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COLECCIÓN

ierra Firme
43
Primera edición, 1948
(Publicada en Méiico)
Segunda edición, 1958
Corregida

Derechos reserv a d o s conforme a la ley


Copyright by Fondo d e Cultura Económ ica
Impreso y hecho en Argentina
Printed and made in Argentina
EZEQUIEL MARTINEZ ESTRADA

Muerte y Transfiguración
de Martín Fierro
Ensayo de interpretación de la
vida argentina
S E G U N D A E D IC IO N CO RREG IDA

T omo I

FONDO DE CULTURA ECONOMICA


MÉXICO - BUENOS AIRES
P a r t e P r im e r a

EL POEMA
LAS PERSONAS
a] L a p r im e r a p e r s o n a : El C a n to r

DATOS BIOGRAFICOS DE HERNANDEZ


A l o s cincuenta años de la muerte del poeta, se ignoraba de
su vida casi todo lo que no pudo hasta entonces encontrarse
en archivos y documentos de su época. Diez años después la
situación es la misma, sin que hayan podido agregarse nuevas
noticias. Ha de admitirse que no se poseerán ya, y que, aparte
algunas cartas que pudieran conservarse aún en posesión de
amigos del poeta o descendientes, no se hallarán otros testimo­
nios. De la vida privada, sólo se tienen los datos sucintos de
la biografía (tipo semblanza) que publicó su hermano Rafael
en 1896, en el folleto Pehuajó, nomenclatura de las calles de
esa ciudad. Fuera de algunos datos sobre la corpulencia del
poeta y sus extraordinarias facultades de memorista, el opúsculo
no contiene tampoco datos de valor, y ni en publicación ni en
confidencia los ha suministrado nadie. Existe un incomprensible
secreto en torno a la vida de este autor, de quien ignoramos
muchísimo más que de cualquier personaje anodino de su
tiempo. Sólo mediante un cuidadoso empeño de no dejar tras­
cender noticias de la vida privada, de lo que constituyó el
móvil y la acción de hombre de existencia tan agitada y abierta,
pudo desaparecer de los archivos familiares y amistosos cuanto
se refiriera a su persona: hombre o autor. Las anécdotas que
se han entregado a la publicidad pueden considerarse inexpre­
sivas en grado pueril, si por eso no ha de interpretarse que sean
maliciosas.
Lugones publica su obra El payador , que le está consagrada,
sin biografía. Tampoco consigna datos biográficos fuera de los
corrientes la Historia de la literatura argentina, de Ricardo Ro­
jas. Carlos Alberto Leumann y Eleuterio F. Tiscornia, que
acudieron a los descendientes del poeta, no han obtenido nin­
guna referencia de mediano interés; en realidad, nada les debe
la pobre biografía ya existente de Hernández. José Roberto del
10 EL POEMA
Río escribió una breve Vida de José Hernández, cuyo único
aporte es el hallazgo del acta bautismal, que difiere de la
noticia publicada por Leumann. Inútilmente ha buscado en
archivos nacionales y provinciales, que sólo conservan datos ya
publicados y de escaso interés. Manuel Gálvez que sigue a esos
autores, en particular a Del Río, publicó una biografía con el
título José Hernández. Lo demás no tiene ningún valor, y no
pasa de ser artículos que reproducen eso poco que se conoce.
No existe ningún ensayo de interpretación psicológica, excepto
el libro de Rodolfo Senet, que se refiere casi totalmente al
Poema. A gentileza del Dr. Luis De Paola debo la copia
certificada de algunas cartas de Hernández, extraídas del Ar­
chivo General de la Nación. No contienen ningún dato personal
que merezca reproducirse. Son del año 1864 y dirigidas al coro­
nel J. M. de Pueyrredón, tío del poeta, desde Paraná a Rosario.
En su Discurso, Tiscornia da los siguientes datos:
Las mejores páginas que poseemos todavía sobre la vida de José Hernández
las escribió ocasionalmente su hermano R afael... Es realmente sensible, por
la importancia de las consecuencias, que don Rafael no nos haya dejado
otras noticias de la vida estudiosa de su hermano. A llenar este vacío
contribuyen, por fortuna, los pocos documentos directos que, hasta hoy,
poseemos. Son cartas y advertencias de carácter programático a amigos y
lectores... La investigación y la crítica, apenas orientadas entonces, habrían
tomado derroteros más seguros con los datos documentales y las observa­
ciones históricas que, sin duda, pudo revelarles quien conocía toda la vida
y la labor del poeta. Pero el hermano no quiso hacerlo y sólo se contentó,
aunque no contentara a todos, con señalar el contenido de realidad del
poema y las relaciones del poeta con e lla ... [En 1926 visita a la hija,
Isabel Hernández de González del Solar.] Yo buscaba y requería, sobre
todo, los materiales, las apuntaciones, los bosquejos del poeta en la prepa­
ración de su obra. Instrumentos de este interés ya no existían: la genero­
sidad de la familia había ido entregando, poco a poco, a los admiradores
del padre los objetos alusivos a su labor gauchesca, y sólo se conservaban
la pluma cansada del escritor, alguna carta sin trascendencia y un manus­
crito de la II Parte del poema, que no es el definitivo, hoy extraviado,
pero sí de gran interés para la crítica... [Un cuaderno con apuntes del
viejo Vizcacha.] “—¿Y dónde está ese cuaderno?”, pregunté como si recla­
mara algo mío. ‘‘—No sé qué se hizo”, respondió doña Isabel sonriéndose;
“Macuca, mi hermano, lo tenía... pero ¡usted sabe lo que son los pape­
le s ...!” [En nota:] “Manuel Hernández, desgraciadamente para mí, había
muerto en 1921. El me había hablado, en 1914, de un viejo paisano Ayala,
taimado y decidor, muy allegado a su padre, pero nada me dijo, ni entonces
ni después, de este valioso cuaderno, que ahora traía a la memoria doña
LAS PERSONAS 11

Isabel. Acaso paró, también, en manos del señor Suárez Orozco que, según
el yerno del poeta, detentaba los papeles originales.

El hermano Rafael, que contaba numerosas anécdotas refe­


rentes al ingenio que, en reunión de amigos, prodigaba Her­
nández, no dejó constancia de ninguna. Las únicas que poseemos
tienen su origen en recuerdos familiares. Son sumamente inte­
resantes, en su pobreza y trivialidad, precisamente por eso. En
La Nación del 10 de noviembre de 1934, aparecieron las si­
guientes:
La segunda parte [del Poema] fué escrita en el hogar, según informan des­
cendientes, contrariando la versión que dice que lo fué en una capilla
de la quinta vecina a la suya, en Belgrano... Acogía humanitariamente
a los desheredados: Hernández les permitía alzar sus casitas y les facilitaba
víveres y ropas. Paseaban invariablemente todos los días dos poetas: él
y Guido y Spano. Este llegaba y se internaba en el parque a esperarlo...
Hernández escribía al regresar de la ciudad, después de una jomada siem­
pre agitada. Al entrar en casa se pasaba la mano por la frente y decía:
"Se acabó”. .. En las habitaciones, Isabel, la hija mayor, era su secretaria,
que le leía los libros. Decíale: “Una mujer para ser feliz no debe tener
fama ni de bonita”. . . Liaba cigarrillos, bebía mate. Contaba lo ocurrido.
Ellas cosían o leían. Comenzaba el trabajo. Tamborileaba con los dedos
en la mesa: la-la-ra-la. Alzábase y se acariciaba la barba con la lapicera
(lapicera que se conserva, manchada de tinta y como mordida en la punta,
por nerviosidad).
Refiere Rafael que Hernández
era uno de los hombres más inaccesibles a la música. No gustaba de ella,
pero era admirador de las artes plásticas.
A continuación relata esta anécdota:
Guido es también eximio flautista. Cierta noche quiso hacer partícipe
de sus goces filarmónicos a su amigo, el autor del M artín Fierro , que había
ido a visitarlo. Tocó maestramente las mejores piezas de su repertorio,
y, en uno de los pasajes más sentimentales, observa que su auditor roncaba
como un bendito. Escandalizado el artista lo empuja con la flauta, dicién-
dole: “—Duermes, ¡noble elefante!” “—No, replica el otro, medito.” “—¿En
qué, vamos a ver, en qué?” “—En la extravagancia de un hombre de
talento, que pasa tantas horas soplando en un canuto.”
Otra anécdota es la de su doble fotografía. No se conocen más.
12 EL POEMA
En algún concepto absolutamente valido, tanto la falta de
materiales biográficos como la existencia de una anecdótica fal­
seada, o por lo menos inexpresiva hasta el punto de imposibili­
tar la reconstrucción de una psicología, son indicios de una
intencionalidad. Este es un hecho concreto, aunque negativo,
para la investigación, pero además significa otra cosa impor­
tante: que la desconexión del Poema con el Autor, y la reduc­
ción del Autor a personaje casi incógnito, nos previenen de
que en tomo del Poema, en sus nexos íntimos con él, sobre­
viven hechos generadores de tal curiosa situación. Así como
la Obra lia sido desvinculada violentamente de su Autor, sea
por la intención de descargarlo de una “culpa de linaje”, sea
por datos de clave que no conocemos, a su vez el Autor ha
sido desvinculado de un contexto biográfico con que se lo
pudo explicar. Pero aislados así, Autor y Obra, por ese mismo
hecho estamos autorizados a juntarlos y a considerar al Autor
como un ente sometido, por razones ignoradas, a su propia
soledad; y al Poema como un ente sometido, también por
razones misteriosas, a su propia soledad. Quiere decir que esos
dos destinos, el de Martín Fierro y el de Hernández, están ya
unidos por algún signo que ha de serles común, hasta el extre­
mo de poder pensarse que precisamente las causales que de­
terminaron la soledad y el silencio en torno al Autor, pueden
ser las mismas que originaron la creación de su Obra. Recor­
demos por añadidura, esta sutil reflexión de Benedetto Croce
(en Racine ): “Las personas y las acciones de la poesía valen
siempre, en cierto sentido, como símbolos y nunca como imá­
genes perceptivas e históricas”. Por lo tanto, el Martín Fierro
contiene ya, de Hernández, esos elementos fatídicos personales
que motivaron: 1? la creación de una obra criptográfica, y
2° el misterio biográfico del propio Autor.
Prescindiendo, por ahora, de cualquier otra vía de inqui­
sición, tenemos en primer término el nombre del Protagonista,
compuesto por el del lugar de nacimiento del Poeta y por
un sinónimo del cuchillo, o arma de pelea, que le es adjudi­
cado al Autor y que él acepta complacido, usándolo para fir­
mar sus cartas, entre ellas la que envía al pintor Blanes y que
forma parte de la rima en la última estrofa. Estas relaciones
exigirían, naturalmente, el estudio del Poema con un designio
LAS PERSONAS 13
absolutamente distinto al de mi trabajo. Pero creo indispen­
sable algunas referencias o sugestiones en ese sentido y sólo
hasta donde inexcusables escrúpulos me lo permiten.

EL RETRA TO DE FRENTE
Hernández nació el 10 de noviembre de 1834, en el caserío
de Perdriel, San Isidro, en la porción que, al dividirse, corres­
pondió al partido de San Martín, de la provincia de Buenos
Aires. En ese lugar, veinticinco años antes, don Juan Martín
de Pueyrredón, más tarde brigadier general en las guerras de
Independencia y Director Supremo de las Provincias Unidas
del Sur, disciplinó a los gauchos con los que había de contri­
buir a la resistencia de la capital del Virreinato contra las
invasiones inglesas.
La madre de Hernández, Isabel Pueyrredón, era prima her­
mana del héroe-patricio. Un hermano de ella, Manuel Ale­
jandro Pueyrredón, fue oficial de Granaderos a Caballo y
coronel de la Independencia. Otro hermano, el coronel Juan
Manuel Pueyrredón, vivió en Rosario de Santa Fe. Isabel te­
nía diecinueve años al casarse con Rafael Hernández, hijo de
un acaudalado comerciante español domiciliado en Buenos
Aires, José Hernández Plata. Era Rafael un año menor que
su esposa, y el matrimonio se celebra con venia legal de la
Justicia, porque los padres de los menores se oponían a esa
boda. “El padre de Rafael no consiente; se casan con venia
legal. No se visitan más”. “El hijo prefiere renunciar al padre,
que lo deshereda” (Carlos A. Leumann, en El Diario, 10 de
noviembre de 1934). Se supone que Rafael Hernández traba­
jaba en la chacra de Pueyrredón. Tanto él como sus dos her­
manos, Eugenio y Juan José, eran federales. Este último fue
uno de los héroes de la batalla de Ituzaingó; formó parte del
Estado Mayor de Rosas en la Campaña del Desierto contra los
indios (1833-34) y murió como jefe de tropa, con el grado de
coronel, en el ejército del tirano, en la batalla de Caseros
(3 de febrero de 1852). La familia Pueyrredón fue siempre uni­
taria, y varios de sus miembros fueron desterrados por Rosas,
entre ellos el brigadier general, que regresó en 1849, poco
14 EL POEMA
tiempo antes de morir. Isabel simpatizaba con la causa de los
federales, circunstancia que ahondó la divergencia con sus
parientes.
Los padres de Hernández vivieron los primeros años de
casados en el caserío de Perdriel, que pertenecía a Victoria
(hermana de Isabel), casada con un primo, Mariano Pueyrre-
dón. Se desconocen las fechas del matrimonio y del nacimiento
de la hija primogénita, Magdalena, la esposa de Gregorio
Castro.
En 1872, Magdalena poseía la estancia “Cañada Honda”,
en Baradero.
Es posible que por desavenencias entre las familias de sus
progenitores, se demorara el bautizo del niño hasta el 27 de
julio de 1835. El padre de Rafael había jurado no volver a ver
a su hijo, como pena por haberse casado contra su voluntad.
Ese día, Rafael subió con la criatura a una volanta y se dirigió
hasta la quinta donde el padre habitaba, en Barracas, requi-
riéndole que fuera padrino del nieto. El acta del bautismo
declara que “En veintisiete de julio de mil ochocientos treinta
y cinco, el Presbítero don Francisco Cortaberría bautizó so­
lemnemente, puso óleo y crisma a un párvulo nacido el diez
de noviembre del año anterior, que se llamó José Rafael, hijo
legítimo de D. Rafael Hernández y Dña. Isabel Pueyrredón,
ambos naturales de esta capital [Buenos Aires]. Fué su padrino
su abuelo materno don José Hernández” (Partida asentada en
el Libro Veintiocho de Bautismos de la Parroquia de la Cate­
dral al Norte —Hoy Basílica de la Merced—, citada en Vida
de Hernández, de José del Río). Leumann (en un artículo en
La Prensa, del 1? de enero de 1938) dice que “lo bautiza el
P. Antonio Argerich”. Como sólo el padre y el abuelo asisten
a la ceremonia, se nombra a la Virgen de la Merced madrina
del niño. En la casa lo llaman hasta entonces por su segundo
nombre, Rafael, y el de José acaso le haya sido impuesto en
el bautismo para condescender a la intransigencia del abuelo
y padrino. El otro hijo varón llevará los mismos nombres en
orden inverso: Rafael José.
Magdalena y José quedan al cuidado de su tía Victoria, a
quien llaman “mamá Totó”, pues los padres parten al sur de
la provincia de Buenos Aires siendo ellos todavía muy peque­
LAS PERSONAS 15
ños. En el año 1838 la saña de los federales contra los unita­
rios llega al extremo. Una tarde se presenta en el caserío de
Perdriel un negro que finge estar borracho, y anuncia que irá
la Mazorca y que nadie se salvará del degüello. “Ni ésta”, dice
por Magdalena. El negro había sido enviado por el tío Juan
José. Esa misma noche huyen en una carreta Mariano y Vic­
toria, llevándose a la niña. Pasan por Baradero y Rosario, in­
ternándose en el Brasil. Se radican en Río de Janeiro. “Mamá
Totó” vuelve en 1849, viuda, se supone que al amparo de la
amnistía que se concede al general Pueyrredón. José queda
con el abuelo, en Barracas. A los cuatro años sabía leer y a
los seis asiste al colegio de Pedro Sánchez. Enfermo del pecho,
es llevado a los nueve años de edad, por sus padres, al campo.
Su hermano Rafael nace a principios de 1841 y la madre falle­
ce el 11 de julio de 1843. Es muy posible que José haya sido
llevado después de la muerte de la madre. De manera que si
poeta, que quedó separado de la madre en su primera infan­
cia, no volvió a verla ni pudo recordarla. Tampoco volvió a
ver a su tía “mamá Totó”.
El clima político en que transcurre la infancia de Hernán­
dez es de los más violentos de nuestra historia. Los anteceden­
tes de esta época de sangrientas luchas están en el alzamiento
de los caudillos de las provincias contra el poder que centra­
liza Buenos Aires. Capitaneados por Ramírez, en 1820 pene­
tran las tropas de gauchos en la ciudad y llegan a la Casa de
Gobierno para imponer su voluntad, finiquitando una fase
vergonzosa de nuestra política que procuraba negociar una
monarquía de factura diplomática para el país. Diez años des­
pués de derrocado el poder de la Corona, el status colonial no
había cambiado en ias clases más poderosas de nuestra socie­
dad, ni había penetrado en la conciencia de la masa popular.
Precisamente los caudillos defendían la Independencia, aun­
que tras sus banderas republicanas se embozaban los intereses
más reaccionarios de la Colonia. Rosas había surgido, como los
demás caudillos, del caos de esos sentimientos informes del
pueblo rural, hacendado omnipotente y héroe en su propia
tierra de la más encarnizada lucha por la independencia, la
que él inició y que se concluiría cuarenta y cinco años des­
pués, contra el indio. En la reorganización de las estancias,
16 EL POEMA
bajo el gobierno de Rosas, el padre de Hernández trabaja
como mayordomo de establecimientos que íormaban parte del
vasto trust ganadero, y en esas tareas lo secunda el poeta, hasta
que se independiza en 1853 para seguir la carrera de las armas.
El padre muere en 1857, fulminado por un rayo, en el campo.
“Allá, en Camarones y en Laguna de los Padres —informa
Rafael, en Pehuajó—, se hizo gaucho, aprendió a jinetear, to­
mó parte en varios entreveros y presenció aquellos grandes
trabajos que su padre ejecutaba y de que hoy [1896] no se
tiene idea. Esta es la base de los profundos conocimientos de la
vida gaucha y amor al paisano que des¡:>legó en todos sus
actos. . . l ’omó al gaucho en la frontera, se internó con él en
el desierto, ludió en el pajonal con el pampa. . .” Otros datos
se los debemos a D. Patricio Lynch Pueyrredón, “pariente y
morador de la chacra Pueyrredón” (en el número 4 de la
publicación Martín Fierro, 1934, de José Gabriel):
“Donde vivió temporadas José, o Pepe, como era llamado, fué en “La
Primavera”, casa de su hermana Magdalena, casada con D. Gregorio Castro,
una de cuyas hijas, Rosa, casó hacia los veinticinco años con Manuel
—Macuca—, hijo de Martin Fierro. De allí, establecimiento que dista
pocas cuadras de la chacra, visitaba a ésta con frecuencia, pues aparte
de tener especial placer en ver a sus moradores, éstos eran los únicos que
se hallaban en posesión de datos valiosos para él, que se dedicó siempre
al periodismo y a la política. Son muchos sus parientes que afirman que
él nada sabía de campo, y no se explican perfectamente que haya podido
llegar a escribir una obra en que evidencia un profundo conocimiento
de las cosas y costumbres rurales. Pero ello es explicable si se tiene en
cuenta que tuvo un contacto estrecho con gentes de la campaña, y sobre
todo con personas como su cuñado Gregorio Castro, quien le administró
“La Isabel”, “La Merced”, y “Martín Fierro” —esta última en Capilla
del Señor—, estancias adquiridas, las primeras por el padre, con quien
también había pasado una larga temporada en el campo, en su juventud,
y la última con el producto de sus trabajos literarios y periodísticos”.
Tiscornia (en su Discurso) admite que el padre desempe­
ñaba faenas ganaderiles, tales como las de los gauchos. Dice
(literalmente): “De abolengo español e hijo de gaucho. . . Allí,
junto al padre, fiero domeñador de ganados cimarrones, halló
el secreto de la virilidad gauchesca”. La noticia de Rafael es:
“ ...e n alta escala trabajaba su señor padre, gozando de re­
nombre en el paisanaje surero, por sus grandes empresas en
LAS PERSONAS 17
volteadas de haciendas en los campos de D. Felipe Piñeyro,
Calixto Mouján, Pedro Vela, Escribano, Casares, Alzaga, Lla-
vallol, etc., de donde enviaba decenas de miles para los sala­
deros de Cambaceres, de Panthou y otros”. Ocurre entonces
la caída de Rosas, vencido por uno de sus antiguos lugarte­
nientes.
Desde la batalla de Caseros, en que el Ejército Grande,
mandado por Urquiza, derrotó al tirano, se planteó la rivali­
dad irremediable entre la provincia de Buenos Aires y el resto
del país. Primeramente fue Entre Ríos, de donde Urquiza era
oriundo, y más tarde Corrientes, Santa Fe y el resto del interior,
que intentaron restar su hegemonía a Buenos Aires, llave cen­
tral de la riqueza pecuaria y comercial desde la Colonia, por
tener el único puerto habilitado al tráfico ultramarino, y los
campos más feraces. La caída de Rosas no fue obra de los uni­
tarios, entre quienes se hallaban, desterrados, los hombres más
eminentes del país. Desde Chile y el Uruguay llevaban una
incansable guerra de ideas contra el tirano, impotentes para
otra acción más decisiva. Montevideo y Santiago eran lugares
desde donde se disparaban panfletos, libros, periódicos y poe­
mas incendiarios. Echeverría compuso en su Dogma socialista
el alegato más consistente contra la desviación por Rosas de
la orientación de la Revolución emancipadora, liberal y de­
mocrática en sus orígenes. Sarmiento compuso, en Santiago de
Chile, a pliego por día, su Facundo o Civilización y barbarie,
el otro libro capital de nuestra sociología. Rosas había sido
derrocado, pero no por los teóricos del progreso y del orden
—polemistas y poetas--, sino por fuerzas coaligadas y auxilia­
das desde fuera, de su mismo origen. Urquiza, saladerista y
terrateniente, jefe de los gauchos entrerrianos, a Jos que se
agregaron, como relatores y consejeros o técnicos militares, los
exilados en las repúblicas limítrofes, era un caudillo tan fuerte
en su provincia como Bustos, López, Aldao, Ibarra y Peñaloza
en las suyas. Provenía de la línea de Ramírez y Hereñú, que
ya habían batido a los unitarios en los tiempos de Pueyrredón
y Rivadavia. Días después de la victoria la divisa celeste se
cambió por la punzó, de los federales. Muy pronto, pues, de­
bieron encontrarse y herirse entre sí los unitarios que forma­
ban parte del cortejo de los triunfadores y los vencedores de
18 EL POEMA
verdad: regimientos y batallones reclutados en los campos,
al mando de los mismos caudillos que se había querido elimi­
nar. Sarmiento fue el primero en percibir la continuidad del
nuevo con el antiguo régimen, y lo denunció en su Carta de
Yungay (Chile) dirigida a Urquiza. Ello dió lugar a su polé­
mica epistolar con Alberdi, quien también pasó a Chile (en
Quillota). Las ciento y una, de Sarmiento, y las Cartas qui-
llotanas, de Alberdi, son la primera contienda entre dos rivales
que hasta Caseros vivieron en la misma doctrina y en la misma
espera de libertad. Hernández utilizará las ideas de Alberdi
en su oposición intransigente contra Sarmiento.
Constituido bajo preceptos legales el gobierno provincial
de Buenos Aires, Valentín Alsina fue designado gobernador
por mayoría de un voto. Este triunfo inseguro anunciaba in­
mediatas perturbaciones. Sus ministros, entre ellos Mitre y
Flores, esperaban realizar el plan que sostuvieron en el des­
tierro. La única fuerza con que podían contar, ya en desacuer­
do con las demás provincias, era la riqueza y el adelanto de
la provincia de Buenos Aires, mucho más importante que el
resto de la República junto. Desaparecido Rosas seguían com­
batiendo su régimen, y el régimen era, precisamente, lo que les
había permitido volver libres al país.
Urquiza mantuvo a los antiguos gobernadores de provin­
cia, y el Acuerdo de San Nicolás fue en verdad, como lo defi­
nió Sarmiento, “un consejo de caciques”. No se podía hacer
otra cosa en realidad, como hubieron de entenderlo al fin los
mismos adversarios. Representantes genuinos del régimen abo­
lido, eran ellos los gobernadores-propietarios de sus provincias:
caciques-generales-gobernadores. Ese mismo año, a los siete me­
ses, tiene lugar la primera revolución entre las dos facciones
porteñas: la unitaria pura y la federal transigente. Es sofocada,
pero sus gérmenes perduran diez años y contaminan a todos
los habitantes, inclusive a los indios, que desde ahí comienzan
a intervenir en política, ya como aliados, ya como enemigos.
Ese es el caos que se ha llamado la organización y que no re­
solvió ningún problema fundamental, fuera del de sancionar
la Constitución nacional (en 1853). Sólo resolvió los problemas
de las jefaturas y de los cargos públicos, como si no fuera eso
lo que caracterizaba a los caudillos execrados en el Facundo.
LAS PERSONAS 19
Consecuencia de ese levantamiento, que se consuma con exqui­
sitas perfidias, es la asonada del coronel Lagos contra el go­
bernador Alsina, de quien recibió el mando de comandante
en jefe del ejército. Lagos buscó la ayuda de Urquiza, como
que en realidad quería extirpar a los intrusos que denegaban
los fines de la revolución de Caseros. Pero no la obtuvo. Para
reforzar las tropas leales, mandadas por Mitre, quien ocupa
desde entonces un lugar prominente en todas las actividades
públicas, avanza desde los campos del sur de Buenos Aires,
en donde se suponía que Hernández estuviera a la sazón tra­
bajando, el coronel Pedro Rosas y Belgrano. Hernández in­
gresó en las filas como oficial del ejército, bajo las órdenes de
este militar, hijo adoptivo del tirano, en 1853. Toma partido
en favor del gobierno, contra las tropas rebeldes de Lagos, en
las fuerzas que acaudillaba el general Pinto, formadas en su
mayoría por gauchos. El 22 de enero de ese año, al norte del
Río Salado y a unos cincuenta kilómetros de Chascomús (don­
de a la sazón vivía Guillermo Enrique Hudson), en el Rincón
de San Gregorio, son derrotados por el general Gregorio Paz.
En Allá lejos y hace mucho tiempo , contó Hudson la persecu­
ción de los fugitivos. ¿No iría entre ellos Hernández, en la
escena feroz que narra, cuando el padre se niega a suministrar
ios caballos que le piden? El coronel Velazco es degollado al
dársele alcance, y otro militar, Acosta, intenta vadear el río y
perece ahogado. En esa oportunidad es hecho prisionero Rosas
y Belgrano. Queda Hernández en los campos bonaerenses hasta
el 8 de noviembre de 1854, en que toma parte en la batalla
de El Tala, otra vez contra el coronel Lagos, cuyas tropas son
derrotadas ahora. La provincia también había sido invadida
por el general Jerónimo Costa, por órdenes o con el consenti­
miento de Urquiza. Hernández combate como soldado, al man­
do del coronel Hornos. En 1857 abandona las filas del ejército
por haberse batido en duelo con otro oficial: Hernández había
alcanzado el grado de capitán ayudante (teniente). Contrario
a Mitre, es seguro que aquel incidente se originó en cuestiones
políticas. La oposición se había organizado poco antes en un
partido dirigido por D. Nicolás Calvo. Mariano A. Pelliza (en
La organización nacional , XI) escribe:
20 EL POEMA
Desde principios de 1856 se vió aparecer en Buenos Aires, con propósitos
definidos, un partido de oposición al gobierno y otro de sostenedores de
la misma autoridad. Denominábase el primero “chupandino”, nombre
puesto por sus adversarios, y equivocadamente alusivo a la supuesta intem­
perancia de la mayoría de sus miembros; y este último obtuvo el de
“pandillero”, porque siempre andaban en fuertes grupos, metiendo escán­
dalo y asaltando a sus contrarios, quienes, como gente más reposada y
que no contaba con el apoyo de la autoridad, se sometía a tales atrevi­
mientos, si bien algunas veces, perdida la paciencia y enconados los ánimos,
devolvían golpe por golpe. [En un párrafo se dice: “no se trataba de
nombres de partidos sino de motes de bandería; el nombre-mote, al fin
aceptado por cada contendor, era injurioso en sí”.] De esta rencilla entre
la gente menuda de los partidos, se llegó a los lances serios entre los
periodistas de una y otra fracción. Don Nicolás Calvo [a quien seguía
Hernández], que se había puesto al frente del partido reformista [chupan­
dino], aludiendo a su prédica encaminada a la incorporación de Buenos
Aires, previa la reforma de la Constitución federal, desde las columnas de
La R eform a Pacifica [ahí colaboraba Hernández] atacaba rudamente a
los hombres de gobierno y sus sostenedores del partido liberal [pandillero],
al frente de los cuales se destacaba como periodista el doctor Juan Carlos
Gómez, que escribía brillantemente en L a T rib u n a , papel de combate,
fundado por los hijos del doctor Florencio Varela.
Las ardientes polémicas de aquellos dos atletas del periodismo en que
terciaban escritores de igual pujanza, como Mitre, Sarmiento y el poeta
Mármol, los arrastró a los extremos de un lance en el terreno del honor.
Don Nicolás Calvo, tenido por un duelista de fuerza, obtuvo la pistola sin
bala y con ella hizo fuego sobre su contrario. El doctor Gómez, teniendo
la vida de Calvo en la boca de su arma, con la hidalguía de un paladín
antiguo, disparó al aire, diciendo: “He venido a morir y no a matar”.
Pero eran tales los tiempos, que aquel rasgo caballeresco sólo sirvió para
enardecer al campeón de la reforma, que no le perdonó nunca a Gómez
su auténtica caballerosidad, diciéndole que era más fácil morir que matar;
que para lo primero sólo se necesitaba un momento de abnegación, mien­
tras que para lo segundo se requería el valor que no dan las circunstancias
sino la sangre.
Poco después, el redactor de E l Nacional, don Domingo Faustino
Sarmiento, se encontraba en la calle con don Juan José Soto, editor de
La R eform a Pacífica, y se trenzaban a bastonazos y mojicones por aquellas
etiquetas políticas [sic], y ambos, maltrechos y enardecidos por el brioso
pugilato, eran llevados a la policía por los agentes de seguridad, donde
uno y otro combatiente exhibía como argumento los moretones y carde­
nales cosechados en la lucha.

Afiliado al partido reformista, Hernández participará en


adelante en todas las revoluciones del litoral. Los que pelea­
ban con las armas eran los mismos que formaban las milicias
civiles que, en las treguas, combatían en periódicos y tribunas;
la actividad era la misma. Toda su vida, prácticamente, Her­
LAS PERSONAS 21

nández actúa en unas y otras campañas. De su residencia en


Buenos Aires durante los cinco años de su carrera militar ape­
nas se tienen noticias, y su hermano Rafael no alude siquiera
a este aspecto de su vida. Sin fortuna, resistiendo al gobierno
que se negaba a concertar con las demás provincias el Estado
federal consagrado por la Constitución, en 1858 pasa Hernán­
dez a Paraná. Allí publica, ese año, su folleto Las dos políticas,
que se inspira en las ideas de Alberdi, adoptadas en parte por
Urquiza, presidente de la Confederación. En esa ciudad estaba
instalado el Congreso Nacional, donde más tarde desempeñará
el poeta el puesto de taquígrafo. Inmediatamente después de
su llegada,’ se emplea como tenedor de libros en casa del co­
merciante Ramón Puig, más tarde yerno del general López
Jordán. En Paraná, y por insinuación de Benjamín Victorica
—yerno del presidente Urquiza—, se dedica al periodismo y
colabora en el periódico El Nacional Argentino, gubernista.
A fines de 1858 llega Rafael a esa ciudad. “Recuerdan —escri­
be Del Río— haberlo visto [a Hernández] con frecuencia en
el mercado, donde se pasaba escuchando los dichos y chistes
gauchescos de los carniceros que entonces son todos criollos de
pura cepa y de indumentaria campera”. Por su potente voz y
por su modo desembarazado de hablar, le ponen el sobrenom­
bre de “Matraca”, con que sus amigos lo conocen hasta que
en 1873 se le cambia por el de “Martín Fierro”.
En 1859 toma las armas como ayudante de Urquiza, en el
regimiento 19 de línea, batallón Palma. El 23 de octubre se
libra la batalla de Cepeda. Urquiza tenía su campamento en
Rosario y Mitre en San Nicolás. El ejército federal contaba
con unos catorce mil soldados, la mayoría magníficos jinetes
y bien equipados; los porteños llevaban nueve mil combatien-,
tes, cuatro mil setecientos de infantería y cuatro mil de caba­
llería de línea y milicia. El comandante de vanguardia, gene­
ral Hornos, se excusó de intervenir por encontrarse enfermo,
y lo sustituyó el general uruguayo Venancio Flores, que se puso
a las órdenes de Mitre inmediatamente de ser dado de baja
en el ejército de su país. Su incorporación a las filas, con su
grado, motivó enérgicas protestas. La caballería disciplinada
de Urquiza bate a la de Mitre, quien abandona su artillería
y regresa a San Nicolás. Derrotadas las fuerzas de Buenos Aires,
22 EL POEMA
el gobierno de la provincia declara el estado de sitio el 24 de
octubre, quedando Mitre como jefe de la defensa. El goberna­
dor Alsina renuncia, y el 8 de noviembre ocupa ese cargo el
presidente del Senado, Felipe Llavallol.
Hernández abandona las filas del ejército con el grado de
sargento mayor e ingresa como oficial 2° en la Contaduría de
la Confederación, y poco más tarde como taquígrafo del Se­
nado, por recomendación de su íntimo amigo —después su
concuñado—, el doctor Manuel Martínez Fonte. Actúa también
como taquígrafo en las sesiones especiales de la Cámara de
Diputados y en la Convención de Nogoyá. Vive entonces en
la calle Industria (hoy España), en la casa que ocupa ahora
el Archivo Histórico Provincial. A una cuadra reside la fami­
lia Del Solar, que transitoriamente se había trasladado de Bue­
nos Aires a Paraná. Carolina y Teresa González del Solar se
casan con Hernández y con Martínez Fonte, respectivamente.
El matrimonio de aquél se realiza en la Catedral, el 8 de junio
de 1863. En el Libro VIII de Matrimonios (folio 86) figura
Catalina como hija legítima de Andrés González del Solar,
español de Santander, y de Margarita Puente, uruguaya. Su
primera hija, Isabel, nace el 19 de marzo de 1864.
En 1860 se reintegra en el ejército de Urquiza, para opo­
nerse a la invasión que nuevamente encabeza Mitre. El 17 de
septiembre combate en la batalla de Pavón en que Urquiza
es derrotado; semanas después sufre otro descalabro en Cañada
de Gómez. El presidente Derqui renuncia y pasa al Uruguay;
el vicepresidente, general Juan Esteban Pedernera, asume el
poder y designa a Hernández su secretario privado. Disuelto el
poder ejecutivo por el presidente Pedernera, en diciembre de
1861, Hernández se consagra al periodismo. Dirige El Argen­
tino, periódico de oposición al gobierno de Mitre, quien asu­
me la presidencia de la República en 1862, y de Sarmiento,
gobernador de San Juan. El 12 de noviembre de 1863 es
asesinado “El Chacho”. El 5 de noviembre de 1864 escribe a
su tío, el coronel Juan Manuel Pueyrredón, en Rosario: “Sabe
que tengo ganas de irme a Rosario —dígame cómo está aquello
y si podré hacer algo—. Tengo ganas de cambiar de domicilio
—escríbame algo sobre el particular”. A fines de diciembre está
en Concepción del Uruguay. Las tropas del dictador López,
LAS PERSONAS 23
del Paraguay, invaden el norte de la provincia de Corrientes.
Hernández parte para Paysandú y allí se pone a las órdenes
del general Gómez. Su hermano Rafael, que tiene el grado de
capitán, está ya en Paysandú. Con el poeta Carlos Guido y
Spano, que habría de ser su íntimo amigo, parten juntos de
Concepción del Uruguay para combatir contra las fuerzas de
los jefes paraguayos Flores y Tamandaré. En los primeros días,
de 1865 cae Paysandú, y los invasores ordenan el fusilamiento
del general Gómez y de los defensores de la plaza. Estos actos
dan origen a la guerra de coalición de Argentina, Uruguay y
Brasil contra el Paraguay, que se inicia en marzo. Hernández
y Guido y Spano se hallan en la isla Caridad, frente a la po­
blación devastada, y socorren a las familias y a los heridos fu­
gitivos, Rafael logra escapar “disfrazado de gaucho, con las
ropas del cuñado Gregorio Castro” (en Urquiza y Mitre, de
Benjamín Victorica). Comenta Del Río: “Se cree que [Hernán­
dez] vive un tiempo en Paysandú y que allí compone algunos
cantos de Martín Fierro”. No se sabe que haya combatido en
esta guerra, en la cual el jefe del Estado Mayor era Mitre.
Fue contrario a ella, como Alberdi y muchísimos hombres ilus­
tres de ese tiempo. El general paraguayo Robles ocupa la ciu­
dad de Corrientes. El gobernador de la provincia era su ami­
go Evaristo López, electo conforme a nuestros ritos, por impo­
sición del caudillo regional, el general Nicanor Cáceres, que
estaba al frente de las tropas de guerra encargadas de apresar
a los desertores, por nombramiento del gobierno nacional. Era,
además, jefe de policía de Corrientes. Su poder seguía siendo
muy grande en la campaña y podía levantar fuerzas mayores
que las del ejército, si éstas hubieran intentado reprimir sus
desmanes. Luis M. Sommariva ha descrito el aspecto político de
esa provincia, en su Historia de las intervenciones federales.
Es un cuadro de época: Cáceres valía más como jefe de las mi­
licias gauchas que como general de la Nación; de modo que
imponía su voluntad sin apelación, como militar y como cau­
dillo montonero. López era un gobernador a sus órdenes, que
él podía quitar como lo había puesto, manejándolo desde su
feudo, en Curuzú-Cuatiá.
El gobierno porteño y el partido liberal se opusieron a esa
elección. López, además, era adicto al general Urquiza, y por
24 EL POEMA
lo mismo se oponía a la candidatura de Sarmiento a la pre­
sidencia, sostenida por los liberales y lanzada, un poco en bro­
ma, por el coronel Mansilla. Esa es la misma posición de su
amigo Hernández, funcionario y secretario de López. Llegó a
ser Ministro de Gobierno. Contra Sarmiento había publicado
ya su panfleto sobre Peñaloza (“El Chacho”). La política de
Hernández coincide con la de López y Cáceres desde años an­
tes, y es la misma de los provincianos contra los porteños, de
Urquiza, a quien se opuso Mitre. A su vez Sarmiento escribió
otra Vida de El Chacho, muestrario de tropelías y ejemplo del
caudillismo ignaro y fanático.
Hernández es nombrado el 7 de marzo de 1867 Fiscal Ge­
neral de Estado, interino. De julio a septiembre de ese mismo
año desempeña el cargo de secretario de la Cámara Legislativa;
en octubre de 1867 y en marzo de 1868 forma parte del T ri­
bunal Superior de Justicia, según constancias en resoluciones
que suscribe como miembro integrante del mismo. A pesar de
estos datos, pregunta Manuel Gálvez (en José Hernández):
¿Qué hace Hernández desde fines de enero de 1865 hasta principios de
1867, en que aparece en Corrientes? Nadie, hasta ahora, ha podido ave­
riguar el lugar en que transcurrieron esos dos años de la vida andariega
del escritor y guerrero. Lo seguro es que ha ido Hernández a reunirse
con su mujer. Lo prueba este hecho elocuente: el 6 de noviembre del 65
nace su hijo Manuel, de modo que nueve meses atrás, por lo menos, ha
debido estar en Paraná con su mujer. Tal vez ha pasado un largo tiempo
en esa ciudad. Y todo hace creer que a fines del 66 ya está en Corrientes.
Se conoce una carta de Hernández a su esposa (del 26 de oc­
tubre de 1866, escrita desde Montevideo), donde le dice:
Hemos inventado un sistema que denominamos "timbres eléctricos de
seguridad”. Sencillo, porque todas las complicaciones han sido vencidas
felizmente y el sistema está reducido a su última expresión. Fácil, porque
con él reclama el auxilio de la autoridad policial cualquier persona, de
cualquier clase, sexo, edad o condición. Cómodo, porque no emplea per­
sona alguna, ni tiempo, ni espacio, y puede usar de él cualquier hombre,
niño, sirvienta y cualquier señor sin salir de su dormitorio o habitaciones
interiores. Seguro, porque con él puede reclamarse el auxilio de la comi­
saría de la sección, del sereno de la manzana, de los vecinos y transeúntes
sin que el empleado que por negligencia dejara de acudir al llamado tenga
medio alguno de disculpar su falta de cumplimiento. Es barato... Al
interior del hogar va la seguridad de que ha carecido hasta hoy, y la
LAS PERSONAS 25
madre de familia, débil por naturaleza e indefensa en el interior de su
casa, se hallará siempre amparada por la autoridad pública, cuyo auxilio
puede reclamar desde sus habitaciones interiores en cualquier momento.
Señala el nombre de la calle y número de la casa en que se reclama el
auxilio. La persona que reclama el auxilio tiene en el acto mismo la
comprobación de que ha sido oída.

