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Siempre

nos Quedará Bogotá


Por

César Mora Moreau





Entra por la ventana una mariposa nocturna
y con sus alas velludas
ensaya despegues y aterrizajes
zumbando terca sobre nuestras cabezas.
¿Acaso ve más que nosotros
con la agudeza de su vista de insecto?
Yo no lo presentí, tú no lo adivinaste:
nuestros corazones brillan en la oscuridad.
Algo Evidente, Wislawa Szymborska.

1
A la luna se le da por esconderse a ciertas horas

Rodrigo, Rodrigo, Rodrigo. Repito tu nombre como un mantra para


acordarme de todo. Ha pasado tanto tiempo que me da miedo empezar a
olvidar ciertas cosas. No quiero perderme de nada.
Por eso, saco mi diario y escribo para recordar. Escribo para mí, que
desperté hace dos horas en este tren y no he podido volverme a dormir; escribo
para ti, Rodrigo, que debes estar durmiendo muy lejos. Para ti escribo esta
historia. Nuestra historia y la de todos.
¿Debo comenzar por la fiesta de despedida? ¿O la vez que estuvimos en
ese café sobre la séptima? Pienso un rato y decido empezar por el primer día
que te vi, la noche de enero en la que el cielo bogotano ocultaba las estrellas
detrás de una nube de smog. A medida que las horas transcurrían, la música y
el alcohol iban en aumento dentro de Turkos House, la residencia de
estudiantes en la que vivía con mis mejores amigas.
Esa tarde habíamos escuchado decir a los chilenos que organizarían una
pequeña fiesta para recibir el semestre. Ellos, como los otros residentes
extranjeros de la casa, estaban de intercambio académico en Bogotá.
Al principio me había negado a asistir con el pretexto de que me dolía la
cabeza, pero Mariana y Gaby me convencieron. Ellas, al igual que yo, éramos
de Barranquilla.
—Déjenme tranquilo —dije cuando se tiraron en la cama y me quitaron el
libro que estaba leyendo.
Mariana ojeó las páginas y repitió una de las frases como si fuera una
orden:
—Tú enrúmbate y después derrúmbate. —Acomodó el libro en mi
escritorio—. Si Caicedo lo dice tienes que hacerle caso.
—Está bien, está bien.
—Pero antes necesito que te cambies y te peines. —Gaby me alisó el
cabello con las manos—. ¿Qué tal si enamoras a Itzel?
—Te esperamos en la cocina. —Mariana cerró la puerta de la habitación
una vez salió Gaby—. No te demores— gritó desde el otro lado.
Contemplé el techo por unos segundos mientras me llenaba de fuerza para
levantarme de la cama y cambiarme.
Cuando salí del cuarto, vi a las personas que estaban reunidas alrededor de
la mesa de la cocina.
Turkos era una casa enorme que se mantenía en pie a pesar de los muchos
años que tenía encima. Como la mayoría de casas del sector, contaba con una
infinidad de habitaciones, chimeneas en desuso y una fachada de estilo
europeo. Quedaba en Chapinero y recibía su nombre gracias a Burham, un
negociante de Estambul que había sido el inquilino más viejo de la casa y,
curiosamente, se había marchado la noche anterior a nuestra llegada. Como si
estuviéramos dentro de un reality, la casa contaba con cámaras en todas las
áreas comunes y estaba prohibido consumir alcohol, sustancias alucinógenas y
organizar fiestas. Por eso estábamos reunidos en un punto ciego de la cocina
mientras Máximo y Tín, los chilenos, destapaban una cerveza y me la
entregaban como forma de bienvenida.
Me senté junto a Mariana. Ella no había probado su bebida, mientras que
Gaby ya iba por la segunda. No entendía de qué hablaban así que me limité a
observarlos a todos.
Máximo y Tín, los fiesteros, venían de Santiago; Emiliano, de México, era
moreno y parecía estar ebrio la mayor parte del tiempo; Itzel también era
mexicana y lo que más me gustaba de ella no eran sus ojos brillantes, sino su
sonrisa amistosa. A su lado estaba Cami, una chica tímida que venía de Tunja
y no se parecía en nada a Olivia, una huilense que en ese momento reía a
carcajadas y el solo escucharla era divertido. Me sorprendía el hecho de que
ninguno llevaba más de una semana en la casa y allí estábamos reunidos como
si nos conociéramos de toda la vida.
—Pensé que no ibas a venir —me susurró Mariana dándole un sorbo a la
cerveza.
—¿Cómo te iba a dejar sola sabiendo que necesitabas refuerzos? —Le
señalé a Gaby, que en ese momento pedía a gritos que cambiaran el reggaetón
por una champeta.
—¿La paras tú o la paro yo? —Mariana soltó una carcajada, que se detuvo
cuando el timbre resonó dentro de la casa.
—¿Será que nos vieron? —preguntó Olivia señalando con un cabeceo la
cámara.
—¡Ya valimos! —dijo Emiliano acabándose su cerveza.
Todos nos levantamos y escondimos las botellas vacías en el cuarto de
Itzel, que era el más cercano a la cocina.
—¿Quién es? —preguntó Cami junto a la puerta. Estaba temblando.
—Venimos para la fiesta —dijo una voz desde afuera con un muy marcado
acento mexicano.
—Cierto, yo los invité —gritó Emiliano en medio de una carcajada. Todos
volvimos a la mesa mientras Cami abría la puerta y Tín sacaba varias cervezas
del refrigerador.
Ahora estaba sentado junto a Itzel. Como no sabía sobre qué hablarle, le
pregunté cuál había sido su impresión de Colombia, y ella estaba a punto de
responderme cuando fue interrumpida por la misma voz que había hablado
afuera.
—Traje sabritas. —El muchacho que sostenía la bolsa de papitas era alto,
su piel era pálida y sus cabellos eran tan negros como sus ojos. Venía
acompañado por una chica muy rubia, rubísima, como la protagonista de ¡Que
viva la música!, la novela que había empezado a leer.
Aunque la chica me parecía muy bella, había algo que me hacía mantener
la vista en él. Gaby tampoco podía apartar la mirada y, cuando traté de
disimular buscando refugio en los ojos de Mariana, me sorprendí al notar que
mi amiga también lo estaba observando.
—¿Trajiste qué? —preguntó Gaby hablando más alto de lo normal—.
¿Desabridas?
—Sabritas. —El muchacho le pasó el empaque a Máximo y recibió las dos
cervezas que le entregaba Tín.
—¿Lo conocen? —le susurré a Itzel y ella asintió.
—Ellos también están de intercambio, pero vienen de Sonora, que queda al
norte.
—¿Y Emiliano y tú de qué parte son?
Esperé que no notara algo raro en mi repentino interés por los recién
llegados.
—Somos de Guanajuato, que está en el centro.
—¡Oye! No me terminaste de decir qué es lo que más te ha gustado de
Bogotá —dije para desviar el tema y mantenerme entretenido.
—Me encanta la libertad, las arepas… El centro histórico también está
padre.
—¿Y qué estudias?
—Ingeniería ambiental ¿y tú?
—Periodismo.
Vi por encima del hombro de Itzel a Mariana guiñándome el ojo, quizás
porque sentía que sus logros como Celestina estaban dando resultados, o tal
vez era una mirada cómplice para burlarnos de Gaby, que en ese momento
bailaba con una cerveza en alto.
Itzel y yo estuvimos hablando un rato y, cuando ella me dijo que iba a su
cuarto a contestar una videollamada de sus padres, caminé a la puerta de la
casa para tomar un poco de aire. Unos minutos atrás, Emiliano había
encendido un porro y el aroma a marihuana llenó todos los rincones de la
cocina.
Y ahí estaba yo, sentado en el pórtico, intentando vislumbrar la luna detrás
de la nube de contaminación. Hacía mucho frío, pero la sensación de estar en
medio del silencio era muy agradable. Pensé en las palabras de Itzel al
enumerar las cosas que le gustaban de Bogotá. La libertad fue lo primero que
mencionó. ¿Qué significaba, en realidad, esa palabra? Era la primera vez que
vivía en una ciudad distinta a la mía y se sentía bien tener cierta
independencia, pero ¿yo también era libre?
Estaba tan concentrado en mis pensamientos que no escuché a la persona
que se me acercó por la espalda y me habló. Creo que salté del miedo y grité
aterrado al recordar todas las advertencias que había recibido sobre la
inseguridad en la capital.
—Lo siento, lo siento. —Él se rio y me preguntó si podía sentarse a mi
lado—. No pretendía asustarte.
—No te preocupes —dije con seriedad fingida. Me sentía avergonzado por
reaccionar de esa forma.
—¿Te molesta si fumo?
Me encogí de hombros para expresarle que me daba igual. Lo cierto era
que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para no mirarlo.
—¿Cómo te llamas? —fue lo siguiente que dijo mientras encendía su
cigarrillo.
—Eduardo, ¿y tú? —Me giré hacia él y vi cómo su rostro se hacía más
claro a medida que el humo se disipaba.
—Rodrigo. —Luego sonrió, y su rostro me recordó la luna que intentaba
contemplar desde el primer momento.

2
Problemas en la Vía Láctea

—Tenías que haber visto a Eduardo anoche —dijo Mariana—. No se


despegó ni un minuto de la mexicana.
“Mexicano”, la corregí en mi mente.
—Estás exagerando.
—¿De verdad? —Gaby se frotaba la cabeza—. No me acuerdo de nada…
Sé que estuvimos bailando…
—Estuvimos me suena a manada —le aclaró Mariana—. Tú eras la única
que estaba bailando.
—Y tomando —dije.
Los tres íbamos, tarde, a nuestra primera clase del semestre. Caminábamos
tan rápido como las piernas nos lo permitían mientras cruzábamos pasillos,
subíamos escaleras y esperábamos el ascensor que nos llevaría al piso donde
teníamos clases.
—¿Vieron a ese Rodrigo? Creo que me enamoré.
—No inventes Gaby, lo acabas de conocer —le dijo Mariana.
—Y ya quiero pasar toda mi vida a su lado. No dormí pensando en él.
Mariana y yo nos reímos y Gaby se molestó porque no la tomábamos en
serio. Pero, aunque mi amiga no lo supiera, yo sí le creía. Sabía que era
posible sentirse de esa manera porque, en parte, yo me sentía igual. Si bien la
sonrisa de Rodrigo no me desveló, estuvo presente en mis sueños.
—Creo que este es el salón —dije cuando llegamos al tercer piso. Respiré
hondo y empujé la puerta. Mis amigas entraron detrás de mí. Veinte minutos
de retraso no eran la gran cosa, me dije para sentirme bien.
Nos sentamos en la primera fila, la única con sillas desocupadas, y traté de
encontrarle sentido a la explicación de la profesora, una mujer de rostro serio
que no se veía muy contenta con nuestra interrupción. Solo podía pensar en la
siguiente vez que vería a Rodrigo.
Tuve que esperar dos fines de semana para verlo sentado en la mesa
hablando con Itzel y Tín.
—¿Qué onda, Eduardo? —me dijo cuando entré a la cocina. Su acento no
se parecía al de los otros mexicanos que conocía, ni mucho menos al de las
telenovelas.
Le sonreí como forma de saludo. Solo bastó que pronunciara mi nombre
para que toda mi mente enloqueciera. ¡Recordaba mi nombre! ¡Recordaba mi
nombre! No quería que ni él ni nadie supieran lo que pasaba dentro de mí en
esos momentos. Me di la vuelta, me serví un vaso de agua y lo bebí
lentamente.
Esas dos semanas básicamente consistieron en esperar que los chilenos
organizaran alguna fiesta en la que él estuviera presente, y soportar a Gaby en
lo que ella describía como su primer enamoramiento de verdad.
—¿Y Fernando? —le habíamos preguntado Mariana y yo, haciendo
referencia al novio que tenía en Barranquilla y con el que llevaba más de tres
años.
—Con él todo es rutina, costumbre. Rodrigo me genera otras cosas.
“¿Estaba celoso?”, me preguntaba cada vez que sentía un escozor al
escuchar a Gaby decir que el mexicano le había enviado la solicitud en
Facebook, que hablaban por mensajes, que intercambiaron sus números...
Quería alegrarme por ella. No podía. En cambio, fingí emoción cuando le
contamos a Itzel nuestros planes de emparejar a Gaby con Rodrigo, y a ella le
pareció perfecto.
—Lo primero es averiguar si está soltero —dijo Mariana.
—¿Acaso que tenga novia es un inconveniente? —Gaby se rio por su
comentario.
—Afirmativo. Está soltero —nos comunicó Itzel varias noches después.
—¿Y la mona? —preguntó Gaby y, ante la cara de desconcierto de la
mexicana, agregó—. ¿La rubia que vino con él la otra noche?
Estábamos reunidos en el cuarto que compartían Mariana y Gaby.
—Ahhh, la güera, Celeste. Ella es su roomie.
—¿Segura que no son nada?
—Segurísima, mi Gaby.
“Recuerda que está soltero”, me decía a mí mismo mientras terminaba mi
segundo vaso y veía de reojo al mexicano. Me parecía hermoso desde el negro
de sus cabellos, hasta sus tontas cejas y su estúpida y linda sonrisa. Lo odiaba
por tenerme ahí babeando literalmente, porque tal era mi distracción que me
mojé toda la barbilla y la camiseta.
“Ojalá no me hayan visto”.
—¿Qué harás ahora? —me preguntó Itzel.
—Todavía no sé. —La respuesta “Nada” podría hacerme parecer como un
perdedor que no tenía planes la noche del sábado, en cambio un “Todavía no
sé” daba a entender que estaba disponible para el plan que ellos (o cualquier
otra persona) propusieran. ¿De dónde sacaba esa clase de razonamientos
absurdos? Así funcionaba cuando estaba nervioso.
—Mushasho, tienes que aprender a tomar agua. —Rodrigo me sonrió. Más
que avergonzarme me llamó la atención su forma de pronunciar la ch.
Le devolví la mirada. Luego me concentré en mirar a los ojos a Itzel
mientras me contaba que unos amigos, que también estaban de intercambio, la
habían invitado a un bar que quedaba en la carrera séptima con calle sesenta,
cerca de la Universidad Santo Tomás.
Escuché un mazo de llaves, luego el chirrido de la puerta principal al
abrirse y las voces de Mariana y Gaby que habían llegado de la peluquería.
Solo Gaby se había arreglado el cabello y estaba maquillada. Sostenía una
bolsa de una tienda de ropa.
—¡Ya estás aquí! —chilló al vernos reunidos en la mesa.
—Así es —dijo Rodrigo.
“¿Qué estaba pasando?”, quise preguntar. Me sentía como en una película
de David Lynch en la que la realidad empezaba a perder sentido de un
momento a otro.
—No me tardo nada —Gaby corrió a su cuarto.
—Tranquila, tómate tu tiempo.
Busqué en el rostro de Mariana alguna respuesta. Ella no parecía
entenderme. Le dije que se sentara a mi lado e Itzel la puso al tanto del plan de
esa noche.
—Yo digo que estaría bien que saliéramos a eso de las nueve de la noche
—sugirió la mexicana—, para tener tiempo de alistarnos y ponernos guapos.
Mariana y yo asentimos. A medida que transcurrían los minutos, aquellos
habitantes de Turkos cuyos nombres ni siquiera conocíamos se pasearon por la
cocina en busca de algo de cenar y se marcharon sin más.
—¡Qué sexy! —exclamó Tín cuando Gaby entró a la cocina. Vestía una
blusa de encaje blanca y un pantalón que marcaba su figura.
Rodrigo se levantó de la mesa, se despidió de todos (¿así que él no iría con
nosotros?) y salió de la casa acompañado de mi amiga.
Más tarde, dentro de la discoteca, Mariana me dijo que el mexicano había
invitado a Gaby a tomarse una cerveza en un Bogotá Beer Company.
—Y ella no te quiso contar, porque siente que te pones rabioso cada vez
que menciona a Rodrigo.
—¿En serio piensa eso? —pregunté, cuando en su lugar quería decir "¿tan
pésimo actor soy?".
Mariana asintió.
—¡Levántense mis chavos! —nos ordenó Itzel al ver que llevábamos un
buen rato conversando. Iba acompañada por uno de los amigos que nos había
presentado cuando llegamos a la discoteca. No recordaba el nombre de
ninguno, solo los países de los que provenían. Él, por ejemplo, era de Bolivia.
Los otros dos, que estaban en la barra, eran de Francia y España.
En ese momento sonaba una de las canciones de moda de ese año. Un
reggaetón llamado Me rehúso interpretado por Danny Ocean. Mariana y yo
nos pusimos de pie. La verdad no me sentía un buen bailarín, pero la emoción
que le imprimía Itzel a cada uno de sus movimientos hizo que fuera perdiendo
la vergüenza de bailar.
—¡Así me gustan! —dijo mientras seguía el ritmo acompañada del
muchacho.
No sé en qué momento Máximo se acercó a Mariana y la invitó a bailar.
Me pregunté qué estarían haciendo Rodrigo y Gaby en su cita. ¿Ya se habrían
besado? No entendía por qué me sentía así por alguien que ni siquiera era mi
novio.
—¿Bailas? —me preguntó el francés sosteniendo una cerveza.
“¿Por qué no?”, decía una voz en mi cabeza mientras sus ojos azules me
miraban fijamente. Me ofreció su cerveza, le di un sorbo. Esperaba que todos
estuvieran tan distraídos para no ver cómo me acercaba a él y bailaba
guardando cierta distancia por si debía negar mis acciones delante de otra
persona. Pero un pensamiento surgió en ese instante dejándome petrificado.
¿Y si Mariana me veía? Mi corazón se disparó con la sola idea, como si
estuviera haciendo algo malo. Negué con la cabeza y susurré un "lo siento".
—No problema —dijo en un español mal pronunciado y se acercó bailando
a una chica que estaba al otro lado.
Me senté rápido. ¿Y si hubiese sido Rodrigo quien me invitara a bailar? Ni
siquiera en ese caso sabría cómo actuar. La que sí parecía conocer cómo
responder ante las eventualidades de las fiestas era Mariana, que en ese
momento se besaba con Máximo.
Gran parte de nuestra estadía en Bogotá se resumía en fiestas. Fiestas en
discotecas (o antros, como les decían los mexicanos), fiestas en Turkos o en
otras casas, como aquella en la que vivían los amigos de Itzel a la que
acabábamos de llegar.
En el camino compramos una botella de guaro. No sabía muy bien por qué
estaba evitando cruzar miradas con el francés. Me daba miedo que dijera algo
que era desconocido para los demás.
Necesitaba mantenerme ocupado, pero no quería interrumpir el coqueteo
entre Mariana y Máximo. Itzel también estaba ocupada con el boliviano, que
se llamaba Jorge. Le escribí a Gaby para saber cómo marchaba su cita. No le
llegaban los mensajes.
Salí de la casa con la excusa de tomar aire y miré ese cielo, como hacían
los personajes de las películas, reconociendo las distintas estrellas del
firmamento.
—¡Allá está la Osa mayor! —me diría Rodrigo si fuéramos los
protagonistas de un filme.
—Mira la constelación Orión.
Caminaríamos por la calle tomados de la mano, o quizás no, y
bautizaríamos un punto brillante en el cielo que después no seríamos capaces
de reconocer.

