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SOÑÉ QUE HUIA DE MÍ

Luis Quiroga

Quito – 2019
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UNO

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Sale de la pequeña cabaña. La playa Los Frailes está apenas a unos cien
metros. Siente la arena en los ojos, en el cuerpo, en la mente. Aunque se
bañe una y otra vez, no puede quitarse de encima. Mira hacia el farallón,
esperando ver los frailecillos lanzarse al mar. Apenas si hay oleaje y el mar
está tibio. Por alguna razón desconocida, los días aquí son más cortos. Sopla
un viento frío y corre a refugiarse en el único salón que está abierto.
De espaldas a la playa, mira cómo los cuerpos de los pocos visitantes
proyectan sus sombras en la pared blanca. El bamboleo de las farolas, hace
que las sombras se muevan, pareciera que tienen vida propia. Se suman otras
sombras, que no pertenecen a ninguno de los que están allí. Seguramente se
han quedado vibrando, a pesar de que los pasajeros hace tiempo que se han
marchado.
Las sombras crecen, se animan en una danza desesperada, aúllan historias
que nadie comprende. El aquelarre invade el salón y cuando quieren huir, se
dan cuenta de que no pueden hacerlo. Una fuerza poderosa les impide
levantarse, huir. Tampoco pueden mirar hacia atrás. Y comienzan a mirar las
proyecciones de su existencia miserable, en secuencias entrecortadas.
La voz atragantada, los músculos tensos, la arenisca de la playa revoloteando
con el viento y penetrando por la boca, descendiendo por el esófago,
estallando por dentro. Los cuerpos atenazados por el miedo, hunden las uñas
en aquel que está más cerca. Pequeñas gotas de sangre fundidas con la
arena, chocando contra las sombras enloquecidas.
El encanto se rompe, tan repentinamente como empezó. Las sombras se
aquietan. El ir y venir de las olas apacigua los espíritus. Él se levanta y se
dirige hacia la salida, únicamente para darse cuenta de que él también es una
sombra de otro cuerpo que está un poco más allá. Y que esa figura es, a su
vez, una sombra de otra que cabalga sobre el mar.
Sombras proyectadas sobre sombras, duplicadas, reflejadas infinitamente
como en espejos colocados uno frente al otro. Y el mar, también es el reflejo
de otro mar. Nada está presente, nada es real. Si camináramos y
alcanzáramos la otra orilla en otro continente, comprendiéramos que el
mundo no es otra cosa que formas fantasmales, persiguiéndose sin cesar
desde el inicio de los tiempos.
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Regresa a la cabaña, mientras su cabeza da vueltas. A duras penas logra
mantenerse de pie. Sube los 32 escalones, abre la puerta, se lanza sobre el
camastro y se queda dormido profundamente. A la mañana siguiente, una
caterva de turistas ha inundado la playa y apenas si hay sitio en el salón. Se
dirige hasta la carretera. Es hora de marcharse y dejar que los pájaros se
suiciden estrellándose contra los riscos.
El bus destartalado traquetea en cada curva. Ahora que ha abandonado la
playa Los Frailes, ella llegará a la misma cabaña, al mismo salón. Pero, él
tiene que marcharse, porque es imposible que ambos se encuentren. Hay
entre ellos una metafísica de la distancia, que les separa en su ser, que ha
diseñado un destino que es la ausencia del uno y la presencia del otro.

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Ella desciende del taxi. Es un lugar desolado, una playa pedregosa. Apenas si
se divisa al fondo, bien pegado contra el horizonte, un pescador que se afana
en recoger larvas de camarón. Ella prefiere quedarse allí. Además, tiene la
convicción profunda, la certeza absoluta, de que él no está allí. Seguramente
se encuentra en un pueblo cercano, talvez a muchos kilómetros de distancia.
Importa, nada más, que este pedazo de mar y arena sean para ella.
Ha comprado en el último caserío un ejemplar de Vigilar y castigar. Para ella,
es una de las mejores novelas que se han escrito. ¡Qué importa que haya sido
leído como un libro teórico! Ahora podrá dedicarse a leerlo, abriéndole en
cualquier página al azar. Como el autor no existe, no tiene de qué
preocuparse. Quizás ella se siente identificada con el rostro de arena que el
mar insiste en borrar, porque ella aparece y reaparece, aunque la marea
desdibuje su cara. Ella está hecha para sostenerse contra el mar, para
mantenerse contra el olvido. Pero, ese era otro libro que ahora no le
interesa.
Ella no conoce al hombre con el cual jamás podrá encontrarse. No sabe su
nombre, ni su estatura, ni sus preocupaciones. Será viejo o joven, pescador o
burócrata, buena gente o miserable. Tampoco tiene interés en enterarse. Le
basta con el desencuentro, con la seguridad de que entre los dos actúa una
fuerza repelente de tal magnitud que los aleja definitivamente.
Ella siente que el anuncio de su presencia hace que el salga disparado en
dirección contraria. Y cuando llega a la misma habitación y pide la misma
comida y habla con la misma gente, la huella de él se ha esfumado
completamente. Él no deja rastros, ella no deja pistas. No se buscan, no se
persiguen, no preguntan a otros si la han visto, no ojean el libro de registros
para adivinar cómo se llama.
Les une exclusivamente el hecho inmotivado, único e irrepetible, de dos
personas que están separadas y que saben que están separadas. Si llegaran a
cruzarse por un error del destino, habría una tormenta, la tierra se partiría en
dos y los pueblos serían arrasados y borrados de la existencia para siempre.
Si llegaran a verse, sin el permiso de los dioses, a lo mejor nada sucedería.
Simplemente se ignorarían y apurarían el paso para distanciarse lo antes
posible. El corriendo hacia el norte, ella apresurando el paso hacia el sur.
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¿Quién sabe si se reconocerían? Una energía incontrolable les arrojaría lejos
el uno del otro, como polos magnéticos del mismo signo.
Ella deja los pensamientos perversos. Se sienta al borde el mar y abre su
libro. ¿Vigilar o castigar? Ella se inclina más por vigilar: “En la tortura van
también mezclados un acto de información y elemento de castigo”. (17)
Cierra el libro y se dirige hacia el pescador. Es un hombre anciano que apenas
si puede con la red que le arrastra. Mira en sus ojos el sufrimiento congelado
y la indiferencia frente a su presencia. Él pasa sin verla. Ella le da la espalda y
avanza por el borde que junta agua y arena.
Comienza a escribir en la arena la frase que ha leído y el mar se apresura en
borrarla. Un sentimiento de vergüenza atraviesa el oleaje y no puede
permitir que esas palabras queden escritas, manchando la tarde nítida,
quebrando la hora precisa, trizando el cansino pasar del tiempo en esa playa
desolada.
A esa hora, cerca de las seis de la mañana, Puerto López bulle en su
momento de máximo esplendor. La gente grita, se choca, anuncia los precios
del pescado, de los mariscos. Las balanzas saltan de una mano a otra. Las
barcas de los pescadores descansan orilladas contra el muelle. La playa de los
peces muertos atrae una bandada de pelícanos.
El autobús le deja allí mismo en medio de la algarabía. Pero, él con sus gafas
redondas, su traje caqui, la camisa a rayas, no parece un comprador de
pescado. Más bien, el contador dispuesto a poner sus cálculos en el
cuaderno. Lleva en la mano un libro ilegible, escrito por alguien que se
empeñó en que no le entendieran. Y él, necio, lee y relee línea por línea,
párrafo por párrafo, avanza y retrocede, con el perfecto convencimiento de
que al final el secreto no le será revelado.
El hostal pintado de verde podrido a la izquierda de la iglesia le parece
suficiente refugio. Allí nadie pregunta, no hay registro, el dueño le tira una
llave, masculla el precio por cuántos días y vuelve a quedarse dormido. El
camastro de madera cruje. Es mejor no abrir las ventanas para impedir que el
calor que ya se deja sentir, penetre de golpe. Recostado, examinando las
manchas de humedad en el cielo raso, imaginando figuras de reptiles,
mariposas atrapadas fundiéndose contra la madera.
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Él tiene la imagen de ella en su mente. Es tan precisa que podría dibujarla,
con sus tacones altos, su falda hippie, el pañuelo agujereado, el sombrero de
paja toquilla que alguna vez fue blanco, la blusa beige que termina en unos
picos mal cortados, Y, sobre todo, su sonrisa, entre maligna y perdonavidas.
Si quisiera, remedaría su forma de hablar, la manera cómo mueve las manos
con una energía inagotable y su capacidad de hablar tan vasta que duraría un
viaje de ida y vuelta a la luna.
Ella está allí dentro de él. Siente cuando se aproxima y tiene que salir
huyendo de dónde esté. El ambiente se pone pesado y parece que caerá una
tormenta. Las cosas pesan tanto que no pueden moverse. El aire es tan
denso que apenas si alcanza a penetrar en los pulmones. Ella está allí, en
alguna parte, imprecisa para él, muy concreta para ella.
Pero, él se pregunta, ¿ella existirá realmente? ¿No será solamente su
imaginación que le está jugando una mala pasada? ¿No se tratará de un
deseo tan imperioso de que haya alguien que está conectado a él tan
fuertemente que nunca desaparecerá? ¿Será su máquina de fantasías que
lleva dentro? ¿Primer síntoma de locura, una alucinación postergada,
diferida? Alguien que existe en el pueblo que acaba de dejar y a quien no
encontrará.
No está dispuesto a dejarse vencer con tanta facilidad. Sería sencillo admitir
que su extrema soledad, le hace tener ensoñaciones. Se conoce lo suficiente
y sabe que no ha sido dado a perder el sentido de la realidad, ni en
situaciones extremas. Sueña y sueña cada noche, con énfasis renovado. A la
mañana siguiente, el mundo brutal frente a él, despeja las dudas. Los gritos
altisonantes de los pescadores son suficiente prueba.
En su interior, insiste. ¿Existirá ella efectivamente? ¿Será tal cómo él la
imagina? Si extiende las manos, ¿podrá tocarla? Si el destino destrabara su
suerte, ¿se encontrarían en el salón de las sombras en la playa Los Frailes?
¿Contemplarían juntos como las aves suicidas se lanzar al aire y regresan
para chocar contra los riscos, despedazándose?
Y va mucho más lejos aún, tuerce los razonamientos, exprime los
argumentos, encadena silogismos y no hay figura retórica que deje sin
rastrear. Porque, y aquí él encuentra el nudo, la esencia, el corazón duro, que
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le permitirá estar seguro. Porque, ¿qué es mejor para el mundo, que exista
solo dentro de su mente o que sea una persona real? ¿Cómo es posible que
tenga los atributos que tiene, si no existiera? ¿Qué le uniría tan fuertemente
a él que le obliga a escapar cuando ella está a punto de desembocar en
cualquiera de los pueblos que atraviesa?
Sí, tiene que ser así. Si es mejor que exista en la realidad y que no sea
únicamente una alucinación, una idea de su mente desesperada, entonces
tiene que existir, debe existir, está obligada a existir. El mundo estaría
incompleto sin ella, habría un hueco en el universo, el agujero negro de su
ausencia tragándose todo a su paso.
Tendido sobre las sábanas mohosas, sonríe. Ella estará ahora en Los Frailes,
sentada en la misma mesa, contemplando las mismas sombras, sintiendo la
presencia de él que, a pesar de que se aleja, nunca se va del todo. Él la ha
convertido en un postulado irrefutable de sus deseos.

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Ella lee en la página 98, “Regla de la cantidad mínima”. Cierra el libro. Repite
en su interior la frase, espera que, a fuerza de hacerlo, su sentido oscuro y
definitivo, se torne patente. Por más que se esfuerza, el texto permanece
críptico. Levanta la mano y pide una cerveza negra. ¡Cualquiera! Habrá que
encontrar otro camino, optar por un desvío. Una mejor estrategia será ir por
partes.
La cantidad mínima de pasos que da al día, de bocados que traga en el
almuerzo, de sorbos de café que bebe, de ideas estúpidas que le atraviesan
por la cabeza, el número mínimo de ocasiones en las que se saca los zapatos
y se los vuelve a poner, el recuento ínfimo de palabras que salen de su boca
en cada viaje, el listado básico de monosílabos con los que maneja el mundo,
la concisión extrema de su mirada que lo dice todo.
Tampoco esta estrategia le ha sido útil. Está a punto de desesperarse. Un
trago de cerveza negra descendiendo por su esófago le calma. Intentará con
mínima. Lo mínimo que ella hubiera esperado es una explicación.
¡Cualquiera! No importaba si le decían la verdad o la engañaban
miserablemente. Hubiera bastado que le dijeran una razón, un motivo, un
equívoco, un malentendido.
Mínimo … lo hicieron propósito, para verla cómo ella se revolcaba de furia,
echaba espuma por la boca, mascullaba palabrotas y se largaba dando un
portazo. Mínimo fue simplemente por delicadeza, porque no quisieron herir
sus sentimientos, porque ella no estaba preparada para saber. Mínimo fue
porque no le incumbía, era la historia de otros y ella allí nada tenía que hacer.
Mínimo fue porque sí, por la pura y maldita ganas de joder. Se quedaron
mirándola sin hablar, con una sonrisa burlona en los labios, esperando que
ella estallara.
Ella se siente, en ese instante preciso, cuatro y treinta cinco de la tarde, con
quince segundos, del 9 de agosto, reducida a la mínima expresión, apretada
entre dos paredes que se estrechan cada vez más, avanzando en un callejón
sin salida que termina en un vértice en donde ella no cabe, atrapada su
cabeza entre dos tablas que le aprietan hasta que su cráneo se triza.
Otro trago de su lager negra le regresa a la realidad, que no es otra que La
regla de la cantidad mínima. Ha decidido que carece de significado, que es
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una frase que solo tiene sentido ligada a tantas otras, en condiciones que
ella, por ahora, desconoce. Hay que echarla al olvido, al cajón de los
pensamientos inútiles.
Hablando de pensamientos inútiles, se le vine a la cabeza el hombre que
antes ha estado sentado allí en donde está ella y que, seguramente, bebió
una cerveza negra, que no logró aplacar ni su sed ni su ansiedad, en ese
hombre que no deja huella, cuyo rastro no se puede seguir y que nadie
puede prever hacia dónde irá, cuál será su siguiente movimiento.
Su instinto le dice que debe viajar hacia el norte, él estará en el siguiente
pueblo esperando que ella se mueva para marcharse, oteando porque no
quiere ser atrapado. Ella se levanta, deja unas monedas sobre la mesa, sale y
alcanza la carretera. Le tocará esperar un rato largo hasta que llegue el
autobús. Mientras tanto, saca su libro del bolso, tiende sobre el borde del
camino su pañuelo, se recuesta y apoya la cabeza sobre el libro.