Hernández escribe al doctor Manuel Martínez Fonte, en


Paraná, quien atendía casa y familia de Hernández, que el go­
bierno nacional prepara una revolución contra López. Efecti­
vamente, el gobernador es detenido por orden del gobierno
nacional, en vísperas de reunirse el Colegio que habría de ele­
girlo, y con intervención de oficiales del ejército lo encarcelan,
el 27 de mayo de 1868. En lugar de López, los agentes del go­
bierno central ponen a Francisco M. Escobar, presidente de la
legislatura correntina, quien declara su adhesión al gobierno
de Mitre y, como pretexto del derrocamiento de López, invoca
la necesidad de secundar con todas las fuerzas de la provincia
la guerra contra el Paraguay. Se había obligado a López a
renunciar, y, teniéndosele todavía preso, se le conmina a que
ratifique la renuncia que se le había arrancado de viva fuerza.
Con este procedimiento, tantas veces consagrado por los hechos
en nuestra historia, se llenaban requisitos seudolegales y se
sentaban precedentes que habrían de servir, si no en la juris­
prudencia, sí en el orden de las costumbres cívicas, para todas
las asonadas que destituyen a gobernadores y presidentes de
la Nación.
Es entonces cuando Cáceres se levanta contra el gobierno
de jacto de la provincia y contra la legislatura renovada por
Escobar, luego de destituir a la anterior del gobierno de López.
Numerosas fuerzas de Entre Ríos pasan a Corrientes para com­
batir con Cáceres, y en ellas va Hernández. Esa adhesión, en­
cabezada por López Jordán, era un levantamiento contra la
voluntad de Urquiza, gobernador de Entre Ríos, cuya situa­
ción con el gobierno nacional había mejorado en los últimos
tiempos. Hernández se levanta contra el caudillo después de
haber combatido por su causa en Cepeda y en Pavón. El go­
bierno nacional consideró que la provincia de Corrientes se
encontraba intervenida desde 1865 por la invasión de tropas
paraguayas, y cohonestó su política allí con ese falaz argumen­
26 EL POEMA
to. El levantamiento de Cáceres en Corrientes y el de López
Jordán en Entre Ríos abarcaban un objetivo todavía más
complejo, pues resucitaba la vieja discordia entre el litoral y
los porteños. Consideróse a Urquiza entregado a las maniobras
del gobierno de Buenos Aires y, por lo tanto, también contra
él se levantaron los revolucionarios. Esta es la razón de que
Hernández, urquicista en 1858, cuando la publicación de su
folleto sobre la vida de “El Chacho” y en sus ulteriores cam­
pañas militares y periodísticas, aparezca defendiendo la po­
sición de Evaristo López, de ninguna manera legítima, y la de
Cáceres y López Jordán; ésta es también la razón de su amis­
tad estrecha (en Santa Ana do Livramento) con Juan Pirán,
uno de los ejecutores materiales del asesinato de Urquiza. El
levantamiento era también contra Urquiza; por eso, especial­
mente por eso, Mitre declaró que la renuncia de López, obte­
nida con violencia, justificaba la revolución de Cáceres, con
lo que venía a apoyarse, bajo la faz de nuevas circunstancias,
a los caudillos combatidos con anterioridad. Sin embargo, Mi­
tre repudiaba este acto por las derivaciones que tuvo en la
provincia vecina. Numerosos jefes y oficiales del ejército, que
habían intervenido antes en el encarcelamiento del goberna­
dor López, simpatizaban con la causa de Cáceres. Corrientes y
Entre Ríos amenazaban, en el rigor de la guerra contra Para­
guay, con la guerra civil. Cáceres renunció al grado de general
que tenía en el ejército. El presidente de jacto de la legislatura,
Victorio Torrent, es designado gobernador, y López es puesto
en libertad. Este, de inmediato, declara ilegales su renuncia
y todos los actos por los que las autoridades fueron relevadas.
Mitre lo consideraba gobernador legítimo y a Torrent goberna­
dor de jacto, en una duplicidad de poderes que es común den­
tro de la nebulosa conciencia política de nuestra historia. Siem­
pre hay un gobernante de jacto en el poder y otro gobernante
de jure en el otro poder. Urquiza observaba una actitud am­
bigua, a tono con lo que venía ocurriendo, pero se ofreció a
sofocar la revolución en Corrientes, lo cual permitiría utilizar
las divisiones de ejército detenidas allí y enviarlas al Paraguay.
Inclusive se comprometía a restablecer las autoridades legales.
En septiembre de 1868, el comisionado federal, general Emi­
lio Mitre, inicia su campaña contra Cáceres, que había sido
LAS PERSONAS 27
batido en julio junto con tropas de Entre Ríos, llevadas por
López Jordán. Tanto López romo Torrent disponían de po­
derosas fuerzas armadas.
Falto de apoyo por las autoridades nacionales, López pidió
a la Cámara de Diputados de la Nación, por notas del 25 de
octubre y del 16 de noviembre de 1868, que se interviniese la
provincia. Mitre y su ministro Sarmiento, que mantenían tro­
pas regulares allí, restadas a la guerra con el Paraguay, alega­
ron que la participación de Cáceres impedía toda acción en su
favor. El 5 de diciembre, López dirigió una nota al gobernador
Castro, expresando que los derechos provinciales habían sido
violados en Corrientes, precisamente por el gobierno encar­
gado de defenderlos, lo cual suponía la destrucción del régimen
federal. Hernández refrendó esa nota, en calidad de Ministro.
Toda esa campaña de López Jordán fue seguida por Her­
nández. ;
Sarmiento es ahora presidente de la República. Hernández
se apresta a recios combates. Reside en Buenos Aires y funda
el diario El Rio de la Plata, cuyo primer número aparece el
6 de agosto de 1869. Se ha supuesto que Urquiza sostuvo de
su peculio particular esa publicación. Hernández tiene tres
hijos: Isabel, Manuel y la tercera, Mercedes, que nació el 24
de noviembre de 1867, en Corrientes. El 17 de marzo de 1870,
Hernández publica una noticia, la única con su nombre, que
dice:
Por aviso judicial, es llamado este señor [José Hernández] para que en
el término de quince días, a contar del 8 del presente, comparezca a
responder en la demanda que le ha promovido el síndico procurador prin­
cipal, por cobro de alquileres y desalojos de la casa ocupada por la imprenta
de su propiedad, bajo apercibimiento de lo que hubiera lugar__ Hace
dos años que ocupábamos en Corrientes un puesto oficial, y éramos dueños
de una imprenta por la cual publicábamos un periódico [El Eco de
Corrientes, fundado el 24 de agosto de 1864 y que Hernández dirigió desde
comienzos del 1867]...
Un escandaloso motín militar tuvo lugar el 27 de mayo de 1868,
encabezado por el jefe de la plaza, por soldados nacionales, por jefes y
oficiales del ejército argentino que operaba contra el Paraguay. Como
de paso, hacemos notar que en estos días ha publicado el señor Elizalde
algunas cartas para sincerar al gobierno nacional de los cargos que se le
hacían de haber premiado y ayudado aquella revolución, y en las cuales
se manifiesta que el ministro Elizalde entró en correspondencia confi-
28 EL POEMA
dendal con los revolucionarios desde el día siguiente del motín. En el
momento de la revolución, soldados de la armada rodearon nuestra casa,
intimándonos orden de prisión. Abandonamos la ciudad y en el carácter
de gobierno continuamos cinco meses la lucha armada de que fué teatro
aquella provincia. El gobierno embargó nuestra imprenta. Mi esposa
reclamó de este violento despojo, pero fué desoída, y la injusticia se
consumó como se consumaron todas las injusticias.

El programa político de El Río de la Plata fue redactado


por Guido y Spano, y se concreta en estos puntos: a) autono­
mía de las localidades; b) municipalidades electivas; c) aboli­
ción del contingente de fronteras; d) elegibilidad popular de
jueces de paz, comandantes militares y consejeros escolares.
Hernández intenta fundar un partido político, fiel a sus ideas
de reformista dentro del sistema federal que está consolidado
por la incorporación de Buenos Aires a la Confederación en
1863, y en él ingresan Carlos Pellegrini, Carlos Paz, Enrique
B. Moreno, Vicente Quesada.
En enero de 1870 deja de aparecer El Río de la Plata y el
11 de abril es asesinado Urquiza en su residencia de San José.
Hernández se había trasladado ya a Entre Ríos, para tomar
parte activa junto a su amigo López Jordán, a quien todos
sindican como instigador del asesinato del caudillo, en la nue­
va revolución. Su familia queda en San Martín, donde el 28
de mayo nace su hija Margarita.
El presidente Sarmiento destaca al general Emilio Mitre con
órdenes severas y dispone el desembarco de tropas federales en
Gualeguaychú. Simón Luengo, caudillo de Córdoba; Cáceres, de
Corrientes, y López Jordán, gobernador de jacto de Entre Ríos,
resisten la intervención nacional. Sarmiento declara no recono­
cer el gobierno de López Jordán. Las fuerzas nacionales impiden
que el movimiento se propague a Córdoba y Santa Fe; evitan
la sublevación de Corrientes, y así queda circunscrito en la
provincia de Entre Ríos un movimiento que estaba ramifica­
do en todo el interior. El gobierno moviliza fuerzas de Buenos
Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes: todo el litoral. Her­
nández milita en Jos batallones revolucionarios, que libran gue­
rras de guerrillas.
Tras la derrota de Sauce, infligida por el general Conesa,
las fuerzas de López Jordán se encaminan a sitiar a Paraná,
LAS PERSONAS 29
defendida por el coronel Juan Ayala. No obstante, consiguen
ocupar Concordia y Gualeguaychú. Sarmiento sustituye al gene­
ral Emilio Mitre con el ministro de guerra, Manuel de Gaínza
(aludido en el Martin Fierro como “don Ganza”), quien de­
signa en su lugar al general Juan A. Gelly y Obes. El general
Ignacio Rivas, con fuerzas la mitad menores que las de López
Jordán, derrota a éste en Santa Rosa, lo cual no le impide
recapturar la ciudad de Gualeguaychú. Gelly y Obes es reem­
plazado por el general Arredondo. López Jordán pasa a Co­
rrientes, y en Ñaenibé, el 26 de enero de 1871, pierde quinientos
hombres en la batalla. En esa acción Julio A. Roca, el futuro
Héroe del Desierto, es ascendido a coronel y comienza su
carrera triunfal de militar y político. Tras ese desastre, López
Jordán y Hernández huyen al Brasil, en un itinerario que se
supone de Federación al Salto Oriental, y de aquí a Rivera-Santa
Ana do Livramento.
Durante la ausencia de Hernández, su familia se traslada a
Baradero, a la estancia “Cañada Honda”, de su hermana Mag­
dalena. En 1872 el poeta está de nuevo en Buenos Aires y se
hospeda en el “Hotel Argentino”, donde compone por lo menos
el final del Martín Fierro. A fines de este año, pasa a Monte­
video. El 7 de enero de 1872, el coronel Valerio Insaurralde
se subleva en Curuzú-Cuatiá contra el gobernador de Corrien­
tes, Dr. Agustín P. Justo, impuesto por el gobernador Baibiene.
El 12, Justo abandona la provincia recurriendo a Sarmiento
para que el gobierno federal intervenga. Baibiene sofoca la
revolución un mes después de su estallido. Para secundar ese
movimiento, López Jordán, en el destierro, prepara nuevas fuer­
zas con los emigrados y adictos. La revolución hubo de estallar
el 19 de mayo de 1873. López Jordán ocupa numerosas ciudades
y pueblos de Entre Ríos, menos sus antiguos baluartes, que es­
tán custodiados por fuerzas nacionales: Concordia, Concepción
del Uruguay y Gualeguaychú. El movimiento es sofocado por
el ministro de guerra, Manuel de Gaínza, el 9 de diciembre,
en el combate de Don Gonzalo. Se ignora si Hernández par­
ticipó en la revuelta. Reside en Montevideo, dedicado al pe­
riodismo. Colabora en el diario La Patria, fundado por su
propietario y director, Héctor S. Soto (hijo de Nicanor, que
dirigía La Reforma Pacífica), el 19 de noviembre de 1873.
so EL POEMA
Era un diario político, comercial, literario y noticioso que,
según palabras editoriales, ‘‘venía a proclamar la soberanía del
pueblo y la igualdad ante la ley, tomando la verdad por prin­
cipio y el bien público por objeto” (en el artículo “José Her­
nández, periodista en Montevideo”, de J. Mí Sánchez Saldaña,
en La Prensa del 19 de octubre de 1941). El nombre de Hernán­
dez aparece mencionado en la edición del 5 de agosto de 1874
como co-director con Soto, y desaparece desde el número del
26 de septiembre. Se supone que Hernández regresó a Buenos
Aires. El 23 de octubre dirige ese diario hasta el 8 de noviem­
bre; entre el 18 y el 24 se interrumpe la publicación, y el 1?
de enero de 1875 deja de aparecer definitivamente. Tiempo
después dirá Soto de su colaborador: “Supo abordar con altivez,
ilustración e independencia las más difíciles cuestiones susci­
tadas en la prensa desde la aparición del diario, deudor a él
en gran parte de la popularidad, la simpatía y el respeto que
merecía entre la opinión pública”. Algunos artículos los firmaba
Hernández con el seudónimo “Un Patagón”. Se le atribuyen
dos décimas, en respuesta a una objeción que se le había hecho
desde otro periódico. (Una de esas décimas lleva rimas com­
binadas en forma irregular.) Dicen:
A fuer de puro inocente Llamé vejigas a un mal
quiso “El Grillo” en su jarana a que él viruelas lo nombra.
coi regirme a mí la plana Y a la verdad no me asombra
y se ha pelado la frente. que no sepa que es igual.
El purista impertinente, Mas lo que del nombre es trivial,
con frases poco galanas lio hay quien por esto peligre,
y con términos chocantes, pues si le dan, aunque emigre,
n.ostrado ha con ligereza lo han de dejar las vejigas
no conocer la riqueza como comido de hormigas,
del idioma de Cervantes. con la cara como un tigre.
Durante la campaña de la candidatura de Avellaneda a la
presidencia intervino como orador del Partido Nacional, unido
al Partido Autonomista, de Alsina, que se denominó en ade­
lante Partido Autonomista Nacional. Leemos en Ante la pos­
teridad, del general Francisco M. Vélez:
Quedó el partido Liberal dueño absoluto del campo para determinar la
renovación constitucional del P.E. de la Nación en 1868; pero entonces
este se dividió en nacionalistas y autonomistas, encabezados los primeros
LAS PERSONAS 31
por el general Mitre y guiados los segundos por el doctor Adolfo Alsina
y los Varela. Los primeros proclamaron candidato a D. Rufino de Elizalde,
los segundos a Sarm iento... Al terminar Sarmiento su período en 1874,
la elección favoreció nuevamente al candidato autonomista, doctor Avella­
neda; el partido nacionalista desconoció la legalidad de los comicios y
se lanzó a la revolución. Estos antecedentes explican cómo y por qué
Mitre y Sarmiento, tan estrechamente unidos en la lucha contra Urquiza,
militaban ahora en bandos contrarios... El general Mitre, jefe del partido
nacionalista y candidato vencido en las elecciones presidenciales, lanzó
desde Montevideo un manifiesto exponiendo al país las causas de la revo­
lu ción ... Desembarcó en Tuyú, recibió varios contingentes que le apor­
taban sus partidarios y se incorporó a las tropas que encabezaba el general
Rivas, quien, además de las fuerzas de la Frontera Sud, había incorporado
varios aportes de los correligionarios políticos y ochocientos lanceros indí­
genas mandados por el cacique Catriel en persona.
En 1877 nace su hija María Josefa (Josefina) y en 1879,
Carolina.
A comienzos de 1879, Hernández adquiere la imprenta y
librería del Plata, en la calle Tacuarí N? 17, en cuyos altos,
años más tarde, escribió Rafael Obligado gran parte de su
poema Santos Vega. En mayo de ese año es elegido diputado
provincial, por la sección electoral II, y publica La vuelta de
Martin Fierro. Al fenecer su mandato, el 29 de abril de 1881,
es elegido senador provincial por un año. Lo reeligen en 1882
y, de nuevo, en 1885. Ocupa ese cargo hasta su muerte, el 21
de octubre de 1886. El 17 de mayo deja de asistir a la Cámara,
impedido por su afección cardíaca.
Desde 1882 (octubre) hasta el 7 de diciembre de 1885, fue
convencional por la sección I; desde el 9 de enero de 1882
hasta el 31 de julio de 1884, vocal del Consejo General de
Educación (Sarmiento fue separado del cargo de director en
octubre de 1883); y de 1881 a 1884, vocal del Monte de Piedad
y del Banco Hipotecario Nacional. Intervino en la creación
de la Escuela agrícola experimental “Haras Santa Catalina”.
Presidió la comisión popular de festejos para la colocación de
la piedra fundamental de la ciudad de La Plata, cuyo nombre
sugirió al gobernador doctor Dardo Rocha. Presidió la sección
de las provincias en la Exposición Continental, y la Cruz Roja
en la revolución de Carlos Tejedor, en 1880. Dardo Rocha lo
comisionó para estudiar en Australia los sistemas de explotación
agropecuaria; pero, para no ocasionar gastos inútiles, compuso
32 EL POEMA
a base de su experiencia el folleto Instrucción del estanciero,
en 1881.
Los últimos años residió en su finca de Belgrano, donde
vivía con su familia. Sus últimas palabras, al hermano Rafael,
que lo asistió, fueron: “Hermano: esto está concluido”. Y, fi­
nalmente: “Buenos Aires, Buenos Aires”. Dejó como bienes
de su propiedad además, de su imprenta-librería, tres estancias,
mil novillos, dos casas, dos conventillos en Buenos Aires, la
finca en Belgrano (calles Luis M? Campos —antes Cañitas—,
Cabildo, Olleros y José Hernández —antes Esteco—). La adqui­
rió . a Borges y la denominó, como la residencia de Urquiza,
“San José”. Allí murió.
%
EL RETRATO DE ESPALDAS
Tenemos otra imagen de Hernández, en una fotografía
tomada de espaldas. Responde a una ocurrencia altamente
significativa: quiere entregar a su novia su figura completa,
en anverso y reverso. La anécdota es curiosa:
Estando en amores con una señorita de Echenagucía, Hernández se hizo
fotografiar de frente y de espaldas. Colocó ambas fotografías en un porta-
retratos de los que se usaba llevar pendientes del pecho, y se lo obsequió
a la novia. La señorita de Echenagucía arrojó indignada el retrato contra
el suelo, y así concluyeron esas extrañas relaciones amorosas.
Un atrevimiento, más bien una travesura, sin ánimo de ofender
a su prometida; pero con cierta falta de respeto, al menos en
lo convencional, hacia el género femenino. Su ocurrencia re­
sultaba lesiva, en cuanto que no tomó en cuenta que su novia
era ante todo mujer, y hacia las mujeres Hernández no sintió
jamás verdadera simpatía. Lo prueba su Poema, sus escritos
en prosa, sus artículos periodísticos, la Instrucción del estan­
ciero, donde la mujer y lo femenino están ausentes o reducidos
a elementos incidentales; y sus versos de cortesía, amanerados
y humorísticos. Su actitud estaba muy cerca de la misoginia.
Hasta los treinta años no sabemos que haya tenido otro amo­
río, y su vida se ha caracterizado por la acción violenta lejos
LAS PERSONAS 33
del hogar, en frecuentes cambios de residencia, cuando no
expatriado.
Su retrato de espaldas nos da, psicológicamente, una imagen
insospechada de la otra parte de sí mismo que no conocemos.
No es el negativo de su verdadera efigie, sino el otro yo, el
Doppelganger, con que los alemanes designan el “lado nocturno
del alma”. Y de ese lado, a los treinta y ocho años de edad,
surge el poeta que ha de cantar a los gauchos desvalidos; de
ahí surge asimismo, gran parte de su biografía de combatiente
y el misterioso silencio que rodea su existencia familiar.
Muchas hipótesis razonables se presentan, irresistiblemente,
a la pregunta de por qué este hombre, nacido en cuna patricia
y emparentado con familias de abolengo, desciende a cantar
la vida y desdichas de los gauchos. No basta decir que su
simpatía, o su conmiseración por las clases desheredadas lo
impulsara a ello. No se trata de la actitud de Kropotkin, Engels
o Russell, o de cualesquiera otros hombres de esclarecido linaje
o fortuna, para quienes la justicia es el deber elemental hu­
mano y que toman partido consciente y pugnaz por la defensa
social de los oprimidos. Es algo muy distinto.
Hernández, que desde niño acompañó al padre en las rudas
tareas del campo, fuera de su ambiente nativo, comprendía
al gaucho porque lo conocía bien. Lo vio trabajando en las
estancias y peleando en las batallas por la organización nacio­
nal; mas su actitud es siempre la de un señor compasivo hacia
los súbditos infelices. Al escribir el Martín Fierro libra uno
de sus combates políticos, hasta que el personaje creado por
él lo agarra por la espalda, como Jung dijo del Dios que
Nietzsche negaba, y lo obliga a dar algunos pasos más en la
empresa de su reivindicación. Algunos pasos más, a la fuerza.
Ha creado un ente rebelde, le ha dado un alma libertaria,
y en la gestación hay mucho de doloroso porque es un hijo
engendrado con violencia para consigo. Con violencia exterior
para sus adversarios y con violencia interior para sus recón­
ditas convicciones. Ese desafío a los opositores de sus ideas
políticas lo es también a la propia casta, y a esto se llama
resentimiento en el lenguaje de la psicología del hypnos.
La familia de Hernández había descendido de su posición
económica, y la familia de Pueyrredón de su posición política.
34 EL POEMA
En el casamiento de los padres, de dos ramas patricias en
conflicto, hemos de ver el origen de estos enigmas que final­
mente se subliman en una obra genial. ¿Por qué no quiso
usar, junto a su apellido casi impersonal de Hernández, ese
otro insigne de Pueyrredón, como era habitual en tales casos?
Un apellido de valor evita siempre que se pregunte cuánto
vale quien lo lleva. Sabemos que contestaba a los que le
preguntaban a ese respecto: “Porque Hernández basta”. Sin
embargo, sabía él muy bien qué significaba un apellido como
el que no usaba. Le escribe al coronel Juan M. Pueyrredón,
su tío, el 23 de mayo de 1864: “Los Hernández jóvenes pueden
enseñarle a ese cangalla cómo debe respetarse a un Pueyrredón
viejo”; el 24 de abril le da ánimos más explícitamente: “Atacar
a Pueyrredón cuando en la lista se hallan los nombres de
Benegas, que fué votado en la Gefatura con ignominia; de
Rueda qe. es un pobre diablo sin títulos a la consideración
de nadie; de Navarro qe. no necesito decirle lo qe. es; de
Carbonell cuya conducta de Pavón acá, no ha sido un modelo,
y de los otros qe. nada han hecho pa. merecer ser los Repre­
sentantes de ese Departamento, es un vilipendio y una burla
al Pueblo. No hay en esa lista uno solo que pueda decir qe.
tiene más títulos, mejores antecedentes ni un nombre más
digno qe. el Coronel Pueyrredón.”
En su vida pública y de escritor pone al frente su nombre
paterno y el nombre materno queda a la espalda. Lo tiene,
pero no lo usa; de él recibe bríos y altivez. Además, soluciona
así, en su persona, los conflictos que presenció, siendo niño,
en su hogar. Dice Leumann (en El Diario, 10 de noviembre
de 1934): “Terribles conflictos de familia, porque tenía tíos
unitarios y federales. Asistió a discusiones acaloradas”; y, re­
firiéndose a “rencillas de parientes”: “Su otra madre (así
denomina Leumann a la verdadera) murió a consecuencia de
un susto trágico, cuando él tenía nueve años de edad.” Her­
nández soluciona el conflicto abrazando el partido de los
federales que capitaneaba Urquiza y, cuando la unión de los
federales y unitarios, la fracción antiurquicista que capitanea­
ba López Jordán.
Pero más que su posición política debió desagradar pro­
fundamente a todos su posición de payador, con que tomaba
LAS PERSONAS 35
partido por la plebe en el plano de lo intelectual. Ninguna
gloria digna de su estirpe podría obtener de la fama de poeta
gauchesco entre el populacho. Hernández cierra las puertas de
su hogar tras sí, a sus espaldas. No solamente se desliga de su
segundo apellido, sino de lo que más ama. El conflicto rea­
parece, pues, transferido, y se mantiene en pie hasta hoy.
Hernández es un hombre extraño en su hogar y en su familia,
un expatriado. Defenderá a los caudillos como forma de
atacarse a si mismo en lo que ya no quiere, en lo que ha
dejado detrás de sí. Su folleto sobre la vida de “El Chacho”,
con que se da a conocer, es un documento importante en
aspectos de su psicología de hombre disconforme y de su ataque
a los “gobiernos de orden” de Mitre y Sarmiento.
Contrario a los “pandilleros” o gubernistas, en particular
a la política separatista de Alsina y Mitre, Hernández tomó
el camino de las( pérdidas, y su campaña militante en los
ejércitos se caracteriza por sucesivas derrotas. Su posición y
la de su familia es una apuesta a perder. Vive, retirándose
y huyendo, muchos años en Brasil y en Uruguay, radicándose,
solo, en Montevideo. Allí prosigue su campaña periodística
y hace con los “blancos” causa común. Voluntariamente se
coloca “fuera”, “en la otra banda”. Lo cierto es que había
renunciado valientemente a obtener ventajas. Actúa en la
oposición al gobierno (hasta la presidencia de Avellaneda) y
vindica a los desheredados, es decir, a los que ni los unitarios
ni los federales protegían. Finalmente, apoya la federalización
de Buenos Aires, definitivo golpe mortal para la organización
republicana, federal y representativa, con lo que se le quita
a la Provincia la mayor fuente de recursos. Actitud (buena
en este solo aspecto del complejo problema) que obedece en
él a su vieja actitud de porteño contra los porteños. Cuando
se busca nombre para la nueva capital de la Provincia, le
sugiere al gobernador Dardo Rocha el de La Plata, que toma
directamente del Río homónimo, pero que también es el
segundo apellido del padre, Hernández Plata, que tampoco usó
nunca.
Las relaciones que puedan existir entre la vida pública
y la privada de Hernández son tan sólo objeto de conjeturas,
por la falta absoluta de noticias del más mínimo interés. Baste
3tJ EL POEMA
señalar otro detalle referente a episodios familiares: cuando
muere el brigadier general don Juan Martín de Pueyrredón,
que fue guerrero de la Independencia y Director Supremo de
la República, el gobierno de Rosas le niega toda clase de
honores en el sepelio, y tiene que ser conducido a la tumba
en el carromato pintado de rojo que se empleaba para llevar
los cadáveres de los pobres. Hernández tenía a la sazón dieciséis
años; tres más tarde deja al padre para comenzar su vida de
soldado. Nunca dirá nada de su vida, y cuando el personaje
que crea para encarnar sus ideas sociales y políticas se propone
contarnos sus desdichas, vuelve el secreto a cerrarse en torno
de él para referirnos lo que todos sabían porque formaba
parte de su fama.
El Martín Fierro es una sublevación. Lo feo que pinta
encubre lo más feo que calla. No era lo más malo aquello
que describía, sino “lo más malo de lo que la censura patrió-
tico-gentilicia le permitía decir”. Es, en consecuencia, también
una obra censurada, porque omite sin intención consciente todo
cuanto atañe a la vida privada del protagonista. Unicamente
Cruz, el cínico, entreabre algunas intimidades de vida de
hogar, que no existe en el Poema, y ya vemos qué nos descu­
bre. Las travesuras de Picardía son flores en comparación de
las violencias, mancebías, ultrajes, robos, abigeatos, pendencias
y mil villanías más, propias del gaucho matrero que suminis­
tra el paradigma. En otro aspecto, el Martín Fierro es un
levantamiento contra la cultura y las letras, contra el hombre
urbano, contra la literatura de cenáculo; contra el Salón Li­
terario, sus corifeos y sus obras. Es una denuncia contra lo
que en 1872 se entendía corrientemente por buena literatura,
por buena política, por ciencia, arte y filosofía; es una nega­
ción ab ovo. Es dar vuelta la espalda a la civilización que
se había consolidado en falso; proclamar que, aunque valiera
poco, la literatura gauchesca era lo único que estaba ligado a
la tierra y al hombre que padecía sobre ella. La Primera
Parte es concebida, inclusive, contra la ideología de los pros­
criptos y de los reorganizadores. Estos elementos constituyentes
pasan a la Segunda Parte como resabios; solamente se los
encuentra en el Preámbulo, en el relato de Picardía (más
antiguo que la Ida) y en la despedida del Narrador. Martín
LAS PERSONAS 37
Fierro ha recuperado “sólo a una parte de sus hijos”, y la
mujer “ha m uerto”. La liberación total de este cautivo no
puede realizarse, porque está apresado por sí mismo, con
ligámenes que no puede romper. Así se desvanece cuando
intenta pasar de la noche al día, sujeto a su destino incom­
pleto de Doppelganger. Tránsito para el cual necesita antes
cambiar de nombre.

CUATRO PAUTAS CARACTEROLOGICAS DE LA ,


PERSONALIDAD DEL AUTOR
Hernández es cuatro cosas, por la naturaleza de su ser,
de su carácter: militar, periodista, político y poeta. Las cuatro
manifestaciones activas de su psique corresponden a un mismo
tipo extravertido, y tres —militar, periodista y político— por
igual al combatiente. Es una misma necesidad de su tempe­
ramento, una liberación en el mismo sentido, combatir con
las armas, escribir y actuar como político. Muy afín a esas
actividades es la de poeta, en cuanto autor del Martín Fierro.
Tanto por sí mismo como por la interpretación que el autor
le da, este Poema es una obra de lucha, de acusación política,
de defensa, de expresión de su disconformidad. Se lo podría
definir, como Sátira en el viejo concepto horaciano. Martín
Fierro está escrito, sin violentar su índole, sin apelar a la otra
mano, como decía Milton, por un militante de ideas, por un
combatiente de ideas (los ideales son otra cosa). Las cuatro
actividades son una misma, y la fundamental es la política.
Por convicciones políticas Hernández empuñó las armas siem­
pre; por convicciones políticas fundó periódicos, escribió ar­
tículos y panfletos, pronunció discursos. Debemos ver en la
formación del Poema, que éste nace del mismo propósito,
aunque al desarrollarse independientemente, al exigirle su
obra que se someta en su plan (que es el de Picardía, en los
cantos xxvn y xxvm de la Vuelta), se complique con otras
imprevistas derivaciones de su genio poético, que se revelan
ahí, fuera de lo político precisamente. Lo político despierta
en Hernández su verdadera grandeza como escritor, sofocada
por su actuación y por su prédica periodística. ¡Porque él
38 EL POEMA
era en esencia un grande escritor, más que un grande poeta!
Y aquellas manifestaciones violentas de su espíritu combatiente
e inquieto eran simplemente derivaciones frustráneas, máscaras
de su verdadera mentalidad prosaica.
Lo cierto es que no nace el poeta del político ni del
guerrero: es un poeta latente, al que una pobrísima educación,
la falta de propicias coyunturas para revelarse, la carencia
de maestros y de modelos, mantuvo clausurado. Como válvulas
de escape a esa enorme personalidad secuestrada, la milicia
y el periodismo dan salida a parte de esa energía; pero esa
energía necesita otra vía de liberación. El Poema se la ofrece,
pero no del todo. Cuando Hernández puede encauzar su
genio por esa vía, la vía es estrecha. Si por una parte le permite
realizar una gran obra —porque él supera al tema—, por otra
parte lo somete a una empresa de menor cuantía. Es Hércules
a la rueca de Onfala. Hernández era mucho más de lo que
alcanzó a ser. Y no fue más porque mucho tiempo erró por la
selva oscura en que tantos se extravían, y porque nada a su
alrededor lo alentaba a proponerse una obra de mayor aliento.
La comparación con Dante está dentro de lo lícito en el plano
de las esencias: Dante, el Poeta, fue también así.

