebro y por un tiempo pensé que mis esfuerzos
estaban dando resultados, pero al verlo frente a mí, cambiándose con la ropa
seca que le presté, me demostró lo equivocado que estaba.
Miré de reojo la belleza de su torso desnudo. Cuánto hubiese deseado besar
cada espacio de su pecho lampiño. Me di la vuelta cuando se iba a cambiar el
pantalón.
—Ahora si estoy presentable para hablar —empezó diciendo.
Lamentaba haber actuado de la manera que lo hizo. Mientras hablaba, tuve
la impresión de que me quería decir algo, pero no se atrevía, no encontraba las
palabras apropiadas. Su cara se enrojeció, quizás por la vergüenza o la
impotencia.
En ese momento una voz en mi cabeza me gritó que me arriesgara, que le
dijera lo que sentía. ¿Acaso no era evidente? Me daba mucho miedo perderlo.
¿Cómo podía continuar una amistad cuando una de las partes se moría por la
otra? Pensé que la solución era callar. No decir nada y vivir en ese amor
silente, pero cuando vi que las lágrimas estaban a punto de salir de sus ojos
descubrí el problema. No es que Rodrigo no encontrara las palabras correctas,
sino todo lo contrario. Él sabía a la perfección lo que quería decir y eso le
causaba terror.
Me sorprendió verme reflejado en él como si fuéramos la misma persona.
Lo miré a los ojos, esos ojos tan asustados, y luego contemplé sus labios.
Quise que me besara con los besos de su boca. ¿Cómo se sentiría tocar su piel?
Tener a Rodrigo allí era el mayor de los cantos, una banda sonora perfecta que
me recordaba cada momento que habíamos pasado juntos, era como un poema
que hablaba acerca del amor.
Sin pensarlo, porque de hacerlo no me hubiera atrevido, lo besé. Torpe por
la inexperiencia, ansioso porque no quería desaprovechar el tiempo.
Él se apartó, sorprendido.
“Mierda”, gritaba mi mente cuando razonó lo que había hecho.
—Perdóname —dije avergonzado.
Rodrigo me devolvió el beso como si sus labios pudieran decir lo que las
palabras no se atrevían a expresar. Acarició mis cabellos y mi cuerpo, y yo
hice lo mismo. Besé su piel, sus manos, su pecho.
No pensé en el tiempo, que nos jugaba en contra, y creo que fui la persona
más feliz mientras mi alma se sabía correspondida. En ese momento recordé el
último verso de un poema de Wislawa Szymborska que me gustaba mucho:
nuestros corazones brillan en la oscuridad.
Afuera seguía lloviendo.
*
Esperando a mi musa te vi llegar.
Me sorprendió la informalidad de tu traje, tus cabellos desordenados.
Debo confesar que me intimidaste, pero al ver tu sonrisa descubrí el
secreto:
La inspiración también viene vestida de hombre.
16
Turkos House
Del otro lado de la puerta las risas, uno que otro grito, el timbre, los golpes
en la mesa, el tintineo de las botellas, la música, las conversaciones a gritos…
Sería cuestión de horas para que todo eso llegara a su fin.
Estaba acostado, mirando directamente una mancha en el cielorraso. Era la
primera vez en todo ese tiempo que me fijaba en el círculo, producto, a lo
mejor, de la humedad del baño que estaba en el segundo piso.
Nadie lo mencionó, pero todos sabíamos de antemano que esa sería nuestra
última fiesta juntos.
Me fijé en el libro que estaba en la repisa. No lo había terminado aún. Me
resultó curioso no haber podido leer ¡Que viva la música! por estar viviendo
en las fiestas casi todos los fines de semana. María del Carmen Huerta, la
protagonista de la novela, debía sentirse orgullosa de mí.
Recordé el pasaje donde ella le pide a su amigo, Ricardito Miserable, que
le traduzca la canción en inglés que está sonando en la rumba y ella lo nombra
su intérprete. “¿Para siempre?”, le pregunta él y ella es honesta. “No, lo siento.
Sería injusto prometerte tanto. Solo por esta noche, pero si me conoces sabrás
que mis noches son largas...”.
Quería estirar el tiempo y que esa noche durara por siempre. Me parecía
una burla del destino haber sido correspondido justo cuando el tiempo estaba a
punto de agotarse. ¿Qué habría pasado si el día del café, en lugar de tropezar
con la cerveza, hubiera dicho lo que sentía?