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Necesita alejarse del gentío que ahora se agolpa en la plaza central y en el
mercado. Pregunta dónde puede ir y le señalan Agua Blanca en el mapa. No
pregunta de qué se trata ni qué va a encontrar allá. Se marcha lo antes
posible en el primer transporte que encuentra. Para su suerte, tan temprano
en la mañana el pueblecito está vacío.
Unas pocas personas aprovechan para sumergirse en la laguna de azufre y
embarrarse en el lodo. Parecen restos arqueológicos congelados en el
tiempo, que aún dejan ver la blanquizca esclerótica rodeada de barro negro.
Él escapa de allí y se refugia en una cabaña. Se ha llevado del único
restaurante, fruta y café, que espera será suficiente para el día entero.
De pie, mirando la selva y sus incontables verdes, oyendo ruidos que le es
difícil reconocer, siguiendo el parloteo de los loros con sus conversaciones
banales, compitiendo en quién sabe más acerca de T.S. Eliot, queriendo
explicar con argumentos insostenibles su conversión al catolicismo. Un
racimo de hormigas cuelga de una rama y las abejas zumban en torno a él
que, felizmente, es bastante amargo como para ser apetecible para ellas.
Coloca su mano izquierda detrás de la espalda, mientras con la derecha se
apoya en el dintel y se inclina para seguir el rastro de las hormigas. Regresa a
la habitación y sale al balcón, siempre con su mano detrás. Al principio es una
leve inquietud, luego se transforma en duda, que termina en angustia.
Su mano que está detrás de la espalda, ¿efectivamente está allí o ha
desparecido? ¿Si le da las espaldas a la selva, se esfuma? ¿Existe el mundo
solo si él lo mira? A él le parece que las cosas han sido invadidas por un afán
desmesurado, por una voluntad inquebrantable, de borrarse y que luego,
trabajosamente, regresan cuando unos ojos se clavan en ellas.
Cierto que su mano izquierda cuando se coloca ante sus ojos está allí,
dispuesta a cruzarle el rostro a bofetadas. Hay que esconderla y hacerla que,
como si fuera un acto de magia, se vaya no se sabe a dónde. Y sus pies,
dentro de los zapatos, ¿estarán allí? Si él no los mueve ni intenta sentirlos,
¿se habrán ido siguiendo otros rumbos, queriendo alcanzar destinos para él
imposibles?

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El temor y el temblor invaden su cuerpo entero. Está a punto de pensar
aquello que no quiere pensar. Se encuentra al borde de atrapar esa idea que
le resultará insoportable. Desvía la mirada, abre puertas y ventanas de par en
par, baja, corre por la grama, se esconde tras los árboles. Haga lo que haga,
es inevitable.
Y si así, si no tiene otra alternativa, si allí está su destino, entonces habrá que
aceptarlo. Se sosiega, sentado en el estanque en el centro del patio,
empapado en sudor, miedo y calor, deja que las imágenes que quería evitar,
le den alcance y se posesionen de su espíritu.
Él nunca la ha visto. Supone que ella existe, más aún, hasta ahora ha tenido la
certeza de que ella estaba en otro pueblo, apenas unos minutos separada de
él. Ahora mismos estará en Los Frailes o quizás dirigiéndose a Puerto López.
Percibe con toda la fuerza posible la figura delgada que avanza por la
carretera en medio de reverberar del calor sobre el asfalto. Pero… No, no
quiere ese pero.
Se aferra a su única posibilidad de escapar a la locura. Simplemente no tiene
razones para dudar de que ella está allí, en al autobús maltrecho que
traquetea en las curvas, acercándose a Puerto López, oliendo el pescado que
se tuesta al sol, escuchando el chirrido de las motos, el aullido de los monos,
los gritos de los vendedores, el tañer de las campanas que, no puede ser de
otro modo, doblan por ella.
Su mano izquierda detrás de la espalda se mueve asintiendo, reafirmando
que está presente, que es una cosa viva y que, aunque él no la vea, todavía
servirá para rascarse las angustias tenebrosas que le asaltan en la noche,
cuando la selva invade su cuarto y las alimañas sisean debajo de su cama.

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Ella, en Puerto López, pregunta por él. Nadie lo ha visto, no saben de quién se
trata. Pasan tantos turistas que uno nunca sabe. En el hotel están todos
menos él. Ella huele su aroma y siente el sudor del cuerpo de él, en sus
manos. Hasta sostiene con fuerza su mano izquierda que quiere escaparse y
marcharse sin ella. Talvez si cierra los ojos y extiende los brazos pueda
tocarle.
Él no está disponible. A ella se le ha comunicado que sus esfuerzos serán en
vano. Tampoco es razón suficiente para dejar de hacerlos. Además, si le
encontrara ¿qué podría decirle? Oiga, he soñado que usted huía de mí. Y él la
miraría y pensaría que está algo chiflada, hablarle así a un completo extraño.
Puerto López apesta a soledad. Habrá que marcharse lo antes posible. Choca
contra la gente tratando de avanzar. Entra en la iglesia, los dioses son para
ella unos desconocidos. Allí dentro refresca un poco, hasta que el pueblo
entero abarrota las naves. La playa estará menos llena. Tres buses de turistas
se detienen al mismo tiempo. Una parvada de seres transparentes desciende
y toca la arena caliente.
Encuentra un salón miserable que está completamente vacío. La dueña
acostumbrada a los extraños, le sonríe y le sirve un café negro, profundo. Le
da la espalda y sigue con sus asuntos. Ella tiene la oportunidad de sacar del
bolso el Libro, su Biblia, su Bhagavad Gita, su Libro de los Muertos, su Chilam
Balam.
Es hora de averiguar qué le depara la suerte, en qué dirección empujan los
vientos del destino. Su libro también sirve para adivinar el futuro, solo hay
que conocer los códigos, manejar adecuadamente las cartas y los dados
escondidos entre líneas, sumergidos en la palabrería de su autor tan dado a
los recovecos, los giros, los laberintos, las insinuaciones, las indirectas.
Y en el centro de esta seriación del tiempo se encuentra un
procedimiento que es, para ella, lo que la disposición en “cuadro” para
la distribución de los individuos y el recorte celular; o, también, lo que
era la “maniobra” para la economía de las actividades y el control
orgánico. Se trata del “ejercicio”. (165)

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Le tocan tan a menudo estas cartas absurdas, enredadas, que no le dejan ver
con claridad. De pronto, se le ocurre que se parece a El Colgado. Querrá decir
que tiene que quedarse en Puerto López, meditar antes de dar el siguiente
paso, acumular energía y lanzar el golpe. Pero, le preocupa que hable de
maniobra y ejercicio, dispuesta en un cuadro.
Arcanos remotos que le dejan perpleja. El hechicero Foucault se equivoca con
ella. Anuncios que no llegan, amenazas que se disuelven, catástrofes
contenidas. Su mago regordete, calvo y gay, se encuentra muy ocupado
ovillando discursos, que se tejen y destejen, esperando como Penélope a que
su viejo amante, Edipo, por fin llegue a sus costas y le libere. Ella desconoce
que él se ha reventado los ojos y que se aferra a la esfinge, con la que se ha
casado, que trata de soltarse de ese abrazo maligno.
A ella le entran las sospechas de que se ha topado con el Foucault
equivocado, que se trata del hombre del péndulo, de ese bicho fálico
oscilando en el plano vertical, aproximando su rostro de gato de Cheshire al
de ella, para meterle miedo. Ella ignora que el péndulo se mantiene en su
posición sin desviarse y que es la tierra la que enloquece debajo.
La dueña del salón regresa con una botella de agua mineral. Sin perder la
sonrisa, le dice: dos dólares por todo. Ella tiene hambre. La comida está
demorada. Le preparará algo rápido, que sacie su necesidad de alimentos
terrestres, su deseo inusitado de llamarle a cualquiera que se le cruce:
Menalcas y pedirle perdón por haberlo hecho.
Una larga hilera de gansos, viejos y jóvenes, van en procesión graznando
oraciones a su santo preferido. Ella los espanta y los ojos de la gente le
reclaman con dureza. Avergonzada se forma detrás de ellos y se encomienda
a San Judas Tadeo, patrono de las causas imposibles.

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Ha tomado la peor decisión posible: regresar al mediodía de Agua Blanca a
Puerto López. El autobús traquetea, se hunde en los baches, se inclina
demasiado en las curvas. Y sobre todo el sol brutal quemando todo a su paso.
Los pájaros aletargados guardan silencio. Ni Hitchcock podría moverlos a esta
hora.
Ella, sintiendo su proximidad, se habrá marchado. El olor a pescado muerto
tirado en la playa inunda el pueblo. Una extraña paz, rota apenas por algún
grito incoherente de un vendedor borracho. Adormilados ignoran su travesía
silenciosa por la mitad de la calle principal. Tendido en el mismo camastro, el
perfume de ella se ha evaporado y las sábanas no han conservado la imagen
de su cuerpo.
Un par de arañas enormes le miran desde el techo, dispuestas a lanzarse
sobre él. Se duerme profundamente, al despertarse ha caído la noche y
refresca. Sale sin dirección precisa, solo por el gusto de deambular. Los bares
chillan una música pegajosa. Las chicas negras ruidosas juegan en el parque.
Casi sin querer una tímida idea asciende por su cuerpo hasta su boca y
esboza allí una sonrisa. Así que eso es posible. No se lo cree. Hubiera
esperado que el mundo siguiera tal como estaba y que tampoco cambiara ni
quisiera hacerlo. He aquí ante lo inesperado. No sabe cómo reaccionar:
aceptarlo, rechazarlo, ignorarlo, prenderle fuego, hundirlo en el mar,
sepultarlo en la arena, colocarlo en lo más alto de la torre de la iglesia, tocar
a rebato.
Esta noche ha sido declarada inmune a los tormentos, impermeable a los
aguaceros, inmune a las plagas. Esta noche se ha ganado un momento de
tranquilidad. Mañana será otra cosa. La brisa que viene del mar entibia los
cuerpos. La cerveza negra tiene al amargor justo. Las alimañas en sus
agujeros. Los pitos de los carros han sido silenciados. Los altavoces de las
cantinas han bajado el volumen.
Ella podría haberse quedado esta noche sin que nada sucediera. Las olas
aplacadas y la tierra quieta. Quizás se habrían cruzado en alguna vereda sin
reconocerse. Las hojas movidas ligeramente por un viento silencioso. Pero,
un sentimiento minúsculo les invadiría para desaparecer inmediatamente.
Las hormigas caminando en puntillas sin hacer ruido. Él hubiera regresado a
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mirar sin saber por qué. Ella hubiera vuelto la cabeza esperando encontrar un
rostro conocido. Ni siquiera los perros ladran.
En el salón zumban los ventiladores. Bailan salsa como si fuera bolero. Las
bolas de billar chocan tímidamente. Y los hombres beben
parsimoniosamente. Le invitan a sentarse y ponen sobre su mesa una bebida
que no ha pedido. Desde las mesas contiguas le sonríen. Nadie le pregunta
cómo se llama ni qué hace allí. Lo dejan estar. Después de un momento, le
dan la espalda. Ya es uno de ellos.
Le dan ganas de levantarse y pasar al escenario. Desde allí podría arengarlos,
llamaros a la acción, convocarlos a la calle. Le preguntarán cuál es el motivo y
le carece de razones. Se le ha ocurrido. Se le ha venido a la mente. Mejor
dejarlo así. Una mujer negra cambia su botella vacía por otra llena. Esta
noche Baco manda.

