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EDUCACIÓN Y POSCONFLICTO.

APUNTES PARA UNA EDUCACIÓN EN EL DIÁLOGO Y LA CONVIVENCIA,


COMO RETO EN LA ETAPA DE POSTCONFLICTO EN EL SUR DE COLOMBIA

Por Alberto Moreno Gaitán


Filósofo

Para entender por qué, en su momento, grupos de colombianos tuvieron la


capacidad de generar acciones tan atroces y al mismo tiempo tan racionalmente planificadas
como las masacres ocurridas, entre otras, en Bojayá Chocó, en el Aro Ituango Antioquia, en
Miraflores y Mapiripan Meta; o las crueldades inimaginables que ocurrieron en el poblado
de El Placer, inspección de La Hormiga (Putumayo), entre los años 1999 a 2006, (Sánchez,
2012), tiempo en el cual se generó una horda macabra de torturas, violaciones y muerte de
pobladores de la región, acusados de ser colaboradores de todos los bandos en guerra, y que
convirtió el conflicto armada en la violencia más sangrienta de la historia contemporánea de
América Latina. O para explicar por qué, según cifras del Dane (2017), en el año 2016 las
muertes por violencia social ocuparon el nada honroso cuarto lugar, de las muertes en el país,
o que el feminicidio en el 2016, según datos suministrados por Medicina Legal, (2016) se
genere con un promedio de 2,4 mujeres muertas por día o que según un estudio realizado por
la Fundación Plan, en seis departamentos del país, el 77,5% de los alumnos, matriculados en
establecimientos educativos, se han visto afectados por la violencia y el acoso escolar, o que
un alto porcentaje de padres de familia del país estén convencidos de que la mejor forma de
educar a sus hijos es incluyendo dentro de los correctivos la agresión física y verbal, como
refuerzo en el desarrollo de sus conductas y comportamientos. Decía que, para poder entender
estos fenómenos de violencia y agresión de la Colombia contemporánea, es necesario
recordar que el país tiene una larga tradición de relaciones sociales conflictivas que se
remonta incluso a la época de los antepasados indígenas.

Referente a ello es necesario hacer énfasis en los relatos de las denominadas crónicas
de indias (Porras1948: 57), (Poupeney, 1992: 106) para comprobar que a la llegada de los
españoles a tierras americanas, los pueblos oriundos de estas latitudes, ya estaban enfrentados
en fieros conflictos ocasionados por múltiples causas: dominio político del territorio, control
social y cultural de las comunidades, imposición de costumbres y de normas construidas en
el entorno, defensa de ideologías y de principios considerados como sagrados para las
comunidades o sus líderes naturales, entre tantos otros.

La llegada de los españoles al continente americano, en el siglo XVI, se constituyó


en otra larga e ininterrumpida cadena de conflictos y de actos de violencia que se unió a la
anterior en forma casi natural y que dio como resultado, durante largos tres siglos, la
instauración de una cultura de violencia como forma de dominación militar, política y
social.

Lo que sigue de la historia de Colombia entre los siglos XIX (independencia nacional)
y XXI (época actual) es otra larga, sangrienta e ininterrumpida cadena eslabonada de
acciones y prácticas de violencia que empieza a visualizarse con las diferencias políticas
entre Simón Bolívar y Santander, pasando por las interminables guerras de la patria boba
hasta llegar al siglo XX con la guerra de los mil días, las violencias partidistas de los años
cincuenta hasta desembocar en la guerra contra las guerrillas contemporáneas, con miles de
muertos, de desaparecidos y de desplazados que perdura hasta el presente.

Es natural que una sociedad, como la actual, que se ha construido en medio de la


guerra y de las confrontaciones violentas produzcan como frutos unos grupos humanos que
tiendan, en forma inconsciente, a resolver sus diferencias y a imponer sus criterios e ideología
en forma violenta.