Me levanté de un salto y salí de la habitación. ¿Desde cuándo Cami y
Máximo estaban juntos? Me pregunté al verlos besándose. Tín me pasó una
cerveza y me invitó a sentarme en la silla que estaba junto a Itzel. Esa noche
no nos importaba que la señora Estela nos viera. Olivia saludó a la cámara con
un gesto en el que mantenía erguido su dedo corazón y Emiliano eructó al
terminar su cerveza antes que todo el mundo. Había dos muchachos sentados
en la mesa, pero no los reconocía de ningún sitio.
—¿Dónde está Mariana? —pregunté, pero antes de que pudieran
responderme la vi entrar con una gran sonrisa en el rostro. Llevaba puesto un
suéter nuevo y se había arreglado el cabello para esa fiesta. Me alegraba verla
feliz. Por un momento llegué a pensar que el incidente con Octavio le haría
perder el ánimo. Me demostró lo contrario.
Se sentó en la cabecera, al lado de uno de los desconocidos, y Tín fue el
encargado de presentarnos.
—Eduardo, Mariana, ellos son Esteban y Daniel.
Los saludé con un gesto de la mano y ellos levantaron su cerveza. La
música sonaba desde una bocina que estaba conectada a un computador
portátil y, cuando Gaby hizo su aparición en escena, apagó y encendió las
luces para dar la sensación de que estábamos en una discoteca.
—Siéntate, mi Gaby. —Tín se levantó ofreciéndole su puesto y ella se
negó.
—Antoine viene en camino.
—¿No vas a estar en la fiesta de despedida?
—Saldré un momento a comer. Te prometo que yo vuelvo.
Tín la abrazó un poco enrojecido y Gaby lo rodeó con sus brazos.
En ese momento le conté a Itzel que me había besado con Rodrigo.
—¡No te creo! —gritó cubriéndose la boca. Me causó gracia su expresión
de sorpresa.
—Pregúntale a Mariana o Gaby.
—¡Yo sabía que le gustabas!
—Nos vemos en un rato —la interrumpió Gaby desde la puerta de la
cocina y salió a toda prisa de la casa. Se veía tan feliz que me asustó pensar en
cómo nos sentiríamos al volver a Barranquilla.
—¿Y Jorge? —pregunté después de un rato.
—Ya regresó a Bolivia —me dijo, y enseguida agregó—. ¡No pongas esa
cara de tragedia!... Ya estoy más tranquila, bueno, digamos que tengo
sentimientos encontrados por regresar. Me muero por ver a mi hermana y mis
papás, pero no quiero dejar Turkos.
Tomé un poco de cerveza preguntándome cómo reaccionaría yo al regresar.
“Deja de pensar en cosas que ni siquiera han tenido lugar. ¡Vive el momento!”.
Le susurré a Itzel que mirara con disimulo al sitio donde Mariana
conversaba animada con uno de los amigos de Tín.
A la fiesta se sumaron varios de los nuevos integrantes que habían ocupado
las habitaciones disponibles. Para la semana entrante la mayoría de los
miembros de la casa serían otras personas. ¿Cuántas historias estarían por vivir
ellos?
En algún punto de la noche, Emiliano y Máximo encendieron un porro y
abrieron la puerta principal para que el humo no se concentrara en el interior
de la casa.
Seguí conversando con la mexicana hasta que ella me sonrió para
indicarme quién había llegado.
—Traje sabritas —Rodrigo sostenía dos bolsas de Doritos—, y un six pack
de Coronas.
—Lo más valioso. —Antes de guardar las cervezas en la nevera, Tín las
levantó delante de nosotros, imitando la escena de El Rey León en la que el
simio presenta a Simba.
Celeste también había llegado y estaba acompañada por un hombre de
barba que parecía unos años mayor que ella.
—¿Qué onda? —nos saludó Rodrigo. Itzel se levantó ofreciéndole su
asiento. Él se negó, pero ella insistió.
—Voy un segundo a mi cuarto. Si quieres cuando regrese me devuelves la
silla.
—Está bien —le dijo Rodrigo.
Sentí el impulso de besarlo, pero me controlé. Rodrigo me contó lo mucho
que se había demorado empacando. Desde el otro extremo de la mesa,
Mariana me guiñó el ojo.
—La música se hizo para bailar —gritó de repente Olivia, un poco
borracha, y nos instó a todos para que nos pusiéramos de pie. Ella bailó con
Tín unos segundos y luego apagó las luces—. Si el asunto es de vergüenza, ya
nadie los está viendo.