3
Santo Secreto

Mariana no habló sobre el beso con Máximo, Gaby no dio detalles sobre su
cita y yo enterré mi secreto. Era como si los tres hubiésemos hecho, sin
saberlo, un acuerdo para no hablar de las cosas que nos avergonzaban o no
queríamos compartir con los demás, por la reacción que ocasionaríamos.
Estaba seguro de que Gaby le había pedido a Mariana que no me dijera
cómo le había ido con Rodrigo, y Mariana no quería que hablara sobre todo lo
que había visto. En cambio, yo guardé mi secreto para ambas.
¿Estarían saliendo en serio? Me preguntaba cada vez que Gaby recibía un
mensaje de Rodrigo, no importaba que estuviéramos en clases o en Turkos.
¿Y qué si eran novios? De ser así, borraría por completo al mexicano de mi
vida. Presionaría la tecla Suprimir a los archivos relacionados con Rodrigo y
lo evitaría en todos los escenarios posibles para no traicionar mi amistad. Por
otro lado, si no estaban saliendo, seguiría guardando una esperanza. A veces,
quería que sí fueran novios para dejar de pensar en él y enfocarme en otros
asuntos. Otras, deseaba con todas mis fuerzas tener al menos una pequeña
oportunidad.
Transcurrieron varias semanas en las que Rodrigo no puso un pie en
Turkos. Su ausencia se debía a la cantidad de exámenes y trabajos que tenía
pendientes. Pero pronto llegaría el momento en que lo vería otra vez.
El viernes previo a Semana Santa, los chilenos organizaron una fiesta con
todas las de la ley en su habitación. Había nicotina, marihuana y alcohol.
Desde que la señora Estela cayó en cuenta de todas las latas de cerveza en
el bote de basura y las reuniones de todos los miembros de la casa en la
cocina, decidió ubicar una cámara que registrara todo lo que ocurría en el
antiguo punto de las fiestas. Eso no fue ningún impedimento. En adelante las
celebraciones tuvieron lugar en alguno de los cuartos.
Cuando Mariana, Gaby y yo llegamos de clases, nos encontramos con un
desierto en la casa. El silencio reinante era tal, que de no saber dónde era la
fiesta, ni siquiera nos hubiéramos dado cuenta de esta.
Durante todo el camino de la universidad a la casa, Gaby había tratado de
convencernos de acompañarla a la fiesta. No se detuvo cuando dejamos los
maletines en nuestras habitaciones, ni cuando llegamos a la cocina para
preparar la cena.
—¡Va a estar Rodrigo! —dijo como si eso fuera suficiente para ir (y lo era
para mí, que llevaba más de un mes sin verlo, pero tenía que disimular).
Además, no era bueno pensar tanto en alguien que era un imposible, un amor
platónico.
¡Rodrigo no es para mí! ¡Rodrigo no es para mí!
—¡Tenemos que ir! No me pueden dejar sola.
—Estoy cansada Gaby, pero ve tú. De todas formas, el plan sigue en pie.
“Un plan que espero que no dé frutos”, pensé.
—¡Vamos! Eduardo dile que vaya...
—Es que no tengo muchas ganas.
—Dime una razón por la que no quieras ir.
—¡Porque no y punto! —soltó Mariana. Su reacción no solo había tomado
por sorpresa a Gaby, yo tampoco me esperaba que respondiera de esa forma.
—Si estás celosa, eso no es mi culpa.
—¿Celosa? No tengo por qué perder mi tiempo en estas bobadas. —
Mariana abandonó la cocina y se dirigió a mi cuarto.
—¿Qué le pasa? —Gaby llenó un tazón con cereal y leche y se sentó en el
comedor.
Me encogí de hombros mientras preparaba mi sándwich de jamón.
—Entonces supongo que tú tampoco irás. —Y, sin darme tiempo de
responder, se marchó.
El plan consistía en que Mariana dormiría en mi habitación para que
Rodrigo pudiera quedarse con Gaby y… pasara lo que tuviera que pasar entre
ellos. Todos habíamos estado de acuerdo, pero me aterraba que diera el
resultado esperado. En el fondo (¡qué en el fondo, desde la epidermis!) estaba
celoso del interés que el mexicano parecía tener en mi amiga.
—¿Crees que me pasé? —preguntó Mariana cuando entré a mi cuarto.
Estaba sentada en la cama—. Mi intención no era ser grosera, pero estaba
insistiendo tanto…
—No tenías que haber reaccionado así. De todas formas, lo hecho está
hecho. Mañana cuando ambas estén más tranquilas, tienen que arreglar las
cosas.
Encendí mi computador y me senté en el escritorio.
—¿Qué habrá querido decir con que estaba celosa? ¿Acaso piensa que me
gusta Rodrigo? —A Mariana se le notaba la rabia que sentía—. Rodrigo me
parece muy lindo y me cae bien, pero de ahí a que me guste… Y si me gustara
tampoco haría nada, porque Gaby es mi amiga y a ella le gusta.
—Qué curioso —dije entre dientes.
—¿Qué cosa?
—Nada… —Un largo silencio surgió mientras pensaba qué decir—.
Mientras nosotros estamos aquí tranquilos, me imagino el desorden en el
cuarto de los chilenos.
—¿Quieres ir?
—No, mejor no. —Aunque me moría por decir que sí, mientras más rápido
me fuese olvidando de Rodrigo mejor.
Pasó una hora, dos horas, y los habitantes de Turkos empezaron a
dispersarse por toda la casa: para recibir el domicilio de las cervezas, para salir
a comprar los perros calientes, para ir al baño del primer piso.
Itzel y Cami entraron a mi cuarto y me preguntaron por qué no estábamos
en la fiesta.
—Debemos enviar un trabajo antes de medianoche.
—Será para la próxima —dijo Itzel lanzándonos un beso en el aire y
cerrando la puerta.
—¿Crees que la señora Estela se dé cuenta de la fiesta? —pregunté a
Mariana.
—Lo dudo. Igual ella no puede restringir lo que cada uno hace en su
habitación, siempre y cuando no perjudique a otro de la casa. Y nosotros
somos los únicos que no estamos en la fiesta.
También debía estar Rodrigo. Me moría por verlo por más que mi cerebro
repetía cada cinco minutos la orden de borrarlo de mis intereses.
Tres golpes contra la puerta. Luego otro. ¿Sería Gaby?
—Adelante —dije, y casi me caigo de la silla cuando lo vi entrar sonriente
y un poco atontado, quizás por las cervezas o por la marihuana.
—¿Qué onda? ¿Cómo están?
—Terminando un trabajo —mentí.
—¿Un viernes por la noche? —Rodrigo se tumbó en la cama y Mariana se
echó a un lado para darle más espacio. En ese momento que lo tenía tan cerca,
todos mis esfuerzos por dejar de pensar en él fueron en vano—. Se nota que te
gusta leer —dijo señalando la repisa con todos los libros que había llevado
conmigo desde Barranquilla—. ¡También te gusta Poe!
—Es mi favorito —confesé—. Los cuentos de Chéjov me parecen buenos,
pero los de Poe son geniales.
—... Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo
—recitó Rodrigo—. Esa frase es perfecta. Antes quería ser escritor, pero
nunca terminé ninguna historia.
—Alguna vez quisiera leer algo tuyo. —Fue lo más arriesgado que me
atreví a decirle, como si con esa frase estuviera confesándole mi intención de
hacerlo mío atesorando sus palabras.
—¡Aquí estás! —exclamó Gaby desde la puerta del cuarto, sosteniendo
una cerveza. Parecía incómoda por algo.
—Ya subo. —Rodrigo se acomodó y le guiñó un ojo—. Ahora mismo
estoy hablando con Eddie.
¿Desde cuándo me llamaba de esa forma?
—Nos vemos arriba.
Gaby cerró la puerta y Rodrigo, dirigiéndose a mí, preguntó:
—¿Está rabiosa por algo?
—Tuvimos una pequeña discusión, pero nada grave —dijo Mariana
restándole importancia.
—¡Mal! —El mexicano permaneció en silencio un rato observando los
títulos de los libros. Luego, extendiéndome la mano, me dijo que fuera a la
fiesta.
En esos segundos que mi mente luchaba para no ceder, para no sujetarlo y
subir con él, compuse un poema que pudiera describir la sensación que
experimentaba cada vez que lo tenía cerca.
En ellos me pierdo, nado.
En ellos me miro, sueño.
Siempre luminosos, nunca opacos.
Ambos hermosos, vestidos de negro.
Ojos extranjeros.
—No podemos —dijo Mariana al rescate—. Aún no terminamos el trabajo.
—Está bien, está bien. —Rodrigo se levantó tan rápido que perdió el
equilibrio y cayó en la cama riéndose. Mariana y yo lo ayudamos a levantarse
y lo llevamos hasta la puerta.
—Sube con cuidado —dije, y de inmediato Mariana me recomendó que lo
acompañara hasta el cuarto de Tín y Máximo.
—Puede caerse.
Rodrigo pasó su brazo sobre mis hombros y yo lo sujeté por la cintura
mientras subíamos las escaleras. La verdad es que pesaba mucho y estuvimos
a poco de caernos cuando el mexicano tropezó en los últimos escalones.
Caminamos hasta la habitación de los chilenos y Rodrigo permaneció un
rato ahí conmigo.
—Gracias Eddie.
—¿Eddie?
—Simplemente se me ocurrió. —La sonrisa de Rodrigo me parecía tan
hermosa. Todo de él me parecía hermoso. En esos minutos que estuvimos ahí,
pensé en la canción Black is the color of my true love's hair. Al igual que Nina
Simone, los cabellos de la persona que yo amaba (¿amaba?) eran de un negro
muy oscuro, pero la que sería mi banda sonora en esos momentos se vio
interrumpida por un reggaetón que nos impactó con fuerzas cuando Emiliano
abrió la puerta del cuarto y corrió al baño.
—Nos vemos mañana —dije.
—Descansa —Rodrigo se despidió con la mano y cerró la puerta.
Al volver al cuarto, me sorprendió encontrarme con las luces apagadas y
Mariana acostada del lado de la pared.
—¿Ya lo sabes, cierto? —pregunté quitándome los zapatos y refugiándome
bajo las sábanas.
—¿Qué cosa? ¿Que botas la baba por Rodrigo?
—¿Cómo lo supiste?
—Solo espero que algún día, alguien me mire como tú lo mirabas esta
noche.

4
Ascender la montaña

Desperté varias veces a lo largo de la noche, y me sorprendió que en todos


esos momentos pensara en Rodrigo como nunca había pensado en alguien. Era
la primera vez que me sentía tan atraído por una persona. ¿Por qué era un
hombre el responsable de esas emociones?
Quería que Rodrigo estuviera ahí, que su respiración me arrullara durante
las noches, quería que él también correspondiera a todo lo que estaba
experimentando. Pero no podía estar seguro de nada.
Tuve recuerdos que creía olvidados. Imágenes borrosas de dos niños que
decían estar enamorados el uno del otro. Me resultaba raro estar besando a mi
compañero de juegos. Besarlo como mostraban en la televisión que se besaban
los que se querían. Yo quería a Mateo, creo que así se llamaba mi mejor
amigo.
Él era un niño, yo también era un niño, en esa ciudad junto al mar, pero
nos queríamos con ese amor inocente que solo saben experimentar los
pequeños. Pero también nos daba miedo que nos vieran los adultos y nos
regañaran.
No recordaba mucho sobre Mateo. Sabía que era mi vecino y jugábamos
todas las tardes con nuestros carritos, nuestros cubos de armar y las figuras de
acción, hasta que un día nos vieron. No estoy seguro si fueron sus padres o los
míos. Sí recuerdo los gritos y los golpes.
“Solo era un beso”, quise decir, o a lo mejor es que mis pensamientos de
adulto se colaron en la cabeza de ese niño para tratar de explicarle porqué le
habían roto el labio de un manotazo y lo golpeaban con una correa dejándolo
adolorido en el suelo.
Ya no era un niño, pero seguía tirado en un pasillo sin ninguna puerta
distinta a la que se observaba a lo lejos. Me sentía agotado por tratar de
mantenerla cerrada, pero los espíritus escapaban por entre las rendijas, los
marcos de la puerta y el ojo de la cerradura. Espíritus que tenían su rostro, ese
rostro en el que no podía dejar de pensar en ningún momento. Rostro que me
revelaba verdades, secretos que siempre había conocido. Secretos de tumba
que escarbaban para salir de la tierra en la que estaban enterrados y emergían
como mariposas que alzaban el vuelo y trataban de escapar. No podían. Sus
alas se quebraban por el choque contra la madera y la vida abandonaba sus
cuerpos frágiles al no poder salir a la luz.
Me arrastré como el escarabajo que era, tratando de llegar. La puerta debía
seguir cerrada. El camino se me antojaba largo, interminable. No importaba
cuánto reptara para tratar de acercarme a la puerta, esta ya se abría. Al
principio lento, luego de par en par y los insectos volaron fuera. Aletearon
hacia el mundo que empezaba a vislumbrarse desde el pasillo. Quise llegar
más rápido para cerrarla. Aún estaba a tiempo. ¡No podía! ¡No podía! ¡Me
había prometido nunca aceptarlo! Pero el peso de mantener la puerta cerrada
me estaba asfixiando. Ese mismo peso me impedía caminar.
Desperté sobresaltado y tratando de escapar de la opresión que me impedía
moverme en el sueño.
—¿Qué te pasó? —preguntó Mariana, dejando su celular a un lado y
dedicándome una mirada de preocupación.
—Una pesadilla —dije arropándome para seguir descansando, pero el
sueño se había ido por completo. Me estiré y vi la hora. Eran las diez de la
mañana—. ¿Hacemos el desayuno ya?
—Esperemos un rato.
Su respuesta me tranquilizó. Me encontraba en ese estado de pereza y
atontamiento que te obliga a permanecer entre las sábanas cinco minutos más
y luego otros cinco, hasta que ha transcurrido más de una hora.
Mariana era la única persona que hasta el momento sabía que... bueno, que
me… atraían los hombres... ¡Dios! ¿Qué pensarían mis papás? No quería ni
saber.
Cuando faltaban pocos minutos para las once de la mañana, fuimos a la
cocina y preparamos nuestro desayuno por excelencia: cereal con leche.
Odiaba cocinar cosas más complejas por todo el tiempo que se perdía.
Al principio, Mariana y yo éramos los únicos desayunando. Después de un
rato llegó Itzel, acomodó su morral a un lado de la mesa y buscó en la nevera
un recipiente con rodajas de pepino, que luego condimentó con tajín.
—¿A qué hora es tu viaje? —le preguntó Mariana.
—En dos horas salgo a la terminal.
Algunos de los habitantes de la casa viajarían durante esa semana de
descanso a distintos lugares de Colombia. Itzel visitaría La Guajira. Según lo
que había escuchado, Emiliano iría a un campamento en el Desierto de la
Tatacoa y los chilenos pensaban viajar a San Andrés. ¿Cuál sería el destino de
Rodrigo?
Mis amigas y yo quisimos quedarnos en Bogotá para visitar todos los
lugares que nos faltaban por conocer. ¿Seguiría en pie la ida a Monserrate?
Esperaba que Gaby y Mariana hicieran las paces pronto.
—¿Y cómo terminó la fiesta? —pregunté, queriendo decir en realidad:
“¿Rodrigo se quedó a dormir?”.
—Estuvo bien padre. Tenían que haber ido, ¿quieren?
Mariana asintió, yo negué con la cabeza.
—Soy alérgico a las frutas y verduras.
—¡No manches!
—Es mentira, simplemente no le gustan —dijo Mariana.
—¿En serio no te gustan?
En el momento que estaba a punto de explicarle mi aversión por esa clase
de alimentos, llegó Gaby y solo saludó a Itzel. Parecía que el enojo contra
Mariana se había propagado hacia mí.
—¿Rodrigo sigue dormido? —preguntó la mexicana—. Su roomie me
escribió preocupada.
Solo escuchar el nombre fue suficiente para que me diera un vuelco en el
pecho. Rodrigo, Rodrigo, Rodrigo, ¿dónde estás que no te veo? La miopía no
tiene nada que ver con esto, es solo que…
—Ni idea. —Gaby buscó en la nevera la mantequilla—. Él se quedó
dormido en el sofá del cuarto de Tín.
Grité de emoción, en mi interior, porque el plan había fallado.
—Hello, mi gente —saludó Cami, con un rostro que revelaba que aún tenía
sueño. No se había desmaquillado y estaba envuelta en una cobija. —¿A qué
hora seguiremos la fiesta?
*
Era el peor día para visitar Monserrate. La lluvia no se detenía, la niebla
cubría las montañas y la basílica que coronaba el cerro, y el frío se colaba por
debajo de la chaqueta congelándote hasta el alma. Sin embargo, allí estábamos
Mariana y yo, y media Bogotá a juzgar por la fila que había para llegar a la
cima a través de funicular y teleférico.
—Tardaremos mucho tiempo, —Mariana señaló a la multitud— pero
devolvernos no es una opción. No pienso ir a Turkos si Gaby sigue con su
inmadurez.
—Podemos subir a pie —dije sin pensar y acto seguido añadí—. Aunque
también tardaremos un buen rato.
—¿Tienes algo mejor que hacer?
Pensé unos segundos. No tenía ningún plan, aunque una parte de mí quería
regresar a la casa solo para ver a Rodrigo. Me moría por volver a hablar con
él, así solo fuera de temas sin importancia. Quería escucharlo recitar a Poe,
prestaría atención a cada detalle mientras me contaba cómo la había pasado en
la fiesta, ¿tendría el valor de contarle lo que sentía? Si era capaz de subir la
montaña caminando, bien podría decirle:
—Sabes algo Rodrigo, tú me gustas…
—¿Y qué quieres que haga? —Era una respuesta posible, acompañada por
una expresión de desconcierto o desprecio.
—Solo quería que lo supieras —contestaría, dolido por el rechazo y la
vergüenza, pero no dejaría que esas emociones me invadieran. Bien podía
fingir que me daba igual.
Mariana y yo iniciamos la subida a pie mientras mi mente reproducía toda
clase de películas en las que Rodrigo y yo éramos actores. Llovía tanto como
en esa famosa escena de Singin' in the Rain en la que Gene Kelly bailaba
sobre los charcos, pateaba el agua y cantaba como un tonto, justo después de
despedirse de un beso de su interés romántico. ¿Yo también cantaría cuando
Rodrigo me correspondiera? Sonreí de solo imaginarlo.
—No me digas que estás pensando en él —me acusó Mariana.
—No...
Ella no parecía tan convencida.
—Bueno, sí.
—No quiero ser ave de mal agüero... —Mariana se detuvo como si a mitad
de la frase se le hubiera ocurrido algo mejor que decir—. Primero tenemos que
averiguar si… hay que saber si a Rodrigo también… ya sabes, le gustan los
hombres.
A medida que hablábamos, nuestras palabras se convertían en vapor y
permanecían unos segundos en el aire delante de nosotros. Nos tomamos de la
mano para alejar el frío. Ni siquiera así lográbamos evitar que nuestros
músculos se entumecieran.
Con cada paso el dolor en los pies se hacía más intenso. Me senté a un lado
del camino mientras veía a varias personas que avanzaban descalzas por el
sendero empedrado y frío. Mariana me explicó que lo hacían como una forma
de penitencia o como un sacrificio para recibir un milagro.
¿Y si yo también me quitaba los zapatos a cambio de ser correspondido por
Rodrigo?
*
Seguimos caminando. Los pies no dejaban de dolerme y me costaba
respirar. Mariana se veía tan tranquila mientras yo solo pensaba en tumbarme
en el suelo para descansar, aunque los otros me pisaran y el frío me
consumiera.
Para llegar a la cima teníamos que recorrer más de 2000 metros, y además
en subida.
*
En una de nuestras paradas lo vi camuflado entre las hojas. Solo salía de su
escondite para besar los pétalos blancos. El colibrí danzaba con las flores y
qué belleza la de sus plumas verdes, su pico alargado, su cuerpo frágil pero
inmortal y sus ojos negros que me miraban con curiosidad. Extendí mi mano
para que se acercara. Él dudó unos segundos antes de volar hacia mí. Estaba
acompañado por una mariposa.
*
Cuando llegamos a la única parte del camino que estaba cubierta, y se
asemejaba a un túnel, tuvimos que detenernos porque una anciana, rodeada
por cinco personas, hacía un esfuerzo por respirar. Una joven parecida a ella,
que bien podría ser su nieta, le entregó un bocadillo.
—Ya casi llegamos —nos susurró la mujer, una vez se hubo recuperado.
Tardamos más de una hora para llegar al mirador. Bogotá, ciudad inmensa
y caótica, estaba envuelta por una nube de color marrón grisácea formada por
la gasolina quemada de los millones de vehículos que recorrían las calles.
Todo parecía una gran maqueta controlada por Mariana y por mí.
Estábamos por encima de las casas, los edificios que habían desplazado a la
sabana, la Torre Colpatria, sobre la mole monstruosa del BD Bacatá, el
edificio más alto de Colombia que parecía una escalera construida con cubos
de Lego. Los buses rojos que circulaban por la Avenida Caracas eran nuestros
juguetes.
A pesar de sus problemas de seguridad, de contaminación, su clima
deprimente (podría pasar toda una vida enumerando sus defectos), Bogotá me
parecía hermosa. Me pregunté qué estaría haciendo Rodrigo en esos
momentos. ¿Ya se habría despertado? Sería el colmo si no. Ya eran las tres de
la tarde.
Después de dejarnos absorber por el paisaje un rato, nos dimos vuelta y
observamos de frente la Basílica del Señor Caído de Monserrate, una iglesia
colonial de un blanco que se camuflaba con el color del cielo.
El clima había mejorado.
En ese momento le dije a Mariana que comiéramos algo y ella estuvo de
acuerdo.
Caminamos por el sendero donde los artesanos vendían ponchos para el
frío, sombreros para el sol, camisetas con frases típicas del país, con la imagen
de Pablo Escobar, manillas para las novias, figuras en cerámica para la casa,
imanes para la nevera… almojábanas y chocolate caliente para el hambre…
De la zona de venta de recuerdos pasamos a la de restaurantes. Comimos
lechona y luego nos sentamos sobre unas rocas para ver los bosques y los
pájaros que sobrevolaban el cielo.
—¿Cómo te diste cuenta que te gustaba Rodrigo? —preguntó de repente
mi amiga, mirando en dirección a la estatua gigante de una virgen que estaba
sobre el cerro Guadalupe.
—No sé muy bien. Creo que desde que lo vi entrar en la cocina. —
¿Cuándo había sido el momento exacto? Reflexioné sobre lo que sentía. Era
más que atracción, pero todavía no estaba en el punto de enamoramiento.
—Espero que él te corresponda.
—Yo también.
No medimos el tiempo que estuvimos ahí sentados, hablando acerca del
amor. Mariana me confesó que había descargado una aplicación para conocer
personas, pero le daba miedo tener citas con desconocidos. Me comprometí a
ir de infiltrado en alguna de sus salidas, para asegurarme de que no la
secuestraran. Pasamos una hora, luego dos. Después de un buen rato nos
levantamos y emprendimos nuestro descenso.