Ella en la playa de Olón, tan grande que la vista se pierde sin alcanzar los
extremos. Dos farallones flanquean la ensenada. Tiende su manta y se
recuesta al sol. El falso rumor de un tsunami ha vaciado el lugar. Tiene toda
esa inmensidad para ella sola. Los bares y casas cercanas han sido
abandonadas. Muchachos inconscientes como ella se persiguen por las calles
desoladas.
Es hora de abrir su libro sagrado y consultar el oráculo. ¡Qué le deparará la
suerte para hoy! Quizás le recomiende una aventura mar adentro, una
caminata por las colinas desérticas, un encuentro inesperado con ella misma
frente al espejo. Rebusca en su bolso y el libro no está. Se lo ha dejado en el
autobús y es demasiado tarde para buscarlo.
Ha llegado la hora de olvidar a Foucault. Fue una buena compañía, a ratos
inentendible, melindroso, jugando a ser un retórico a la antigua, indagando
por historias perdidas en bibliotecas polvorientas. ¡Adiós Monsieur Foucault!
Se le extrañará, aunque no haya un sujeto que pueda hacerlo, se le echará de
menos; a pesar de que solo son discursos, una lágrima rodará por usted.
¿Cómo pudo abandonar su precioso libro en la banca del autobús? ¿Se habrá
caído mientras ella dormitaba? ¿Alguien lo robó? ¡Quién iba a robarse a

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Foucault! Talvez algún pescador, para envolver el pescado con sus hojas o un
despistado para envolver tabaco. ¿Cuál será su destino señor Foucault? ¿A
dónde irá a parar? ¿Le encontraré en el próximo viaje en el lugar de venta de
libros viejos? Vuelve a su bolso. A lo mejor no buscó bien. Definitivamente no
está. Le entra la sospecha de que el señor Foucault tuvo que ver en este
incidente. Habrá querido escaparse, huir de sus manos, evitar que ella lo
leyera como si fuera un horóscopo o meditara con él como si tratara de los
Upanishad.
La gente, poco a poco, regresa y la playa comienza a llenarse. Ella se sienta
bajo un árbol de plátano, con su sombrero de paja toquilla. A lo lejos las
nubes negras se agolpan antes de asestar el golpe. Un escalofrío le invade el
cuerpo. Se levanta y corre hasta la cabaña. ¿Qué vendrá después de
Monsieur Foucault? ¿En qué creerá ahora? ¿Cuál será su guía?
Tiene miedo en esta época en la que la gente por creer acude a cualquier
idea grosera. No quiere imaginarse entrando a la consulta del psicólogo
homeopático, averiguando la magnitud de la deuda kármica que tiene con la
naturaleza. El buen señor Foucault no entendía que allí en su guarida de
pensamientos salvajes, no entraban otras fieras, que él era el custodio de su
refugio. Pregunta a la dueña del hostal por la biblioteca municipal, pero allí
no hay tal cosa. Le implora que le ayude a conseguir un libro. ¿Qué busca?
Uno cualquiera, el primero que pueda encontrar hasta llegar a la ciudad y
escoger el que pueda conducirle en la existencia. Y la señora le mira con
sorna. Le parece que en la casa del cura había muchos libros. Ella no tiene
idea de qué trataban.
Ella se dirige a la iglesia y pregunta por el sacerdote. Aparece un hombre
viejo, de sotana raída, con ojos enrojecidos de tanto incienso, con la voz
ronca de los largos sermones con los que tortura a la gente. Se siente
predestinado a salvar a los demás y apenas puede consigo mismo. Ella le pide
amablemente un libro para leerlo durante su travesía. Está de viaje,
descansando del trabajo, del exceso de fatiga, de las innumerables
preocupaciones de la vida urbana. El cura, áspero, le echa de la sacristía sin
darle la más mínima respuesta. ¿A dónde irá? ¿A quién acudirá? ¿A quién
rogará?

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DOS

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Día jueves. Feria. Una hilera de toldos que alguna vez fueron blancos
ahuyentan el sol. Allí se puede encontrar de todo. Los turistas siempre
olvidan el lugar en donde estuvieron y recuerdan que, en esa playa de
nombre imposible de recordar, Olón, se dejaron cosas inútiles, que ahora
abren su boca de lagartos e imploran para ser compradas.
En la última tienda, Sally, gringa altísima, ha cumplido tantos años que ya nos
los cuenta, huesuda, con la sonrisa que se funde con las arrugas de su rostro,
intercambia libros usados, ajados, abandonados, como ella misma. Revisa,
hojea, separa los que le interesan y pregunta cuánto cuesta. No se venden, se
cambian por otros, sin importar ni el idioma ni el estado. Están allí para
circular libremente. Por más que insiste, Sally se niega, con su terco No, no,
de ninguna manera.
Regresa a la iglesia y entra sigilosamente a la sacristía. La iglesia está vacía y
los dioses duermen la siesta. Toma el primer libro que encuentra que, para su
suerte, está medio desecho. Ahora sí Sally sonríe y acepta. Se demora en
escoger, porque solo puede tomar uno. Un rostro de monja que acaba de
huir del convento le llama la atención. La portada casi esta desvanecida y
apenas se adivinan sus rasgos.
El título es francamente incomprensible. Ha unido dos palabras que no sabe
qué hacen juntas: gravedad y gracia. El nombre de la autora le resulta
vagamente conocido. Le parece que fue Camus quién se refirió a ella. Sería la
pareja perfecta de El Extranjero. Toma otro libro y otro libro y otro libro, en
su máximo estado de indecisión. Está a punto de preguntarle a Sally, pero el
rostro distante de ella le desanima.
Regresa a La Gravedad y la Gracia. Abre el libro al azar y cae en el título: El
Gran Animal: “El gran animal es el único objeto de idolatría”. Se queda con
este. Aprieta el libro contra su pecho. Le quita el forro plástico que le han
puesto. Lo sacude esperando encontrar una nota suelta, una factura, un
recibo de lavandería, que le proporcione una pista de su origen. El dueño no
lo ha firmado.
Bien, ya tiene su gran animal. Puede continuar su viaje con tranquilidad. No
sabe qué destino le dará a su reciente adquisición. Ciertamente no servirá
como oráculo ni para asentar la cabeza cuando dormita en la banca del
23
parque. Tiene la ventaja de ser pequeño y seguro entra en el bolsillo de su
saco. Así no lo perderá.
Aferrada a la gravedad sin gracia, ella está a punto de marcharse del pueblo.
Talvez valga la pena una noche más, unas horas extras, una última
oportunidad para que Olón se redima. Desde la ventana del hostal, atisba la
iglesia. Espera que el cura no venta a reclamarle el libro. Un rebaño de ovejas
blanquísimas entra en la iglesia y no podrán salir jamás.
El viento del ventilador en la nuca le trae recuerdos de los innumerables
ídolos que tuvo en su vida. A todos los adoro fervorosamente, a todos se
entregó en cuerpo y en alma, aunque, para ser preciso, más en cuerpo que
en alma. Realizó los rituales que le exigieron y la noche del último viernes del
mes, organizaba su propio aquelarre, en donde convocaba a los demonios.
Ellos se llevaban el último ídolo y lo reemplazaban por otro.
¿A cuál de todos ellos le conferiría el título de El gran animal? Varios de ellos
entrarían de lleno en la competencia. Premio compartido. Hace tanto tiempo
que carece de idolatrías. Los dioses se han vuelto muy poca cosa, los espíritus
se han vuelto objetos gelatinosos en manos de Hollywood. Y las almas han
sido ahuecadas con sacabocados.
Vuelve al rostro de la portada. ¡Tendrá que atenerse a las consecuencias! Les
espera un largo viaje y por cada respuesta equivocada, le arrancará una
página, la cortará en pedacitos y la echará al fuego. ¡A ver si le hace gracia!
Simone es un lindo nombre para cantante. ¿Habrá escogido el libro
equivocada? ¿Será ella quién fue elegida por esa mirada enigmática?
La noche profunda le atrapa y entra en el sueño, en el mar inquieto que trae
noticias de tierras lejanas. Afuera la playa, otra vez desolada, barre las
pisadas de tanto pasajero y los olvida para siempre.

24
Ha llegado el momento de despedirse del calor y del atosigante olor a
pescado muerto. Consulta los itinerarios que le llevarán de vuelta a la sierra.
Otro sol deslumbrante que lame las montañas e ignora lo que es hundirse en
el mar por las tardes. Tiene que escoger un transporte aceptable. El viaje es
largo, tedioso.
Nunca le gustó la sensación del calor húmedo que se pega a la ropa,
reemplazado por la brisa tibia y, de pronto, luego de algunas pequeñas
curvas, el frío, la neblina, la llovizna que no cesa de caer. Se marea y está a
punto de vomitar. Felizmente el autobús se detiene y pide un café bien
caliente.
A su lado, una señora más bien joven habla y habla, y otra oye y oye, por
largas horas, sin pausas, sin carraspeos. A ratos trata de entender qué dicen,
en otros momentos quisiera gritarles que se callen. Ellas siguen sin
importarles quién escuche. Se han encontrado de casualidad después de
mucho tiempo y tienen que ponerse al día. Se podría dar varias vueltas al
globo y ellas no habrían terminado de contarse cada suceso, cada incidente,
con el máximo de detalle posible.
Desciende en la gran ciudad. Ha estado fuera por un par de meses, pero la
ciudad le parece desconocida, cambiada. Teme perderse. Los nombres de las
paradas del metro no son las mismas. La tarde está mucho más sucia, con su
gris aletargado flotando sobre las colinas. Los transeúntes llevan una prisa
que antes no tenían.
En el aire un aroma a cosas pasajeras, aunque el viento helado pareciera ser
el mismo de antes. Le gustaría haber llegado a otro lugar. Toma un taxi y le
indica al chofer con toda precisión la dirección, el recorrido, la velocidad que
debe tomar. El viejo edificio mostaza sigue en su sitio. Su departamento no
ha desaparecido. Las flores están marchitas y en buena hora, el perro es de
paja.
Se huele ha guardado. Y tiene la impresión de que hace mucho tiempo nadie
ha abierto las ventanas ni corrido las cortinas. Ahora se ha convertido en una
guarida de sombras. Los ruidos se apagan y las voces se acallan. Pone a
calentar agua en la cafetera, esperando que el fuego todavía arda.

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En la casa del frente han cambiado los inquilinos. Ahora habitan otros que
atisban medio ocultos y que desaparecen cuando quiere saludarlos. Las
llantas de los autos chirrían en la pendiente. Ha vuelto. No sabe para qué.
Mañana lo averiguará o simplemente dejará de preocuparse por lo que
pasará al siguiente día y luego, el día que viene y así, hasta que el tiempo
estalle en pedazos tan pequeños que simplemente ya no importe.
Se pregunta si ella también vivió allí en algún momento. La casa arreglada
con estilo minimalista, despojada al máximo de los adornos, parece estar
vacía. Los muebles de la sala son minúsculos y flotan en ese espacio enorme.
Él no hubiera puesto esos cuadros en blanco y negro. Y el árbol de la vida –
como la vida misma- ha sido remendado después de una caída.
Ella no ha dejado huellas. Pensar que ha estado allí, moviéndose de un lado
para otro, cortando las flores, barriendo el patio, es una mera elucubración,
una conclusión a la que llega conducido por el deseo, por la voluntad que le
impone a la realidad una presencia, que más bien es una ausencia que
ahueca el espacio arrastrando todo a su paso.

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“Por tanto, hay que amar aquello que no existe. Pero ese inexistente
objeto de
amor no es una ficción. Pues nuestras ficciones no pueden ser más
dignas de
amor que nosotros mismos, que no lo somos”. Simone Weil, La
gravedad y la gracia.

Ella piensa que cuando se encuentran frases como estas, uno debería hacer
silencio y dejarlas que se queden vibrando el aire, partiendo en dos aquellos
que sabemos y lo ignorado, batallando contra las convicciones a las que nos
aferramos cuando colgamos del precipicio a punto de caer.
Camino de la sierra, persiguiendo al objeto inexistente de su pasión, deja la
vegetación tupida y los innumerables matices de verdes atrás. Sus ojos se
llenan del paisaje de la sierra, pequeños espacios cultivados salpicados de
montañas desnudas, áridas. Seguramente allí habita el objeto de su pasión
inexistente.
Se repite en voz alta: “… hay que amar aquello que no existe”. La gente que
va en el autobús le mira de reojo y el chofer esboza una sonrisa maliciosa.
Pero, a ella no le va ni le viene. Sigue con su cuerpo la inercia del carro, que
bambolea a la izquierda y derecha en las interminables curvas. Se imagina
que está sentado a su lado ese hombre al que hasta ahora no ha podido
encontrar. ¿Será porque no existe?
A veces ella le persigue, a veces se siente perseguida. En un juego incansable
detrás de lo inalcanzable, uno va delante, el otros detrás y luego se cambian.
Ahora él se ha adelantado y ha cruzado antes que ella el páramo. No tiene
que pensar, no debe imaginarse hacia dónde ha ido. Simplemente, tiene que
acercarse a la ventanilla en el terminal terrestre y pedir un pasaje al primer
lugar que se le ocurra.
Cuando hace una elección consciente, se equivoca. Cuando quiere
asegurarse, se pierde. Cuando indaga, le llevan hacia otro lugar en dónde él
no se encuentra. ¿Qué será mejor: que tenga la dicha de existir y no quererle;

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o que no exista y entonces amarlo? ¿Qué preferirá él? ¿Cuál será su deseo?
¿Podrá decir su deseo?
Si le encontrará, de casualidad, le susurraría la frase “… hay que amar aquello
que no existe”. Le gustaría ver cómo reacciona, cómo se retuerce sin
entender y cómo se retuerce todavía más en el momento en que entiende. Y
preguntaría: ¿Desaparezco? Y para ella sería insuficiente. Tendría que dejar
de existir. Más aún, tendría que no haber existido nunca, ni siquiera como
una partícula virtual que salta del vacío para volver a caer en él. Más todavía,
nadie debió concebir la idea de su existencia. Borrado hasta de la
imaginación.
Ella estaría lista y se entregaría sin límite, sin precaución, sin dejar nada en su
interior que no se haya entregado. Ella misma sería un don, una dádiva
graciosa, que no pude esperar respuesta, porque aquello que no existe, solo
puede guardar silencio. Se daría cuenta de la inutilidad de los sentimientos y
la imperiosa necesidad de tenerlos y no saber qué hacer con ellos.