Aunque estábamos a oscuras, pude ver al muchacho llamado Esteban
invitando a bailar a Mariana.
Al regresar, Itzel se sumó al grupo que bailaba uno de esos reggaetones
que estaba de moda por aquella época.
Rodrigo y yo estábamos de pie. Ninguno bailaba.
“Que me invite a bailar”, gritaba mi mente. “Invítame”. Pero Rodrigo solo
se limitaba a mirarme. “¡Pinche culero, sácame a bailar!”.
—¿Bailamos? —dije por fin.
Me sorprendí mucho al pronunciar esa palabra. Rodrigo asintió, como si él
también hubiese estado esperando la propuesta, y me abrazó, movió su cintura,
sus hombros y todo su cuerpo tal y como hacían Esteban y Máximo. Apoyé
mi cabeza junto a la suya y él me acarició con sus manos la espalda, mis
brazos. En ese momento lo besé y me aferré a su cuerpo.
—¿Qué pasó aquí?
Las luces se encendieron y nos apartamos asustados, tratando de recobrar
la compostura delante de la señora Estela, pero la persona que había hablado
era Antoine. Gaby a su lado reía.
Olivia le lanzó varios doritos y Máximo repartió una nueva tanda de
cervezas.
—Casi me da un infarto. —Rodrigo acomodó la palma de mi mano en su
pecho, y mis dedos sintieron sus latidos.
En ese momento, Tín apareció sosteniendo una bandera de Chile y varios
marcadores. Estaba llorando. Quizás por culpa de los tragos, quizás por la
despedida.
—Pueden escribir lo que quieran, po. Un mensaje lindo, alguna frase que
me recuerde a ustedes.
Todos nos turnamos para dejar nuestra huella en su bandera. Él se alejó
unos metros de la mesa y secó sus lágrimas con rapidez.
Cuando llegó mi turno, no supe muy bien qué escribir. Observé las
dedicatorias de las otras personas. El "Pinche bato loco" escrito por Itzel, el
largo mensaje de agradecimiento por su amistad que empezaba con un “eche”
y terminaba con un "nojoda" de Gaby.
En ese momento recordé quizás la frase más famosa de la película
Casablanca. “We'll always have Paris”, había susurrado el personaje de
Humphrey Bogart a una Ingrid Bergman que no podía contener las lágrimas
ante la certeza de que tendría que separarse de su amante.
—Siempre nos quedará Bogotá —le dije a Rodrigo.
Él repitió la frase, la leyó mientras la grababa sobre la tela roja y luego
escribió algo relacionado con lo mucho que había disfrutado San Andrés
gracias a su compañía.
—Salgamos un momento —me propuso, después de un rato, tomándome
de la mano. Nos alejamos de la música, de las conversaciones de nuestros
amigos borrachos y salimos de Turkos House.
La noche era nuestro territorio. En una noche como esta, en la que la niebla
ocultaba la luna, te conocí. Te tenía a mi lado y no podía dar crédito de lo que
veían mis ojos. Te veían a ti, a nadie más.
El viento agitaba las ramas de los árboles y acariciaba nuestros cabellos.
Tenías la nariz roja y yo ya empezaba a sentir cómo mis músculos se
entumecían, pero no quería arruinar la perfección de ese momento. Las dos
almas que deambulaban en las calles y proyectaban una sombra (una sola
sombra larga, como diría José Asunción Silva).
Luego de caminar un rato regresamos a la casa y nos sentamos en el
pórtico, tal y como hicimos la primera vez. Permanecimos en silencio. Él, tú,
mirando a lo lejos con una expresión reflexiva y yo por primera vez sentí
miedo del tiempo que ya se nos agotaba. Mis dedos se deslizaron por tu
mejilla y te giraste hacia mí. Besaste mi mano. Un beso detrás de otro.
—Que feo se siente tener que decir adiós —dijo Rodrigo y, de inmediato,
me fijé en que estaba haciendo un esfuerzo para no llorar—. No quiero irme.
No sabía qué decirle. Podría haberle sugerido que se quedara en Colombia
por siempre, pero eso no era una opción. Ninguno de los dos había terminado
la universidad. ¿De qué viviríamos? Ambos podríamos dejarlo todo y
simplemente vivir en la selva o el desierto. No necesitaríamos nada más aparte
de nosotros… Rompí a llorar cuando supe que no podríamos hacer nada. No
importaba cuántos planes ideáramos, todas las promesas de vernos en
vacaciones, de hablar a diario, de contarnos todo y pretender que la distancia
no nos separaba; El adiós era un antagonista que ya se materializaba delante
de nosotros.