TRANSFERENCIA DE JOSE HERNANDEZ


* ' A M ARTIN FIERRO
Con la aparición de la primera parte del Poema, impreso
en 1872 y puesto a la venta en enero de 1873, los amigos de
Hernández lo llaman, cariñosamente, Martín Fierro. De inme­
diato adopta él ese nombre como propio. A su muerte, un
diario de La Plata da la noticia con el encabezamiento titular
de “Ha muerto el senador Martín Fierro”. Son, si no una
misma persona, un mismo ser. Dirá él: “Soy un padre al cual
ha dado su nombre su hijo”. El personaje de su obra contiene
vivencias propias del autor; no su biografía, ni su carácter, pero
sí como símbolo. Hernández ha puesto en él desahogos de su
vida agitada y solitaria. Trazar un paralelo entre lo biográfico
de Hernández y lo alegórico de Martín Fierro sería errar en
la apreciación justa de lo que éste es con respecto a aquél.
LAS PERSONAS 39
No hay una transferencia de material biográfico; hay lo que
el psicoanálisis entiende como una transferencia. Es algo dis­
tinto: una elaboración sin correlatos simétricos, pero de con­
tenido, de destino; de realidad a sueño.
Podemos apenas formarnos una idea más o menos apro­
ximada de cómo fue la existencia de Hernández, y sabemos,
con alguna mayor seguridad, cómo fue la de Martín Fierro.
Superpuestas las dos imágenes acaso den una imagen coordi­
nada, una tercera biografía en que una y otra vida confluyan
y precisen un rostro ideal. No será la vida del uno ni del
otro, sino algo hecho con la vida de los dos, en una alternativa
de padre e hijo, como resulta de la obra. Al considerarse él
como padre que recibe el nombre de su hijo, recupera esa
parte de su personalidad no biográfica, eso por lo cual ya
Martín Fierro era un padre.
Acaso el dato de mayor evidencia sea que en el Poema
no existe la paternidad como vínculo espiritual; que los hijos
son huérfanos siempre, abandonados en la primera infancia,
y que se crían al cuidado de las tías; que uno de ellos, Picardía,
perdió a la madre antes de saber llorarla; que el hogar de
esas criaturas se deshace por la violencia, pasando de una
tutela a otra los hijos. Pero aunque en estos datos haya una
posible transferencia vivencial, en las quejas contra su destino
es donde podrá encontrarse mayor correspondencia entre una
y otra vida, siempre reducida al pathos de un destino. Lo
demás sería un camino de identificación equivocado. Como
ver en la robustez de Martín Fierro, que levanta y sostiene en
el aire a sus víctimas, para arrojarlas lejos con un golpe del
brazo, algo relacionado con la potencia física del Autor, com­
parado por el hermano Rafael con Rafetto, héroe de circo,
célebre por su fuerza. Todo esto sería muy superficial. Mejor
será desenmarañar ese “botón de pluma, que no hay quien
lo desenrede”, recordando que M artín Fierro, después de su
combate con el Indio, se encomienda a su santo, San Martín,
que es el nombre del partido donde él nació. O el lapsus de
“jago” en lugar de “gajo”, palabra metafórica que expresa
“hijo”. La estrofa entera está hecha con elementos estrechamen­
te relacionados con la descendencia física y espiritual, en un
recuerdo d?l saber maternal, cpie aconseja acentuando I3
40 EL POEMA
autoridad del padre. El “error”, pues, no es un simple lapsus,
está bien estudiado ya por Freud. Pero existe otra circunstancia
sumamente interesante. Esa estrofa (II, 1707-12), que se rela­
ciona con lo rememorativo subconsciente, que está sentida en
(su tono de seis versos como un equivalente sintético de una
situación familiar, que es un recuerdo sublimado, en fin, da
lugar a otra falla, en la primera palabra de la estrofa siguiente.
Escribe primeramente: “Recordarán que quedam os...,” y corri­
ge: “No inorarán que quedam os.. . ” Pero en el texto vuelve a
aparecer la primera forma, instintivamente tachada, y el Poema
se publica, después de una segunda corrección (en el manuscri­
to ulterior, que se ha perdido), como: Recordarán que queda­
mos Sin tener donde abrigarnos (II, 1713-14).
No debe omitirse, sin embargo, la circunstancia de que Her­
nández vivió hasta los cuatro años en casa de la tía Victoria
(Mamá Totó), y que al abandonar ésta el país con su esposo y
la hermana del poeta, Magdalena, pasa él a vivir en la quinta
del abuelo, aquel severo varón que había renegado de su padre
y que fue obligado a ser su padrino. Cinco años vive allí, en
Barracas, y a la muerte de la madre, en 1843, el padre lo lleva
consigo. Pero es visible que de esa estada no queda en la
memoria subliminal de Hernández nada, o casi nada, y en
cambio sí de su segunda madre, la tía-Mamá Totó, la única
y verdadera madre para él.
Entre Hernández y el personaje Martín Fierro, entre H er­
nández y el Poema, debemos colocar “lo gauchesco”. Lo gau­
chesco debe ser estudiado aquí como un material plástico, como
una sustancia que también debemos situar en un plano de
proyección coincidente del Autor y del Poema. Está en lo
gauchesco, no en el gaucho ni en la obra, lo que contiene a
Hernández como una transferencia. No es Martín Fierro su
derivado, sino lo gauchesco. Lo gauchesco es en Hernández lo
subliminal, lo que ahora puedo designar como un complejo de
inferioridad. La vida en casa de mamá Totó y en casa del abuelo
Rafael no era la vida del campo, que desde los nueve años
conoció. Vida que conoció en circunstancias penosas: la muer­
te de la madre, los trabajos fuertes, exentos de ocios y ternuras,
del padre, la vida del campo, acompañándolo más que ayu­
dándolo. Ese mundo rudo y cruel con que se encuentra de
LAS PERSONAS 41
pronto, al que cae como a un infierno, eso es lo que perdura
en el Martín Fierro. El campo y sus gentes —el padre inclusa-
son para él una dolorosa experiencia. Escapa de ellos —campo,
gentes y padre— tan pronto como puede, alistándose en las
tropas de un ejército que es contrario a las convicciones políticas
del padre —eran las de Mamá Totó—. Combate contra el coro­
nel Lagos, que reencarna la idea rosista del federalismo, de las
costumbres de los gauchos, de una vida que se intentaba cambiar
violentamente después de 1852. Sin ninguna duda, el padre era
rosista, pues trabajaba, hacía dieciocho años, en estancias y para
saladeros asociados al tirano —Cambaceres y Panthou, sin nin­
guna duda—. Hernández toma partido por el gobierno de Bue­
nos Aires, con Pedro Rosas y Belgrano, hijo adoptivo de Rosas,
que combate contra el defensor de las ideas de él, el coronel
Lagos. Desde entonces queda fijada su posición, pero esa posición
es y será siempre equívoca. Es lo gauchesco más que el gaucho.
No era un federal rosista, sino un federal urquicista, y la
reforma pacífica de Soto es una casación, dentro del federalismo,
entre ambos extremos: el casi unitario de Urquiza y el unitario
de Mitre.
Todas sus campañas militares las hace por esa idea: primero
en favor de Urquiza contra el gobierno porteño de Mitre, y
luego en favor de López Jordán —ya asesinado Urquiza—, con­
tra el gobierno de Sarmiento; pero la carrera militar es para
él un medio de liberar sus energías de combatiente, su epos
orgánico. No persiste en ella, y cuando después de Pavón la
abandona, no reclama siquiera sus sueldos ni su grado de sar­
gento mayor. Las dos acciones en pro de López Jordán, como
su actuación en Paysandú, al invadir Corrientes las tropas pa­
raguayas, son arranques de su temperamento más que de sus
ideas.
Militó junto a los gauchos, pero no era un gaucho. La
suposición de su hermano Rafael se adapta a la fama de
autor del Martín Fierro, como que es un opúsculo donde explica
su personalidad como poeta, en la nomenclatura de las calles
de Pehuajó. La versión, que conserva su familia, de que nunca
intervino en tareas del campo y de que lo que sabía lo supo
por averiguaciones y trato con gentes entendidas, es verosímil.
Pero aparte la intención de depurar al antecesor de las máculas
42 EL POEMA
de plebeyez con que se afeó para todos los descendientes, en
esa declaración tiene que haber algo de cierto. Lo que hay de
cierto es que Hernández abrazó el partido de los gauchos por
disgusto, por reacción contra ellos. Es un amor que nace por
ambivalencia del odio. Lo gauchesco se interpone entre el
gaucho y él; y en lo gauchesco es donde él pone su intención,
donde se pone él. Hernández está contenido simbólicamente en
lo gauchesco y no en el gaucho M artín Fierro, como no lo
está en Picardía, que en su primera concepción sale a explicar
con su vida las ideas del político, en verso.
Documento de inapreciable importancia es su folleto sobre
“El Chacho”, un caudillo de la cepa más oriunda. Sarmiento,
que era gobernador de San Juan cuando es asesinado, escribirá
una Vida de “El Chacho” que, en cierto modo, puede servir
de apéndice, como la Vida de Aldao, a su Facundo. Es un
opúsculo contra lo gauchesco. No debemos olvidar que el folleto
de Hernández es una acusación personal contra Sarmiento, y
que el Martín Fierro es el reverso del Facundo.

RETRATO FISICO Y PSICOLOGICO


Refiere J. M. Fernández Saldaña (“J osé Hernández, emi­
grado en Brasil”, La Prensa, 6 de octubre de 1940) que dos
octogenarios,
Belmira García de Labarthe y D. Pedro, su hermano, conocieron a
Hernández en Santa A n a... Juan Pirán, que había entrado en amores
con una de las hijas de García, a la que luego hizo su esposa, presentó
a su' amigo a la familia de su prometida. La sencillez y modo afable del
recién venido ganaron presto y cordialmente a los García, a cuya casa fué
concurrente y comensal habitual. Queda a los dos únicos hijos sobrevi­
vientes de la pareja García un vivo recuerdo del em igrado...
Era morocho, con barba larga, redonda y negra, igual que el cabello
y muy poblada. Le parece estarlo viendo D?' Belmira. Tenía estatura
más de regular y era extremadamente grueso: "el hombre más grueso
que tenga conocido”, y añade en portugués: “Era poeta e recitava versos
de sua lavra.”
El hermano Rafael lo evoca:
LAS PERSONAS 43
De formas atléticas, poseía una fuerza colosal, comparable a Rafetto, el
Hércules de nuestros circos, y una bondad de alma comparable a su fuerza.
En Una excursión a los indios ranqueles (cap. xxv), de
Mansilla, su adversario político, que habría de pronunciar la
oración fúnebre en su sepelio, dice:
Imaginaos a O rión... subido sobre un tablado, luchando a brazo partido,
en medio de las más risueñas algazaras de una turbamulta, por cargar y
levantar a nuestro cofrade Hernández, exRedactor del “Río de la Plata”
cué, cuya obesidad globulosa toma diariamente proporciones alarmantes
para los que, como yo, le quieren, amenazando remontarse a las regiones
etéreas o reventar como un torpedo paraguayo, sin hacer daño a nadie...
Carlos Olivera, que conoció al Poeta en la Convención
Reformadora de la Constitución de Buenos Aires, dice de él
(en M e d a l l a s 1909):
Conocí - a Hernández, con el que pronto hicimos gran relación. Era un
hombre afable, bueno, modesto. Lo miraban como a un discípulo retar­
dado en el arte social de ocultar la verdad. Y, en efecto, no tenía cortesía
ni urbanidades en el espíritu, para la mentira. Veía las cosas con claridad
y decía su pensamiento sin imaginar que se llevaba por delante exquisitos
ceremoniales. Su elocuencia era como un ariete. Tenía, más o menos,
el cuerpo de dos hombres; su voz era pura y potente; parecía un órgano
de catedral... Su hermano Rafael, con quien hemos tenido relación de
muchos años y de mucha intimidad, me ha contado que Martín Fierro
tenía tanta fuerza física, que más de una vez había hecho la prueba de
hacer gritar de dolor y derribar al suelo los caballos que domaba, sola­
mente apretándoles el cuerpo con sus piernas, como dos palancas me­
cánicas.
Las fotografías de Hernández que se han publicado, parti­
cularmente una, de pie, apoyado en una mesa sobre la cual
está boca arriba su galera de felpa, dan la impresión de un
hombre de gran corpulencia, acaso ligeramente obeso y con
un semblante de inmensa bondad. Pero el gesto, o el aire va­
ronil que trasunta su imagen, nos comunica una inquietud física
más que espiritual, pues está en la actitud de arengar, no
enteramente reposado en sí, sobre sus piernas; se diría que está
molesto de posar.
En caricaturas de la época (El Mosquito) se le presentaba en
un grupo de políticos como desplegando su fuerza, disfrazado
44 EL POEMA
con una piel de tigre. Esto a raíz de haberse disfrazado así en
una fiesta de Carnaval, en 1880. La noticia la da José Victorica.
Los datos que tenemos de él son, al mismo tiempo, de un
hombre de carácter jovial, sumamente ingenioso en la conver­
sación, que matizaba con ocurrencias y dichos muy en la manera
del paisano.
El hermano Rafael alude, en Pehuajó , a sus facultades
intelectuales en verdad excepcionales. Dice:
Era su retentiva tan firme y poderosa, que repetía fácilmente páginas
enteras de memoria, y admiraba la precisión de fechas y de números en
la historia antigua, de que era gran conocedor. Se le dictaban hasta cien
palabras, arbitrarias, que se escribían fuera de su vista, e inmediatamente
las repetía al revés, al derecho, salteadas y hasta improvisaba versos y
discursos, sobre temas propuestos, haciéndolas entrar en el orden que
habían sido dictadas. Este era uno de sus entretenimientos favoritos en
sociedad... Merced a su poderosa organización intelectual, guiaba su mente
por distintos rumbos, sin distracción ni confusiones. . . Decidor chispeante,
oportuno, rápido y original, se conservan entre sus amigos interesantes
anécdotas; pero jamás hiriente en sus chistes epigramáticos. La nota bulli­
ciosa vibraba siempre a su alrededor, no por cuentos que refiriese, sino
por sus ocurrencias felices y siempre criollas.

EL SINO DE LA PAMPA
Creo ver cumplirse, también en Hernández, esa ley terrible
de nuestra historia que exige el sacrificio humano en pago de
la gloria. Cualquier excelencia despierta la hostilidad, que des­
de el centro de los seres más queridos se propaga hacia la
periferia. Todo grande hombre está solo, y el movimiento de
sístole que protege al incapaz expulsa en vigorosa diástole al
bien dotado por Dios o por la naturaleza, particularmente al
benefactor. Nuestros más grandes hombres han muerto en el
destierro, dentro o fuera del país.
Si podemos hablar de un destino, éste existe en Hernández
para borrar sus huellas, para esfumar su imagen de persona vi­
viente. La fama de su obra se vuelve contra él en su condición
de hombre. Deja en su lugar una personalidad literaria, una
efigie que concluye tomando los rasgos de su engendro más
que los suyos propios. Sólo a costa de la pérdida de sus rasgos
LAS PERSONAS 45
firmes y de la nebulosidad de su existencia biográfica se afianza
y robustece esa personalidad del cantor del gaucho. El mismo
reconoció que Martín Fierro se había nutrido a expensas de
su vida; que lo había absorbido, dando vida a un ser irreal
que lo devoraba. Así adquirió él a su vez una personalidad de
reflejo; perdió la suya para tomar la de Martín Fierro, llamán­
dosele en el hogar y hasta en el Parlamento con el nombre
de su criatura. “Desde 1873 —escribe Leumann, en El Diario,
10 de noviembre de 1934—, todos sus parientes y amigos em­
pezaron a llamarlo Martín Fierro”. Cuando muere, los discursos
necrológicos despiden en realidad a su doble.
Esa popularidad mata su memoria, y tras él se cierra toda
noticia y todo recuerdo, en una muerte definitiva, total. Nada
se dice, nada se sabe de él. Cuando de los campos se lo trae
a la ciudad para una apoteosis, las murallas de silencio se
petrifican. Todo se borra y desaparece: documentos, objetos y
testimonios biográficos generosamente entregados antes de que
Hernández se levantara a la gloria, cuando todavía era, para
los suyos y para los extraños, un payador de pulpería.
Cuando la Sociedad Argentina de Escritores realizó en 1943
un homenaje al Poeta en su casa natal, la peregrinación de los
admiradores rondó la casa, cuyas puertas, ventanas y celosías
quedaron herméticamente cerradas. Nadie asistió a la ceremonia
de la colocación de una placa de bronce en esa tumba solariega.
Su fama le había dado la muerte, y en el caserío de Perdriel,
donde don Juan Martín de Pueyrredón congregó a los gauchos
para la defensa de Buenos Aires contra la primera invasión de
los ingleses, yo sentí aquella tarde de noviembre, presidiendo
la comitiva de los fieles, que éramos intrusos en un panteón
de otras glorias. También nosotros éramos el populacho qué
llevábamos la fama que le había dado muerte en esa tumba
donde nació. Su recuerdo ha sido “repartido generosamente”;
el payador no vivía allí sino en los campos, conforme a su
profecía: Pues son mis dichas desdichas Las de todos mis her­
manos— Ellos guardarán ufanos En su corazón mi historia—
Me tendrán en su memoria Para siempre mis paisanos (II,
4877-82).
Ocupó millares de ranchos en el campo, hizo que no se
lloviera el rancho donde estaba su libro, pero se quedó sin su
46 EL POEMA
hogar. Es fácil colegir qué tributo de lágrimas pagó por su
popularidad, y cómo a medida que ella iba creciendo se dis­
minuía su persona. Su cuerpo de gigante bondadoso proyectaba
una sombra maléfica, pero se iba a buscar aventuras, lejos de
su mujer y de sus hijos, como Martín Fierro. Eso le ocurrió
en la vida, no en la literatura, por deleitarse en cantar en las
pulperías, cuando había más gente.
Comprendemos hoy cuán a fondo se jugaba al dedicarse
a una misión fuera de la némesis familiar, en la némesis de
nuestra historia. La apostasía de la Ida lo compele a la misión
de la Vuelta. Se trata, entonces de una obra realizada con el más
cruel de los sacrificios, de una obra que habría de valorizarse en
razón de la inmensidad del tributo. Empresa que a cambio de la
fama y la simpatía universales le enajena el afecto y el respeto;
lo mismo que le aconteció al rico traficante Giovanni Ber-
nardone cuando se arranca sus vestidos y su nombre y echa
a andar, desnudo, el “francesco”, jaculatoris Dei. Hay que ele­
gir y hay que pagar. Su soledad llega hasta nosotros, con el
rencor y el desdén. Rencor y desdén que nacen de una fama
de juglar-, nacidos y alimentados con pasión, “con amor”. Con­
figuran también un culto, aunque negativo; y un “amor”, que
no es el nuestro. ¿Hizo algo él para que se le amara? Su vida
de combatiente, de periodista y de poeta revelan un secreto
propósito de descender, de dar la espalda a sus deberes de
clan, enmascarándose con la defensa de algo superior. ¿Qué?
Nosotros no vemos sino una parte de la verdad. Hernández
nos pertenece como juglar de Dios, no como persona. ¿Por qué
se despoja de sus vestidos y de su nombre y sale a recorrer los
campos? ¿Hubo alguna afrenta en su niñez, algunas palabras
de ésas que en la infancia y en la adolescencia cruzan el rostro
y dejan una cicatriz para toda la vida? ¿Supo alguien sus se­
cretos? Al abandonar la casa paterna, después de un castigo, el
hombre que se marchó a Jos campos a formarse de nuevo entre
los gauchos, dejó un papel que decía: “Dejo todo lo que es
mío”, y la firma: Juan Manuel de Rosas. Dejó también la
zeta de su apellido que desde entonces reemplazó con una
ese. Suprimió también parte del patronímico, que era Ortiz de
Rozas. Hernández dejó también todo lo que le pertenecía, al
apartarse de su padre y alistarse en las tropas de las guerras
LAS PERSONAS 47
civiles y al tomar partido por la causa federal, que era la
de los gauchos (aunque no para los gauchos). ¿Estaba entre
ios suyos junto a ellos? ¿No estaba “expatriado”? Cunninghame-
Graham nos cuenta que aquellos gauchos, veinte años después
de haberse ido el tirano, gritaban, cuando estaban ebrios: “¡Viva
Rosas!”. Habían callado su soledad.
El problema del solitario Martín Fierro es un complejo
del mismo tipo. ¿Es que su obra ocasiona el desapego de los
suyos; es que por adquirir popularidad de payador arriesga
la paz doméstica, errante y solo entre gauchos errantes? ¿O
acaso porque se siente desapegado, extraño, forastero, es por
lo que emprende incesantes giras y canta al gaucho harapiento
en un lenguaje de plebe? Cuando uno se va es porque ya se
ha ido. Hernández repartió sus papeles y ocultó durante cua­
renta años sus manuscritos y borró sus huellas. Los demás han
cumplido su mandato, con fidelidad y con amor. Sin saberlo,
cumplieron el plan de un destino que él sintió en todo su
conminatorio rigor. Cuando penetra en la Legislatura, ya ha
dicho qué es la ley. La ley que él conoce no está escrita, la ley
que a él lo rige es la de su destino. No pudo rehabilitar la
imagen de un caballero vestido siempre de etiqueta, actuando
en las altas esferas de la política, buen patriota y misericordioso
para los desheredados de la fortuna. Eso quedó en las únicas
fotografías que se han salvado de las vicisitudes de su auto-
destrucción. Esa es su imagen atesorada y para que perdurase
tuvo que perder la otra, la de todos los días y la de sus andanzas.
Esta imagen se ha confundido con la del pueblo. Sin biografía
cierta, sin relieves en su persona y sin reliquias de las cosas
que había poseído, adquirió la imprecisa realidad del hijo de
su alma, y nos empuja a que busquemos su historia y su persona
viviente en los versos del Poema. La falta casi total de mate­
rial biográfico ha impedido que se reconstruyera una imagen
falsa de él. Esa circunstancia ha preservado a Hernández de la
profanación, que pudo resultar tanto de la falta de sentido
para comprender su Obra como de una admiración insensata.
Ahora quienes lo admiran por sus restos mortuorios dejan ileso
lo que vivió y lo que escribió. Cuantas obras se han escrito
para restaurar de él una imagen semejante a la de su retrato
han elogiado su doble. Su vida y su obra no están en lo que
48 EL POEMA
encierra su féretro, sino en lo que vive y canta en sus versos.
Su obra tampoco está en el texto escrito que amortaja el libro,
sino en la imagen del país que nos dejó y que no se ha desva­
necido, aunque haya cambiado por completo.

LA MAYOR REBELDIA DE HERNANDEZ


De la falta de toda cultura, y aun de la preocupación por
adquirirla; del vivir consagrado a la acción, del escribir en
los periódicos, proviene la grandeza de Hernández. Ninguna
razón hay para admitir que fuese un hombre afecto a las
lecturas, ni que tuviese inquietudes de ninguna clase sobre lo
que entendemos por el saber técnico, obtenido en los libros
o en el estudio metódico. Hombre del siglo xix, el de nuestra
Ilustración, con las grandes figuras que fundan nuestra cultura,
permaneció indiferente a ese afán de conocer y de perfeccio­
narse que caracteriza a todos los hombres de su generación y
de su clase.
Existía, pues, dentro de un medio social inferior, y en el
del campo, una voluntad de elevarse sobre ese nivel, particu­
larmente en las ciudades. Baste recordar nombres como los de
Echeverría, Gutiérrez, Alberdi, Sarmiento, Mitre, Tejedor, Va-
rela, Alsina, Avellaneda, para sentir de inmediato que Hernán­
dez en ningún sentido pertenece a esa estirpe. La preocupación
de aquellos hombres, que era la misma que la de Hernández
—los problemas dei país—, los empujaba a la adquisición de
conocimientos que para el Poeta no formaban parte de sus
necesidades. La postura de Martín Fierro, cuyo desprecio por
el cantor culto y por el saber representativo de las ciudades
es notorio, es la misma del Autor. Por lo tanto, era un hombre,
si no conforme con las cosas del país, fuera de la orientación
de quienes querían mejorarlo mediante la educación cívica
creando una alta cultura en las letras, las ciencias y las artes.
Sus ataques a la civilización fundada sobre el saber egoísta no
deben ser vistos como una actitud expresada en el Poema según
los fines que se propone al escribirlo, sino algo que responde
en él a su propia naturaleza de hombre práctico e insensible a
las formas superiores de la cultura. Sus discursos parlamentarios
LAS PERSONAS 49
delatan al hombre formado en la lucha, con limitadas ideas de
lector de diarios, sin ningún conocimiento de textos que invocar.
Su defensa de la capitalización de Buenos Aires recoge aquellas
ideas tantas veces debatidas, no sobrepasando sus miras expues­
tas muchos años antes en el folleto Las dos políticas.
El elogio que Mansilla hizo en su sepelio se relaciona con
este aspecto de su personalidad. Dijo entonces:
Un último adiós a la memoria del que deja en las filas del pueblo un
vacío inmenso que no se colmará con facilidad; que era uno de los suyos;
que aprendió la vida en la lucha por la existencia; que no tuvo más escuela
ni universidad que su talento y su perseverancia.
Él mismo, en la Carta a los Editores, reconocía que sus ideas
las había formado “en la meditación, y después de una obser­
vación constante y detenida”. Cuanto se ha escrito, pues, acerca
de sus lecturas debe ser rechazado como un intento de atribuirle
un saber que no tuvo ni necesitaba para nada.
Hernández no solamente es un hombre formado por sí
mismo, sino un hombre que no tuvo ningún interés por los
problemas de la cultura. Se desconoce que poseyera en su
biblioteca un importante libro siquiera; y de haber existido
realmente tal biblioteca (sólo Avellaneda alude a que existió)
es de suponer que estuviera constituida por obras populares,
de poetas españoles en boga, y esa clasede publicaciones ofi­
ciales de que se nutren nuestros políticos. Muy distinto es el
caso de otro grande escritor nuestro, criado en el campo, lejos
de todo centro de cultura, cuya vida de pastor y de vagabundo
está orientada hacia el saber preciso, científico, conforme a
las mayores exigencias del observador y del escritor. William
Henry Hudson recibió del cielo la misma gracia de conservar
su alma inmune a las contaminaciones del pensar y del sentir
librescos. Él nos cuenta qué maestros tuvo, ejemplares curiosos
de excentricidad, pero también qué libros encontró en la casa
paterna: Gibbon, Rollin, Whiston, San Agustín, Dickens, Car-
lyle, Darwin. Casi el doble del tiempo que Hernández, vivió
Hudson en nuestras llanuras (treinta y tres años) y los vivió
observando, estudiando, meditando. El acopio que hizo enton­
ces de seres y cosas del campo habría de conservarse intacto a
lo largo de medio siglo. Su trabajo es el mismo que realiza
50 EL POEMA
Hernández, pero él es muy distinto. Sabe que existe el mundo
de las letras, el de la ciencia, el de la filosofía, aunque defienda
su tesoro virginal y mantenga en su alma el candor y la emo­
ción del cachorro salvaje. Hernández conservó su naturaleza
agreste y sus vivencias agrestes, mientras que Hudson conservó
su pureza fresca y natural a través de inmensas lecturas y de
profundos estudios, no por cierto del tipo pedagógico.
Hernández recoge del campo otros materiales, mucho más
pobres y reducidos. En Hudson están las praderas y los ganados,
los árboles, las flores, los animales, las nubes, las lagunas, los
hombres, los hogares, los niños, las costumbres. Durante cua­
renta años el canto de los pájaros, el matiz de los pétalos de
una flor, plumajes y tacto y olor de las hierbas se conservan
presentes, frescos, vivos. Su mundo es inmensamente más am­
plio, rico, expresivo. Cuando paite para Inglaterra, se lleva el
país entero en su memoria, en sus ojos, en sus oídos, en sus
libretas de apuntes. Conoce un poco de la literatura argentina,
que no menciona, pero ha leído sin duda a los viajeros ingleses
y toda la literatura universal. Se percibe en sus obras que es
un hombre de vasta, intensa y refinada cultura. El caso de
Hernández es tan distinto, que es casi todo lo contrario. Aun­
que los dos estén exentos de todo contagio literario, el uno lo
está por la fuerza de su personalidad y el esfuerzo por mante­
nerse siendo lo que es; el otro, porque ha defendido su fuerte
personalidad de todo riesgo de ser contaminado. La ha defen­
dido instintivamente, por repulsión a la sabiduría que se
adquiere y acaso por percibir que las formas de la poesía culta
y el saber técnico le estaban vedados. Lo que trasuntan sus
otras obras (los versos ocasionales, los folletos) es una lectura
inferior y un gusto literario detestable. Mencionar junto al
suyo los nombres de Confucio, Sócrates, Platón, Aristóteles y
Séneca, aunque él los invoque, es ridiculizarlo. Lo que su her­
mano Rafael, Tiscornia y Leumann han pretendido, para agre­
garle un plus de sabiduría erudita, hace del verdadero genio
de Hernández una caricatura. Le bastaba con la “fecundidad
del insuficiente”, que decía Goethe. Y él mismo deliberada­
mente, adoptó una actitud fiel a su formación espiritual, pro­
poniéndose la inferiorización sistemática de su Obra, no para
disminuirla sino para que tomara contacto con la tierra y
LAS PERSONAS 51
consigo, donde encontraba su fuerza. La palabra “ignorante”
(que nos pertenece, según el anagrama de “argentino” que
Sarmiento descubrió) es la que corresponde aplicar a este hom­
bre de genio. Ignorancia inclusive del idioma, que no siempre
se declara por aquel proceso de inferiorización, sino al contrario,
por su secreta intención de encaramarse a las formas del decir
culto. No sólo confunde en el Poema el tú y el vos, en versos
como: No te vayas a turbar, No te agrandes ni te achiques—
Es preciso que me expliques (II, 4122-5); A estorbarlo no te
metas (II, 2382); Es necesario que vos No la vuelvas a buscar
(II, 2875-6); Y por los años que tienes no podés manejar bienes
(II, 2130-1)..., sino en otras composiciones. Por ejemplo: Yo
un permiso te pedi Alas que un permiso un favor; Y por ven­
garos de mí (en el álbum de Carolina González del Solar, un
año antes de casarse con ella); Yo sé que si en su guitarra
Hiriendo la cuerda ufano Os hubiera dicho adiós, No habrías
dejado llevarlo (A una amiga remitiéndole un libro); Vos me
conocés bastante... Creedle cuanto ella te diga... (carta al
yerno, 15 de junio de 1885). En ninguna de sus obras emplea
un lenguaje que responda a una formación ilustrada, sino el
corriente en las conversaciones de las personas de mediana
instrucción. El párrafo de Hernández, que se encuentra en el
Prólogo a la Vuelta (“Cuatro palabras”) y que ha dado pie a
su supuesta erudición, es éste:
... máximas y pensamientos morales que las naciones más antiguas, la
India y la Persia, conservaban como el tesoro inestimable de su sabiduría
proverbial; que los griegos escuchaban con veneración de boca de sus
sabios más profundos, de Sócrates, fundador de la moral, de Platón y de
Aristóteles, que entre los latinos difundió gloriosamente el afamado Séneca,
que los hombres del Norte les dieron lugar preferente en su robusta y
enérgica literatura...
Si no prueba lo que los críticos creen, sí prueba lo que nosotros
creemos de los críticos.

POSIBILIDAD DEL M ITO


El Poema viene explicado por la índole personal de Her­
nández, hombre extravertido, que constantemente se proyecta
52 EL POEMA
al mundo de la acción. Martín Fierro es un instrumento de
acción con que libera fuerzas proyectoras de su psique; es el
complemento de sus armas y de sus combates corporales, de
manera que el personaje mítico debe contener, en alguna pro­
porción, sustancia de su propia vida. El hecho mismo de crear
en el arte, particularmente en la 'literatura, entes simbólicos,
que además de su propia existencia estén representando un
doble contenido ideal, proviene de que esa necesidad común
en el artista, tuvo en Hernández un significado criptográfico.
Su Martín Fierro es una proyección de sí, sin necesidad de
que contenga elementos biográficos auténticos, biografía e his­
toria reales. Ya es un ente acabado, un hijo, como le llamará
con un significado que trasciende la metáfora corriente de la
paternidad de todo creador.
Martín Fierro es “su hijo”, efectivamente; es decir: él mismo
que se desprende, se independiza de sí llevándose todo lo que
ha necesitado en su gestación para formarse. El ¡íroceso de
gestación del Poema tiene entonces que ser, necesariamente,
un índice revelador de esa conversión del hombre en mito, de
la biografía en leyenda, de los ideales de combate (frustrados)
en un héroe frustrado, sin ningún ideal. Esa característica de
la acción, esa necesidad orgánica que lleva al autor a decidir
por sí mismo, en resoluciones a veces incomprensibles —su
adhesión a López Jordán y Pirán—, su suerte, luchando en
pro de causas que también son transferencias de su verdadera
convicción, tomando partido por una de las facciones, la que
más se adecúa a sus convicciones, aparece suprimida, censurada
en su héroe. Martín Fierro es agente pasivo del destino y siente
en sí que actúan en su existencia fuerzas superiores e irracio-
nalizables; lo repite muchas veces. Sólo toma la iniciativa en
actos violentos e injustos (muerte del negro, abandono de
la familia, partida al desierto) o actos de una justicia que
trasciende la razón y arranca de profundidades psíquicas, de
una capa más profunda que la de su misma voluntad y reflexión,
de ese fondo orgánico por el cual comprendemos que Martín
Fierro es, efectivamente, un hombre resuelto y justiciero (el
combate con el Indio por la Cautiva).
Creo que, en la falta absoluta de otros documentos perso­
nales de Hernández (sobre su carácter, hechos domésticos, anéc-
LAS PERSONAS 53
dotas familiares), no será posible ir más allá. Buscar otras con­
comitancias (carácter andariego del personaje, inestabilidad en
sus sentimientos, contradicciones, desapego al hogar y añoranza
de bienes que cuando posee no estima) es detenerse en lo muy
evidente, pero no en lo más significativo. A mi parecer, lo sig­
nificativo está en el complejo, en el totum de la concepción,
tomada como obra realizada; pero también en su génesis, si
efectivamente hubo un proceso de formación del personaje a
través de sucesivas encarnaciones de sus ideas, de sus pasiones,
de su persona psíquica. Tendríamos primeramente a Picardía,
de éste a Cruz, de éste a M artín Fierro. La primera figura, en
la vida del fortín, expresa las ideas políticas de Hernández
expuestas antes en su campaña periodística. No tiene Martín
Fierro una personalidad humana, sino alegórica: es el gaucho
a merced de las autoridades, privado de personalidad, el “caso
concreto” de las denuncias de atropellos y del “programa” ideo­
lógico del diario. ,
Cruz contiene ya elementos familiares, personales, que se
enriquecen por intususcepción de sustancias verídicas, viven-
ciales, del autor. La amplificación psicológica del personaje se
produce por una verdadera gestación, dentro del alma del
Autor, pero ya no es un ente alegórico, un caso concreto, sino
un ente simbólico, un caso de transferencia. El nombre mismo
de Cruz puede significar un destino infortunado, la marca do­
liente de un sacrificio, la carga de una existencia de solitario.
El adulterio de su mujer y el abandono de su hijo son conte­
nidos vivenciales de infinita mayor densidad y sustancia que
todos los hechos puramente objetivos de la azarosa vida de
Picardía. ,
Pero en M artín Fierro esos elementos concretos, vivenciales,
que se representan en situaciones biográficas, se esfuman y de
ellos queda una reminiscencia. El personaje ya es un símbolo
desprendido de toda representación literal, fidedigna: es el
destino mismo, la configuración de una existencia desdichada,
en la versión anagógica con que Dante construye su mundo
completo para representar el camino de su perfección. En Mar­
tín Fierro es inútil buscar en los hechos el correlato de la bio­
grafía del autor: está en su todo, en su residuo irracional que
54 EL POEMA
se recuerda concluida la lectura del Poema, en la síntesis que
el lector realiza en un juicio inexplicable acerca del héroe.
El proceso puede señalarse así: Picardía es el fantoche que
representa, más que un drama, un programa; Cruz es el hom­
bre que carga en sí una imagen alegórica de un hombre ver­
dadero —el Autor—; M artín Fierro es una imago, un ser pro­
ducido por una transferencia y por una censura. Es menos y
más que Cruz. Es lo que se sueña más que lo que se es, es el
sentido que de la propia existencia tiene todo ser que observa
su itinerario absurdo por la vida; es la conciencia de lo que se
es bajo la presión de la circunstancia, como existencia propia
pero no vivida por propia voluntad, no formada libremente sino
desfigurada, moldeada en una materia extraña, con la colabo­
ración de otros seres, de otras fuerzas exteriores resistentes y
contrarias al cumplimiento del personal designio. Es un ser
frustráneo: lo que se ha sido, pero no lo que se quiso ser.
Mucho —si no todo— está expresado en los versos iniciales
del Poema: Aquí me pongo a cantar Al compás de la vigüela,
Que el hombre que lo desvela Una 'pena estrordiñaría, Como
la ave solitaria Con el cantar se consuela.

“ESTE ES UN BOTON DE PLUMA”


