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Hecho el depósito
que marca la ley.

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ESTUDIO PRELIMINAR
POR
ENRIQUE DE GANDÍA

Ulrich Schmidel, el lansquenete alemán que vino con Don


Pedro de Mendoza al Río de la Plata, no fue, conforme se ha
repetido hasta ahora, el prirmer historiador de estas regiones, ni
el primero que hizo conocer en Europa los orígenes de Buenos
Aires. Su "Viaje..." se imprimió en Franckfurt am Maym el año
1567. En cambio, el año 1555 publicarone en Valladolid, por la
imprenta de Francisco Fernandez de Córdoba, los “Comentarios
de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, adelantado y gobernador de la
provincia del Río de la Plata”, escritos por Pero Hernandez,
“escribano y secretario de la provincia.”
Pero Hernandez fue, por tanto, el primer historiador del Río de
la Plata, con más derecho que Schmidel, no solo por haber
publicado sus “Comentarios” -modelo de estilo y de exactitud
informativa, muy superiores a los recuerdos de Schmidel, -doce
años antes que la obra del conocido bávaro, sino porque
habiendo desempeñado el cargo de secretario de Don Pedro de
Mendoza, dirigió al Rey en el año 1545, a raíz de su expulsión
del Paraguay por Domingo de Irala y los Oficiales Reales, una
“Relación de las cosas sucedidas en el Río de la Plata” que
comienza con “la perdición de Don Pedro de Mendoza” y termina
con la revolución que derrocó a Alvar Núñez. “En esto -dice Pero
Hernández- y en la mayor parte de lo que adelante dixere a
Vuestra Magestad, hablo como testigo de vista.”
Alvar Núñez también puede considerarse como uno de los
primeros historiadores del Río de la Plata. En el mismo año de
1545 el ex adelantado redactó otra “Relación” para Su Magestad
y el Consejo de Indias -impresa en estos últimos tiempos- en la
cual hace por menudo la historia de todo su gobierno en el
Paraguay.
Deshecho el error que consagraba a Ulrich Schmidel como al
primer historiador del Río de la Plata, sin embargo, en lo que
respecta a los orígenes de Buenos Aires, hay que reconocer que
la visión más pintoresca de aquella “agonía” - pues otro nombre

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no puede darse a vida tan efímera y final tan desastroso- es la
que nos ofrece Schmidel.
Su visión es la del comparsa, un tanto ignorante, que solo
anota los pequeños sucesos que ocurren a su derredor, pero
que al recordarlos, años después, en la lejana Baviera, lo hace
con una emoción tan cubierta de indiferencia, que a ratos lo
extraordinariamente dramático de ciertos episodios pierde toda
su inverosimilitud y acaba por parecer cosa natural.
Pero Hernández tiene de la primera fundación de Buenos
Aires una visión fría, de cronista que consigna los principales
hechos ocurridos, con sus fechas exactas, cuidando de no
aumentar ni en uno solo el número de los hombres que tomaron
parte en cualquier expedición. Es el complemento desteñido y
minucioso de Schmidel, que en este caso representa el “color”.
Las poesías, pocas y malas, del clérigo Luís de Miranda,
aunque den algunos datos acerca de las penurias pasadas en la
primera fundación de Buenos Aires, no pueden, en ningún caso,
considerarse como una obra histórica propiamente dicha.
La visión de Miranda es mísera por lo limitada, y catequística
por sus miras de considerar aquellas desventuras como un
castigo del cielo.
Hernández, Schmidel y Miranda representan la visión de los
actores. A ella sigue la visión de los primeros cronistas: el
arcediano Martín del Barco Centenera, cuyo poemastro “La
Argentina” se imprimió en Lisboa en 1602, y el paraguayo Ruy
Díaz de Guzmán, cuya conocida crónica, también denominada
“La Argentina”, debió hallarse terminada en la Asunción en 1612.
Guzmán es mucho más historiador que Centenera. Éste se
complace en rimar lo maravilloso con lo vulgar. Ambos no
despreciaban algunos documentos cuya consulta les era en
ciertos puntos imprescindible. Mientras el arcediano traducía en
verso frases de expedientes del archivo de la Asunción y se
inspiraba en las versiones latinas de 1597 y 1599 de la “Vera
historia” de Schmidel, el capitán payaguayo seguía en sus
descripcines geográficas el mapa de Sebastián Caboto,
reproducía algún documento, hoy perdido, y repetía, a menudo
anacrónicamente, las referencias y ecos que llegaban a sus

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oídos en sus viajes por el Paraguay y el Tucumán, sin que en su
obra hayan tenido influencia ni la “Crónica” del Perú, de Cieza de
León -como se ha supuesto, una vez, infundadamente-, ni
ninguna otra obra de los primitivos cronistas de Indias.
La visión de los tradicionalistas es una mala construcción
literaria a base de plagios hechos a Schmidel, Guzmán y
Centenera. Los cronistas jesuitas Lozano y Guevara, y más
tarde, el Dean Funes, no adelantaron ni siquiera en ningún
pormenor las investigaciones relativas a los orígenes de Buenos
Aires.
Félix de Azara tuvo otra visión muy especial de la conquista
del Río de la Plata: fue la visión del hipercrítico que se propuso
esclarecer con documentos de los archivos paraguayos las
aparentes obscuridades de Schmidel, Guzmán, Centenera y Pero
Hernández. Azara tiene el mérito de haber inaugurado la
crítica histórica en el Río de la Plata; pero sus observaciones
llevan en sí la fatalidad del errar constante. Su historia de la
conquista del Paraguay es la más equivocada de las que han
tratado esta materia. Azara desnaturaliza los hechos, destruye
todo lo auténtico que nos legaron los primitivos cronistas
platenses y sus juicios, tan decisivos pecan de arbitrarios cuando
no de absurdos. En cada página de Azara son más los errores
contenidos, que las afirmaciones casualmente acertadas.
En los años 1801 y 1802, en el “Telégrafo Mercantil, rural,
político económico e historiográfico del Río de la Plata”, dirigido
por el Coronel Don Francisco Antonio Cabello y Mesa, “Enio
Tullio Grope” y “Patricio de Buenos Aires” polemizaron acerca de
los orígenes de esta ciudad en forma elevada y crítica. “Enio
Tullio Grope” mantenía que Buenos Aires se había fundado en el
año 1536. “Patricio”, después de complicados cálculos, se
anticipó a Paul Groussac acertando que un día de febrero se
realizó la fundación; pero se equivocó al sostener que fue en
1535 y no en 1536. “Patricio” demuestra conocer a fondo a los
primitivos cronistas y a ratos exhuma documentos de nuestro
archivo general; pero su visión histórica es nula: no pasa de ser
la de un crítico que discute una fecha.

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Con Bartolomé Mitre se abre para la historia argentina una
nueva era. El fue el fundador de los modernos estudios históricos
en nuestro país; el primero que enseñó a las sucesivas
generaciones de historiadores argentinos los métodos más
perfectos para escribir historia, consultando siempre los
documentos y agotando en cada caso el tema, en contra de
Lopez, que aseguraba que la historia no debe estar documentada
como una cuenta corriente y para quien la filosofía valía más que
la erudición.
Mitre tuvo de nuestros orígenes una visión profunda y
comprensiva. Los estudió a fondo, como lo demuestran los
numerosos documentos inéditos, y otros copiados, que se
conservan en su antigua biblioteca del Museo Mitre. No obstante,
no se detuvo largamente en nuestros orígenes históricos, porque
más le interesaban nuestros orígenes nacionales.
Eduardo Madero, en 1892, publicó el primer trabajo
seriamente documentado sobre el puerto de Buenos Aires. Hoy,
la historia de Madero se nos presenta como una valiosa
colección de apuntes, pero en su tiempo produjo hasta el efecto
de despertar en Groussac su afición por los estudios de nuestra
historia colonial.
Clemente L. Fregeiro hiro de la obra de Madero un examen
crítico que hace pensar en los excelentes trabajos que habría
podido producir si otros motivos no se lo hubiesen impedido.
Los miembros de la Junta de Historia y Numismática
Americana fueron los que dieron mayor impulso a los estudios
relacionados con los orígenes de Buenos Aires: Enrique Peña, el
P. Antonio Larrouy, Samuel A. Lafone Quevedo, Manuel M.
Cervera, Anibal Cardoso, Manuel Domínguez -desde el
Paraguay- Enrique Ruíz Guiñazú y otros, prepararon los
materiales que habían de permitir a Paul Groussac escribir su
“Mendoza y Garay”, de tal suerte calcado sobre las monografías
de los mencionados autores, que hasta el mismo final de su vida
de Juan de Garay es una repetición, embellecida, de los
párrafos con que el P. Antonio Larrouy termina sus “Orígenes de
Buenos Aires”.