—No llores, Eddie —dijo Rodrigo con las lágrimas deslizándose por sus
mejillas.
Nos besamos para disipar cualquier sentimiento de tristeza y, cuando
fuimos capaces de recobrar la sonrisa, nos pusimos en pie y regresamos
adentro, pretendiendo que no teníamos que despedirnos. Por unos minutos,
olvidamos el adiós y la distancia que nos separarían en unas cuantas horas.
17
Bogotá, mon amor
18
Home sweet home
Lo busqué con la mirada entre la multitud. Llevaba más de diez años sin
verlo y me preguntaba si sería capaz de reconocer su rostro. ¿En qué persona
se habría convertido en todo este tiempo?
Delante de mí se extendían los edificios coloniales, las casitas sobre los
cerros y un gigante de piedra, antorcha en mano y apoyado sobre una laja, que
representaba al Pípila, hombre que en el pasado había luchado por la
Independencia de México, y en el presente vigilaba esa ciudad en la que los
autos y las personas podían pasearse tanto en sus calles descubiertas como en
los túneles que conectaban distintos lugares.
Estaba contemplando el paisaje desde un mirador que recibía el mismo
nombre de la estatua, cuando sentí que mi celular vibraba en el bolsillo. Debo
confesar que me sentí tan nervioso como la primera vez que lo tuve cerca. No
contesté. Guardé el celular y seguí mi recorrido.
Guanajuato era una ciudad mágica por sus balcones florecidos, sus
callejuelas de piedra y sus edificios imponentes e intactos a pesar del paso del
tiempo... Creo que nunca he visto una universidad más hermosa que la de
Guanajuato, con sus edificios color marfil con aires virreinales y su gran
escalinata, metáfora del ascenso educativo.
Ya llevaba mucho tiempo caminando cuando llegué a una farola que estaba
en medio de tres calles. Las banderillas de papel picado colgaban sobre los
callejones y sus colores eran tan vivos como los de las casas. Amarillos,
azules, rojos, naranjas, rosados, verdes.
Sospeché que me encontraba en un lugar de importancia turística, al ver a
las personas que iban y venían, y lo comprobé cuando una niña de unos seis
años se acercó a una pareja de extranjeros rubios para invitarlos a pasar al
Callejón del beso. Caminé detrás de ellos, y en boca de la chiquilla escuché la
historia de Ana y Carlos, amantes desventurados que vivían en las casas
erigidas delante de mí y en cuyos balcones los turistas recreaban los besos
dados siglos atrás por los personajes de la leyenda. Novios que besaban a sus
novias, novios que besaban a sus novios, y novias a sus novias, del mismo
modo y en el sentido contrario. Otros visitantes se fotografiaban en el tercer
escalón y se besaban para que su amor no sufriera ningún infortunio.
Callejón del beso. Callejón de los enamorados. Fachadas separadas por
unos cuantos centímetros, casi como si estuvieran a punto de sellar su amor
con labios de cemento. En la casa de la izquierda, de un rosado opaco, vivía
Ana, hija de una familia acaudalada, y justo en frente, en un edificio naranja
rojizo, vivía Carlos, un minero fuera de sus expectativas sociales, pero sí al
alcance de los labios de la mujer amada por la cercanía de sus balcones.
Pasarse de una casa a la otra no era una hazaña muy complicada, aunque sí
apasionante. Un juego para dejarse llevar por el deseo, el amor... Ana y Carlos.
Carlos y Ana. Un beso por aquí, una caricia por allá. Un "te amo" susurrado
todas las noches y esas promesas que se hacen los enamorados que pocas
veces el destino permite que se cumplan.
En esta historia, el padre de Ana fue el responsable de dar fin a los
encuentros de los amantes. Ver a su hija, asomada en el balcón, siendo besada
por los labios indignos de un simple minero fue suficiente para que la
apuñalara causándole la muerte ante los ojos de un Carlos impotente, que
luego se suicidaría para reunirse con su novia. El Callejón del beso era uno de
los puntos más visitados de Guanajuato y en las tardes, las filas de los turistas
deseosos por tomarse una foto podían ser enormes, pero a esas horas el
callejón no estaba tan congestionado, lo que era una fortuna debido a lo
incómodo que resultaba que dos personas lo cruzaran al mismo tiempo. Las
casas no estaban separadas ni siquiera por un metro de distancia.
