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FH 05 C 02 IPADE 

FH 05 C 02
R - Febrero, 2011

CUÉ, SÁNCHEZ
Y COMPAÑÍA, S.A.

Caso elaborado por el En 1995, Cué, Sánchez y Compañía estaba constituida por una
profesor Carlos Llano importante cadena de tiendas y almacenes de mayoreo de ropa,
Cifuentes, del área de extendida por toda la República, así como de un conjunto de
Factor Humano del Instituto pequeñas industrias textiles que las abastecían de artículos
Panamericano de Alta
estándar. El negocio tenía una estructura un poco primitiva
Dirección de Empresa, para
servir de base de discusión y porque en realidad todo dependía de sus dos únicos dueños.
no como ilustración de la Ningún otro directivo pertenecía a las familias de los fundadores.
gestión adecuada o El capital social de todo el grupo ascendía, aproximadamente, a
inadecuada de una situación 100 millones de pesos.
determinada.
Uno de los empresarios, Nazario Cué, tenía 55 años y poseía 60%
de las acciones. Había sido siempre un hombre muy trabajador y
entusiasta pero, en 1990, le diagnosticaron una diabetes intensa
que, sin ser de momento grave, le obligaba a un cuidado riguroso
por lo que su empuje en el trabajo había disminuido mucho,
apoyándose plenamente en su socio, Moisés Sánchez. El
creciente progreso de la enfermedad hacía prever que pronto
debía retirarse de la vida activa.

Moisés Sánchez tenía 50 años de edad. Era muy amigo de


Nazario, y juntos habían comenzado el negocio con poco dinero,
en la costa del Pacífico, trasladándolo después, debido a su
expansión, a México, D.F. Llevaban 30 años trabajando juntos.
Como habían iniciado el negocio aportando ambos igual cantidad
de capital, los dos se consideraban sus dueños y trabajaban
conjuntamente sin que hubiera roces. En 1975, la instalación de
nuevas tiendas exigió un fuerte aumento de inversión. Nazario,
gracias al dinero de su esposa, pudo hacer frente a este aumento
en mayor proporción que Moisés, el cual quedó sólo con el 30%
de las acciones del grupo. El resto –10%– fue cubierto por lo
gerentes de las diversas tiendas de provincia.

Derechos Reservados © 2005 por Sociedad Panamericana de Estudios Empresariales, A.C.


(Instituto Panamericano de Alta Dirección de Empresa, IPADE).
Impreso en EDAC, S.A. de C.V., Cairo Nº 29, 02080 México, D.F.
El contenido de este documento no puede ser reproducido, todo o en parte, por cualesquier
5 págs. medios –incluidos los electrónicos– sin permiso escrito por parte del titular de los derechos.

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A pesar de la diferencia de porcentajes en la propiedad, las relaciones entre ambos empresarios seguían
siendo las mismas que desde el principio. Cuando Nazario quedó afectado por la diabetes, Moisés tomó
una buena parte de su trabajo sin dificultad alguna, lo que parecía un proceder natural y lógico. De este
modo éste último se hizo cargo, informalmente, de la jefatura del negocio.

Moisés Sánchez enviudó sin tener hijos y volvió a casarse a los 40 años. De su segundo matrimonio nacieron
dos hijos: el mayor tenía, en 1995, 8 años. Por su parte, Nazario Cué tenía seis hijos. El mayor, Enrique –a
quien todos llamaban Quique–, de 25 años, había terminado con grandes altas y bajas la carrera de
Ingeniería Mecánica. Era un hombre de abundantes ideas e imaginación; de voluntad débil, tenía muchas
ilusiones y ninguna perseverancia en su realización. Durante sus años como universitario laboró como jefe
de compras en una de las tiendas más pequeñas del grupo. Sus estudios le servían de pretexto para no
dedicarse mucho al negocio y, a su vez, la empresa era una justificación para renquear en sus actividades
académicas. La conexión con su papá y el socio de éste en relación al trabajo era simplemente anecdótica.
Su progenitor nunca le negó recurso económico alguno para fiestas, viajes a Europa y Estados Unidos,
automóvil, etc.; siempre fue un muchacho de buen comportamiento y aun en la mayoría de edad era cariñoso
y obediente con sus padres.

Cuando terminó su carrera, en 1995, Nazario pidió a su socio que le permitiera a su hijo colaborar con él
para que fuese “adquiriendo experiencia”. Al cabo de tres meses Moisés se dio cuenta de que se encontraba
en un callejón sin salida: si daba carta blanca al joven, las cosas iban a terminar mal; sus ideas eran a veces
muy buenas, pero era difícil ponerlas en práctica, ya que era constitutivamente incapaz de llevarlas a cabo.
Si Moisés se oponía a ellas, como lo estaba haciendo, Quique se disgustaba y le llamaba conservador,
retrógrado, hombre sin audacia, y expresiones por el estilo, no tanto irrespetuosas, como irónicas.

Moisés era un hombre honrado, ecuánime y objetivo. Después de pensarlo detenidamente tuvo una
conversación con Nazario:

—Me parece que tu hijo Enrique no sirve para este negocio y es posible que lo conveniente, para él y para
la empresa, sería buscarle un trabajo más adecuado a sus aptitudes y relacionado con su carrera.