La anterior realidad se ve reflejada en forma más explícita en “microcosmos sociales”


específicos como los entornos comunitarios, familiares y escolares. En ellos se relevan y
manifiestan las formas aprendidas por generaciones de practicar la violencia: se expresan, a
través actos violentos los roles de poder, las negociaciones de apropiación de espacios físicos
e imaginarios, las formas de control social y en general, como en todas las épocas de la
historia, todo tipo de conflictos relacionados con la defensa de intereses personales o de
pequeños y grandes grupos de poder.

La violencia, como fenómeno social, trae en forma conexa una serie de problemas
asociados, particularmente en su faceta pública, conocidos como problemas de “violencia
estructural”.

Como puede apreciarse en este superficial recorrido de relaciones y construcciones


sociales violentas, somos una nación con profundas vulnerabilidades socioeconómicas y
psicoemocional y que hace de Colombia un país donde la violencia en sus distintas formas
preocupa cada vez más a la comunidad en general. En donde las conductas violentas son cada
vez más comunes y actualmente se consideran un problema de salud pública

En términos sociológicos somos una sociedad que actúa en forma alterna como
víctimas y como victimarios y en sentido psicoemocional somos un grupo humano que, en
términos generales, aprueba y practica la violencia como forma de reacción natural frente a
los estímulos amenazantes del entorno.

Aquí conviene precisar que la violencia, no es el problema en sí, sino la manifestación


de una dificultad mayor que tendría como epicentro los profundos miedos que en forma
irracional nos han creado y que forman parte de nuestra vida, incluso de nuestra vida
intrauterina.
La agresión es generalmente una respuesta inmediata a un estímulo del medio
ambiente. Para Stahl, (2014) este tipo de violencia puede reflejar “una hipersensibilidad
emocional y una percepción exagerada de las amenazas” y como tal del miedo que, que dicha
amenaza produce en el individuo.

Así las cosas, la violencia se genera a partir de una reacción emocional básica que se
localiza en una de las estructuras menos racionales del cerebro, el sistema límbico en el que
se compromete de forma particular la amígdala cerebral y su enorme carga de información
emocional sensitiva.

La amígdala cerebral es una pequeña masa que se sitúa a ambos lados del tálamo y es
la responsable, tanto en los mamíferos como en los humanos, de almacenar información
emocional como el miedo y el afecto. En diversos estudios, se ha demostrado que, si se
extirpa la amígdala en animales, se vuelven completamente dóciles y no vuelven a responder
a cosas que antes les causaba rabia. Pero también los animales se vuelven indiferentes a
estímulos que antes podría causarles miedo (Rubia, 2006).