5
A 196 metros de altura

Para caminar por Bogotá debes guardar esta premisa: Avanzar


paralelamente a las montañas significa que vas sobre una carrera, si caminas
en dirección a los cerros (o de espaldas a ellos) quiere decir que estás en una
calle. En algunos casos a estas variables se le suman las transversales y
diagonales, pero esa es demasiada información para un recién llegado.
Mariana y yo avanzábamos por la carrera Séptima, rodeados por los
vendedores ambulantes con sus quioscos portátiles llenos de dulces,
cigarrillos, papitas; los libreros que exhibían las colecciones nuevas y los
clásicos en el suelo; los indigentes inofensivos ante la mirada atenta de los
policías; los mercaderes de películas piratas para todas las edades y gustos.
Era como si en esa avenida pudieras encontrar todo lo que necesitabas.
Íbamos por el teatro Municipal Jorge Eliecer Gaitán cuando mi celular
empezó a vibrar. Gaby me estaba llamando. Le mostré la pantalla a Mariana.
—¡Contesta rápido! —me dijo ella.
—¿Qué onda, Eddie? —La voz al otro lado de la línea me dejó mudo.
Mariana me preguntó con señas qué ocurría. Respiré hondo, tratando de
recuperar el habla, para no parecer un idiota.
—... Justo acabamos de bajar, ahora estamos caminando por la séptima…
¿a qué hora? ¿Ya están allá?... Yo digo que nosotros llegamos en unos cinco
minutos… Sí, sí… Nos vemos.
—¿Qué pasó?
—Nos están esperando para ir al mirador de la Torre Colpatria
—¿Y sabes cómo llegar?
Le señalé el edificio enorme que brillaba con luces amarillas, que estaba a
unas cuantas cuadras.
—¿No te parece raro que te haya llamado? No es que quiera ilusionarte ni
nada, pero… todo esto me resulta muy raro.
Yo también lo pensaba. Aunque también podría estar exagerando y viendo
señales donde no las había.
Reconocí al grupo que estaba en la puerta del edificio. Gaby era la única
que parecía habernos visto pero no les dijo nada ni a Tín ni a Rodrigo.
—¡No manchen! No se demoraron ni dos minutos —dijo Rodrigo al
vernos llegar. Saludó de un beso en la mejilla a Mariana y me estrechó la
mano. Lo miré a los ojos tratando de comunicarle lo que sentía. Él también me
dijo cosas. No quería malinterpretarlo.
—¿Ya habían venido al mirador antes? —le pregunté, aunque después caí
en cuenta de lo estúpido de mi pregunta. ¿Para qué vendrían a conocer un sitio
que ya habían visitado? Pero si lo pensaba bien, la pregunta no era tan
estúpida porque uno puede visitar muchas veces el mismo lugar y conocer
algo particular en cada una de las visitas. ¡Qué caos era el que se formaba en
mi cabeza cuando hablaba con él!
—Es la primera vez. En internet dicen que el mirador está bien padre. En
mi ciudad también hay uno muy famoso, queda en el Cerro de la Campana.
Tienes que visitarlo alguna vez.
Entramos a un ascensor espacioso y ahí Rodrigo y yo seguimos
conversando sobre nuestras ciudades. Ambas eran calurosas, pero Hermosillo
le ganaba a Barranquilla.
Al llegar al mirador del piso 50, lo primero que vi fueron los barrotes que
enjaulaban a los visitantes. ¿Para qué serían las rejas?, me pregunté
mentalmente.
—Deben estar para que las personas no se lancen —dijo Rodrigo como
respondiendo a mis pensamientos. ¿Qué conexión mental habría entre
nosotros?, pensé en broma.
A esas horas no había muchos visitantes en la Torre. Un vigilante se
paseaba y miraba de vez en cuando su celular, quizás para saber la hora. El
horario de atención los sábados era hasta las ocho de la noche. Todavía
teníamos un rato para disfrutar la vista, a más de ciento noventa y seis metros
de altura.
En menos de un día había visto Bogotá desde dos cimas distintas. La
ciudad que antes me parecía una maqueta, brillaba en todos sus rincones.
Brillaba desde las casitas en las montañas de Ciudad Bolívar, hasta los
condominios más modernos al norte de la ciudad. Era como si todas las luces
alimentaran el faro de Bogotá.
Jugué con Rodrigo a tratar de encontrar Turkos House. Nos guiamos por
los buses articulados de Transmilenio. “Si esa es la Caracas, entonces la
estación Marly debería estar por allí…”.
—¡Vamos a tomarnos un selfie! —dijo Mariana cuando un grupo grande se
fue, dejando libre la composición de nuestra foto.
Tín fue el encargado de capturar el momento. Todos nos reunimos frente al
celular, nos abrazamos y sonreímos.
—Toma otra —gritó Gaby, que estaba al lado de Mariana.
—Ahora una desordenada. —El chileno hizo una mueca y todos lo
imitamos.
—Jóvenes, ya deben ir saliendo —nos interrumpió el guardia. Eran las
siete y cuarenta de la noche.
—Una foto más y ya, po —dijo Tín.
—Alguna tuvo que haber quedado bien —fue la conclusión de Rodrigo
cuando estuvimos devuelta en el primer piso.
—¿Y qué haremos ahora, weón?
—Recuerda que mañana tenemos que estar temprano en el aeropuerto —le
dijo Rodrigo.
¿Así que él también iría a San Andrés? Quería preguntarle sin parecer
demasiado interesado.
Cruzamos al Parque Bicentenario y nos sentamos en el suelo mientras
decidíamos nuestros planes. Tín y Gaby querían que fuéramos a alguna
discoteca y Mariana y Rodrigo votaban por regresar temprano. Yo también
estaba un poco cansado por la caminata de esa tarde.
—Opino que es mejor descansar —dije sin más. El chileno me abucheó,
pero no se opuso.
—Creo que nunca tendré el valor de decirle —le susurré a Mariana cuando
nos acercamos a la calle en espera de un taxi vacío. Una chica con un vestido
de flores se había acercado al grupo y conversaba con Tín, pero no le di mucha
importancia.
—No te desesperes. Lo harás cuando sea el momento. —Mariana detuvo
un taxi y llamó al resto de nuestros amigos.
Me acomodé en el asiento del copiloto y los demás se sentaron apretujados
en la parte de atrás. Dije la dirección de Turkos House, y Rodrigo le dijo al
taxista que él iría a otra casa que estaba más adelante.
—¿No te quedarás? —le pregunté casi de manera inconsciente y de
inmediato me arrepentí por lo que había dicho.
—Tengo que terminar de empacar —se excusó el mexicano. Me
sorprendió su forma de pronunciar las palabras. Parecía que lamentaba no
poder quedarse en nuestra residencia.
—Mira lo que les traje. —Tín me tocó en el hombro y me dio un brownie.
—¿Dónde los consiguieron? —preguntó Mariana desenvolviendo el que le
acaban de entregar—. Huele rico.
Di la primera mordida. Sabía delicioso.
—Una mina nos los vendió cuando ustedes estaban esperando el taxi. —
Tín había terminado de comerse el suyo.
Saboreé el arequipe y el chocolate como si fueran un manjar sagrado.
Había otro ingrediente que contrarrestaba el dulce, pero no era capaz de
distinguir qué era.
Durante el trayecto, el chileno le contó a Rodrigo los lugares que podrían
visitar de la isla y le mandó algunas fotos que había encontrado en internet.
—Señor, es aquí —dije cuando el vehículo estaba en la dirección correcta.
Pagamos nuestra parte correspondiente y nos despedimos de Rodrigo. No
quería parecer interesado. Me daba terror exponerme delante de él y no ser
correspondido.
Tín estaba abriendo la puerta de la casa, cuando Gaby se acercó a Mariana
y a mí y nos dijo que esperáramos afuera.
—Si hubo algún mal entendido me disculpo. Es solo que pensé… —Gaby
me miró por unos segundos y luego centró su atención en Mariana—. Pensé
que estabas celosa porque también te gusta Rodrigo.
—Él no me interesa para nada, pero yo también me quiero disculpar por
haberte gritado ayer.
—Ya pasó. Lo importante es que ahora estamos bien —y dirigiéndose a mí
agregó—. Creo que le gustas, Eduardo.
—¿Qué dices?
—Lo que oíste.

6
Fuera de órbita

Aunque estaba exhausto, no podía dormir y tampoco tenía control sobre


mis movimientos. Traté de mantenerme en mi cuerpo, pero era como un ser de
goma que saltaba de este mundo a otro y luego regresaba. Por más que trataba
de aferrarme a mi realidad, me era imposible por tantos mundos que
vislumbraba.
En ese universo en el que me encontraba el tiempo no existía, o transcurría
a un ritmo en el que mis acciones eran inútiles. Me levanté de la cama. Mis
pasos ya no eran los míos, pertenecían a alguien más. En ese momento fui
consciente de que una sombra deambulaba en este lugar. Solo veía sus ojos
negros. Mis piernas flaqueaban. ¿Cómo podían flaquear si estaba acostado en
la cama?
Cuando vi a Rodrigo, las sábanas se elevaron mientras mis dedos buscaban
el norte de tu cuerpo. Se detuvieron en tu rostro y traté de aferrarme allí
porque el mundo no dejaba de darme vueltas. No sabía dónde estábamos. Era
un lugar oscuro que nos generaba miedo y vergüenza, quizás por eso
llorábamos sin poder evitarlo. Nuestras lágrimas se mezclaban. Un corazón
roto es como dos lágrimas que no quieren separarse, pero que tampoco pueden
evitarlo.
—Todo estará bien —me dijiste—. No tengas miedo.
—No tengas miedo —repetí, pero fui incapaz de escuchar mi propia voz.
No puedo decir cuánto tiempo estuvimos llorando. Solo sé que cuando nos
cansamos de llorar, simplemente nos miramos. Al ver tus labios no fui capaz
de imaginar un mundo más allá de ellos.
—Estoy enamorado de ti —dije. ¿Realmente lo estaba? Una parte de mí, la
racional, sabía que todo eso se trataba de una alucinación provocada por algo
(¿los brownies quizás?) y tú no estabas allí realmente, pero igual quería que
supieras lo que sentía.
—Gracias por decírmelo.
Te besé en los labios, casi como si se tratara de una necesidad apremiante.
Luego tú me devolviste el beso y sentí una corriente placentera recorrer mi
cuerpo, sin embargo, también me sentía incómodo.
Ya no estábamos en la habitación. La arena dorada revoloteaba a nuestro
alrededor y acariciaba nuestros cuerpos. No sabía dónde estábamos. Tampoco
sabía el lugar en el que se encontraba la ropa mientras nos acariciábamos y
besábamos, tratando de prolongar lo más posible el tiempo. Pero el tiempo no
transcurría porque tú eras el tiempo y yo el soñador.
Cuando desperté, el dolor de cabeza era insoportable.
Busqué a Rodrigo, o cualquier rastro de él con la mirada, pero no estaba en
mi habitación. ¿Qué esperaba? ¿Verlo acostado a mi lado como si nada?
Eran las dos de la tarde, lo que significaba que había dormido más de doce
horas. Me sentía como si no hubiera descansado nada.
—¿Mariana? ¿Gaby? —Golpeé su puerta cuatro veces y luego entré.
—¡Deja el escándalo! —Mariana se cubría el rostro de los rayos de luz que
entraron conmigo a la habitación.
—Ya entiendo por qué se llamaban brownies galácticos —dijo Gaby
riéndose.