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En cuanto a la parte geográfica, sabido es que Félix F. Outes
ha hecho publicaciones que sobrepujan en mucho todo lo
alcanzado por los demás estu, diosos en nuestro país.
La obra de Paul Groussac, salvo unos detalles eruditos que
creemos haber rectificado en algunas publicaciones nuestras, fue
hasta ayer la última visión de los orígenes de Buenos Aires:
visión completa de historiador que abarca la epopeya platense
con una mirada amplia, desde el predescubrimiento del Río de la
Plata hasta la muerte de Juan de Garay, y se prolotiga en las
“Notas” a la edición crítica de “La Argentina” de Ruy Díaz de
Guzmán.
La visión histórica más completa de los orígenes de Buenos
Aires fue dada, pues, por Paul Groussac, quién resumió los
trabajos hechos con anterioridad, perfeccionándolos,
ampliándolos y construyendo, como conjunto, una obra orgánica
y continua.
La obra de Groussac es la de un historiador moderno. Se
aseguró que también era la de un artista; pero no: la obra de
Groussac ni llega a tanto ni nunca se propuso serlo.
La primera visión artística de los orígenes de Buenos
Aires, que viene a ser como la esencia de todas las
investigaciones realizadas hasta la fecha -con lo cual parece
cerrarse el ciclo de las búsquedas sobre la conquista- acaba de
lanzarla al público un estilista de alto renombre: Enrique Larreta.
El autor de “La Gloria de Don Ramiro” y “Zogoibi”, y tantas
otras piezas magistrales de literatura, después de ahondar en el
alma dramática de nuestra Pampa, ha vuelto a sentirse llamado
por la época, llena de extraño hechizo, de Carlos V y Felipe II
que tan profundamente analizara y comprendiera en “La Gloria
de Don Ramiro”.
El siglo de Carlos V y Felipe II no solo es soberbio y
maravilloso en España; lo es aún más en América, y es por ello
que Larreta, después de haber concretado en Ávila la expresión
total de Castilla, ha sintetizado en Buenos Aires el espíritu más
hondo de la conquista americana.

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“Las dos fundaciones de Buenos Aires”, con ilustraciones
originales del célebre artista francés Guy Arnoux, son la esencia
de la conquista del Nuevo Mundo.
Admirables sin duda son las escenas de la conquista de
México y Perú, en que un grupo de españoles, aprovechándose
de la sorpresa que causan en los salvajes y del terror que
infunden los caballos y las armas de fuego, logran dominar
prontamente grandes masas de indios.
La conquista de nuestra patria fue algo muy distinto. Larreta es
el primero en advertirlo: “Aquí la tierra defendióse con fiereza
única. Los naturales no se dejaron intimidar, como en otras
partes, por la novedad del caballo (vocación misteriosa), ni por el
trueno de la pólvora”. Groussac dijo que la conquista rioplatense
se diferenciaba de la conquista de México y el Perú, porque allí
fue verdadera conquista y aquí fue colonización. Disentimos. Las
intenciones de Mendoza no fueron las de venir a colonizar, sino
las de impedir que los portugueses llegaran desde el Brasil a las
minas del Alto Perú (esto ya era una obligación) y alcanzar la
Sierra de la Plata. La misma ilusión que había atraído a Caboto y
a Diego García y atraería más tarde a Juan de Ayolas y a Irala.
La colonización vino después, como en México y el Perú. Lo que
en el Río de la Plata faltó, fue el escenario de los imperios, con
sus palacios, sus templos, sus reyes, sus sacerdotes y sus
cortes. Faltó el decorado teatral. “Esta comarca, que había de ser
un día deheza del mundo, acabó por arrojar de sí a los primeros
conquistadores con el flagelo del hambre”. El drama del hambre
no lo hubo ni en Méxioo ni en el Perú. “Quién sabe -prosigue
Larreta- si la sensibilidad futura, más golosa de expresión que de
brillo, no acaba un día por encontrar mayor belleza en la
quijotesca desgracia de ese cuadro nuestro con su fondo de
llanura salvaje, que en las aventuras espléndidas del Perú y de
México, al empezar la conquista”.
Así es, en efecto: el cuadro de nuestra conquista tiene, “por lo
menos, un sabor más agudo: la especia del de sengaño. Sabor
cervantino. Pimienta de ínsula”. Esto la distingue también de
todas las otras conquistas. Nunca siguieron mayores fracasos a
tan grandes ilusiones. En México y en el Perú no hubo

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desengaños. Los rescates de Moctezuma y Atahualpa
asombraron a España y al Mundo. Pedro Mártir de Anglería
escribía a sus amigos de Italia que “en la superficie de la tierra
encuentran pepitas de oro en bruto, nativas, de tanto peso que
no se atreve uno a decirlo”. Américo Vespucio agregaba que en
las Indias, “el oro, las piedras preciosas, las joyas y demás cosas
de esta clase que acá en Europa reputamos por riquezas, no las
estiman en nada, antes bien las desprecian de todo punto y no
hacen diligencia ninguna por tenerlas”. En México, según Dernal
Díaz, los ballesteros juraban que “todas las saetas y guijaradas
que tuviesen en su aljaba las habían de hacer de oro”, y
Fenández de Oviedo refería que el perro Leoncio, que recibía su
parte de botín lo mismo que cualquier conquistador, había
ganado a Vasco Núñez de Balboa “más de mil pesos de oro”.
Todo en América era delirio. Hasta el Licenciado Lagasca
confesaba que en el Perú habían sido mucho más las nueces
que el ruido. En cambio, en Buenos Aires...
“Año de 1536. Fines de otoño. Las tres de la tarde. El
pampero grita en las rendijas y mete en el interior de la choza el
frío del desierto... Ahí se está don Pedro, arropado hasta las
barbas, pálido como un muerto...” A su lado, junto al lecho, lo
acompaña el hermano de Santa Teresa: Rodrigo de Cepeda.
Larreta ha hecho de esta escena un cuadro inimitable. Nadie
jamás la ha sentido tan intensamente ni la ha comprendido de un
modo más profundo.
Su filosofía y su simbolismo pasarán inadvertidos a muchos
por lo sutiles y elevados. Es la llama que animó “La Gloria de
Don Ramiro” que arde también en Buenos Aires. El mismo siglo,
el mismo espíritu. Por un lado, las esperanzas locas; por el otro
las desventuras terribles. Los hombres lo mismo se lanzaban a
la conquista de las estrellas, que se dejaban morir arrimados a
los árboles, como dice el P. Aguado, “contando de los regalos
que en Itatia habían tenido”. Eran conquistadores aguerridos y
brillantes, o frailes místicos y humildes. El eterno dualismo del
alma española.
La expedición de Mendoza tuvo todo esto. Boato y poderío, al
partir -un sueño de oro en cada conquistador-; peste, hambre y

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muerte cuando Don Pedro se decidió a volver a España. Las
capitulaciones hablaban de tesoros a descubrir, de rescates de
príncipes. “Parecen palabras de don Quijote a su escudero”, dice
Larreta. “No tengo qué comer... me voy y con seis o siete
llagas...” escribía Don Pedro a Ayolas en el momento de
abandonar el Río de la Plata. No hubo jamás un contraste igual.
Tenía razón Larreta al afirmar que hay más belleza en nuestra
conquista que en las de México y Perú. Él lo ha comprendido y
ha hecho de nuestros orígenes un drama y un poema a la vez.
Como estilo, en momentos se supera a sí mismo. Párrafos hay
en este libro que no se encuentran en ninguna de sus otras
obras. Tales los que relatan la muerte de Juan Osorio, asesinado
por orden de Mendoza en Río de Janeiro, porque había
amenazado sublevarle las naos. ¡Pobre don Pedro! Siempre le
parecía verlo, no “a manera de humo, como todos los espectros”,
sino “espectro claro, macizo, con lujosos atavíos que relucen al
sol, y siempre extendido largo a largo sobre la arena de aquella
bahía maravillosa del Brasil.” Se ha recriminado mucho a Don
Pedro la muerte de Osorio, tal vez con imcomprensión e
injusticia. Así lo entiende también Larreta: “Fueron los otros;
fueron esos judíos con sus mentiras los que hicieron que él,
engañado, ordenara que lo matasen.”
Es la reivindicación que se impone. La inició, hace tiempo, el
investigador paraguayo Manuel Domínguez, en “El alma de la
raza”. Sus razones son de peso. “Los héroes del siglo XVI
miraban con deleite descuartizar al prójimo si éste era un traidor
o le veían sin cuidado carbonizarse si el prójimo era un hereje”.
Mendoza estaba enfermo y Fernández de Oviedo atestigua que
al partir todos pensaban que el adelantado “había de hallar su
sepultura en la mar”. Osorio era un andaluz sin duda demasiado
conversador, pero sus amenazas no podían pasar inadvertidas a
don Pedro. Hoy sentimos lástima por la víctima y odiamos al
victimario, sin pensar que el primero celebraba de antemano los
funerales del segundo. “Con ver esto -dice Domínguez- aquel
hombre despechado sintió rabia, la rabia del hombre enfermo, y
aparte de todo, sería efectivamente alarmante la popu laridad del
maestre de campo y más para la imaginación enfermiza del