En los humanos, la primera carga emocional y en particular la de los miedos, se


genera en el vientre materno y mientras se forma una porción importante del cerebro: el
cerebro emocional y la amígdala cerebral. Esta parte del cerebro, de acuerdo con lo
establecido por diversos neurólogos, se desarrolla entre los 50 y los 210 días de gestación
y es desde este momento y hasta los 3 años de vida, en donde empieza a funcionar el
neocórtex, que la amígdala cerebral recibe, organiza y graba toda la información emocional
que el medio exterior envía a través de los sentidos y las emociones de la madre. Lo cual
equivaldría a afirma que del modo en que el bebé se desarrolle en el vientre materno,
marcará su vida futura. Las emociones, en particular los miedos y temores, que la madre
plasma en el menor durante el embarazo afectarán sus comportamientos en su vida adulta,
en especial en las relaciones conflictivas con sus pares sociales.
Pongamos lo anterior en la perspectiva de un ejemplo: De acuerdo a una
investigación realizada por Moreno, (2016), para la Corporación Universitaria Minuto de
Dios, en los nueve municipios del sur del Departamento del Huila, se pudo identificar que
del total de las familias que componente los hogares de la región, el 32% son familias
monoparentales con madre, lo cual equivalen a afirmar que esos hogares están
conformados por una madres y sus hijos, pero también lo más diciente del informe es que
las madres aceptan en un 70% que los embarazos no fueron planificados y en el 43%
refieren que no deseaban tener hijos en ese momento de su vida.
Pensemos por un momento, lo que debió ocurrir en las emociones de algunas de
estas mamás y sus profundos miedos a enfrentar un embarazo sin el apoyo de su compañero,
a enfrentar la mirada acusadora de sus padres y el rechazo de su entorno social y familiar y
todos esos miedos transmitiéndose y quedando plasmados en la amígdala del cerebro
emocional del pequeño.
Esta historia, es de seguro, la constante histórica de la mayoría de nosotros y de
nuestras anteriores generaciones y las que precedieron a ellas, no sólo por que nuestras
madres no nos quisieron tener, sino porque nuestras educación es una educación con una
alta carga de miedos irracionales; desde el más elemental de todos para que no saliéramos
a la calle, el miedo al coco o al viejo del costal, que llenó de pánico nuestra infancia, hasta
otro no menos irreales, como el miedo a perder la nota o a reprobar el año en la escuela, o
el miedo a infiernos y demonios que plagan las religiones y las ideologías religiosos; hasta
los miedos inventados por los políticos para asustar a incautos como el de la ideología de
género y o el ilógico miedo al castrochavismo.
Con todos los anteriores miedos, tanto intrauterinos como en la vida infantil y éstos,
fijados en forma irracional en nuestro inconsciente personal, es naturales que ya estamos
predispuestos a reaccionar antes cualquier acción o símbolo que nos genere amenaza en
forma violenta y si hay algún acontecimiento o caudillo que nos induzca a hacerlo,
podremos reaccionar con formas de agresión y violencia de la que no teníamos conciencia
que podríamos desencadenar.
Y es así, independiente a que se extingan o perpetúen actores armados legales o
ilegales del conflicto, como se eternizará la violencia en su forma más cotidiana, la
violencia social y las formas de agresión y de justificación de estas, incluso con los
argumentos más racionales que podamos construir.
Entonces, el momento actual, al que se hemos dado en llamar época del
posconflicto, como etapa posterior al desmonte político y militar de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia (FARC), lejos de ser una etapa en donde se acabe las
violencias sociales, debe ser una etapa de autorreconocimiento de nuestros trastornos,
traumas, posiciones férreas, intereses, miedos irracionales, formas ilógicas de enfrentar los
problemas y las diferencia individuales para que repensemos la recomposición de un tejido
social y familiar a partir de una educación que tenga tres ejes fundamentales: una educación
emocional que privilegia el afecto, pero también la lógica y la razón como parámetros de
encuentro con el otro. Una educación que enseñe a respetar a los otros y a entenderlos desde
sus particularidades individuales y sus formas especiales de ser y de comportarse y una
educación que privilegie el diálogo y el encuentro de la palabra sobre la imposición
ideológica y el colonialismo mental sobre el más débil e ignorante.
Frente a la educación emocional, como ya quedó establecido hay que entender, que
debe empezarse por reeducar a los adultos, ayudándonos a mejorar habilidades como el
reconocimiento de la conciencia emocional, la regulación de las emocional, apoyándonos
unos a otros para la autogestión de nuestras emociones, como programas de vida personal