7
Galaxia vacía

El lugar en el que nunca faltaban los ruidos, las conversaciones en la


cocina y los pasos en las escaleras de madera, estaba completamente en
silencio. Un silencio tan abrumador que hizo que Gaby y Mariana se mudaran
a mi cuarto el lunes de Semana Santa. Los tres éramos los únicos que no
habían viajado a sus ciudades, ni estaban conociendo alguno de los rincones
de Colombia.
Durante esos días preferíamos pasar todo el día fuera. Caminamos por el
barrio La Candelaria, recorrimos el centro y sus lugares emblemáticos: la
Plaza de Bolívar, donde las palomas lo dominaban todo y aterrizaban sobre los
granos de maíz que les lanzaban las personas. En uno de sus costados, la
Catedral Primada de Colombia, una iglesia de piedra ocre que parecía sacada
de otra época, competía en imponencia con el Capitolio Nacional y sus
enormes columnas. Pero el lugar que realmente llamó mi atención fue la Casa
del Florero, una casita colonial de dos pisos ubicada en una esquina. ¿Quién se
imaginaría que detrás de sus muros blancos, los militares habían torturado a
muchos inocentes que estaban en el Palacio de Justicia durante la toma del M-
19? Vi los fantasmas de los que ya no volvieron a sus hogares y los verdugos
que portaban en su uniforme la bandera del país. Amarillo, azul y Rojo.
Los muertos no me dejaron olvidarlos. Las almas que fueron vistas con
vida saliendo del Palacio, las familias en espera de sus seres queridos, una
esposa sentada junto a la puerta cubriéndose la boca e imaginando lo peor, un
niño cuyo único anhelo era que su padre lo abrazara.
Imaginé a todos en esta plaza y en medio de ellos vi a Rodrigo, como una
sombra que no desaparecía ni cuando cerraba los ojos. Era imposible que él
estuviera allí, pero podía verlo claramente en los rasgos de un desconocido
que cruzaba la calle en esos momentos.
*
Estábamos sentados en un café al aire libre cuando recibí un mensaje de
WhatsApp de un número que no tenía registrado.
“¿Qué onda?”.
No fue necesario ver la foto de perfil del contacto para saber de quién se
trataba. Solo había una persona que me saludaba de esa forma. Decidí que le
respondería más tarde.
Mientras tanto, Gaby nos contó que, a pesar de haber salido con Rodrigo,
no sentía que él estuviera interesado en ella.
—¿Y por qué dices que yo le gusto?
—¿Acaso no te diste cuenta de cómo te veía esa noche en tu cuarto? Pero
tampoco debes ilusionarte o contratarte en películas que solo tienen lugar en tu
cabeza.
—¡Eso mismo digo yo! —Mariana agregó un sobre de azúcar a su café—.
Primero tenemos que averiguar si nuestras sospechas son ciertas.
—Disculpa —dije, mirando a Gaby, para resolver cualquier conflicto que
esta situación pudiera generar entre nosotros.
—¿Y por qué? —Soltó una risita—. ¿Acaso tú tienes la culpa? De todos
modos, Fernando volvió a escribirme y quiere que viaje a Barranquilla lo que
queda de la semana.
—¿Piensas ir? —pregunté.
—Ni loca.
Después de un rato la conversación giró hacia Mariana, y ella le contó a
nuestra amiga lo que había pasado en la discoteca con Máximo. La sorpresa de
Gaby fue tal, que el grupo que estaba en la mesa de al lado se volteó para
vernos.
—Que nunca falten los dramas —dijo.
Cuando terminamos el café, y la temperatura disminuyó tanto que se nos
entumecieron las manos, tomamos un taxi. Además del saludo, Rodrigo me
había enviado varios signos de interrogación como preguntándome por qué no
le contestaba. Le respondí que había salido con mis amigas y le pregunté qué
tal lo trataba la isla.
“Este lugar es padrísimo”, me escribió y, acto seguido, me mandó varias
fotos del mar de los siete colores, de la Cueva de Morgan, del hostal en el que
se estaban quedando y un selfie sosteniendo una canasta de cervezas.
“Que la fuerza te acompañe”, le escribí.
Él me respondió con una foto con tres dedos levantados. Estaba a punto de
preguntarle qué significaban, cuando recordé que era el mismo gesto que
hacían en las películas de Los juegos del hambre. ¿Acaso también nos
gustaban las mismas películas?
—¿Por qué tan silencioso? —preguntó Gaby desde el asiento trasero.
—No nos digas. —Mariana sonreía, quizás contagiada por la expresión de
mi rostro.
Esa noche al llegar, Rodrigo y yo seguimos hablando, esta vez sobre los
lugares que nos gustaría visitar.
“Tienes que ir a México, se pasa bien padre”.
¿Por qué me seguía respondiendo si se supone que estaba de fiesta? No sé
hasta qué hora estuvimos hablando. En algún punto debí caer rendido
escuchando sus notas de voz en las que cantaba evidentemente borracho.
Esa madrugada me planteé contarle lo que sentía. ¿Tendría el valor? Eso
era algo que debía averiguar pronto. No quería adelantarme, pero los seis
meses de su intercambio estaban pasando muy rápido.

8
Itzel

Grandes llanuras doradas se extendían a su alrededor y la arena se


levantaba como un manto que la separaba del resto del mundo, incluso del
hombre que caminaba detrás de ella. En esos momentos sus preocupaciones se
resumían en dos: que su cabello se ensuciara y terminar insolada en pleno
desierto.
Dio un sorbo al termo. Las últimas gotas de agua no fueron suficientes.
—¿Qué tal todo? —Jorge avanzaba muy lento, a comparación de ella, y
tenía el rostro perlado de sudor.
—Todavía camino, eso es lo importante —Itzel sabía que en el desierto no
tenían otra opción, a menos de que encontraran algún árbol bajo en el que
pudieran refugiarse. No veía ninguno. Había cactus enormes y en ocasiones
vislumbraba a lo lejos la sombra de una viajera, envuelta en una manta roja,
que resaltaba en todo ese paisaje. ¿Sería real o un espejismo?
—Hermoso, ¿cierto? —dijo él cuando cruzaron un montículo de arena y
llegaron al otro lado.
La belleza del horizonte era tal, que no podía encontrar una palabra que se
ajustara a lo que veía. Por eso permaneció callada. Le resultaban mágicas las
montañas del fondo y el mar cristalino que rompía contra la arena a lo lejos.
Por boca de un miembro de la comunidad wayúu, había escuchado que
todos los espíritus que vagaban por esas tierras tenían como destino final
Jepira, o el Cabo de la Vela, para luego emprender un viaje a una región
desconocida. Sintió que Jorge y ella eran como esos espíritus que
deambulaban hasta llegar ahí.
—Pero no se asusten —les había dicho el hombre frente una fogata que
resaltaba su boca desdentada y bajo un cielo brillante. Nunca había estado en
un lugar tan oscuro para ser capaz de vislumbrar todas esas estrellas.
—No lo estamos —dijo Itzel, pero esa noche, cuando estaba acostada en el
chinchorro, no podía dormir. Los aullidos de los perros la tenían con los pelos
de punta y el sonido del viento se le parecía mucho a voces que hablaban en
otro idioma, desde otro mundo.
—Jorge —susurró para no despertar a las otras personas que dormían en la
enramada (una especie de kiosco)—. Jorge, despiértate.
—¿Qué pasa?
—Tengo miedo.
—¿Hablas en serio?
—¿Puedo dormir contigo?
Hubo un silencio largo. Si estuvieran a pleno sol, lo más probable es que
Jorge hubiera visto el rubor de sus mejillas. Pero, si fuera de día, ella tampoco
le habría hecho esa pregunta, ¿o sí?
—Claro.
Itzel se levantó con mucho cuidado y caminó hasta el chinchorro donde
descansaba el boliviano.
—¿Estás cómoda?
—Sí, ¿y tú?
—Mucho.
No supo muy bien cómo pudo acomodarse. Ambos estaban envueltos por
la tela y el calor de sus cuerpos alejó el frío y las voces fantasmales.
Casi al instante, a juzgar por la forma como respiraba su amigo, Itzel se dio
cuenta de que estaba dormido. Susurró su nombre varias veces jugueteando
con sus cabellos y la barba de dos días que empezaba a aflorar en sus mejillas.
—¿Estás despierto?
Al no tener respuestas, sintió el impulso de besarlo, y así lo hizo.
“¿Y si se despertaba?”, se preguntó.
“Mucho mejor”.

9
Choque de planetas

La primera cita fue en un café iluminado por las luces que colgaban de los
árboles, como si se trataran de estrellas en el cielo nocturno. Las personas
fumaban y conversaban (cerveza en mano) de pie, tirados en el césped o
sentados en los cojines que había en ese patio.
"Bohemio" fue la palabra que pasó por mi mente al ver la pequeña tarima y
una pared llena de grafitis de escritores reconocidos. Ahí estaba Shakespeare,
Virginia Woolf. El hombre sonriente de bigote era García Márquez y a su lado
estaba Cortázar.
Si la ola artística de Bogotá se reunía en algún sitio, estaba seguro de que
debía ser ahí. Había poetas, fotógrafos, músicos. Yo quería ser escritor, pero
no me sentía con las habilidades sociales de las que gozaba el chico que bebía
un cóctel mientras explicaba el sentido del cuento que acababa de leer.
—¿Va a ordenar algo? —me preguntó el encargado de la barra, un hombre
atractivo que debía tener cuatro o cinco años más que yo y lucía una barba
muy bien cuidada.
—Estoy esperando a alguien.
Él asintió mientras atendía a una chica de cabello corto, que tenía tatuada
una libélula en el cuello.
Por poco dejo caer unas botellas de la barra, cuando vi que Rodrigo me
estaba llamando.
—¿Dónde estás? —fue lo primero que me preguntó mientras empujaba la
puerta de cristal con el hombro y el brazo que tenía libre—. ¡Ya te vi! —Colgó
el celular y sonrió.
Había regresado de San Andrés la madrugada de ese día. Su piel, que
normalmente era pálida, estaba teñida de rojo y sus labios estaban partidos por
el sol. Imaginé lo raro que debía sentirse besarlos.
—Así que estamos de espías —fue lo primero que dijo, estrechándome la
mano y dándome un abrazo.
¿Cómo sería su cuerpo desnudo?, fue una pregunta que surgió en mi
cabeza al verlo sentado a mi lado, quizás con la misma fascinación con la que
un escultor detallaría cada curva, cada músculo de su modelo.
—Así es. —Le señalé la mesa que estaba en una esquina, donde Mariana
conversaba con un muchacho—. Nuestra misión es asegurarnos que no la
secuestren.
—¿Y dónde está Gaby?
—Me imagino que afuera hablando por celular. Se la ha pasado peleando
con su exnovio o novio. Ya no sé ni qué son.
—¿Quieres tomar algo? —me preguntó de repente.
Asentí y dije el nombre de la primera cerveza que se me ocurrió. No era
muy fan de las bebidas, así que me daba igual elegir cualquiera.
—Salud —dijo Rodrigo cuando nos entregaron las cervezas.
—Salud —repetí dándole un sorbo.
Conversamos sobre lo que pensábamos hacer en los días que nos quedaban
de la semana. Esa noche era Jueves Santo. Le confesé que no tenía nada
planeado y él me dijo que podríamos visitar el Museo Botero. ¿Cómo en una
cita?, me vi tentado a preguntarle.
Recordé su mensaje en el que me preguntaba qué tenía pensado hacer esa
noche.
"Acompañaré a Mariana, de incógnito, en una cita que tiene con un chico
que conoció en Tinder", fue mi respuesta.
“Puedo ir si te parece bien. No tengo nada que hacer”.
“Claro que quiero”, pensé de inmediato.
Rodrigo invitó la primera ronda. Yo pagué la siguiente. Luego él volvió a
ordenar, después yo. Más tarde perdí la cuenta de cuántas cervezas
llevábamos.
En ese momento una chica saludó desde la tarima a todos los asistentes y
empezó a cantar el reggae Is this love de Bob Marley.
Con tanto alcohol en mi cuerpo supe que tenía que parar. No podía perder
el control y dejar que mis instintos guiaran mi comportamiento, sin embargo,
Rodrigo me parecía tan hermoso bajo las luces que le iluminaban el rostro. Lo
quise tanto en ese instante, y supe que con él no me embargarían las dudas que
había sentido con el francés en la discoteca.
I want to love you, and treat you right
I want to love you, every day and every night
Sentí que la canción hablaba por mí. Decía lo que no me había atrevido ni
siquiera a aceptar. Estaba enamorado. No me cabía ninguna duda. Decir que
una persona te hace sentir como en casa me parece una expresión muy trillada,
pero las sensaciones que experimenté allí sentado eran de calidez, seguridad,
amor. Un amor que iba más allá del mero deseo sexual.
—Quiero decirte algo —solté.
Rodrigo acercó su cabeza a mi rostro para poder escucharme por encima
de la música, pero las palabras estaban atascadas en mi boca. Por más que me
esforzaba por pronunciar mis sentimientos, no era capaz de manifestarlos en
voz alta.
Quizás fueron los tragos, o las luces, los que no me permitieron actuar con
sensatez. No caí en cuenta de lo que estaba sucediendo, sino varios segundos
después. Me sentí arrastrado hacia Rodrigo mientras pensaba en todas las
cosas que me atraían de él. Me aparté temeroso por su reacción, pero su
respuesta fue casi igual que mi pregunta. Un beso que llevaba mucho tiempo
deseando hacer realidad. No me importaba que nos estuvieran viendo. Nos
besamos por el resto de la melodía.
Todo suena muy perfecto, hermoso, pero para nada cierto. Sí hubo miradas
y deseo contenido. No me atreví a besarlo ni decirle lo que sentía, él tampoco
lo hizo... Siempre culparé a la canción por haber terminado tan rápido.
—¿Qué es lo que tienes que decirme?
—Creo que estoy borracho —dije, lento, para exagerar los efectos del
alcohol sobre mi cuerpo—. Iré al baño un momento. —Y al levantarme, lo
hice de forma tan brusca que empujé una cerveza que estaba en la barra. El
sonido de la botella al partirse causó tal estruendo que todos se giraron en mi
dirección.
—¿Qué le pasa, huevón? —gritó un sujeto gordo que estaba ebrio. Al
parecer era el dueño de la cerveza.
—Lo siento.
—¿Es que está ciego? —Me empujó con tanta fuerza que me lanzó al
suelo, muy cerca de los cristales. En ese momento no me di cuenta del vidrio
que me había clavado en la palma de la mano.
Rodrigo me ayudó a levantarme y le devolvió el empujón al hombre.
—No creo que la miopía cuente como ceguera —dije riéndome. No quería
actuar asustado, pero tenía mucho miedo.
—Así que salió payasito. —La molestia del gordo era evidente.
—Tranquilízate. —Rodrigo trató de mediar la situación. En su lugar,
obtuvo como respuesta un manotón por parte del borracho. La sangre tiñó los
mismos labios que aún no se curaban por el sol y que solo segundos antes me
moría por besar.
En ese momento traté de abalanzarme contra el sujeto, pero alguno de los
asistentes del café me sostuvo por detrás. Mariana, que no parecía entender lo
que sucedía, se levantó de la mesa corriendo y se acercó a nosotros.
—Vámonos de aquí. —Ella me sujetó del brazo y le dijo a Rodrigo que
nos siguiera.
—¿Lo conoces? —le preguntó el muchacho con el que había tenido la cita.
Ella lo ignoró.
—¡Que calmarme ni que nada! —gritaba el hombre a las personas de su
grupo que trataban de tranquilizarlo—. No ve que ese costeño maricón me tiró
la cerveza.
—¿Y si soy marica cuál es el problema? —le dije furioso dándome la
vuelta.
—¡Ya, Eduardo! —Mariana me dio un pellizco en el brazo.
En ese momento Gaby apareció en escena, justo detrás de un oficial de
policía.
—¿Qué pasa? —preguntó al vernos en el centro del conflicto—. ¡Estás
sangrando!
*
Mariana parecía muy molesta y Rodrigo permaneció en silencio durante
todo el trayecto en el taxi. La única ocasión en que dijo algo fue al despedirse
de nosotros.
Me sentía como una basura. Apreté mi mano dentro del bolsillo para
posponer el llanto. Solo cuando estuve en mi cuarto me desmoroné sin
entender con exactitud por qué lloraba. No sabía si era por la impotencia o la
rabia de no ser tan fuerte como para enfrentarme al hombre del café. A lo
mejor lloraba por la vergüenza que había pasado delante de Rodrigo.
Finalmente, supe que la razón por la que no podía dejar de sollozar era por el
rechazo.
Maricón. La palabra me taladraba el cerebro. No era la primera vez que la
escuchaba como insulto, sin embargo, al recordar esa expresión dirigida contra
mí, no podía evitar sentirme como una basura. Maricón. La palabra seguía
resonándome en el cráneo y era un recordatorio de que incluso cuando me
sintiera feliz, como lo estaba con Rodrigo, el desprecio podía irrumpir como
un enemigo silencioso y violento.

10
Rodrigo

Sus ojos buscaban perderse entre las letras del libro, en el papel
amarillento, pero no podía concentrarse.
—¿Hoy no irás a la casa de Itzel? —preguntó Celeste, maquillándose
frente al espejo que tenían en la habitación.
—Estoy muy adolorido. —Fue su excusa. No le contó por qué tenía el
labio hinchado. Ella tampoco se preocupó por saber—. Diviértete tú.
—Eso haré. —La chica caminó delante de él, como si estuviera en alguna
pasarela. Era irresistible—. ¿Cómo me veo?
—Bien guapa.
—Por eso te amo. —Celeste le dio un beso en la frente y salió corriendo
del cuarto, dejando una estela de su perfume y el brillo de sus cabellos rubios.
Escuchó una bocina fuera y luego los golpes de la punta de los tacones.
Trató de continuar leyendo. Se aburrió después de un rato y decidió dar un
paseo. No se molestó en llevar su celular porque no tenía pensado hablar con
nadie, ni responder ningún mensaje. Pensó que podría ir a cualquiera de los
bares que estaban en su cuadra, y así lo hizo, cuando se vistió con un suéter
más grueso y su chaqueta de cuero.
Encendió un cigarrillo para calentarse un poco y salió del edificio
esperando que la brisa no se lo apagara. Bogotá era una ciudad que nunca
dormía. Podía ver ese espíritu de vigilia en los rostros de las mujeres vestidas
de negro y expectantes de las historias que traería la noche; en los grupos de
hombres que, como él, fumaban justo afuera de los establecimientos o en los
vendedores que estaban en las esquinas y te proporcionaban cigarros, maníes,
dulces, y mota, si eras discreto.
Rodrigo pasó de largo los antros en los que sonaban las rancheras y se
detuvo justo en el lugar donde las luces de neón le daban la bienvenida.
Le dio una última calada al cigarrillo y lo lanzó a un lado.
Agradeció que la barra estuviera vacía y ordenó una pinta de cerveza
negra, mientras cruzaba miradas con una chica que estaba en el fondo. Ella
levantó su botella como diciendo “Salud” y él le devolvió el gesto. También
estaba sola.
Por más que mirara a otras direcciones, siempre que regresaba al inicio
estaba siendo observado por esa chica, quién después de un rato le dijo que se
acercara. Rodrigo se negó con la cabeza y en cambio le señaló la silla vacía
que estaba a su lado.
“Ven tú”. Y ella lo hizo.
—Parece que alguien estaba en la playa —fue lo primero que dijo al
sentarse.
—¿Quieres algo?
—Una cerveza me parece bien. —La joven se acomodó algunos mechones
de cabello que se habían salido de su lugar. Era muy atractiva, casi como esas
compañeras que estudiaban con él y trabajaban medio tiempo como modelos.
Intercambiaron sus nombres y ella lo sometió a un interrogatorio, al que ya
estaba acostumbrado. Que si no era de ahí, que si le gustaba Colombia, que
cuando se iba…
Por su parte, Lina le contó que había terminado con su novio el día
anterior.
—Podemos ir a mi casa —le propuso después de un par de cervezas. La
forma como ella lo miraba le recordó a otra persona.
—Mi apartamento está más cerca. —Celeste no iba a regresar hasta al día
siguiente, así que tenía el cuarto para él solo.
La cerveza lo hacía sentir un poco mareado.
—Me parece bien. —Lina le acarició el muslo, luego ascendió hasta llegar
a su entrepierna—. Vámonos ya.
Rodrigo pagó la cuenta y juntos salieron del bar.
—¿Fumas?
Lina asintió.
Se detuvieron en un parquecito donde un grupo estaba tomando
aguardiente, y allí esperaron que el cuerpo del cigarrillo se convirtiera en
cenizas que fueron arrastradas por el viento.
De un momento a otro, Lina lo besó y Rodrigo sintió una descarga de
dolor. Le dijo que tuviera cuidado con su herida y ella en su lugar le besó el
cuello, las manos y trató de bajarle la cremallera.
—Calma.
—Déjate llevar. —Caminaron hasta una parte oscura del parque y allí Lina
se arrodilló.
La adrenalina de ser descubiertos en cualquier momento le resultó
excitante. Se quitó la correa, se desabrochó y dejó que los labios de ella lo
besaran tanto como quisieran.
—Mejor no. —Rodrigo se acomodó el pantalón a toda prisa y ayudó a
Lina a ponerse en pie.
—¿Por qué no? —preguntaba ofendida, forcejeando con él.
—Estás muy borrasha.
—¿Acaso eres mi papá? —Ella lo golpeó en el pecho en repetidas
ocasiones.
—Cálmate, Lina.
—¿Quién te crees que eres? ¿Felipe?
Pronunciar el nombre de su exnovio bastó para que las lágrimas
aparecieran y su rabia se convirtiera en un llanto incontrolable. Rodrigo la
abrazó para que se tranquilizara.
Caminaron hasta la calle y detuvieron un taxi. Rodrigo la acompañó a un
apartamento cerca de la Iglesia Lourdes, y no se fue hasta que ella entró.
Desde la ventana, Lina se despidió con la mano. Él le sonrió y luego se dirigió
a su casa.
Observó la herida en el espejo del baño y maldijo al hombre que lo golpeó.
Se cepilló los dientes con mucho cuidado y luego se vistió con su pijama.
Una vez estuvo arropado, empezó a acariciarse. Primero tocó su estómago,
luego deslizó sus manos por sus vellos y se detuvo en su miembro. No tardó ni
diez segundos en estar completamente erecto. Se acarició. Primero de forma
lenta, luego más enérgico. Podía sentir cómo su corazón latía con fuerzas.
Abrazó la almohada imaginando un rostro, repitiendo un nombre en su mente.
Contuvo el aliento cuando se sintió cercano al orgasmo.
Con el placer también le llegó una sensación de tristeza asociada a ese
acto. Buscó una media para limpiarse y, mientras recorría desnudo el cuarto,
fue consciente de su soledad de un modo en el que nunca antes había pensado.