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adelantado. En suma, Mendoza, no sin razón, y más en su
violento estado, desconfió de aquel oficial que no tenía el arte
de hacerse perdonar su popularidad sospechsa”. Desconfió con
razón, y secretamente -pues si Osorio lo hubiera sabido se
habría sublevado y lo habría hecho matar- lo enjuició y condenó.
El 5 de marzo de 1544, el Consejo de Indias falló que “Mendoza
oyó y pronunció mal”; pero el pobre Mendoza ya eran muchos
años que había muerto. Nadie lo defendía y el padre de Osorio,
implacable en sus acusaciones, echaba sobre él todo el peso de
su venganza.
Un presagio fue para los conquistadores la muerte de Osorio:
presagio de desventuras, sufrimientos y trabajos sin fin, que
siempre se han realizado en esta América engañosa y cruel.
También fueron como un presagio las mujeres que vinieron en
la armada de Mendoza. Eran muchas. Las había honestas y
fieles a sus maridos, y también “enamoradas”, como las llamaban
los soldados de entonces; pero todas sostenían el espíritu
decaído de los conquistadores afiebrados y hambrientos. Una de
ellas firmó una carta célebre que refleja su inspiración. Se
llamaba Isabel de Guevara y dirigió su misiva a la princesa Doña
Juana, ignorando que había muerto algún tiempo antes. Larreta
halla que esta carta impresiona “por la grandeza trágica de la
situación que describe y por lo que dejan imaginar sus toques
admirables”. Es el mejor juicio que se ha hecho de ella. Y los
toques, en verdad, son admirables: las mujeres hacían centinela,
rondaban los fuegos, armaban las ballestas cuando alguna vez
los indios les venían a dar guerra... Como se sustentaban con
poca comida y no habían caído en tanta flaqueza como los
hombres, les decían, “con palabras varoniles, que no se dejasen
morir...”. Y todo ello lo hacían solamente de caridad.
“Que no se dejasen morir”... Porque los había, como en las
selvas del Cenú, que se dejaban morir y parecían cadáveres, “así
extendidos de espaldas sobre la cubierta, con los ojos cerrados o
muy abiertos y fijos”. Es Larreta, ahora, quien describe el
maravilloso viaje por el Paraná, en busca de la Sierra de la Plata
guíados por Ayolas, lrala y Don Carlos de Guevara. Un
conquistador, Francisco de Villalta, recuerda también aquel viaje

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por entre indios que “huían en ver gente nueva y que nunca
habían visto”, y dice que los tiempos eran “tan abominables y
malos... que visiblemente parecía que en los aires hablaban los
demonios”. Larreta evoca aquellos mementos como si los
hubiese vivido. Cada frase es un cuadro y una emoción.
“Pasan -nos dice-, a ambos lados, las costas salvajes, con sus
bosques terribles. Aquella muy distante, ésta muy próxima. Ha
crujido una rama seca. Alguna pasada alimaña. De pronto en el
gran silencio óyese el grito largo y como sonriente de un pájaro
que parece encantado. El viento empieza a cambiar. Las velas
dan ahora parchazos contra el mástil. Otra vez el grito del ave.
¿Se burla o quiere decir que ya está cerca la ciudad de los
templos de oro y calles de plata?...”. De pronto, el drama de la
primera fundación de Buenos Aires termina con la muerte de
Mendoza, en alta mar, cerca de las islas Terceras. “Aquel hombre
fue siempre un arder continuo de pasiones desaforadas”, dice
Larreta. Su cuerpo, arrojado al mar, habrá producido como “el
rumor de un ascua en el agua.”…
Como en las novelas antiguas, pasan muchos años. Otros
tiempos, otros hombres. Ahora es un nuevo personaje. Viene
desde la Asunción, donde habían quedado los restos de la
armada de Mendoza. Funda nuevamente a Buenos Aires. Lo
acompañan muchos jóvenes criollos. Con él hay también
alguien que presenció la primera fundación y ahora mira
conmovido, con las lágrimas en los ojos, cómo resucita una
ciudad que no ha de morir jamás. En el alma del hombre que
asistió a las dos fundaciones suben y bajan, del corazón al
cerebro, emociones imposibles de describir. Entonces, en
tiempos de Mendoza los conquistadores venían del Océano para
buscar en la tierra adentro la riqueza; ahora vienen del interior
para buscar con el comercio del Océano una nueva fuente de
prosperidad. Eran largos años que tanto en el Alto Perú como en
la Asunción, se reclamaba un puerto sobre el Océano. El
Licenciado Matienzo, desde Charcas, lo pedía insistentemente.
Lo mismo habían hecho Martín Suárez de Toledo, Hernando de
Montalvo y Pedro de Orantes, desde la Asunción. Y ahora lo

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fundaba, con toda desenvoltura, Juan de Garay, un vascongado,
nacido en Orduña, la única ciudad de Vizcaya.
Los eruditos han discutido mucho el lugar de su nacimiento.
Hasta hace poco dijeron que había venido al mundo en un pueblo
de la provincia de Burgos; ahora otros sostienen que nació en
una pequeña población de las Encartaciones. Nosotros hemos
probado repetidas veces que nació en Orduña. Hemos
descubierto hasta los restos de su antigua casa solariega, en
aquellas montañas adonde todo argentino debería ir en
peregrinación una vez en su vida.
La historia de las dos fundaciones de Buenos Aires es todo un
símbolo y una predestinación. Larreta -también en esto- ha sido
el primero en comprenderlo.
“Las dos fundaciones tan diferentes una de otra, habían de
dejarle para siempre a la ciudad doble sello. Su historia sería en
adelante conflicto o concierto de esas dos cualidades. Desenfado
andaluz, cordura vizcaína”. Es por todo ello que nuestra ciudad
nació “con un hechizo misterioso”.
El romance de las dos fundaciones ha llegado a su fin. La
visión del artista que se inspira en la historia ha cumplido su
misión: dio vida a cosas muertas, iluminó sombras, corporizó
espectros. Parecía imposible que en tan pocas páginas pudieran
encerrarse tantas bellezas y, no obstante, la obra se ha hecho.
Los historiadores se asombran que en los fríos documentos de la
conquista se haya hallado tanta emoción y tanto espíritu. ¿Este
es el Mendoza que nosotros conocimos -se preguntan- desteñido
en aquellos legajos amarillentos, todos cubiertos de polvo?
¿Este soplo que nos acaricia desde el fondo de
los siglos, es el mismo que corría entonces? ...
Toda obra de arte tiene mucho de personal. En esta no podía
faltar. Cuando la visión artística de los orígenes de Buenos Aires
comienza a disiparse, surje la emoción personal del autor. Son
recuerdos que flotan entre nostalgias vaporosas.
“Yo alcancé a conocer el Buenos Aires aldea -nos cuenta
Larreta- el de Rozas. ¡el de los virreyes!, toque más, toque
menos...” Y luego piensa: “¡Ir de zaguán en zaguán, en verano, a
la hora de la siesta, atisbando! Alguna persiana deja escapar olor

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de sahumerio. En los patios, penumbra de toldo. Junto al aljibe
las hojas anchas, traslúcidas, frías del banano, rociadas con el
agua del cubo de cobre. Vese pasar a la negrita enjoyada y
descalza. Una niña se hamaca en la mecedora, mirando todo el
tiempo hacia la calle. La pantalla despega suspiros. ¡Qué calor!
Pero, ¡qué dulce embriaguez la que llega de las plantas mojadas!
...”.
No conocemos evocación más bella de aquel Buenos Aires de
cuando éramos niños. Volvemos a verlo. Y también nos parece
vernos a nosotros mismos. Comenzábamos a soñar sobre
gruesos libros de historia y de geografía. Nuestra vocación se
forjaba lentamente. De Don Pedro de Mendoza solo sabíamos su
nombre; pero este nombre y aquel título de “adelantado” nos
decían muchas cosas que hoy no sabríamos precisar, pero que
entonces nos impresionaban como un presentimiento.
Sueños, sueños... Pero, acaso, ¿no es la belleza un sueño?
La vida misma, ¿no lo es? También fue un sueño la conquista de
nuestro río, que se creía encantado y conducía al Potosí famoso,
la Sierra que brota plata. Un sueño la historia de Mendoza,
aquellas carabelas que se deslizaban silenciosas y magníficas,
las velas henchidas de viento fresco, con una cruz latina
desafiando el misterio.