A lgo. que de súbito se presenta como una novedad en el
Poema, es que su Autor es el primero de los poetas gauchescos
que se resuelve a ceder al protagonista el papel de narrador.
En el Martín Fierro, que se propone cantar un argumento, sale
todo de sí. El Autor hubo de identificarse con el protagonista
y no con el tema. Los demás poetas gauchescos escribían con­
templando la escena y los personajes desde fuera. Los observa­
ban y los hacían hablar por el sistema de la dramaturgia. Her­
nández emplea otro sistema, muy parecido al de la ventriloquia.
No era preciso que el Autor pusiera cosas de su vida en el
Poema, porque bastaba haber dado vida al hombre que habría
de crear el Poema cantando. La transmisión es directa del Autor
al cantor, que indefectiblemente, porque no tiene sino la vida
que se le dio, tiene que verter, mediante los artilugios del arte,
vivencias ciertas y no imaginadas. Ahí mismo, en el primer
LAS PERSONAS 55
verso: Aquí me pongo a cantar, comienzan los enigmas y la
Obra toma la superestructura de una alegoría. Cualquier ex­
plicación vale más que la ignorancia de esos enigmas, y aun
el más palmario, aquel por el cual Martín Fierro asume un
carisma redentor (Estos son treinta y tres cantos, que es la
mesma edá de Cristo, II, 4863-4), correlaciona el canto con una
empresa, al cantor con el Autor.
Si en su Obra ha puesto Hernández sonidos para unos e
intención para otros, esta faceta es la que se debe escrutar hasta
determinar, al menos, qué complejos abarca, intentando formar
con ellos una constelación. La lectura de esa especie de horós­
copo puede dar materia para un ensayo independiente del aná­
lisis de la obra; y tal no es mi propósito. Baste señalar la inten­
ción de una criptografía, en dos pasajes del Poema: donde dice
que tiene mucho que rumiar el que lo quiera entender, y que
ése es un botón de pluma que no hay quien lo desenrede. De
no existir esas advertencias, la lectura del Poema habría sido
sencilla, tal como satisfizo a los lectores cuasi analfabetos y a
los exegetas, que por lo regular se quedaron a mitad del cami­
no de aquéllos. Ninguna dificultad se ofrece a la comprensión
del texto literal; mas es cosa bien diferente rastrear las inten­
ciones. Nos encontramos ante una escritura críptica y, más taxa­
tivamente, ante una obra de las que Dante dijo (en el Con­
vivio) que podían encerrar cuatro sentidos: el literal, el moral,
el alegórico y el anagógico. Estos cuatro sentidos coexisten,
efectivamente, en el Martín Fierro; y el último, que antaño
contenía una clave metafísica o teológica, encierra lo que hoy
llamamos un complejo de censura. El Poema entero responde a
una “censura” de lo patricio, de lo heroico, de lo noble, ae lo
que tiene estirpe y blasón. Pero es preciso descender al mon­
taje de la Obra, a los elementos tectónicos, como pudieran ser
la falta de hogar, la vida de huérfano o la protección por las
tías, la soledad, la ausencia de hermanas y de hijas, la disolu­
ción de la familia, la separación reiterada del padre de sus
hijos, la triste —o más bien desdichada— suerte de la esposa,
todo lo cual responde directamente a características biográficas
o caracterológicas del Autor. Ha de haber todavía mucho más,
y en primer término estas dos cualidades típicas del protago­
56 EL POEMA
nista: cantor y peleador, que van más a lo hondo del destino
de Hernández.
Sería menester, antes de proseguir en este análisis, diferen­
ciar lo alegórico de lo anagógico. En la primera clase tenemos
cuanto hace de Martín Fierro una víctima de la injusticia social,
del desorden gubernamental, de la carencia de sentido humano
en la empresa civilizadora de los hombres cultos que goberna­
ban y no conocían al país. Todo esto es llano y forma parte
de lo real convertido en asunto poético. En la segunda clase
Leñemos, más que aquello que Martín Fierro y Cruz —a este
respecto, Cruz es complementario de Martín Fierro— cuentan
en sus confesiones, lo que callan. La vida privada de Martín
Fierro nos es desconocida: el Cantor la elude rigurosamente;
la vida privada de Cruz está desfigurada, y la recomendación
de amparo a su hijo, hecha antes de morir, plantea uno de los
problemas de la clave. Por dentro de lo social y lo político,
lo narrativo y anecdótico, está lo filosófico que permite al Autor
confesar, mediante reflexiones y alusiones de una sabiduría de
experiencia, la existencia de lazos íntimos con un mundo de
paz, amor y trabajo al cual Martín Fierro ha vuelto la espalda.
El tono despectivo de Martín Fierro para los gringos y de
Cruz para las mujeres responde a sentimientos vivos en el
Poeta: en la carta del 23 de mayo de 1864, al tío, el coronel
Pueyrredón, le dice: “Vd. postrado, sufriendo de las heridas
qe. recibió peleando por la patria y un gringo mugriento y
despreciable ensañándose por la prensa contra Ud.”; y en los
versos a una dama: De lo que hizo a la mxijer [Dios] Fué de
la cola de un gato. Creo que ambas pruebas confirman la rela­
ción entre Autor y Protagonista y Deuteragonista, y por ella
también se entra al plano de lo anagógico. Por otra parte, en
un estrato superior, la Obra puede constituir una alegoría sin
habérselo propuesto el Poeta, así como un “complejo anagógico”
muy a su pesar. Es lo que caracteriza el trabajo del subconscien­
te en la obra literaria. Allí todo obedece a la intención, some­
tido a una clave y un plan razonados, y el doble sentido es
manifiesto deliberadamente; aquí el Autor tiene su enemigo
en sí mismo, en su Doppelganger que le presenta sus propios,
inescrutables símbolos a la razón, elaborados ya conforme a sus
planes. En este punto ha de comenzar la tarea del psicoanalista.
LAS PERSONAS 57
Es innegable que la clave resultaría más sencilla si se pose­
yeran datos concretos y ciertos de la existencia familiar de
Hernández. Acaso la claridad de esa lectura haya determinado
—probablemente sin ánimo expreso— la desaparición de los da­
tos biográficos fidedignos y la absoluta imposibilidad de obtener
documentos iluminativos de ninguna clase, relacionados con su
vida privada. Porque el complejo mismo, configurado, no existe
en el Poema, fuera de la amistad de Martín Fierro y Cruz, que
hallamos suspensa en el aire, sin apoyo en ninguna noticia bio­
gráfica o anecdótica. Psicoanalíticamente, el Poema ofrece un
cuadro tan vago como un sueño. Ni siquiera sería posible tra­
bajar sobre los símbolos, y cuando se ha sentido que en las
alusiones y en las omisiones están las cicatrices sensibles del
trauma, se ha expuesto ya en todas sus dimensiones la dificul­
tad. Pero no debe pasarse por alto, en fin, una circunstancia
significativa: la partida al Desierto, “a otro país”, el cautiverio
de hordas —fuerzas— inferiores y el regreso. Es un destierro del
que M artín Fierro vuelve a otro destierro. La vida en los toldos
está llena de remembranzas. El regreso de Martín Fierro no
tiene ningún propósito determinado: ver si puede vivir y lo
dejan trabajar. No piensa recuperar a su mujer ni a sus hijos.
El encuentro de dos de éstos es puramente casual, y la muerte
de la esposa cancela un difícil problema de índole conyugal.
El mismo día de encontrar a los hijos decide separarse de ellos
y, además, cambiar de nombre. Este síntoma del nombre tiene
sumo interés. Actúa en Martín Fierro una fuerza de disociación
—inclinación subconsciente al suicidio—, la misma que, en una
u otra forma, colaboró dócilmente en la pérdida de todo lo
que tenía y amaba. Tres años sobrellevó un cautiverio en el
Fortín, pacientemente, sin haber hecho tentativa alguna para
fugarse. Las oportunidades que tuvo fueron muchas, pero sus
sentimientos del hogar y de la familia se habían desvanecido
allí por completo. Habla del mal trato y de la miseria; la
añoranza es en el Desierto, junto a Cruz. La vida en el Fortín
es la de soltero, de un hombre sin compromisos, y a este res­
pecto no difiere de la de Picardía. Un hombre con el poderoso
instinto de la libertad que confesó en el Preludio y que repetirá
al escapar del cantón, subconscientemente se encontraba a gusto,
aunque alejado de su familia y privado de sus bienes. En una
58 EL POEMA
carta al coronel Pueyrredón, del 14 de abril de 1864, le decía:
. .yo deseaba saber lo que había de positivo en la protección
oficial; y que me asegurara la libertad para el periódico de
poder tratar las cuestiones nacionales; pero no crea por esto,
como le decía allí también, que soy un opositor sistemado y
rencoroso del Gob. Nal., nada de eso; po. quiero la libertad. . . ”
La libertad del Fortín y del Desierto no eran mayores para
Martín Fierro que la libertad del hogar y de la familia. Por
último, otro síntoma: a su regreso, halla en la pulpería al Mo­
reno que, como un cargo de conciencia, viene a exigirle el pago
de la deuda de sangre por la muerte de su hermano. Hernández
abandonó las filas del ejército a raíz de un duelo que tuvo con
un oficial. Es muy posible que diera muerte a su adversario,
pues una simple infracción de esa clase no daba motivos a la
baja, que significaba el abandono de la carrera (hay una en­
mienda en el manuscrito, al verso II, 105, en que Martín Fierro
se refería a “mi carrera”). El Moreno es un “revenant”. En
aquella pelea célebre, Martín Fierro había dado muerte a un
negro. El negro es siempre un síntoma en los complejos de in­
ferioridad, y en los de culpa el atenuante por el poco valer de
la víctima.
Muy significativo es también que, al referirse el Hijo Mayor
a lo que la madre le predicaba sobre la autoridad del padre,
Hernández haya escrito “jago” en vez de “gajo”: Aunque el
jago se parece Al árbol de donde sale (II, 1707-8). Comparación
que define al hijo en un concepto de estirpe, de genealogía.
b ] L o s P e r so n a je s
M ARTIN FIERRO
del carácter de Martín Fierro resulta de que
L a c o m p le jid a d
poseemos de él dos imágenes a veces contradictorias y otras
coincidentes: aquella que formamos mentalmente por lo que
nos confiesa de sí, de sus sentimientos, y aquella otra que pre­
senciamos en los actos que él mismo narra como si volviera a
realizarlos. Tal es la circunstancia que ha hecho que sobre este
personaje se emitan juicios dispares, siempre con alguna razón
satisfactoria. Pero inmediatamente que separamos la imagen sen­
timental que nos da el cantor cuando alude a su vida y padeci­
mientos de la que nos exhibe en la ilustración dramática de su
historia, distinguimos lo que pertenece al destino y la índole
del hombre de lo que le acontece por las vicisitudes de su exis­
tencia en un mundo hostil e inclemente.
La imagen moral de Martín Fierro nos pone en su favor, y
en seguida sentimos que, efectivamente, es un hombre de bien,
con nobles prendas humanas que ha deteriorado el clima en
que vive. Lo fundamental —lo cierto— es lo que en sus ende­
chas nos confiesa de sí; lo ilustrativo y accesorio, aquello que
nos refiere y que forma el texto narrativo, histórico, impersonal
en cierto modo. Pues la biografía que le ha tocado vivir justi­
ficadamente la pone él bajo el signo de un destino que le es
extraño y adverso.
Si lo fundamental fuese el azar que lo empuja a una vida
arisca y montaraz, podríamos suponer que miente cuando se
sincera; pero eso no es lo verídico. El Poema todo está detrás
del texto literal, y lo lírico, que es lo psicológico, prevalece
con tal empuje de veracidad y nobleza que lo vemos actuar como
fuera de su carácter, arrancado de sí y puesto en un papel obli­
gatorio, tal como la vida verdadera juega con nosotros obligán­
donos a vivir una biografía que hasta cierto punto no nos per­
tenece. Es también el caso simbólico de Fausto, para terminar
de pronto y convincentemente con toda disquisición a este
respecto. Martín Fierro no puede ser condenado sino mediante
60 EL POEMA
la absolución del mundo infernal en que vive; pero si ese m un­
do merece recibir el castigo de su efectiva responsabilidad, la
figura de Martín Fierro atraviesa indemne su dura prueba.
Esta es la imagen que el autor tuvo de su héroe, y no podremos
comprender nunca su pasión y el énfasis redentor que puso
en él, sino entendiendo que la historia de hechos no penetra en
el alma del actor para malearla y sí más bien para ennoblecerla
con ese signo fatídico del sacrificio como víctima expiatoria de
una injusticia de dimensión social.
Sería inconducente presentar la imagen confusa y contra­
dictoria que resulta de la lectura sin discrimen, cuando se su­
perponen su persona moral y su biografía. Además, esa imagen
tendría que obedecer al juicio que en nuestra conciencia formu­
láramos, y siempre se hallaría que el texto nos contradice, pues
no se trata de un tipo que como símbolo acumule determinados
defectos o virtudes, sino de un ser real, complejo, integrado por
notas discordantes y cuya unidad no resulta de ninguna unila-
teralidad, como en el santo o en el héroe clásico, sino precisa­
mente de un conjunto de atributos inconciliables para la psico­
logía de manual, pero cierta en una psicología profunda y
positiva.
La imagen auténtica se nos transmite vivencialmente por
los Preludios y las digresiones sentimentales; y una vez que da­
mos fe a sus palabras, escuchándolas como una confesión, tur­
bada a veces por rubores y escrúpulos que le llevan a buscar
en el comentario risueño un desahogo a la opresión de la ver­
dad, podemos escucharle el relato de los episodios que cree
esenciales sin que ellos nos desvíen de un fallo inapelablemente
absolutorio. Por eso extraña tanto, y disgusta de modo tan vivo,
que a su regreso se engañe y nos engañe excogitando penosa
y dolosamente atenuantes a sus actos, que le habíamos perdo­
nado de una vez y para siempre tal como los cometió, porque
le eran extraños. Esta actitud, que en el Autor obedece, según
mi juicio, a las influencias nocivas de la critica y del comen­
tario del ambiente social más que a su personal convicción, me­
rece examinarse por separado; pues la psicología de M artín
Fierro se quiebra ahí, y por primera vez tenemos la sospecha
de que no es hombre veraz, y se nos empaña su imagen doliente
con un alegato de leguleyo que nos dirige como si fuéramos
LAS PERSONAS 61
miembros del tribunal que pudo a él encarcelarlo, por falta
de sentido de la justicia, como le ocurrió al Hijo Mayor.
I m a g e n m o r a l d e M a r t í n F i e r r o s e g ú n s u c o n f e s i ó n . Mar­
tín Fierro invoca su calidad de cantor con diversa intención.
Significa a veces una vocación que orienta su vida; otras, un
don que exhibe con altivez, y entonces forma parte de su ca­
rácter altanero, ya que el concepto de su propio valer no se
basa en otra cualidad sobresaliente que ésa; en fin, define tanto
su persona viviente como su personalidad literaria, y por mo­
mentos se confunde con el Poema mismo. Siempre sirve, sin
embargo, la exhibición de esas dotes para enaltecerse también
como hombre, pues sus palabras tienen un énfasis de arrogan­
cia, en cuanto proclaman, más que un don nativo, una supe­
rioridad sobre el común de los mortales privados de él. Para­
fraseando versos que se atribuyeron a Santos Vega (“cantando
me he de morir, cantando me he de ir al cielo”), anuncia:
Cantando me he >de morir, Cantando me han de enterrar; Y
cantando he de llegar A l pié del Eterno Padre— Dende el
vientre de mi madre Vine a este mundo a cantar (31-6),...
Y poniéndome a cantar Cantando me han de \enúontrar Aunque
la tierra se abra (41-3); Yo no soy cantor letrao, Mas si me
pongo a cantar N o tengo cuándo acabar Y me envejezco can­
tando; Las coplas me van brotando Como agua de manantial.
Con la guitarra en la mano N i las moscas se me arriman, Nai-
des me pone el pié encima (49-57).. .
Su orgullo, pues, no se funda en las excelencias del canto,
sino en que su canto es una manifestación lírica de su coraje,
de su altivez y de su firmeza. Son cualidades personales más
que artísticas. En ningún momento separa una de otra cuali­
dad, antes bien, declara no ser un cantor culto sin que esa
circunstancia negativa amengüe sus méritos. Pues sus méritos
están en él, y el canto es una habilidad semejante a la que
pudiera ser, por ejemplo, el manejo del cuchillo o del lazo.
Con la diferencia de que no es una habilidad adquirida, sino
innata, más poderosa y duradera que él, pues además de for­
mar parte de su alma forma parte de sus necesidades físicas,
y ni le cansa ni está sujeta a la contingencia de morir.
La misma calidad sirve a Cruz para exponer esa virtud
62 EL POEMA
como un accesorio de su persona, en instancia ornamental. Con
ella agrega a su persona un plus que es también innato y do­
minante, pero en grado de sumando de su persona, como era
común al tipo tradicional del gaucho. En Martín Fierro no le
agrega nada sino que lo determina, lo configura. Y la fusión de
ese don, que es equivalente al de su fuerza física o al de su
capacidad de hallar consuelo en sí mismo contra las adversi­
dades, tiene su magnífica realización al final de la Ida en un
gesto que expone el Narrador. Es una vida que concluye, un
impulso que comunica al lector la magnitud de la renuncia a
todos los bienes, ya que la guitarra es un emblema de su ínti­
ma vida, y decidirse a no cantar más es algo más grave que
la angustia de la muerte. Es este hecho, más que el de partir
al Desierto dando su último adiós a cuanto ha querido, lo que
hiere a quien ha comprendido a fondo qué significaba el canto
para él: . . . Y de un golpe al instrumento Lo hizo astillas con­
tra el suelo— «Ruempo, dijo, la guitarra, Pa no volverla a
templar; Ninguno la ha de tocar, Por seguro ténganlo; Pues
naides ha de cantar Cuando este gaucho cantó » (2273-80). In­
dependientemente de la significación literaria con que Martín
Fierro transfiere al Narrador su conciencia de la obra cum­
plida, del Poema realizado, en todo sentido ese gesto de auto-
destrucción es un final al que no agrega nada la partida
ulterior al Desierto. El Poema acaba ahí. Tan cierto es esto
que la continuación, la marcha con todo su patetismo de
acción, que la palabra sostiene pero no subraya, es mejor un
fragmento que tiende hacia la Vuelta, un comienzo de otra
historia más que un fin. El fin lógico, tajante, está antes; y
si el Poema hubiese sido cercenado en el verso 2280 nadie
hubiera pensado en una segunda parte, aun entendiendo que
Martín Fierro y Cruz se internaran en la tierra del Indio. Por
no haber respetado Hernández el Final verdadero de su obra,
por haber cedido a la tentación de agregarle otro epílogo
patético, que en nada aumentaba realmente la emoción ya
comunicada, y por alguna explicación también sobreañadida,
el Poema tuvo que ser continuado, aunque como castigo, el
Martín Fierro que regresa es la sombra del que se va.
La nueva presentación del protagonista vuelve a presentár­
noslo como cantor. Esto, más que la historia que ha de referir,
LAS PERSONAS 63
es lo que enlaza íntimamente ambas partes. Pero algo ha
cambiado también de esa virtud nativa, y la fama que ha
logrado como autor de su vida más que como expositor lo
hace que amplíe su personalidad asumiendo la responsabilidad
de su renombre como antes la de sus hechos. Conserva, sí,
la altivez antigua, pero no le nace ya de las entrañas, de lo
que es por un destino tan poderoso como el de su existencia,
sino por los méritos probados ante el juicio del público. De
todos modos, es muy interesante cómo logra Hernández man­
tener subsistente aquella personalidad altanera que no tenía
más que su persona para mantenerse erguida, con ésta que se
respalda ya en su reputación, ya en la conciencia de que ha
realizado una obra poética de primera calidad. No examino
aquí sino este aspecto esencial de la calidad humana, de carác­
ter, del Cantor, pues su derivación a la crítica literaria co­
rresponde a otros análisis. Relacionada con él es, sin embargo,
la advertencia preliminar de que ...em pezaré por pedir No
duden de cuanto digo, Pues debe crerse al testigo Sinó
pagan por mentir (II, 33-6), que simultáneamente se relacio­
na con uno de los repetidos objetivos del Autor en los Prólogos.
Pero sí la inmediata entrada en el tono lírico de la Primera
Parte con la invocación, esta vez al alma de un sabio y no a
los santos, y a la Virgen y al Señor en una tesitura de piedad
verdadera que difiere del dejo paródico de la Ida. Dice: Gra­
cias le doy a la Virgen, Gracias le doy al señor, Porque entre
tanto rigor, Y habiendo perdido tanto, No perdí mi amor al
canto N i mi voz como cantor 37-42). Apenas un hilo del­
gado une lo sentimental en esta parte con lo sentimental de
la Ida, que era predominante: Brotan quejas de mi pecho,
Brota un lamento sentido; Y es tanto lo que he sufrido Y
males de tal tamaño, Que reto a todos los años A que traigan
el olvido (II, 103-8). Lo demás del Preludio de la Vuelta tiene
atinencia con Martín Fierro en condición de Personaje del
Poema: Pero yo canto opinando, Que es mi modo de cantar
(II, 65-6); Yo sé el corazón que tiene El que con gusto me
escucha (71-2); He conocido, aunque tarde, Sin haberme arre­
pentido, Que es pecado cometido El decir ciertas verdades
(81-4); Pero voy por mi camino Y nada me ladiará; He de
decir la verdad (85-7); Yo no he de aflojar manija Mientras
64 EL POEMA
que la voz no pierda (117-8); Yo digo cuanto conviene, Y el
que en tal güeya se pla?ita Debe cantar cuando canta Con
toda la voz que tiene (129-32), y Tengo que decirles tanto
Que les mando que me escuchen (155-6).
El Cantor de la Vuelta atemperó sus bríos y una mayor
responsabilidad pesa sobre él, pues ya no es el cantor que
hacía gala de sus dotes naturales en las pulperías y que gozaba
en su propio canto o se consolaba en él, sino que su palabra
tiene la autoridad de la franqueza y la veracidad. Al final del
Poema, cuando ha de responder al desafío del Moreno, expli­
cará como un matiz desvanecido de su antigua vocación sus
canciones de antaño. Pero, ¿qué es lo que ha de recordar ahora
que necesita actualizarlo todo, ponerse en guardia para pre­
guntar y responder, en el albur de las cuestiones que hay que
debatir? Acaso sea su habilidad no ejercitada en tanto tiempo,
pues de súbito se coloca en el tema y en la situación que el
Moreno le crea. Se trata de doce versos hábilmente combina­
dos en un resumen de su pasado, su nombradla y su don no
amenguado a p e s a r de los años y las penas: Cuando mozo
jui cantor— Es una cosa muy dicha— Mas la suerte se enca­
pricha Y me persigue constante— De ese tiempo en adelante
Canté mis propias desdichas. Y aquellos años dichosos Trataré
de recordar— Veré si puedo olvidar tan desgraciada mudan­
za— Y quien se tenga confianza Tiemple y vamos a cantar
(II, 3941-52).
La última prueba de sus dones de cantor es ésta, en la
Payada con el Moreno, que no puede dejar ninguna duda, al
entendido en ese arte complicado, de que en efecto eran de
la más alta calidad. Y así una virtud nativa en él pasa a la
acción; es demostrada en los hechos, cobra el relieve de un
episodio de su vida igual, absolutamente igual a lo que las
peleas fueron como episodios de su biografía. Hasta ese mo­
mento el cantor y el hombre eran dos entidades separadas,
aunque una animase y estimulase a la otra; ahora cantor y
hombre, pensamiento y acción, habilidad de poetizar y de
luchar son una misma cosa. La Payada debe ser vista, por lo
tanto, corno la realización culminante del Poema en la ple­
nitud de la personalidad del Protagonista, en el único mo-
LAS PERSONAS 65
mentó de su vida en que lo somete a una prueba decisiva y
lo saca victorioso de ella.
Además, es fácilmente visible cuál sea la función estimu­
lante que el canto tiene para Martín Fierro y cómo su perso­
nalidad está constituida sobre ese patrón. Pudo serlo sobre el
coraje esencialmente, y tendríamos entonces a un gaucho malo
—Juan Moreira—, o sobre su pericia de peón de estancia, y
su historia habría sido una masa informe y anodina de hechos
sin fisonomía propia. Por mucho que alardea Martín Fierro
de que conoce los trabajos del campo, la idea que de sí nos da
es muy pobre, y hasta es discutible que sea efectivamente un
hombre trabajador, según se deduce de las palabras con que
persuade a Cruz de abandonar la Frontera. Aquel otro aspec­
to de su persona, la de hombre bravo que provoca la pelea
y nunca la rehuye tampoco, está dentro de su sino: son cir­
cunstancias eventuales las que le exigen la prueba. Y esas
pruebas que cumple holgadamente hasta en las situaciones más
increíbles tienen un justificativo en su carácter indómito y
altanero, y ambas cualidades de su carácter dimanan de su
conciencia del propio valer que le da su excelencia en el canto.
Este aspecto de la psicología de Martín Fierro contrasta
fuertemente con el que resulta de sus sentimientos afectuosos,
que comprenden en un amplio círculo el amor a la mujer y
los hijos, el encariñamiento con su pago, la melancolía de los
bienes perdidos y remotos, la tristeza profunda y verdadera
que sabe animar en sí y soportar sus impulsos humanitarios y
su sentido de la amistad. Hay en la Primera Parte numerosos
pasajes en que M artín Fierro aparece, por propia confesión,
superando lo que corrobora con los hechos que relata, como
hombre desligado de aquellos sentimientos, con un instinto y
una necesidad de estar libre y solo que muy difícilmente pue­
den conciliarse ni avenirse siquiera con el hombre de hogar
y de paz. Sólo en una interpretación más amplia y comprensi­
va del corazón humano, quedan inscritas esas declaraciones
dentro de aquel círculo, y se las puede considerar —en deter­
minados casos— como reacciones de un hombre herido y mal­
tratado que extrae de sí fuerzas para sobreponerse y aun para
anular los efectos deprimentes que pudieran postrar su espíritu.
De cualquier manera, sin que sea éste el momento de analizar
66 EL POEMA
las probables incongruencias de la composición, de los labios
de M artín Fierro recibimos su imagen de gaucho para quien
la sociedad es una capitulación de su índole. El cuadro de tal
psicología contiene los siguientes elementos: Mas ande otro
criollo pasa Martin Fierro ha de pasar, Nada lo hace recular
N i las fantasmas lo espantan, Y dende que todos cantan Yo
también quiero cantar (25-80); Yo soy toro en mi rodeo Y
torazo en rodeo ageno; Siempre me tuve por güeno, Y si me
quieren probar Salgan otros a cantar Y veremos quién es me­
nos (61-6); No me hago al lao de la güeya Aunque vengan
degollando; Con los blandos yo soy blando Y soy duro con los
duros, Y ninguno, en un apuro, Me ha visto andar tutubiando.
En el peligro ¡qué Cristos! El corazón se me enancha, Pues to­
da la tierra es cancha, Y de esto naides se asombre; El que se
tiene por hombre Donde quiera hace pata ancha. Soy gaucho,
y entiéndanlo Como mi lengua lo explica: Para mí la tierra es
chica Y pudiera ser mayor; N i la víbora me pica N i quema mi
frente el sol (67-84); Para mí el campo son flores Dende que
libre me veo— Donde me lleva el deseo Allí mis pasos dirijo—
Y hasta en las sombras, de fijo, Que adonde quiera rumbeo.
Entro y salgo del peligro Sin que me espante el estrago; No
aflojo al primer amago N i jamás fí gaucho lerdo;— Soy pa
rumbiar como el cerdo Y pronto caí a mi pago (991-1002); N un­
ca jui gaucho dormido, Siempre pronto, siempre listo— Yo soy
un hombre, ¡qué Cristo! Que nada me ha acobardao, Y siem­
pre salí parao En los trances que me he visto (967-72); A
naides le debo nada, N i pido cuartel ni doy;— Y ninguno dende
hoy Ha de llevarme en la armada. Yo he sido manso primero
y seré gaucho matrero— En mi triste circunstancia, Aunque es
mi mal tan profundo, Nací y me ¡te criao en estancia, Pero
ya conozco el mundo (1095-104); Desaceré la madeja Aimqne
me cueste la vida (1109-10); Pero yo ando como el tigre Que
le roban los cachorros (1115-6); Vamos, suerte, vamos juntos,
Dende que juntos nacimos— Y ya que juntos vivimos Sin po­
dernos d iv id ir..., Yo abriré con mi cuchillo El camino pa
seguir (1385-90); Yo quise hacerles saber Que allí se hallaba
un varón (1517-8); «No me vengan, contesté, con relación
de dijuntos; Esos son otros asuntos; Vean si me pueden llevar,
Que yo no me he de entregar, Aunque vengan todos juntos »
LAS PERSONAS 67
(1531-6); «Yo me voy, le dije, amigo, Donde la suerte me lleve,
Y si es que alguno se atreve A ponerse en mi camino, Yo
seguiré mi destino, Que el hombre hace lo que debe. Soyun
gaucho desgraciado, No tengo dónde ampararme. . . Pero ni
aun esto me aflige, Porque yo sé manejarme » (1669-80). No
disminuye su coraje el hecho de que, acosado por numerosos
agentes de policía, sienta lo recio del peligro y acuda a un
socorro sobrenatural, cuyo sentido religioso aquí no tiene ló­
gico ajuste: Por suerte en aquel momento Venía coloriando
el alba, Y yo dige: «Si me salva La Virgen en este apuro, En
adelante le juro Ser más güeno que una malba .» Pegué un
brinco y entre todos Sin miedo me entreveré (1585-92).
Muy dentro de la idiosincrasia del paisano, esos rasgos son
genéricos más que personales, y Martín Fierro los enuncia en
npmbre de todos en una actitud que extraña porque son for­
mas de ser que nadie declara con tal desenfado sino en trances
categóricos, y entonces con pocas palabras. El conjunto de ese
cuadro responde a una modalidad psicológica común, y es
natural que el Autor necesitara en alguna forma, y en la más
económica y natural, presentar al hombre en la fase genuina,
de donde se desprenden sus acciones que sólo corroboran ese
modo de ser. Si sus acciones pueden juzgarse comunes dentro
de un orbe de acontecimientos característicos, su personalidad
es un común denominador del gaucho de aquella época y
aquellos lugares. La congruencia es cabal, y las referencias a
su propia vida que da el Protagonista confirman su tipo psico­
lógico. Este retrato de sí es lo que más contrasta con el resto
de sus facies y de su comportamiento, pero no es el momento
de averiguar cómo se compagina, según se dijo ya, ese instinto
de la libertad a toda costa con su domesticidad hogareña, que
le lleva a esta añoranza: Sosegao vivía en mi rancho Como el
pájaro en su nido— Allí mis hijos queridos Iban creciendo a
mi lao . .. (295-8), pues la imagen que teníamos desde el co­
mienzo de su canto era otra. En el comienzo nos dijo: Nací
como nace el peje En el fondo de la mar; Naides me puede
quitar Aquello que Dios me dió— Lo que al mundo truge yo
Del mundo lo he de llevar. M i gloria es vivir tan libre Como
el pájaro del Cielo; No hago nido en este suelo Ande hay
tanto que sufrir; Y naides me ha de seguir Cuando yo remuento
68 EL POEMA
el vuelo. Yo no tengo en el amor Qiiien me venga con quere­
llas; Como esas aves tan bellas Que saltan de rama en rama—
Yo hago en el trébol mi cama Y me cubren las estrellas (85-102);
Dende chiquito gané La vida con mi trabajo, Y aunque siem­
pre estuve abajo Y no sé lo que es subir (973-6)..— Esta
última confidencia sirve en el Poema como vínculo que suelda
varias facies antitéticas del hombre, y es verdad el punto de
intersección de una psicología áspera y hostil y de otra mansa
y servicial. Con estas suturas, que al lector distraído pueden
pasar inadvertidas, como relajamientos momentáneos en la
tensión del Poema, el Autor teje el tránsito de un aspecto a
otro, de una a otra escena que, tomadas por separado o sin esa
sutil ligazón, podrían aparecer contradictorias. Tampoco hay
contradicción, una vez entendida a fondo la compleja y sen­
cilla alma del héroe, en sus actitudes y estados de ánimo de
aparente flojedad. Lo que entendemos nosotros por “guapeza”
en el paisano sería muy arduo de explicar. El hombre bravo
de nuestros campos, como yo he alcanzado a conocerlo, en muy
poco se diferenciaba en su aspecto y en su conducta del más
vulgar de los campesinos. Lo rodeaba una fama bien obtenida
y solamente el ojo sagaz —casi siempre del congénere— advertía
que había que medir las palabras y ser prudente. En Don
Segundo Sombra, Güiraldes ha puesto un hombre de ese temple,
y Hudson tiene en Allá lejos y hace mucho tiempo la figu­
ra del payador Basilio Barboza, que para el lector ingenuo
no se define entre el cobarde que no tiene otras armas que
su reputación de corajudo y el hombre realmente peligroso que
suele huir de reyertas inútiles. A este mismo tipo pertenece
Martín Fierro, y el episodio en que se nos muestra en su ley y
en su fibra es el del canto VIII, donde es provocado por el
Compadre. Pero en toda la obra se encuentran esos rasgos
equívocos distinguibles sólo para el buen catador de hombría.
Al ser arreados a la frontera, dice: Yo no quise disparar Soy
manso y no había porqué Muy tranquilo me quedé Y ansí me
dejé agarrar (315-8). Es la misma actitud que observa en el
boliche, a la llegada impetuosa del Compadre: Y yo sin decirle
riada Me quedé en el mostrador (1271-2). El Compadre era
un atropellador, pero no un hombre bravo; lo demuestra en
seguida con su temeridad de insultar con palabras abundantes
LAS PERSONAS 69
a Martín Fierro, que le contesta a la invitación: “Beba, cuñao”,
con una réplica que es la respuesta consagrada para esa clase
de intencionada ofensa. Eso es contestar con tanta economía
que sólo emplea la respuesta consiguiente; con pocas frases el
Autor nos da la sensación inequívoca de que era poco rival
para Martín Fierro. Asimismo, al sentir que lo acomete la par­
tida, comenta: Mas no quise disparar, Que eso es de gaucho
morao (1491-2), y Quietito los aguardé (1510). Es un modo de
ser más que de reaccionar. Lo encontramos antes, el día de
pago en el Fortín, cuando el Mayor ha concluido su incompleta
tarea: Yo me le empecé a atracar, Y como con poca gana Le
dije: «tal vez mañana Acabarán de pagar» (741-4).
La arrogancia que resalta por las palabras de Martín Fie­
rro son explicaciones indispensables del Autor, que no se en­
contrarán en los hechos siempre recortados en lo sucinto, y
donde Martín Fierro procede con arreglo a su incuestionable
valor. No es un desmentido a él aquella invocación a la Virgen
en el peligro, ni el miedo que siente al encontrarse en la Fron­
tera con el Hijo del Cacique: Siempre he sido medio guapo,
Pero en aquella ocasión Me hacía buya el corazón Como la
garganta al sapo (591-4), o en la escena análoga con el Indio
que maltrataba a la Cautiva. El miedo no es la negación del
coraje —un buen ejemplo hay en Aquiles—, sino la medida
humana del peligro por la cual el héroe comienza vencién­
dose a sí mismo en su ordinaria condición de mortal. Ese
coraje suelto, con abundancia de recursos y de seguridad en
las propias fuerzas, está rápidamente pintado en la pelea con
el Negro: Me hirbió la sangre en las venas Y me le afirmé al
moreno, Dándole de punta y hacha Pa dejar un diablo me­
nos (1227-30).
Otro pasaje sin subrayar por el Autor que contribuye a
robustecer la imagen del hombre independiente y, por los
compromisos que tal actitud aparejaba, de audacia, es la for­
ma lacónica como Martín Fierro nos dice que no le interesaba
la política ni se avenía a someterse a las imposiciones del cau­
dillo oficialista, que Picardía dirá con mayor rotundidad, pero
que en su laconismo basta para dar impresión de que era hom­
bre firme: A mi el Juez me tomó entre ojos En la última vo­
tación (343-4), y: Que sean malas o sean güeñas Las listas,
70 EL POEMA
siempre me escondo— Yo soy un gaucho redondo Y esas cosas
no me enllenan (351-4). Pero no es cosa de ostentar su oposi­
ción, como tampoco de hacer alarde de guapeza. No está en
la índole de Martín Fierro, como no lo está en la del verda­
dero hombre bravo: En medio de mi inorancia Conozco que
nada valgo— Soy la liebre o soy el galgo Asigún los tiempos
andan (979-82); avenimiento a lo inevitable que Cruz ha de
repetir en un tono de insolente cinismo. Martín Fierro se avie­
ne a las dificultades que no puede vencer, y nunca el paisano
ha entendido que hubiera cobardía en la cordura. Así en el
Fortín, en situación que habría sido absurdo más que teme­
rario enfrentar: Pero qué iba a hacerles yo, Charavón en el
desierto; Más bien me daba por muerto Pa no verme más fun­
dido— y me les hacia el dormido, Aunque soy medio dispier-
to (793-8).
Pero tampoco hemos de olvidar que se revela entero quién
es en su vida de matrero, que es la que pone a prueba su tem­
ple de bravo, todo ya determinado por la ruina de su hogar
y la pérdida de su familia que lo coloca en la situación del
tigre a quien roban los cachorros, pues es entonces cuando
dice: ¡Yo juré en esa ocasión Ser más malo que una fiera!
(1013-4). No se trata, pues, de un coraje que se proyecta por
una necesidad agresiva del hombre de temperamento comba­
tiente, sino de un despertar en él de una fuerza dormida a la
que ha de darle desahogo. La valentía de Martín Fierro estaba
en él latente y ahora que desborda de sí, que asume la magni­
tud de una venganza informe, comprendemos que no estaba
en su juego ni en su ley, sino que entera se descarga liberán­
dose de él mismo. No es una condición negativa que sea grande
porque ha devorado todo otro sentimiento de ternura y de
piedad. Es en su interior un demonio extraño, el golpe en res­
puesta al golpe, ciego e injusto, como fue ciego e injusto el que
recibió. Su venganza o su acometividad se hospeda en él y lo
arrastra en lo externo, de él para afuera; pues en su interior,
en lo más recóndito, la personalidad positiva de Martín Fierro
permanece incontaminada. Puede decir al comienzo: Ninguno
me hable de penas, Porque yo potando vivo (115-6), y pasar
por ese puente a la serie de los sentimientos generosos que
también le pertenecen, y que ha de brillar con luz más pura
LAS PERSONAS 71
en su vida de matrero, en su insondable soledad. Reserva de
sí que él mismo explica, en algún momento, no de modo por
completo convincente, pero sí ajustada a su psicología: Y sepan
cuantos escuchan De mis penas el relato Que nunca peleo ni
mato Sino por necesidá; Y que a tanta alversidá Sólo me arrojó
el mal trato. Y atiendan la relación Que hace un gaucho per­
seguido>, Que padre y marido ha sido Empeñoso y diligente,
Y sin embargo la gente lo tiene por un bandido (103-14). Idea
central que, ocurridos todos los hechos que ensangrientan sus
manos, ha de repetir con suma cautela, a Cruz: «Antes de cair
al servicio, Tenía familia y hacienda; Cuando volví, ni la
prenda Me la habían dejado ya— Dios sabe en lo que vendrá
A parar esta contienda » (1681-6), palabras en las que no en­
contramos sino el esquema, despojado el relato de todo lo que
no le pertenecía sino que formaba parte de lo que él denominó
con sumo acierto “su destino”. Esta forma sucinta de presen­
tación a Cruz no contiene sino esas líneas esquemáticas de su
biografía antes minuciosamente silabeada en los episodios más
dramáticos; pero nada le falta, nada se ha falseado; lo demás
forma parte de la historia de los otros y del país.
La referencia al juego con un caballo de carrera Con él
gané en Ayacucho Más plata que agua bendita (363-4), y su
afición a la bebida en las reuniones donde cantaba, o al en­
contrarse con amigos, no bastan para que le atribuyamos uno
ni otro vicio; como tampoco bastan sus referencias al trabajo
para que creamos que sea un hombre trabajador. No estaba
en la modalidad del gaucho. Se queja de que en el Fortín lo
obligaran a trabajar sin que le pagaran por ello; la enumera­
ción de las faenas que sabe cumplir corresponden al trabajo
ocasional de la hierra o a la caza. Pero ha sido criado en es­
tancia y es muy posible que su reticencia al enumerar aquellas
habilidades se deba a que en general nadie consideraba hon­
roso el trabajo sedentario. En la Segunda Parte encontramos
una declaración ingenua: Me he decidido a venir A ver si pue­
do vivir Y me dejan trabajar. Sé dirigir la mansera Y también
echar un pial— Sé correr en un rodeo— Trabajar en un corral—
Me sé sentar en un pértigo Lo mesmo que en un bagual (II,
136-44)... Al decidirse a marchar al Desierto, uno de los ali­
cientes que invoca es que allá no hará nada y que la holganza
72 EL POEMA
es la ley del indio. Parecería que la vagancia fuera un hábito
en él y que conoce todos los recursos de agenciarse el alimento
con destreza de cazador errante: Quiero salir de este infierno—
Ya no soy pichón muy tierno Y sé manejar la lanza (2186-8). ..,
Y ha de ser gaucho el ñandú Que se escape de mis bolas. Tam ­
poco a la sé le temo, Yo la aguanto muy contento (2225-8).
No es este modo de vivir el que, ni en casos extremos, ha­
bría aceptado un hombre laborioso, porque el tono que em­
plea en su diálogo con Cruz está lejos de presentar como un
mal aquellas privaciones. Más que una dura vida nueva que
han de aceptar en una opción preferible a la vida de matreros,
se la describe como provista de atractivos para el hombre que
ama la libertad. No deja de mencionar la posible compañía de
alguna mujer que los consuele, y esto en efecto atempera, por
cualquier compensación, la pérdida de su propia mujer. Hay
siempre, en estas declaraciones, un fondo de amargura y un
sentido de lo inevitable, que ha justificado ya sus actos de vio­
lencia y que puede cubrir con un perdón sin límites cualquier
desvío; pero más bien resulta de nuestra comprensión de las
causas determinantes que de los motivos que él alega. Son fuer­
tes, sin embargo, sus sentimientos de hogar. Luchan en él esos
sentimientos con su instinto de la personal independencia, y
tal es la lucha que en su alma libran alternativamente triun­
fantes unos y otros. No se esfuerza por recuperar a su mujer
y a sus hijos, sino que se lanza a la vida del albur, y es como
una liberación que siente en lo más secreto de su ser; pero
muchísimas veces ha de doblarse en su soledad ante el recuerdo
de lo que ha perdido. Sus impresiones ante la tapera son lim­
pias y espontáneas: Puedo asigurar que el llanto Como una
mujer largué (1017-8); ¡Tal vez no te vuelva a ver, Prenda de
mi corazón! (1063-4), y perduran a lo largo de los dos años
de vida montaraz que después lleva. Es esa desolación la que
lo impulsa al crimen: Y medio desesperao A ver la milonga
fui (1141-2); Que alegre de verme entre ellos [los amigos] Esa
noche me apedé. Como nunca, en la ocasión, Por peliar me
dió la tranca (1145-8)... Esa vida de matrero no tiene el mis­
mo sentido que la vida de prófugos que vislumbra al partir
para el Desierto; está poblada de remembranzas, es una situa­
ción de tigre al que le han robado los cachorros. Con las tris­
LAS PERSONAS 73
tezas de su alma Al pajonal enderiese (1407-8); Ansí es que
al venir la noche Iva a buscar mi guarida —Pues ande el tigre
se anida También el hombre lo pasa— Y no quería que en las
casas Me rodiara la partida, Pues aun cuando vengan ellos
Cumpliendo con sus deberes, Yo tengo otros pareceres, Y en
esa conduta vivo — Que no debe un gaucho altivo Peliar entre
las mujeres (1415-26); Me encontraba, como digo, En aquella
soledá, Entre tanta escuridá, Echando al viento mis quejas
1469-72)...
La vida en el Desierto reproduce las vicisitudes de la cam­
paña. Comenta Martín Fierro a su regreso: Es triste dejar sus
pagos Y largarse a tierra agena Llevándose la alma llena De
tormentos y dolores (II, 169-72); ¡Irse a cruzar el desierto Lo
mesmo que un foragido, Dejando aquí en el olvido, Como de­
jamos nosotros, Su mujer en brazos de otro Y sus hijitos per­
didos! (175-80); ¡Al verse en tal desventura Y tan lejos de los
suyos, Se tira uno entre los yuyos A llorar con amargura! En
la orilla de un arroyo Solitario lo pasaba; En mil cosas cavilaba,
Y a una güelta repentina Se me hacía ver a mi china O escu­
char que me llamaba (183-92); Mientras sin ningún halago
Pasa uno hasta sin comer Por pensar en su mujer, En sus hijos
y en su pago (195-8).
La muerte de Cruz acrecienta las tristezas de Martín Fierro,
que pierde con él, más que un compañero, el último resto de
sociedad para sumergirse en su total aislamiento del mundo.
Su sensibilidad está fresca, porque ha vivido sin aclimatarse a
la vida del salvaje, y Cruz había reunido en sí la suma de los
bienes ausentes. Acaso parezcan excesivas sus demostraciones
de pesar, y lo serían si Cruz no fuera más que el amigo y el
compañero; pero era también el último sobreviviente de su
pasado, el que lo mantenía vivo en el seno de la soledad:
Fuimos a esconder allí Nuestra pobre situación, Aliviando
con la unión Aquel duro cautiverio— Tristes como un cemen­
terio Al toque de la oración (II, 415-20). Los dos años de sepa­
ración que les imponen los “infieles” fortifican esa amistad al
reencontrarse, y la muerte de Cruz alcanza un grado de resu­
men de su propia suerte, de modo que no podemos suponer
que Martín Fierro exagera su dolor. Es más grande que cuando
la pérdida de su hogar, mujer, hijos y hacienda, porque en
74 EL POEMA
ese momento aquellas desgracias recobran su sentido verdadero
por la presencia de la muerte: El recuerdo me atormenta, Se
renueva mi pesar (II, 895-6). . .; Todos pueden figurarse Cuán­
to tuve que sufrir; Yo no hacía sinó gemir, Y aumentaba mi
aflición No saber una oración Pa ayudarlo a bien morir (901-6);
Lo apretaba contra el pecho Dominao por el dolor (919-20);
De rodillas a su lado Yo lo encomendé a Jesús— Faltó a mis
ojos la luz— Tube un terrible desmayo— Cai como herido del
rayo Cuando lo vi muerto a Cruz (925-50); Y yo, con mis pro­
pias manos, Yo mesmo lo sepulté— A Dios por si¿ alma rogué,
De dolor el pecho lleno— Y humedeció aquel terreno El llanto
que redamé (937-42).
La soledad es total ahora; en esa tumba yacen todos los
despojos de su pasado y de sí mismo: Andaba de toldo en toldo
Y todo me fastidiaba— El pesar me dominaba, Y entregao al
sentimiento Se me hacia cada momento Oir a Cruz que me
llamaba (949-54); En mi triste desventura No encontraba otro
consuelo Que ir a tirarme en el suelo Al lao de su sepoltura.
Allí pasaba las horas Sin haber naides conmigo— Teniendo a
Dios por testigo— Y mis pensamiento fijos En mi mujer y mis
hijos, En mi pago y en mi amigo (957-66).
A esa descripción de su estado de ánimo sigue el oír los
gritos de la Cautiva, y es inevitable suponer que aquella voz
angustiada llega a él de otras tierras. Es su propia resurrección.
La escena posee suficiente grandeza para no admitir que el
lamento de la infeliz mujer ejerza sobre él un ensalmo, como
si oyera un lenguaje casi olvidado, la reaparición del mundo
perdido. El Autor nos comunica esa compleja sensación con
pocas palabras; porque es la Cautiva la que liberta a Martín
Fierro de su infierno; le trae de lo lejos la voz de otra vida.
Su decisión de afrontar el peligro para salvarla contiene una
inmanente nobleza que no se disminuye por el hecho de supo­
ner que Martín Fierro se recupera por ella a sí mismo. La gran
altura en que estos sentimientos nacen y luego, a través de la
Vuelta, se tienden sobre el plano de su recuperación, no amen­
gua su heroísmo porque digamos que Martín Fierro se salva
por ella. Por esta mujer, efectivamente, él se restituye a su
ser más que a su tierra. Todo en ese episodio está elaborado
con suma delicadeza para completar la impresión de que se
LAS PERSONAS 75
funden en la voz doliente un conjunto de voces, y que renacen
en Martín Fierro sentimientos aletargados, pues es la primera
vez en que la piedad pura hará de ese “cuchillero individual”,
como muy bien dice Borges, un paladín de la más alta clase:
Quise curiosiar los llantos Que llegaban hasta mí; Al punto
me dirigí Al lugar de ande venían— ¡Me horrorisa todavía El
cuadro que descubrí! (II, 997-1002); Conocí que era cristiana,
Y esto me dió mayor pena (1007-8); Al mirarla de aquel modo
N i un instante tutubié (1121-2); Yo no sé lo que pasó En mi
pecho en ese istante (1135-6)... Y esta ingenua confesión de
que algo no razonalizable lo llevaba, por un instinto humani­
tario superior, que acaso le fuera hasta entonces desconocido,
a afrontar el peligro de morir por ella: Aunque yo iba de cu­
rioso Y no por buscar contienda (1147-8).
Ya de regreso, en la pulpería, al cantar el encuentro con
los Hijos, ha de referirse a la muerte de su mujer, en un tono
atemperado de sufrimiento que él cree que debe acentuar con
alguna frase retórica, porque no brota en su alma con la pujan­
za de otras desdichas. Nos explica: Les juro que de esa pérdida
Jamás he de hallar consuelo; Muchas lágrimas me cuesta Dende
que supe el suceso. Mas dejemos cosas tristes Aunque alegrías
no tengo (II, 1687-92)...
Y es la última línea con que completa la imagen de sí mis­
mo que nos transmite confidencialmente. Así Martín Fierro
existe como un ente moral, y los accidentes de su biografía
no pueden desfigurar ese rostro en que, enmarañándose con
las facciones agrestes, brilla la luz de la bondad ingénita. La
otra imagen —complementaria, al fin— surge de su biografía;
pero ése es el rostro que ha endurecido el sol, la intemperie
y los ásperos vientos de la pampa.
I m a g e n b i o g r á f i c a d e M a r t í n F i e r r o s e g ú n s u r e l a t o . Lo
q u e c u e n t a d e sí M a r t ín F ie r r o e s u n a h is t o r ia c o m ú n , q u e
p u e d e p e r t e n e c e r a c u a lq u ie r g a u c h o d e s u é p o c a . En a r c h iv o s
p o l i c i a l e s , s e a e l p r o p i o o e l a j e n o , e s e r e t r a t o e s f ie l, p e r s o ­
n a l , p l u r a l y s u y o . U n b r u s c o c a m b io d iv id e s u e x is t e n c ia e n
d o s s e c c io n e s : e n u n a , s u v i d a d e h u é r f a n o t r a b a j a n d o e n la s
e s t a n c ia s , s u f a m i lia , su h o g a r y su p e q u e ñ a h a c ie n d a ; e n o t r a ,
e l s e r v ic io e n la F r o n t e r a , la s p e n u r ia s a ll í s u f r id a s , la f u g a ,
76 EL POEMA
la sorpresa de haberlo perdido todo y la decidida vida de
matrero. En fin, la variante de esa vida de prófugo, en el De­
sierto. El corte vertical en su biografía es el arreo por orden
del Juez de paz, que responde a una inquina de cariz político.
Padece, combate y recupera la libertad desertando, cuando ya
es tarde. El mismo lo dice: Después que uno está perdido No
lo salvan ni los santos (287-8). Y todo lo que sigue a esa cer­
teza de que su destino ha decidido ya por él es el cumpli­
miento de esa fuerza de perdición que será ilustrada con epi­
sodios dramáticos que se enhebran por su propia necesidad
serial: la provocación al Negro, que es su crimen injustísimo;
la pelea con el Compadre; su defensa al no consentir en que
lo apresen; la pelea con el Indio por la Cautiva. Hechos san­
grientos, que nos prueban su habilidad de cuchillero. Y la
vida del perseguido, semejante a la de las fieras, las vicisitudes
de una segunda fase de esa misma vida en los toldos. Es el
retrato del gaucho más que el propio. Este aspecto biográfico
de la personalidad de Martín Fierro carece de relieves y rasgos
que lo diferencien de los demás; sus relieves y rasgos contri­
buyen a desvanecer su imagen en una imagen genérica. Cruz es
él mismo, con variantes episódicas; sus Hijos y Picardía mues­
tran otras facetas de ese ser multitudinal. Todas esas vidas
juntas no son más que una vida: la multiplican en episodios
y circunstancias sin enriquecerla. Hernández ha comprendido
que la vida de los gauchos era una monótona repetición de sus
desdichas: el telar es, en fin, un artefacto mecánico. No se ha
interesado en buscar lo original, lo distintivo, lo individual,
sino al contrario. En este aspecto es donde resulta evidente
que ha observado una clase social entera para darnos su ima­
gen, y esa imagen es fiel a un tipo humano, a una sociedad,
a una época. No puede resultar reconocible un Martín Fierro
reconstruido según esos elementos biográficos: reconstruiremos
la imagen del original, la de un tipo histórico más que bio­
gráfico, biográfico más que único. Aunque la técnica de pelear,
su fuerza física, sean rasgos que sobresalen en el personaje, son
también comunes. No nos ha dado el Autor ningún detalle de
su fisonomía, estatura ni vestimenta. Nos despista con los an­
drajos, pues hemos de representarnos a Martín Fierro hasta
despojado de prendas que pudieran darle individualidad. Ves­
LAS PERSONAS 77
tiría como todos, pero la miseria y el género de vida que lleva
han hecho también de su atavío un desj>ojo semejante a la
tapera, con más de la naturaleza que de la industria. Cual­
quier cara, cualquier traje que imaginemos para 'él serán
arbitrarios y al mismo tiempo adecuados. Atribuirle propiedad
a su biografía, suponerla perteneciente a un solo hombre, es
desfigurar el intento del Autor y la verdad que surge del texto.
Por fuera, corporalmente, Martín Fierro es un fantasma; sola­
mente tiene un alma suya y lo que sentimos que vive todavía
no es la escena en que por un instante apareció para desva­
necerse en seguida, sino esa imagen de todos que resulta de
las cosas y de los hechos. La personalidad material de Martín
Fierro no surge de sí; le es impuesta desde fuera por las fuer­
zas innumerables e indiscernibles del mundo en que vive. Él
es una imagen de ese mundo que se forma con los perfiles en
que esas fuerzas innumerables e indiscernibles confinan con
una realidad humana y personal. Martín Fierro tiene el ros­
tro, la talla, las características físicas, somáticas, de esa matriz
que se llama la pampa, la soledad, la pobreza, la injusticia.
Es un elemento para reconstituir un ambiente, porque ese am­
biente se ha hecho persona en él y puede cambiar constante­
mente de aspecto pero no de sustancia. Martín Fierro es lo
invariante, lo permanente de un sino regional, estructural, so­
cial. No solamente vive todavía —ya irreconocible por los datos
de su exterior—, sino que vivirá mientras esa matriz siga ges­
tando hijos con todas las sustancias de su ser. Y esa matriz no
produce tipos vernáculos, que existan solamente en la llanura;
en cualquier parte del mundo donde las condiciones de vida
sean semejantes, ese mismo ser que llamamos Martín Fierro
reaparecerá. De ahí que sea comprendido, familiarmente re­
conocido por cuantos llevan en su existencia la impronta de
esa matriz. Porque es también una matriz humana, y entonces
no de la pampa sino de lo pampeano, doquier existan sus
elementos plásticos, estructurales, esenciales. La jjersona de
Martín Fierro está en su símbolo; como necesitaba tener una
biografía se le dio una cualquiera que correspondía mejor, a
la historia que a un hombre. Una biografía de este tipo se
llama destino, y Martín Fierro sabía distinguir netamente lo
que le pertenecía —lo que cantando confesaba como pertene-
78 EL POEMA
cíente a su alma— de lo que pertenecía a los demás —los hechos,
el trance, la situación— y que denominaba destino. Vamos,
suerte, vamos juntos, Dende que juntos nacimos, Y ya que
juntos vivimos Sin podernos dividir (1385-8), que es lo más
cierto. Esa suerte erk su doble, su imagen falaz; la auténtica y
verídica ha de sentir el lector que surge como de su crisálida;
pero falaz en el sentido de lo biográfico, facial, somático. Pues
en el sentido verdadero de la obra, lo fatídico, lo que está en
Martín Fierro como en muchos otros, lo que en él encarna
desgraciadamente como hubiera podido encarnar en los demás
—para eso están los otros personajes de la obra—, eso es lo
cierto.
En su IV artículo sobre el Martín Fierro, P. Subieta emitió
este juicio verdaderamente sagaz:
Martín Fierro no es un hombre, es una clase, una raza, casi un pueblo;
es una época de nuestra vida, es la encarnación de nuestras costumbres,
instituciones, creencias, vicios y virtudes, es el gaucho luchando contra
las capas superiores de la sociedad que lo oprimen; es la protesta contra
la injusticia; es el reto satírico contra los que pretenden legislar y gobernar
sin conocer las necesidades del pueblo; es el cuadro vivo, palpitante,
natural, estereotípico, de la vida de la campaña, desde los suburbios de
una gran capital hasta las tolderías del salvaje. Todos los hechos de la
vida se encadenan, todas las esferas de acción son círculos que parten de
un centro y se extienden hasta lo infinito.
Exacto. Esto de singular que encontramos en el Martín
Fierro, y que lo diferencia de todos los demás poemas gau­
chescos, no es lo biográfico y singular, sino lo común, verda­
dero, natural. Los otros poemas tendían a diseñar al individuo,
y a cada uno de ellos dentro de la obra, con rasgos inconfun­
dibles. Necesitaban por eso, además de un nombre y apellido,
un rostro, un modo de reaccionar, una jDsicología cada cual
para sí; y eso los. hizo efímeros, superficiales; mientras que
Martín Fierro, siendo mucho menos él que ellos los otros, se
eterniza y con el tiempo se agranda y se hace verdadero. Ro­
dolfo Senet, en La psicología gauchesca en el “Martín Fierro”
retorna a la cabal apreciación del “héroe”, al preguntarse:
Hernández ¿ha agrupado en sujetos imaginarios psicologías afines para
crear sus personajes tipos?; es decir ¿ha fundido en individuos creados
por su fantasía los caracteres de muchos, o ha partido de un personaje
LAS PERSONAS 79
real para completarlo con los atributos de sus afines?; en otros términos:
¿parte de la pluralidad real para llegar a la singularidad imaginaria, o
convierte a individuos reales en personajes imaginarios completándolos con
los atributos de sus congéneres?
Tiscornia, en su Discurso, acepta esa personalidad simbólica de
Martín Fierro cuando asevera:
o