11
Películas sin presupuesto

Durante toda la clase no dejé de revisar el celular ni un minuto, en espera


de su mensaje. No me había respondido el párrafo de disculpas que le envié la
mañana del viernes, ni tampoco el saludo de ese día.
Más que por la pelea en el café, una parte de mí sospechaba que Rodrigo
había tomado distancia al sentirme tan cerca de él. Era evidente ¿o no? que
mis acciones demostraban el interés que me generaba.
—Guarda eso —me susurró Mariana a mi lado.
Asentí con la cabeza, pero no le hice caso.
La profesora explicaba en ese momento algo relacionado con la Teoría del
Iceberg de Hemingway. ¿Había sido mi culpa que le partieran el labio a
Rodrigo?
No le veía sentido a estar sentado en el salón, mientras mi mente viajaba
por Júpiter. Guardé mi cuaderno en el maletín y salí del salón, ignorando por
completo los susurros de mis amigas preguntándome a dónde pensaba ir.
Quería estar solo. También quería saber si Rodrigo me odiaba, lo cual me
parecía exagerado porque el problema de la cerveza había sido un accidente.
Sí fui totalmente responsable de mirar sus labios, cuando luchaba para no
atragantarme con las palabras.
“Quizás entendió lo que mis ojos querían decirle”, pensé mientras
caminaba por la Avenida Caracas en dirección a Turkos House, “y eso le
aterró”.
Me daba rabia sentirme así, solo porque él no me respondía.
Gaby y Mariana tenían que estar equivocadas cuando me decían que
Rodrigo podía corresponderme. A lo mejor ellas, como yo, habían imaginado
todas las supuestas señales. Me sentí estúpido por engañarme y pensar que él
podría corresponderme. Era experto en construir historias que solo tenían
lugar en mi cabeza. Las llamaba Películas sin presupuesto.
¿Qué género cinematográfico sería mi vida? ¿Una tragedia? Lo descarté de
inmediato. No quería que mi personaje terminara arrollado por un
Transmilenio. ¿Una comedia romántica sin componente de romance y sin
situaciones cómicas? Podría ser. Concluí que mi vida era un drama.
Iba pensando en las canciones que compondrían mi banda sonora, mientras
una multitud caminaba en dirección opuesta a la mía, preocupados quizás por
mantener un trabajo que odiaban, pero que no podían darse el lujo de
abandonar. Me aventuré por calles en las que nunca había estado, y recorrí
caminos que a final de cuentas me llevarían al mismo lugar. Era sorprendente
la cantidad de migrantes venezolanos que trabajaban en las puertas de los
restaurantes atrayendo clientes, que vendían agua en las esquinas y hacían
malabares con la luz roja del semáforo. Una mujer con marcados rasgos
indígenas, amamantando un bebé y abrazando a un niño de unos cuatro años,
me ofreció unas manillas de colores vivos que ella misma fabricaba. Compré
tres.
Como no tenía prisa, evadí los atajos y me detuve en todos los grafitis que
llamaban mi atención. Les tomé fotos a los que más me gustaban. El ciclo de
vida de las obras callejeras era tan corto que, a la mañana siguiente, los colores
azules de la chica que caía al vacío dentro de un bosque de árboles y casas
flotantes, podrían convertirse en una pared blanca o en la propaganda política
de algún candidato al Senado.
¿Qué será de esos lugares que llevo tantos años sin visitar? ¿Podré caminar
sin perderme o la ciudad será irreconocible frente a los ojos de un hombre que
también cambió?
Llegué a Turkos, luego de más de una hora de caminata, y me sorprendió
ver a Mariana y Gaby sentadas en la cocina, acompañadas por Itzel. Se
suponía que debían seguir en clases.
—¿Dónde estabas? —preguntó Mariana alzando el tono de voz.
—Caminando.
Dejé el maletín a un lado de mi puerta y me dirigí a la mesa.
—Pensé que habías hecho alguna locura —me recriminó Gaby.
—¿Una locura? ¿Creíste que me iba a tirar la Torre Colpatria solo porque
Rodrigo no me responde un mensaje? ¡Que se joda!
Al ver el rostro confundido de Itzel, le conté sin darle mucha importancia
que me sentía atraído por el mexicano. Le hablé de lo que había pasado en el
café y que no me respondía mis mensajes de disculpa.
—¡Híjole! —exclamó ella, tratando de procesar toda la información que
había escupido.
Cuando entré a mi cuarto, reconocí que había sido un poco dramático al
salirme de clases. La herida de la palma de mi mano estaba casi cicatrizada.
¿No me quería responder los mensajes? ¡Que se fuera a la verga!

12
Girls Night Out

Ninguna de las dos soportaba los pies mientras se internaban en la 85 post


rumba, un territorio caótico que surgía a las tres de la mañana cuando los
clubes nocturnos cerraban sus puertas y las personas, algunas borrachas, otras
drogadas o cargadas, deambulaban como zombis en busca de comida, un
apartamento en el que seguir la fiesta o una cama para descansar.
Dentro la discoteca, Mariana había aliviado parte de su dolor quitándose
los tacones varias veces a lo largo de la noche, y quería hacer lo mismo en ese
momento.
—¡Pinche culero! —gritó Itzel a un lado de ella, mientras cerraba con
brusquedad la puerta del taxi.
Aunque a lo largo de la calle había una fila amarilla de taxis, no
conseguían alguno que las llevara por distintos motivos. Algunos conductores,
aprovechando la hora, triplicaban el costo de las carreras, otros simplemente
se negaban porque preferían una dirección más cercana.
Maldijo al siguiente taxista y más tarde insultó, junto con Itzel, a la mujer
borracha que las había tropezado.
Además de las ampollas en sus talones, tenía sueño. Se moría por tirarse en
su cama y dormir dos días de seguido, pero ese era un placer que no podía
darse, ni siquiera al llegar a Turkos House, porque Gaby tenía ocupado el
cuarto.
"Tendré que compartir cama con Eduardo, si es que está despierto, o con
Itzel", pensó y se apartó del charco de vómito que estuvo a punto de pisar.
Maldijo a Gaby mentalmente.
Justo cuando se resignaron a pagar lo que fuera, ningún taxi pasó vacío.
—¡No manches, estoy bien cansada!
—¡Quiero estar en mi casa!
Se sentaron en la acera, junto al grupo de los resignados. Todas esas
personas, como ellas, estaban esperando que llegaran taxis disponibles.
—¿Ya viste al chavo con el que bailaste? —le susurró Itzel. Negó con la
cabeza y la mexicana le señaló al muchacho que estaba comiendo un perro
caliente a pocos metros de ellas.
Se llamaba Martín o Moisés, no estaba muy segura. Él era el culpable de
su dolor de pies. Si no hubiese sido tan buen bailarín, Mariana se habría
quedado sentada toda la noche viendo a Gaby bailar con el francés y
conversando con Itzel.
—¡Te está viendo!
—Hagamos como si estuviéramos hablando de cualquier cosa —susurró
Mariana cuando vio que el muchacho se acercaba a ellas.
—Sí, eso es bien interesante...
—Mariana, ¿cierto?
Respiró hondo para actuar con tranquilidad y giró su cabeza al lugar desde
el cual le estaban hablando.
—Hola, Moisés.
—Martín.
—Justo iba a decir Martín.
—¿Cómo les va?
—¡Terrible! Queremos estar en nuestra casa y no pasa ningún taxi vacío.
—Así es la 85 —dijo el muchacho y se sentó a su lado.
"¡Que no sea un asesino!", rogó ella. Le parecía demasiado lindo para tener
que huir de él.
—¿Y su otra amiga? Hasta donde recuerdo eran tres.
—Debe estar en París —bromeó Mariana.
Martín soltó una risita.
—Ya sé por qué lo dices. —Se levantó cuando su grupo de amigos lo
llamó por su nombre.
"¡Que me pida mi número!", rogó Mariana mientras él le decía lo hermosa
que era y se despedía a toda prisa. "¡Pídeme el número imbécil!".
—Chao —fue lo que dijo ella.
Lo vio alejarse en compañía de cuatro hombres. Uno de ellos sostenía una
botella de vodka. Pensaban seguir la fiesta en alguna casa.
Estuvieron sentadas un rato más y luego se levantaron para proseguir en su
tarea de buscar un taxi vacío. Hablaron de lo mucho que disfrutaron esa rumba
y ambas echaron en falta a Eduardo, quien se había negado a acompañarlas
porque no estaba de ánimos. Desde que había ocurrido la pelea en el café, su
amigo estaba muy triste, aunque él lo negara siempre.
También hablaron sobre Rodrigo.
—Yo sí creo que él es gay —concluyó Itzel, cuando finalmente pudieron
abordar un taxi—, solo que no tiene los pantalones para aceptarse.

13
De una noche

Gaby salió de la habitación mirando a todos lados para asegurarse de que


nadie la veía. Detrás de ella, un hombre alto y bien pálido bostezaba. Cruzaron
la sala, casi en punta de pies, y salieron de Turkos. No contaron con que la
puerta se iba a cerrar con brusquedad y el estruendo despertaría a todos. Itzel y
Eduardo fueron los únicos que salieron de sus habitaciones para ver qué
pasaba.
—¿Qué fue eso? —Itzel se asomó a través del visor de la puerta para ver
quién había cerrado—. ¡Fue Gaby!
Eduardo corrió hasta el lugar donde estaba la mexicana y observó las dos
siluetas. A Gaby deteniendo un taxi con la mano y, junto a ella, un hombre
vestido con camisa azul turquí y pantalón caqui.
—Así que ese es el francés.
Caminaron hasta la cocina y Eduardo se ofreció a preparar los sándwiches
para ellos. Mariana seguiría durmiendo por un buen rato.
—¿Y qué tal la fiesta? —le preguntó.
Itzel le pidió que le diera un segundo para responder los mensajes de Jorge.
Él estaba sacado de onda porque ella había salido sin invitarlo siquiera.
“Vamos a calmarnos mi chavo”, le hubiera gustado responderle “ni yo soy
tuya ni tú eres mío”.
—Estuvo bien padre. Tenías que haber ido.
—No me sentía muy animado.
—¡Ay, amigo! No puedes andar todo tristón por culpa de Rodrigo.
—No, no es por él.
Pero ella sabía que estaba mintiendo.
Al volver de La Guajira se había encontrado con una versión menos alegre
de su amigo. Llegó a pensar que eran ideas suyas, pero el día en que Eduardo
le confesó que estaba enamorado de Rodrigo, supo el motivo de su tristeza.
La puerta se abrió lentamente y Eduardo y ella observaron a Gaby, que
pretendía entrar de manera sigilosa.
—¡Tenemos problemas! —dijo al percatarse de la presencia de ellos dos.
Estaba vestida con una bata de dormir muy corta y pantuflas de felpa. No se
había quitado el maquillaje y tenía ojeras.
—¿Por qué? —preguntó Eduardo terminando de untar mantequilla en una
rodaja de pan.
—¡Lo amoooooo! —Fue el veredicto de ella corriendo hasta la mesa y
contándoles lo feliz que había sido la noche anterior.
—Es tan romántico. —Gaby sonreía de oreja a oreja como una tonta.
—Mejor no te ilusiones —le aconsejó su amigo.
—¡Me encantó ese hombre!
Itzel soltó una risita porque entendía perfectamente esa sensación. Desde
que Jorge y ella estaban saliendo, ambos tenían conciencia de que su relación
terminaría al finalizar el semestre. Ella sabía que al regresar a sus países los
dos volverían a sus antiguas vidas, rutinas, a sus grupos de amigos de antes y a
las reglas de los padres, donde regresar a cualquier hora de las fiestas no era
una opción y en las que no podrían ahorrarse el dinero de las comidas para
comprar alcohol.
Le aconsejó a Gaby que disfrutara. Eduardo le dijo que tuviera cuidado.
—¡Me escribió! —gritó emocionada y mostró el saludo que le acababan de
enviar.
—¿Qué es todo este escándalo? —Mariana salió envuelta en una cobija—.
¡Tú! —gritó al ver a Gaby—. ¡Te odio! —dijo en broma, y se sentó a su lado
para escuchar cómo le había ido con su amor de una noche.
Si el de Gaby era un amor de una noche, el de ella qué sería. ¿Un romance
semestral?

14
Cita a ciegas

Frotó sus manos, no porque tuviera frío sino por los nervios. En su cita
anterior había llevado a sus amigos como guardaespaldas. Pero en esta ocasión
optó por ir sola, y se arrepintió cuando vio al hombre acercarse hasta su mesa,
preguntarle si era Mariana y sentarse ante su asentimiento. Pablo era de esas
personas que se veían más atractivas en fotos.
“De todas formas el físico no lo es todo”, pensó para convencerse “pero al
menos que se eche perfume”.
Le resultaba tan aburrido todo el proceso de conocer a una persona. A
veces quería ser como Gaby que solo se acercaba y lograba sacarle
conversación hasta a la persona más amargada.
Por su parte, Mariana se consideraba muy tímida para hacer eso. Prefería
que un intermediario, en ese caso una aplicación, estableciera el primer
contacto. Ella se encargaría de lo demás.
—¿Y qué te gusta hacer?
—Nada particular. Escuchar música, leer… —Le faltó decir que disfrutaba
los paseos en la playa, los picnics bajo las estrellas y todas esas palabrerías
que se publicaban en las páginas de citas. Recordó la descripción de su tía
Margarita en un portal para conseguir marido. “¿Así de ridícula me vería yo en
estos momentos?”.
Desde que se estrecharon la mano no había sentido la química (ni la física
cuántica y mucho menos la biología), quizás debido a la mugre de sus uñas, su
aroma particular que era consecuencia de no usar desodorante “como posición
política contra las multinacionales que probaban sus productos en animales” y
el sarro de sus dientes.
Él trató de tomar su mano. Mariana lo detuvo en el acto y le dijo que tenía
que irse cuanto antes, porque le había surgido un imprevisto.
—Pero si ni siquiera hemos ordenado.
—Cómete una hamburguesa por mí —dijo levantándose de la mesa—, o
una ensalada por eso de que eres vegetariano.
Salió a toda prisa del restaurante y abordó el primer taxi que pasó vacío.
Eliminó la aplicación de su celular y se prometió no volver a ir a una cita a
ciegas. Muy pronto tendría que retractarse de su promesa, porque un fin de
semana cualquiera recibió un mensaje en el que le preguntaban acerca de los
planes que tenía para esa noche.
“¿Quién carajos es Octavio?”, fue lo primero que pensó, pero bastaron uno
o dos segundos para que lo recordara. Era el chico con quien se encontró en el
café donde se había formado la pelea de Eduardo.
Le respondió que no tenía nada en mente y él la invitó a una fiesta que
organizarían sus compañeros de la facultad de psicología.
“Puedes llevar a tus infiltrados”, le dijo, y Mariana sintió la misma
vergüenza que había experimentado cuando su cita descubrió que no había ido
sola.
Invitó a sus amigos al plan de esa noche. Todos aceptaron, incluso
Antoine, el francés que estaba saliendo con Gaby. La única persona que se
negó a ir fue Eduardo.
—No me siento de ánimos —fue su respuesta.
—¡Qué casualidad que hace más de un mes no te sientes de ánimos! —le
soltó molesta por la actitud que estaba tomando. “¡Ni siquiera sabes si te
corresponde!”, habría querido decirle, pero se contuvo.
—Anda, vamos —le dijo Itzel—, me prometiste que ibas a salir con
nosotras.
—Sé lo que dije, pero es que…
—Nada de excusas. —Itzel se levantó—. Él va a ir, no hay nada más de
que hablar.
—Pero…
—Sin peros.
Le sorprendió la determinación de la mexicana.
Todos se fueron a cambiar. Tín, Cami y Máximo se unieron al grupo y,
cuando el reloj marcó las diez de la noche, llamaron dos taxis para dirigirse al
sitio. En un vehículo iban Eduardo, en el asiento del copiloto, y Gaby, Antoine
y Mariana apretujados en la parte de atrás. Itzel, Cami, Tín y Máximo iban en
el otro.
Había decidido ignorar al chileno desde el día en que se besaron. “Fue
porque estaba borracha”, se defendió cuando Máximo le mencionó el beso
entre ellos, pero era mentira. Tenía plena consciencia de lo que estaba
haciendo y, aunque le avergonzara admitirlo, solo lo besó para divertirse esa
noche.
—Creo que es aquí —dijo el taxista. Ella comprobó la dirección que le
envió Octavio. Era la misma.
El sitio no tenía aspecto de ser una discoteca. Las únicas razones por las
que supo que estaban en el lugar correcto, fue por el afiche que anunciaba la
fiesta y la música a todo volumen. Esperaron afuera de esa casa hasta que
llegó el otro taxi con el resto de su grupo.
—Pensé que no vendrías —le dijo Octavio cuando Mariana y el resto de
sus amigos entraron al patio trasero que estaba repleto y donde un DJ
mezclaba la música electrónica.
—Soy una mujer de palabra —dijo ella y recibió la cerveza que él le había
dado.
“Nunca recibas una cerveza de un extraño”, solía advertirle su mamá
siempre. Pero ahí estaba ella dándole un sorbo.
—¿Bailamos? —le preguntó. Mariana movió la cabeza afirmativamente y
empezó a imitar los movimientos de las personas que estaban a su alrededor.
Luego miró a Octavio—. Eres hermosa.
No sabía qué decir a esa clase de comentarios. Se limitó a sonreírle.
A su grupo de amigos se habían sumado Jorge, Baptiste y Joaquín, los
amigos de Itzel con los que habían salido meses atrás.
Cuando ella terminó su cerveza Octavio le entregó otra.
—¿La estás pasando bien?
Ella asintió.
En algún punto del baile sintió que las manos de Octavio bajaron
demasiado por su espalda. No quería parecer ruda apartándoselas. Tampoco se
sentía cómoda. Aprovechó el cambio de canción para poner un poco de
distancia entre ellos.
¿Por qué no podía ser como Gaby, que no le prestaba atención a esas
insignificancias al bailar?
—Eres hermosa —le volvió a decir él y se marchó unos minutos. Al
regresar, traía una nueva cerveza para ella. Mariana se negó a recibirla—. ¿Por
qué?
—Ya he tomado mucho.
—No, no lo has hecho.
La aceptó un poco sorprendida por el tono de voz que él había empleado.
Tiró el contenido de la botella en la menor oportunidad. Mientras bailaba, hizo
señas a sus amigos para que la rescataran de ese hombre que no dejaba de
adularla. Ninguno la vio. Miró a Itzel que bailaba con Jorge, a Tín que se
movía con una chica que había conocido en la fiesta. Incluso Eduardo estaba
con Baptiste. ¿Acaso era la única que no la estaba pasando bien?
No lograba entender por qué aceptó ir a otro lado con Octavio, cuando él la
tomó de la mano, la guio a una habitación pequeña que estaba al fondo de ese
patio y la besó. Al principio no dijo nada porque no la estaba pasando mal.
Solo cuando él deslizó la mano por debajo de su vestido, ella le puso freno a la
situación.
—No me toques...
—¿Acaso la estás pasando mal?
—¡Suéltame!
—¡De aquí no te vas! —exclamó él con rabia. Mariana gritó, pero sabía
que era en vano porque la música estaba muy alta.