Después de escuchar la historia, esperé el tiempo suficiente para que la
niña, la pareja de rubios y un grupo de japoneses se marcharan, y cuando
estuve completamente solo pensé en el amor, en los romances trágicos como el
de Ana y Carlos, Romeo y Julieta, Catherine y Heathcliff, María y Efraín.
Pensé en Ulises cruzando océanos de distancias para retornar a su Penélope.
También pensé en esos amores que pudieron haber sido y no fueron...
Compré una Coca-Cola para continuar con mi paseo, pero el celular volvió
a vibrar por una llamada que estaba recibiendo.
—Hola, Rodrigo.
—¿Qué onda, Eddie?
—¿Ya llegaste a Guanajuato?
Silencio y murmullos al otro lado de la línea.
—Date la vuelta.
Me sentí como un tonto al verlo sonreír indicándome que lo esperara,
mientras él cruzaba la calle. Estaba igual de alto, despeinado, un poco más
grueso y con barba. Sí, era Rodrigo, estaba viendo bien.
“Está aquí”, era todo lo que gritaba mi mente “y se acerca, ahí lo veo, ¡se
acerca!”.
Es curioso cómo funciona la mente. Solo me bastó mirarlo para recordar
todos los momentos que habíamos pasado juntos… La primera vez sentados
en el pórtico, la ida a la Torre Colpatria, la pelea en el café… Tantos
momentos, todos presentes a medida que lo veía acercándose.
—Eddie —fue lo primero que dijo, antes de abrazarme con mucha fuerza.
Yo le devolví el abrazo y estuvimos así por varios minutos. No hablamos de
las cosas que ya sabíamos. No le pregunté por su relación, él no mencionó a la
persona con la que yo estaba saliendo. Decidimos ser otros durante ese día,
unas personas que aún no se conocieran. Me dijo que se llamaba Ramón y yo
le respondí con mi nombre.
—Soy Andrés.
—Musho gusto —dijo sonriéndome. Podía jurar que era la sonrisa más
hermosa que había visto en mucho tiempo. Y sus ojos... Esos ojos tan negros.
Sentí nervios por lo que pensaba decirle. Respiré hondo, me armé de valor,
dejé mis miedos de lado.
—¿Te gustaría ir a tomar algo? —le pregunté.
Él asintió. Nos perdimos en medio de esas callejuelas, pero no me
importaba. Tenía una brújula que me guiaría en el camino.
¿Acaso habrá una oportunidad para nosotros?
Epílogo
Rutas de tren hacia adentro
El tren avanza por la costa y los pájaros revolotean sobre los acantilados,
jugando con escapar de las olas que se rompen contra las piedras. Prefiero este
paisaje, el mar, a las montañas y pastizales interminables en los que pastan
cientos de ovejas que pueden observarse desde el otro lado.
Los viajes en tren son tan rápidos que muchas veces se pierde la noción
acerca de las verdaderas distancias que separan a las personas. Las vías del
tren son como venas que conectan ciudades y estoy seguro de que conectarían
continentes de no ser por los océanos. Pero creo que hay algo más fuerte
incluso que las distancias.
Ambos recorremos distintos caminos, distintos puntos geográficos, pero
estamos unidos. Nos une esta señal a través de la cual recibo sus mensajes, y
él los míos, y nos une ese sentimiento inexplicable que conecta dos almas.
Una que se encuentra en las soleadas calles de Hermosillo y otra que está
sentada en este tren. Sin embargo, a pesar de los miles de kilómetros que nos
separan de Bogotá, me es inevitable pensar en esa ciudad que nos pertenece a
los dos.
Ahora, al observar el paisaje, ya no veo rastro del agua, los veleros ni las
gaviotas. En su lugar lo veo desde mi ventana, como todas las mañanas y todas
las noches. De día es un edificio sin nada particularmente atractivo, excepto
por su altura. Pero de noche las luces se apoderan del cemento como si se
tratara de un faro. Y en cierta forma lo es. Un faro que me guía mientras
deambulo por la carrera Séptima.
Observo el Teatro Municipal Jorge Eliécer Gaitán y me pierdo en su
fachada de piedra intentando descifrar los grabados. Son cinco musas ubicadas
sobre tres selvas cuadras y separadas por rectángulos. Justo al lado del
edificio, menos imponente y llamativa, se encuentra la Cinemateca Distrital,
con sus letras doradas que le anuncian a los transeúntes en qué lugar están.
