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Midsommar y la belleza de lo terrible

Adyerin Rueda

Que es lo terrible sino la representación máxima del miedo y la angustia; la tragedia que muestra la
cara de la muerte y el dolor, o al menos su contundente posibilidad. Este inquietante ente que toma
diversas formas puede, en toda su monstruosidad, ser hermoso y Midsommar es prueba de ello.

El nuevo largometraje de Ari Aster es un tesoro compuesto por muchas joyas. La primera, y más
obvia, es su pulcritud fotográfica, el cuidado estético de su montaje visual; no hay encuadre que no
pueda, por sí mismo, ser una fotografía digna de editorial. Su narración escenográfica remite
inevitablemente a Jodorowsky y su Montaña sagrada (1973). Si bien Midsommar no pretende, ni
por asomo, la complejidad filosófica que el cineasta chileno tenía como meta, si busca elogiar las
figuras geométricas atascadas de color, los simbolismos constantes, a los animales exóticos que se
meten en la imagen y a los peculiares personajes que con vivacidad golpean las retinas de los
espectadores con el brutal caos de sus actuaciones escatológicas.

La segunda joya, ya implícita en la primera, es su referencia al culto pero no sólo presentado en la


trama sino al culto fuera de la pantalla: el homenaje claro a esos filmes de los viejos tiempos que
trastocaron la mente de los públicos de los setenta, ochenta e inicios de los noventa como la ya
mencionada Montaña Sagrada, Santa Sangre (1989), Sweet Movie (1974), El señor de las Moscas
(1990) y, por supuesto, The Wicker Man (1973).

Lo que todas esas cintas tienen en común (además de ser extraordinarias piezas cinematográficas)
es que ponen la pertenencia social y existencial como piedra angular de una perturbadora serie de
acciones yuxtapuestas. Dichas películas vuelcan su mirada hacia los ritos y costumbres para
contemplar la esencia humana; desmenuzarla, comprenderla y expresarla. Es decir, van al origen de
la masa social, la que nos contiene y mantiene, que no es más que un culto estratosférico de
sistemas de creencias.

No hay nada más poderoso que la creencia es por eso que el mundo está hecho de ellas. Ni siquiera
las catástrofes naturales superan la fuerza de lo que mueve la mente. Pensemos por un momento
en la antigua civilización cartaginesa cuyos dioses requerían el sacrificio de recién nacidos o las
comunidades africanas que aún mutilan a sus mujeres o abandonan niños. El simple hecho de que
vivamos en sociedad es debido a las creencias; ese entramado cultural e instintivo introyectado en
nuestra psique.

Las creencias más arraigadas y poderosas, las que se basan en una profunda fe son las más peligrosas
y, por lo general, son aquellas que consolidan religiones y sectas. La fascinación de Aster por estos
cultos lo ha llevado a crear dos de las mejores películas de terror de todos los tiempos.
La primera, Hereditary, se teje sobre una secta demoníaca; Midsommar, la segunda, en la
cosmovisión pagana de una comuna europea.

En ambas, el joven director lleva a sus personajes a un punto de quiebre irreversible para someterlos
a los demonios. El quiebre es indispensable para convocar al terror al igual que, por ejemplo, en
Silent Hill donde todos los protagonistas están sumidos en un profundo vacío existencial que los
hace presas fáciles de la ciudad fantasma y del culto que le da vida; o bien, como en Santa Sangre
donde el trauma infantil consume a Fénix a tal extremo que desata toda la pesadilla. Lo mismo
sucedió en Heriditary: se destruye la moral de Peter para que Paimon pueda poseerlo. El cuerpo y
la mente deben ser sujetos a un daño profundo- de otra manera no pueden ser controlados- y en
Midsommar es Dani quien lo sufre. Desde el inicio la desgracia familiar la rompe y la fisura se
propaga con la fallida relación amorosa que sostiene con su novio Christian.

En medio de ese malestar deciden aceptar la invitación de un amigo para emprender una odisea a
un rincón remoto de Suecia y observar a una comunidad oculta que festeja el solsticio de verano.
Lo que parecía ser un viaje enriquecedor y dionisiaco termina por convertirse en una jornada de
masacre psicológica. Los nativos reciben a los extranjeros con amabilidad, una falsa máscara para
mantener en calma a sus presas hasta que inicien los espectáculos traumatizantes.

Una obra claramente influenciada por Robin Hardy y su película The Wicker Man que a su vez tiene
sus raíces en la novela Ritual de David Pinner. En El Hombre de Mimbre el protagonista es igualmente
engañado para acudir a una isla en Escocia donde la población requiere sacrificios humanos. El final
es muy similar al deslumbrante desenlace de Midsommar -aunque The Wicker Man es más parecido
a una batalla de doctrinas que, queriendo o sin querer, revela lo absurdo de las mismas- si bien Aster
es más complejo y cuidadoso visualmente; Hardy pone la primera piedra al mostrar a un hombre
dentro de una gran escultura de madera para ser quemado vivo. Por muy descabellado que parezca,
todos estos rituales fueron reales y están basados en las investigaciones del antropólogo James
George Frazer que plasmó extensamente en su libro La Rama Dorada.

Este símbolo, the wicker man, es tan fascinante que Iron Maiden compuso una canción al respecto
y el famoso festival The Burning Man celebrado anualmente en Estados Unidos tiene también como
base este rito como una metáfora posmoderna de renacimiento y evolución espiritual e intelectual.

Pero la influencia de Hardy es tal que también hay una escena en Midsommar de la reina coronada
llorando entre la multitud extasiada y el desastre que remite a la no lograda y bastante
decepcionante The wicker Tree (2011).

Retomando el tan aplaudido final, Midsommar manifiesta la lucha interna, el duelo en el que gana
la venganza y el sentido de pertinencia. Es aquí donde Ari Aster deja establecido cuáles son sus
obsesiones y fijaciones, las planteó en Hereditary pero es en las festividades de sangre donde
asienta su propio sello: tortura psicológica con recursos propios y opuestos al terror: Fuego-luz,
muerte-baile, cuerpos destazados-flores, etc. Un universo que se acerca mucho a los cadáveres de
Peter Witkin y a su enaltecimiento de personas con deformidades que considera poseen
características más allá de lo humano (en este caso divinas).

A nivel de contenido, sus propuestas retan para que no seamos víctimas de la autocensura- ¿Es
realmente mala muerte? ¿Es posible ansiarla feliz y agradecer el sacrificio?- Presenta y cuestiona la
veracidad de nuestras creencias y hábitos tal y como lo hizo el Señor de las Moscas al colocar a un
grupo de niños en una isla desierta que, entre juegos, bailes y temores, crearon un abominable
monstruo: su propia sociedad.

Midsommar es una cinta onírica, perturbadora y voraz. Un despliegue de colores y cultura con una
riqueza visual y argumentativa (la conexión hombre naturaleza, mitología tributaria, magia, etc.),
que no muchos apreciarán ya sea porque les pesan los minutos o porque echan de menos el guión
común y los screamers. Sin embargo, es claro que Ari Aster- junto a Nicolás Winding y Robert Eggers-
está dando nueva vida al género con su estilo surrealista plagado de armonía visual y conceptos de
la cosmovisión y pulsiones que nos cohesionan.

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