15
Corazones que brillan

Abril le dio lugar a mayo y los días transcurrieron como si alguien hubiese
adelantado ciertas escenas de una película, solo para saltarse las partes
aburridas.
En todo ese tiempo Rodrigo no volvió a visitar Turkos, aunque sí me
respondió los mensajes, varios días después, de una manera cortante que me
dio a entender que no le interesaba hablar conmigo.
En la vida nada es como en las películas, o al menos como en las grandes
producciones. Más bien, mi destino era como el argumento de alguna
producción independiente de un director latinoamericano, y los personajes
éramos actores naturales, humanos que seguían adelante. Quise estar enojado
con Rodrigo, deseaba odiarlo, pero no podía. Tampoco podía sacármelo de la
cabeza, aunque Baptiste me mirara desde un asiento a pocos metros.
No había dejado de observarme desde que llegó con Jorge y Joaquín, y yo
hacía un esfuerzo para mantener la vista en la cerveza. Ya llevaba un buen rato
tomando y me sentía muy mareado.
Cuando me invitó a bailar, me sorprendió escuchar lo fluido de su español.
Di un sorbo a mi cerveza mientras él se acercaba más a mi cuerpo, pegaba su
rostro sudado al lado del mío y se meneaba al ritmo de la canción. Me hubiese
gustado tanto que Rodrigo me viera en esos momentos.
Era la primera vez que me divertía en mucho tiempo. Miré a los ojos a
Baptiste y no me hubiese molestado que esos labios, rodeados por una barba
rubia, me besaran. Acaricié su mejilla y le di un beso. El alcohol era el
verdadero responsable de ese comportamiento. De estar sobrio ni siquiera me
hubiese levantado a bailar con él.
—¿Alguna vez te has enamorado? —La pregunta me tomó por sorpresa.
Sentí una punzada de culpa al recordar cómo había rechazado bailar con él
en otra fiesta. Fingí no entender su pregunta y él la repitió, tratando de hacerse
escuchar sobre el sonido de la música. Sus palabras desprendían un aroma a
aguardiente.
—Creo —fue todo lo que dije.
—¿Qué crees?
—Que sí me he enamorado.
¿A dónde iría todo esto? ¿Acaso su pregunta le daría lugar a una
declaración de su parte? “No seas iluso, apenas lo has visto dos veces en toda
tu vida”.
Él me miró fijamente. No me sentí capaz de sostenerle la mirada, así que
me giré a un lado buscando a mis amigas. Itzel bailaba con el boliviano y
Gaby estaba apoyada en una pared mientras Antoine la besaba como si no
hubiese nadie más. No vi a Mariana por ningún lado.
A lo mejor está conociéndose mejor con Octavio.
—El amor es mierda. —Baptiste encendió un cigarrillo y, sin yo
preguntarle, me contó que esa semana había terminado con su novio de
Francia. Me preguntó el nombre de la persona de quien me había enamorado o
de “aquella que te rompió el corazón”.
Permanecí en silencio mientras él repetía nombres intentando atinarle al
correcto. En ningún momento mencionó Rodrigo, quizás porque la música dio
lugar a los gritos de las personas cuando ella apareció empapada de sangre.
Mi corazón se disparó al verla. No entendía qué pasaba… Mi mente no era
capaz de imaginar por qué Mariana caminaba con una expresión helada y
temblaba como si se muriera de frío.
Corrí hasta donde ella. Gaby, Itzel Máximo, Jorge… Todos nos reunimos a
su alrededor. A pesar de que le hicimos toda clase de preguntas, ella no
contestaba. Dejó caer una botella rota en la que hasta ese momento me había
fijado y nos miró a todos con una expresión de ira en su rostro. No mencionó
ni una palabra, se limitó a caminar.
—¡Llamen a una ambulancia! —gritó una persona, cuando observaron la
sangre que manaba de la cabeza de un muchacho que no paraba de chillar y
que venía de la misma dirección en la que había aparecido Mariana.
—No te vas a ir —dijo alguien sosteniéndola del hombro y ella respondió
con una bofetada que resonó por encima de los murmullos y los gritos de
Octavio, que era la persona que estaba sangrando.
La seguimos hasta la salida y solo cuando estuvimos dentro del taxi, y
alejados varias cuadras de aquel lugar, ella se permitió llorar y nos contó lo
que había sucedido: Octavio tratándose de sobrepasar, Mariana pidiéndole que
dejara de tocarla, un hombre dispuesto a violarla, un forcejeo y ella partiendo
la botella contra la cabeza de él.
—No me importa si pude matarlo —dijo, como si estuviera respondiéndole
a una voz dentro de su cabeza—. No le iba a dejar que me hiciera daño.
Nadie dijo nada. Yo por mi parte no sabía ni qué hacer, solo le estreché la
mano durante el resto del viaje.
Cuando llegamos a Turkos, nos dirigimos al cuarto de ella y Gaby, y los
tres nos acostamos en la cama. A lo mejor pensábamos que la cercanía de
nuestros cuerpos nos mantendría a salvo y alejaría cualquier rastro de miedo.
Estuvimos hablando un buen rato sobre todo y nada en particular. Mariana
había dejado de llorar y, a juzgar por su voz, podría decirse que ya estaba más
tranquila. Hablamos de lo rápido que transcurría el tiempo y me fue imposible
no pensar en esa mañana de enero en la que aterrizamos en Bogotá sintiendo
de inmediato la diferencia del clima y el tamaño de la ciudad que se extendía
delante de nosotros.
Tomamos un taxi tratando de neutralizar nuestro acento y fingiendo saber a
dónde nos dirigíamos, a pesar de que no teníamos ni idea.
“Los capitalinos huelen la inseguridad. Si el taxista se da cuenta de que
estamos perdidos nos llevará por el camino más largo y las rutas más
congestionadas para que paguemos más”, nos explicó Gaby, antes de
montarnos en el auto. Fue ella quien se sentó en el asiento del copiloto y le
mencionó el camino que debía tomar para llegar a la casa de su tía, que era el
lugar donde dejaríamos nuestras maletas mientras visitábamos las residencias
de estudiantes que habíamos encontrado en internet.
Pensamos que la elección de casa sería un asunto rápido. Qué equivocados
estábamos.
En unas solo había un cuarto disponible, en otras solo aceptaban hombres y
estaban demasiado lejos de la universidad. Algunas eran muy pequeñas, otras
demasiado caras. Estuvimos cerca de tres horas recorriendo la localidad de
Chapinero y tachando todas las casas que ya habíamos visitado.
Solo nos faltaba una.
Sin muchas esperanzas, caminamos hasta la residencia llamada Turkos
House. Mariana fue la encargada de tocar el timbre y presentarse ante la
anciana que nos abrió la puerta. Se llamaba Estela. Le contamos que
buscábamos una habitación individual para mí y otra para compartir. Le
hablamos de la carrera que estudiaríamos y en qué universidad.
Mientras recorríamos la casa, nos cruzamos con una chica de ojos
marrones y con un indiscutible acento mexicano que nos saludó y le pidió la
contraseña del wifi a la dueña de la casa.
La señora Estela nos contó de los residentes que había hasta el momento y
enumeró las ventajas que tenía el vivir allí: la casa estaba ubicada a solo diez
minutos caminando de la Universidad Javeriana, tendríamos nuestra propia
llave, podríamos hacer uso de la cocina y la lavadora. También tenía agua
caliente, internet y una cuenta de Netflix. Incluso el costo se ajustaba a nuestro
presupuesto.
—¿De casualidad hay fantasmas? —pregunté en broma, recordando todos
esos programas y películas en los que la casa perfecta terminaba estando
poblada de toda clase de espíritus.
—No, no los hay —fue la respuesta, entre risas, de la señora Estela.
Gaby fue la primera en caer dormida. Mariana y yo seguimos hablando un
rato y ella me agradeció por haber derramado la cerveza y se disculpó por
haber estado molesta conmigo ese día. Me prometió que nunca volvería a
utilizar una aplicación para salir con desconocidos y yo le aseguré que no
volvería a quedarme encerrado solo porque estaba triste.
*
La lluvia golpeaba con fuerzas las ramas de los árboles, los techos de las
casas y sin duda tus cabellos despeinados, mientras corrías sin poder hacer
nada para protegerte, excepto avanzar. Avanzar por caminos que ya había
recorrido yo y por los que ahora tú ibas, apresurando tu paso.
Mariana y Gaby debían seguir dormidas. Después de desayunar, la cama
en la que habíamos dormido los tres se tornó incómoda. Por esa razón preferí
regresar a mi cuarto y permanecer solo, esperando que el domingo se
escurriera.
Cerré las ventanas y me acomodé debajo de las mantas y cobijas, mientras
afuera las personas se refugiaban en los portales de las casas, en las tiendas de
barrio o en cualquier lugar que tuviera un techo encima. Muy seguramente tú
estabas cerca. No lo suficiente para tu gusto. Tal y como me contaste, los
vendedores te ofrecieron un paraguas. Negaste con la cabeza. No tenías dinero
en los bolsillos.
Trataste de entender qué fue lo que te llevó a, de repente, ponerte los
zapatos y salir de tu casa sin decirle nada a nadie.
Hacía tanto frío que te era inevitable tiritar y no podías controlar tus
movimientos. Por otro lado, estaba la neblina, esa capa que te obligaba a
avanzar a tientas, mientras unos espíritus emergían frente a ti, a toda
velocidad, sosteniendo sus paraguas.
De seguro te sentiste en un laberinto como el de Teseo. Caminaste
siguiendo el hilo de la memoria, ese que te acercaba al recinto donde te
esperaría el Minotauro.
"Estoy cerca", te dijiste al ver Turkos House. "Ya casi". Tocaste el timbre.
El sonido agudo espantó el sueño que empezaba a apoderarse de mí. Agucé
el oído para escucharte, pero el ruido de las gotas contra los cristales era
superior.
La persona que te abrió, al verte todo mojado, debió entregarte una toalla.
Seguro fuiste a la cocina, luego al pasillo, los últimos metros de la madeja de
Ariadne. Te quedaste de pie unos segundos en la puerta, quizás esperando
secarte o pensando en las palabras que dirías, esas que te daba miedo
pronunciar.
No supe quién era la persona que tocaba mi puerta. Solo era capaz de ver
la sombra en la ranura inferior. Volviste a tocar.
“Debe ser Mariana”, pensé mientras abría.
—Lo siento, Eddie —fue todo cuanto dijiste.
Mi corazón dio un vuelco y todas las barreras que había construido en mi
cabeza se vinieron abajo. No pude evitar sonreír. Se veía ridículo envuelto en
una toalla y con toda la ropa mojada.
Lo invité a pasar y cerré la puerta.
Por más que me repetía que él no me importaba, por más que me decía que
su ausencia no me afectaba en lo absoluto, sabía que todo era una mentira.
Mentía para engañar a mi cerebro y por un tiempo pensé que mis esfuerzos
estaban dando resultados, pero al verlo frente a mí, cambiándose con la ropa
seca que le presté, me demostró lo equivocado que estaba.
Miré de reojo la belleza de su torso desnudo. Cuánto hubiese deseado besar
cada espacio de su pecho lampiño. Me di la vuelta cuando se iba a cambiar el
pantalón.
—Ahora si estoy presentable para hablar —empezó diciendo.
Lamentaba haber actuado de la manera que lo hizo. Mientras hablaba, tuve
la impresión de que me quería decir algo, pero no se atrevía, no encontraba las
palabras apropiadas. Su cara se enrojeció, quizás por la vergüenza o la
impotencia.
En ese momento una voz en mi cabeza me gritó que me arriesgara, que le
dijera lo que sentía. ¿Acaso no era evidente? Me daba mucho miedo perderlo.
¿Cómo podía continuar una amistad cuando una de las partes se moría por la
otra? Pensé que la solución era callar. No decir nada y vivir en ese amor
silente, pero cuando vi que las lágrimas estaban a punto de salir de sus ojos
descubrí el problema. No es que Rodrigo no encontrara las palabras correctas,
sino todo lo contrario. Él sabía a la perfección lo que quería decir y eso le
causaba terror.
Me sorprendió verme reflejado en él como si fuéramos la misma persona.
Lo miré a los ojos, esos ojos tan asustados, y luego contemplé sus labios.
Quise que me besara con los besos de su boca. ¿Cómo se sentiría tocar su piel?
Tener a Rodrigo allí era el mayor de los cantos, una banda sonora perfecta que
me recordaba cada momento que habíamos pasado juntos, era como un poema
que hablaba acerca del amor.
Sin pensarlo, porque de hacerlo no me hubiera atrevido, lo besé. Torpe por
la inexperiencia, ansioso porque no quería desaprovechar el tiempo.
Él se apartó, sorprendido.
“Mierda”, gritaba mi mente cuando razonó lo que había hecho.
—Perdóname —dije avergonzado.
Rodrigo me devolvió el beso como si sus labios pudieran decir lo que las
palabras no se atrevían a expresar. Acarició mis cabellos y mi cuerpo, y yo
hice lo mismo. Besé su piel, sus manos, su pecho.
No pensé en el tiempo, que nos jugaba en contra, y creo que fui la persona
más feliz mientras mi alma se sabía correspondida. En ese momento recordé el
último verso de un poema de Wislawa Szymborska que me gustaba mucho:
nuestros corazones brillan en la oscuridad.
Afuera seguía lloviendo.
*
Esperando a mi musa te vi llegar.
Me sorprendió la informalidad de tu traje, tus cabellos desordenados.
Debo confesar que me intimidaste, pero al ver tu sonrisa descubrí el
secreto:
La inspiración también viene vestida de hombre.