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Ha llegado a la Mitad del Mundo. Una nube de polvo confunde los
hemisferios. Los turistas devanean atravesando el mundo de un lado a otro.
Se imagina que cada vez que lo hace se rompe el delicado equilibrio que
sostiene a la Tierra en su lugar. El lentísimo balanceo se acelera. La precesión
es el primer simulacro de locura de un universo destinado a desaparecer.
Felizmente es un día de esos en donde los turistas han desaparecido en algún
cráter y no volverán a salir jamás.
Al mediodía el sol cae vertical y hace desaparecer las sombras. Todo se
aquieta. El viento no sopla. Los pocos transeúntes se quedan inmóviles, los
autos detenidos y los semáforos siempre en rojo. Allí no hay movimiento. No
hay aves que vuelen ni palabras que viajan de las bocas a los oídos. Y la calle
por la que se podría caminar, en la misma siempre.
La sangre no fluye y los pensamientos estancados se agolpan en la mente. Se
tiene la impresión de que una puerta se golpea al abrirse y cerrarse, pero es,
nada más, una ilusión. Cada momento existe sin ser una continuación del
anterior, sin venir desde atrás ni prolongarse hacia delante. El camarero tiene
la mano extendida mostrando a unos viejos que nunca pasan, la carta.
Una lágrima detenida a mitad del camino en el rostro del niño de camisa azul
y el cono de helado paralizado sin alcanzar el suelo. Una hormiga ha podido
escapar, intenta moverse y él la aplasta sin misericordia. Después todo, para
qué serviría un poco de misericordia en ese mundo detenido precisamente a
las doce del día, en la Mitad del Mundo, en donde las sombras han dejado de
existir.
Si las cosas empezarán a moverse, regresarían las sombras. ¿Quién quiere
eso? Mejor esta quietud, estos átomos fijos, estas tangentes que no
terminan por caer, este plano inclinado por el que nada rueda. Y él mismo
permanece sentado en una balaustrada escrutando el horizonte polvoriento
y las calles desoladas.
Una señora que ha vivido por demasiado tiempo, quiebra la magia y las cosas
tratan recuperar los instantes perdidos. La gente prende los celulares,
comprueba que los relojes no estén atrasados. Los autos aceleran a
velocidades increíbles. Los semáforos enloquecidos saltan de un color a otro.
El mesero lanza miles de carta a los rostros de la gente. El niño de camisa azul
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recoge sin para el helado del suelo, mientras sus padres miran hacia otro
lado.
Sin reposo, el viento se arremolina. Él se ve obligado a buscar refugio. En la
cafetería pide un affogato. Ninguna indirecta contra su situación. Le gusta y
punto. Dicen que la mitad del mundo efectivamente no está allí, sino varios
kilómetros hacia el norte. Él no pregunta. ¿Qué sentido tendría hacerlo?
¿Cambiaría algo?
Se queda en el café hasta que oscurece. Tiene que marcharse porque
cerrarán pronto. ¡Qué tenebrosa la noche en la Mitad del Mundo! Se queda
en el primer hostal que encuentra. Recostado en el camastro mira el cielo
raso y cree leer una frase a medio escribir: “… aquello que no …” Se pone de
pie e intenta leer lo que dice. Las demás palabras se han borrado. ¿A quién se
le ocurre escribir allí una frase críptica?

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Ella se aproxima a la ventanilla y pide un pasaje para la Mitad del Mundo.
Están agotados. ¿Cómo puede ser? No tiene sentido. ¿Hasta cuándo? Hasta
nuevo aviso. Le ofrecen otro destino: ¿Tambillo? Está en dirección contraria.
¿Machachi? Más lejos aún. ¿Boliche, al pie del volcán? ¿A dónde quieren que
vaya? Talvez tienen razón sin darse cuenta. Él todavía debe estar en la Mitad
del Mundo. ¿Por qué no se apresura y se larga de una buena vez? Paciencia.
El tren se bambolea sobre los rieles viejos. Atraviesan el sur de la ciudad.
Kilómetros y kilómetros de nada que ver, sino casas destartaladas, comidas
callejeras, canchas de tierra, pilas de metal oxidado bostezando al sol.
Fábricas fantasmales alzándose hacia el cielo, encerradas por enormes
paredes llenas de grafitis.
Dejan atrás el límite de la ciudad. Tambillo no es ni rural ni urbano, ni pueblo
ni barrio. Nada en mitad de la nada. Gente abandonada a su suerte, como la
capilla que se ha quedado a medio construir. Dioses que no querían habitar
un no lugar en una tierra de nadie. El ruido de las motos se levanta y choca
contra los muros.
¿Qué hace él en la Mitad del Mundo? ¿Cómo se le ocurre quedarse allí? Se
imagina que estará plácidamente en el hotel, bebiendo una cerveza negra
bien helada, comiendo mariscos, dejándose golpear por el aroma del café,
mientras ella busca desesperadamente una tienda en la que comprar agua.
Allí nadie puede saciar su sed. ¿Quién calmará su hambre?
Sentada en la plazoleta central contempla las casas en la colina, pintadas de
verde, rosado, mostaza. Parece un pastel de cumpleaños de niños de
guardería. El color es un amago contra la pobreza. Una estética chola que ella
detesta profundamente y que a él le enloquece. ¿Cómo se le ocurre mezclar
esos colores? ¿A dónde se ha ido el buen gusto?
Frente al mercado por fin encuentra un pequeño salón. Está repleto, así que
tendrá que esperar su turno. No tiene prisa. Su viaje está demorado. Su
destino está lejos. Quizás mañana o pasado mañana. No hay una línea de
comunicación y no puede pedirle que se apresure. Tampoco está seguro de
que en la Mitad del Mundo haya alguien que le esté impidiendo que ella
vaya.

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Se dice que es ella misma la que ha decidido dar ese rodeo. Primero al sur,
luego al norte. Se ha dejado llevar por la inquietud de hacer lo contrario de lo
que se propone. Alejarse por un tiempo y encontrar, después de dar vueltas,
el momento adecuado para tomar el camino correcto. No tiene sentido ir
directamente. Los caminos de su existencia son todos laberintos.
Y ella nunca aprendió a tratar con los minotauros. Su única posibilidad de
sobrevivir sería envenenarlos. Se ve a ella misma sentada sobre el monstruo
meditando en lo precario de la existencia, por más poderoso que uno sea. Le
dan ganas de resucitarlo, únicamente para tener con quien conversar. Pero,
él está profundamente muerto, desesperanzadoramente muerto. No se
murió del veneno. Fue el aburrimiento de dar vueltas y vueltas al laberinto,
de conocer los recovecos, los callejones sin salida y la puerta de escape, por
la que jamás se atrevería a cruzar. ¿Qué haría un monstruo allá afuera?

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Uno se pregunta.
Uno se pregunta qué hay de cierto en el mito urbano de dos personas que no
se conocen y que se buscan, vagando de un pueblo a otro, sin poder
encontrarse. Cuando el uno llega, el otro se ha marchado. Mutuamente
dudan de la existencia del otro y aun así se persiguen sin tregua, como si en
ello se les fuera la existencia.
Y se les va la existencia en caminar desorientados, buscando huellas,
inventándolas cuando no las encuentran, en la persistencia de oler el aroma
del otro, en ver su perfil recortado contra el cielo azul, en la figura de
espaldas que cruza en un autobús. Los dos no existen, son fruto de la
imaginación de gente alucinada en una larga noche en un bar abandonado a
la orilla de la carretera. Los dos existen y caminan entre nosotros, sin que
podamos reconocerlos. Los dos existen y no existen al mismo tiempo, se
quedan vibrando en un espacio intermedio, con los relojes paralizados a una
hora precisa.
Uno se pregunta si es ella quién ha empezado el juego, lanzando un reto en
las redes sociales. Quiere ir tras de alguien que no conocerá jamás y que
alguien siga sus pasos sin que ella se dé cuenta. Talvez fue él que empujado
por una ansiedad inaudita sale a una cita a la que no ha sido convocado y se
sienta a esperar a una persona que no llegará en el mismo café de siempre,
en donde todos los días pregunta si ella ha llegado, si ha preguntado por él, si
ha dejado un mensaje, un número de teléfono, una dirección, un boleto de
avión caducado.
La tentación de ponerse a buscar a los personajes y obligarles a sentarse,
mirarse de frente, aclarar la situación; y luego ver cómo cada quien se
marcha por su camino, indignado de haber ido detrás de ese ser indigno.
Ellos piensan que se merecían un mejor objeto de su pasión. Decepcionados
se dan la espalda. Pero apenas lo hace, regresa la ansiedad con mucha mayor
virulencia, obligándoles a ir tras del otro y el otro, a huir desaforadamente
evitando ser alcanzado
Uno se pregunta si al preguntarse por los dos seres que se desconocen y que
se persiguen sin darse tregua, no se queda uno también atrapado en la
historia y que, aunque sea imaginariamente, empieza a pensar acerca de
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cómo sería presentir a otra persona que jamás se conocerá, adivinar su
presencia en el hueco que deja su ausencia, en la curvatura del espacio que
desplaza la luz y no hace creer que está en un lugar en el que no está
Sería mejor dejar de interrogarse y entregarse a los fríos hechos. Es una
historia que no se puede comprobar, que nadie estaría dispuesto a confesar.
Hay tanta gente vagando sin sentido, de la casa a la oficina, de la oficina al
centro comercial, del centro comercial al café, del café a la casa, de la casa al
sillón frente al televisor, del sillón frente al televisor a la noche. ¿Cómo saber
si nosotros no somos ellos, alucinados?
Uno se pregunta y sería preferible dejar de hacerlo.

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Él quiere abrir las ventanas del cuarto del hostal y las encuentra selladas. La
puerta no se abre por más esfuerzos que hace. Está encerrado y no
encuentra la manera de salir. No se ha dado cuenta de que así ha vivido la
vida entera, en esa habitación clausurada. Y los viajes innumerables que hizo,
¿acaso fueron fruto de su imaginación? ¿Jamás salió de allí?
Sospecha que otros como él, existen de la misma manera: recluidos sin
posibilidad de escapatoria. ¿Cómo puede ser si él habló con ellos al entrar al
hostal? Él se registró, pagó, recibió la llave, pidió que le prepararan la cena.
No puede que esté tan confundido. Insiste en abrir las ventanas, para
asomarse y pedir auxilio. Los intentos son vanos. Forcejea y la puerta parece
trabarse más.
Se da cuenta de que es irremediable. Tiene que abandonar toda esperanza.
Seguramente abrirán un hueco en la pared y le pasarán la comida. Ha llegado
al peor de los mundos posibles. Se mete en su mente, argumenta y
contraargumenta. ¿Cómo puede ser? Fallan los razonamientos, la lógica se
quiebra.
¿Cómo podría explicar el cruce frenético de palabras con el mesero? Le viene
a la mente la única solución posible: nada ha sucedido, jamás se cruzó con la
gente del hotel, la discusión no tuvo lugar y él está allí desde siempre. Los
otros también se imaginan que le vieron, le gritaron y que el dueño tuvo que
intervenir para calmar las cosas.
Los recuerdos que tiene de los hechos son falsos. Han sido puestos allí por un
dios que todo lo sabe y lo ve. Así cuando él se imagina que discute con el
mesero, el ser supremo pone el incidente, con el máximo de detalle posible,
en la mente de ambos. Así son llevados a creer que realmente pasó lo que
nunca pasó.
Encerrados en una burbuja sin puertas ni ventanas que den hacia la realidad,
el pequeño dios todopoderoso juega a poner en las mentes de las personas
sucesos, eventos, acontecimientos, discursos, que nunca tuvieron lugar. Es
un dios que adora la precisión: en el preciso instante, sin desviarse ni un
milisegundo, en que el mesero cree que le grita, hace aparecer las palabras
exactas en su mente y al mismo tiempo en la de él.

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Sentado en la silla desvencijada comienza a resignarse. Es el destino que le ha
tocado, como a muchos otros y, sospecha, que a la humanidad entera. Nadie
habla con nadie. Las frases se presentan en cada mente al mismo tiempo.
Soñamos que nos comunicamos, pero solo es la voz del espíritu divino, que
más parece un espíritu maligno.
Baja la cabeza, dormita unos minutos. Escucha un ruido en la puerta y antes
de que se abalance a tratar de hablar, de pedir auxilio, la puerta se abre. Es el
dueño del hotel: “Pidió que le despertáramos a las ocho. He llamado varias
veces y como no respondía, he creído que algo pudo pasarle y me he atrevido
a entrar. ¿Se encuentra bien?
Y él se lanza y le abraza con tanta fuerza que el dueño de hotel suplica que le
deje. Sale a la carrera hacia la calle, baila, canta, saluda a la gente. Sube y
baja por la pendiente, arrastrado por la sensación de dicha que le invade.

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Ella vaga por la ciudad sin encontrar reposo. Desemboca en una calle
perdida, detrás de todo, en el café El Zaguán de los Amores Perdidos. La
mitad llena de mesas vacías a esa hora, y la otra sección ocupada por una
mesa de pingpong. Se sienta y hojea su nuevo libro. A pesar de haberlo
sacudido, no se ha percatado de que hay una hoja de otro libro pegada al
azar.
Está amarillenta y contrasta con la blancura de La gravedad y la gracia.
Alcanza a leer, hacia el final, una frase que no entiende bien: “Lo, all things
fly thee, for thou fliest Me!” El inglés anticuado le impide entrar en el verso.
La frase necesitaría un par de largos estudios para ser correctamente
traducida.
A ella le gustaría que sonara: “Todas las cosas huyen de ti, ya que huyes de
mí”. No está del todo convencida; y le resulta espantosa la traducción brutal,
directa y simple que ha encontrado: “Todo te huye, porque tú me huyes”.
Suena extraño decir: Todo te huye. Habría que quedarse con: “Tu huyes de
mí, las cosas huyen de ti”. Se perdería el nexo sutil: las cosas huyen de él,
precisamente porque el huye “de mí”.
Ella mira como él escapa y se aleja. Ahora entiende que él está distante de
todo, porque él huye de ella. Si pudiera decirle: Detente, él tomaría
consciencia instantáneamente de que las cosas se detendrían y él alcanzaría
a tocarlas.
Huir de ella no es huir de ella, es huir de todo, es inventar en todas las cosas
la urgencia de separarse de él, como si estuviera infectado por una peste que
aniquila lo que toca. Todo se vuelve nada. En la prisa por escapar, se ha
olvidado que mientras más rápido avanza, el paisaje crece y el horizonte se
aleja.
Cree que camina hacia alguna parte y no se da cuenta de que el sendero se
alarga con cada paso que da. Al correr agranda el mundo y el destino al que
viaja se coloca a una distancia infinita. ¿Y si él dejara de huir? Hipótesis que
no llegará a cumplirse, suposición inútil. En el Zaguán de los Amores
Perdidos, extiende su mano tratando de tomar la cuchara y esta se separa de
su mano. Quiere tomar la azucarera y únicamente provoca que se estrelle
contra el suelo.
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Vidrio y azúcar danzan confundidos, el brillo del uno se convierte en el reflejo
del otro. Ella endulza con esa mezcla su café negrísimo sin llegar a tomárselo.
Cierra los ojos y le mira recostado horas y horas en el camastro del hostal,
habiendo abandonado hasta el deseo de marcharse. Entra el dueño del
hostal, le sacude fuertemente hasta despertarlo. ¿Se habrá drogado? ¿Estará
borracho? ¿Demasiado cansado para levantarse?
Ella sonríe al verle lanzarse a la calle alborotado, chocándose con la gente,
riéndose a carcajadas sin saber por qué. Y se dice a sí misma: “Porque todo
huye de ti, yo huyo de ti/porque todo huye de mí, tú huyes de mí”.