—Ya sospechaba algo de esto. Tienes que ayudarme. Por mi enfermedad, Quique cuenta para mí más que
el negocio; no puedo pensar una cosa sin la otra. Si él no trabaja con nosotros ¿para qué me he esforzado
durante años y años en esto?

A Nazario Cué se le salieron las lágrimas y miró con disimulo hacia la ventana. Moisés, como quien no se
daba cuenta de ello, dijo calmadamente:

—Tenemos más de tres mil personas trabajando con nosotros; logramos el diciembre pasado una
facturación anual de 450 millones de pesos; somos una de las pocas empresas del ramo cuya industria no
tiene pérdidas. Creo que Quique en una cabeza de alfiler en todo este universo.

—Pero es mi hijo...

Viendo que había llegado a un punto muerto, Moisés cambió la conversación.

—Por lo que se refiere al derrumbe de precios en Guadalajara, le he dicho a Sarasola que se mantenga
firme, que haga ofertas especiales, pero que no toque un solo precio de la lista...

Nazario movió negativamente la cabeza, como si eso no le interesara:

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—¿Por qué Quique, siendo tan listo, no se aviene a nuestro modo de trabajo? ¿No sería mejor vender todo
y quitarnos de tantas preocupaciones?

Fue tan incisivo al plantear estas preguntas, que Moisés las tuvo rondando en la cabeza durante varios días:
¿Cuál era la causa de comportamiento –aparentemente involuntario– del bueno de Enrique? ¿Cuál era la
razón por la que él mismo, teniendo suficiente dinero para sí y para toda su familia, pensaba que no era
mejor vender el negocio y despreocuparse de Enrique, de Nazario y de todos?

Al cabo de un mes de esta conversación, Moisés se enteró, por un chisme familiar, que Teresa, la esposa de
Nazario, había comentado ante varias personas que él se oponía a que Enrique tuviera un porvenir en la
compañía, porque era más listo, estaba más preparado y temía que –tarde o temprano– le tuviera que dejar
el puesto que por derecho, además de otras razones, le correspondía. A Moisés le extrañó el comentario de
Teresa Cué, quien nunca había interferido en asuntos del negocio. Era una mujer simpática y agradable,
pertenecía a una familia adinerada y siempre sabía estar a la altura de las circunstancias. Nunca iba a las
oficinas y cuando, por alguna razón, tenía que recoger a su marido, se quedaba en el coche y mandaba
recado con el chofer o el ascensorista. No obstante, a partir de entonces, en reuniones sociales, la notó, con
respecto a él, un tanto distante.

En mayo de 1996, Moisés le comunicó a Nazario que creía que era mejor que Quique trabajase al lado de
otra persona, para ver si se rompía una situación que había quedado estancada. De común acuerdo, pensaron
en el licenciado Carlos Maldonado, quien era, intelectualmente, el más preparado del grupo; además de la
gerencia general de compras para todos los negocios, tenía oficiosamente el puesto de “relaciones públicas”
del mismo, sobre todo en lo que se refería a funcionarios del gobierno, con los que –nadie sabía exactamente
cómo– resultaba siempre amigo, a pesar de los cambios de cada sexenio. Sus hijos, ya mayores, eran
“cuates” de Quique y siempre había tenido una especial predilección por el muchacho, que otras personas
de la compañía interpretaban como una política similar a las que empleaba en “cada cambio de sexenio”.
Nazario y Moisés hablaron separadamente con el Licenciado Maldonado, y cada uno, a su modo, le explicó
la necesidad de sacar adelante a Enrique.

El joven ingeniero comenzó a trabajar muy contento y parecía que las cosas iban bien. Maldonado aplicaba
su diplomacia para lograr lo que quería, haciéndole creer que todo era su idea, pero, en septiembre de 1996,
fue a ver a Moisés:

—He estado aguantando hasta ahora, pero ya no puedo más. A Quique se le ha ocurrido que algunas telas
especiales de temporada las compremos en Estados Unidos, demostrándome que el costo es más barato,
con una revista en la que se dan los precios promedios de Estados Unidos, y con el manual de aranceles.
Yo ya tengo los pedidos formulados a los proveedores de aquí, pero él se empeña en que los cancele,
haciéndome ver el ahorro que su idea representa. Yo no quiero contradecirlo, aunque no me gustaría tomar
tan tarde una decisión tan importante con base en ¡los precios promedio de una revista de business! No sé
si Enrique está seguro de lo que dice o trata de dar “patadas de ahogado” para demostrar a su padre que
vale para algo, desde luego, si se lograra lo que él quiere... A mí no se me ocurre leer esas revista... ¿Por
qué no hablas con Quique para ver si le quitas la idea de la cabeza o si te convence? Yo haré lo que tú digas.

—De ninguna manera. Procede como creas más conveniente. Enrique es tu ayudante, no tu jefe.