16
Turkos House

Del otro lado de la puerta las risas, uno que otro grito, el timbre, los golpes
en la mesa, el tintineo de las botellas, la música, las conversaciones a gritos…
Sería cuestión de horas para que todo eso llegara a su fin.
Estaba acostado, mirando directamente una mancha en el cielorraso. Era la
primera vez en todo ese tiempo que me fijaba en el círculo, producto, a lo
mejor, de la humedad del baño que estaba en el segundo piso.
Nadie lo mencionó, pero todos sabíamos de antemano que esa sería nuestra
última fiesta juntos.
Me fijé en el libro que estaba en la repisa. No lo había terminado aún. Me
resultó curioso no haber podido leer ¡Que viva la música! por estar viviendo
en las fiestas casi todos los fines de semana. María del Carmen Huerta, la
protagonista de la novela, debía sentirse orgullosa de mí.
Recordé el pasaje donde ella le pide a su amigo, Ricardito Miserable, que
le traduzca la canción en inglés que está sonando en la rumba y ella lo nombra
su intérprete. “¿Para siempre?”, le pregunta él y ella es honesta. “No, lo siento.
Sería injusto prometerte tanto. Solo por esta noche, pero si me conoces sabrás
que mis noches son largas...”.
Quería estirar el tiempo y que esa noche durara por siempre. Me parecía
una burla del destino haber sido correspondido justo cuando el tiempo estaba a
punto de agotarse. ¿Qué habría pasado si el día del café, en lugar de tropezar
con la cerveza, hubiera dicho lo que sentía?
Me levanté de un salto y salí de la habitación. ¿Desde cuándo Cami y
Máximo estaban juntos? Me pregunté al verlos besándose. Tín me pasó una
cerveza y me invitó a sentarme en la silla que estaba junto a Itzel. Esa noche
no nos importaba que la señora Estela nos viera. Olivia saludó a la cámara con
un gesto en el que mantenía erguido su dedo corazón y Emiliano eructó al
terminar su cerveza antes que todo el mundo. Había dos muchachos sentados
en la mesa, pero no los reconocía de ningún sitio.
—¿Dónde está Mariana? —pregunté, pero antes de que pudieran
responderme la vi entrar con una gran sonrisa en el rostro. Llevaba puesto un
suéter nuevo y se había arreglado el cabello para esa fiesta. Me alegraba verla
feliz. Por un momento llegué a pensar que el incidente con Octavio le haría
perder el ánimo. Me demostró lo contrario.
Se sentó en la cabecera, al lado de uno de los desconocidos, y Tín fue el
encargado de presentarnos.
—Eduardo, Mariana, ellos son Esteban y Daniel.
Los saludé con un gesto de la mano y ellos levantaron su cerveza. La
música sonaba desde una bocina que estaba conectada a un computador
portátil y, cuando Gaby hizo su aparición en escena, apagó y encendió las
luces para dar la sensación de que estábamos en una discoteca.
—Siéntate, mi Gaby. —Tín se levantó ofreciéndole su puesto y ella se
negó.
—Antoine viene en camino.
—¿No vas a estar en la fiesta de despedida?
—Saldré un momento a comer. Te prometo que yo vuelvo.
Tín la abrazó un poco enrojecido y Gaby lo rodeó con sus brazos.
En ese momento le conté a Itzel que me había besado con Rodrigo.
—¡No te creo! —gritó cubriéndose la boca. Me causó gracia su expresión
de sorpresa.
—Pregúntale a Mariana o Gaby.
—¡Yo sabía que le gustabas!
—Nos vemos en un rato —la interrumpió Gaby desde la puerta de la
cocina y salió a toda prisa de la casa. Se veía tan feliz que me asustó pensar en
cómo nos sentiríamos al volver a Barranquilla.
—¿Y Jorge? —pregunté después de un rato.
—Ya regresó a Bolivia —me dijo, y enseguida agregó—. ¡No pongas esa
cara de tragedia!... Ya estoy más tranquila, bueno, digamos que tengo
sentimientos encontrados por regresar. Me muero por ver a mi hermana y mis
papás, pero no quiero dejar Turkos.
Tomé un poco de cerveza preguntándome cómo reaccionaría yo al regresar.
“Deja de pensar en cosas que ni siquiera han tenido lugar. ¡Vive el momento!”.
Le susurré a Itzel que mirara con disimulo al sitio donde Mariana
conversaba animada con uno de los amigos de Tín.
A la fiesta se sumaron varios de los nuevos integrantes que habían ocupado
las habitaciones disponibles. Para la semana entrante la mayoría de los
miembros de la casa serían otras personas. ¿Cuántas historias estarían por vivir
ellos?
En algún punto de la noche, Emiliano y Máximo encendieron un porro y
abrieron la puerta principal para que el humo no se concentrara en el interior
de la casa.
Seguí conversando con la mexicana hasta que ella me sonrió para
indicarme quién había llegado.
—Traje sabritas —Rodrigo sostenía dos bolsas de Doritos—, y un six pack
de Coronas.
—Lo más valioso. —Antes de guardar las cervezas en la nevera, Tín las
levantó delante de nosotros, imitando la escena de El Rey León en la que el
simio presenta a Simba.
Celeste también había llegado y estaba acompañada por un hombre de
barba que parecía unos años mayor que ella.
—¿Qué onda? —nos saludó Rodrigo. Itzel se levantó ofreciéndole su
asiento. Él se negó, pero ella insistió.
—Voy un segundo a mi cuarto. Si quieres cuando regrese me devuelves la
silla.
—Está bien —le dijo Rodrigo.
Sentí el impulso de besarlo, pero me controlé. Rodrigo me contó lo mucho
que se había demorado empacando. Desde el otro extremo de la mesa,
Mariana me guiñó el ojo.
—La música se hizo para bailar —gritó de repente Olivia, un poco
borracha, y nos instó a todos para que nos pusiéramos de pie. Ella bailó con
Tín unos segundos y luego apagó las luces—. Si el asunto es de vergüenza, ya
nadie los está viendo.
Aunque estábamos a oscuras, pude ver al muchacho llamado Esteban
invitando a bailar a Mariana.
Al regresar, Itzel se sumó al grupo que bailaba uno de esos reggaetones
que estaba de moda por aquella época.
Rodrigo y yo estábamos de pie. Ninguno bailaba.
“Que me invite a bailar”, gritaba mi mente. “Invítame”. Pero Rodrigo solo
se limitaba a mirarme. “¡Pinche culero, sácame a bailar!”.
—¿Bailamos? —dije por fin.
Me sorprendí mucho al pronunciar esa palabra. Rodrigo asintió, como si él
también hubiese estado esperando la propuesta, y me abrazó, movió su cintura,
sus hombros y todo su cuerpo tal y como hacían Esteban y Máximo. Apoyé
mi cabeza junto a la suya y él me acarició con sus manos la espalda, mis
brazos. En ese momento lo besé y me aferré a su cuerpo.
—¿Qué pasó aquí?
Las luces se encendieron y nos apartamos asustados, tratando de recobrar
la compostura delante de la señora Estela, pero la persona que había hablado
era Antoine. Gaby a su lado reía.
Olivia le lanzó varios doritos y Máximo repartió una nueva tanda de
cervezas.
—Casi me da un infarto. —Rodrigo acomodó la palma de mi mano en su
pecho, y mis dedos sintieron sus latidos.
En ese momento, Tín apareció sosteniendo una bandera de Chile y varios
marcadores. Estaba llorando. Quizás por culpa de los tragos, quizás por la
despedida.
—Pueden escribir lo que quieran, po. Un mensaje lindo, alguna frase que
me recuerde a ustedes.
Todos nos turnamos para dejar nuestra huella en su bandera. Él se alejó
unos metros de la mesa y secó sus lágrimas con rapidez.
Cuando llegó mi turno, no supe muy bien qué escribir. Observé las
dedicatorias de las otras personas. El "Pinche bato loco" escrito por Itzel, el
largo mensaje de agradecimiento por su amistad que empezaba con un “eche”
y terminaba con un "nojoda" de Gaby.
En ese momento recordé quizás la frase más famosa de la película
Casablanca. “We'll always have Paris”, había susurrado el personaje de
Humphrey Bogart a una Ingrid Bergman que no podía contener las lágrimas
ante la certeza de que tendría que separarse de su amante.
—Siempre nos quedará Bogotá —le dije a Rodrigo.
Él repitió la frase, la leyó mientras la grababa sobre la tela roja y luego
escribió algo relacionado con lo mucho que había disfrutado San Andrés
gracias a su compañía.
—Salgamos un momento —me propuso, después de un rato, tomándome
de la mano. Nos alejamos de la música, de las conversaciones de nuestros
amigos borrachos y salimos de Turkos House.
La noche era nuestro territorio. En una noche como esta, en la que la niebla
ocultaba la luna, te conocí. Te tenía a mi lado y no podía dar crédito de lo que
veían mis ojos. Te veían a ti, a nadie más.
El viento agitaba las ramas de los árboles y acariciaba nuestros cabellos.
Tenías la nariz roja y yo ya empezaba a sentir cómo mis músculos se
entumecían, pero no quería arruinar la perfección de ese momento. Las dos
almas que deambulaban en las calles y proyectaban una sombra (una sola
sombra larga, como diría José Asunción Silva).
Luego de caminar un rato regresamos a la casa y nos sentamos en el
pórtico, tal y como hicimos la primera vez. Permanecimos en silencio. Él, tú,
mirando a lo lejos con una expresión reflexiva y yo por primera vez sentí
miedo del tiempo que ya se nos agotaba. Mis dedos se deslizaron por tu
mejilla y te giraste hacia mí. Besaste mi mano. Un beso detrás de otro.
—Que feo se siente tener que decir adiós —dijo Rodrigo y, de inmediato,
me fijé en que estaba haciendo un esfuerzo para no llorar—. No quiero irme.
No sabía qué decirle. Podría haberle sugerido que se quedara en Colombia
por siempre, pero eso no era una opción. Ninguno de los dos había terminado
la universidad. ¿De qué viviríamos? Ambos podríamos dejarlo todo y
simplemente vivir en la selva o el desierto. No necesitaríamos nada más aparte
de nosotros… Rompí a llorar cuando supe que no podríamos hacer nada. No
importaba cuántos planes ideáramos, todas las promesas de vernos en
vacaciones, de hablar a diario, de contarnos todo y pretender que la distancia
no nos separaba; El adiós era un antagonista que ya se materializaba delante
de nosotros.
—No llores, Eddie —dijo Rodrigo con las lágrimas deslizándose por sus
mejillas.
Nos besamos para disipar cualquier sentimiento de tristeza y, cuando
fuimos capaces de recobrar la sonrisa, nos pusimos en pie y regresamos
adentro, pretendiendo que no teníamos que despedirnos. Por unos minutos,
olvidamos el adiós y la distancia que nos separarían en unas cuantas horas.

17
Bogotá, mon amor

Gaby se recostó sobre el hombro de Antoine, mientras los brazos de él se


ceñían a su cuerpo y la estrechaban cada cierto tiempo, como asegurándose de
que ella seguía presente. Por más que ambos habían tratado de dormir,
ninguno era capaz de conciliar el sueño.
—Sabes que esta es nuestra última noche.
—Lo comprendo —susurró Antoine en un español tan perfecto que Gaby
fue consciente de todo el tiempo que había pasado. Tiempo que pronto llegaría
a su fin.
Era curioso que ninguno de ellos sintiera la necesidad de poseer al otro con
la misma voracidad del inicio.
—Espera. —Antoine se levantó de la cama, buscó su celular y desenredó
los audífonos a toda prisa.
—¿Qué haces?
—¿Quieres bailar? —Acomodó un auricular en su oreja y le pasó el otro a
Gaby. Se abrazaron, dejándose llevar por la música, por el sentimiento.
Estaban en una habitación de hotel desordenada, maloliente y con
problemas de humedad, en el centro de Bogotá. Gaby no le hizo caso a
ninguno de esos problemas. Toda su mente estaba enfocada en no ahogarse en
esos ojos que la miraban de frente y se desbordaban. Ella también quería
llorar, pero en cambio dejó escapar una risita. No de burla, ni por los nervios.
Rio por el curso que había tomado su noche de sexo casual.
En esa ocasión había ido a la discoteca acompañada por sus amigas, y
estaban a punto de irse cuando lo vio llegar.
—Lo quiero en mi cama —dijiste, ignorante, al ver a ese hombre pálido,
alto y con ese rostro de niño. Aún no te habías fijado en el azul de sus ojos. Te
daba un poco de vergüenza acercarte, pero no dejaste que los temores te
inundaran. Fue cuestión de segundos para que liberaras tu magia, para que tu
cabello negro atrajera su mirada y tus labios pintados de rojo cantaran la
canción que estaba sonando en ese momento. La belleza de tu piel morena fue
lo que llevaría a Antoine a tocarte del hombro y susurrarte "¿bailar?" en un
español tan mal pronunciado que incluso te resultó muy tierno.
La letra de la canción favoreció tus planes, justificó la cercanía de sus
cuerpos y aumentó su temperatura en esa noche.
—¿Quieres ir a mi casa? —le susurraste y, ante su encogimiento de
hombros, le escribiste la propuesta en el traductor de tu celular.
—Oui —fue su respuesta y abandonaron la discoteca. Él te tomó de la
mano y tú no te molestaste en apartársela, simple y sencillamente porque sería
una aventura de una sola noche. Solo sería sexo casual. Pura casualidad. De un
solo día. Máximo dos o tres.
Te despediste de Mariana e Itzel picándoles el ojo y desde el taxi las
caricias no se hicieron esperar. Solo sería sexo casual, repetiste mientras
sentías los dedos del francés recorriendo tus pezones. Pura casualidad,
susurraste cuando entraron a la casa, luego a tu habitación y sus labios te iban
conduciendo al orgasmo, uno que llevabas meses sin sentir. De un solo día. Él
te miró a los ojos y tú te ahogaste en esos océanos que resplandecían a pesar
de la oscuridad. Máximo dos o tres, gritaste para tus adentros y sentiste miedo
porque sus labios te besaban con tanto cariño. Te aterró cuando acarició tus
cabellos y te besó en la mejilla. No podías describir el horror cuando te
dormiste sobre su brazo y, al despertar, tu cabeza seguía en el mismo lugar y a
él parecía no importarle.
Cuando la mañana llegó y ambos se encontraron despiertos, él te pellizcó
la mejilla y dijo:
—Yo, Antoine... ¿Tú?
—¿Antu... qué?
—Antoine.
—Yo me llamo Gaby.
Solo sería sexo casual. Te levantaste de la cama y recogiste tu ropa. Pura
casualidad. El francés buscó sus calzoncillos en el suelo y se vistió entre
bostezos y estiramientos de brazos. De un solo día. Lo acompañaste a la puerta
de tu casa y esperaste hasta que pudieron detener un taxi. Lo viste abordar el
auto y luego devolverse con el celular en alto. "¿Cuál es tu número de
teléfono?", leíste en su pantalla. Máximo dos o tres.
—¡Tenemos problemas! —gritaste al entrar a Turkos y observar a tus
amigos sentados en la cocina, en espera del interrogatorio que te harían.
—¿Por qué? —preguntó Eduardo, preparando su desayuno.
—¡Lo amoooooo!
La canción terminó. Gaby abrazó con fuerzas a Antoine y ambos se
bañaron en las lágrimas del otro.
Qué rápido transcurrieron los meses... Estaba tan cerca de decir adiós que
el corazón se le paralizaba con solo pensarlo, por esa razón se sentó en la cama
para llorar más cómoda. Antoine la rodeó con su brazo.
—Gracias por el mejor sexo casual de toda mi vida.
—¡Idiota! —le gritó, y él le hizo cosquillas. Forcejearon unos segundos y
luego, ambos terminaron boca arriba mirando el techo—. Quisiera hacerte una
pregunta.
—Adelante.
—Ya que yo regresaré a Barranquilla y tú te irás pronto a Francia... Quería
saber una cosa. —Gaby se detuvo y trató de recordar esa frase que aprendió un
mes atrás, justo la noche en que descubrió cuán enamorada estaba de Antoine.
Repitió las palabras tantas veces que ya se sentía lista para pronunciarlas en
francés—. C'est fini ?
Antoine le secó las lágrimas y la miró a los ojos como si estuviera
haciendo un juramento, un pacto, un voto que nunca rompería:
—Es infinito.
C'est Bogotá, mon amour.

