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V.

Consagración y espiritualidad religiosa

Hno. Dr. Alexandre José Rocha de Hollanda Cavalcanti


1. El sentido de la Consagración
La consagración hace sagrada una cosa o persona, introduciéndola en un orden aparte,
sustrayéndola de los usos comunes y confiriéndole un valor religioso incomparablemente
superior a todos los demás valores.
La consagración debe situarse en la sequela Christi, puesto que es Él quien llama
personalmente a vivir como Él: el verdadero sentido de la consagración es la real conformación
y configuración con Cristo. Cristo es el Ungido, por tanto, el «Consagrado» por excelencia y
por antonomasia. Así, la consagración debe entenderse siempre en referencia explícita y
exclusiva a Cristo1.
La consagración es el elemento fundamental del estado de perfección. Constituye
obligación estable, aceptada libremente, de practicar los consejos evangélicos y dedicar la
unidad de su ser al servicio divino.
De parte de Dios, implica la toma plena de posesión, invadir y penetrar con su propia
santidad, admitir a la intimidad personal, transformar por dentro y configurar a alguien con
Jesucristo2.
El P. Royo Marín explica que la profesión religiosa contiene cuatro puntos fundamentales:
a. Es como un segundo Bautismo.
b. Equivale de cierto modo al martirio.
c. Constituye un verdadero holocausto de sí mismo.
d. Constituye una verdadera consagración.
En el primer sentido, desde un punto de vista jurídico, la profesión no es un segundo
bautismo ni una ratificación del mismo, pues el carácter sacramental es irrepetible. El sentido
principal de esta afirmación es considerar que con la profesión el religioso lleva las exigencias
del bautismo hasta su máxima plenitud y perfección, afirmándolas de manera plena y
consumada, perfeccionando el efecto sacramental producido por el bautismo sacramental.
El consagrado muere para el mundo para vivir en Cristo, haciendo efectivas las promesas
proferidas en el momento sacramental. Por eso el autor no duda en afirmar que «El alma del
que acaba de emitir su profesión perpetua queda tan limpia y purificada como si acabara de
recibir un segundo bautismo sacramental».
El segundo sentido presenta una equivalencia con el martirio. El mártir, es el cristiano
que lleva su configuración con Cristo hasta las últimas consecuencias, uniéndose a Él hasta la
muerte, inmolando su propia vida para conservarse en la fe y en la obediencia al Señor.
San Ignacio de Antioquía afirma que el mártir es el perfecto discípulo de Cristo. En la
entrega martirial se llega al límite posible de la vida teologal. Hay en el martirio una opción
completa, definitiva y perfectamente eficaz en favor de Cristo.
En la profesión religiosa esta entrega no es obligada por una acción exterior, sino que es
fruto de un acto voluntario que produce la destrucción de la propia vida y su entrega al Señor,
con una aceptación tan íntegra como la que se da en el martirio: uno ya no vive para sí mismo.
Sin embargo, debemos considerar que tanto el martirio como la consagración religiosa no están

1
Cf. ALONSO, Severino María. «Consagración». En: Diccionario Teológico de la Vida Consagrada. Madrid:
Claretianas, 1989, pp. 368-369.
2
Cf. ALONSO, Severino María. «Consagración». En: Diccionario Teológico de la Vida Consagrada. Madrid:
Claretianas, 1989, p. 370.

