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Un problema jurídico es una controversia que debe ser resuelta en el marco del
derecho vigente. Cuando el mismo es sometido a la decisión de un juez, usualmente
se le impone la obligación de motivarla.
Es posible hablar del problema jurídico al menos en dos niveles: uno teórico y uno
práctico. El primero fue particularmente desarrollado por Theodor Viehweg, un
iusfilósofo alemán un tanto olvidado y que –por lo que adelante se verá- parece
necesario reivindicar, ahora que se admite sin mayor discusión que una de las
fuentes normativas es la jurisprudencia.
Para Viehweg, lo central en el Derecho es el problema –no la norma, ni la moral-, a
partir de lo cual se construye -vía ars inveniendi- la regla que debe servir de base
para tomar la decisión, con apoyo en la tópica. Los casos difíciles son resueltos,
tomando en consideración la aporía fundamental consistente en lo que se considera
justo aquí y ahora, de modo que en la solución de un problema al que se pueda
aplicar más de una norma debe preferirse aquella que arroje un resultado justo.
Viehweg no avanzó en el entendimiento de lo justo o correcto –como lo harían
después autores como Dworkin y Alexy-, pero su teoría -que pone el acento en el
problema- sirve de guía práctica y metodológica en el quehacer judicial caracterizado
por la solución de controversias jurídicas. Si se admite que la primera obligación del
juez es la de resolver problemas jurídicos –no hacer doctrina, ni pedagogía en sus
fallos-, parece pertinente entonces perfilar en lo que consiste el problema, sus
componentes y su función en la providencia judicial.
Un problema jurídico es una controversia que debe ser resuelta en el marco del
derecho vigente. Cuando el mismo es sometido a la decisión de un juez, usualmente
se le impone la obligación de motivarla. Esto exige delimitar la disputa a partir de los
enunciados normativos y fácticos que son introducidos por las partes en el proceso,
apoyados en consensos hermenéuticos y/o medios de prueba. Cuando el juez tiene la
información normativa y fáctica completa –y sus respectivos sustentos
interpretativos y probatorios-, está en condiciones de formular el problema. Este
tiene entonces un doble componente: el normativo, que refiere el aspecto general de
la controversia y enuncia el tema sobre el cual girará el debate, y el fáctico, que señala
las características del caso que le dan el particular giro hermenéutico al tema general.
Si bien en el escenario judicial el planteamiento del problema es entonces inducido
por las partes, es al juez a quien a la postre corresponde su correcta formulación. Los
participantes en el proceso suelen actuar conforme a intereses y a partir de ello
sugieren lo que perciben como los problemas de la causa. Pero el juez, como árbitro
de la controversia, obedece menos a la orientación que aquellos privilegian –sin
perjuicio de optar por el planteamiento de alguno de ellos-, y más a la articulación
hechos-norma proveniente de toda la información procesal y normativa concerniente
al caso. Así, mientras una parte está interesada en un fallo de fondo a favor de sus
pretensiones y la otra en contra de las mismas, la información disponible puede
mostrar que el verdadero problema gira en torno a la competencia, lo cual impediría
un pronunciamiento de fondo.
De las distintas ventajas de formular bien un problema jurídico, se resaltan dos: la
más conocida es que orienta y delimita la motivación del fallo. Toda disertación que
se haga en las providencias judiciales debe estar centralmente dirigida a resolver el
(los) problema(s) propuesto(s). Un pionero de estas reflexiones en Colombia, Jaime
Giraldo Ángel, solía insistir con razón en que la jurisprudencia está constituida por la
tesis -que no es otra cosa que la respuesta que el juez da al problema explícitamente
planteado- y la fundamentación de la misma. Es lo que ahora suele llamarse ratio
decidendi. Los fallos judiciales cada vez más muestran esta fase ventajosa que, se
insiste, corresponde a una correcta formulación del problema.
Pero existe una ventaja adicional poco advertida pero no menos importante que la
anterior y que por lo mismo debe subrayarse: así como el problema sirve para
orientar la disertación judicial propiamente dicha –lo que formalmente se conoce
como las consideraciones de la providencia-, también se constituye en una
inmejorable herramienta para organizar los antecedentes del caso. Si el juez no
puede tener el control total de todo lo que se arrima y prima facie serviría al proceso,
sí lo tiene respecto de lo que es relevante normativa y fácticamente al momento de
redactar el fallo definitivo. El problema entonces puede marcar los aspectos
relevantes de la demanda, de las pruebas, de los alegatos, de la(s) sentencia(s) de
instancia –cuando sea el caso-, de los recursos, etc., y con ello evitar la transcripción
larga, tediosa e innecesaria de textos que nada informen al problema que realmente
guía la controversia.
El problema jurídico bien planteado, en fin, es un auténtico articulador de la
motivación judicial, la cual no solo comprende la parte considerativa, sino también
los antecedentes del caso. Razón tenía Alfonso López cuando decidió encabezar uno
de sus más lúcidos trabajos -La Estirpe calvinista de nuestras instituciones políticas-
con una frase lapidaria: “plantear bien un problema es tenerlo casi resuelto”.