Extraído de la realidad, el poeta lo lia acendrado para la vida del arte,


acudiendo al procedimiento que junta lo particular en lo universal y
produce una hermosura ideal. Por eso Martín Fierro es el gaucho perfecto,
en categoría de héroe...
Conclusión anfibológica, porque no puede confundirse al tipo
con el héroe, ya que esta palabra y este concepto hacen del
símbolo un emblema que se aplica a una intencionalidad enal­
tecedora, a un paradigma despojado de sus elementos negativos.
Y Martín Fierro, como símbolo, es negativo de todo emblema
paradigmático. Esta idea corresponde a su mistificación, de
que se tratará en otro capítulo; y después de habérsele reco­
nocido que representa una verdad humana y social, se le quie­
re convertir en dechado de cualidades personales, en héroe,
que en el lenguaje de ideas de Tiscornia significa “modelo”
v/ no resumen étnico.
En la carta de Juan M? Torres al Autor (Montevideo, 18
de febrero de 1874) se sustenta el mismo punto de vista de la
impersonalidad del personaje, con un atisbo de lo que en este
ensayo denominamos los “dobles”. “Cruz le cuenta su historia
—dice Torres—, que es la misma de Fierro y de todos los
gauchos. . . ”

M ARTIN FIERRO EN LA IDA Y EN LA VUELTA


Puede señalarse el momento en que Martín Fierro cambia
de personalidad; el momento en que deja de ser lo que era y
se modifica en otro hombre. Es el encuentro con Cruz. Se opera
en él un cambio que no se podría definir como renovación,
ni como salvación. Pero Martín Fierro deja de ser quien fue
hasta ese momento: gaucho en empresa de lucha, de insurrec­
80 EL POEMA
ción, de atropello. Su última aventura es la pelea con la poli­
cía, y aun este episodio se transforma en dos episodios. Cruz
viene a quitarle la gloria de consumar por sí solo la hazaña
de vencer a una partida. La aparición súbita, a su lado, de su
aparcero, no solamente le roba esa gloria, sino que lo desarma
para siempre. Ha sido derrotado por él. Ni el tono de su voz,
ni las campañas, ni los proyectos serán de entonces en ade­
lante los mismos. Es como si M artín Fierro hubiera sido muer­
to por Cruz. Lo que se le ocurre proponerle, tampoco por
propia iniciativa, sino parafraseando la invitación de un des­
conocido que es ya su amigo inevitable, es huir a los toldos,
renunciar definitivamente a su vida, a su pasado, a su mundo.
En toda la Ida, hasta ese encuentro, predomina en M artín
Fierro la altivez, y las desgracias sólo han conseguido exaltar
en él su orgullo y su coraje. No está abatido, sino que desafía,
dispuesto al combate y cuidándose prudentemente de caer en
ninguna celada. Pero la celada al fin se la tiende el destino,
y son muchas cosas juntas, pero también una idea, lo que sus­
cita en M artín Fierro el cambio de su personalidad. Las quejas
de su infortunio tienen en la Primera Parte un tono viril,
desembocan en la acción, no en el renunciamiento. Pero en
la Segunda Parte esas quejas son las de un hombre vencido.
Su sensibilidad lo enternece, lo ablanda, y cuantas veces echa
al pasado la vista es para caer postrado por el agobio de su
situación actual. Los recuerdos se exacerban y la muerte de
Cruz convierte a Martín Fierro en su propio espectro. No pien­
sa ya en rebelarse, sino en entregarse. Vuelve a sus pagos a ver
si puede vivir y lo dejan trabajar. Su personalidad se ha disi­
pado desde el momento de oír a Cruz su relato. Ese relato es
de su “doble”. Cruz le ha quitado lo más importante de su
biografía, le ha quitado su vida. Para responderle (Canto
XIII) no tiene otras ideas que las que le transmite Cruz. Desde
entonces no actúa sino que ambula. Al regreso vuelve a tomar
su antiguo tono altivo, pero es porque está orgulloso de su
fama. Ya es un libro popular más que un hombre. Y se limita
a narrar, como un cronista, lo que vio en el Desierto. Nada
vemos que haga. Es un ser pasivo. Encuentra a sus hijos, los
escucha; el Moreno lo desafía y elude la pelea; lleva a sus hijos
y a Picardía al borde de un arroyo para separarse de ellos,
LAS PERSONAS 81
cambiando su nombre todos. El nombre nuevo que puede adop­
tar él es Martín Fierro. Ninguna de las advertencias que hace
en el Preludio, de que ha de decir cosas que conmoverán, se
cumple. Todo lo olvida escuchando a los otros. Cuenta su pelea
con el Indio y ese es el único momento, en cinco años de des­
tierro, en que recupera su brío, su empaque, su valor. La lle­
gada con la Cautiva es póstuma. Hasta incurre en una bajeza
inconcebible en él, al intentar justificarse de sus crímenes an­
tiguos. Ahora siente que ha procedido mal y está arrepentido,
pero la necesidad de cohonestar sus hechos lo llevan al filo
del cinismo: Que ya naides se acordaba De la muerte del mo­
reno— Aunque si yo lo maté, Mucha culpa tuvo el negro. Es-
tube un poco imprudente, Puede ser, yo lo confieso, Pero él
me precipitó Porque me cortó primero— Y amás me cortó en
la cara. Que es un asunto muy serio. —Me asiguró el mesmo
amigo Que ya no había ni el recuerdo De aquel que en la pul­
pería Lo dejé mostrando el sebo. El de engreído me buscó,
Yo ninguna culpa tengo; El mesmo vino a peliarme, Y tal vez
me hubiera muerto Si le tengo más confianza O soy un poco
más lerdo— Fué suya toda la culpa Porque ocasionó el suceso.
—Que ya no hablaban tampoco, Me lo dijo muy de cierto, De
cuando con la partida Llegué a tener el encuentro. Esa vez
me defendí Como estaba en mi derecho, Porque fueron a pren­
derme De noche y en campo abierto— Se me acercaron con
armas, F sin darme voz de preso Me amenazaron a gritos De
un modo que daba miedo— Que iban a arreglar mis cuentas,
Tratándome de matrero, Y no era el gefe el que hablaba, Sinó
un cualquiera de entre ellos. Y ese, me parece a mí, No es
modo de hacer arreglos, N i con el inocente, N i con el culpa­
ble menos (II, 1597-638).
Todo este pasaje de leguleyo ignaro tiene en el Manuscrito
numerosas enmiendas, correcciones, frustradas escapatorias que
revelan que tampoco el Autor atinaba con la defensa judicial
de su reo. Pero si es el mismo Martín Fierro el que ha de pre­
sentar su alegato de absolución, apela a infantiles y taimados
subterfugios. No es ésta la instancia ni el fuero en que lo
habíamos absuelto. Pero no es Martín Fierro quien habla ex­
cusándose, sino Hernández; y no se dirige al lector que conocía
la Ida, sino a sus amigos los jueces y los políticos, que sin
82 EL POEMA
duda le habrían reprochado los excesos de su héroe. Ha escu­
chado esas voces demoníacas, él ha cobrado sentido jurídico
del Poema y pretende purgar a su héroe de sus delitos, olvi­
dando que esos delitos ya habían recaído sobre los jueces.
Martín Fierro es puesto ante los paisanos de la pulpería como
ante un tribunal al que procura embaucar con sofismas. No
era el lenguaje de los gauchos. De la esterilidad del esfuerzo
del Autor para encontrar razones válidas debió colegir que la
defensa era absurda; pero insistió impulsado por escrúpulos
extraños a su misión de artista; y así el texto impreso nos da
una imagen moral de Martín Fierro mucho más baja que
como habría quedado de olvidar que tales crímenes existieron.
Pues los agrava por la mentira, en una declaración sumaria
tal como la habría expuesto Cruz de ser apresado en lugar
de él.
Lo que quiere el Autor es presentarnos “otro” M artín Fierro
y no puede. El mismo personaje rechaza el cambio de su
psicología y no se levanta más del peso de su falacia. Esta
imagen de Martín Fierro no tiene semejanza sino con el que
aconseja a sus hijos. Corresponde a una nueva concepción del
personaje. En ningún momento del Poema el alma desciende
tan por debajo de sí como en ese romance. En la Primera
Parte Martín Fierro cuenta sus crímenes con natural franque­
za, porque están en el destino de todo gaucho y no son actos
de su voluntad, sino que acontecen mediante él. Este Narrador
que intenta expurgar a su Héroe no es el de la Ida. Quien
ha cambiado es Hernández, y ha cambiado por influencias ex­
trañas, por esa presión imperceptible que todo lo deforma en
el alma de nuestros grandes hombres. El paisano, el viejo lector
de la Ida, no el político que ha de leer la Vuelta, consideró
aquellos crímenes, aquellas “desgracias”, dentro del complejo
de la desdicha bajo cuyo sino estaba la existencia del Prota­
gonista.
Más que el Personaje, lo que cambia es la Obra entera. En
la Vuelta hay otra visión de las cosas, otra posición del Autor
frente al mundo y otro sentido para su obra. Algunos de los
rasgos característicos pasan de Martín Fierro a otros persona­
jes: el Hijo Segundo y Picardía en lo biográfico, el Hijo Mayor
en lo psíquico. Ellos recogen lo humorístico y lo trágico. Pero
LAS PERSONAS 83

este examen corresponde al análisis de ambas Partes del Poema


y a su comparación. Esa doble concepción de la obra trae
como consecuencia esa doble personalidad de Martín Fierro,
que no se cambia en otro sino que se deforma en sí mismo.
Éste de la Vuelta no es un Cantor, sino un Narrador; y por
Narrador entendemos siempre al Autor. En la Primera Parte
Hernández era Martín Fierro, en la Segunda, Martín Fierro
es Hernández.
Todavía tenemos otra tercera imagen de Martín Fierro,
fuera del Poema. Es una composición, un romance, dedicado
a una dama en que Martín Fierro aparece como mandadero del
Autor, llevándole un mensaje amatorio. Dícele Martín Fierro:
Aquí estoy, señora mía, yo les voy hacer saber,
aquí vengo a su servicio, de lo que hizo a la mujer:
lio tengo ningún oficio, fué de la cola de un gato.
soy pobre como una rata,
me suele faltar la plata Y me encarga que le diga
pero no me faltan vicios. que me guarde por aquí;
no me haga correr a mí
Tengo encargue de decirle la mesma suerte que el otro
de parte de mi patrón que estima a este pobre gaucho
que me tire en un rincón que dentró al Parnaso en potro.
y me coman las ucuchas,
pues mis desgracias son muchas Y estas mesmitas palabras
y es poca su compasión. me ha dicho que le repita:
yo soy un gaucho mulita
No sorpriende la inconstancia más redondo que una jota
ni el desdén en la mujer, y el pecho se me derrota
pues en no saber querer viendo una niña bonita.
cifran toda su virtú;
son para una ingratitú Y en volunté de servirla
como mandadas hacer. r.c hay naides que me aventaje;
muchos recuerdos le traje,
Cuentan que de una costilla y aquí estoy a su mandao,
Dios las fabricó en un rato; y mi patrón se ha quedao
mas si me dan el barato con envidia de mi viaje.
Misión impropia de M artín Fierro que hubiera podido cum­
plir Cruz. Ni como ocurrencia concebimos que Hernández haya
podido parodiar así al Personaje. Pero existe aún otra compo­
sición en que emplea a su Héroe en el mismo papel de reca­
dero, si bien se refiere ahora al libro mismo, en una confusión
de persona y de obra que otras veces cometió en el texto
84 EL POEMA
mismo del Poema. Son “Versos enviados a una amiga remi­
tiéndole un libro”:
Allá va otro “Martín Fierro”, pues los afectos de su alma
allá va otro pobre gaucho, yo solo puedo explicarlos.
presa siempre de infortunios, Yo sé que si en su guitarra
no extrañará viajar tanto. hiriendo la cuerda ufano
Mandé gustoso el primero, os hubiera dicho “adiós”
por supuesto, con encargo no habrías dejado llevarlo;
de darte, si lo dejaban que en sentidas vibraciones
mil recuerdos... y un abrazo. sentidas trovas lanzando
Pero sé que el infeliz, el triste “adiós” de sus quejas
víctima siempre de su hado, sería para vos amargo.
ri pudo el abrazo darte Mas su negra desventura
ni paró mucho en sus manos. lo persigue sin descanso,
Yo sé que el pobre Martín y obra fué de sus desdichas
tendrá pena de dejaros, el regalar mi regalo.
Etcétera. Dejando a un lado la confusión de personas del sin­
gular y del plural, este otro romance contiene algunos concep­
tos despectivos para su héroe, o por lo menos no coincide con
los que figuran en sus Prólogos. Podríamos sospechar que para
el Autor el Martín Fierro oficial y público investía un papel
distinto al que le asignaba en la intimidad; como si el primero
respondiera a un plan y el segundo, despojado de toda inves­
tidura, se redujera a su diminuta estatura verdadera de pobre
jornalero. Pero esta imagen tan extrañamente concebida por
el Autor no forma parte de la personalidad de Martín Fierro,
sino de los designios de aquél. Y es muy posible que, en familia,
Martín Fierro fuera para Hernández lo que podía ser el gaucho
para el patrón; en cambio, en su obra se proyecta a lo alto y
a lo lejos libre de toda tutela y de toda sumisión. Esta es la
imagen que nos interesa: la nuestra, y no la del Autor.

CRUZ
Este es el personaje enigmático del Poema. En múltiples
sentidos es el “doble” de Martín Fierro. Se desglosa de él, por
decirlo así, durante la pelea con la policía, y se pone inespera­
damente de su parte hacia el final, cuando ya está decidida.
En vano Martín Fierro nos induce al error cuando reconoce
LAS PERSONAS 85
en Cruz su semejante, como astilla del mismo palo. Es otro
gaucho, pero de otra índole. En parte su biografía parece ser
un fragmento de la biografía de otro, acaso del mismo Martín
Fierro; en parte es tan suya, que la idea de que los personajes
de la obra representan tipos comunes, en categoría de símbolos,
tiende a desvanecerse. Cruz se perfila como quien es, y lo que
cuenta de su vida son casi pasajes íntimos que el pudor hu­
biera vedado a Martín Fierro confesar en público. Su suerte,
en definitiva, es la misma de los gauchos, con la variante de
que ingresa al servicio de la policía por arreglos de un político
amigo que le cancela su deuda de sangre. Es el “doble” de
M artín Fierro, su reverso, su sombra. El nombre mismo es ya
el primer enigma, porque es el símbolo anónimo del nombre.
Con ese signo firman los analfabetos. Además es, dentro de la
simbología religiosa, la afrenta y el cadalso. Es también el re­
vés de la Cara, en la moneda, y una de las suertes cuando se
la tira al azar. La figura de Cruz no está presentada en el
Poema de frente, sino de espaldas, como un traidor. La fun­
ción de este personaje dentro de la economía del Poema será
estudiada en otro lugar; su persona equívoca no ha merecido
de nadie, que yo sepa, reproche alguno. Se le ha considerado
par de Martín Fierro porque también es un cantor, y porque
algunos de los aspectos de su vida coinciden con la de aquél.
Pero como cantor es una repetición casi literal de Martín Fierro
y no agrega ningún rasgo individual al retrato que de sí hizo
al comienzo el protagonista. Se diría que es un ardid para
ganarse la buena voluntad de su compañero, para inspirarle
confianza. Sus opiniones sobre la suerte del gaucho, más atre­
vidas que las de Fierro, habían sido enunciadas ya por éste,
concretándolas más en lo político. Para Martín Fierro forma­
ban parte del destino, para Cruz de la codicia y de la perver­
sión de los que mandan. Empequeñece también este aspecto
social, declamando contra los puebleros, sin que en sus quejas
tenga un solo motivo de acritud. Ha vivido en pandilla, con
otros gauchos alzados, por dos crímenes injustificables, y se le
ha permitido ingresar al servicio del Estado. Sus palabras nun­
ca son sinceras. Se dirige a Martín Fierro como si estuviera
ante un auditorio, y declama su biografía acentuando las notas
cómicas sin otro objeto que suscitar la risa. Procedimiento
86 EL POEMA
peculiar del taimado. Por uno de esos recursos desvía la aten­
ción del lector en una de las escenas más dramáticas: cuando
está a punto de castigar al comandante que lo traiciona. De
modo grosero, sucio, liquida una cuestión de honor. Es el único
personaje que ejerce venganza para lavarlo —¿con la lejía del
noque?— y que habla de infidelidad.
El primer problema es: ¿qué significa el auxilio de Cruz?
Esto ocurre inesperadamente, de pronto: Tal vez en el corazón
Lo tocó un Santo Bendito A un gaucho, que pegó el grito, Y
dijo: «¡Cruz no consiente Que se cometa el delito De matar
ansí un valiente /» Y ay no más se me apañó Dentrándole a la
partida; Yo les hice otra envestida, Pues entre dos era robo /
Y el Cruz era como lobo Que defiende su guarida (1621-32).
Luego le confiesa a Martín Fierro cómo ocurrió ese cambio
repentino en su actitud: Ansí estuve en la partida, Pero ¡qué
había de mandar! Anoche al irlo a tomar Vide güeña coyon-
tura— Y a m í no me gusta andar Con la lata a la cintura
(2059-64). Explicación humorística, que otra vez despista al
interlocutor de una cuestión bien grave. ¿Cómo, si tenía deci­
dido dejar ese oficio que consideraba humillante —como todo
buen gaucho decente—, espera a que la suerte de la batalla
esté casi decidida, para ponerse de parte del gaucho matrero?
¿Y cómo abandona a sus subalternos pasándose al enemigo?
Es innegable que Cruz ha procedido como un traidor, pues
ese puesto debió abandonarlo antes de salir en comisión para
la captura; o, de tener pensada la traición, debió ponerse al
lado del rebelde inmediatamente de llegar y no después de
haber probado qué clase de cuchillero era el que tenían que
prender. Y qué clase de hombre, por la respuesta que da al
que intenta reducirlo. Todo el preámbulo de la presentación
consiste en reflexiones generales, para detenerse en la alaban­
za de la mujer. ¡Precisamente Cruz había de ser quien en el
Poema tuviera a su cargo el panegírico! Todo él es falso. Su
opinión sobre las mujeres es categórica, al final. Y, natural­
mente, ya era un concepto formado en él, desde que el relato
comienza mucho tiempo después de consumada la que él llama
perfidia. Su desgracia dimana de esa infidelidad —que no es
tal—, y la primera parte de su siniestra historia concluye con
esta sentencia: Las mugeres, dende entonces, Conocí a todas
LAS PERSONAS 87
en una— Ya no he de probar fortuna Co j i carta tan conocida:
M ujer y perra parida, No se me acerca ninguna (1879-84). Este
mismo escéptico había hecho la alabanza de las mujeres todas,
concluyéndola con estos versos tomados de una copla popu­
lar, con lo que a la falsedad agrega el hurto: Era el águila
que a un árbol Dende las nubes bajó, Era más linda que el
alba Cuando va rayando el sol— Era la flor deliciosa Que
entre el trevolar creció (1771-6).
La historia, que de ser cierta ningún paisano habría reve­
lado, merece transcribirse: Pero, amigo, el Comendante Que
mandaba la milicia, Como que no desperdicia Se fué refalando
a casa— Yo le conocí en la traza Que el hombre traiba malicia.
El me daba voz de amigo , Pero no le tenia fé— Era el Gefe, y ya
se ve, No podía competir yo— En mi rancho se pegó Lo mes-
mo que saguaipé. A poco andar conocí Que ya me había des-
vancao, Y él siempre muy entonao, Aunque sin darme ni un
cobre, Me tenía de lao a lao Como encomienda de pobre.
A cada rato, de chasque M e hacía dir a gran distancia— Ya
me mandaba a una estancia, Ya al pueblo, ya a la frontera—
Pero él en la Comendaticia No ponía los piés siquiera (1777-800).
Hasta aquí es flagrante la indignidad de este hombre. Ante
todo, ¿por qué no dice que era soldado? Pues, ¿cómo se explica
que Era el Gefe, y ya se ve, No podía competir yo, sino por
ser su subalterno? Pero es el colmo de lo inicuo e impúdico con­
fesar que después de advertir la mala intención del comandante
y que lo había desbancado, aceptara esas diligencias de chasque
con que el pillo lo alejaba de su propia casa. Y la queja vino,
por cierto, no del engaño ni de su honor herido, sino de que
no recibía ningún emolumento por esa tarea. Jamás, fuera de
la novela picaresca, hemos leído semejante confesión con tal
impavidez. ¿Y este hombre se venga, asesinando al guardaespal­
das del comandante, y dejando a éste con vida porque echa un
hedor insoportable, dentro del barril de lejía?
Una vez cometido el crimen, alza sus pilchas y abandona
mujer y hogar para hacer vida de matrero, asociándose con otros
gauchos en la misma condición. Tampoco se parece esta vida
a la de Fierro, solitario y corriendo por sí su suerte. Al asociarse
con otros, formaba Cruz parte de una cuadrilla de rateros y
cuatreros; pues sólo para estos fines se agrupaban los gaucho?
88 EL POEMA
alzados. Además, ¿por qué se calla el hecho de que abandona
también a un hijito y espera para hacer esa confidencia el mo­
mento de morir en el Desierto? Si el lector no ha sentido repug­
nancia por este personaje al leer su confesión, es porque no lo
ha juzgado en su calidad moral, porque se ha confundido a dos
tipos distintos de hombre en un tipo semejante de gaucho, y
porque la lectura del Poema se ha hecho con ánimo de perdonar
—al Autor y a los personajes—, o con tal desdén que no han im­
portado estos relieves groseros de las psicologías. A esa historia
vitanda sigue la escena del baile en que Cruz comete su segundo
crimen. Es popular su desgracia, es decir, que ha sido burlado.
Posiblemente la verdadera que se lo despreciaba, pues las coplas
del Guitarrista y la befa de las mujeres indican desprecio, que
es lo que merecía. Pero otra vez hace cuestión de honor y mata.
No falta ahí la nota humorística de las botas nuevas que lleva
al baile, ni la ocurrencia de que deja al cantor con las tripas
como para que hiciera cuerdas. Palabras impropias en otro
cantor. Pero el cinismo es tan grande en este personaje tene­
broso, que consigue poner sus actos en el mismo plano del de
los de Fierro. El lector los ha tolerado, y, en virtud de la amis­
tad que por él sintió su amigo, ha olvidado qué clase de hom­
bre era éste, de qué palo era astilla.
Sólo sé de una tentativa de comentar la acción más repulsiva
de Cruz, en su decisión súbita de defender a Fierro contra sus
compañeros que están cumpliendo el deber según sus órdenes.
Lo más indiscutible es que Martín Fierro y Cruz son la mis­
ma persona; que éste es un ejemplar príncipe del que se des­
glosa Martín Fierro. Pero esto es en la gestación del Poema,
según he de tratar de explicarlo; pues en el texto, en la escri­
tura, Cruz es el “doble” de Fierro. Su doble simiesco, su antiél.
Su caricatura. Lo cierto es que desde el instante de aparecer a
su lado, Martín Fierro es destruido como psicología y como
agonista del Poema; desalojado, echado a otro mundo, este­
rilizado.
Remata la retahila de falsedades indignas al decirle a Fierro,
para sellar la amistad: Ya conoce, pues, quién soy, Tenga con­
fianza conmigo, Cruz le dió mano de amigo Y no lo ha de
abandonar— Juntos podemos buscar Pa los dos un mesmo abri­
go (2065-70). Palabras propias del traidor, del taimado. Fierro
LAS PERSONAS 89
comprende —o intuye— que está perdido; que está muerto; que
en la pelea ha ocurrido algo mágico, algo de su destino, pero
que fue el final. Nó puede librarse de él; el pacto de la amistad
ha sido sellado con sangre. Está en manos de su destructor.
Toma sus propias palabras, su invitación, y desde ese instante,
poseído, habla y vive en función de su “doble”. Acepta compar­
tir con él la vida de matrero, el mismo abrigo; pero lejos, donde
no pueda ser entregado, vendido: en el Desierto. En ese instante
termina la vida espiritual de Fierro, y lo que ambula y vuelve
es su sombra envejecida.
Independientemente de su persona, la personalidad de Cruz
tiene un sentido autónomo en el Poema. Cruz encarna la injus­
ticia, el enemigo fatídico de Fierro. Cruz es el hombre fatídi­
camente injusto, que carece de conciencia para discriminar el
.bien del mal. En vez de castigar al comandante, que lo burla
porque él lo consiente, castiga a su asistente y, por reflejo, a
su mujer y a su hijo. Cuando está en boca de todos (no sólo de
los “peones borrachos”) su infamia, mata al cantor que es un
eco de la difamación. Sólo lo puede contener el asco: por eso
no mata al comandante. Y su orgullo se confunde con el senti­
miento del honor: por eso mata al guitarrista. Su comporta­
miento en la policía es patente prueba de que carece de con­
ciencia moral. Y es la policía, en su persona, que la representa
como jefe en la emergencia, la que a un tiempo asegura la sal­
vación de Fierro y lo condena. Pero Fierro no puede ahora
resistir, porque su enemigo es quien le ofrece compañía para
siempre. Cruz es el cadalso de Martín Fierro, el instrumento de
su crucifixión. Es su misma vocación de cantor que ahora está
frente a él, en carne y hueso, y por cuyo influjo fatídico lo
arrastra a matar en él lo que era su vida y más que su vida:
el canto. Tiene que optar, y para seguir a Cruz rompe la gui­
tarra contra el suelo. Cruz le trae —¡cuán sutil, cuán insidiosa­
mente!— la duda de que, en sus años de soldado en el Fortín,
haya podido ser engañado por su mujer, porque solía ser ése
el destino de los soldados que abandonaban el hogar. Su elogio
de la mujer, para concluir renegando de todas como igualmente
pérfidas, tiene que herir el alma de Martín Fierro, que sabe
que la suya vive con otro hombre. Y hasta es muy posibleque,
más tarde, en la soledad del Desierto, Cruz haya insistido en
90 EL POEMA
que hubo en su caso la misma traición, porque le oímos a
Martín Fierro exclamar, identificado ya con su “doble”: Dejan­
do aquí en el olvido, Como dejamos nosotros, Su mujer en bra­
zos de otro Y sus hijitos perdidos (II, 177-80). ¿Y no reencuen­
tra, ya muerto Cruz, como un nuevo “doble” suyo a Picardía,
qfre le repite su propia historia de la Frontera? Y aunque el
Hijo Mayor conserva, como “su gajo”, el sello de su paternidad
en su alma y en su suerte, el Hijo Segundo ¿no es más bien el
hermano gemelo de Picardía?
Si hay un personaje trágico en el Poema, es Cruz; no por
lo que él significa en su persona, sino por lo que viene a signi­
ficar en el destino de Martín Fierro, que para siempre se pierde
a sí mismo. Cruz viene a cumplir una sentencia, y esa sentencia
es trascendental, pues comprende al Protagonista y al Autor
por igual. Si en el primer plan de la Obra, Cruz, desglosado de
Picardía, es el esbozo primario de M artín Fierro, lo que viene
a reclamar, como el diablo, es nada más que lo que le perte­
nece. Él debió ser Martín Fierro, y si ha vuelto es porque el
Autor no se ha resignado a destruirlo en su calidad de boceto.
Su presencia es la de un juez infernal: quiere que Martín
Fierro asuma la responsabilidad de su vida, en lo que le había
dejado liberándose de ella como inicua, y quiere además que
el Autor no pueda proseguir su obra sino mediante la solución
de un conflicto que le impide recuperar definitivamente al hijo
bastardo que ha desalojado al primogénito. Porque para que
sea posible la Segunda Parte es necesario que muera Cruz,pero
también que Martín Fierro se pierda para siempre en un des­
tierro de sombras. Esa es la sentencia: pues .Martín Fierro sólo
existe porque le sustrajo antes lo mejor de su vida a Cruz, y
sólo impera porque le ha usurpado su primogenitura.