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LAS DOS FUNDACIONES
DE BUENOS AIRES

«SANTA MARÍA DEL BUEN AIRE».

Bello nombre, nombre de carabela, de carabela


venturosa. Henchido, soleado el velamen; blanco por
sotavento— rubio por barlovento; la Virgen pintada en la
lona. Bonanza.

Sin embargo, de nada le valió esta vez el agüero del


nombre. No pudo ser menos feliz el comienzo. Nincuna
otra capital de América tuvo comienzo tan desastroso, tan
mísero.

AQUÍ la tierra defendióse con fiereza única. Los naturales


no se dejaron intimidar, como en otras partes, por la
novedad del caballo (vocación misteriosa), ni por el
trueno de la pólvora. Empleaban una arma terrible. La
bola arrojadiza. Además, los tigres llegaban hasta el foso,
hasta la empalizada, todas las noches.

ESTA comarca, que había de ser un día dehesa del


mundo, acabó por arrojar de sí a los primeros
conquistadores con el flagelo del hambre. Fuera de
algunas perdices, que no tardarían en alejarse
amedrentadas por los disparos del escandaloso arcabuz,
no había nada que llevarse a la boca en todo el contorno.
Llanura hirsuta; pastos amarillos y duros, tierra maligna.

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QUIEN sabe si la sensibilidad futura más golosa de
expresión que de brillo, no acaba un día por encontrar
mayor belleza en la quijotesca desgracia de ese cuadro
nuestro con su fondo de horizonte salvaje, que en las
aventuras espléndidas del Perú y de Méjico, al empezar
la conquista.

Don Pedro de Mendoza

POR lo menos, un sabor más agudo: la especia del


desengaño. Sabor cervantino. Pimienta de Ínsula. Nunca
vino de España expedición más brillante. El jefe, un
Mendoza, gentil-hombre del Emperador, soldado de Italia,
cortesano disoluto y magnífico. Muchos trajes y joyas.
Harto dinero. Se le decía enriquedico en el saqueo de
Roma con tesoros de cardenales y de basílicas. Sus
cofres sacrílegos huelen a incienso.

Al tiempo de pillar hinchó la mano

Canta el maldiciente poeta. No hay que espantarse. En


esos tiempos el saqueo era el medio más honroso de
hacer fortuna cuando se trataba de un noble, tal vez
porque nada se diferenciaba del paciente oficio manual,
que, como es sabido, acarreaba la infamia.

ACOMPAÑABAN a Mendoza, treinta y dos mayorazgos.


Hubo que rechazar a muchos por falta de espacio en los
bajeles. Esta vez se entraría por el Río de la Plata y,
siguiendo siempre aguas arriba, se llegaría seguramente

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al Pacífico. Sería como pasar la red por un mar de
riquezas. Las capitulaciones decían: «Que de todos los
tesros que se ganasen, ya fueran metales, piedras u otros
objetos y joyas…» «Que en caso de conquistar algún
imperio opulent…» Parecen palabras de don Quijote a su
escudero.

El Paraje

PASEO Colón, hacia el Sur; luego Almirante Brown.


Sobre esta avenida, poco antes de llegar a la Vuelta de
Rocha, entre Mendoza, Palos y Lamadrid, se halla, según
Groussac, el sitio de la fundación. Margen izquierda del
Riachuelo de los Navíos, «media legua arriba», dice Díaz
de Guzmán. Ahí estaría la primera manzana, la manzana
original. Ciudad, pecado.

ESE riacho fue causa de que no se escogiera otro sitio.


Era el único refugio para los barcos. Padre mitológico de
la ciudad. Los antiguos romanos lo habrían representado
en forma de un dios de barbas fluviales, reclinado sobre
una urna. Como el Tíber.

HEMOS efectuado nuestra excursión en una tarde


propicia del mes de octubre. Tarde húmeda y roja.
Nieblas. Púrpuras. Los barcos descascarados parecían
pintados con fuego.
¡Soñar en este sitio! Un «garage» que va de calle a
calle, barberías, fonduchos, acordeones marítimos,

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puertitas sospechosas. Único tque de lirismo: genoveses
con aros.
Más allá, un inmenso puente de hierro que sirve de
transportador entre la Boca y Avellaneda. La gente va y
viene, de ribera a ribera, colgada de una grande armazón
aérea. En una de las láminas que puso Hulsius en la obra
de Schmidel, vese en ese mismo sitio la horca
rectangular. Cuelgan de ella tres ajusticiados. También
aparecen al pie los soldados famélicos que, según el
autor, les cortaron los muslos.

VAMOS, por fin, lgrando lo que buscábamos. Hemos


borrad lo actual. Surgen por momentos la empalizada y el
muro de tierra. En primer término, más altas que las
otras, asoma la choza del Adelantado. ¡Qué ribera tan
baja! Ribera anegadiza, con esa tristeza indefinible que
en cualquier parte y sobre todo a esta hora, presta al
agua la sombra pestañosa del junco.

AÑO de 1536. Fines de otoño. Las tres de la tarde. El


pampero grita en las rendijas y mete en el interior de la
choza el frío del desierto. Hacia un rincón, sobre el piso
de tierra, un lecho suntuoso, un lecho dorado. Altas
columnas. En el sobrecielo de brcatel carmesí las armas
de los Mendozas. «Ave María». Ahí está don Pedro,
arropado hasta las barbas, pálido como un muerto. La
cabeza tiene vendada. Menguan las fuerzas, los dolores
son cada vez más tenaces y crueles. Hace muchos días
que guarda cama. Sufre de un mal que los franceses
llaman naplitano y los napolitanos francés. Barco de

19
Centenera, en la «Argentina», siempre maldiciente, dice
que el Adelantado murió

Del morbo que de Galia tiene nombre.

Llevándose de pronto una mano a las rodillas y con


una mueca burlesca, exclama, gime, según su
costumbre: «¡Por las llagas de Cristo!». Él tiene una más
que Nuestro Señor. Cuatro en la cabeza, otra en una
pierna y la sexta en la mano derecha, «que no le deja
escrebir ni firmar».

El hermano de Santa Teresa

JUNTO al lecho, sentado en un taburete, un joven de


veinticinco años. Largo, flaco; ojo y pico aguileños. Se
llama Rodrigo de Cepeda. Padres: Alonso Sánchez de
Cepeda y Beatriz de Ahumada. Es natural de Ávila, en
Castilla la Vieja. Está esperando que cesen los ayes para
continuar la conversación. Tiene para rato. ¡Si por lo
menos la ventana diera al sur o al naciente! Observaría el
riachuelo, los barcos.

NO hay día que Rodrigo no se acuerde de su hermana


Teresa. ¡Le miraba de un modo tan extraño cuando se
despidieron!... Ella le prefería a todos sus hermanos:
«Que era el que yo más quería». Jugaban juntos cuando
eran niños. Construían ermitas en el jardincillo del solar.
Querían ser santos, querían ser mártires. Una mañana se
escaparon. Salieron por la Puerta de Antnio Vela. Ella
tenía siete años, él once. Se marchaban a África.

20
«Concertábamos irnos a tierra de moros, pidiendo por
amor de Dios que allí nos descabezasen». Un pariente
topó con ellos del otro lado del Adaja y volviólos de prisa.
Ya la madre, temiendo que se hubiesen ahogado en el
pozo, revolvía el agua con un palo.