Al día siguiente, Nazario llamó por teléfono al licenciado Maldonado para decirle que había pensado que
su hijo fuera a San Francisco para hacer los pedidos de telas de temporada. El gerente, haciendo uso de su
tono de voz más delicado, le preguntó si había visto ese asunto con Don Moisés. Lo que oyó al otro lado
de la bocina fue –“¿Es que acaso no puedo dar esta orden sin consultar a Moisés?”–, lo que le hizo pensar
si estaba hablando con el Nazario Cué que conocía desde hacía 18 años o con otra persona.

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Maldonado pasó unos días muy amargos. No se atrevió a deshacer sus pedidos a los proveedores mexicanos,
porque temía quedarse sin nada, y Quique no daba noticias. Al cabo de cinco días recibió un telegrama
desde Las Vegas: “Precios y calidades americanas muy variables para nuestros distintos modelos. Llegaré
fin de semana próximo. Enrique”.

El gerente de compras arrugó el telegrama exasperado, pues no decía nada concreto: ni con qué firmas de
Estados Unidos había hablado; ni cuáles eran los precios y sus diferencias; ni a qué modelos en detalle se
refería, ¿cómo y qué iba a decidir en esas condiciones? Antes de entregar el telegrama a su secretaria para
archivarlo (buen abogado y televidente, pensó que podía exhibirse en un juicio como prueba “A”), se lo
guardó en el bolsillo y le pidió a su esposa que lo planchara.

De inmediato le habló del asunto a Moisés, y éste, a su vez, a Nazario, quien –fuera de sus casillas– dijo a
gritos que la cosa era propia de un irresponsable y que cuando llegara su hijo arreglaría cuentas con él. Al
día siguiente, sin embargo, Nazario llamó de nuevo a Moisés:

—Es mejor que no le des importancia a este asunto de telas de Estados Unidos. Dile a Maldonado que
proceda como si nada hubiera pasado. No quiero que el muchacho se “frustre”.

—Eso no lo puedo hacer.

—¿Ni siquiera por Quique? ¿Ni siquiera por mí?

—Precisamente en bien tuyo, de Quique, de Maldonado y de la empresa no lo puedo hacer, no quiero hacer
lo que me pides. Quieres convertir el problema de Quique en un problema mío, y no lo es.

Nazario dijo en voz baja:

—El problema no es Quique, sino Teresa.

Lo dijo en voz tan baja que casi ni él mismo lo oyó, y pensó que tampoco Moisés; sin embargo, éste había
escuchado muy bien.

Cuando llegó Enrique, Maldonado, por su cuenta, pensó que lo mejor era ponerse en la situación de “aquí
no ha pasado nada”.

Al cabo de cuatro meses –enero de 1997– Carlos Maldonado le comunicó a Moisés que el médico le había
recomendado reposo, que pensaba retirarse y que le ofrecía sus acciones. Éste se las compró: representaban
sólo un 3% del total.

Enrique pensó que ahora la Gerencia General de Compras sería suya. Teresa Cué, aprovechando la
intimidad de una cena en su casa preguntó a Moisés:

—¿Ya has nombrado gerente a Quique?

Como Moisés se quedó viendo la copa de cognac que tenía enfrente, y no dijo nada, volvió a preguntar:

—¿Sabes en realidad por qué se separó de ustedes el licenciado Maldonado?

Moisés hizo una obra maestra: habló al mismo tiempo que se bebía la copa, y entre borbotones, Teresa oyó
algo de un “barco” y de unas “ratas”, de lo que se rió creyendo que era un chiste.

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Así pasó toda la noche, haciéndose una pregunta: “Si esto ocurre con el primer hijo, ¿qué sucederá cuando
vengan los otros?” Al otro día se levantó a las seis de la mañana y cuando Nazario, bastante tarde, llegó a
la oficina, Moisés ya estaba en su despacho con un papel entre las manos, que contenía tres renglones.
Secamente y sin más comentarios, le espetó:

—O me vendes el 18% de las acciones de la compañía, a valor contable, dándome cinco años para pagarlas,
al 12% de interés; o colocamos esas acciones en la Bolsa; o le dices a tu hijo que trabaje en otra cosa…
Escoge entre estos tres caminos.

Al levantar la vista del papel, Moisés vio a Nazario más canoso y arrugado que nunca. Lleno antes de
vitalidad y empuje, parecía ahora como si hubiese envejecido 20 años. Sintió, con quien había trabajado
desde joven, una infinita piedad. Pero, apretando los labios, le dejó el papel encima de la mesa, haciendo
ademán de retirarse.

—Moisés –le dijo Nazario–, se te ha olvidado un cuarto camino: yo puedo comprarte tus acciones a un
precio más alto de lo que valen; es mucho dinero. Y un quinto: vendamos los dos a Carlington, Co., o a
Gutmann and Vertmon, Co. Vamos a ver: ¿Por qué no es viable el cuarto camino?

—Porque no debes ni siquiera proponérmelo.

Nazario sintió de pronto sobre sí el peso de su enfermedad, el peso de sus negocios y, sobre todo, el de
Enrique y de Teresa.

—Es cierto –contestó–. No debo. Pero, ¿por qué no te decides por el quinto camino?

—Porque no puedo.

—Es cierto –dijo Nazario–, no puedes.

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