COMPARACION ENTRE LAS VIDAS DE


M ARTIN FIERRO Y DE CRUZ
Las vidas de Martín Fierro y de Cruz son complementarias;
fundiéndolas se obtiene una sola biografía. Martín Fierro alude
a su nacimiento, su orfandad y su niñez; Cruz nada dice a ese
respecto. De su persona, Martín Fierro nos expone minuciosa­
LAS PERSONAS 91
mente sus sentimientos, penas, angustias, alegrías lejanas, y del
conjunto de esos datos psicológicos obtenemos su imagen real.
Cruz sólo explica, pero en tono falso, su amor más bien por la
mujer que por la compañera. Ignoramos cómo reacciona espi­
ritual y sentimentalmente, qué vida interior tiene. En cambio
su biografía es de intimidad, mientras que la de Martín Fierro
se limita a exterioridades, a acciones mecánicas. Toda la histo­
ria de la seducción de su mujer por el comandante sería no sólo
inconcebible en boca de Martín Fierro, sino que corresponde
a un género de confidencias que no encontramos en éste. Lo
privado es apenas aludido por Martín Fierro, y de su pasada
vida de hogar nada nos dice. Nos muestra la tapera, cuando
toda ha concluido; pero Cruz nos lleva al interior de las habi­
taciones y nos entera de secretos de alcoba con intrépida indig­
nidad. Los hechos en que participa Martín Fierro como prota­
gonista son extraños a su vida privada, pertenecen a los acci­
dentes de quien vive entre sus semejantes. Ninguno de ellos
—vida en la Frontera, peleas, vida de prófugo— es originado
por cuestiones personales íntimas; en cambio los de Cruz sí.
Cruz cuenta su vida como una biografía que le pertenece sólo
a él; en las palabras de Martín Fierro el relato toma una dimen­
sión histórica, en cuanto que las mismas circunstancias que ori­
ginaron sus crímenes hubieran provocado en otros individuos
análogas reacciones. El hecho viene a Martín Fierro, mientras
que surge de Cruz. La muerte del asistente del comandante y
del guitarrista se originan en cuestiones domésticas o derivadas
de ellas, y de la vida de matrero que lleva sólo nos informa que
se asoció con otros, mientras que en su soledad Martín Fierro
se explaya acerca de sus sentimientos de hombre que ha perdido
todo sus seres queridos y todos sus bienes. Asimismo, nada sabe­
mos de la vida de Martín Fierro en las estancias, o como tra­
bajador, sino figurando él en el cuadro panorámico de los
trabajos típicos del campo, en las hierras; de Cruz sabemos que
tuvo un empleo fijo, pero nada nos dice de que supiera desem­
peñarse en las tareas rurales. Un capítulo hay que no puede
superponerse: el de la vida conyugal de uno y otro; un episodio
que puede decirse repetido: la pelea en el baile, aunque sea
por completo distinto. De adjudicarse ambos hechos a una mis­
ma persona, la repetición por analogías circunstanciales se des­
92 EL POEMA
tacaría más. En cambio engranan perfectamente bien el silencio
absoluto de Cruz acerca de su vida de soldado y la amplia
exposición de Martín Fierro.
Como se advierte en seguida, no se trata de que Hernández
haya tratado de evitar la duplicación del caso que relata, sino
de que uno y otro personaje están puestos en distinta tonalidad
para la confesión: M artín Fierro separa cuidadosamente lo que
es de su alma y lo que es de su historia objetiva, mirándose a
sí mismo desde fuera cuando actúa (un ejemplo curioso es,
en la pelea con el Indio, percibir que formaban un trío, como
en un cuadro); Cruz complica y mezcla las cuestiones espiri­
tuales con los actos criminales. El crimen es una consecuencia,
un desenlace de un problema planteado antes en el fuero ínti­
mo. La acción en él es algo orgánico, y en M artín Fierro algo
mecánico. El hecho se le presenta de golpe a M artín Fierro; no
es un problema, sino un accidente; para Cruz se integra en una
serie elaborada, gestada desde antes: la muerte del asistente, por
el adulterio del comandante; la del guitarrista, por su mala
fama de marido engañado. Esos hechos entran en la serie con­
tinua de la acción cotidiana de vivir, como aquellos en que
interviene Martín Fierro se eslabonan en la serie del modo de
ocurrir las cosas en el ambiente en que vive.
Aun en las reflexiones de carácter general, M artín Fierro
atribuye las desgracias de los paisanos a otros factores distintos
que Cruz; aquél no se entretiene en averiguar cuáles sean las
causas y los agentes: entiende que eso pertenece al destino del
gaucho. Cruz incrimina al gobierno, y distribuye las responsa­
bilidades como un político. Y si aquél pone de manifiesto la
influencia del inmigrante en el desamparo del nativo, éste se
refiere a las especulaciones de los malos gobernantes. De modo
que del conjunto de una y otra acusaciones se completa el
cuadro del desorden, la venalidad y la perversión de todos. Sólo
hay paralelismo en la vocación del canto y en el orgullo de ese
saber que ambos poseen: pero lo que dice Cruz es un estarcido
del bordado de Martín Fierro. Lo imita, y tal imitación es el
único rasgo que inclina a éste a considerarlo su igual.
Para el lector, el resultado es que Cruz no aporta ningún
elemento de su carácter que pueda servir a la elaboración del
mito de lo gauchesco, sino que sirve más bien de contraste para
LAS PERSONAS 93
que percibamos en Martín Fierro qué cualidades convienen a
ese ideal del hombre representativo de cualidades excelentes co­
munes a muchos. De Cruz nada se ha transferido al mito gau­
chesco que personaliza exclusivamente Martín Fierro. Ni ha
servido para la elaboración del gaucho malo, que es una va­
riante del gaucho heroico, tal como lo encontraremos en el
Juan Moreira de Gutiérrez. También Hernández pensaba en
M artín Fierro cuando hablaba de un tipo representativo, un
ente integrado por cualidades y defectos comunes, nacionales,
y jamás menciona a Cruz. Él sabía bien que Cruz cumplía en
cierto modo la función catártica de absorber para sí algunos de
los rasgos, también comunes en el gaucho, pero que hacían de
él un obstáculo para la simpatía del lector tanto como del so­
ciólogo. Pero si Cruz ha sido tomado asimismo de la realidad,
¿cómo ha sido omitido en la elaboración del mito gauchesco
del gaucho? Su admisión habría hecho imposible el mito; como
consecuencia, su repudio o su omisión denuncia que el mito
se ha operado por el procedimiento de la resta o de la abstrac­
ción, y que como todos los mitos viene a representar lo contra­
rio de lo que representa: aquello que no se quiere que repre­
sente. Porque todo mito es un tabú transvaluado.

LA AMISTAD DE M ARTIN FIERRO Y CRUZ


El tema de la amistad está puesto con tal intensidad de
emoción, que su estudio está erizado de dificultades. Antes de
los trabajos de los psicólogos y psicoanalistas, el problema ha­
bría parecido simple, y ningún comentarista ha trascendido la
línea en que la amistad cobra vehemencias de apasionamiento
en sus legítimos límites de comunión espiritual y de adhesión
humana. Hoy el problema se complica para el texto y para el
Autor, y por mucha delicadeza que se ponga en su estudio nos
encontramos ante un problema de difícil diagnóstico.
En términos de simple buena fe, la amistad de Martín Fie­
rro y Cruz, que nace súbitamente por reconocimiento en el uno
del valor masculino, y en el otro por agradecimiento a su espon­
tánea defensa, asume un carácter distinto en la convivencia so­
litaria en los toldos. Es allí donde la amistad se intensifica por
94 EL POEMA
la soledad y las dificultades de vivir, hasta hacer de ambos fu­
gitivos seres tan compenetrados, que la muerte de uno es sen­
tida por el sobreviviente como una ruptura de vínculos que
lo sostenían en su desdicha. La congoja de Martín Fierro y el
sentimiento de absoluta soledad, nunca experimentado con tal
intensidad, la devoción a su recuerdo y la compañía que busca
junto a la sepultura, raya en los extremos de la angustia y la
aniquilación de toda esperanza. La compañía de Cruz no bo­
rraba en la mente de Martín Fierro la nostalgia de su mujer
y sus hijos, de cuanto había perdido, porque expresa que cons­
tituía su permanente congoja; mas la muerte de su amigo con­
figura en él un sentimiento de ternura tan patético como acaso
existen pocos ejemplos en las letras. Descontada la hipérbole
con que el Autor magnifica ese estado de tristeza, no habitual
en su modo de describir ninguna pasión, el problema de cómo
circunstancias naturales y bien conocidas pudieron ligar a dos
seres desdichados en tan fuerte lazo queda como una incógnita.
Esa amistad es vivencial en el Autor, no es simple copia de la
realidad en lo corriente de la vida campesina, y aquí lo intere­
sante es el acento con que la destaca hasta darle un relieve que
sobrepasa el de la sensibilidad del gaucho tal como en el Poema
se pone de manifiesto. Si se compara con la impresión que la
noticia de la muerte de su mujer causa en M artín Fierro, cuyas
palabras carecen de verdadero pathos y se ahuecan en una es­
pecie de condolencia ceremoniosa, el desgarramiento por la
pérdida de su amigo adquiere aún mayor relieve. Lo cierto es
que en el alma del paisano la amistad, no ya el amor, se aloja
muy dentro de su corazón, aunque el tono viril de sus costumV
bres rechaza, como argumento accesorio, otra interpretación que
la ingenua que surge de la lectura sin malicia del texto literal.

VIZCACHA
En la Segunda Parte del Poema aparece un personaje com­
pleto, con cuerpo y con alma. Hernández describe minuciosa­
mente a Vizcacha, porque comprende el grande interés que ha
de despertar en el lector. Ese interés no proviene de ningún
aderezo ni significación especial, sino de que posee una biografía
LAS PERSONAS 95
completa por dentro y por fuera. Es el único tipo integral, cuyo
carácter se perfila y colorea mediante las anécdotas. Indepen­
dientemente de la técnica con que Hernández sabe presentarlo,
distribuyendo los materiales de mayor importancia en partes
que se articulan según el orden de los propios méritos. Vizcacha
trae al Poema la representación de un vasto sector humano que
no figuraba aún. Ningún anciano habíamos visto hasta enton­
ces; y un anciano del campo es una enciclopedia de casos y
experiencias. Vizcacha da altura y fuerza a la Vuelta, que no
se sostendría con las exangües fuerzas de Martín Fierro. Pero
el nuevo personaje se convierte en eje resistente de toda la
armazón. Queda fijado en la memoria del lector, con rasgos más
verídicos y hondos que el mismo Martín Fierro. Es el segundo
encuentro en que Fierro queda derrotado.
La obra-que Hernández realiza con este personaje es admi­
rable en todo sentido. Por primera vez se arriesga a dar fisono­
mía, aspecto, ubicación a un personaje; por primera vez lo
circunda de los enseres y efectos que vienen a resultar comple­
mentarios de su persona; los perros, los utensilios, el rancho
forman un todo armónico con su carácter, su aspecto y su índole.
Lo que dice armoniza perfectamente bien con lo que piensa,
lo que piensa con lo que siente y lo que siente con lo que hace.
Muchos detalles los desplaza al comentario una vez concluida
su existencia. Así sigue viviendo después de muerto.
En este cuadro todo es sombrío y subterráneo. Es una vida
de cueva, como corresponde al mote: Vizcacha. Aquí de nuevo,
como en Cruz y Picardía, el nombre es un factor integrante de
la psicología.
Lo cierto es que Hernández abandona su técnica de presen­
tar una figura y un carácter con pocas palabras, y se demora con
personal satisfacción en la tarea, detallando, modelando, mati­
zando su figura. Tan poderosa resulta y tan firme sobre su pro­
pia tierra, que eclipsa al protagonista. Es una figura completa.
Conocemos de él su aspecto, sus mañas, su carácter y las cosas
que lo rodean formando su caparazón. M artín Fierro se desdi­
buja y se decolora frente a él. Tan representativo como el héroe
central, forma un ambiente en torno de sí y hasta una posición
filosófica frente a la vida. Muchísimo más limitado en su radio
de acción, menos diverso en sus aventuras, supera a todos por
96 EL POEMA
la cantidad de vida y originalidad de sus actos. Todo lo que
hace le pertenece porque tiene su propio estilo. Con su muerte
espantosa cierra su propio ciclo, su propia vida. Hasta es inevi­
table asociar las ideas de sus rapiñas con el castigo que sus
amigos, los perros, le infligen comiéndole la mano insepulta.
Todo tiene unidad, está montado con precisión de mecanismo
de relojería. Hernández ha sabido contar en dos partes su bio­
grafía pintoresca y macabra, dejando lo más expresivo al co­
mentario de los que tuvieron en vida que lidiar con él. T an
potente es su personalidad, que no solamente se fija en la ima­
ginación con rasgos indelebles, en un recuerdo de persona cono­
cida, sino que cuantos ingresan en la órbita de su acción quedan
grabados con el mismo vigor: el negro Barullo, que lo persigue
por escupir el asado, la mujer, a quien mata porque le cebó
un mate frío, el Hijo Segundo, que cuenta su historia, y que
desaparece con sus propias aventuras para convertirse en el
chicuelo que tenía que dormir a la intemperie en el invierno.
Hasta las cosas, el tintero que robó en el Juzgado, las guascas,
las botas desparejas, los cencerros, los anillos, todo vive y se
incrusta en el cuadro donde él, como un déspota, dibuja mar­
cas de hacienda en la tierra y habla. Malvado, rapaz, blasfemo,
astuto, sin ningún escrúpulo moral y cavilando siempre en un
mundo de pensamientos que el hombre decente procura des­
echar como tentaciones, es perfecto en su personalidad atrave­
sada. Todo consiste en que está organizado de manera distinta
a los seres comunes, en que se conduce según principios natu­
rales, los mismos que imperan en los animales inferiores, sobre­
llevando su condición humana con la menor mortificación que
puede. Es un genio en bruto, más cerca de Diógenes y de Crates
que del hombre correcto, mutilado y ordinario. Sus actos obe­
decen a una filosofía pragmática, tan congruente con el mundo
en que vive como la de Descartes con el suyo. Razona como si
en su cabe/a tuviera sesos de zorro, inspirado por los númenes
de su mundo solitario y silvestre. Pero esas sentencias, que se
repelen por obediencia a deberes sociales y éticos que perte­
necen a la humanidad, pero no al hombre individual, contienen
la flor de su experiencia desdichada. Y al aconsejar la descon­
fianza, el egoísmo, la prudencia y la doblez, es muchísimo más
honrado que Martín Fierro, cuyas palabras no condicen con su
LAS PERSONAS 97
experiencia y suenan a sermón preparado de antemano. ¿Acaso
nos sorprendería que sus consejos los hubiera emitido Martín
Fierro, ese padre tan poco acostumbrado a serlo, que asume
ese papel como un deber de magistrado? Nadie recuerda una
sola estrofa de los consejos de Martín Fierro, pero casi todos
los que han leído el Poema recuerdan íntegros los de Vizcacha.
Corresponde su sabiduría de Sileno a un ente absolutamente
pegado a la tierra, para quien la civilización y la cultura ente­
ras no existen sino como uno de los ornamentos de la vida de
la ciudad, que él no conoce. Grandmontagne ha comparado a
Vizcacha con Rousseau y con Schopenhauer, y comprendemos
que en esa exageración sacrilega hay ese fondo de verdad que
existe en las metáforas. Trazar un paralelo entre Vizcacha y
cualquiera de los filósofos cuya sabiduría dependió menos del
saber técnico, del pensar lícito, que del sentimiento de las
vivencias o de la intuición, es absurdo. El mundo que refleja
la mente de Vizcacha es un infierno elaborado por el hombre,
pero no es un mundo simplificado como el de Leibniz o el
de Comte. Es un infierno, una masa de reptiles y lagartos hu­
manos tendidos al sol y devorándose suavemente unos a otros.
Esa filosofía, que se puede fundar lógicamente o no, es parte
de la persona, del cuerpo, de la vida de Vizcacha, y robustece
como ningún rasgo físico, como ninguna anécdota, su persona­
lidad sombría. Indiscutiblemente es la creación máxima de todo
el Poema, dentro del rigor de la veracidad que el Autor se
había impuesto como norma. Seres así han existido y existen
aún. No han sido engendrados solamente por el padre y la
madre, sino que han participado en la concepción la gea, la
fauna y la flora del lugar donde nacieron. Vizcacha contiene
las más altas virtudes del hombre social, del santo, del héroe
y del sabio, pero todas echadas a perder, todas en signo negativo,
en un vector que se dirige a la izquierda, en el menos cero.
Tampoco es un monstruo, sino un ser sociable que entiende
la sociedad de cierto modo muy original. La entiende como la
sociedad le ha enseñado, sin que él haya puesto nada de su parte
para enmendarle la plana. Ha cedido, maleable en todo sentido,
a las presiones de fuera, y en vez de rebelarse ha dejado que
la madre naturaleza lo orientara como hace con sus otros hijos.
M artín Fierro refleja ese mundo por reacción, Vizcacha por
98 EL POEMA
adecuación; el mundo es el mismo y, ellos, dos seres que luchan
y se defienden para subsistir. Vizcacha da un sentido de reali­
dad telúrica al drama de la pampa que Martín Fierro repre­
senta en sus gestos ya urbanizados aunque disconformes; el
papel de Vizcacha en ese drama es el de las raíces por las que
el árbol se nutre y florece. El radio de acción de Vizcacha es
muy limitado; más aún: se dilata hacia lo hondo de la tierra,
cava enterrándose, como el peludo o como el animal que le
dio el único nombre que tuvo. Para él la cueva es el ombligo
del planeta, y en ella come, duerme y piensa. Las salidas que
hace son para incautarse de lo ajeno con ardides ya ingeniosos,
ya ofensivos, ya taimados, pero siempre con cierta idea de que
existe un mundo de sanciones, el mundo de la ley. Él tiene su
ley, que no está escrita, pero que tiene vigencia sobre la letra,
y como los filósofos cínicos ama a los perros y desprecia a los
hombres. Ama a sus propios perros y desprecia al género hu­
mano, que al fin es mejor que lo contrario.
La impresión que nos queda, después de estudiar como un
libro su biografía, es la de un alma sin contacto con otras almas.
Sus relaciones con los semejantes son simplemente corporales;
su alma permanece siempre encerrada en sí misma, en una
cueva. Es la soledad más que el hombre solitario; la soledad
que lo recorta cuando está en compañía de amigos o descono­
cidos. Va consigo; él es la soledad. Para seres así la sociedad
no existe sino como una fracción cualquiera del mundo de
cosas. Por esta sustancia de soledad que posee, y que lo confina
en un circuito cerrado como su sangre, no tiene parentesco con
ninguno de los restantes personajes del Poema, excepto con el
Hijo Mayor de Martín Fierro. El Hijo Mayor de M artín Fierro
explica la soledad, porque ha tenido que vivirla como castigo.
Pero su mensaje en la Obra es todavía más solitario que el de
Vizcacha. Esa soledad de su prisión es todo lo que configura
su vida. Nace y muere en la prisión. El mundo para él está
amurallado, es un presidio. Vizcacha al menos merodeaba sus
aledaños y el mundo seguía más allá de su mirada.
LAS PERSONAS 99

EL HIJO MAYOR
Para el Hijo Mayor el mundo termina al alcance de su ma­
no, y su alma está dentro de esa cárcel, encarcelada. Todos sus
pensamientos se han petrificado en una idea fija; sus razona­
mientos dan vuelta sobre sí mismos, como si hubiera muerto
y para toda la eternidad no tuviera sino el pensamiento angus­
tioso de que está preso. Solamente después de conocer la obra
de Kafka, el Hijo Mayor adquiere su real estatura en las letras.
No interesa la hazaña del Autor, de mantener la atención viva
del lector durante trescientos setenta y ocho versos —de los
cuales sólo veintiséis se destinan a informar sobre el hecho que
ocasionó su injusta condena—, sino la concepción, atrevida aún
hoy, de construir una biografía sin ningún elemento biográfico.
Es un trozo lírico, un treno y, sin embargo, no corresponde cir­
cunscritamente a una efusión doliente de su alma, sino a una
situación vital, a muchos años de vida. Es la existencia pura,
la duración fuera del tiempo, el vivir como la flor se marchita.
Sin que esa vida sea distinta del castigo; vida y castigo se fun­
den en una sola cosa. El Hijo Mayor no vive sino su castigo,
el castigo le ha devorado el alma y se ha puesto en su lugar.
Las historias de presos, desde la de Silvio Pellico hasta la de
los mártires de la barbarie nazi, están llenas de acontecimien­
tos, muchas veces minúsculos, pero que en la soledad de la
cárcel toman magnitudes gigantescas. Los presos viven espe­
rando o recordando. El recuerdo trae a su espíritu la vida en
su imagen rediviva. El encierro del Hijo Mayor es total, porque
no ocurre absolutamente nada entre esas cuatro paredes; ni el
recuerdo. Lo que ocurre —muy poco— acontece en el presidio,
en otras secciones, porque hay muchas. Él no tiene ni el con­
suelo de las visitas, ni siquiera el consuelo de recordar. No
recuerda nada. Está absorto en su cautiverio injusto. Nada más
parecido a su tormento que el éxtasis. Su única idea se le clava
a semejanza de la víbora que se muerde la cola, en un círculo
irrompible. Su persona viene a quedar apretada en ese círculo;
el alma se le ha salido y lo asfixia oprimiéndolo. Solamente
Dante imaginó círculos tan herméticamente cerrados, soldados
tan para siempre, en sus condenados. Todos ellos son cíclicos:
100 EL POEMA
ideas y tormentos empiezan como la rueda, en el mismo sitio
en que su giro termina. Y vuelven a empezar el mismo proceso
mecánico. Así el Hijo Mayor gira en torno de su idea fija, o
su idea fija gira en torno de él.
¿Tiene alma este muchacho que ha encanecido de vivir a
expensas de su propia vida? Ya no es más que un musgo oscuro
adherido a la pared. Pero sí tiene un alma, como tiene una vida.
Son las de todos los que padecen el castigo sin el delito, las
víctimas expiatorias de la injusticia que necesita en primer tér­
mino el castigo y en segundo término el delito. De la justicia
que nunca se equivoca, aun cuando deje impune al criminal
y condene al inocente, pues a un delito un castigo es la perfecta
equidad. Kelsen llega a sostener que así se cumple teóricamente
el principio de la justicia. El Hijo Mayor no solamente es una
víctima de los errores judiciales: es una víctima expiatoria sa­
crificada a las divinidades plutónicas de la justicia infernal,
la justicia de detrás de la conciencia, la justicia que necesita la
satisfacción espiritual de que se cumplan los preceptos, de que
el crimen no quede sin castigo (sin engranar con la ley).
El Hijo Mayor es, en el Poema, un acusador: acusa a la
Justicia, a los jueces, al sistema penitenciario, al rigor con que
se confunde su eficiencia; y nos trae también un lejano lamento
de los campos, donde esos mismos inocentes están condenados
ya, mientras apacientan los rebaños o juegan con sus amigos.
La Justicia es una divinidad, en efecto, que hace sus presas a
veces escogiéndolas y a veces al azar, como el indio con la lanza.
Acaso este personaje no corresponda al elenco de las personas
que actúan en el Poema, sino a las potestades que por ellos
toman cuerpo y voz. Es el Hijo Mayor un personaje numeroso
(como muchos otros) y, sin nombre ni rostro ni aspecto con
que fijarlo en nuestra memoria, se desvanece al concluir la lec­
tura y queda de él, como de casi todos, una imagen imprecisa:
la imagen de uno de los factores que concurren a que nos con­
venzamos de que el asunto y los protagonistas del Poema están
detrás de aquellos que nos presenta el texto literal. El Hijo
Mayor es transparente, y a través de él distinguimos, más con­
fusos y remotos, los innumerables hijos de M artín Fierro, sin
nombre, sin edad, sin fisonomía y sin historia, que no están
LAS PERSONAS 101

encerrados en las cárceles, sino encerrados en su propia inexis­


tencia. ,
PICARDIA Y EL HIJO SEGUNDO
Es lícito vincular a estos dos personajes, cuyas vidas son tan
semejantes que parecen comunicarse recíprocamente sus inten­
ciones y aventuras, como los hermanos siameses. Los dos tienen
una psicología de la picaresca española, y no llamaría la atención
que encontráramos entre ellos las afinidades de toda clase que
entre Rinconete y Cortadillo. Cada cual obra por sí, indepen­
dientemente, y ambos hacen más o menos lo mismo. Fatalidad
que no es excepcional en sus casos y en los de otros, sino la regla
general para quienes viven dentro de círculos análogamente
estructurados. Los dos carecen de vida propia; accionan como
les corresponde, inevitablemente, en razón del círculo que los
contiene. Llámesele destino, si se prefiere, pues muchas vidas,
todas aquellas que se desarrollan en función del ambiente, per­
tenecen a la historia y no a la biografía. Mucho más patente
que en los casos de Martín Fierro y de Cruz, Picardía y el Hijo
Segundo son seres inertes empujados por el destino. Las vicisi­
tudes de sus vidas carecen de autenticidad, son comunes, y ellos
de por sí no les imprimen, como Martín Fierro y Cruz, por lo
menos la técnica de su propio modo de ser.
Picardía rueda como los huérfanos de la picaresca, sin que la
variedad de sus oficios, los altibajos de sus días fastos y nefastos,
las estratagemas de que tiene que valerse conforme a los trances
y a las dificultades, influya en ella. No se puede hablar de
moral, de dignidad, de corrección, cuando están en juego las
defensas elementales de la propia persona. Así como no pre­
guntamos si Lazarillo, Pablos o Guzmán proceden rectamente,
porque proceden dentro de una configuración de oportunidades
con múltiples y difíciles lances, así tampoco podemos averiguar
de qué calidad son las acciones de Picardía. Pertenecen a esa
configuración, a esa manera de vivir determinada por las cir­
cunstancias. Picardía carece de voluntad para oponerse a la
corriente que lo arrastra, y su técnica es sacar provecho de esas
fuerzas en vez de oponérseles. Por otra parte, responde estricta,
devotamente al canon de sus congéneres, y sus verdaderos padres
102 EL POEMA
110 fueron Cruz e Inocencia, sino el picaro y sus historias, que
habían llegado a nuestras tierras siglos antes, como habían
llegado muchos otros siglos antes a España, desde tierras y tiem­
pos ignotos. Enjuiciar a Picardía equivale a hacer una crítica
a un género literario. Pero como personaje es oriundo también
de estos lugares, y en sus estratagemas y truhanerías han dejado
su huella el clima, la etnografía y la psique rural de su región.
La otra figura simétrica, su “doble”, el Hijo Segundo, tiene
con Picardía las diferencias que Martín Fierro con Cruz.
Es también un picaro por las circunstancias accesorias que con­
dimentan y saborean su vida; pero, a diferencia de su congé­
nere, no entra al juego por propia voluntad, sino que es llevado
a él por presión de los hechos. No puede negarse que los ele­
mentos genéricos de la picaresca están en su biografía atempe­
rados, y que esa dilución se debe a que, fundamentalmente, el
Hijo Segundo es un muchacho honrado, a quien salva de caer
en la pendiente de la villanía su naturaleza moral. Picardía supo
zafarse de los trances duros y buscar mejores acomodos, excepto
cuando cae sobre él la zarpa inclemente del Estado. En cambio
el Hijo Segundo se resigna, sabe desde chico, lo mismo que su
padre, que las cosas ocurren por razones inescrutables muchas
veces, y soporta las alternativas de su miseria con mansa resig­
nación. Se queja, pero no protesta. Casi toda su vida, además,
está ocupada por un personaje tan despótico que hasta el dolor
ajeno se amortigua en su presencia. Vizcacha le preocupa mucho
más que su propia suerte; y cuando ha de relatar los hechos
principales de su vida, la vida de su tutor le devora la propia.
Pero al menos le sirve esa experiencia para demostrar a su audi­
torio que posee el don innato de contar, y que lo que ve es para
él tan importante como lo que vive. Tiene, por ejemplo, el
tacto de enunciar apenas su servicio militar forzoso en la Fron­
tera, que Picardía ha de atreverse a detallar en presencia de
Martín Fierro. Si hubiésemos de juzgar esta circunstancia como
rasgo psicológico, en el Hijo Segundo hallaríamos la modestia y
en Picardía el desenfado. Pero aunque obedezca el locuaz relato
del uno y la circunspección del otro a razones distintas, es visible
que, disponiendo Hernández del episodio inédito para injertar
en el Poema, se lo adjudicó a Picardía y no al Hijo Segundo,
lo que equivale a reconocer en aquél una aptitud de parodista,
LAS PERSONAS 103
congenial con su carácter, en absoluto extraña a la sobria y franca
rectitud del hijo de Martín Fierro.
Si algo identifica a uno y otro personaje, más que la clase
de aventuras que viven y que la similitud de sus desamparos, es
el estilo vivaz, es la línea de los clásicos narradores de la pica­
resca. Tienen el Hijo Segundo y Picardía el don de amenizar
sus cuentos, de darles brillo y renovado interés, intercalando
observaciones o digresiones oportunas que aun en lo trágico
hacen detonar su nota humorística o pintoresca. Es el gran
estilo de Martín Fierro, que desconoce el Hijo Mayor, cuya
monotonía en el relato contribuye a clausurar todo escorzo y
toda perspectiva hacia lo ilimitado. La misma escuela del vivir
les dio esa maestría, que no les pertenece a ellos, sino a la más
alta expresión de la novela española.
En fin, la fraternidad queda probada en el hecho de que
Picardía ingresa a la prole de Martín Fierro, no sólo porque a
todos los une la amistad de éste con Cruz, sino porque afinidades
mucho más antiguas hacen que el Autor tenga que aceptar lo
que no quiso: que Picardía fuera el tercero de los hijos de Mar­
tin Fierro.

LA ULTIM A DE LAS GRANDES FIGURAS


El Moreno observa una unidad de carácter tan acusada que,
después de Picardía, puede pretender el segundo puesto en la
jerarquía del temple moral. No nos interesa conocer su bio­
grafía: se planta de pronto frente al héroe, lo desafía en su
mayor excelencia, y ahí permanece firme, sin ninguna contra­
dicción ni debilidad. Tal como comienza, concluye: en el mismo
tono, a la misma altura, con la misma conciencia de su dignidad
y del deber que debe cumplir.
En efecto, ignoramos de su vida casi todo, menos dos circuns­
tancias destacadas por él exprofeso: que se ha criado en un
hogar donde el amor de los padres para los hijos y de los her­
manos entre sí era el rasgo principal, y que es un hombre de
trabajo, peón de estancia, y no andariego y pendenciero. Son
las únicas noticias que nos da, pero harto suficientes para com­
104 EL POEMA
prender cuál es su fibra y hasta dónde se considera superior a
su rival.
Para el Negro, en su cotejo con el célebre cantor, no era todo
cuestión de bravura o, mejor dicho, de entregarse al gusto de
pelear. Lo importante para el hombre es su crianza, que señala
la dirección de su vida, y sus costumbres. Tan lacónicamente
lapida con una losa de granito a su rival, que blasonó de haber
nacido como el peje, de no tener sentimientos que lo obligaran
a la vida sedentaria y de haber gastado muchos años en los
pajales, las cuevas y el Desierto. Después viene la habilidad con
que gradualmente va hincando su puñal en el contrario; pues
110 vino sencillamente a payar, sino a cobrar una deuda de san­
gre. Pero está tan seguro de sí, le sobra tanto coraje, que puede
entretenerse antes en probar sus fuerzas como cantor, dándole
a Martín Fierro tiempo y motivos para templarse en lo que
luego vendrá.
Es el Moreno un hombre prudente y respetuoso; reconoce el
valor de su contrincante y quiere probarlo. En cambio, Martín
Fierro se exalta, y una demostración de que procede con ligereza
y sin medir con precisión el golpe, está en que lo tutea. El Mo­
reno sigue tratándolo de usted y no hay en sus palabras ninguna
reacción brusca; todo va ordenado y conducente a un fin. Le da
la ventaja de que empiece la Payada su rival, preguntándole.
Cortesía que caracteriza toda la actuación del Moreno, quien
no se engalana tampoco con atribuirse un don natural para la
improvisación, sino que humildemente reconoce que lo poco
que sabe se lo enseñó un fraile. Jamás ofende a su contrincante,
sino que va diciéndole lo que tiene que decirle como en un dis­
curso en que las cláusulas se encadenan lógica, ordenadamente;
y sabe responder, tomándose algún tiempo para que la respuesta
no lesione de contragolpe; que no es cantor ladino, como inju­
riosamente lo lia llamado Martín Fierro, que también alude a
su color. “Moreno” y “ladino” son formas de avanzar sobre él,
de ponérsele cerca; para él Martín Fierro siempre es el cantor,
aunque indirectamente lo acuse de una muerte injusta y de
buscar pendencias. Lo cual es cierto.
En verdad, es el único hombre de su estatura con que se
encuentra el protagonista. Aquel riesgo en la pelea con el Indio
queda por debajo de éste en que ahora se encuentra; porque
LAS PERSONAS 105
la varonilidad del Negro no está en su furor ni en la entrañable
ansia de muerte con que lo acometió el Indio, sino en la sereni­
dad, en el dominio de sí, no menos decisivos para el caso. Ahora,
por primera vez Martín Fierro está en presencia de un hombre
completo, tan sutil en el juego de la versificación como ha de
serlo en el manejo del cuchillo. Nada pasa inadvertido para él,
y Martín Fierro tiene que reconocerle, más que su habilidad
como cantor, su perspicacia, pues lo cierto es que no ha dejado
de responderle, no ya las preguntas, pero ni siquiera las más
veladas alusiones. Esta perspicacia, realmente asombrosa en el
juego tan delicado de la Payada, culmina en el brusco final; pues
el Moreno deja sin contestar precisamente la pregunta que le es
más fácil: cuáles son los trabajos que se hacen en los meses que
llevan erre, porque ahí Martín Fierro deja a un lado al cantor
que conoce muchas cosas del cielo y de la tierra, para probarlo
en su oficio, como jornalero. Y eso es ya demasiado.
Cualesquiera sea el fallo con que juzguemos a Martín Fierro
rehuyendo la pelea, que salva con nobles y viriles excusas, lo
cierto es que, sin que el Moreno vuelva a figurar en el Poema,
nos queda su imagen enérgica, tan firme al terminar la prueba
como cuando se nos aparece, de golpe, inesperadamente, saliendo
del silencio y de la multitud de los oyentes, seguro de que, por
mucho que sea su famoso rival, él no ha de ser menos.