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Veinte años después.
Estuvo a punto de involucrarse. Comenzó a seguir todos los chismes en las
redes, las noticias esporádicas en los periódicos, los comentarios en los
bares. Le costaba distinguir entre verdad y falsedad. Se negaba
enfáticamente a admitir que una historia de este tipo se hubiera dado. Y al
minuto siguiente, se encontraba buscando y rebuscando a ver si encontraba
una pista, una novedad, cualquier cosa que le condujera a encontrarlos.
Pero no se involucró. Se contuvo a tiempo. Ahora que ha pasado tantos años
mira hacia atrás y las dudas no han desaparecido. ¿Se habrán perseguido por
el resto de sus vidas? ¿Uno de ellos habrá desistido primero y el otro sin
saber qué hacer, también se negó a seguir? ¿Todavía se los podrá encontrar
vagando de un pueblo a otro, preguntando si no le conocían a ella,
describiéndole a él con la imagen completamente inventada que se ha
hecho?
Le gustaría que estuvieran en la banca de cemento del parque, mirando hacia
direcciones contrarias, pero con las espaldas juntas, inseparables, siameses
artificiales imitando los movimientos del cuerpo ajeno, danzando una
coreografía que les impida separarse. ¿Habrán entrado en una ferretería
preguntando si había un pegamento definitivo para piel?
O en un gesto de lucidez él habría admitido que nunca la hallaría; y ella
desesperadamente se hubiera puesto a chillar en medio de la plaza tratando
de detenerlo. Y cuando los dos cayeran rendidos ante el destino, verían cómo
sus cuerpos empezarían a desvanecerse, formando volutas de humo de
cigarrillo, hasta convertirse en nubes negras. Era imposible vivir juntos,
imposible vivir separados. Era imposible vivir. La existencia negada les
atravesaba llegándoles hasta el inconsciente.
Con el pasar de los años la historia se ha borrado de la memoria y no quedan
registros de un suceso tan hipotético e impredecible. Una vez se encontró
con un barman en una playa recóndita que aseguraba que los había
conocido, que ellos le habían contado su historia frente a la Isla del Muerto y
que jamás los volvió a ver.

39
Si se indagaba era claro que mentía. Decía que él era un hombre mulato y
que ella era mestiza; y diez minutos después, él se transformaba en un
hombre oriental y ella venía del África. Insensato, eso era el barman. Al
siguiente día, traía un recuerdo que ellos le habían dejado: Vigilar y castigar
de Foucault. ¡Quién puede creer que Foucault haya estado involucrado en
estos acontecimientos!
Y el fulano insistía: Mire, aquí están las huellas, los trazos de lápiz
envolviendo párrafos, palabras, añadiendo comentarios. Y él piensa que se
robó de una librería el libro, los sucesos así adquirían un halo surrealista.
¿Pueden imaginar que ella, una mujer sudafricana, en un autobús
destartalado subiendo las colinas que bordean la costa, abriría el libro
envejecido y leería un segmento como si fuera un horóscopo?
Después de tantos años se puede decir lo primero que se venga a la mente,
soltar la lengua y arrojar una andanada de incoherencias. Ellos seguramente
no existieron. Han sido inventados por la falta que nos hacen.

40
TRES

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42
Se dice que fue por un año entero que ellos huyeron uno del otro, del mar a
la montaña, del desierto a la selva, de pueblo en pueblo, sin encontrar
reposo, empujados por un movimiento perpetuo que los conectaba
desplazándolos en direcciones inesperadas, impredecibles. Muchos
analizaron sus recorridos, quisieron determinar sus trayectorias, las
motivaciones de su impulso incontenible.
Se dice que los matemáticos inventaron fórmulas pretendiendo ubicarles en
un lugar en un momento determinado, que los ingenieros escribieron largas
líneas de programación tratando de encontrar el algoritmo que dijera: en
este instante están sentados en… Nada dio resultado. Sus rostros eran
esquivos y sus huellas se borraban apenas tocaban el suelo.
Circularon rumores de lo más descabellados: escapaban de la persecución de
la policía, habían estado involucrados en un complot para derribar al
gobierno, eran los primeros extraterrestres que realmente nos visitaban,
formaban parte de una estrategia del gobierno con el fin de distraer la
atención de los problemas del país, nada más que una invención de la
inteligencia del estado, dos personas que pagaban una apuesta.
Se dice que cuando alguien se encontraba con ellos, sin darse cuenta y sin
poder evitarlo, quedaba atrapado en su círculo hasta que se marchaban del
lugar. Siempre hubo personas que las atendían, otras les prestaban
alojamiento, había comida a su disposición y cuando llegaban al terminal de
autobús, los pasajes estaban listos. Sin contratiempos no hacían otra cosa
que huir ferozmente uno de otro, aunque se sospechaba que huían de ellos
mismos.
Se dice, aunque ninguna prueba fue aportada, que cargaban con los pesos
del mundo y que estaban condenados a vagar por el resto de su vida. Sin
embargo, esta era la versión menos creíble, demasiado repetida y con
seguridad falsa. Era la versión evangélica de los hechos. Por su parte, un cura
emprendió la cruzada de esperarlos en los pueblos por los que
supuestamente pasarían, metido en la iglesia, con los oídos abiertos a su
confesión.
Un empresario ofreció una recompensa por su captura: cerveza de por vida al
que los encontrara. El arzobispo de la capital usaba la historia en el púlpito,
43
desde donde comparaba a esos dos seres perdidos con la humanidad que
deambulaba sin rumbo. En algunas cátedras de psicoanálisis llego a decirse
que era el deseo del deseo del otro que les empujaba desde dentro. Un
filósofo reeditó la tesis de los andróginos separados por el destino que
querían juntarse de nuevo.
Se dijeron tantas cosas que llenarían volúmenes. Nadie llegó a saber la
verdad, porque nadie merecía saberla. Era cuestión de los dos, historia
estrictamente personal, extremadamente íntima, que no podía ser contada y
que, como efectivamente pasó, terminó por ser olvidada. Quienes la
recordamos, a pesar del tiempo transcurrido, será por qué somos nosotros,
ella y él, que nos atrevimos a contar lo que nos pasó.
Pero, esto también es una argucia. Ellos jamás la contaron ni la escribieron ni
la publicaron. Se limitaron a desencontrarse, a evitar toparse de casualidad, a
desviar la mirada ante la mínima sospecha de que el otro estuviera en la
acera del frente.

44
Al fin llega a la Mitad del Mundo. Día polvoriento bajo un sol canicular. Su
Weil tiene una capa de tierra encima, que ella limpia cuidadosamente.
“Quien sufre trata de comunicar su sufrimiento —ya sea zahiriendo a otro, ya
sea provocando su piedad—“. Se pregunta en dónde estará él en ese
momento, en dónde podrá encontrarle y trasmitirle su dolor: “Toma este es
mi dolor; ve qué haces tú con él”.
Su dolor es intransferible, un tatuaje indeleble grabado en mitad de su
vientre. Podría borrarlo solo si se arrancara las entrañas. No sabe en dónde
se originó, ni cuáles fueron sus causas. Talvez nació con esa pesadumbre; a lo
mejor fue contagiada sin que se diera cuenta. Está allí instalado
cómodamente en su interior, sonriéndole irónicamente cuando ella hace el
intento de liberarse sin lograrlo.
Si se lo contará a cualquier persona que encuentre de manera casual, le
dirían que es una cosa banal, que no entienden cómo ella puede sufrir por
tan poco, que le debería dar vergüenza contarlo, cuando mucha gente está
sometida a peores destinos. No puede evitarlo, es lo que siente, es lo que le
atormenta, a pesar de ser ridículamente simple.
Le tortura porque no puede sacarse de encima y le acompaña a todas partes,
en cualquier circunstancia. Llega ella y su sufrimiento. Una cola que arrastra
por el lodazal. Una extensión de ella misma, una prótesis que no se puede
quitar, una idea obsesiva que se mantiene detrás de los pensamientos, un
sentimiento que ahueca a los demás quitándoles sentido.
Ella espera que la razón suficiente de la existencia de él sea convertirse en el
depositario de su dolor. Es una carga que tendría que pasar de una persona a
otra, liberando al que la deja, pesando sobre el que la toma. Ella piensa que
el mundo está hecho de esa manera: tenemos alguien a quien pasarle
nuestro dolor.
¿Qué hará si aquel que está destinado a ser su receptor huye de ella y jamás
podrá alcanzarlo? ¿Qué sucederá con ella si no es cierto que existe alguien
que lleve nuestro sufrimiento, si cada uno tiene que encargarse como pueda
del suyo? ¿Qué hacer si no se tiene a quién herir? ¿Cómo vivir sin provocar
compasión?

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La gente le mira de reojo, sin atreverse a verla directamente. ¿Será que está
desnuda y no se ha dado cuenta? Mostrar su dolor se ha convertido en un
acto obsceno, como si adoptara una posición pornográfica, en donde su
pesar salta al primer plano, sin ningún velo que lo cubra, sin ninguna
estrategia de seducción que lo proteja.
Entra al café en donde él permaneció recluido durante horas. El dueño le
tiende una carta, que ella rechaza. Únicamente quiere un café. No, espere,
también quiere un pastel, el más grande que tenga. Se hartará de dulce hasta
provocarse náusea. Se embadurnará de chocolate hasta parecer una
muchacha sucia. No le importará la mirada interrogadora de los demás
clientes, ni hará caso al mesero que le pasa una toalla húmeda y un paquete
de servilletas.
Pregunta por él, habrá pasado por allí un hombre que se quedó por largas
horas sentado en ese mismo sitio, que se limitó a leer y tomar notas de rato
en rato en un cuaderno lacre, dejaría una nota, un mapa ajado de tanto uso
señalando en dónde se le podría encontrar la semana próxima. Nadie da
razón, porque nadie tiene razón.

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Él sostiene enfáticamente que, ya que no es posible encontrarse con ella,
entonces nada es posible. Encadena los razonamientos con una lógica
irrefutable, que arrasa con los que quieren convencerle de que podría ser de
otro modo. Premisa a premisa desemboca en la conclusión necesaria, de la
cual lo existe escapatoria.
Si, por un accidente de la vida, se toparan cara a cara, sería imposible que se
comunicaran; y si, por otra casualidad, lograran decirse algo, sus palabras
serían tan confusas que carecerían de sentido. Trabalenguas saliendo a
borbotones de sus bocas torcidas, amarrando las lenguas congeladas,
partiendo las tráqueas amargas.
Abre una puerta que da al balcón de la nada y se instala allí cómodamente.
Una pequeña y breve nada que, al ponerse en contacto con las briznas de
polvo de la habitación, las hace desaparecer; que disuelve las cosas que
estallan y desaparecen como si nunca hubieron existido, borrándose para
siempre del universo. Una pequeña herida en el espacio por el que
comenzamos a marcharnos sin llanto, sin despedidas.
Una leve sensación de soledad que no desaparece al tocar otros cuerpos, al
mirar otros rostros, que más bien insiste en quedarse y que no le importa el
parloteo de los clientes en el bar o el bullicio de la gente en el mercado.
Penumbra que desciende antes de tiempo atropellando la luz del mediodía.
Dificultad de dar el siguiente paso, angustia del próximo movimiento, pesar
de las cosas por el solo hecho de ser cosas.
Se pregunta por qué existe nada en vez de algo, por qué tanta metafísica en
vez del silencio, por qué tanto por qué. Arrastrado por la ansiedad no puede
quedarse quieto. Anda y desanda, cuentas los pasos, borra los caminado,
vuelve a empezar en el mismo lugar de antes, antes de caer agotado en el
piso.
Hundido en el vaso de vino que sostiene con fuerza, tratando de romper la
copa, de herirse y dejar que la sangre ruede por el suelo formando un
arroyuelo rojo, en el que nadan unos peces dorados minúsculos que entonan
una melodía insensata. Bebe un sorbo y siente el licor que llega a la garganta
y apacigua el grito.

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Si pudiera cortarse de un tajo los pensamientos, si tuviera en sus manos en
una lija de acero con la que frotar su cerebro y dejarlo como nuevo, si le
fuera permitido el olvido … Pero, él no es capaz de mentirse. Y tampoco es
capaz de la verdad. Habita en el limbo de aquello que pudo ser y no fue, de lo
que pudo suceder y quedó trabado, de la mano extendida que no logra tocar.
En medio de la noche sus ojos se niegan a cerrarse, amigados con la
oscuridad adivinan a los lejos destellos de una estrella muerta, de la cual
apenas si ha quedado el titileo inconstante. Descienden por las paredes
gordas arañas del tedio. El golpeteo de las ventanas sacudidas por el viento
ahuyenta el sueño.