¡QUÉ ojos tan raros los de Teresa! Aun en medio del día
tenían allí dentro misterio de otro mundo; llamas de la
tiniebla, como cuando se mira de afuera, desde una
plaza, un altar encendido. Rodrigo los ve siempre ante sí.
Sobre todo por la noche, al contemplar las
constelaciones, aquellas constelaciones tant más
hermosas que las de España, y ya no son ojos
corporales, sino fervor difuso y atento, pupilas de
eternidad. ¿No será que aquella locura de la niñez…?
Indios en vez de moros.

El espectro

«YA pasa, ya pasa», balbucea por fin el Adelantado. La


conversación prosigue. Don Pedro quiere saber muy por
menudo cómo sucedieron las cosas. Le ha hecho cerrar
la puerta. ¡Corpus Christi!, ¡Y tan luego en ese día
sagrado! Ordénale que refiera una vez más la muerte de
su hermano don Diego, la muerte de sus amados
sobrinos los Benavides, la de Pedro Luján, a quien le
hallaron sin vida a orillas de un río, y la de tantos otros
hidalgos.

EL viento suena de pronto con voz tan humana que don


Pedro entre burlas y veras, se pregunta:

21
—¿Y será el aire eso?
Rodrigo menea la cabeza aprobando.
—¿Pero no es ansí que vocean los salvajes cuando
avanzan en tropel?
—Vuestra señoría sabe que aquí todo es bravío, hasta
los aires.
—Verdad. ¡Y qué malos son para mi dolencia!
Paréceme que me van pudriendo los güesos.
Vuelve a gemir y a llevarse otra vez la mano a la
pierna; pero, en seguida, como si solo quisiera pensar en
el desastre reciente, exclama:
—¡Ah, deventurado Osorio, y qué falta nos hiciste a mí
y a todos! ¿Y no nos decía aquel extremeño, amigo de
Pizarro, que los indios huían com gamos así que se les
ponía por delante un caballo con si jinete y se les
mandaban algunas pelotas de arcabuz?

ESO será en otras partes. Cuanto a los de esta nación,


en vez de espantarse del caballo, nos lo cogen con un
aparejo de bolas de piedra que ellos usan para cazar
camellos.
—¿Camellos? ¿Qué los hay también aquí?
—Yo no los vide, sino de lejos; pero los hay; solo que
son más menudos y sin joroba y muy corredores.
El Adelantado acaba de erguirse a medias en el lecho,
apoyando ambas manos hacia atrás de la almohada. De
pronto, con voz rota y frenética de hombre que no tiene
del todo sano el cerebro, grita:
—¡El camello soy yo Cepeda, y con joroba tamaña!
No habla más. Tiene ahora una sola mano en el
cabezal, mientras agita la otra en el aire. Hace siempre
ese ademán cuando se le aparece el espectro.

22
Osorio

NO es un espectro sombrío, en pie —el mismo don Pedro lo


ha dicho—, y a manera de humo, como todos los espectros;
es un espectro clar, macizo, con lujosos atavíos que relucen al
sol, y siempre extendido largo a largo sbre la arena de aquella
bahía maravillosa del Brasil. Lleva su famoso coleto
recamado, jubón y calzas de raso. Osorio adraba la vida, el
boato, la gloria, el amor. Catalina y Elvira le lloran aún. Dos
heridas tiene en el pescuezo, cuatro en la ijada. ¡Y con cuánta
cortesía le saludó momentos antes tirando la gorra! Don Pedro
vese a sí mismo, sentado en un sillón, a la orilla misma del
agua. «Sea muerto a puñaladas, hasta que el alma le
salga por las carnes». ¿No lo dijo así? Cabal; pero fueron
los otros; fueron esos judíos con sus mentiras los que
hicieron que él, engañado, ordenara que lo matasen.
Hace un rato le ha parecido escuchar otra vez el grito de
Osorio: «¡Confesión! ¡Confesión!» ¡y cómo se le ha
pegado al oído! Es en vano que agite la mano en el aire.
Lo lleva dentro de los sesos y resuena de pronto cuando
menos se piensa.

HALAGA pensar que en la fundación de Buenos Aires


tomó parte un hermano de Santa Teresa, y tan luego el
preferido. Esto quiere decir que también ella, en cierto
modo. No solo estamos donde está nuestro cuerpo. Se
vive también y se actúa con las almas ligadas a la nuestra
por unión de amor. En esos días la Santa se hallaba en
Castellanos de la Cañada, harto acongojada y enferma.
Pensaría más que nunca en su hermano. Le seguiría con
su pensamiento.

23
RODRIGO murió poco después. Había salido con Ayolas
de Buena Esperanza, el 14 de octubre de ese mismo año.
Le mataron los payaguás, a orillas del alto Paraguay. No
se sabe precisamente de qué suerte ni adónde.

Mujeres

EN la expedición de Mendoza, como gran excepción,


vinieron muchas mujeres. Estaba prohibido. Algunas se
embarcaron con disfraz y conservaron siempre el traje
varonil. En los momentos duros llevaban daga y estoque.
Una de ellas, Isabel de Guevara, escribió una carta a la
princesa doña Juana, gobernadora de España en
ausencia de su hermano Felipe II. Descríbele al principio
la hambruna que tuvieron que padecer en el nuevo puerto
de Santa María de Buenos Aires. Ya Schmidel, el
lansquenete que vino con Mendoza, con «Thon Pietro de
Monthossa», nos habla de los mismos padecimientos.
«No nos quedaban ni ratas ni ratones ni culebras ni
sabandija alguna que nos remediara en nuestra gran
necesidad e inaudita miseria. Llegamos a comernos los
zapatos y cueros todos». Refiere en el mismo pasaje el
cuento de los ahorcados.

LA carta de la lsabel es para mí, la más hermosa página


de toda esa abundante literatura soldadesca que nos ha
dejado la España de Carlos V y Felipe Il. Pero, como en
las famosas crónicas de Bernal Díaz, no se trata aquí
tampoco de magnificencias retóricas al uso del siglo, sino

24
de bellezas en bruto, espontáneas, naturales, zumo
primero de la realidad. Además, la carta, no solo nos
impresiona por esa preciosa y rara virtud, sino por la
grandeza trágica de la situación que describe y por lo que
dejan imaginar sus toques admirables.
He aquí algunos párrafos. Estamos a orillas del
Riachuelo.

«VINIERON los hombres en tanta flaqueza, que todos


los trabajos cargaron de las pobres mugeres, ansí en
lavarles las ropas como en curarles, hacerles de comer
lo poco que tenían, alimpiarlos, hacer sentinela, rondar
los fuegos, armar las vallestas, quando alguna vez los
yndios les venían a dar guerra... dar arma por el
campo a bozes, sargenteando y poniendo en orden los
soldados; por que en este tiempo, como las mugeres
nos sustentamos con poca comida, no havíamos
caydo en tanta flaqueza como los hombres».
Luego, más adelante:

«PASADA esta tan peligrosa turbonada, determinaron


subir el rrío arriba, así flacos como estaban, y en
entrada de invierno, en dos vergantines, los pocos que
quedaban vivos; las fatigadas mujeres los curavan y
los miravan y les guisavan la comida, trayendo la leña
a cuestas de fuera del navío y animándolos con
palabras varoniles que no se dejasen morir, que pronto
darían en tierra de comida, metiéndolos a cuestas en
los vergantines con tanto amor como si fueran sus

25
propios hijos, y como llegamos a una generación de
yndios que se llamaban tinbues, señores de mucho
pescado, de nuevo le servíamos en buscarles diversos
modos de guisarlo porque no les diese en rostro».

«TODOS los servicios del navío los tomavan hellas tan a


pecho que se tenía por afrentada la que menos hazía que
otra, sirviendo de marear la vela, y governar el navío y
sondar de proa y tomar el remo al soldado que no podía
bogar… verdad es que a estas cosas hellas no eran
apremiadas, ni las hazían de obligación, ni las obligaba si,
solamente, la caridad».

VAN los ds bergantines navegando despacio por el


Paraná, aguas arriba, hacia el Norte. Sopla un viento
desigual; pero entre socollada y socollada algo tiran las
velas. Como capas de pordiosero las velas con tanto
remiendo. Cielo azul. Ni una nube. Sol frío, plateado, de
fines de julio. Los conquistadores semejan cadáveres, así
extendidos de espaldas sobre la cubierta, con los ojos
cerrados o muy abiertos y fijos. En sus rostros febriles la
tez amarilla desaparece casi bajo la pelambrera de
cabellos y barbas. Sus piernas señálanse como cañas
bajo la calza andrajosa. Ahora hasta las mujeres
descansan. Una que otra le acaricia la mano a algún
mribundo o lo besa en la frente.