18
Home sweet home

A esa hora él ya debía haber aterrizado en el aeropuerto Benito Juárez de


Ciudad de México, mientras yo esperaba en la banda de equipaje que
apareciera mi maleta. Mariana y Gaby estaban a mi lado. No nos dijimos nada
en todo el rato que estuvimos ahí. No sabíamos cómo consolarnos los unos a
los otros. Ya habíamos llorado lo suficiente y agotado los temas banales en el
avión.
De los tres, Mariana era la única que estaba tranquila. Sostuvo su maleta
como si nada pasara y llamó a su mamá para avisarle que el vuelo había
aterrizado sin contratiempos.
Home sweet home.
¿Qué tan extraño se sentiría volver? Era una pregunta que me repetía
cuando arrastraba la maleta y empezaba a sentir el calor, incluso con el aire
acondicionado encendido.
Avanzamos por la salida de llegadas nacionales y me tomó unos segundos
observar a mis padres, que conversaban con la mamá de Mariana, y sonrieron
emocionados al vernos llegar.
Home sweet home.
Los abracé, tratando de condensar en ese abrazo todo el tiempo que
habíamos estado separados. Mi mamá se ofreció a llevar mi mochila y mi papá
arrastró mi maleta.
¿Cómo la habíamos pasado? ¿Se portaron bien? ¡Qué maduros nos
veíamos! Eran las expresiones que lanzaban mientras caminábamos al
estacionamiento. Yo miraba de reojo a Mariana, a Gaby y luego a mí mismo
en el espejo negro de la pantalla de mi celular. Sin lugar a dudas, no éramos
los mismos de hace seis meses.
¿Dónde estaría Rodrigo en esos momentos? Me pregunté mientras me
despedía de mis amigas. ¿Cómo se sentiría él al regresar?
Disfruté respondiendo cada una de las preguntas de mis padres. Mi mamá
insistió en que estaba muy delgado y casi juró que se debía a que no me
alimentaba bien. Mi papá me preguntó si había conocido el amor. Recordé la
pregunta que me había hecho Baptiste. "¿Alguna vez te has enamorado?". No
contesté nada, aunque mi padre me estaba mirando desde el espejo retrovisor.
Pensé en hablarles sobre Rodrigo, pero no sabía cómo lo tomarían. A lo
mejor debía esperar un poco más.
En ese momento recibí un mensaje de él.
"Ya estoy en el avión para Hermosillo. Te aviso cuando llegue a mi casa".
Home sweet home.
No fui consciente de la sonrisa tonta que se había dibujado en mi rostro.
Mis padres la vieron, pero no me preguntaron nada más.
En las semanas siguientes, Rodrigo y yo hablamos la mayor cantidad del
tiempo y lamentamos la cobardía de ambos para decir lo que sentíamos
muchos meses atrás.
—Habríamos podido disfrutar tanto —me dijiste en alguna ocasión,
mientras hablábamos por videollamada.
—Lo importante es que ahora podemos.
Te prometí que viajaría a México. Tú no sabías cuándo podrías regresar a
Colombia.
Había días en los que te notaba triste, otras veces estabas tan emocionado
por hablar conmigo que no me parecía necesario preguntar cómo estabas.
Queríamos luchar contra la distancia. ¿Saldríamos victoriosos de ese
enfrentamiento? Muy pronto lo descubriríamos.
Cuánta falta nos hacía el calor durante las noches heladas, y ahora que
estábamos en la playa, Mariana, Gaby y yo no hacíamos más que anhelar el
frío bogotano.
Esa tarde, mientras nos sumergíamos en las aguas saladas del Atlántico y
los rayos del sol alejaban cualquier rastro de palidez adquirido en la capital,
hablamos sobre cómo nos sentíamos.
—No es que no disfrute mi casa y mi familia, pero siento un vacío. —La
brisa mecía los cabellos marrones de Mariana, tal y como si se tratara de
alguna deidad griega. Me fue imposible no pensar en el cuadro El nacimiento
de Venus de Botticelli.
—Yo también me siento así —dijo Gaby—, creo que nunca nos
volveremos a sentir igual en nuestra casa.
Home sweet home.
—¿Y cómo sigues con Rodrigo? —me preguntó Mariana.
Me encogí de hombros porque no sabía qué responder. Hablábamos casi a
diario y me moría por verlo, pero no sabía qué éramos, además de muy buenos
amigos.
Gaby nos contó que había decidido no hablar con Antoine desde que él
regresó a Francia.
—Soy honesta. Lo que tuvimos fue hermoso mientras lo vivimos, pero
hasta ahí. No reconocerlo es masoquismo.
—Dejemos tanta palabrería. —Le di un manotazo al agua y mojé sus
rostros. Ellas gritaron y me patearon grandes cantidades de espuma y arena.
Estuvimos jugando por horas. Vimos las luces del atardecer reflejadas en
las aguas, y cuando la oscuridad se apoderó de la playa fue el momento de
salir.
Al llegar a mi casa esa noche, lo primero que hice fue saludar a Rodrigo.
Él me contestó varios minutos después y me preguntó qué tal había estado mi
día. Lo puse al tanto de todo lo que había hecho y en algún punto le pedí que
fuéramos honestos.
“¿A qué te refieres?”.
Estaba a punto de contestarle el mensaje cuando recibí una llamada de su
parte.
—Hola, Rodrigo —dije.
Después de asegurarme de que no había nadie en el pasillo, me encerré con
seguro.
—¿Qué onda, Eddie? Me haces un buen de falta.
—Yo también te extraño. —Qué cursis debíamos sonar en esos momentos.
Me lancé contra la cama y tuve que contener un grito por el golpe que me di
contra la cabecera.
Rodrigo dejó escapar una carcajada y así estuvimos por un rato, hasta que
me preguntó acerca de mi mensaje.
—No es por nada en particular, solo que...
Me costó mucho explicarle lo que pasaba por mi cabeza. Le dije que podía
contarme si se sentía atraído por otra persona. Yo haría lo mismo si eso llegaba
a ocurrir. Reconocí que los kilómetros que nos separaban eran muchos y
Rodrigo bromeó diciendo que al menos no teníamos un océano en la mitad.
—¿Sabes qué es más fuerte que las distancias, Eddie?
Creí saber la respuesta, pero no fui tan rápido para contestar. Mi celular se
descargó en mitad de la llamada y se apagó justo cuando estaba a punto de
decirle:
—Sí, yo sé.
*
Varios meses después, cuando mis amigas y yo habíamos regresado a
Bogotá para continuar con las clases, recibí un mensaje de Rodrigo. No tuve
necesidad de leerlo para saber de qué se trataba.
Turkos ya no era el mismo lugar de antes. Olivia y Cami seguían viviendo
allí, pero todo lo demás había cambiado. Ellas también sentían lo mismo. Las
fiestas en la casa continuaron, pero estas ya no eran organizadas por los
chilenos sino por un grupo de venezolanos de los que no nos sentíamos parte.
Home sweet home.
Gaby había reanudado su relación a distancia con Fernando y las
discusiones por teléfono se volvieron algo habitual. Por su parte, Mariana
estaba saliendo con Esteban, uno de los muchachos que estuvo en la última
fiesta del semestre pasado, y eran felices.
Yo seguía aferrado a los fantasmas de esta casa, a las risas que ya no eran
las mismas y a las personas, que eran unas completas desconocidas.
Me encerré en mi cuarto y contesté la videollamada de Rodrigo. Sus ojos
hinchados me mostraron que había estado llorando.
—¿Qué te pasó? —le pregunté, acostándome en la cama y acomodando las
almohadas debajo de mi cabeza.
—Quiero contarte algo.
Rodrigo se sentía culpable. Le parecía que todas esas promesas susurradas
en su última noche en Bogotá se iban desvaneciendo con el paso de los días y
sus sentimientos de felicidad.
Lo conoció al regresar a Hermosillo, cuando más solo se sentía. Iban a la
misma escuela y ambos tenían varias clases juntos.
Regresar a México, después de todo lo vivido en Colombia, era como un
baldazo de agua fría. No encontró motivación ni en los maestros, ni en su
familia. Las veces que hablaba conmigo quería contarme por lo que estaba
pasando, pero en esos momentos era cuando la distancia cobraba su verdadero
peso.
En esa época Gustavo lo invitó a salir. Así, sin rodeos. Rodrigo se negó la
primera y la segunda vez. Él insistió. A la tercera no le supo decir que no.
La cita fue en Little Caesars. Comieron pizza hasta reventar. Por un
instante se olvidó de todas las cosas que lo hacían sentir triste. Todo gracias al
güero que lo hacía reír y con quien habló de todo. Hasta yo fui un tema de
conversación.
—Me asusté cuando supe que me había enamorado de Eddie —dijo
Rodrigo.
—No tienes por qué tener miedo. —Gustavo le sujetó la mano por debajo
de la mesa.
Después de ese día empezaron a salir a diario. Gustavo lo esperaba afuera
del salón, si estaba en clases, y luego platicaban toda la tarde en su auto. A
veces iba a su casa, veían series y pedían comida a domicilio.
Eran tan felices, que fue cuestión de un mes para que fueran juntos a las
reuniones con sus amigos.
—Él es Gustavo, mi…
—Novio —terminó él.
—Novio —Rodrigo repitió la palabra, casi como si estuviera saboreándola,
jugando con las letras y cada una de las sílabas—. ¿Así que lo somos?
—Pues supongo, güey.
Me sorprendió la tranquilidad con la que lo escuché hablar. Él lloraba, yo
también tuve que secarme las lágrimas. ¿Acaso no era de esperarse? ¿No le
había pedido que fuéramos honestos?
Cuando terminé de hablar, corrí a la habitación de mis amigas y les conté
lo que había pasado. Gaby sugirió emborracharnos hasta perder la conciencia,
Mariana dijo que lo mejor era dar una vuelta.
Esa tarde salimos para visitar todos los lugares que aún nos faltaban por
conocer. Compramos churros, recargamos nuestra tarjeta de Transmilenio y
nos embarcamos en un viaje por toda Bogotá. No nos bajamos en ningún
momento. Solo nos limitamos a observar el paisaje de esta ciudad desordenada
y a burlarnos de las personas que iban entrando.
Fue cuestión de minutos para que el bus estuviera repleto, por fortuna
íbamos sentados en la última fila de asientos. Mariana estaba en la silla junto a
la ventanilla y Gaby iba en el medio de nosotros dos.
Cuando llegamos a la última estación, el Portal Norte, nos bajamos y
buscamos la fila de los buses que nos llevarían de regreso al centro de la
ciudad.
Esta aventura había iniciado con nosotros tomando un taxi en las afueras
del aeropuerto, varios meses atrás, y aún continuaba mientras nos reíamos y
conversábamos sin importar que las personas de nuestro alrededor nos miraran
y no pudieran entender por qué razón éramos tan felices en una ciudad sucia,
caótica y fría como Bogotá.


19
Bésame en el Callejón

Lo busqué con la mirada entre la multitud. Llevaba más de diez años sin
verlo y me preguntaba si sería capaz de reconocer su rostro. ¿En qué persona
se habría convertido en todo este tiempo?
Delante de mí se extendían los edificios coloniales, las casitas sobre los
cerros y un gigante de piedra, antorcha en mano y apoyado sobre una laja, que
representaba al Pípila, hombre que en el pasado había luchado por la
Independencia de México, y en el presente vigilaba esa ciudad en la que los
autos y las personas podían pasearse tanto en sus calles descubiertas como en
los túneles que conectaban distintos lugares.
Estaba contemplando el paisaje desde un mirador que recibía el mismo
nombre de la estatua, cuando sentí que mi celular vibraba en el bolsillo. Debo
confesar que me sentí tan nervioso como la primera vez que lo tuve cerca. No
contesté. Guardé el celular y seguí mi recorrido.
Guanajuato era una ciudad mágica por sus balcones florecidos, sus
callejuelas de piedra y sus edificios imponentes e intactos a pesar del paso del
tiempo... Creo que nunca he visto una universidad más hermosa que la de
Guanajuato, con sus edificios color marfil con aires virreinales y su gran
escalinata, metáfora del ascenso educativo.
Ya llevaba mucho tiempo caminando cuando llegué a una farola que estaba
en medio de tres calles. Las banderillas de papel picado colgaban sobre los
callejones y sus colores eran tan vivos como los de las casas. Amarillos,
azules, rojos, naranjas, rosados, verdes.
Sospeché que me encontraba en un lugar de importancia turística, al ver a
las personas que iban y venían, y lo comprobé cuando una niña de unos seis
años se acercó a una pareja de extranjeros rubios para invitarlos a pasar al
Callejón del beso. Caminé detrás de ellos, y en boca de la chiquilla escuché la
historia de Ana y Carlos, amantes desventurados que vivían en las casas
erigidas delante de mí y en cuyos balcones los turistas recreaban los besos
dados siglos atrás por los personajes de la leyenda. Novios que besaban a sus
novias, novios que besaban a sus novios, y novias a sus novias, del mismo
modo y en el sentido contrario. Otros visitantes se fotografiaban en el tercer
escalón y se besaban para que su amor no sufriera ningún infortunio.
Callejón del beso. Callejón de los enamorados. Fachadas separadas por
unos cuantos centímetros, casi como si estuvieran a punto de sellar su amor
con labios de cemento. En la casa de la izquierda, de un rosado opaco, vivía
Ana, hija de una familia acaudalada, y justo en frente, en un edificio naranja
rojizo, vivía Carlos, un minero fuera de sus expectativas sociales, pero sí al
alcance de los labios de la mujer amada por la cercanía de sus balcones.
Pasarse de una casa a la otra no era una hazaña muy complicada, aunque sí
apasionante. Un juego para dejarse llevar por el deseo, el amor... Ana y Carlos.
Carlos y Ana. Un beso por aquí, una caricia por allá. Un "te amo" susurrado
todas las noches y esas promesas que se hacen los enamorados que pocas
veces el destino permite que se cumplan.
En esta historia, el padre de Ana fue el responsable de dar fin a los
encuentros de los amantes. Ver a su hija, asomada en el balcón, siendo besada
por los labios indignos de un simple minero fue suficiente para que la
apuñalara causándole la muerte ante los ojos de un Carlos impotente, que
luego se suicidaría para reunirse con su novia. El Callejón del beso era uno de
los puntos más visitados de Guanajuato y en las tardes, las filas de los turistas
deseosos por tomarse una foto podían ser enormes, pero a esas horas el
callejón no estaba tan congestionado, lo que era una fortuna debido a lo
incómodo que resultaba que dos personas lo cruzaran al mismo tiempo. Las
casas no estaban separadas ni siquiera por un metro de distancia.
Después de escuchar la historia, esperé el tiempo suficiente para que la
niña, la pareja de rubios y un grupo de japoneses se marcharan, y cuando
estuve completamente solo pensé en el amor, en los romances trágicos como el
de Ana y Carlos, Romeo y Julieta, Catherine y Heathcliff, María y Efraín.
Pensé en Ulises cruzando océanos de distancias para retornar a su Penélope.
También pensé en esos amores que pudieron haber sido y no fueron...
Compré una Coca-Cola para continuar con mi paseo, pero el celular volvió
a vibrar por una llamada que estaba recibiendo.
—Hola, Rodrigo.
—¿Qué onda, Eddie?
—¿Ya llegaste a Guanajuato?
Silencio y murmullos al otro lado de la línea.
—Date la vuelta.
Me sentí como un tonto al verlo sonreír indicándome que lo esperara,
mientras él cruzaba la calle. Estaba igual de alto, despeinado, un poco más
grueso y con barba. Sí, era Rodrigo, estaba viendo bien.
“Está aquí”, era todo lo que gritaba mi mente “y se acerca, ahí lo veo, ¡se
acerca!”.
Es curioso cómo funciona la mente. Solo me bastó mirarlo para recordar
todos los momentos que habíamos pasado juntos… La primera vez sentados
en el pórtico, la ida a la Torre Colpatria, la pelea en el café… Tantos
momentos, todos presentes a medida que lo veía acercándose.
—Eddie —fue lo primero que dijo, antes de abrazarme con mucha fuerza.
Yo le devolví el abrazo y estuvimos así por varios minutos. No hablamos de
las cosas que ya sabíamos. No le pregunté por su relación, él no mencionó a la
persona con la que yo estaba saliendo. Decidimos ser otros durante ese día,
unas personas que aún no se conocieran. Me dijo que se llamaba Ramón y yo
le respondí con mi nombre.
—Soy Andrés.
—Musho gusto —dijo sonriéndome. Podía jurar que era la sonrisa más
hermosa que había visto en mucho tiempo. Y sus ojos... Esos ojos tan negros.
Sentí nervios por lo que pensaba decirle. Respiré hondo, me armé de valor,
dejé mis miedos de lado.
—¿Te gustaría ir a tomar algo? —le pregunté.
Él asintió. Nos perdimos en medio de esas callejuelas, pero no me
importaba. Tenía una brújula que me guiaría en el camino.
¿Acaso habrá una oportunidad para nosotros?

Epílogo
Rutas de tren hacia adentro

El tren avanza por la costa y los pájaros revolotean sobre los acantilados,
jugando con escapar de las olas que se rompen contra las piedras. Prefiero este
paisaje, el mar, a las montañas y pastizales interminables en los que pastan
cientos de ovejas que pueden observarse desde el otro lado.
Los viajes en tren son tan rápidos que muchas veces se pierde la noción
acerca de las verdaderas distancias que separan a las personas. Las vías del
tren son como venas que conectan ciudades y estoy seguro de que conectarían
continentes de no ser por los océanos. Pero creo que hay algo más fuerte
incluso que las distancias.
Ambos recorremos distintos caminos, distintos puntos geográficos, pero
estamos unidos. Nos une esta señal a través de la cual recibo sus mensajes, y
él los míos, y nos une ese sentimiento inexplicable que conecta dos almas.
Una que se encuentra en las soleadas calles de Hermosillo y otra que está
sentada en este tren. Sin embargo, a pesar de los miles de kilómetros que nos
separan de Bogotá, me es inevitable pensar en esa ciudad que nos pertenece a
los dos.
Ahora, al observar el paisaje, ya no veo rastro del agua, los veleros ni las
gaviotas. En su lugar lo veo desde mi ventana, como todas las mañanas y todas
las noches. De día es un edificio sin nada particularmente atractivo, excepto
por su altura. Pero de noche las luces se apoderan del cemento como si se
tratara de un faro. Y en cierta forma lo es. Un faro que me guía mientras
deambulo por la carrera Séptima.
Observo el Teatro Municipal Jorge Eliécer Gaitán y me pierdo en su
fachada de piedra intentando descifrar los grabados. Son cinco musas ubicadas
sobre tres selvas cuadras y separadas por rectángulos. Justo al lado del
edificio, menos imponente y llamativa, se encuentra la Cinemateca Distrital,
con sus letras doradas que le anuncian a los transeúntes en qué lugar están.
A lo lejos veo mi faro, por eso sé que voy en la dirección correcta. Camino
por entre el bello caos que forman las personas que salen de sus trabajos y
corren por ambas direcciones de la avenida para estar lo antes posible en sus
casas. En algunos momentos me tropiezo con las jaurías de perros atados a las
cadenas de sus paseadores o con los canes solitarios, que rebuscan en las
bolsas de basura su comida.
Estoy justo en frente del edificio y levanto la vista intentando abarcar toda
su altura con mis ojos. Paso de largo y, aunque ya no lo veo mientras avanzo,
sé que al darme la vuelta en el Museo Nacional seguirá allí, en la distancia.
Cada vez que veo la Torre Colpatria me resulta imposible no pensar en
Rodrigo y recordar aquella noche de Semana Santa en la que fuimos al
mirador, en compañía de varios de nuestros amigos. Esos fueron los días en
que empecé, sin quererlo, a enamorarme.
Dicen que Bogotá es una ciudad gris. Yo, en cambio, veo los colores del
arco iris en su cielo mientras camino sintiéndome seguro por sus calles, contra
lo que creería cualquier persona que haya crecido aquí. ¿Cómo podría sentir
miedo en esta ciudad que amo?
Quiero traer de vuelta el pasado, traer de vuelta a Rodrigo, quiero regresar
a esa noche en la que ambos, después de mucho tiempo sentados, decidimos
ponernos de pie simultáneamente en una discoteca gay a la que fuimos, días
después de habernos besado.
—¿Todo a gusto? —me preguntó sonriendo cuando se percató que lo
estaba viendo.
—Genial —le dije, y después de eso no hubo lugar para las palabras.
Simplemente nos miramos. Qué acto más sencillo y profundo que ese, el de
mantener la vista sobre alguien y sorprenderte cada segundo de que siga ahí.
Sus ojos también me miraban, invitándome a acercarme más y más, hasta
acabar con el espacio que nos separaba.
—Baila —dijo empezando a moverse al ritmo de la canción y yo lo imité.
Así estuvimos por uno o dos minutos, en los que la música nos hizo sentir
inmortales. Ambos sonreíamos sintiéndonos eternos, y lo éramos. Ya pronto
terminaría la canción, pero no había lugar para la tristeza. Solo quedaba
disfrutar. Tomar, bailar y vivir el momento. Momentos que se escapaban de las
manos y había que apresarlos antes de que desaparecieran...
Hoy, que él ya no está en Bogotá y muchos de nuestros amigos han hechos
sus vidas, miro la Torre como una forma de mantener vivos los recuerdos: los
veinte minutos que tuvimos para contemplar la ciudad desde lo alto del piso
50; la belleza del paisaje nocturno de Monserrate y Guadalupe, esas montañas
que me guiaron durante el tiempo que viví en la capital, y la Séptima, que
brillaba por las millones de luces de los edificios, las casas y los postes de luz
que parecían alimentar los colores azules, morados y rojos que iluminaban la
torre. Sin embargo, toda la vista hacia el horizonte estaba empañada por las
rejas construidas, quizás para evitar que las personas alzaran el vuelo al
sentirse cercanas a las estrellas. Cuando el guardia nos indicó que era el
momento de salir del mirador, todos bajamos y cruzamos al Parque
Bicentenario. La noche apenas empezaba...
En mi recorrido, ya estoy a la altura de la Universidad Javeriana. No me
siento para nada cansado, creo que incluso podría seguir caminando todo el
día. Pienso en Rodrigo y soy consciente de que él ya no está durante el
trayecto. Pero no me importa.
Después de todo, en este recorrido, entre casas viejas, edificios nuevos,
murales con grafitis, parques con aroma a marihuana, entre bocinas furiosas,
murmullos de los transeúntes que hablan por celular, que hablan entre ellos,
perros que ladran, indigentes que te susurran “una monedita, por favor”...
Después de tanto caminar me he encontrado a mí mismo, una persona que
deambula por estas calles y también está sentada en un tren que avanza a toda
marcha.
No importa lo lejos que estemos, los años que pasen o en qué personas nos
convirtamos. Siempre nos quedará Bogotá y el recuerdo del instante en el que
vivimos para siempre.
(Para Roberto)

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