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Sentada en la plaza viendo pasar los remolinos de polvo, mira a los turistas
saltar de un hemisferio a otro, contemplar el agua que gira en un sentido y al
otro lado, en la dirección opuesta. Oye el nombre rimbombante que le ha
dado el guía: es el efecto Coriolis. Busca un lugar en donde refugiarse. Lejos
de la algarabía una pequeña tienda de artesanías ha puesto un café
pretendiendo atraer la clientela que no tiene.
Caen unas gotas de lluvia que se desvanecen apenas tocan el suelo. El aire
que viene del norte, refresca. Ella está dispuesta a estar allí el tiempo que sea
necesario. Las calles cuando se alejan del centro se adelgazan y se convierten
en callejones sin salida, en laberintos habitados por remolinos de polvo.
Allí en medio de la parafernalia de pequeños objetos a la venta, ella recuerda
cuando no se dieron la mano y no caminaron descalzos por el asfalto
ardiente. Ella aprieta la mano de él que jamás la sostuvo y le devuelve una
sonrisa que él nunca llegó a ver. Se le viene a la mente la imagen de ellos
juntos y ella se deja invadir por la calidez del abrazo fuerte que no se dieron.
Largas discusiones, palabras demás, arrepentimientos, que no tuvieron. Y no
puede quitarse de la cabeza el paseo por la playa, al borde del mar tibio,
saltando de alegría, apretándose contra el otro cuerpo, cosa que no sucedió.
Y los cangrejos caminando hacia adelante, los peces volando y los pájaros
sumergidos en el mar nadando agitados sin poder mover las alas, la arena
ganándole territorio a la marea y la luna sobrecogida de frío reflejándose en
el agua. Imposibles.
¿Cómo podría olvidarse de las noches recostada a su lado, contemplando su
pecho que se levanta y se aplaca, y los extraños movimientos de sobresalto
que hace mientras duerme? Ella nunca les daría la espalda a esos días de
pescado y cerveza, sin poder quitarle la vista de encima. Y la mano pesada y
cálida apoyada en su muslo, que ella cree que le sostiene en la existencia,
como si fuera un acto de creación continua. Ilusiones.
La respiración contenida ante su llegada inminente que finalmente no tuvo
lugar; el vestido azul que tanto le gusta y que no llegó a verle puesta; la
música que era solo de los dos y que ese día se extravío; él libro que no pudo
leerle mientras ella dormitaba; y la pluma fuente que él le regaló con la que
no pudo escribir ni una sola palabra.
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Y su boca sobre su boca sorbiéndole la vida que no tenía. Y el sudor salobre
de su cuerpo ausente que impregna su lengua. Y el amor tan intenso
entregado a aquel que nunca estuvo allí. Y el susurro frágil de palabras
tiernas que el viento impide que llegue a sus oídos. Y su sexo que se queda
boquiabierto, sin poder articular palabra, desolado. Y sus plegarías inútiles
antes el dios muerto.
Maromas de su mente, deseos alucinados estrellándose contra la realidad.
Pero, ella no se da por vencida. Aprisiona férreamente aquellos recuerdos de
cosas no sucedidas, a fuerza de quererlas tendrán que pasar alguna vez. Vivir
lo no vivido se convierte en un destino.

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¿Dónde se ha refugiado él que no lo podemos localizar? Sospecha que pudo
haber desaparecido. En ese caso, se pregunta, ¿qué pasará con ella? ¿Estará
a punto también de esfumarse? ¿Será liberada? Se consuela pensando en
que, si ella está allí, sin que le haya sucedido nada, él estará bien, en
cualquier lugar en que se encuentre.
Si a él le ha pasado algo terrible, ella tendría las manos atadas. Iría a la policía
a denunciar la desaparición de una persona que no consta en los registros,
sin nombre, sin apellido, sin nacionalidad, sin señas personas. Diría: Tengo la
impresión de que le ha pasado algo. Sería objeto de burla.
Acudiría a un abogado, pero la ley no está de su lado. Si él no está
identificado, si carece de una cédula, de una licencia de conducir, de una
tarjeta de crédito, es como si no existiera. Si este es el caso, razona el
abogado, no podría decirse que se ha cometido un crimen, porque falta el
cuerpo del delito, el sujeto del crimen.
Incluso si ha sido víctima de un asalto, de un atropello, de una puñalada
certera en el corazón, nada ha sucedido, porque no podemos identificar a la
persona que le ha pasado. Para todos los efectos legales, él no existe. Por
tanto, puede ser golpeado por la policía sin que sea un abuso de poder.
Ella indaga: ¿Qué se puede hacer? Nada. La fuerza está sobre la ley. Él se ha
colocado allá afuera en donde no puede ser protegido o defendido. El
abogado recomienda que se olvide del caso. Perderá tiempo y dinero. Así
pasa con la justicia. Sale de la oficina jurídica, desconsolada. Creía que, si no
la justicia, el derecho le ayudaría a resolver su situación.
Valdría la pena apelar a una instancia superior, ir hasta la Corte Superior;
pero, allá arriba la fuerza pesará más todavía sobre la ley. Tampoco quiere
que sepan quién es ella. Prefiero el anonimato a tener que dar explicaciones
que no serán comprendidas. A uno de esos leguleyos se le puede ocurrir que
ella es la causante de la desaparición y que su denuncia es una maniobra de
distracción. Gravedad sin gracia.
Se mete en su interior, rebusca en su cerebro, rastrea su cuerpo con la
esperanza de que aparezca un síntoma por más leve que sea. Se recuesta

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sobre el piso, se queda atenta recorriendo milímetro a milímetro su piel y
que nada se escape a su observación.
En la boca del estómago una sensación de náusea apenas perceptible. Ella
estalla de gusto, corre de un lado a otro, tararea su canción favorita,
descorcha su mejor botella de vino, se bebe la vida de un trago. Él está bien.
Se ha hecho presente. Lástima que cada vez escoge un síntoma diferente en
su afán de comunicarse. ¿Por qué no elige un sabor dulzón en la boca, una
bocanada de aire tibio que levante su pelo?
La Mitad del Mundo le está sentando mal. La precesión de los equinoccios le
marea y eso de cruzarse a la otra parte del mundo, no le viene nada bien.
Brincos imaginarios sobre la línea imaginaria en un país que es mera ilusión.

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Se teme que haya fraude. Llegan parejas jóvenes y viejas, altas y regordetas,
blancas y negras, a los diarios afirmando que ellos son aquellos que se buscan
sin encontrarse. Unos dicen que es una broma, otros que han sido escogidos
como parte de un juego de roles, algunos desvarían pretendiendo que fueron
abducidos por extraterrestres que ocuparon sus cuerpos y comenzaron a
vagar por el mundo.
Pronto son desenmascarados. Inmediatamente una banda de parejas se
agolpa en la entrada de las cadenas de televisión. Se anuncia un reality show
con gente que simulará la persecución interminable. Un director de cine, sin
tener otra cosa que hacer, ha empezado a escribir el guion. El viejo novelista,
estrella de tantos bestsellers, sin nada que escribir en la cabeza, ya tiene
escritas las primeras hojas.
El reverberar del sol en el cemento asciende, el aire caliente vibra y levanta
un muro en el que se estrellan las pretensiones. El novelista no puede pasar
de la tercera hoja, aunque aplasta las teclas en la pantalla no se refleja lo que
escribe, una urgencia imprecisa impulsa a los postulantes al reality show a
marcharse, las parejas que fingen ser ellos se miran, se toman de las manos y
se van. El director de cine tendrá que buscarse otra historia.
Los expertos han comenzado a manifestarse. El crítico literario señala que la
historia no puede ser contada porque carece de un argumento que siga una
progresión que la haga inteligible (sic), el psicoanalista asume que ha sido un
sueño que ha escapado y se ha vuelto real, un físico teórico inventa una
explicación que él mismo no alcanza a descifrar.
Los culturalistas ven en estos acontecimientos la prueba definitiva de la
inconmensurabilidad de formas de vida poscoloniales, porque al fin hay un
hecho que no puede ser comprendido, que escapa a la lógica, a la capacidad
de explicarnos otras realidades con nuestras categorías. Un pastor evangélico
lo ve como el anuncio del fin del mundo y llama al arrepentimiento.
Hasta una universidad prestigiosa ha abierto una cátedra libre, en donde las
hipótesis se pongan a prueba, sin importar lo descabelladas que sean. El
alcalde que ha perdido popularidad levanta una estatua a la pareja
desconocida. En lo alto de la colina se construye un santuario a donde van las

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parejas que se siente, como ellos, perdidos. Los católicos piden su inmediata
canonización.
Felizmente para ellos y para nosotros, la urgencia de novedades desplaza la
noticia a una página marginal y ha dejado de ser mencionada en los
telediarios. Deja de ser objeto de conversación y cuando llega un mensaje
que se refiera a ellos, no hay quien los lea. El buen olvido de siempre les
cobija nuevamente.
El último grupo de niños en la playa, al final del verano, escriben en la arena
nombres sin saber a quién pertenecen y juegan a decir: yo soy ella, yo soy él.
Únicamente ellos, si prestaran atención, los reconocerían; pero, ellos
prefieren corretear persiguiendo al mar y dejándose mojar por las olas.

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Refugiado en el Holiday Inn contempla desde lo alto la gente que va de un
lado a otro. El autobús que parte raudo y el siguiente que se inunda de gente
y se marcha. Hay tanta gente que el movimiento no termina. Los vendedores
ambulantes desganados anuncian las ofertas del día. Los ve sin oírles,
película muda que pasa a una velocidad más rápida de lo normal.
El calor del mes de septiembre es un poco más soportable. Apaga el aire
acondicionado. Apoyado en la ventana no despega sus ojos de la calle. Sería
imposible reconocer a alguien desde esa distancia. Se pregunta si ese mundo
bullicioso que late allá abajo, inquieto, imparable, se verá igual cuando el
baje.
Desciende por el ascensor que traquetea, cuando sale le recibe un golpe de
calor en el rostro que le obliga a cubrirse. Hay un griterío ensordecer,
acompañado de los pitos de los autos y el chirriar de las llantas en el asfalto
caliente.
A lo lejos se oye el murmullo del gran río de agua oscura. Él prefiere quedarse
entre la multitud y el mercadillo improvisado que se extiende al lado del
terminal. Un hombre moreno musculoso se desgañita voceando el último
producto contra las picaduras de mosquitos. Le pregunta si realmente vende
esa loción o si detrás de su anuncio, hay un mensaje oculto, una insinuación a
que compren otros artilugios.
La mujer de edad indefinida sentada en el taburete rojo que se abanica
cadenciosamente le invita a pasar al restaurante y él indaga si allá dentro hay
reuniones secretas a las que acuden los iniciados. Últimos pasajes a la playa,
grita el controlador. Y él acercándose al oído quiere saber hacia dónde
realmente se dirigen, si hay destinos ocultos a los que conducen.
El mercado es una pantalla de un evento distinto que se está sucediendo en
ese mismo momento y que él no logra comprender. Los códigos le resultan
indescifrables, el palabrerío de la multitud esconde claves a las que no tiene
acceso. Las miradas de ellos organizan una complicidad que le deja fuera.
¿Qué está pasando? ¿De qué está siendo testigo? ¿Qué acontecimientos
cruciales pasan ante sus ojos sin que él los perciba? La gente del mercadillo a
un silbido de una guardia parada en la esquina recoge las cosas, las guarda,

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llegan camiones que cargan con todo. Las calles se quedan desiertas, en
silencio. Los barrenderos limpian con esmero y en el lugar ahora nítido, él en
medio de la calle desorientado.
La señora de edad indefinida es la última en irse. Se acerca a él y le entrega
una funda de papel. Él siente que el paquete le quema en las manos. Está a
punto de lanzarlo por los aires y correr alejándose. La curiosidad puede más y
abre la bolsa, espía con mucho cuidado y se encuentra con un par de
pescados fritos, olorosos, que invitan a comerlos.
Él, sentado en la vereda, come el pescado separando los huesos con toda
precaución, saboreando los pedazos de carne blanca, bien salados, mientras
bebe agua con gas y el rodar apacible del gran río se oye a lo lejos.

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“Piedra en el camino. Arrojarse sobre la piedra como si, a partir de una
cierta intensidad del deseo, aquélla no debiera existir más. O
marcharse de allí como si uno mismo no existiera”. (Simone Weil)
Ella cree que es plenamente cierta la afirmación de Simone Weil. Si el deseo
fuera tan intenso, lograría quebrar las barreras de la realidad y sucedería
aquello que ansiamos. Ha hecho tantos intentos fallidos. Ignora que nadie ha
descendido tan profundo. Habría que colgar de un arnés sostenido por
muchos brazos fuertes, meterse en las cuevas oscuras del alma y que al final
del túnel está el desierto.
Prefiere quedarse con la alternativa: “O marcharse de allí como si uno mismo
no existiera” y dejar a la piedra que obstaculiza el paso gobernando a sus
anchas, sacudiéndose esperpéntica de su triunfo sobre nosotros. Se da la
vuelta y comienza a caminar en dirección contraria, tratando de adivinar
cómo sería la sensación de no existir.
Vería la herida de su propia existencia abrirse, dehiscencia que deja manar la
sangre, que separa la piel dejando ver los órganos internos. Contaría las
respiraciones como si fueran las últimas exhalaciones. Los destellos de los
pensamientos finales atravesando el lóbulo frontal. Un muro colocado a las
cinco y media de la tarde le impediría pasar hacia adelante.
También cabe la posibilidad de que esté profundamente equivocada. Simone
Weil habrá querido decir que, ante la imposibilidad de un deseo tan grande,
hay que retroceder en puntillas, escabullirse sin que nadie se dé cuenta, no
contar lo sucedido y aceptar el inaudito triunfo de la piedra sobre el espíritu.
Roca inconmovible, que se deja llevar, que no se pone a ser lanzada y
estrellada contra la pared. Rueda al suelo y cuando la fuerza que le impulsa
termina de actuar, agacha la cabeza, se cubre de polvo y espera al siguiente
hombre que se tropezará y caerá al suelo. Ha estado antes de nosotros y
durará mucho tiempo. Contemplará la desaparición de la humanidad entera
y ni siquiera en ese momento fruncirá el ceño.
La piedra en el camino que no le ha dejado pasar contra su voluntad le
recuerda que es hora de marcharse. Ha estado demasiado tiempo en la
Mitad del Mundo y percibe en su interior que él se está alejando. Es

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necesario acortar la distancia que los separa, antes de que la señal que los
une se pierde y el hilo invisible que los ata, se corte.
Ha visto el mundo partido en dos y ha podido meter las manos en la
hendidura que comienza a separar el planeta en dos mitades, ahora apenas
perceptible, pero que irá abriéndose. Cada uno se quedará en su propio
hemisferio cuando la Tierra se haya dividido. Cubre el agujero con lodo, lo
apisona sin dejar huella. Todavía no es hora de que sea descubierta.
Alza la mano y el bus la recoge. Se sienta al final, se pone los audífonos,
suena Piazzola, abre su libro, deja que la mirada recorra la página sin fijarse
en una palabra en particular. Fragmentos de sentido, pedazos de
conversación, sílabas enconchadas en su misterio que se niegan a juntarse
con otras. Deja la Mitad del Mundo en la misma medida en que la Mitad del
Mundo le deja.