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constituidos simplemente por renuncias, sino por entregas: el primero entrega su vida corporal
para asemejarse y mantenerse fiel a Cristo; la segunda entrega su vida personal para
configurarse con Cristo y mantener siempre creciente esta configuración.
El tercer sentido es la relación con el holocausto. Como se ha visto, en este tipo de
sacrificio, la víctima era inutilizada para el uso profano, pasando a la esfera de lo sobrenatural.
Es una de las mejores figuras para la consagración religiosa. El hombre compromete todo su
futuro entregándolo a Dios mediante un voto perpetuo, la totalidad de su ser, rompiendo con su
pasado, sacrificando e inmolando a Dios todo cuanto es. Su ser deja la esfera de lo profano3 y
pasa a la de lo sagrado. Todas sus acciones pertenecen a Dios, en unión a Cristo que dice: «He
aquí que vengo [...] a hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Hb 10,5-7).
En el cuarto sentido la consagración confiere una pertenencia total a Dios. La
consagración religiosa no es ontológica, sino constitutiva. Añade a las relaciones sacramentales
ya existentes una nueva relación moral nacida de una determinación libre por parte del que
contrae y de la Iglesia que la acepta, puesto que sólo puede realizar la consagración quien tiene
el dominio de las cosas sagradas.
La aceptación de la entrega del religioso en nombre de Dios y de su Iglesia le hace
«propiedad divina», por eso el Derecho Canónico califica de sacrilegio la agresión a un
religioso.
Esta consagración será actualizada en los detalles cotidianos, renovándose continuamente,
pues no es un sacramento que produzca efectos ex opere operato, sino que depende siempre del
opus operandi del individuo4.
Cristo se «vació de sí mismo» (Flp 2,6-7) y el religioso trata de re-vivir en su propia vida
este estado kenótico que lleva consigo la inmolación plena de los valores más positivamente
humanos. Lo mismo que Cristo, que no se presenta con las «prerrogativas» de Hijo de Dios, el
religioso da testimonio de participación en el anonadamiento de Cristo, abrazando la pobreza,
renunciando a su propia voluntad y la formación de una familia. Así el religioso re-vive el
misterio pascual de Cristo, prolongando en el tiempo este anonadamiento del Señor.
Por la pobreza, el religioso sufre con Cristo en su Pasión, por la obediencia, «muere» para
sí mismo y por la virginidad anticipa la resurrección, situándose desde ahora en los tiempos
escatológicos5.

2. La espiritualidad religiosa
La consagración religiosa se expresa en oración personal y comunitaria, naciendo como
condición esencial de la vida consagrada, la espiritualidad que, siguiendo las reglas básicas de
las Sagradas Escrituras y de la Iglesia, tendrá una «fisionomía» propia modelada por el carisma
donado por Dios a cada Instituto religioso.
El Decreto Perfectae caritatis habla explícitamente de la necesidad de «cultivar ante todo
la vida espiritual» (PC 6). Estando la caridad en la base de los consejos evangélicos, esta virtud
necesita ser fortalecida por la oración. Por eso, «bebiendo en los manantiales auténticos de la
espiritualidad cristiana», ésta será el fundamento del vivir cotidiano de quien se consagró al
Señor.

3
Fanun era un templo minúsculo pues debía servir de morada a la divinidad. Pro-fanum era lo que estaba fuera
de lo sagrado. En latín profanare significaba ofrecer sacrificios desde fuera del templo, o sea, llevar ofrendas a
una divinidad, pero también podría significar deshonrar a lo sagrado. Cf. ALONSO, Severino María.
«Consagración». En: Diccionario Teológico de la Vida Consagrada. Madrid: Claretianas, 1989, p. 371.
4
Cf. ROYO MARÍN, Antonio. La vida religiosa. 2 ed. Madrid: BAC, 1968, pp. 180-190.
5
Cf. ALONSO, Severino María. La vida consagrada. Síntesis teológica. Madrid: ITVR, 1985, pp. 338-341.

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Lo fundamental para todo el que aspire a santificarse, se debe buscar en los elementos
comunes a toda espiritualidad cristiana6. En primer lugar, se recomienda la lectura meditada de
las Sagradas Escrituras, la celebración eucarística y la oración mariana.
Toda familia religiosa expone su vida en base a unos ejes que delinean una espiritualidad
propia a su carisma. Así, la vida espiritual del religioso, sin despreciar los medios comunes a
todos los cristianos, debe centrarse en lo específico de su vocación. La virginidad consagrada
es la que mejor caracteriza la espiritualidad religiosa, y es su rasgo más esencial, entendida
como donación total de amor, búsqueda constante de Dios, de un amor único e indiviso por
Cristo, del cual la oración y toda la vida sobrenatural será un reflejo activo.
La oración no puede ser un momento aislado en la vida, sino que debe hacerse centro de
la vida del religioso, como elemento esencial de su unión con Dios.
Dios concede innumerables gracias en la oración, pero pide la cooperación del hombre,
que debe completar en su cuerpo «lo que falta a los sufrimientos de Cristo» (1Col 1,24). Es esta
cooperación mutua entre la gracia y la correspondencia del hombre que realiza propiamente la
vida espiritual, causa de elevación del religioso y de todo el Instituto.
El mejor modelo de vida espiritual se encontrará por cierto en aquella que tuvo la mayor
unión posible con Cristo: su Madre. Ella fue el primer sagrario que recogió al Salvador en este
mundo, el sagrario vivo, que estaba en total comunicación y unión con su divino Hijo7.
En la espiritualidad cristiana es necesario rechazar todo espiritualismo desencarnado de
la tradición órfica8, neoplatónica, con su fortísima tendencia a reducir todo el hombre al alma
humana, y, por lo mismo, a la pura interioridad, a considerar el cuerpo, como prisión y tumba
del alma, y los sentidos como cadenas que sólo sirven para impedir al alma el vuelo libre hacia
su pura espiritualidad9.
La vida espiritual involucra al ser humano en su unitotalidad corpórea y espiritual10, en
la cual la relación no es únicamente del hombre hacia Dios, sino del Espíritu (con mayúscula)
hacia el hombre, acentuando las relaciones entre espiritualidad y pneumatología. Dios actúa en
la humanidad enviando su gracia tanto directamente, cuanto por vía sacramental.
En todo este proceso, el cuerpo con el alma obran y cooperan en la unidad del todo,
incluyendo no sólo las actividades espirituales, como el entendimiento y la voluntad, sino
también las sensitivas, como los sentidos internos y externos, las pasiones, los afectos, etc.
La misma inseparabilidad existe entre los miembros del Cuerpo místico de Cristo por la
Comunión de los Santos, de modo que la dimensión eclesial de la vida espiritual debe estar
abierta a la triple dimensión del Cuerpo eclesial.