26
PASAN, a ambos lados, las costas salvajes, con sus
bosques terribles. Aquélla muy distante, ésta muy
próxima. Ha crujido una rama seca. Alguna pesada
alimaña. De pronto, en el gran silencio, óyese el grito
largo y como sonriente de un pájaro que parece
encantado. El viento empieza a cambiar. Las velas dan
ahora parchazos contra el mástil. Otra vez el grito del
ave. ¿Se burla o quiere decir que ya está cerca la ciudad
de los templos de oro y calles de plata? Isabel despierta a
una compañera. «¡Hala!» Se la lleva consigo a los remos.
Las dos cantan a compás:

Buena es la que va,


Mejor la que viene,
Bendita la hora en que Dios nació,
La ampolleta muele.
¡Ah, de proa, alerta!

El regreso

MENDOZA murió en la carabela Magdalena, de regreso a


España, el 23 de junio del año siguiente. En sus últimos
días no pensaba en Buenos Aires, pensaba en Osorio,
pensaba en las heridas de Osorio, en el pescuezo
ensangrentado, en los ojales de daga del coleto.
Aquel hombre fue siempre un arder continuo de
pasiones desaforadas. «Arrojaron su cuerpo a la mar»,
dicen las crónicas. Se cree escuchar el rumor de un
ascua en el agua. El alma debió desprenderse como una

27
bola de humo. ¡A la mar! como el de tantos otros
compañeros suyos que se habían embarcado punt menos
que agonizantes.

«Delenda»

MUY poco después, en una migaja de tiempo, «Santa


María del Buen Aire», o más bien dicho «Buenos Aires»,
como ya escribían algunos, era un lugarejo próspero, que
los indígenas empezaban a favorecer con su indiferencia.
Mandaba Ruíz Galán, dejado allí por Mendoza.
Sin embargo, a fines de 1541, Irala, Domingo Martínez
de Irala, a pesar de las palabras del mismo Ruíz Galán:
«Mira qué hombrecillo, se quiere poner conmigo,
sabiendo cómo vino a esta tierra», y acaso por esas
palabras, despobló la naciente ciudad, mandando quemar
todas las casas y hasta la nave encallada en la orilla.
El piloto Benito Luis, testigo del agresivo episodio, dice
textualmente: «que al tiempo quel dicho puerto de
Buenos Aires se alzó y despobló estaba muy refrmado en
su cerca de árboles plantados e casas fuertes, fechas de
madera e una nao encallada en tierra, con muchas rozas,
bastimentos, ganados, ortalizas, gallinas e todas las
cosas necesarias, que era como estar en un lugar
abundoso de los despaña».

28
Juan de Garay

HAN pasad casi cuarenta años. Llega Juan de Garay.


Viene de la Asunción, pero de paso se ha detenido unos
días en Santa Fe. Tiene allá la familia y muchos amigos.
Tráese por tierra vacas y caballos. Otros tiempos. Ya está
señoreada toda la costa. Las yeguas de Mendoza han
dejado gran descendencia. Manadas salvajes corren los
campos. Acmpañan a Garay muchos jóvenes criollos. Los
españoles de la comitiva son gentes modestas y
laboriosas.

TODO se efectúa tranquilamente. Se acabó la epopeya.


Empiezan ahora el orden y el provecho. Uno es el que
mata la fiera, otro el que adereza la piel y aforra el
capisayo. No hay por qué omitir la ceremonia de una
nueva fundación. Garay corta yerbas y tira cuchilladas,
como lo prescribe la antigua costumbre. El escribano
ahueca la voz. El buen vizcaíno sonríe para sus adentros.

ACÁ la Plaza, allá el Fuerte, acullá la iglesia Mayor. No


olvidarse de los piratas. Todo a buena distancia del
Riachuelo, a fin de que nunca puedan llegar los tiros de la

29
artillería.
Con equidad, previsión y mucho seso partió y repartió
Garay solares y huertas, echando luego a la suerte las
chacras. Todavía en la casona vascngada el amo sentado
a la cabecera de la mesa trincha el ave y va poniendo en
cada plato la presa. Arte cisoria. Se escribieron tratados
sobre ello. (Aquí en Buenos Aires, en tiempos de mi
niñez, saber trinchar daba renombre). Tan contentos
quedaron todos con la distribución de Garay que este
pudo volverse a los pocos días a Santa Fe, a su dilecta
Santa Fe. Ya Buenos Aires quedaba fundada
definitivamente. Cabildo, rollo, cruz; y su plano, «en
pergamino de cuero».

LAS dos fundaciones, tan diferentes una de otra, habían


de dejarle para siempre a la ciudad doble sello. Su
historia sería en adelante conflicto o concierto de esas
dos cualidades. Desenfado andaluz, cordura vizcaína.

COMO el suelo era llano, sin el menor accidente, no


había por qué meterse en gambetas. Se trazaron de norte
a sur, «leste ueste», calles perpendiculares. Damero
honrado, franco. Empeño absurdo buscarle a esto
razones históricas. No se le concibe a Garay pergeñando
un plano de calles tortuosas y complicando adrede la
repartición.
En cambio, las viviendas que empezaron a fabricarse
añs después ajustáronse todas a un tipo tradicional.
Nacieron castizas, nacieron andaluzas y, más
propiamente, sevillanas. Es decir, estructura itálica, facha

30
sarracena. A las casas de la antigua Hispalis, Ichbililiah,
Sevilla, luego «Julia Romulea», el árabe y el moro solo
agregaron el revestimiento. Quedaba siempre el
vestybulum, el atrium, el peristylium, es decir, el zaguán,
el patio, el patinillo y las habitaciones laterales (cubícula).
Todo pasó al Nuevo Mundo con los aventureros
andaluces.

ESTA filiación se subraya con histórica gracia así que


llega a Buenos Aires la gran inmigración de Italia
meridional; y los zaguanes de nuestras casas, confiados
al pincel napolitano o romanesco, se engalanan de
bailarinas aéreas sobre fondo negro o encarnado, faunos
que terminan en volutas de col, amorcillos, estandartes,
lorigas, terrazas imaginarias: el Palatino, Pompeya. Pero
eso no impide que la casa siga soñando con otro numen
más especioso, con el que pone dentro la flor, el ave, el
agua. Lujs de Alá. Medina. Damasco.

Recuerdo

AUNQUE muy pobre cosa, muy modesta, nuestra ciudad


había nacido con un hechizo misterioso. Viajeros ilustres
y refinados que visitaron en América ciudades
admirables, ciudades tan pintrescas y suntuosas como
Los Reyes y Méjico, al hablar de Buenos Aires ponen
siempre en sus páginas un cariño especial. Cuando la fea
enamora el mal es más hondo.

31
YO alcancé a conocer el Buenos Aires aldea, el de
Rozas, ¡el de los virreyes!, toque más, toque menos. Las
calles, es cierto, estaban muy mal empedradas. Había
aceras de uno o dos metros de alto, con escalones
desgastados en las esquinas, terriblemente bruñidos. Los
niños los bajábamos con las asentaderas. Las señoras
sentíanse a veces sobrecogidas de pánico y no se
decidían a desprenderse del viejo cañón español que
servía de poste. ¡Pero, en cambio, las casas!...

IR de zaguán en zaguán, en veráno, a la hora de la


siesta, ¡atisbando!
Alguna persiana deja escapar olor de sahumerio. En
los patios, penumbra de toldo. Junto al aljibe las hojas
anchas, traslúcidas, frías del banano, rociadas con el
agua del cubo de cobre. Vese pasar a la negrita enjoyada
y descalza. Una niña se hamaca en la mecedora, mirando
todo el tiempo hacia la calle. La pantalla despega
suspiros. ¡Qué calor! Pero, ¡qué dulce embriaguez la que
llega de las plantas mojadas!

NO puede uno olvidar aquellos gritos ambulantes, largos,


llorosos, que ofrecían seguramente alguna cosa, alguna
fruta, pero que nadie entendía y que parecían más bien
destinados a distribuir modorra de siesta por todos los
barrios, como un servicio público.