A lo lejos veo mi faro, por eso sé que voy en la dirección correcta. Camino
por entre el bello caos que forman las personas que salen de sus trabajos y
corren por ambas direcciones de la avenida para estar lo antes posible en sus
casas. En algunos momentos me tropiezo con las jaurías de perros atados a las
cadenas de sus paseadores o con los canes solitarios, que rebuscan en las
bolsas de basura su comida.
Estoy justo en frente del edificio y levanto la vista intentando abarcar toda
su altura con mis ojos. Paso de largo y, aunque ya no lo veo mientras avanzo,
sé que al darme la vuelta en el Museo Nacional seguirá allí, en la distancia.
Cada vez que veo la Torre Colpatria me resulta imposible no pensar en
Rodrigo y recordar aquella noche de Semana Santa en la que fuimos al
mirador, en compañía de varios de nuestros amigos. Esos fueron los días en
que empecé, sin quererlo, a enamorarme.
Dicen que Bogotá es una ciudad gris. Yo, en cambio, veo los colores del
arco iris en su cielo mientras camino sintiéndome seguro por sus calles, contra
lo que creería cualquier persona que haya crecido aquí. ¿Cómo podría sentir
miedo en esta ciudad que amo?
Quiero traer de vuelta el pasado, traer de vuelta a Rodrigo, quiero regresar
a esa noche en la que ambos, después de mucho tiempo sentados, decidimos
ponernos de pie simultáneamente en una discoteca gay a la que fuimos, días
después de habernos besado.
—¿Todo a gusto? —me preguntó sonriendo cuando se percató que lo
estaba viendo.
—Genial —le dije, y después de eso no hubo lugar para las palabras.
Simplemente nos miramos. Qué acto más sencillo y profundo que ese, el de
mantener la vista sobre alguien y sorprenderte cada segundo de que siga ahí.
Sus ojos también me miraban, invitándome a acercarme más y más, hasta
acabar con el espacio que nos separaba.
—Baila —dijo empezando a moverse al ritmo de la canción y yo lo imité.
Así estuvimos por uno o dos minutos, en los que la música nos hizo sentir
inmortales. Ambos sonreíamos sintiéndonos eternos, y lo éramos. Ya pronto
terminaría la canción, pero no había lugar para la tristeza. Solo quedaba
disfrutar. Tomar, bailar y vivir el momento. Momentos que se escapaban de las
manos y había que apresarlos antes de que desaparecieran...
Hoy, que él ya no está en Bogotá y muchos de nuestros amigos han hechos
sus vidas, miro la Torre como una forma de mantener vivos los recuerdos: los
veinte minutos que tuvimos para contemplar la ciudad desde lo alto del piso
50; la belleza del paisaje nocturno de Monserrate y Guadalupe, esas montañas
que me guiaron durante el tiempo que viví en la capital, y la Séptima, que
brillaba por las millones de luces de los edificios, las casas y los postes de luz
que parecían alimentar los colores azules, morados y rojos que iluminaban la
torre. Sin embargo, toda la vista hacia el horizonte estaba empañada por las
rejas construidas, quizás para evitar que las personas alzaran el vuelo al
sentirse cercanas a las estrellas. Cuando el guardia nos indicó que era el
momento de salir del mirador, todos bajamos y cruzamos al Parque
Bicentenario. La noche apenas empezaba...
En mi recorrido, ya estoy a la altura de la Universidad Javeriana. No me
siento para nada cansado, creo que incluso podría seguir caminando todo el
día. Pienso en Rodrigo y soy consciente de que él ya no está durante el
trayecto. Pero no me importa.
Después de todo, en este recorrido, entre casas viejas, edificios nuevos,
murales con grafitis, parques con aroma a marihuana, entre bocinas furiosas,
murmullos de los transeúntes que hablan por celular, que hablan entre ellos,
perros que ladran, indigentes que te susurran “una monedita, por favor”...
Después de tanto caminar me he encontrado a mí mismo, una persona que
deambula por estas calles y también está sentada en un tren que avanza a toda
marcha.
No importa lo lejos que estemos, los años que pasen o en qué personas nos
convirtamos. Siempre nos quedará Bogotá y el recuerdo del instante en el que
vivimos para siempre.
(Para Roberto)