6
Cf. ROYO MARÍN, Antonio. La vida religiosa. 2 ed. Madrid: BAC, 1968, p. 191.
7
Cf. Virtude da pureza e vida eucarística. Discurso redactado por Dr. Plinio Correa de Oliveira, por ocasión del
Congreso Eusarístico realizado en Curitiba-Brasil, el año 1953, Revista Dr. Plinio, mayo de 2018, pp. 14; 16-17.
8
El orfismo, de Orfeo, es una corriente religiosa de la antigua Grecia cuyo fundador sería considerado el maestro
de los encantamientos. Mircea Eliade explica que poseemos poca información sobre el orfismo más antiguo, pero
la fascinación que ejercieron sobre las minorías europeas durante más de veinte siglos constituye un hecho
religioso de la más alta significación, cuyas consecuencias aún no han sido suficientemente valoradas. Los ritos
secretos órficos, exaltados por ciertos autores tardíos, reflejan la gnosis mitologizante y el sincretismo greco-
oriental, que influyó en el hermetismo medieval, el Renacimiento italiano, las concepciones «ocultistas» del siglo
XVIII y el Romanticismo. Cf. M. ELIADE, Historia de las creencias y las ideas religiosas. De la Edad de Piedra
a los Misterios de Eleusis, I, 18.
9
Cf. C. VAGAGGINI, El sentido teológico de la liturgia. Ensayo de liturgia teológica general, 294.
10
Cipriano Vagaggini utiliza la expresión «unitotalidad cósmica del reino de Dios» para afirmar el hecho de que,
en el orden de las cosas querido efectivamente por el Creador, el hombre, en la totalidad de su estructura física,
psíquica, espiritual, individual y social, la criatura infrahumana y el mundo angélico han sido ordenados, cada uno
a su modo, en una unidad orgánica a un fin único común: el reino de Dios. Aplicado al individuo, el concepto
abarca toda su estructura corpórea y espiritual, unida y direccionada al mismo fin de alcanzar la Jerusalén celeste.
Cf. C. VAGAGGINI, El sentido teológico de la liturgia. Ensayo de liturgia teológica general, 292-293.