32
LAS gentes eran entonces más felices. (Tal vez algún día,
fuera del aseo —que ya conocieron romanos y árabes–,
casi todo lo que hoy se llama progreso será mirado como
proliferación morbosa, neoplasma. Se volverá a la
sencillez. La misma lentitud recobrará su valor. Habrá
trenes para ricos con obligación de andar muy despacio.
Aquellos que no puedan pagarse ese lujo vivirán
protestando. A los pobres se les hará viajar a velocidades
infames).

Hoy

SERÍA absurdo lamentarse ahora de que Buenos Aires no


haya cnservado el aspecto de otros tiempos. Sin
embargo, se puede concebir una ciudad que hubiera sido
como el desarrollo grandioso de la aldea de antaño. Se
produjo la invasión «de todos los hombres del mundo».
Imposible que el inmigrante al enriquecerse renunciara a
la arquitectura de su país.

EL mismo mal gusto, sostenido con unidad y firmeza de


estilo, puede llegar a ofrecer interés estético. La peor de
las fealdades: lo heterogéneo.

La Plaza

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CUANDO se mira una imagen de la antigua Plaza de
Mayo, y sobre todo si se toma para el caso una de las
preciosas acuarelas de Pellegrini, se da uno cuenta del
encanto que debió tener aquel conjunto de arquitecturas
toscas, pero tan expresivas.
Plaza amplia, ambiciosa. Suelo salvaje. Cal. Mucho de
zoco berberisco. No se siente, como en otras plazas de
América, la magia del metal fabuloso. Tierra de pastores,
no de mineros. Ni una portalada de aquellas que imitaban
la labor de la platería. Pero ¡cuánto bienestar para los
ojos en esas líneas ingenuas, en esas paredes sencillas
—blancor de almidón—, que decían tan bien con la
juventud y la casta de la ciudad!

NO existe el fuerte. Del Cabildo no queda sino un muñón


desfigurado y absurdo. Desapareció la Recoba. Ya que
nada de eso debía perdurar, bien pudo ponerse un poco
de previsión patriótica y proyectarse algún noble cnjunto
que lo reemplazara. No era una plaza cualquiera; era la
plaza principal, la plaza mayor, la plaza histórica de
Buenos Aires. Su ágora, su foro, su proscenio.

DIGAN las personas que han viajado si vieron en alguna


parte nada tan monstruoso como ese desbarajuste, nada
que pueda dar idea menos favorable de los habitantes de
los habitantes de una ciudad.
Per no hay que afligirse demasiado. El nuestro será en

34
el porvenir un pueblo de artistas, de grandes artistas.
Cuand se le antoje reparar el daño lo hará con grandeza
y con elegancia.

Esperanza

SOÑANDO... Volvemos a Buenos Aires después de


algunos años de ausencia. Un amigo, enterado de
nuestra antigua preocupación,quiere conducirnos a la
Plaza de Mayo. Presiente nuestra alegría. Nos anticipa:
«La más linda plaza del mundo». Bajamos del automóvil
en la esquina de Rivadavia y Alem. El Banco de la Nación
ha prolongado hasta aquí su edificio recuperando muy
sabiamente el triángulo que fue cercenado a causa de los
bastiones del Fuerte y que deformaba la plaza. En el
resto de este costado todo está como antes, a excepción
de la nueva Catedral, que ha sido construida en el sitio
de la antigua y sus anexos.

A la entrada de la Avenida de Mayo, en la línea de los


edificios, dos grandes columnas cuadradas de granito
rosado, lisas, pero sin pulimentar, sostienen en lo alto dos
grupos alados de bronce obscuro. En la una se lee «25
de Mayo», en la otra «9 de Julio». Sírveles de fondo

35
arquitectónico, a suficiente distancia, dos frontispicios
simétricos. Sendas portadas suntuosas. Único
ornamento. «Esas dos columnas, me dice mi amigo,
evitaron que se levantara en medio de la plaza el
monumento a la Independencia». Peligro inmenso en
esta dase de reformas ese estilo «Exposición», que ya
anunciaban algunos proyectos.

EN la calle Victoria, sobre las dos manzanas que por ese


lado miran al Norte, desde Bolívar hasta Balcarce, dos
edificios iguales, tranquilos, como que han sido hechos
para durar indefinidamente. Es la nueva Casa de
Gobierno. Toda la plaza tiene suelo de piedra. Los
vehículos la cruzan en todo sentido. En medio, dos largas
albercas. De ahí surgen juegos de agua, cipreses de
agua, altos, esbeltos, que de noche sin duda
resplandecen, aclaran las arquitecturas, levantan hacia el
cielo su rumor iluminado.

¡AH, por fin! Hacia el naciente, la vista del río, sin que
nada se interponga. —«Ya ve usted, me dice mi
acompañante, que de aquellos depósitos del puerto y de
la antigua Casa de Gobierno, ni señales».— Trabajo
habrá dado persuadir y destruir. —De ningún mdo, me
responde.— Menos de una hora. En la última revolución.

NO habría, en efecto, en ninguna parte, una plaza que


tuviera esa majestad, ese señorío. Como contemplación
que, que no fatigaría nunca, el horizonte inmenso, los

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barcos lejanos, los colores del agua.

EL RETORNO DE LAS CARABELAS


DISCURSO PRONUNCIADO EL 11 DE MAYO DE 1929,
EN LA INAUGURACIÓN DEL PABELLÓN ARGENTINO,
EXPOSICIÓN IBEROAMERICANA DE SEVILLA

CÚMPLEME, ante todo, expresar, en nombre del


Gobierno de mi país, muy vivo agradecimiento a Vuestras
Majestades por haber honrado personalmente este acto
inaugural. Doy gracias también al Excelentísimo señor
Presidente del Consejo, general Primo de rivera, el gran
español, ligado a nuestra tierra por memorias ilustres.

¿CÓMO no había de aceptar, desde el primer momento,


invitación tan grata la República Argentina? ¿Cómo no
había de figurar en esta grandiosa romería de las
naciones de América; y tan luego en Sevilla, tan luego —
si se me permite la expresión— en la más americana, en
la más indiana de vuestras ciudades, en aquella cuyo
nombre va siempre ligado para nosotros a los nombres
de Palos, de la Rábida, de Cádiz, de Sanlúcar, de Santa
María, nombres mágicos, nombres de madreperla, que
nos cantan al oído, desde la niñez, con su rumor de mar y
de historia, el gran milagro de España?

HUELGA declarar que no la mueven, mayormente, a


nuestra patria, en la presente ocasión, motivos utilitarios.
Veréis por ahí granos cereales, espigas espléndidas que

37
hubiesen llenado de entusiasmo, allá en el siglo XII, al
agrónomo sevillano Abú Zacaría, el Virgilio musulmán.
Toda esa concretada ansiedad dice, en efecto, a su
modo, la virtud de nuestro suelo, la feracidad de aquel
país nuestro, cuya misma forma hace pensar en un
cuerno de abundancia, o, más propiamente, en el fondo
repleto de esa cornucopia de la América del Sur que, al
ensancharse hacia lo alto, diríase que acaba en un
rebosamiento de frutas y flores simbólicas, sobre el cual
—mariposas verdes— volasen las Antillas. Sin embargo,
tanto aquellos dones de la tierra como todo lo que guarda
esta casa, obra hechicera, obra admirable de un gran
arquitecto argentino, don Martín Noel, pusímoslo aquí,
ante todo, a manera de homenaje, de cordial homenaje,
destinado a probarle a España, una vez más, la firmeza
de nuestro afecto y a celebrar con ella su actual
esplendor, el actual empuje de sus fuerzas intactas, y,
asimismo, eso que pudiera llamarse su nueva promesa
moral, en estos tiempos obscuros.
Pues ¿quién no echa de ver que, en lo que va de siglo,
en medio de la universal incertidumbre, España,
reanimada por el genio natural de su Rey, ha emprendido
una nueva vida de claridad y horizontes, sorprendiendo a
propios y extraños con el gran poder de sus reservas
materiales y espirituales? Diríase, además, que de todas
partes, y en especial de América, le llega ahora un aliento
de instintiva esperanza, como si el futuro equilibrio, la
futura armonía entre el alma y el mundo no pudiera
venirnos sino de la nación que hubiese puesto mayor
vehemencia en sus anhelos contrarios, mayor intrepidez
en sus conquistas humanas y divinas.
¿Y cuál otra nación conoció experiencias más

38
extremosas? En busca siempre de la gloria máxima,
tocando a cada paso, en uno y en otro sentido, los límites
opuestos de la pasión, el sí y el no igualmente rotundos,
igualmente recios ante las solicitaciones temporales,
hallaríase, tal vez por eso mismo, en la hora presente,
mejor aparejada que otra alguna para alcanzar la tan
buscada unidad, como si la hubiera venido preparando
adrede a través de su historia.