LOS PERSONAJES SECUNDARIOS


Los personajes secundarios se distinguen de los principales
por su colocación en segundo término. No los hay en primer
plano, sino que su insignificancia de personas los coloca auto­
máticamente fuera del foco. Jueces, comandantes, comisarios,
asistentes, vigilantes, pulperos, integran una multitud pululante
y amorfa; confundidos todos en su íntima miseria, sin nombres,
sin más gesto viviente que el extender la zarpa para agredir o
robar. O para castigar al albur, o para afrentar.
Otras figuras: el Ñato, la Bruja, Barullo, las Tías, la Mulata,
las pobres mujeres y sus hijos que van a pedir la restitución de
sus maridos o padres llevados a la Frontera, no tienen en la
Obra papel personal: son seres que acompañan a otros, que for­
106 EL POEMA
man el coro; pero sus voces se unen a las de los agonistas prin­
cipales para recortarlas mejor y darles más fuerza. Los indios
se extienden en un fondo aún más lejano, y aunque algunas
figuras entre ellos se destaquen, no avanzan un paso de esa línea:
en cada uno vemos la tribu, el toldo, la crueldad y la miseria.
Aun el Indio que pelea con Fierro no tiene individualidad sino
como combatiente; humanamente se sumerge en la masa de sus
gentes, porque en él están acumuladas las peculiaridades étnicas
más que personales. Todos los movimientos y alternativas de la
lucha se recortan hasta adquirir cierta fisonomía dinámica y
trágica: es una técnica de pelear, y esa técnica tampoco pertenece
a una persona, sino a una raza.
Mayor relieve y fisonomía adquieren el Gringo de la mona,
el Centinela y el Mercachifle, cada uno con su característica
inconfundible. Aparecen y no importa el tiempo que permanez­
can ante nuestra vista; puede ser un instante, y no se desdibujan
jamás. Entre otras gentes, en los pueblos o en los fortines,
podríamos señalarlos con el dedo, sin equivocarnos: han dejado
su efigie y, en un rasgo fugaz, su alma.
Dice Chesterton, en Dickens:
. . .Sherlock Holmes es el único personaje verdaderamente familiar de la
novela moderna, y también el único en “vedette” en las historias a las
que se m ezcla... ¿Introducía Dickens un hombre, aunque sólo fuera
para llevar una carta? Tenía tiempo, con un toque de su mano, de
hacerlo alguien. No sólo conquistó Dickens el mundo, sino que lo con­
quistó con personajes secundarios.
A esta clase de figuras que desaparecen rápidamente sin des­
vanecerse pertenece el Gringuito Cautivo. Pocas veces —si algu­
na— se nos ha dado en la literatura universal, en seis versos,
una figura, un alma, un destino y un ambiente con tal nitidez
e intensidad. Con esos pocos versos Hernández nos penetra y
nos hiere misteriosamente en lo más hondo. Para lograr su
intención no necesita de ninguno de los recursos clásicos y canó­
nicos; ni de las palabras necesita apenas. Si decimos, en estos
casos, personajes secundarios, sólo es porque los medimos con
el mismo patrón en que tantas veces lo mismo es tantas veces
más. Pero ahí está el Gringuito Cautivo, con su añoranza en los
ojos celestes para decirnos que no es así; que la intuición no
LAS PERSONAS 107
necesita explicación ni comentario, y que cuando en el arte
se ha conseguido penetrar a través de nuestras corazas, de los
callos que en el alma nos superpone el ejercicio de la sensibilidad
en nuestras tareas cotidianas de hombres cultos, entonces el
milagro se ha producido, aunque instantáneamente, para siempre.
A esa categoría de los personajes verticales pertenece tam­
bién la Negra, a cuyo marido o amante mata Martín Fierro en
el baile: sólo vemos sus ojos encendidos, sólo oímos suaullido
de loba cuando quiere abalanzarse contra el asesino y así se
queda para siempre, acaso más indeleble que su compañero.
Aunque sea discutible literalmente esta valoración, lo cierto es
que se graba en la memoria por otro procedimiento que el de la
emoción violenta. Es como nos impresionan las cariátides. Pero
por su parte el Negro, en el breve diálogo que mantiene con su
agresor y en su actitud resuelta, no es sólo la figura de una
estampa nocturna, sino un ser que deja la huella de su pie al
marcharse. Lo mismo que el Compadre, que habla lo estricta­
mente necesario para declarar su estirpe, y hace lo estrictamente
necesario para que comprendamos que estaba aguardándolo la
muerte, como acertadamente comenta Martín Fierro. Es una
escena de pocos segundos y en un film cada fotograma habría
dado una actitud distinta y aislada de esa serie de palabras y
movimientos que se precipitan cortándose de golpe.
El H ijo del Cacique, con quien pelea Martín Fierro
en un malón, nos deja, en cambio, su último gesto al morir:
todo el desarrollo de la lucha se condensa, se cristaliza en la
rigidez mortal de su cara. A la misma galería de las víctimas
pertenece el guitarrista; y si no podemos colocarlo en el mismo
plano que los otros, de las escenas que cuenta Martín Fierro,
sin duda es porque Cruz no posee el mismo don del que lo
escucha. La escena es interesante y está bien armada, pero al
Guitarrista le falta el retoque con que el maestro perfecciona
con un golpe de pulgar, o una nota en el acorde, la tenta­
tiva frustrada. Para el buen conocedor de esos “finidos”, to­
dos los relatos de Cruz son de una factura primitiva en com­
paración con los de Martín Fierro, inclusive del Canto VII,
que debe ser de lo más antiguo del Poema. Y éste es el
momento de diferenciar el interés de las escenas —y aun de
los personajes como puestos en una escena— del interés autó­
108 EL POEMA
nomo, puro y vivido de los personajes que tienen un signo
de eternidad aun en su efímera actuación. Después siguen
los personajes evocados, como el sepulturero de Vizcacha, el
amigo que cuenta a Martín Fierro la suerte de su mujer
y sus hijos, el indio bueno y el indio cruel, que parecían
puestos por una necesidad lógica, la de satisfacer una curiosi­
dad mental del lector, más que por la economía, y por el
argumento de la Obra.
En cambio, ¡cuánta vida y qué papel más importante jue­
gan en el plano de nuestra sensibilidad, si no en el de la
lectura, figuras aludidas, apenas evocadas, así mencionadas
por sus nombres! La mujer de M artín Fierro. Inocencia, la
mujer de Cruz —si no es la misma—, los otros hijos de Mar­
tín Fierro, la viudita que enamoró al Hijo Segundo, existen
en su ausencia para la curiosidad, cuando no para la emo­
ción. Ejercen un influjo constante, latente, y son poderosos
porque faltan. Habría bastado que aparecieran, que dejaran
de ser seres potenciales, ubicuos, para que nos aliviáramos,
como con el ingreso a la conciencia de los pensamientos re­
primidos. Pero el Autor ha querido mantenerlos constante­
mente en la acción, alejándolos definitiva, absolutamente. No
me interesa aquí la función que cumplen, en la concepción
artística, como suspensos de indeclinante interés, sino cuál
es su poder de no existentes en el ánimo del lector. En torno
de ellos cristaliza nuestro subconsciente fisonomías, voces, ges­
tos, historias. Están fuera del Poema apretándolo, asfixián­
dolo; el lugar que debían ocupar está vacío: son huecos abis­
males. Al suprimirse esas figuras han arrancado trozos vivien­
tes de las que quedan, sus desgarrones en el alma no podrán
ser cicatrizados jamás. Faltan y existen; su ausencia cobra un
valor positivo, como acontece con muchas cosas de que están
privados los personajes. Cuando éstos mueren, nada se ha
perturbado en el Poema, que sigue su curso como la vida.
Tero es casi imposible resignarse a considerar la lectura ter­
minada, la obra concluida, mientras esos seres de quienes lo
ignoramos todo siguen viviendo su vida de ausentes; como si
exigieran que todo el Poema se continuara sólo para bus­
carlos. Nuestra impresión de que el Martín Fierro es una
obra inconclusa no proviene tanto de su Final, que es un
LAS PERSONAS 109
suspenso, cuanto de que al cerrar el libro lo que realmente
nos interesa es todo lo que el Autor no nos ha dicho.

PERSONAJES INADVERTIDOS
Existe en el Poema una clase de personajes muy singular,
que no ha sido percibida como formando parte del argumento,
de la obra misma. Son los oyentes. El Poema está cantado
ante personas que se supone que escuchan con atención y
en silencio. El Cantor —y todos los que ocupan ese sitial—
se dirige a un público tal como el poeta lírico se dirigía a
un lector. La obra está hecha en realidad para ese público
que en momentos asume, aun para el mismo Autor, la per­
sonería de lectores. Pero Martín Fierro y sus oyentes —y de
manera muy singular Cruz— forman el verdadero cuadro, el
cuadro único en la Ida; Martín Fierro, los Hijos, Picardía, el
Moreno y el Interruptor más los oyentes, el cuadro de la
Vuelta. Los hechos y las personas mencionados en verdad
no existen: son evocados. Y más existencia cierta tienen los
oyentes que todos los otros, porque son indispensables para
que el relato adquiera posibilidad de ser real.
Los oyentes son muchos, por lo menos así lo enuncia el
plural; y si en algunos pasajes el Cantor se dirige a una sola
persona, o alude a otro como siendo dos (“efecto” Amaro
Villanueva, que se estudia en otro sitio), la verdad es que
en la Vuelta se refiere Martín Fierro al gauchaje inmenso
que lo está escuchando.
Este es caso único en toda la poesía gauchesca, en que la
escena contiene solamente a los interlocutores; pero aquí hay
un público. Y, sin embargo, ningún poema gauchesco es
menos teatral que éste, en el sentido de que para reproducirlo
fielmente sería preciso que en la escena estuvieran sólo aque­
llas personas que participan en los relatos como cantores.
Lo que ocurre en el Poema no forma parte de esta escena:
lo mismo que en el cinematógrafo, se proyecta en imágenes
verbales, y una pantalla de sonidos, por decirlo así, recoge
las imágenes de las historias. La metamorfosis de los oyentes
en los lectores está en la intención del Autor, y muchas veces
110 EL POEMA
el mismo Martín Fierro se dirige a los unos confundiéndo­
los con los otros, por la originalísima circunstancia de que
Autor o Narrador y Cantor a veces se identifican, como se
identifican la historia contada con la fama del libro, cual
si al mismo tiempo que se cantara se escribiera. Pero lo im­
portante es que, por elipsis, los oyentes forman parte del
elenco, y que por ello el relato deja de ser un soliloquio para
transformarse en una fase continuada y total —no un monó­
logo— de un diálogo sin respuestas.
Tal existencia real tienen los oyentes, que uno de ellos
interrumpe al Hijo Segundo para rectificarle, con superio­
ridad de “literato”, dos barbarismos que, entre los muchos
que ya había oído, le parecieron imperdonables. De ahí que
el Interruptor sea un personaje simbólico; representa a los
críticos —cazadores de pulgas— con que el Autor tuvo que
lidiar.
NOMBRES
A nadie ha extrañado —que yo sepa— que el Martín Fierro
sea la obra de los motes y los anonimatos. Excepto las no­
velas de Kafka, ninguna obra de la literatura universal se
le parece a este respecto. Intencionalmente Hernández ha
quitado a los hombres —y absolutamente a las m ujeres-
ios nombres con que se los podría identificar. Estos seres
están menos individualizados que el ganado que lleva en el
anca o en las orejas la marca o la señal de un establecimiento.
Pertenecen al ganado orejano, a los hijos de nadie que no son
nada. El único que lleva el nombre y apellido es Martín
Fierro, y no se puede asegurar que no obedezca a un simbo­
lismo (Martín, nombre del santo patrono del Partido donde
nació Hernández; Fierro, el cuchillo: Y le hice sentir el
fierro: 1552). Los demás son motes: Vizcacha, Picardía, Cruz,
Moreno, Inocencia, Hijo Mayor, Hijo Segundo, Barullo, la
Bruja, el Ñato, que tienen, como todo apodo, un valor se­
mántico concreto. Pero no hay nombres en el Poema, ni
nombrar a los personajes les agregaría individualidad. Ese
sistema corresponde a la sociedad o a la familia, que carac­
LAS PERSONAS 111
teriza a sus miembros de modo inconfundible; pero no a la
raza de los parias.
No tener nombre es colocar a la persona fuera de la vida
ordinaria, homogeneizándola en un destino común, aunque
los accidentes o variantes difieran en matices; después de
muertos la fosa común los identifica definitivamente. Cuando
Martín Fierro pone una cruz en la sepultura de su amigo,
sentimos que la piadosa señal trasciende, sobre la tumba, a
la persona que fue en vida. Jamás mencionan los personajes
a sus familiares ni amigos (tías, hijos, mujer, compañeros)
con nombres. Se les quita así hasta esa misteriosa y absurda
asociación de fisonomía y aun de ser autónomo que estable­
cemos según los nombres, por ejemplo, en la novela y en
la historia. Adquieren su verdadera personalidad, que con­
siste en formar parte de un lugar y un tiempo dentro de un
país; una biografía, una vez más lo mismo, dentro de una
historia. El Poema se transfigura, y todo adquiere, como en
los sueños potestades trascendentales y misteriosas. Por este
recurso el argumento total es el personaje; los seres y las
cosas los elementos indispensables para que lo entendamos.
Podemos hablar de la forma de un hecho, de la estructura
de una acción, de la fisonomía deun acontecimiento, del
carácter de un episodio, de la vitalidad de una escena. Como
dice de sí Martín Fierro, cada uno de ellos se lleva del
mundo lo que trajo; entra en la vida y sale de ella como un
pretexto para que ocurra algo, ¡:>ero no tiene ninguna im­
portancia. Hay un proceso, una sentencia capital y es pre­
ciso que liaya un procesado, que necesariamente ha de ser
muerto en razón de su condena. Basta que le llamemos K.
Todo otro agregado: quién es, dónde vive, qué edad, qué
rostro tiene, son cosas accesorias y sin ningún sentido para
el proceso, el fallo y la ejecución. También en el Martín
Fierro encontramos ese tipo de historia procesal de Kafka.
Acaso darle a Martin Fierro nombre y apellido fue el recurso
más sagaz para quitarle definitivamente toda personalidad
verdadera. Por ejemplo: podrá llegar el día en que, en los
archivos de alguna comisaría del Partido del Tuyú, aparezca
un preso que fue llevado a la Frontera y que se llamaba como
él. Porque dice Tiscornia (en el Discurso):
112 EL POEMA
En 1866 el juez de paz del Tuyú, don Enrique Sundbladt, remitió al
comandante de la frontera un preso de nombre Martín Fierro. El coronel
[Alvaro] Barros acusó recibo de la comunicación y destinó al preso al
susodicho cuerpo de línea [el 11]. Tal es el documento policial que, hasta
hace poco, se conservaba entre los papeles del juzgado de paz del Azul.
Y con ese hallazgo el verdadero Martín Fierro queda para
siempre escamoteado.
M ORFOLOGIA DEL POEMA
LA ESTROFA
E l a r q u e t i p o es construir la sextilla en tres partes, una de
las cuales, regularmente la última, puede estar constituida por
un dicho o refrán. En esta forma pueden desarticularse la
mayoría de las estrofas. Suele señalarse la separación de sen­
tido con punto, punto y coma o guión.
Contra lo común, los primeros versos de la estrofa suelen
ser afirmativos. Lo es, en grado ejemplar, el primer verso del
poema: Aquí me pongo a cantar. Pero, entrado ya en el re­
lato, los versos iniciales tienen la misma consistencia de los
restantes de la estrofa. La impresión inmediata es que se han
suprimido (omitido) los cuatro que pudieron integrar la dé­
cima: tal es la seguridad del comienzo. Por lo común, el
primer par de versos plantea el tema en forma concreta; el
siguiente consiste en alguna divagación o referencia que sirve
para subrayarlo; el último lo cierra con el hecho concluso,
o, como es frecuente, con un dicho. Los dos primeros
versos pueden ser abstractos o de enunciado general, a manera
de preparación al tema de la estrofa. Casi sempre la estrofa
cierra rio solamente un sentido gramatical (es norma abso­
luta), sino un tema; de manera que muchas de estas estrofas
constituyen poemas minúsculos separados del contexto. Mu­
cho mayor cuidado pone Hernández en los versos iniciales
que en los intermedios; están siempre trabajados con preci­
sión y ajuste de versos finales. De modo que la parte más
endeble, el eslabón débil de la estrofa, son los dos versos
centrales. Pero quedan engarzados, ceñidos, por los anterio­
res y los últimos. Los ripios que pueden encontrarse están
en ese lugar. Excepto en aquellas estrofas de final evasivo,
intencionalmente frustráneo, como se encuentran en mayor
abundancia en el canto II de la Ida: ¡La pucha, que trae
liciones El tiempo con sus mudanzas! (131-2); Era una delicia
el ver Cómo pasaba sus días (137-8); A la cocina rumbiaba El
gaucho. .. que era un encanto (143-4); Era cosa de largarse
114 EL POEMA
Cada cual a trabajar (155-6) ¡Ah tiempos!... pero si en él
Se ha visto tanto primor (221-2), etc. Esa circunstancia cu­
riosa, y que denota una forma imprecisa —tanto por no que­
rer concretar el tema, rehuyendo la narración, cuanto por
menor experiencia—, da a esa parte de la Ida una vaguedad
que la coloca en las evocaciones emocionales más que de
recuerdos. En algunas estrofas de Cruz se repite el caso; que
no es nunca regular.
Si los dos versos iniciales de la estrofa plantean el tema
(o tópico): Daban entonces las armas Pa defender los cantones
(457-8); Y cuando se ivan los indios Con lo que habían
manotiao (469-70); No salvan de su juror Ni los pobres anje-
litos (481-2); Tiemblan las carnes al verlo Volando al viento
la cerda (487-8), etc. (en ejemplos tomados consecutivamente,
al azar), los dos siguientes lo desarrollan. Esos versos centra­
les ya continúan lo antedicho, ya preparan los versos finales.
Cuando de por sí tienen sentido de oración subordinada, ad­
quieren el vigor de los restantes. En general, la estrofa de
Hernández no se vulnera por puntos débiles; pero, de serlo,
están ahí en el centro de la estrofa. Lo asombroso es que
esas debilitaciones, forzosas por la tensión de la composición,
sean tan escasas en obra de tal longitud. Para Hernández,
el trabajo de la estrofa equivale al del soneto en otros poetas.
Muchísimas veces esos seis versos de su estrofa tienen el valor
preciso y sintético de los dos tercetos de un soneto. A tal
punto, que el verso libre inicial más bien es una libertad para
precisar un sentido, y no se le percibe como “una debilidad
en el régimen de la rima”.
Los dos versos finales son de tal densidad y estrictez, que
no pocas veces se convierten en un refrán o un dicho. Cuando
no, en una sentencia epigramática. Siempre cierran la frase
y la idea herméticamente. De manera que se puede suspen­
der la lectura en una final de estrofa como en un final de
canto. Nada queda indeciso o pendiente para desarrollarse
en la estrofa siguiente. Y por eso cada estrofa puede comen­
zar con íntegro vigor, sin compromisos que cancelar. Se pue­
den señalar los versos finales de estrofa que no tienen esta
cualidad dantesca (como los transcritos); pero siempre son
excepciones. La regla es lo contrario: estos dos versos sopor­
MORFOLOGÍA DEL POEMA 115
tan, con firmeza de cimiento enclavado en la tierra, el peso
de la fábrica poética de la estrofa, que suele ser muy recia.
En una de las estrofas más admirables: Había un gringuito
cautivo Que siempre hablaba del barco— Y lo augaron en un
charco Por causante de la peste— Tenía los ojos celestes
como potrillito zarco (II, 853-8), cada uno de los tres miem­
bros posee la misma intensidad de emoción. Acaso los más
fuertes sean los primeros. Los dos finales contienen una ima­
gen de frescura y melancolía (el potrillo de ojos azules es una
imagen absolutamente vivencial, inexplicable), y por su be­
lleza tiende a ocupar el primer término; pero lo cierto es
que aun los dos versos centrales contienen más valor con su
descarga de toda dramaticidad. La superior calidad poética
y dramática de esa estrofa, que puede desarticularse en tres
porciones, conservando cada una de ellas la misma vitali­
dad o poder de sugestión, es expresiva de la calidad de todo
el Poema. No creo incurrir en exageración si digo que, desde
el “Infierno” de Dante a los sonetos de Keats, en ningún idio­
ma y en ninguna obra poética el verso fue tan sustancioso.
Es fácil equiparar las dieciséis sílabas de cada par al endeca­
sílabo de Dante y reconstruir así un terceto. Algunas estrofas
(centinela en el Fortín, relato de la curandera con el intruso)
deben exceptuarse de esta terminante valoración, donde es
innegable la voluntad del Autor, su conciencia de realizar
esos divertissements que no carecen de gracia, cualquiera sea
su enjundia. Están, con su nota humorística y grotesca, en
la economía del Poema, y han de juzgárselas, equitativamente,
en los valores de composición y no de trabajo del artista en
el modelado de la estrofa.
El esfuerzo de Hernández en la factura de los versos fina­
les sueie ser sin excepción extraordinario. Y a veces apela al
recurso de cerrar la estrofa con un refrán o un dicho, de
buena ley. El mérito mayor del Poema está en esa síntesis
de lo filosófico y lo ingenioso, lo poético y lo vernáculo.
Hasta puede señalarse el canto III de la Vuelta como un
alarde, y en general esa facultad es tan radicalmente castiza
como el verdadero don natural del Autor.
El final de las estrofas en que ese resultado se frustra
(siempre intencionalmente) corresponde al estudio sobre la

l
116 EL POEMA
técnica de narrar, los suspensos y las evasivas. Tienen, por
lo común, un significado en la economía estilística del Poe­
ma. Psicológicamente, el corte inesperado de los contados
finales frustráneos es de gran efecto psicológico, y hasta en
algunos casos de gran elocuencia. Bastará el ejemplo del elo­
gio de la mujer por Cruz: ¡Amigo, qué tiempo aquél! ¡La
pucha— que la quería! (1769-70).
Aun cuando el sentido o el proceso de la enumeración
haya de pasar de una estrofa a otra, Hernández prefiere se­
pararlas netamente en dos. Es el caso ejemplar de los movi­
mientos de precaución de Martín Fierro al saber que llega
a prenderlo la partida: Son seis movimientos, tres detallados
en cada estrofa y, sin embargo, con una pausa y cambio de
movimiento de la enumeración de una a otra: Me refalé las
espuelas, Para no peliar con grillos, Me arremangué el cal­
zoncillo Y me ajusté bien la faja, Y en una mata de paja
prové el filo del cuchillo. Para tenerlo a la mano El flete
en el pasto até, La cincha le acomodé, Y en un trance como
aquél, Haciendo espaldas en él Qiiietito los aguardé (1499­
510). Son dechado, además, estas estrofas, de economía y bue­
na organización del material.
Se puede tomar la estrofa como pieza autónoma. Su se­
paración del Poema ni afecta a la economía del texto ni nos
deja una pieza desconectada, de valor impreciso, que sea me­
nester reintegrar a su sitio para que recobre su cabal sentido.
La estrofa es un poema. Puede hacerse la prueba tomando
al azar cualquiera de ellas. La primera del Canto IX de la
Ida: Matreriando lo pasaba Y a las casas no venia— Solía
arrimarme de día— Mas, lo mesmo que el carancho, Siempre
estaba sobre el rancho Espiando a la polecía que contiene
todos los elementos de ambiente, psicología, situación de
ansiedad y soledad. Hernández trabaja separadamente cada
estrofa; en cada estrofa, cada verso. Cuando en el Manus­
crito encontremos que muchas de esas estrofas no guardan
el orden que en el texto impreso, nos advierte esa circuns­
tancia que el montaje podía hacerse con relativa facilidad,
precisamente por la autonomía de cada una de sus piezas.
El examen de la pelea con el Indio, donde muchas estrofas,
y en diferentes lugares, son digresiones y suspensos, vale para
MORFOLOGÍA DEL FOEMA 117

estudiar este aspecto. No solamente la estrofa es una pieza


entera, viva, con personalidad, sino que es una concepción
que no se subordina a lo anterior ni a lo que sigue. Ni la
frase corre de una estrofa a otra (se cierra con un punto
final siempre), ni el sentido queda trunco para ser aclarado
o explicado luego. Podrá (necesariamente en un Poema na­
rrativo extenso) resultar de la lectura total una unidad que
se organiza más bien en la memoria del lector; lo cierto es
que siempre el Poema resulta más coherente, más flexible,
en el recuerdo de la lectura que en la lectura misma. Como
la película está hecha de fotogramas independientes que la
visión funde en un todo orgánico y ondulante, melódico y
plástico, así el Poema en otros órganos no menos finos que
el ojo. Pero cada estrofa es un fotograma. Se le puede fijar
y observar: está completo. Puede haber episodios de más,
pero no estrofas de más. Y en cuanto al elemento constitu­
yente de ella, el verso, difícilmente se puede suprimir alguno
(ni siquiera aquellos expletivos que el autor puso para sa­
borear el lenguaje oral) sin que se resienta la economía de
la estrofa. Muchos, es verdad, pueden cambiarse, pero en la
mayoría de los casos es tan difícil como introducir una estrofa
sin que sea perceptible de inmediato que es un cuerpo extra­
ño en el Poema. De esta prueba (que debe intentarse) resulta
que no solamente el Poema no puede ser imitado, sino que
la capacidad del imitador no llega ni a la . posibilidad de in­
sertar una estrofa apócrifa sin que sea advertida. De ello
tenía conciencia el Autor, y lo dijo en el mismo Poema:
Lo que pinta este pincel N i el tiempo lo ha de borrar, Nin­
guno se ha de animar A corregirme la plana; No pinta quien
tiene gana Sino quien sabe pintar (II, 73-6), en lo cual se
refería al verso y a la unidad estética que con él se forma en
la estrofa, no al Poema. El Poema acaso no pertenece a Her­
nández, sino a la tradición de lo gauchesco en la literatura
ríoplatense. Pero esas piezas que acuñaba y cincelaba; esa
joya inconfundible, sí le pertenecía; y le pertenecía la con­
ciencia —que ¿quién tuvo en su tiempo, fuera de Baudelaire
y de Rimbaud?— con que realizaba su trabajo en cada es­
trofa, en cada verso y en cada palabra, hasta el punto de que
su pulcritud a este respecto pone a la literatura castellana del
118 EL POEMA
siglo XIX en bloque en la clase de las obras hechas sin res­
ponsabilidad.
Si la estrofa se aisla en calidad de vértebra, en unidad
orgánica, es preciso considerar que la unidad del verso está
compuesta no por el octosílabo, sino por el par, restituyendo
así la unidad del verso del romance, que fue de dieciséis síla­
bas, como se la encuentra a menudo en el Cantar de Mió Cid ,
y en la unidad que aún conserva, escindido, en la rima. Por­
que el verso entero, que concluye en el asonante, es aquél,
luego escindido en su hemistiquio por razones que diría tipo­
gráficas. En Hernández, no por un propósito, sino por esa
necesidad profunda de lo que se fundamenta en la raíz y la
naturaleza misma del idioma, renace espontáneo. El par de
octosílabos es la unidad, y entonces es más comprensible por
qué ni a su oído, ni al nuestro, que juzga con otro canon,
el primer verso libre ofrecía ninguna dificultad de orden m u­
sical o artístico. Con su sexteta desaliñada aparentemente,
restituye al verso viejo del habla de Castilla su estructura
y su verdadera vertebración. En ningún poeta castellano, de
los romances acá, dos versos de ocho sílabas componen como
sistema una unidad indivisible. Esta inesperada rehabilita­
ción del terceto de Dante y del doble terceto que remata el
soneto, fija además la rotundidad y la plenitud de la estrofa
de seis versos, que para el oído acostumbrado a la lectura
de las obras académicas ofrece una anomalía y desmesura
con respecto a la redondez y plenitud aparente de la quinti­
lla. Si la quintilla se cierra mucho más que la redondilla,
en una unidad cabal por la ratificación de la rima en su
verso impar, la sextilla, pero la sextilla incorrecta, la sextilla
de Hernández, cierra más arquitectónicamente esa unidad de
la estrofa, porque en su triple par de versos de dieciséis síla­
bas conserva esa quíntuple meta sonora y, dentro de ella, la
cuádruple de la redondilla, con la liberalidad hacia el aso­
nante —que no lo es— del consonante —que muchas veces
tampoco lo es— y con el verso libre inicial que pone la estrofa
en la dirección del romance. Esto es verdad a tal punto, que
de los críticos que han estudiado bajo este aspecto de su es­
tructura el Poema, no sé de nadie que haya advertido las
varias estrofas de seis versos que son romances, en realidad.
MORFOLOGIA DEL POEMA 119

Hernández ha podido ponerla en el texto sin que el más sagaz


pesquisidor lo haya notado; como tampoco ha notado que,
en razón de ser romanceadas las tres estrofas de la Payada
con que contesta a Martín Fierro, estas partes de la compo­
sición han sido elaboradas -fuera e injertadas luego, en el
desarrollo de un tema que adquirió la importancia de uno
de los tres mejor construidos y más sólidos de toda la Obra.
A tal punto la estrofa de seis versos de Hernández está cerca
del romance y a no mayor distancia de la quintilla, que es el
perfeccionamiento, por lujo de recursos y mayores exigencias
del virtuosismo fonético, de la redondilla.
De esa preocupación de condensación y precisión con que
exige a la estrofa que contenga la mayor cantidad de sustan­
cia eu la menor cantidad de material, resulta para el verso
mismo una necesidad de síntesis, que se opera por medio de
la sinalefa y la sinéresis, como merece estudiarse por sepa­
rado. Aquí debo mencionar otras dos articulaciones caracte­
rísticas de la estrofa sobre el arquetipo de la sección en tres
miembros, que predomina con carácter normativo. Son las
estrofas en que sólo dos miembros la dividen (Ejemplo: Ansí
le imponía tarea De juntar leña y sembrar Viendo a su
hijito llorar, Y hasta que no terminaba La china no la dejaba
Que le diera de mamar, II, 1045-50).
Menos común es la división en dos miembros de tres versos,
que abunda cuando el primer término está compuesto de cua­
tro versos y el otro de dos, pero que es más rara en un primer
miembro de dos y el restante de cuatro. (Ejemplo: Cuando no
tenían trabajo La emprestaban a otra china— Naides, decía, se
imagina Ni es capaz de presumir Cuánto tiene que sufrir
La infeliz que está cautiva, II, 1051-6.)
En el primer caso se construye así: Si les hacen una ofensa,
Aunque la echen en olvido, Vivan siempre prevenidos; Pues
ciertamente sucede Que hablará muy mal de ustedes Aquel que
los ha ofendido (II, 4709-14). Ejemplo de dos porciones que se
equilibran en tres versos cada una, aunque contiene uno de los
solecismos —pasado por alto con indulgencia de magnates por
los críticos —y en razón de que encierra una de las más sutiles
observaciones que la experiencia ha sugerido al Autor. Esta
forma, en dos miembros equivalentes, de planteo y conclusión
120 EL POEMA
directa, forma un tipo, también característico, y que predomina
en los pasajes sentenciosos. El segundo tipo, de cuatro y dos
versos, está construido así: La cigüeña, cuando es vieja, Pierde
la vista— y procuran Cuidarla en su edá madura Todas sus
hijas pequeñas— Apriendan de las cigüeñas Este ejemplo de
ternura (II, 4703-8). (Más netamente dividida: Allí un gringo
con un órgano Y una mona que bailaba Haciéndonos rair
estaba Cuando le tocó el arreo. ¡Tan grande el gringo y tan feo
Lo viera cómo lloraba!, (319-24.)
Finalmente, el último tipo, de dos y cuatro versos, responde
a esta construcción: La sangre que se redama No se olvida hasta
la muerte— La impresión es de tal suerte, Que a mi pesar, no
lo niego, Cai como gotas de fuego En la alma del que la vierte
(II, 4739-44).
Por lo general (existen pocas excepciones), el verso no es
subdividido por complementos, sino que se extiende en su cabal
longitud de dieciséis sílabas. El verso de ocho, cómo unidad
ideológica y sintáctica, no se da en el Poema. La unidad, ya
se dijo, son dos versos. Pero a veces podría reemplazar el punto
y coma o el guión por un punto.
Basta recorrer el Poema para advertir que los dos versos
iniciales forman siempre una unidad: Otra vez en un boliche
estaba haciendo la tarde (1265-6); Era un terne de aquel pago
que naides lo reprendía (1273-4); ¡Ah pobre, si él mismo craiba
que la vida le sobraba! (1281-2); sólo se oiban los aullidos de
un gato que se salvó (1021-2), etc. Está, como dije, en la con­
cepción del Autor; más, está en su estilo personal. Está, ante
todo, en el modelo que consciente o subconscientemente ha
adoptado: el refrán, o el dicho, que es su equivalente en el
discurso coloquial. Tal es, no un patrón que condiciona la
inspiración de Hernández: ¡es la misma forma de pensar y
decir, tal como él lo reconoció en grado natural del gaucho al
hablar! Lo cierto es que de tal estilo de pensar, concentrando,
sintetizando, no sólo resulta el verso, en el decir de Flaubert,
sino el aforismo o el epigrama. T al el tono de la Obra, tal
el carácter del talento de Hernández.
En fin, con un matiz de curiosidad por su rareza, hay
también la estrofa íntegra ocupada por un solo pensamiento
y una sola oración. Ejemplo: Hasta un Inglés sangiador Que
MORFOLOGÍA DEL POEMA 121
decía en la última guerra Que él era de Inca-la-perra Y que no
quena servir, Tuvo también que juir a guarecerse en la sierra
(325-30). Otro: Nos aviriguaban todo, Como aquel que se prer
viene— Porque siempre les conviene Saber las juerzas que andan,
Dónde están, quiénes las mandan, Qué caballos y armas tienen
(II, 313-8), y Tampoco tenía más bienes N i propiedá conocida
Que una carreta podrida Y las paredes sin techo De un rancho
medio desecho Que le servía de guarida (II, 2265-70).

LAS ESTROFAS IRREGULARES


La estrofa de seis versos es una innovación de Hernández.
Su forma canónica es: a-b-b-c-c-b. Dentro de ella se observan
anomalías, la más frecuente de las cuales es alternar las rimas
de los dos últimos versos: b-c, cosa que en la lectura puede pasar
inadvertida.
La construcción de la estrofa hernandina, como la llama
D’Ors, difiere de la sextilla por la circunstancia de llevar su
verso inicial blanco, y por la libertad que el autor se permite
de emplear consonantes imperfectos, que en algunos casos son
meros asonantes. Sin ajustarse a la convención de ninguna de
las especies métricas conocidas, la denominación de sexteta que
le doy se justifica por su novedad y porque el vocablo responde
a la forma desinencial con que la cuarteta se especifica de las
formas de mayor rigor formal: de la quintilla, la redondilla y
el serventesio. Debemos admitir que la forma canónica a-b-b-
c-c-b y su variante a-b-b-c-b-c son normales en cuanto a la mira,
pero se presentan a este respecto anomalías que corresponden
a otro criterio de valoración.
En el Poema predomina esa estrofa, pero algunos Cantos,
como el VII de la Ida, el XXVII y el XXVIII de la Vuelta,
están escritos en cuartetas (en estos dos últimos cantos de la
Vuelta alternan, sin ningún orden, la cuarteta y la redondilla).
La forma romance, siempre asonando en palabra grave, sólo se
emplea en la Vuelta, en los Cantos XI, XX, XXIX y XXXI,
que son aquellos en que se prepara, en acotación explicativa,
la acción de los siguientes. Existen también formas romancea­
das en algunas sextetas: en el relato de Cruz, una; cinco en las
122 EL POEMA
respuestas del Moreno. En la misma Payada, M artin Fierro
emplea cinco cuartetas y una redondilla en sus respuestas. Tres
cuartetas dobles hay en el comienzo del Canto VIII de la Ida.
Las anomalías más extrañas, en los cantos regulares en que
se emplea la sexteta, son las estrofas de ocho y de siete versos,
en el Canto XIX y en el IX de la Vuelta, respectivamente.
En el Canto XXVIII se intercalan dos versos (3817-8) pareados,
que configuran un dicho con caracteres netos de una interpo­
lación o, en todo caso, de una digresión. También hay inter­
polada en el Canto VII una estrofa de diez versos que no res­
ponden a la forma de la décima, pues el verso inicial es blanco.
En realidad, es la misma sexteta común a la que se ajustan
cuatro versos, que no configuran una estrofa, conforme a las
convenciones comunes para esa forma. Riman a-b-b-c y el
último verso consuena con el quinto, que inicia la sexteta.
También pueden considerarse formas anómalas de la estrofa
de seis versos (no ya sobre el modelo de la sexteta) las dos
coplas que Cruz recuerda en el Canto XI, registradas por Tis­
cornia como seguidillas a pesar de que les faltaría para ello el
pentasílabo del quinto verso. De todo el Poema, el Canto VIII
de la Ida es el más irregular y el que en cuanto a la métrica
presenta el más interesante problema, pues cambia de la forma
inicial en cuartetas dobles a la sexteta, además de acusar imper­
fecciones en la rima como en ningún otro pasaje de la Obra.
Aquellas cuartetas dobles difieren de las comunes (a-b-b-c;
d-e-e-c) en que las asonantes del cuarto y octavo verso son de
palabras llanas y no agudas, como es lo común. La primera
sexteta de ese canto contiene una de las anomalías más extrañas
en cuanto a la rima, con el quinto verso libre. Sólo se da tres
veces en la Vuelta esa anomalía (versos 143, 2455 y 2467), pero
en el Canto VIII se repiten con evidente sentido de forma
indecisa, tentada y no corregida, antes de aceptarse el canon
de la sexteta.
El Canto I de la Ida es de mayor regularidad en la obser­
vancia de la disposición canónica de las rimas; en el verso 54
aparece la primera asonante aguda. En los Cantos II y III
de la Vuelta la estrofa canónica no tiene excepciones; también
es de mucha regularidad (sólo cuatro excepciones) el Canto I
de esa parte. En la Ida el Canto III da ocho anomalías de ese
MORFOLOGÍA DEL POEMA 123
tipo; el VI, siete (más dos disposiciones caprichosas de la rima:
1099-104 y 1105-10). En este canto, como en el XIX de la
Vuelta (versos 1523-4 y 2865-6, respectivamente), la sexteta
tiene sobreañadidos dos versos iniciales, el segundo de los cuales
consuena con el siguiente, primero real de cada sexteta.
El Canto XVI de la Vuelta es el más irregular de esa Parte;
los Cantos XXIII y XXIV observan en la estrofa la disposición
de rima canónica, sin excepción. El Canto XXX (Payada) de la
Vuelta es el más irregular, en cuanto a las estrofas y las rimas
de la Segunda Parte. ,

LA ORGANIZACION DE LA SEXTETA
\
Fue Unamuno quien, refiriéndose a la forma del Poema,
^

aludió a las “monótonas décimas”; designación impropia de la


forma de sus estrofas, que Menéndez y Pelayo —quien en su
Historia de la poesía hispano-americana transcribe algunos pá­
rrafos de su juicio— deja sin rectificar. La única explicación
de tal desliz es que Unamuno tomara la sexteta como los últimos
seis versos de una décima. Este criterio es el de Henry A.
Holmes en Martín Fierro, an epic of the Argentine (1923), quien
se refiere a la habilidad de Hernández en el uso de la com­
binación de seis versos” y se pregunta:
¿De dónde vino esta forma inusitada?... El examen muestra que los
últimos seis versos de una décima, tomados por sí mismos, dan la verdadera
estructura que hemos encontrado que prevalece enHernández.
Y recordando la definición de décima dada por Unamuno,
manifiesta que
ella también se encuentra en Los tres gauchos orientales y en E l matrero
Luciano Santos, de Lussich. No sabemos quién decapitó la décima inicial
para darle la forma en discusión.
Salvador Mario, en carta poética del 17 de diciembre de 1877,
dirigida a Jorge Isaacs, dice:
124 EL POEMA
Martín Fierro, el poeta sin laureles,
en el silencio de la noche canta...
No advierte que en sus décimas m onótonas. . .
Ascasubi y Lussich cortan el diálogo, en ocasiones, de modo
que uno de los personajes dice una cuarteta y el otro los seis
versos restantes, que corresponden a la estrofa de Hernández.
Alguna vez, en la primera edición de Los tres gauchos orien­
tales, queda separada una décima, por razones tipográficas
en el cambio de página, con seis versos que constituyen arti­
ficialmente la sexteta. Pero no son sino casuales desmembra­
ciones que se pueden obtener por el procedimiento que indica
Holmes. Es muy posible que Hernández haya advertido, sobre
todo en la lectura de los poetas gauchescos, que regularmente
los primeros cuatro versos, de preparación, podían suprimirse
con gran ventaja para la concisión del sentido. Pero atreverse
a ello es acaso la mayor de todas sus osadías.
Otra interpretación, no menos audaz en el Autor, sería la
de considerar que la sexteta se forma por adición supernume­
raria, a la quintilla, de un primer verso libre. Este verso per­
mite al Autor una libertad tan grande, que altera la ceñida
forma permitiéndole iniciar la estrofa con un sentido que se
completa en el segundo octosílabo. Además de la ruptura de
un canon que daba cierta monotonía a la estrofa, cuando por
absorción de la obra han desaparecido los prejuicios de rigor
académico más que acústico, se percibe que la sexteta aventaja
técnicamente a la décima y a la quintilla. En su innegable
rustiquez y liberalidad, contiene elementos compensatorios
(como la rima imperfecta) que acaban por ser entendidos y
plenamente justificados. Circula por las estrofas un aire de
libertad y de naturalidad, que adquiere por el solo hecho de
liberarse de trabas innecesarias.
Hernández elimina el ripio de treinta y dos sílabas que casi
siempre existe en la décima, y da desahogo a la quintilla. Con
la adopción de un consonante-asonante, logra un tipo de
estrofa y de rima que le permite atender más fielmente al
sentido y al valor estético de su verso.
La fuerza que siempre posee el primer verso, y su unión
íntima con el siguiente, no permiten nunca pensar que se
MORFOLOGÍA DEL POEMA 125

trate de un verso sobreañadido; además, la organización de


la estrofa, regularmente en tres miembros que Hernández ar­
ticula con sabia maestría, le dan una plenitud acaso mayor que
la de la quintilla, por la simetría de sus seis versos, que se
convierten de hecho en tres.
La estrofa, con sus características de metro y rima, es una
invención genial de Hernández, y no se concibe que su poesía
pudiera haberse expresado en otra forma. Responde no a una
innovación técnica, sino a una necesidad intrínseca en su estilo
y en su plan.
Es evidente que en las dos coplas del Canto XI de la Ida,
falta el 59 verso de la seguidilla. Es un procedimiento de
condensar y comprimir, en la estrofa, como la sinéresis y la
sinalefa en el verso.
Otra hipótesis, acaso la más verosímil y natural, es que la
sexteta se haya producido, por sí misma, de la reducción de
la doble cuarteta con que comienza el canto VIII. Entonces,
hasta se podría localizar cuál ha sido la primera sexteta hecha
por Hernández, al suprimir los dos primeros versos de la se­
gunda cuarteta. Así la encontramos en 1289-94, en su primera
forma: Se tiró al suelo; al dentrar Le dió un empeyón a un
vasco— Y me alargó un medio frasco Diciendo: «.Beba, cuñao.n—
«Por su hermana, contesté, Que por la mía no hay cuidao .»
Esta estrofa contiene la única excepción de un primer verso
que puede dividirse, por su sentido, en dos cláusulas que el
autor separa con punto y coma, y además contiene el quinto
verso libre, primero de todos los contados casos que se en­
cuentran en el Poema.