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La dimensión teológica fundamental de la liturgia encuentra su razón en Dios y no en el
hombre, sin dejar de responder a la necesidad antropológica secundaria de retorno al Creador.
La visión del profeta Ezequiel11 en la que los querubines de fuego se detienen delante del Señor
sin buscar un fin que el hombre moderno consideraría útil, es una imagen viva del verdadero
espíritu de la oración litúrgica. El loor y el culto a Dios es una necesidad ontológica del ser
humano y no un camino de utilidad práctica para sacar algún provecho para su vida terrena12.
Una espiritualidad centralizada en Dios y no en sí mismo lleva a una reordenación de los
grandes ejes de la vida religiosa, direccionándola a su sentido genuino de vivencia integral de
la virtud de la religión. En este camino, «no ir adelante es volver atrás».
La consagración religiosa añade una obligación voluntaria especial a la de todo cristiano
de vivir una espiritualidad real y fructífera. Su incumplimiento voluntario supone así un grave
desorden, que san Alfonso de Ligorio califica como pecado mortal:
«Peca mortalmente el religioso que toma la firme determinación de no tender a la perfección, o
de no preocuparse en modo alguno de ella»13.
Y santo Tomás afirma:
«El religioso que desiste de perfeccionarse desiste moralmente de ser religioso. Y, como no vive
la vida que profesa, es una mentira viviente»14.
La búsqueda de la santidad no es un acto egocéntrico, puesto que el religioso no sólo
busca ser santo, sino también ser santificador. Esta vocación caritativa fraternal está, sin
embargo, en dependencia directa de la principal, puesto que nadie puede dar lo que no tiene.
Tener la vida divina en su interior, al punto de desbordar en luz y fuego para la sociedad, será
la consecuencia de una mística contemplativa real y eficaz15.
3. Obras y vida interior
La Providencia ha suscitado una serie de obras de apostolado para llevar el mensaje de
Cristo a la humanidad. Muchas veces la actividad que despliegan conlleva el riesgo de dejar la
vida interior en segundo plano, aconteciendo, no pocas veces, fracasos aparentemente
inexplicables, llevando algunos a abandonar la lucha o caer en el desánimo y abatimiento. Así,
el vae mihi si non evagelizavero, no nos autoriza a olvidar el Quid prodest homini si mundum
universum lucretur, animae vero suae detrimentum patiatur: ¿Qué le aprovecha al hombre
ganar el mundo si pierde su alma? (Mt 16,25).
Los llamados a transmitir la vida divina deben en primer lugar tenerla en sí mismos y,
consecuentemente, considerarse modestos canales para conducirla. El Cardenal Mermillod
acuña la expresión herejía de las obras para estigmatizar los que olvidan su papel secundario,
creyendo que el éxito de su apostolado es fruto de su talento personal. Esto es negar la doctrina
de la gracia. En verdad es la soberbia humana deseando destronar a Dios.
Para que el apóstol no caiga en esta peligrosa herejía, es necesario mantener una vida
interior constante y profunda, que no separe ascética de mística.
Vida interior es la vida de Jesucristo en una persona, por las virtudes teologales de la fe,
esperanza y caridad. Esta presencia vital de Cristo debe ser habitual y creciente. Resulta en
pensar, juzgar, amar, anhelar, sufrir y trabajar con Él, en Él, por Él y como Él. El ideal de la

11
Ez 1,4ss; véase especialmente los versículos 12,17,20,24; además 10,9ss.
12
R. GUARDINI, El espíritu de la liturgia, 66-67.
13
SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Theologia Moralis, 1, 4, n. 16. En: ROYO MARÍN, Antonio. La vida religiosa.
2 ed. Madrid: BAC, 1968, p. 195.
14
S. Th. II-II, 184, q. 5, ad. 2.
15
ROYO MARÍN, Antonio. La vida religiosa. 2 ed. Madrid: BAC, 1968, pp. 191-202.

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vida interior es formulado por san Pablo: «Ya no soy yo quien vive, es Jesucristo quien vive en
mí» (Ga 2,20).
La vida interior busca el desarrollo de la gracia santificante, procurando atraer gracias
actuales abundantes y corresponder a ellas.
La triple concupiscencia genera «elementos de muerte» que disminuyen la vida interior,
pudiendo llegar a suprimirla. La oración, la Penitencia, la Eucaristía, son elementos de vida que
fortalecen el combate espiritual para vencer esta fuerza centrífuga. Sin esto, la debilitación de
la voluntad y el egocentrismo llevarán casi inevitablemente a la tibieza de la voluntad, por la
cual se va pactando con el pecado venial hasta llegar al pecado mortal.
El pecado venial deja subsistir la caridad, debilitándola; impide el progreso del alma en
las virtudes, provocando el estancamiento y la decadencia espiritual. El pecado venial
deliberado nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal16.
Es necesario que la Sangre de Cristo corra en las «venas» de nuestra alma para calentarla
y expulsar la tibieza, de lo contrario, la meditación matutina, los exámenes de conciencia
particular y general, la lectura espiritual, las misa y los sacramentos ya no nos serán
provechosos.
La vida litúrgica, las oraciones jaculatorias, las comuniones espirituales, el ejercicio de la
presencia de Dios, deben ser constantes medios de mantener viva la llama de la vida interior.
La guarda del corazón hará poner el sentido de todos los actos como movidos y direccionados
al Señor, separándolos de intereses y apegos personales. Así, las obras no serán una desviación,
sino un camino hacia Jesús, siempre y cuando sea Él la vida, el centro y el sentido de estas
obras.
Es necesario mantener viva la convicción de la nulidad de nuestra acción personal cuando
desacompañada de la acción de la gracia. Guiado por el Espíritu Santo, el religioso debe
convencerse de que la imaginación, la sensibilidad, la inteligencia y las demás potencias del
alma son siervas de la voluntad y deben estar configuradas con la voluntad de Dios. Todas las
excusas a esto son desviaciones que separan las intenciones más profundas del corazón,
llevando muchas veces a ejercer una fascinación casi irresistible.
Tenemos el ejemplo de los Apóstoles. Mientras eran Pedro, Juan, Andrés, quienes
actuaban, los frutos de su apostolado fueron casi nulos. A partir del momento en que la vida
interior les fue comunicada en Pentecostés, su ardor inflamó todo el nacimiento de la Iglesia.
La vida interior es, en definitiva, el alma de todo apostolado.
Muchas veces puede ser más fácil hacer largas horas de ocupación fatigante que media
hora de oración bien hecha. Los periodos de oración, de meditación, de acción de gracias, nos
proporcionan la contemplación a la luz de la fe, el olvido de uno mismo, para poner a Jesús
como centro de nuestras aspiraciones. Ponen al desnudo nuestras debilidades de alma, fuerzan
nuestra conciencia a reconocer la necesidad del cambio y de la oración.
Si colocamos en una balanza, cuanto más sacamos el amor a uno mismo, más aumenta el
amor a Dios. Por eso, es necesario tirar por la ventana al «hombre viejo» para hacer vivir el
«hombre nuevo», el Nuevo Adán, esforzándose para conservar, hasta en las cosas mínimas, la
confianza absoluta en la Providencia.
Un religioso o un sacerdote siempre influencian de modo muy especial en la Comunión
de los Santos, de modo que éstos nunca van solos al Cielo, ni tampoco — Dios no lo quiera —
al Infierno. Por eso decía un autor: «a sacerdote santo, corresponde pueblo fervoroso; a
sacerdote piadoso, pueblo honesto; a sacerdote honesto, pueblo impío».
De todos los bienes, el más agradable que podamos ofrecer a Dios es la salvación de un
alma. Pero cada cual debe, antes de todo, ofrecerle su propia alma. Cuanto más unido a Dios,

