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La Revolución Francesa y el pan

“Sopa popular en la Revolución” imagen célebre, que describe la miseria del invierno 1794-
1795. Foto: Archivo
La Revolución Francesa comienza en 1789, pero su fecha de finalización es incierta.
No se termina canónicamente como la estadounidense con su Constitución de 1787.
Tampoco pretende perpetuarse indefinidamente como la soviética. Más bien ofrece
un ejemplo intermedio: desde la caída de la monarquía absoluta (1789) hasta el
advenimiento del General Bonaparte (1799). Incluso, el historiador Francois Furet
sostiene la idea de que fue la victoria de los republicanos sobre los monárquicos,
en 1876-1877, la que consagró el conjunto de los principios de 1789: no sólo la
igualdad civil sino también la libertad política después de un siglo de democracia.
El pan, alimento sacramental igual que el vino en la religión cristiana, suplicado en
la oración universal de los católicos: “Danos el pan nuestro de cada día”, es
primordial en la comida de los franceses desde la Edad Media. A fines del Antiguo
Régimen, el pan provee más de dos tercios del aporte calórico diario en la
alimentación popular y, al menos, la mitad en las otras clases sociales. Hay panes
de todas las formas y colores, en función de la región, del estrato social y de la
coyuntura económica.
A menudo, el pan se consume mojado en la sopa de repollo y panceta. A veces,
también, la sopa se enriquece con zanahorias, ajos, cebollas, habas, porotos o
garbanzos. Y los trozos de pan que no se mojan, se comen con queso o frutas
frescas o secas. La “comida rústica” recomendada por el filósofo Rousseau: lácteos,
huevos, verduras, queso, pan negro y “vino pasable”, así como la sopa constituyen
la alimentación de amplios sectores sociales donde la carne está ausente. Signo de
riqueza, los poderosos comen carne ovina, bovina y de caza mientras la mayoría,
conformada por las masas rurales, consume únicamente la porcina. En el campo,
la sopa se toma hasta en el desayuno a pesar de la competencia evidente del café
con leche de París. De noche, en cambio, la sopa en todas sus variantes es el plato
que, con diversos grados de sofisticación, atraviesa toda la sociedad. En 1789, las
condiciones de vida de las clases populares se agravan por el aumento simultáneo
de la población y de los precios, que desequilibran los salarios con respecto al costo
de vida. En el año de la toma de la Bastilla, la parte consagrada al pan en el
presupuesto popular alcanza 88 % dejando sólo 12 % para los demás gastos. La
inflación castiga a los ricos y acaba con los pobres.
Las masas populares urbanas y campesinas no tienen objetivos políticos precisos
sino que intervienen en las jornadas revolucionarias para resolver la carestía de
alimentos y el hambre. El pan es la reivindicación prioritaria, que explica la irrupción
del pueblo en el escenario político del 14 de julio de 1789. El problema del pan
contribuyó a la movilización de las clases populares y a la radicalización de la
Revolución hasta 1793. Varios factores influyeron en el destino de la Revolución, y
el pan estuvo entre los dos o tres más inmediatos y determinantes; sin embargo,
era el asunto menos político y el que menos dependía de la voluntad política.
Heredada del evergetismo de la Antigüedad, la cuestión del pan preocupaba a las
autoridades políticas, que controlaban el abastecimiento regular de cereales en las
ciudades para impedir rebeliones del pueblo provocadas por el hambre. Pero las
crisis, seguidas de desórdenes públicos, eran propias de una economía basada en
la agricultura, y los controles estatales no podían evitar los fenómenos
meteorológicos causantes de las malas cosechas. En el siglo de las Luces, la
intervención del Estado en el mercado de los granos (precios controlados, fijación
de precios máximos, distribución gratuita de alimentos, lucha contra los
especuladores) es objeto de debates en los que progresa la idea de la libertad de
comercio. No obstante, los mismos defensores del liberalismo económico propician
la creación de graneros públicos con el propósito de regular el mercado. En efecto,
el abastecimiento alimentario es un caso particular por su dimensión política. Tanto
los fisiócratas franceses como el inglés Adam Smith propugnan: ni controlar todo ni
dar libre curso a la oferta sino permitir el mercado libre de cereales, pero
garantizando el orden público.
Nada ilustra mejor el hambre que la voracidad expresada por los rostros de los
protagonistas de la “Sopa popular en la Revolución”, imagen célebre, que describe
la miseria del invierno 1794-1795, particularmente riguroso para los pobres, en un
momento en el cual la escasez de alimentos y la inflación conjugan sus efectos. Por
tradición, se atribuye su autoría a Pierre-Etienne Le Sueur, hijo de un imaginero del
rey, pintor de un conjunto de aguadas- exhibidas en el museo Carnavalet de París
-que integran una suerte de diario ilustrado de la Revolución y la epopeya
napoleónica. Las figuras, pintadas en colores vivos, recortadas y pegadas sobre un
fondo celeste, expresan los sentimientos de un artista independiente: una mezcla
de patriotismo, de espíritu cívico, ternura y humor. Entusiasmado por el ideal
revolucionario, Le Sueur no tarda en decepcionarse y denunciar los hechos
sangrientos del Terror. En su serie, el artista registra además de las “sopas
populares”, los “banquetes fraternales”: festejos de la unión de todos los ciudadanos
en un clima de igualdad y fraternidad, donde reunidos en la calle, hombres, mujeres
y niños comparten comidas, brindan por el nuevo régimen y cantan canciones
patrióticas y revolucionarias. Poco a poco, la naturaleza de los banquetes se
modifica: celebraciones de la unión de ciudadanos, reuniones que generan
militantes para la causa revolucionaria, manifestaciones de propaganda, encuentros
que exponen a denuncias, cárcel, guillotina. En realidad, la visión ideal de
fraternidad y de igualdad no es fácil de lograr, todos se quejan de los excesos:
borracheras, ajustes de cuenta, reyertas, y en la época del Terror, denuncias
peligrosas. El gastrónomo Grimod de la Reyniere escribe “comidas fraternales en
medio de los arroyos de cada calle (desagües a cielo abierto), y en las cuales
reinaba la fraternidad de Caín y Abel”.

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