y comunitaria; lo anterior equivale a que debe hacerse una reeducación para mejorar
nuestros niveles de racionalidad, reaprender a gobernar las emociones con actos racionales
y lógicos. La razón no es de por sí sola una condición humana, es una facultad y un estado
mental que se desarrollar mediante la autoregulación y el uso de las lógicas que nos
permitan comprender y aceptar las condiciones particulares y las particularidades del otro.
Si somos capaces de reeducarnos, esto ayudará a que las nuevas generaciones de niños y
jóvenes eduquen sus emociones de mejor forma. Como lo establecía Bandura, (1982), la
educación en el niño es un proceso vicario o de aprendizaje por modelación; es decir, que
si el niño encuentra un entorno social y familiar emocionalmente equilibrado y socialmente
tolerante aprenderá a manejar sus emociones y a vivir en la tolerancia y si a lo anterior se
suma una adecuada programación emocional en los primeros estadios del desarrollo del
niño, se logrará construir una sociedad con mayores niveles de convivencia equilibrada y
así en algún momento de nuestro desarrollo histórico social tendremos un colectivo humano
viviendo en entornos de armonía que podría ser equivalente al ideal de paz estable y
duradera que todos queremos alcanzar.
Con relación a una educación que nos prepare para vivir dentro de las diferencias,
implica, como lo establece Chaux, (2003), “construir una sociedad que desarrolle
habilidades cognitivas, emocionales y comunicativas en la que se acepten las diferencias y
podamos vivir y construir a partir de esas diferencias” (p. 36). Una sociedad más
democrática en la que todos puedan participar en la toma de decisiones sobre lo que ocurre,
así como en la construcción de las normas que nos guían, para lo cual es indispensable que
al ciudadano se le respete sus derechos y se le permita en forma libre y autónoma hacer uso
de su democracia, de su libertad y de su autonomía.
Y finalmente el eje de una educación dialógica, implica ante todo superar una
sociedad unipolar y el dominio que esta ejerce sobre los medios de comunicación masiva,
que han hecho que se dificulte la emergencia de propuestas contra hegemónicas y su
accionar hacia la transformación cultural y social.
La educación dialógica, como lo establece Freire (2003) implica la interacción
generacional constructiva en la que cobre fuerza movimientos sociales con propuestas
integradoras. En tales condiciones, resulta oportuno el análisis contextualizado del diálogo
intergeneracional y su pertinencia como espacio para la creación y el fomento de propuestas
alternativas al modelo de estado imperante. El tipo de diálogo coherente con esta finalidad
está basado en el respeto al otro y se construye como proceso de reflexión crítico acerca de
las realidades que distinguen y comparten los grupos generacionales. Los presupuestos de
Paulo Freire acerca de la configuración del diálogo como espacio pedagógico constituyen
un referente obligado para precisar cómo implementar este encuentro dialógico en la
convivencia. El diálogo tiene dos dimensiones –acción y reflexión- y su derivación es la
praxis, que es la palabra que transforma el mundo. Por ello afirma Freire que, “si se elimina
la acción, la palabrería y el verbalismo ocuparían su lugar. Si se sacrifica la reflexión, el
activismo la reemplazaría. En ambos casos no es posible el diálogo. Mediante el verbalismo
alienado y el activismo alienante no se puede esperar la denuncia del mundo, dado que no
hay denuncia sin compromiso de transformación ni compromiso sin acción” (Freire, 2000,
p.99).
Por ello, esta etapa de postconflicto es un reto que tenemos como país y como
sociedades locales, para que, a través de la educación, una educación incluyente, dialógica
y reflexiva, se pueda superar las violencias existentes y alcanzar mayores estadios de
desarrollo social, económico y cultural, condiciones necesarias para encontrar la paz.

Referentes Bibliográficos
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www.dane.gov.co/index.php/estadisticas-por-tema/demografia-y-poblacion/nacimientos-y-
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INSTITUTO NACIONAL DE MEDICINA LEGAL Y CIENCIAS FORENSES, (2016).
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Stahl, S. (2014). La deconstrucción de la violencia como un síndrome médico: mapeo de
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Recuperado de http://dx.doi.org/10.1017/S1092852914000522.
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Poupeney, C. (1992). El ogro, la hechicera y el rey. Cuentos e Historia en las relaciones de
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Sánchez, G. (2012). El Placer mujeres, coca y guerra en el Bajo Putumayo. Centro
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Rubia, F. (2006). ¿Qué sabes de tu cerebro? Madrid. Ediciones Temas de Hoy.

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