16
Cf. CEC ns. 1965-1968.

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tanto más será acogido su sacrificio en favor del prójimo. Dios determina el amor al prójimo,
pero no más que a nosotros mismos. Esta regla que puede no valer para cosas materiales, es
esencial para la vida del alma, como decía san Alfonso de Ligorio: «Me abraso en deseo de
darle almas, primeramente, la mía». Y san Bernardo asegura: «No es sabio quien no lo es
consigo mismo».
El apostolado y la vida interior se reclaman mutuamente, de modo que uno no dispensa
la otra, sino que se complementan, siendo la vida contemplativa la más perfecta y la más
necesaria, afirma santo Tomás de Aquino17. Así, el apostolado será medio de santificación,
cuando es consecuencia de la vida divina que se lleva en el alma. De lo contrario, las obras que
deberían ser medios de progreso se hacen instrumentos de ruina del edificio espiritual. Metido
hasta el cuello en el océano de las actividades, sin saber nadar, el apóstol sucumbe y es llevado
por las aguas. La figura de san Pedro que mirando a Cristo camina sobre las aguas y mirando a
sí mismo sucumbe, indica ejemplarmente esta verdad.
De todo esto se comprende que la deficiencia en la vida interior es en general el origen
de todas las faltas, perturbaciones, sequedades, repugnancias e, incluso, de problemas de salud.
Muchas veces el propio demonio no hesita en favorecer éxitos superficiales para impedir el
progreso en la vida interior del apóstol… para robar un diamante, él concede algunos zafiros.
D. Chautard afirma que, con su experiencia, puede certificar que un obrero apostólico que
no se obligue a media hora, por lo menos, de meditación seria y metódica, concluida con
resolución firme, basada en la desconfianza en sí mismo y en la confianza en la oración, de
practicar en este mismo día actos costosos relativos a un vicio a combatir o una virtud a adquirir,
cae fatalmente en la tibieza de la voluntad.
Así, toda la gracia, esperanza y fuerza de salvación nos viene de Cristo, quien nos entrega
a María como modelo de vida interior. Durante nueve meses ella lo llevó en su seno virginal;
durante toda su existencia, Cristo fue la luz y el sentido único de su vida. La voz de María hizo
al Precursor reconocer la presencia de Jesús. Su voz, abrirá nuestras almas para comprender
que Él es el único camino, la única verdad, la vida verdadera18.

17
Cf. S. Th. II-II, q. 182, a. 1.
18
Cf. CHAUTARD, Jean-Baptiste. A Alma de todo Apostolado. São Paulo: FTD, 1962, pp. 33-87; 239-241.

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