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En 1788, año en que muere Carlos III y accede al trono su hijo Carlos IV,
España seguía presentando los rasgos de una sociedad feudoseñorial. El modelo
político del absolutismo ilustrado era incapaz de resolver los graves problemas
estructurales de la sociedad española: déficit crónico de la hacienda, crisis de
subsistencias periódicas y estancamiento económico. La influencia revolucionaria de
Francia y su intervención en España agudizó las contradicciones de una sociedad en
crisis, culminando en una terrible guerra con dimensiones de guerra de liberación
frente al invasor francés; guerra civil entre partidarios y detractores de la
intervención francesa; y conflicto internacional con presencia de Francia e Inglaterra
enfrentadas a España.
La crisis tuvo su momento culminante en 1808. Comenzó entonces una
terrible guerra, que tuvo varias dimensiones: guerra patriótica frente a los ejercicios
napoleónicos; guerra civil, pues una parte el país estaba del lado de José I
Bonaparte, y, finalmente, guerra internacional, ya que España fue teatro principal
de operaciones de los ejércitos ingleses y francés.
LA GUERRA DE LA CONVENCIÓN
Godoy llegó a una paz con los invasores franceses en julio de 1795, con el
tratado de Paz de Basilea. Con este tratado, España recuperó su integridad territorial
a cambio de ceder a Francia su parte de la isla de Santo Domingo. Un año después,
el Pacto de San Idelfonso restauró la alianza franco-española para luchar contra
Inglaterra, convencido Godoy de que la única amenaza a la monarquía de Carlos IV
radicaba en la penetración británica en el mercado de América. De hecho, en la
Batalla del Cabo de San Vicente, los españoles pierden contra los ingleses, resulta
en la desprotección del comercio ultramarino.
Godoy revivió la reforma de la ley agraria, suprimió impuestos, liberalizó los
precios de las manufacturas y redujo el poder de los gremios. Incluso, en 1797,
formó un gobierno con los nombres más distinguidos de la Ilustración. Por su parte,
la Corona frenó la aspiración de Godoy de reformar el poder y papel de la Iglesia en
España, pensando que esto haría aumentar el riesgo de la revolución.
José Bonaparte jamás logró el apoyo de las minorías ilustradas para regir en
España. Resultaba demasiado patente el deseo de conquista de su hermano,
Napoleón. José I no pudo llevar a cabo la revolución jurídica que planteaba el
Estatuto de Bayona. José I nunca tuvo el afecto del pueblo español, que lo veía
como la vulgar marioneta de su hermano, el Emperador. Los "Afrancesados" fueron
los acólitos de origen español leales a José I. Funcionarios del antiguo Estado que
pasaron al bando de los Bonaparte. Los afrancesados tuvieron que exilarse, para
evitar que sus vidas fuesen cobradas por el fervor popular.
LAS JUNTAS
Desde 1823 hasta su muerte, Fernando VII gobernó como monarca absoluto.
Desató una durísima represión contra todos los liberales. A pesar de que la
Inquisición no fue revivida, su funcionalidad fue ejecutada por los jefes militares
españoles. Los liberales, obligados a refugiarse en el exilio, conspiraban
abiertamente contra Fernando VII. Mientras tanto, la vida intelectual española
estaba obligada a refugiarse en la clandestinidad. La nueva restauración absolutista
de Fernando VII significó el restablecimiento parcial del Antiguo Régimen, aunque
la experiencia del trienio aconsejaba abordar los problemas del país con elementos
diferentes e introducir algunas reformas para lograr la colaboración de los ilustrados
conservadores, los partidarios de un liberalismo templado. En 1823 se creó el
Consejo de Ministros, órgano de consulta del monarca, en quien descansaba el poder
ejecutivo. Así, se reorganizó la Hacienda, se estableció el presupuesto anual del
estado y se abordó el eterno problema de la deuda pública, agravado desde 1824
por la pérdida del imperio americano. Se redujo, por lo mismo, el comercio exterior
en beneficio de la industria nacional. La bolsa de Madrid era inaugurada, pero todo
esto no impidió que España pudiese pagar su deuda externa, revitalizara su
agricultura estancada, el bandolerismo, el desbarajuste de las diversas
administraciones, la pésima red de caminos y carreteras, etc. Pero no solo los
liberales eran una amenaza contra Fernando VII, los llamados realistas puros o
ultras, el sector más reaccionario y clerical del absolutismo, desconfiaban de
Fernando VII, al que acusaban de transigir demasiado con los liberales, por lo que
promovieron una cierta cantidad de levantamientos como en Navarra, el norte de
Castilla y La Mancha.
LA CUESTIÓN SUCESORIA
Toda esta gran inestabilidad política se veía incrementada en 1830 por otros
acontecimientos que oscurecían el futuro del absolutismo y las esperanzas de los
seguidores de Carlos María Isidro (hermano de Fernando VII), los carlistas. Los
revolución liberal había triunfado en Francia, por lo que los absolutistas españoles
no podían esperar ya más ayuda de sus vecinos, y en Madrid, la cuarta mujer de
Fernando VII, María Cristina, le había dado una heredera, la princesa Isabel. Antes
de su nacimiento, su padre había hecho publicar una Pragmática Sanción, redactada
por las Cortes en 1789, que restablecía la sucesión tradicional de la monarquía
hispana permitieron reinar a las mujeres. El pleito legal tenía un evidente alcance
político. La exclusión del trono del ultrarrealista Carlos María Isidro significaba el
triunfo de los moderados y liberales encubiertos en la Corte, que se reunían en torno
a la reina María Cristina con el fin de promover una cierta apertura del régimen. Los
partidarios de Carlos no se resignaban y, aprovechando la grave enfermedad del
Rey, obtuvieron, en 1832, un nuevo documento en el que se derogaba la Pragmática
Sanción. El complot, sin embargo, se volvió en contra de sus protagonistas.
Recuperado Fernando VII, confirmó los derechos sucesorios de su hija Isabel, se
deshizo de sus colaboradores más reaccionarios y formó un nuevo gabinete,
presidido por Cea Bermúdez, que buscaría ayuda del liberalismo templado y
autorizaría el retorno de los exiliados, al tiempo que tomaba medidas contra los
voluntarios realistas. En septiembre de 1833, moría Fernando VII, y su viuda, María
Cristina, heredaba en nombre de su hija Isabel la corona de España, que también
reclamaba para sí Carlos María Isidro, apoyado por los últimos defensores del
Antiguo Régimen, los carlistas, que llevaban unos meses preparando su
levantamiento.