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Él se refugia en el Holiday Inn. El portero le mira con extrañeza. El encargado
del turno de noche pregunta si está bien. No responde. Necesita un espejo.
Su rostro desencajado trasmite la angustia que le ha poseído.
- ¿Quiere un vaso de agua?
- Gracias
- Siéntese por favor.
Se recuesta en el sillón mullido. El agua fría le reanima un poco.
- Un incidente terrible.
- No, realmente no. Debe ser el calor. No estoy acostumbrado.
- Y eso que en esta época el clima es benigno.
- Me pondré bien enseguida.
- Si quiere llamamos un doctor.
- No hace falta.
Quiere un té caliente, que llega casi al instante. Un grupo de empleados le
rodea, cuchichean entre ellos. Se ha convertido en objeto de curiosidad.
- ¿Qué le pasaría?
- La ciudad se vuelve cada día más peligrosa.
- Y esta plaza que se convierte en un mercado todos los viernes.
- Nadie hace caso de las denuncias.
- ¿Qué edad tendrá?
El encargado de la noche les pide que se retiren, que le dejen recuperarse. La
chica de moño vestida de azul marino al alejarse le dice a su compañera:
- He oído que vienen brujos y hechiceras que leen el tarot y adivinan
el destino.
A él se le salen los ojos, se pone lívido nuevamente y cae en un letargo del
que no despertará hasta el día siguiente. Agitados corren sin saber qué hacer.
Llaman al paramédico del hotel. Le toman la presión, le abren los párpados
examinando la reacción de la pupila, le auscultan a ver si el corazón aún se
encuentra en su sitio. Cansancio del viaje demasiado largo, deshidratación,
estado de confusión. Requiere reposo.

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- A mí una vez me leyeron las cartas y me dijeron que me pasarían
cosas terribles.
- A mí me encontraron una pareja que nunca tuve.
- A mí me dijeron que estaba perdida para siempre.
Él escucha desde su inconsciencia y las palabras penetran sin obstáculo en su
interior, excavando en sus dudas, abriéndose paso entre sus tormentos,
hasta llegar a esa alegría que se esconde en algún lugar recóndito del lóbulo
occipital. Le suben a su habitación y él, con los ojos cerrados, sonríe.

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CUATRO

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Él sale del hotel y pide al taxi que le lleve al centro de la ciudad. Quiere
mezclarse con el gentío que bulle, dejarse llevar por la prisa de los
transeúntes, sentarse en un banco de la avenida central y ver pasar tanto
rostro, queriendo adivinar sus pensamientos. Le gusta tomar café caliente en
medio del calor tropical.
Compra el diario aunque evita leerlo. Ignora los acontecimientos. Las malas
noticias están en primera plana y en las últimas la crónica roja empapa de
sangre el papel. Escoge aquellos lugares que no tiene la televisión encendida.
Rehúye el aire artificial de los ventiladores y se entrega al calor sin oponer
resistencia.
Dos autos han chocado en la esquina. Los dueños enzarzados en una pelea a
gritos. La gente aplaude y se divide en sus preferencias por uno u otro.
También los agentes de tránsito se limitan a contemplar la disputa. La masa
se disuelve y el tráfico fluye de nuevo. Desemboca en la Plaza del Centenario.
Un pastor evangélico llama a la conversión, exige el arrepentimiento de los
pecados, anuncia que el día en que seres juzgados está cerca. El chico
lustrabotas con la boca abierta, sentado en el suelo, contempla el sudor
evangélico. El vendedor de granizado tiene la voz más potente y opaca la
perorata.
Y él se pregunta, allí en medio de la gente que deja que la vida rueda, por qué
él se pregunta, por qué la razón insensata tiene forma de interrogación
constante. Astucia de la razón venida a menos, caída bajo las ruedas de los
autobuses, sofocada por el esmog de la ciudad. Persistencia del mal,
desvanecimiento del bien.
Gente vieja recostada en el césped, boquiabiertos agonizando bajo el sol.
Mujeres negras dando alaridos. Pequeños hombres inútiles ofreciendo
cigarrillos. Guardias municipales reunidos en un ruedo, de espaldas al
mundo. El cura de la catedral con su larga sotana blanca escudriñando a los
feligreses que no llegan.
Y él en el centro, ignorante. Ignorado, se deja caer en un banco y cierra los
ojos. Los ruidos se mezclan. Si abre los ojos solo encontrará caos. Si mira
hacia dentro solo encontrará caos. La máquina de hacer preguntas que lleva

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dentro no se detiene en su movimiento perpetuo. A dentelladas despedaza
los últimos residuos de alma que le quedan.
En estos instantes su salvación sería que ella se presentara, extendiera su
mano, besara su mejilla, le invitara a tomar un café caliente bajo el sol
tropical y le hablara infatigable impidiendo que su divague, exigiéndole
atención completa. Él tendría ojos y oídos solo para ella. Se levantaría y
caminaría siguiendo sus pasos como un discípulo fiel convertido a la única
religión posible: ella.
Ella se esconde, se ríe de él. Se ha convertido en objeto de burla, de mofa.
Juega con él como si fuera un ratoncito al que no se le dejara escapar,
postergando su muerte por unos momentos más. Ella armó este tinglado,
colocó las trampas, lanzó las redes y espera al final del camino, con un rifle
con mira telescópica, a que él se ponga al alcance del primer disparo.

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Ella se detiene en la esquina del centro comercial. Se dirigía al centro de la
ciudad, pero tiene que someterse a la regla de los tres kilómetros que,
obligatoriamente, le separan de él. Suficiente distancia que evita algún
accidente. Separados, midiendo milimétricamente, se desplazan por la
ciudad, suficientemente grande que puede contenerlos a ambos.
Cerca del aeropuerto está a punto de tomar el primer vuelo que encuentre.
Entra al centro comercial, rastrea de un extremo a otro en busca de una
señal. Podría ser la invitación a sentarse en la cafetería, el perfume intenso
de la mujer que se cruza con ella, el niño que se tropieza y está a punto de
rodar las gradas, los hombres que conversan mientras caminan dando
grandes zancadas.
Él intuye que ella está allí y faltando tan poco para el final quizás se atrevería
a dejar una huella. No es posible seguir ignorándose de esa manera. Es
preciso no huir más. Ella está dispuesta a romper las reglas y esperarle. Algo
más fuerte que ella le empuja siempre más allá de los tres kilómetros, no
importa cuánto se esfuerce, cuánto lo intente. No hay voluntad que pueda
quebrar esa rígida ley. Apenas llevaría diez minutos recorrer esos tres
kilómetros y un metro, a pesar del tráfico.
Ella dobla la servilleta tantas veces como es posible, luego otra y después una
más. Alinea tres mesas, coloca un vaso en cada una, escribe en la mesa con
marcador azul una letra al azar. Será suficiente, él leerá los signos y sabrá que
ella los ha dejado. Se acerca a pagar y le cuenta a la cajera que espera a
alguien que vendrá dentro de unos minutos y que se sentará en el mismo
lugar que ella estuvo y pedirá la misma bebida. ¿Podría decirle que ella
estuvo esperándole?
Se aleja del lugar, creando el espacio suficiente entre él y ella. La cajera
recibe una llamada y ser marcha apresurada. Su reemplazo no tiene idea del
mensaje. Oportunidad perdida. Ella regresa. Las servilletas han ido a parar a
la basura. Las mesas están ordenadas y limpias. Los vasos han desaparecido.
Esforzarse es inútil. Tratar de encontrarse, una pérdida de tiempo.
Aproximarse más allá del límite establecido, imposible. Ella tiene necesidad
de él. Volcaría en su cuerpo el deseo más intenso. Le tomaría y dejaría que él

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le tome. Dejaría que él escudriñe su alma e inventaría secretos que no tiene
para contárselos.
Echa un tarro de pintura roja desde el segundo piso. Los guardias la detienen.
La gente enojada le grita. Esa mancha que tardarán en sacar será la evidencia
irrefutable de su presencia, que él no podrá negar. Se acercará y preguntará
quién lanzó la pintura. Desgraciadamente los guardias se la llevaron antes de
que ellos se fijaran en su rostro y pudieran describirla.
Él insistiría: ¿Dijo algo, articuló una frase, pronunció un nombre? Le
expulsaron del centro comercial. Ella agachó la cabeza y comenzó a caminar
confundida, desesperanzada. Llega la brisa del norte y se deja llevar. Ya no
importa hacia dónde se dirige. Sigue a la gente, que sigue a otra gente, en
una persecución interminable, en una huida perfecta.
Tres kilómetros, dos metros, treinta centímetros, es la distancia que ahora les
separa.

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A él se le viene a la mente una frase que no sabe de dónde ha salido:
“Arrojarse sobre la piedra como si …” Pensando pensamientos ajenos cuyo
significado ignora. Ella continúa la lectura de su libro; “… a partir de cierta
intensidad …” y resuenan estas palabras dentro de su cabeza. Él no puede
evitar completar el texto, aunque no lo haya conocido antes, porque está en
la mente de ella: “… del deseo, aquella no debiera existir más”.
Deberá tener cuidado con sus pensamientos, fragmentos de ideas, imágenes,
palabras sueltas, llegarán hasta su mente. Y él guarda celosamente su vida
interior, inconfesable hasta para él mismo. Es su refugio al cual no dejará que
otra persona entre. Se devana los sesos tratando de encontrar una lengua
propia, que no sea compartida por nadie más.
Habla en voz alta, repite incesantemente palabras y espera que dentro de su
cabeza no acude de prisa significado alguna. Si pudiera decir sin decir, si la
palabra piedra fuera solo un sonido que nada tuviera que ver con esa cosa
que se coloca en medio de nuestro camino; si “arrojarse sobre la piedra” no
nos llevaría a mover unos músculos, a lanzarnos al piso para estrellarnos, si
se quedara como una vibración que mueve el tímpano y fuera impedida de
llegar al cerebro.
Cortar de raíz los vínculos que atan las palabras a sus significados, borrar los
diccionarios, hablar sin sentido, ejercitar la voz antes de la lengua y que la
gente que oiga dijera, nada más: ¿Escucharon ese ruido? No reconozco qué es
ni de dónde viene. Separarse del idioma de los otros. Inventar una gramática
personal. Hablarse a uno mismo.
Como si a partir de cierta intensidad del deseo lográramos ascender hasta las
cosas en su estado puro y asirlas como meras cosas. Si piedra ya no quisiera
decir y se hubiera convertido en sonido gutural, en balbuceo, en berreo, en
mugido. Intensidad del deseo que partiera en dos aquello que está
falsamente unido: palabras y cosas.
Levanta la voz y deja caer una cascada de palabras. Sigue con el ejercicio a
pesar de que la gente le observa extrañada. Pensarán que está loco. Pero, él
no les explicará de qué se trata. Continúa buscando cómo escapar de la
prisión de las palabras, cómo abrir un espacio en donde los sonidos suenen
sin más, sin añadiduras, sin interpretaciones, sin malentendidos.
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Un grito potente sale de su boca. No es un clamor ni una plegaria al cielo. No
expresa dolor ni angustia. No viene del puñal en el vientre. No es su cabeza a
punto de estallar. Es un grito que convoca a los aullidos. Es una ondulación
violenta del aire en el espacio desplazándose a una velocidad inaudita. Es un
ruido que se eleva y cae.
Grita de nuevo. La gente se aproxima, desconcertada mira que el hombre
que grita, sonríe; que el grito se convierte en carcajada. Le rodean y alguien
intenta tocarle. Él rechaza cualquier contacto físico. Se calma y les dice que
es un cantante de ópera que estaba probando cuán alto puede llegar su
registro sonoro. Se disculpa y la masa continúa con su ajetreo.
Ella, no muy lejos de allí, escucha dentro su cabeza el grito que no es suyo y
comprende que es momento de concluir.

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Frente al computador, ella teclea las primeras frases de su carta. Luego la
enviará por correo electrónico. Espera que haya un modo de hackear el
sistema y que le llegue su mensaje. Llena fácilmente una hoja y podría
escribir diez más. Tanto que decir, tanta voz contenida, pensamientos
represados, tantas palabras atragantadas.
Regresa al inicio de la página. Las primeras líneas han comenzado a borrarse
automáticamente, a pesar de que ya fueron grabadas. Se apresura a enviar
aquello que pudo salvar. Y el correo rebota emitiendo un pitido agudo:
¡Alerta, virus! ¡Alerta, virus! El mensaje no ha sido enviado. Tiene que haber
una manera.
Todo está en su contra. No es una presunción ni un gesto paranoico.
Demasiadas evidencias muestran que le están impidiendo hablar con él.
Quisiera sentarse a su lado, al principio las palabras no fluirían. Les espera
una larga conversación, una actualización de su vida entera. Podría ser que él
no sea lo que ella espera. Nunca coincide.
Son muy diferentes, pero están unidos porque huyeron uno del otro, se
persiguieron sin darse tregua. Más fuerte que ellos mismos, las ataduras que
los juntaron aun después de desatadas, seguirán dejando su marca en
muñecas y tobillos. ¡Qué más da que él no sea quién ella espera! No tiene
necesidad de ponerle un nombre, de imaginar un rostro, de adivinar su
manera de caminar. Está segura que él tendrá una voz grave, profunda, que
será una persona de pocas palabras y demasiados pensamientos.
Se aferra a sus presentimientos que fallan demasiadas veces. No dejan de
indicarle hacia dónde ir, en qué lugar quedarse, el momento en que tiene
que partir. Se está convenciendo de su necesidad de él. Podría un efecto
colateral de su soledad. Prefiere aferrarse a su libro, sosteniéndolo con sus
manos, evitando leerlo. Le basta sentir las hojas blancas deslizarse por sus
dedos como si estuviera escrito en braille.
Y al encontrarse después de una espera tan larga, la decepción mutua se hará
presente. ¿Cómo les pudo pasar a personas tan banales como ellos? Ella no
entiende que fue precisamente por eso. Arrastrados a un mundo
desconocido, carentes de argumentos, con insuficientes razones que

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justificaran sus acciones, incapaces de hallar una salida. Eran los candidatos
ideales.
No deja de latir detrás de sus elucubraciones la sospecha, cada vez más cerca
de la certeza, de que fue una casualidad. Ellos estuvieron en el momento
equivocado en el lugar inapropiado y por el puro azar, abrieron una puerta
que debió haber permanecido cerrada. Una vez dentro, no encontraron la
manera de salir.
No hubo gente conspirando, verdugos ejecutando una sentencia, dioses
malignos, perversos. Un golpe de dados que la suerte echó y que ellos
resultaron señalados. También pudo ser que la máquina que mueve el
mundo entero por detrás de nosotros los haya devorado, arrojándolos como
desechos, obligándolos a separarse y buscarse. Un software enloquecido que
da vueltas en círculo, eternamente recursivo, que sueña que se ha dividido
en una pareja y que solo se detendrá cuando logre juntarles.