OCASIÓN no es ésta, por cierto, que permita analizar


temas tan amplios y ni siquiera enunciarlos como fuera
debido; pero ya que estamos en la ciudad donde las
viejas cosas suelen ser como libros que mueven solos
sus páginas, baste recordar que en esta tierra, y
particularmente en Córdoba y Sevilla, efectuaron su
mayor compenetración el alma de Europa y el alma del
Oriente.
Desde entonces, España ha sido una nación aparte: la
nación de las dos sabidurías.
Sobre la herencia clásica, el Oriente arrojó aquí su
infinito pensamiento sagrado, sus conceptos inflexibles,
su obsesión de vida interior, su ascetismo; espinosas
semillas que vinieron como prendidas a las crines de los
caballos de guerra y que no tardaron en germinar en la
mística aljamiada y luego, aquí y allí, en las más
profundas obras católicas.
De esta suerte, mientras otras naciones desarrollaban el
confinado prodigio de la cultura helénica, España
elaboraba el complemento de esa cultura, tanto en la
moral y en el arte como en la inspiración de sus grandes

39
empresas históricas. Al non plus ultra del mundo antiguo
sobrepone el plus ultra de su ansiedad sin límites. Por
eso tuvo que ser ella la que traspusiera las Columnas de
Hércules y descubriese el Nuevo Mundo. ¿Y qué
representan aquellos fanales encendidos que empezaron
a brillar entonces en el de los guerreros y monjes, de las
iglesias-castillos, de la joya caballeresca sobre el negro
ropaje? Contraste y enlace a la vez de dos exaltaciones,
cuyo símbolo mayor es esa ciudad de Ávila, donde fray
Juan de la Cruz exclamaba: «Aire de la almena, lámparas
de fuego.»

TAN osado ímpetu, tan alta cetrería explican de sobra el


subsiguiente cansancio. Que ese cansancio no fue
decadencia intrínseca pruébalo el actual florecimiento. Yo
creo que no hay en Europa hoy día pueblo más entero
que el español, pueblo más capaz de volver a realizar
voluntariamente grandes cosas.
Bajo su estoicismo taciturno, vuestro labriego conserva
la misma energía de antaño. Del artesano podría decirse
que es acaso el único que pone todavía en la obra alma
individual y el mismo orgullo y la misma inventiva, llegado
el caso, que en los mejores días del arte. La reja, la talla,
el cacharro salen siempre de sus manos con las señales
de su emoción. Publícanlo bien claro en estos palacios
los pormenores magníficos, pañuelo de maravillas con
que ahora se envuelve la preciosa ciudad.
El espíritu de esos innumerables artistas anónimos vive
también en el agua de las graciosas fuentes nuevas,
agua andaluza que canta a somrmujo su copla.

40
MUY arrimados a esa inspiración popular infalible han
aparecido en España, en los últimos tiempos, pintores
extraordinarios, los mejores pintores modernos. Hay
quien piensa que lo mismo podría decirse de los músicos.
Pero lo que no deja lugar a duda es que ninguna nación
cuenta con escritores tan originales e intensos como los
que cultivan actualmente vuestra vega literaria, todos muy
conocedores también del rústico idioma, de esa
incomparable gramática sazonada y ahumada de
terruños y aldeas. Hasta en la misma Filosofía hay, por
fin, quien nos va mostransdo lo que puede dar en esta
tierra el genio metafísico a favor de ese don tan español
de la imagen aguda y sabia.

SI agregamos que toda esa vivacidad espiritual coincide


con una gran pujanza económica, cuyas dos alas se
abren ahora vibrantes en Barcelona y Sevilla, y que la
llama heroica se halla hoy aquí más viva que nunca,
como nos lo hacían pensar hace poco en Buenos Aires,
Franco, Millán-Astray, Jiménez e Iglesias, resulta que
España rebosa de vida, de ánimo, de ingenio, de lirismo y
que no es aventurado augurarle nuevo señorío en el
mundo. Pero esta vez será señorío mayor, será señorío
de fuerzas inmateriales, restablecimiento enérgico del
sentido interior de la vida, tirón de su concepto hondo,
mucho más expuesto al dolor tal vez; pero tanto más
salubre y vital que ese otro concepto al uso demasiado
lejos de las fuentes primordiales, y acaso más funesto
que la barbarie para el alma del hombre.

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Y qué de posibilidades para la España nueva si se piensa
en su comunidad de estirpe y de lengua con las jóvenes
naciones que ella nutrió con su sangre más ardorosa,
como el ave eucarística, ¡abriéndose tantas veces el
pecho! Ahora, por fin, todas ellas no sólo reconocen lo
que le deben, sino que le piden otra vez su espíritu
animador y originario, único remedio contra bastardías de
todo orden y, en especial, contra cierto exotismo sin alma
que nos trae la muerte de aquella admirable excelencia
moral heredada de España, de aquella admirable fineza
de raza que produjo en nuestras pampas el milagro del
gaucho, el más señoril campesino que haya existido
nunca. (Prueba también, sea dicho de paso, de su
ascendencia andaluza, pues ¿quién ignora que en esta
tierra todo el mundo es señoril, en el buen sentido estétic
y espiritual del vocablo? Lo es el zagal, lo es el obrero, lo
es el mendigo).

FUE solo ante el rigor de graves aprensiones que hace


algunos años pedimos al objeto de arte, al mueble, al
libro y a la misma vivienda española su virtud defensiva.
Algunos, al principio, no cataron el intento. Sin embargo,
todos sabemos que las cosas bellas y cordiales
comprometen el pensar y el sentir, y que, asimismo, la
vivienda castiza posee influencia mágica, acmoda nuestro
genio a sus númenes, concentra y protege la esencia
moral.
El resultado sobrepujó toda ilusión. Hoy día en la
Argentina, parejas con el orgulloso amor de España,
corren el gusto de su tradición artísitica y hasta el
empeño sorprendente de hablar y escribir en un

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castellano cada vez más exacto, más colorista y más
puro.
En fin, hoy día en la Argentina vamos comprendiendo
lo que vale poder decir, con todo derecho, «nuestro
Cervantes».

YO creo que, merced a ese gran estilo de raza que ahora


empezamos a justipreciar y a sentir, surgirá pronto en mi
patria un poderoso espiritualismo creador. Oportuna
presencia frente al furor mecánico de otras partes. Apolo
frente a Vulcano, como en el cuadro velazqueño.

TAMBIÉN las demás repúblicas de habla cmún siéntense


cada día más apegadas a la madre patria. Una clara
intuición persuádeles ahora que nada logrará
mantenerlas tan unidas y fuertes como el lazo de ese cult
unánime, augurio de un grandioso destino y a la vez
muralla fraterna.

EL actual presidente de la República Argentina,


Excelentísimo Señor don Hipólito Yrigoyen, cuyo amor a
España es ya proverbial en América, cncretó hace más
de diez años todos estos sentimientos, anhelos y
convicciones en un solo rasgo de alto ejemplo. Por
decreto escrito de su puño y letra, declaró «Día de la
Raza», según su propia expresión, el 12 de octubre. Ni la
piedra ni el bronce podrían hallar forma más expresiva
que la de ese monumento ideal.

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ESTA vez la Argentina, como todas las repúblicas de
América, vuelca, riberas del Guadalquivir, su cesta
alegórica. Pero no se trata ya solamente de ofrendas
naturales como las que figuran en las viejas estampas.
Son ahora símbolos de una prosperidad ambiciosa, hija
de nuestro propio esfuerzo. Sin embargo, muchos de los
que acabamos de cruzar el Océano, rumbo a España,
aunque hayamos navegado en grandes barcos veloces,
bajo diferentes banderas, hemos dejado viajar por
momentos la imaginación en una flota espectral, en una
flota incorpórea y antigua, flota de tres bajeles, cuyo
nombre no es menester decir; y quisiéramos ahora que
todo español, soñando como nosotros, viese en ese
retorno ilusorio de las carabelas el signo místico de
nuestra gratitud conmovida y de una inmensa y común
esperanza.

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