De paso, como él, los huéspedes disimulan su soledad en el restaurante. Se


quedan apoltronados, con la mirada perdida, fingiendo que tienen
pensamientos importantes, angustias primigenias merecedoras de
tratamiento psicoanalítico.
Si preguntara, se toparía con comerciante de tela, importadores de cerveza,
distribuidores de tarjetas de presentación, expertos en programación
neurolingüística, un profesor que mañana empieza un curso de
administración por competencias. Sus rostros dicen otra cosa. Ponen cara de
físicos nucleares, se ajustan los lentes y se creería que meditan en la
metafísica, desentrañando los misterios de la ubicuidad de las partículas
atómicas. Estaríamos tentados a imaginar que llevan dentro pesadas cargas
morales y dilemas atroces que atraviesan las almas, partiendo.as.
Apenas se descuida, levantan la cabeza y ansiosos se fijan en el marcador del
partido de futbol de su equipo favorito, otros aprovechan para pediré en voz
baja que cambien de canal, o pueden perderse el último capítulo de los
Muertes Vivientes y luego se estrena La Historiadora Novata. Él sale de su
distracción y regresa a su estado circunspecto.

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Uno de ellos saca un cuaderno y escribe sin parar, podría pasar por un
novelista famoso que furioso escribe su testamento literario, pero que en
realidad hace cuentas de sus gastos hasta el último centavo. Otro no ha
parado de hablar y es asombroso la capacidad de oír de su acompañante, que
sigue su razonamiento insulso hasta el mínimo detalle.
¿Qué pensarán de él? ¿Será tan anónimo que nadie se ha dado cuenta de
que existe? Ocasionalmente atrapa unos ojos que de rato en rato le
escudriñan. A veces le saludan con un leve movimiento de cabeza. Se ha
quedado tanto rato allí, observando sin emoción alguna, las oleadas de
visitantes que llegan y se marchan, solo para ser reemplazados por otros. No
los puede distinguir y talvez son las mismas personas las que van y vienen sin
marcharse definitivamente.
En el máximo de desesperación abandonan el control artificial a las que se
han sometido ellos mismos y se abalanzan sobre los celulares, pasando las
pantallas, regresando a las mismas páginas, sin encontrar lo que buscan
porque no saben lo que buscan. Infinita ansiedad de novedades.
Regresa a sus preocupaciones. El camarero se aproxima y antes que le
pregunte, responde que está bien, que no desea nada más. El hombre se
queda parado. Él levanta la mirada interrogadora. “Es que tiene un mensaje”
Y él, incrédulo: ¿Un mensaje? ¿Dónde? ¿Cuándo? “Señor, acaba de sonar su
celular”.
No puede ser. Jamás ha sucedido. Destinatario equivocado. El camarero
insiste: “Es para usted”. Y desaparece. Él no tiene otra alternativa que
reconocer que ha llegado un mensaje.

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Él lee el mensaje, remitente anónimo, número reservado. Le dan ganas de
estrellar el teléfono contra el piso y zapatear sobre él. Esperaba que la
historia en la que se había visto involucrado sin quererlo, por desear cosas
que no deben desear, terminara tal como llegó: sin ruido, sin furia; y que se
desvaneciera sin dejar rastro.
Queremos comunicarle que hemos aceptado su petición de no
proseguir con la persecución y huida. Caben dos posibilidades: que
usted reconsidere su decisión y que todo siga como hasta ahora; o que
se mantenga firme en su deseo y en ese caso, usted podrá encontrarse
con ella en el momento en que quiera, sin embargo, ninguno de los dos
recordará nada de lo sucedido.
Él hubiera querido discutir con ella los detalles, los presentimientos, aquello
que creyó que eran huellas, mensajes que dejó, confusiones. Le gustaría
saber si la figura cubierta de un sombrero negro grande, con un vestido rojo
elevándose con el viento, en la terminal del tren, era ella. Muchas veces se
sintió observado de manera penetrante: ¿era su mirada? Y en la playa
cuando la atmósfera pesaba tanto y el calor se tornaba insoportable, ¿se
había acercado demasiado?
Y aquel día ascendiendo por la montaña, con el autobús inclinándose hasta el
límite en cada curva, le pareció que la voz que sonaba en la radio era ella, a
quien entrevistaban sobre los efectos beneficios del turismo en la economía.
O el libro descuartizado en la venta de antigüedades, lleno de marcas y
anotaciones, seguramente había estado en sus manos.
Desde luego que quiere encontrarse con ella, sentarse a su lado, abrazarla,
decirle cosas sin sentido y que ella respondiera de la misma manera. Por
supuesto, que quiere correr con ella en la plaza mientras cae la lluvia, como
niños perdidos luego de salir de la escuela. Indudablemente que le
encantaría recostar la cabeza en su regazo y dormirse, sin temor a las
pesadillas, entrando en el mundo de las sombras de su mano.
Si al acercarse a ella, al caminar seguro del encuentro, sabiendo que también
ella se apresura a llegar, los recuerdos se fueran perdiendo y, todavía mucho
peor, otros los reemplazaran, sin importar si son verdaderos o falsos. Y

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cuando, al fin, se vieran cara a cara, dijeran nombres que no eran los suyos,
porque se habrían convertido en otros.
Todo lo vivido en la persecución infinita, la angustia de la huida, los callejones
sin salida en los que quedaron atrapados, las despiadadas palabras de los
pasajeros exigiendo que el autobús se diera prisa, todo se borraría no solo de
sus memorias, desparecería de la humanidad, de cualquier consciencia o
inconsciencia. Se volvería nada.
Si decidiera quedarse, duda porque no sabe si podría soportarlo más tiempo.
Ir de un lugar a otro, sin descanso, sin poder instalarse en un sitio, tener una
habitación propia, de hotel en hotel, de pueblo en pueblo, empujados por
algo que llevan dentro, percibiendo que ella está a punto de arribar a la plaza
central y que tiene que salir de prisa.
Y, al mismo tiempo, no tiene idea de cómo renunciar al encuentro tan
esperado y absurdo porque él ya no sería él y ella no sería ella. Estarían
juntos sin haberse perseguido, atados sin haber huido uno del otro.

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Ella salta de gusto al leer el mismo mensaje que también le ha llegado. ¡Al fin
libre! Ahora podrá hacer lo que quiera. Dejará de huir, abandonará la
persecución. Se encontrará con él y lo verá como a cualquiera. En buena hora
sin recuerdos, sin tener que preguntarse qué pasó, ni embarcarse en
suposiciones: si me hubiera quedado, si hubiera forzado un encuentro…
Le parece bien borrar de la memoria de todos los acontecimientos infaustos
que tuvo que vivir. Magnífico que los registros se rompan, las grabaciones se
rompan y que la gente que los vio pasar, no los recuerde más. Tantas cosas
han desaparecido de la memoria de la humanidad. Esta será una más.
No más hoteles baratos. No más playas desiertas. Bares desconocidos que no
volverá a visitar. Pueblos hechos de arena. Y ella en el centro de la plaza
taurina esperando la salida del toro salvaje. Agua con el sabor salobre de
mares distantes que no beberá. Y tendrá entre sus manos los libros que
quiera. Los abrirá sin esperar que allí se adivine el futuro.
Regresará a la casa grande, dos patios, tres pisos, treinta y tres habitaciones,
siete tías viejas. Saludos innumerables en el barrio de siempre. La gente
conocida atropellándose en su afán de cruzarse con ella. Los periodistas
esperando el turno de la entrevista. Y sus deseos cumplidos aún antes de que
ella abriera la boca.
¡Por fin se terminó! ¡Llegó la hora! ¡Tiempo cumplido! ¡Partido terminado!
Último golpe a la bola. Se levantará de su asiento, descenderá las escaleras,
alcanzará la calle, caminará por la orilla del gran río sucio que arrastra árboles
y botes. Cruzará el puente y pronto estará del otro lado. Ella tenía el temor
de verse arrastrada por horribles sentimientos de culpa y ahora en su interior
una calma profunda ha venido a instalarse.
No está dispuesta a averiguar qué pasó, cómo terminó atrapada en ese juego
que sonaba a banal. No pretende conocer a las personas que estuvieron
detrás organizando, registrando, haciendo sus apuestas. Podría ser que haya
intervenido un dios maligno, como todos los dioses. No es relevante.
Estar fuera es suficiente. Podría ser peligrosos ponerse a indagar quién
controló la situación, en dónde estuvo el centro de mando. Ciertamente le
aliviaría que fuera un hecho casual, de aquello que sucede porque puede

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suceder, por el solo gusto de que se cumplan las probabilidades más
absurdas.
Se está haciendo tarde. Tiene que prepararse. En una hora tendrá que estar
en el Holiday Inn. Habrá que elegir la ropa apropiada dadas las circunstancias.
Ya no alcanza a pasar por la peluquería. Intentará ella misma arreglarse bien.
Se mira al espejo, habrá que cubrir esas primeras arrugas y maquillarse
haciendo que sus ojos pequeños se vean grandes. El pelo ondulado por el
calor tendrá que alisarse. ¡Se acude a las citas con el pelo lacio!
Sale de la habitación. Desciende con una gran sonrisa, saluda a la gente.
Cruza la calle. Se detiene en el semáforo. Y cuando está a punto de atravesar
la calle, una opresión en el pecho le paraliza. ¿Está dispuesta a olvidarse de
él? ¿Realmente quiere perder su memoria? Y su boca eleva una plegaria:
¿Qué hacer, dios mío, dime qué hacer?

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18:00 h. Holiday Inn. Una cinta azul impide el paso al bar. En el centro está
colocada la mesa reservada para ellos. Dos copas y una botella de vino pinot
noir. Tres velas rojas aún no encendidas. El cartel de anuncios se limita a
decir: Encuentro. El personal del hotel monta guardia. Si alguien pregunta,
simplemente responden: Hay un evento.
18:30 h. Han cambiado la música ambiental. Suena Máscara de Toru
Takemitsu. El mesero acomoda los cubiertos persiguiendo la simetría
perfecta. Los cuchillos redondeados evitan las alusiones a la violencia. El aire
acondicionado en veinte y un grados centígrados. Afuera el silencio campea
en medio del aire reverberante.
Las pantallas de los televisores están apagadas. En el restaurante la gente
habla en voz baja y si alguien eleva la voz, se da cuenta enseguida que tiene
que callarse. No se hacen preguntas. No tratan de averiguar qué pasa. Sin
saber todos actúan como si supieran. Ha llegado el momento de concluir y se
desconoce cuál será el curso de los hechos.
18:40 h. El reloj del lobby avanza con malagana. Se viven estos minutos gota
a gota, saboreándolos. La expectativa se deja sentir hasta en el más mínimo
gesto. Solo un grupo de turistas japoneses no se ha enterado y corren con sus
cámaras a fotografiar el lugar del encuentro. Amablemente se les pide que se
marchen.
Pareciera que el tiempo da marcha atrás. Indeciso ante un futuro incierto.
Más aún, ante un futuro que podría ser que no exista. Quizás están en riesgo
y no lo saben. Creyendo que se juega el porvenir de ellos dos, cuando se han
colocado todos en la ruleta rusa. Talvez carece de importancia y serán dos
personas cualesquiera sentados, viejos conocidos, que han compartido tanto,
que esta cena es una más.
18:50 h. Inevitablemente el tiempo avanza. Ahora el segundero acelera su
marcha hacia adelante, marcando con su tictac los golpes del destino.
Término perentorio, sin lugar en el cual refugiarse ni vía de escape. Los
relojes no podrán quebrarse y el fluir del mismo río de siempre no será
detenido.

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La señora con el vestido floreado suspira hondamente. Murmullos
atropellándose van de un oído a otro. Un automóvil frena de golpe en la
entrada de Holiday Inn. La gente del hotel está lista para recibirlos. El
camarero dubitativo arregla la mesa, tiene la impresión de que la simetría se
ha roto. Un niño chilla y la madre se apresura a taparle la boca.
Decepción. Se trata de una pareja que llega tarde y que no quiere perder la
reserva del hotel. Miradas hirientes se clavan en sus espaldas y ellos se
disculpan por la tardanza. De regreso a la espera. El tiempo como un elástico
se estira y pronto se romperá.
18:55 h. A la señora del vestido floreada le sale el corazón por la boca. El
hombre de traje gris coloca su mano en el pecho. El camarero ordena por
última vez los cubiertos. El empleado regula milimétricamente el volumen de
Máscara. Descorchan el vino, prenden las velas. Alguien musita: ¡Qué irá a
pasar! Y un hombre gigantesco como un luchador de sumo, logra articular:
¡Maldita sea, que pase lo que tenga que pasar, pero pronto!

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