CONJETURAS SOBRE ANOMALIAS EN LAS ESTROFAS


Dos anomalías dentro de la construcción regular en sex-
tetas del Poema, se ofrecen en los Cantos VII y VIII, a mi
juicio las dos piezas más antiguas de la Ida. En uno, la seudo-
décima que circuye una observación de Martín Fierro sobre
la actitud de la mujer del Negro, ante el asesinato de éste,
y que puede suprimirse, dejando que las cuartetas anterior y
posterior se unan, con lo que la economía de la escena que­
126 EL POEMA
daría íntegra. Es decir, que se trata, evidentemente, de una
adición ulterior; y la factura del verso, con observaciones de
mucho valor de psicología y de elocución, denuncia una
elaboración tardía. Hay allí, en los seis últimos versos, una
sexteta.
Más interesante es aún la primera sexteta del Canto VIII,
que continúa, sin mayores alteraciones, la forma de la doble
cuarteta con que se inicia. Esta sexteta —posiblemente el acci­
dente feliz del Poema— interrumpe no solamente una forma
de estrofa, sino una forma de narrar. Desde ahí la composi­
ción se ciñe, y ya esa misma sexteta es la octava a la que se
han suprimido posiblemente los dos versos más débiles: el
primero y el segundo de la última cuarteta. Term ina la
primera con un exabrupto del Compadre: Beba, cuñao, y en
seguida sigue, sin acotación, que se pospone: Por su hermana,
que da inmensa vivacidad al diálogo. Es posible que antes,
los dos versos suprimidos aludieran a la actitud de Martín
Fierro, invitado y ofendido de manera tan brusca. Pero si
el Autor optó por suprimir toda observación para entrar de
inmediato a la réplica, tan enérgica como el atropello del
Compadre, habría acertado con su maestría habitual. Es lógico,
pues, que tal como quedaba ensamblada la estrofa, reducida
a seis versos, debió de darle la impresión segura de que ese
arreglo era un verdadero hallazgo. La estrofa tiene el quinto
verso libre, que está indicando la falta de los dos anteriores,
uno de los cuales compaginaba la rima. La circunstancia de
que el lector haya encontrado en seis cantos anteriores esa
estrofa, no puede ser motivo para desechar la hipótesis de que
ésta es la primera sexteta que escribe Hernández, pues evi­
dentemente este episodio del boliche, como el anterior del
baile, son piezas absolutamente desconectadas del contexto
biográfico y hasta psicológico anterior. Por otra parte, la lle­
gada del Compadre, descabalgando, y su muerte, están contadas
en dieciocho versos, incluido en ellos el diálogo, que está re­
cortado en lo absolutamente indispensable, con la natural
ofensa y desafío. Es un ejemplo admirable de concisión como
no lo hay mejor en todo el Poema. Y si se tiene en cuenta
que también la escena del baile (en el canto anterior) está
trazada con suma rapidez y seguridad, es admisible que ambas
MORFOLOGÍA DEL POEMA 127
piezas fueran trazadas en “un momento” de su concepción
que no se repite. Quedará la forma de contar sintéticamente,
pero no la síntesis misma abarcando la escena, los personajes
y la acción.
Además, es sensible que el comenzar el Canto VIII Her­
nández tiene en vista la cuarteta y no otra forma, aunque aquí
varíe de la cuarteta propiamente dicha a la cuarteta doble,
variedad que pudo sugerirle la necesidad de no insistir y de
evitar la monotonía que inevitablemente habría resultado de
ello. No puede caber duda, a nadie que conozca el manejo
del verso, de que el Canto VII responde a la misma manera
y técnica de los dos cantos de Picardía (XXXVII y XXXVIII)
y que el Canto VIII “es posterior a ellos, pero anterior a todos
los demás”.
La aparición de algunas estrofas con el quinto verso libre,
en ese canto, tiene distinto sentido que en los otros de la
Ida, pues aquí la elocución es natural, mientras que en los
demás (Canto I y Canto X, v. 1823) terminan con interjec­
ciones. Caso distinto es el de las dos estrofas del intruso en
el relato del Hijo Segundo, que no puede explicarse ni por
negligencia ni por indiferencia. Hernández ha trabajado ya
demasiado primorosa, conscientemente, su sexteta para atri­
buirle un desliz tan palmario. La explicación debe de ser otra.
Ha de señalarse que las dos estrofas que siguen inmediata­
mente a la “primera sexteta”, del Canto VIII, llevan en el
quinto verso una asonante sin tendencia a consonante (como
se nota en todos los casos en que el consonante es incorrecto).
Demostraría, sobre la misma hipótesis, que, efectivamente, al
aparecer la “primera sexteta” y adoptarla sin vacilar como
modelo, Hernández aún no ha concebido su ajuste completo.
Esto lo consigue en la estrofa que sigue a la muerte del Com­
padre: Y como con la justicia No andaba bien por allí, Cuanto
pataliar lo vi, Y el pulpero pegó el grito, Ya pa el palenque
salí Como haciéndome chiquito (1307-12). Cinco estrofas más,
en ese canto, quedan con el quinto verso libre, y la última
lleva un asonante del tipo de los que no tienden al consonante
incorrecto.
Los dos versos supernumerarios del Canto IX (1523-4) de
la Ida y del XIX (2865-6) de la Vuelta son, evidentemente,
128 EL POEMA
adiciones que demuestran que para Hernández el canon de
la sexteta no era un dogma, y hasta que se permitía infringirlo
sin ninguna necesidad. Caso idéntico es el de las dos sextetas
de la pelea con el Indio, donde hay en cada una un verso
supernumerario, que Hernández prefirió dejar para no de­
bilitar la impresión que con su refuerzo obtenía. No es un
recurso que necesite, ni está en él aprovechar de ese modo
sus fuerzas siempre superabundantes, pero explicar la anoma­
lía como corresponde más al estilo del Poema que a su factura
formal. En todos los casos la corrección de la irregularidad
le hubiera demandado poco esfuerzo; pero tan dentro de su
Obra está el Autor, que no podían afectar su conciencia esas
licencias veniales cuando quedaba robustecida la estrofa por
su misma incorrección (caso análogo al de las rimas incorrec­
tas). La otra explicación, que podría dimanar de que Her­
nández no corregía las pruebas de imprenta (trabajo a cargo
de un corrector inteligente, que dio a la ortografía mayor
regularidad que la del manuscrito), llevaría implícita la no
revisión del manuscrito antes de llevarlo a componer. Y aunque
esto está en el carácter negligente y libre de prejuicios de
cultura libresca de Hernández, debe desecharse, porque la in­
terpretación del valor estético de su obra, sobre las imperfec­
ciones parciales, justifica mejor estos deslices, que sólo son
problemas de morfología para un censor excesivamente retórico.
La reiterada lectura del Poema da al lector puntos de vista
distintos de los que necesariamente tiene que adoptar en las
primeras, orientadas por una crítica que comprende también
la forma. La valoración y aprehensión totales del Poema exi­
gen en el lector la superación de esos escrúpulos escolares,
porque la Obra está más allá y no más acá de esas convenciones
artísticas. Las incorrecciones —todas— forman parte de la per­
fección de la Obra, y ya Hernández las desechó en bloque
al decidirse por su sexteta y por su rima, tan personales como
no las hay en ninguna otra tentativa de innovación (excepto
los versolibristas) de cualesquiera literaturas. En este concepto
deben considerarse las estrofas con quinto verso libre y los
versos de consonante incorrecta que con suma facilidad hu­
bieran podido enmendarse.
Es de advertir que las dos estrofas que corresponden a la
MORFOLOGÍA DEL POEMA 129
interrupción del intruso al Hijo Segundo, en la Vuelta, dejan
el quinto verso libre (II, 2455 y 2467).

INTERPOLACION DE ESTROFAS
En el primer Canto de la Vuelta, nos advierte Leumann
que en el Manuscrito no figuran las estrofas 8, 15, 18, 19,
20, 21, 22, 26. El texto publicado habría sido modificado,
después, agregándole el autor dichas estrofas, ocho en total.
De ellas, la primera (43-8), la segunda (85-90) y la última
(151-6) son intercalaciones sueltas, en tanto que las demás
estrofas (103-32) forman unidad, un cuerpo de treinta versos.
La primera de esas estrofas interpoladas interrumpe el dis­
curso, con una digresión, aunque sobre el tema. En efecto,
la estrofa anterior terminaba: No perdí mi amor al canto Ni
mi voz como cantor (41-2), continuaba: Canta el pueblero...
y es pueta; Canta el gaucho. . . y ¡ay Jesús! (49-50).. . La es­
trofa intercalada plantea una incongruencia que ha sido ad­
vertida por Tiscornia y por Santiago M. Lugones, y a la que
Amaro Villanueva dedicó un artículo con el intento de expli­
carla. Dice: Que cante todo viviente Otorgó el Eterno Padre;
Cante todo el que le cuadre C o m o l o h a c e m o s lo s d o s, Pues
sólo no tiene voz El ser que no tiene sangre.
El problema de incongruencia está en que Martín Fierro
es el único que canta ante un auditorio.
La segunda estrofa intercalada (suelta), dice: Pero voy en
mi camino Y nada me ladiará; He de decir la verdá, De naides
soy adulón; Aquí no hay imitación Esta es pura realidá. Esos
versos se interpolan entre: Que es pecado cometido El decir
ciertas verdades (83-4), y Y el que me quiera enmendar Mucho
tiene que saber. . . (91-2).
La última estrofa suelta agregada, dice: Hay trapitos que
golpiar, Y de aquí no me levanto. Escúchenme cuando cantó
Si quieren que desembuche: Tengo que decirles tanto Que
les mando que me escuchen. Se interpolan los versos entre:
Jamás se para a cantar [el pájaro cantor], En árbol que no
da flor (149-50), y Déjenme tomar un trago, Estas son otras
cuarenta... (157-8).
130 EL POEMA
Las cinco estrofas agrupadas que se intercalan, dicen: [Bro­
tan quejas de mi pecho, Brota un lamento sentido; Y es tantó
lo que he sufrido Y males de tal tamaño, Que reto a todos los
años A que traigan el olvido .] Ya verán si me dispierto Cómo
se compone el baile; Y no se sorprenda naides Si mayor fuego
me anima; Porque quiero alzar la prima Como pa tocar al
aire. Y con la cuerda tirante. Dende que ese tono elija. Yo no
he de aflojar manija Mientras que la voz no pierda, Si no se
corta la cuerda O no cede la clavija. Aunque rompí el estru-
mento Por no volverme a tentar, Tengo tanto que contar Y
cosas de tal calibre, Que Dios quiera que se libre El que me
enseñó a templar. De naides sigo el ejemplo, Naide a dirigirme
viene, Yo digo cuanto conviene Y el que en tal gueya se planta
Debe cantar, cuando canta, Con toda la voz que tiene.
Es evidentísimo que todos esos versos, de todas las estrofas,
por su tono altanero y desafiador, como de quien ha de
decir duras verdades, se aplica mejor a la actitud de Martín
Fierro, en la Ida que en la Vuelta. Lo que cuenta aquí son
episodios en los toldos, pero nada de carácter acusativo del
desquicio y maldad de los hombres que gobiernan. Esas es­
trofas es muy posible que las hubiera compuesto para agregar
en alguna reedición de la Ida (excepto donde se refiere a
haber roto la guitarra), pues no tienen en verdad coherencia
con la postura del gaucho envejecido que regresa, dispuesto
a trabajar. Su única acusación en esta Parte es que las cosas
estaban lo mismo que como las dejó. Por lo demás, el texto
se lee bien como había sido compuesto en el manuscrito, sin
los agregados. Estos, lejos de insistir en el tono del que retoma
el canto, aunque su altivez aquí es la de un cantor célebre
más que de un gaucho altivo, lo modifican, y retrotraen su
apostura a la del comienzo del Poema.
Esto se ve sobre todo en la estrofa primera, donde se
refiere a dos cantores, y que evidentemente habría engarzado
mejor en los últimos cantos de la Ida, que es donde Martín
Fierro y Cruz dialogan. Allí, por otra parte, están los versos
que recuerda Villanueva para afirmar la teoría de que han de
entenderse “por el cual el cantor se hermana con el pueblo”:
Ya veo que somos los dos Astillas del mesmo palo (2143-4);
y No hemos de perder el rumbo; Los dos somos güeña yunta
MORFOLOGIA DEL POEMA 131

(2209-10). Todo el trabajo de Villanueva es una argucia in­


geniosa que agrava la inoportunidad de la expresión plural de
Martín Fierro. Mucho más artificiosa es la interpretación de
Tiscornia:
Fierro abunda en la espontaneidad con que se revela a los hombres y a
las aves la facultad de cantar, reconocida al principio del poem a, y finge
aquí la presencia de un segundo cantor (no hay otro que el auditorio)
para dar la ilusión de una payada.
Más sensata es la presunción de Lugones: “¿Qué dos? Aquí
incurrió el autor en un lapsus mentís
No es admisible, bajo ningún concepto, que Hernández
incurriera mentalmente en el error de que Martín Fierro se
hallaba en compañía de otro cantor, porque el discurso viene
natural y sostenidamente en una persona que se dirige a
muchas. La explicación más racional es, auxiliada por casos
análogos (en la historia de Picardía), que el autor no quiso
renunciar a esos versos elaborados antes con otro fin y para
otro lugar. Y ese lugar no pudo ser sino en la Ida, ya puestos
en boca de Cruz (acaso inconvenientemente, por la índole del
personaje), ya en boca del mismo Martín Fierro (sin cautela,
luego de conocer la índole de su compañero), o bien al princi­
pio, donde pudieron ir las otras. La verdad es que la incon­
gruencia del verso “como lo hacemos los dos” ayuda a com­
prender que también las otras estrofas no fueron compuestas
como agregados internos del primer canto, sino independien­
temente, y que fueron después encastradas en el texto, por
cierto con suma habilidad.

LA RIMA
La rima no fue para Hernández (ni en su concepción del
verso) un valor artístico. Ni un valor esencial. Era preciso
escribir el verso con rima, y de las dos formas posibles eligió
la rima consonante. El asonante —que emplea en el romance
y en algunas cuartetas— es un accidente más bien que una
norma. El consonante a veces se desliza hacia su forma más
indulgente y de menor compromiso; pero debemos hablar casi
132 EL POEMA
siempre de consonantes incorrectos o frustrados, más bien que
de asonantes. Aun en las cuartetas del Canto VII de la Ida
el asonante aparece como falla más que como canon. Los
dos cantos de Picardía, estructural, estilística y conceptual­
mente lo más afín a ese canto, están en redondillas —algunas
convertidas en serventesios—, y el consonante, en muchas oca­
siones difícil por la escasez de rimas, rige las composiciones.
Los exponentes de corrección en la estructura de la sexteta
se encuentran en las nueve primeras estrofas delcanto I de
la Ida y, en todo sentido, excepto en el riguroso sentido sin­
táctico, en la primera estrofa. Es, pues, la rima en consonante,
y dispuesta en sus cinco versos que consuenan, de modo que
rimen el segundo, el tercero y el sexto, y el cuarto y el quinto
entre sí. Las anomalías en esa estructura y en ese canon del
consonante no deben inducir a valoraciones erróneas. Muchas
de éstas son posibles. En primer término, el suponer que la
incorrección del consonante responda a torpeza del Autor,
o a despreocupación, o a falta de nociones de preceptiva en
él. Acaso haya un poco de todo esto, pero la razón de por qué
Hernández incurre conscientemente en tales incorrecciones es
otra, de tal magnitud, que invalida a las demás.
No era Hernández un artista escrupuloso acerca de los
deberes técnicos del versificador; de serlo, no habría siquiera
intentado la empresa. Lo demuestran además las dos más osa­
das libertades que se permite —no las hubo, ni parecidas, en
toda la historia de la poética española ni americana—: dejar
un verso libre al principio de la estrofa y usar un consonante
como norma, que en sus eventuales incorrecciones puede llegar
al asonante, sin serlo (se pueden enumerar los pocos versos,
casi todos ellos en el Canto VIII, en que se trata de un
asonante y débil, o del quinto verso libre).
Así, pues, la norma es el consonante, sin medir las difi­
cultades, en razón de las pocas rimas que en castellano tienen
algunas palabras, y algunas de las más expresivas. No rehuye
Hernández acometer la hazaña, pues cuenta de antemano con
un salvoconducto de indemnidad en su actitud de colocarse
exprofeso fuera de la literatura culta: apelará al consonante
aproximado. Una de las reglas de sus infracciones innumera­
bles es la desinencia del plural.
MORFOLOGÍA DEL POEMA 133
La rima de Hernández es rica; por ejemplo, en la Vuelta
se encuentran (361-6) las palabras “pobre” (libre), “safarran-
cho”, ‘'carancho”, “sacia”, “desgracia” y “rancho”, y en la
Ida (1057-62) las palabras “falte” (libre), “sobre”, “cobre”,
“enjambre”, “pobre” y “hambre”, que no dificultan la natu­
ralidad y firmeza de la elocución. Son casos que pueden
multiplicarse. Para él la rima nunca es un estorbo, ni tampoco
un aliciente para construir el verso en función de ella. La
emplea como elemento indispensable en la economía artística
de su obra. Dentro de su preceptiva revolucionaria, el conso­
nante incorrecto, el cuasi consonante, entra en la norma. Es
la norma lo incorrecto, mas una vez admitida no puede ha­
cérsele juicio de infracciones. Las infracciones son la regla.
Esta osadía no se comprende pronto. Hasta muy avanzado el
proceso de identificación con la Obra (dura algún tiempo en
las personas hechas al respeto de los dogmas, sobre todo, esté­
ticos) no se entiende que el primer verso blanco de la estrofa
y el sistema canónico de usar indistintamente la rima perfecta
o la incorrecta, forman una concepción del verso y de la
versificación absolutamente justificables y de gran valor ar­
tístico. Es el idioma mismo el que plantea tales dificultades,
como las advertimos con carácter grotesco muchas veces aun
en grandes poetas; agrupa en algunas formas de consonante o
de asonante la mayoría de las voces útiles y nobles. De
manera que gran cantidad de éstas son prácticamente inuti-
lizables o llevan inevitablemente a su palabra anexa, la única
del vocabulario fonético. Independientemente de la riqueza
discutible del idioma (se considera siempre la cantidad de
voces y no su calidad, sin pensar además que aun los idiomas
pre-alfabetos son riquísimos en cantidad), está la riqueza so­
nora, que facilita al escritor su tarea. El castellano (puede
revisarse hojeándolo, cualquier diccionario de rimas) de ante­
mano cohíbe al poeta, si se somete al rigor del consonante
estricto; o lo lanza sin freno en el asonante, que también
forma grupos arbitrarios y desproporcionados.
Al resolverse Hernández por la libertad de un verso en
su favor, para armar la estrofa, y del consonante incorrecto,
no adopta una postura “anticulta” simplemente (pues tam­
bién hay eso), sino una postura racional, lógica, que ojalá
134 EL POEMA
hubiera sido seguida antes por otros, para que ahora pudiera
usársela sin escrúpulos. La fuga al verso libre de muchos poetas
(de Juan Ramón Jiménez, por ejemplo) que dieron muestras
de gran maestría en el manejo de las rimas, prueba esa libe­
ración por el extremo opuesto. El Martín Fierro dio a este
respecto también un canon dentro de la índole del idioma;
un tipo de verso que puede juzgarse correcto, en que las
imperfecciones son compensaciones del artista en relación con
las exigencias de un idioma que ofrece oportunidades para
expresar todas las ideas y los matices del sentimiento en el
verso rimado, pero que ocultamente le reserva los más penosos
desengaños.
Debe hacerse notar que muchas veces descuida Hernández
el ajuste de las rimas. Parecería que prefiere el matiz que
conserva mayor exactitud, al que obtendría mediante una leve
modificación. Por ejemplo: el verso 70. Pero ¿cómo se han
deslizado, sin ninguna necesidad ni justificativo, los versos
libres colocados en el quinto renglón de la estrofa? ¿Quiso
dejar una nueva prueba de su absoluta despreocupación por
los prejuicios del lector culto? El los observó casi siempre,
sin embargo. Lo cierto es que no podemos explicarnos tal
negligencia, y que ése es uno de los muchísimos enigmas
menores del Poema. Deben considerarse, en lo que podríamos
designar “las osadías desafiadoras” de Hernández, la ordena­
ción irregular de las rimas en los versos quinto y sexto de las
estrofas. Podemos aceptar que un ajuste con arreglo a la rima
perfecta habría desmejorado la obra —acaso haciéndola no via­
ble sin reducirla a un espécimen retórico—, pero no compren­
demos estos abandonos tan impropios de un hombre que se
controla sin piedad. Como nos cuesta comprender que en el
manejo del romance se considerara libre de esas mismas exi­
gencias, y descendiera a un nivel tan por debajo de las otras
partes del Poema, que sólo pueden autenticarse con el testi­
monio de sus demás composiciones y de toda la prosa que
escribió.
Rarísimos son los versos con rima interna, como: Qiie padre
y marido ha sido (111); Otro mejor tejedor (II, 2480), y Pues
son mis dichas desdichas (II, 4877).
En Hidalgo (dentro de la liberalidad del romance aso-
MORFOLOGÍA DEL POEMA 135

nantado), en Ascasubi, en Del Campo y en Lussich, el problema


de la rima es esencial. No hay rimas incorrectas, en términos
generales. Pero en Ascasubi, que es escrupuloso en la quintilla
o la décima, pasa a elemento accesorio y trivial en el romance.
Ascasubi no tiene el sentido musical del verso. Empieza un
romance asonantado en ó, agudo (el asonante más pobre), y
lo prosigue, sin comprender la monotonía fonética, durante
tres cantos —702 versos, con un pequeña pausa—; o bien incurre
en el exceso de mal gusto de hacer pareados octosílabos (que
también hizo Lussich).
El romance es siempre un recurso de pobreza en la versi­
ficación, y si de antiguo se adoptó para las descripciones y
narraciones, es porque se aproxima a la prosa en su función
y en su estructura. Hernández lo desecha, y los pocos casos
en que lo emplea denotan su deseo de terminar rápidamente
un episodio ( casi siempre una explicación, una acotación) que
no reviste interés artístico, sino de relleno, en el relato.
Empero, hay un caso inaudito en el Santos Vega, en que
Ascasubi emplea una forma por demás descuidada, antiartís­
tica, con una despreocupación inconcebible en autor de tantos
recursos verbales. Es el comienzo del Canto XXXIII:
Ahora, me dirán ustedes: primero dónde fué a dar
y el pampa y Luis ¿dónde están? el saltiador esa vez:
¿dónde diablos los llevaron y del cadque después
después que los agarraron? ru fin también contaré.
Bueno: les voy a contar, Tiempo al tiem po... escuchenmé.
Y sigue con octosílabos pareados. También aquí es sensible
en Ascasubi su deseo urgente de liquidar esa explicación, y
mucho más perceptible que se trata de un agregado, pues
el canto debió de comenzar con el relato en pareados, al que
faltaba una previa explicación que fue hecha más tarde, con
un desaliño y mal gusto imperdonables.
De estas torpezas jamás, hallaremos una ?n el Poema,
136 EL POEMA

EL VERSO
El verso del Poema es siempre el octosílabo (excepcional­
mente, en las coplas de Cruz, el pentasílabo, o los dos casos
de falsos eneasílabos). Este metro permite gran naturalidad en
la elocución, y Hernández lo maneja con suma destreza. En
cualquier lugar de la estrofa, tiene la misma densidad y efi­
cacia, y puede reconocerse la voluntad manifiesta del Autor
cuando su vaguedad coincide con el propósito de indefinir
la frase. No existe en ellos el hiato, ni se cuenta por sílabas
gramaticales: se le mide auditivamente. El verso es pleno,
apretado, con sinéresis y sinalefas que no sólo acumulan so­
nidos, sino contenido. La densidad y cohesión de las palabras
y las sílabas rechazan toda flojedad, todo ripio. Si los hay,
son de frases, no de palabras. La economía del lenguaje está
en que basta una palabra cuando otra forma de construcción,
más lujosa, pudiera permitir más. Hay, pues, una impresión
de pobreza que resulta del empleo de un adjetivo para cada
sustantivo, de la elipsis, de las contracciones y de la deliberada
economía de vocablos, a la manera homérica.
Lo que algunos autores han entendido bajo la denomina­
ción de adiptongos, son casos de sinéresis o de sinalefas. Las
vocales se contraen hasta formar diptongos aun si dos, tres o
más de ellas son fuertes. Así las sílabas í-a (día, había, etc)
se leen en un sonido, sin que como cree Tiscornia haya de
ser absorbido el acento por la letra siguiente (diá, habiá), pues
la prosodia del habla campesina tiene tal particularidad: el
oído cuenta naturalmente una sílaba en “vía” y en “cae”, y
además es posible la amalgama de otras letras en un sonido
único. Este procedimiento, lícito en la fonética, da al verso
una energía que dimana de no dejar resquicio ni cesura. Como
el endecasílabo de Dante o el de Keats, el verso de Hernández
es macizo, compacto, sólido.
Esta modalidad prosódica del verso de Hernández es típica
del habla rústica, su rasgo fisonómico más fuerte. Es la ten­
dencia al apócope, universal. Tampoco las consonantes suenan
nítidas, de modo que, hablando con precisión, también hay
cierta suerte de diptongación de esas letras, con lo que el octo­
MORFOLOGIA DEL POEMA 137
sílabo resulta, para el oído, de menor longitud fonética, más
comprimido aún de como se lee. Al sentido musical de las
consonantes sonoras (n, l final, mb) en el habla popular se
antepone cierta lisura y aplanamiento del sonido que gana en
fuerza cuanto pierde en brillo. La n final, lo mismo que la s,
son casi apocopadas; si ésa es una pérdida para el valor artís­
tico de un idioma que se habla, es otro problema y cuestión
de cultivo del oído. Lo que parece cierto es que nunca se
pierden en los idiomas los valores artísticos sin compensarse
en alguna forma con otros. El octosílabo de Hernández es
opaco, sin muchas aliteraciones o resonancias internas, pobre de
reflejos y de reverberaciones, con lo cual es el verso exacto que
conviene a la naturaleza de los personajes, al sombrío tono del
Poema y a la dramática inspiración del Autor.
Otra característica de esta cualidad es que no se confiere es­
pecial valor a las voces esdrújulas ni agudas. Las primeras son
raras, las últimas se emplean con suma' parsimonia. Nada hay
en Hernández parecido al gusto de Ascasubi por el romance
asonantado en ó; pues sus romances —como sus cuartetas y
redondillas— son todos en palabras graves. El agudo en final
de verso es, ya en la sexteta, ya en la cuarteta, un accidente
inevitable. Jamás un recurso intencionalmente puesto para
aumentar el valor acústico del verso.
Hernández no manejó en ninguna de las otras composicio­
nes que de él se conocen otro metro que el octosílabo. Res­
petaba en la lengua su máxima virtud: la que a lo largo de
los siglos cristalizó su saber en el romance y el proverbio de
dieciséis sílabas.
Y son precisamente el proverbio, el refrán —que él reduce
a saber de experiencia cotidiana, familiar— y el dicho —que
es su variedad amorfa, aplicada sin mayor validez universal a
los casos particulares— los que inspiran dinámicamente el ver­
so de Hernández. Pues el Poema parece haber sido escrito, no
para contar, describir y explicar hechos, sino más bien para
dejar testimonio de la psicología de los personajes, cuya más
expresiva imagen se da en sus observaciones, en' su manera de
juzgar y de entender la vida.
138 EL POEMA

EL ROMANCE
Hernández no adoptó el romance sino en cuatro cantos de
la Segunda Parte, en los pasajes de menor importancia. Los
poetas gauchescos, excepto Hidalgo, no sintieron simpatía por
esa forma, y la manejan desmañadamente. Abundante en Asca­
subi, señala siempre los puntos de mayor lasitud de su Santos
Vega; lo mismo en Lussich. El romance de Hernández, que
elude el fácil asonante en palabra aguda, es de la misma fac­
tura desaliñada. No emplea en él su característica vigilancia
en la expresión henchida y medular.
Tampoco en la poesía popular se ha cultivado esa forma, casi
exclusiva de la poesía culta entre nosotros. Como observa Juan
Alfonso Carrizo:
El romance no es para la tradición americana lo substancial, puesto que
si se exceptúan los romances líricos, los demás romances fueron casi igno­
rados por la familia española de América; entre nosotros más importancia
tienen la glosa y la copla, y ellas no han merecido la atención de los
estudiosos españoles.
Para Ascasubi y Lussich, el romance es una forma inter­
media entre el verso y la prosa, y se dejaban llevar por la
aparente facilidad que ofrece para la narración, como si las
responsabilidades de la poesía concluyeran en el trabajo pri­
moroso de la rima. Para Hernández, el romance es una libera­
ción de colocar la parte de su relato de menor cuantía en el
mismo plano de lo demás. En efecto, tienen dentro del Poema
una misión inequívoca de acotación marginal, tal como hu­
biera podido hacerla en prosa.
La forma romanceada que toman una sexteta de la Ida y las
tres que se hallan en la Payada (respuesta del Moreno) pueden
ser anomalías explicables de diversas maneras. Lo más verosímil
es que tuviera preparada aparte la Payada, y que fueran apun­
tes para ajustar en la forma de la sexteta. Pues es inadmisible
que intentara desarrollarla en la forma de romance, por la que
evidentemente no tuvo simpatía. (Sólo lo usó, fuera del Poema,
£n El viejo y la niña.)
MORFOLOGÍA DEL POEMA 139

LA FONOLOGIA Y LA ORTOGRAFIA
La escritura fonológica, de acuerdo con la p r o s o d ia del ha­
bla campesina, fue hecha con suma timidez por los poetas
gauchescos, comenzando por Hidalgo y concluyendo por Asca-
subi. Lejos de exagerar, como algunos han supuesto, cuidaron
todos de no llevar la fidelidad hasta el uso de apóstrofos o
letras convencionales (j por s: nojotroh). Javier de Viana, Fray
Mocho, Benito Lynch (en Romance de un gaucho), Eduardo
Hillman (en las traducciones de algunas obras de Hudson)
han empleado una grafía más audaz, con lo que intentaban
reproducir en la escritura con mayor fidelidad la forma de
pronunciar de los paisanos del litoral. Azuela, Guzmán, Icaza,
Orozco, han acudido al mismo recurso, y está perfectamente
justificado, al menos cuando se trata de la conversación (que
es el caso de los poemas gauchescos). Lynch ha llegado a escribir
con grafías fonológicas también las partes narrativas o descrip­
tivas, entendiéndose siempre que corresponden a un personaje
y no al autor (el caso del viejo Nicandro, en la traducción de
Hillman de El Ombú).
Como tentativa de dar carácter local a una literatura, es
imposible anticipar el éxito ni la justificación que pueda tener.
Sin embargo, pensando que Dante, Berceo, Chaucer y Lutero
hicieron eso mismo al adoptar para sus obras literarias la
lengua del pueblo (no la académica, por cierto, sino la oral),
renunciando voluntariamente a la lengua culta (el latín), de­
bemos plantearnos este problema no solamente desde el punto
de vista lingüístico, sino también político. Pues es evidente
que si algo en nosotros repugna a la innovación, como atrevida
y hasta como plebeya (es el mismo cargo que se hizo a los
creadores de las grandes literaturas europeas), es porque tene­
mos en cuenta más que los valores estéticos, los principios co­
dificados por la Real Academia Española de la Lengua; prin­
cipios que observamos todos con supersticiosa devoción, pero
que no tienen otro fundamento que el de todos los ritos.
Sarmiento rompió osadamente con la ortografía, como los gau­
chescos con la fonética; y si pensamos que el habla campesina
no contiene sustancia capaz de servir a las altas formas de estilo
140 EL POEMA
en las letras, es porque rara vez alguien capaz de una forma
de alta cultura ha empleado ese lenguaje, y porque quienes
gustan de ese lenguaje pertenecen a un estrato inferior de cul­
tura. Ni siquiera nos ha valido, como ejemplo digno de ser
estudiado, una obra de la grandeza y poder del Martin Fierro.
Más bien nos hemos inclinado a someter sus altísimos valores
humanos, artísticos y filosóficos al canon de la lengua rústica
empleada y no a sentir que la lengua rústica había sido ele­
vada por él a la categoría de un instrumento rico de voces,
preciso de sentido y acaso más dúctil y de resonancias armó­
nicas mayores que el castellano que pensamos y escribimos.
Confiesa Hernández su interés en reproducir con
L é x ic o .
la mayor fidelidad posible el habla campesina, no solamente
eri sus giros y peculiaridades semánticas, sino también en los
modismos, barbarismos y otras formas genuinas. En su preocu­
pación por reflejar fonética y ortográficamente esas modalida­
des, incurre en el exceso opuesto, de alterar las grafías más
que la fonética; pues si no emplea el apóstrofo para las sina­
lefas comunes en el hablar del paisano, usa de la hache y de
la zeta, letras que innecesariamente hallamos en el Manuscrito.
Entre la ortografía de los cuadernos y la del texto de la
Vuelta impreso, hay diferencias en la ortografía. La edición
significa una mejora notable sobre la escritura. Y como es in­
admisible que Hernández incurriera por torpeza en grafías
tales como “cilencio”, “hayuda”, “verce” (por verse), “precidio”,
“desasociego”, etc., tan contrarias al habla inculta y a las leyes
de modificación de la prosodia del castellano en América, de­
bemos admitir una de estas dos suposiciones: o el texto fue
corregido en la imprenta, dándosele una mayor regularidad en
las grafías, o el mismo Autor lo hizo antes de enviar a com­
poner sus originales. Esto último es menos verosímil, pues en
el manuscrito hay correcciones de tendencia contraria: a modi­
ficar las grafías que en los textos impresos se dan como reglas:
“así”, en lugar de “ansí”; “desde”, en lugar de “dende”; “olio”,
en lugar de “hoyo”, enmiendas hechas sobre la primera escri­
tura: “oyo”. Será preciso considerar aparte la corrección del
Manuscrito y las posibles reparaciones en las pruebas o en la-
composición por el tipógrafo.
MORFOLOGÍA DEL POEMA 141
Se han señalado como equivocadas las palabras “cantrami-
11a” (por “contramilla”, más usual en el norte —y en Uruguay—,
donde el uso de la carreta de bueyes fue más generalizado),
“grullo”, en lugar de “grulla” (ave), “paco”, de acepción des­
conocida. Además de las palabras que en su escritura respon­
den a barbarismos o americanismos, se encuentran voces em­
pleadas en el texto con diversas grafías: “güelta”-“vuelta”,
“furia-juria”, “siguro-seguro”, “disierto-desierto”, “derramé”-
“redaman”, “oyo”-“hoyo”, “salvaje”-“salvage”, “brujería”-“bru-
gería”, “yerra”-“erra”, “cree”-“cren”, “lijero”-“ligero”, “escuri-
dá”-“oscuridá”, “para”-“pa”, “sigüeñas”-“cigüeñas”, “bueno”-
“güeno”, “fuerza”-“juerza”, “fuego”-“juego”, “donde”-“ande”,
“mismo”-“mesmo”, “tuito”-“todito”, “odo”-“oo”, “oiba”-“oía”,
“escondo”-“escuende”, “empezaba”-“empesaba”, “aura”-“aora”-
“ahora”, “corcovió”-“corcobo”, “fí”-“fuí”, “pleito”-“plaito”,
“reir”-“rairse”, “jerga”-“gerga”, “cae”-“cai”, “bicho”-“vicho”,
“estubo”-“estuvo”, “desnudés”-“desnudez”,“averiguo”-“avirigüé”,
“sigún”-“según”, “sepoltura”-“sepultura”, “disolví”-“resuelto”,
“ocación”-“ocasión”, y otras más.
Entre los barbarismos, pueden señalarse: “exposición” (opo­
sición), “revelar” (relevar), “resertor” (desertor), “antesucesor”
(predecesor), “desaceré” (desharé), “ardiles” (ardides), “alver-
tencia” (advertencia), “culandrera” (curandera), “tabernáculo”
(tubérculo), “garabina” (carabina), “naides” (nadie), “dende”
fdesde), “flaire” (fraile), “lial” (leal), “redota” (derrota), “re­
damar” (derramar), “comiqué” (comité), “haiga” (haya), “tre-
vejos” (trebejos).
Senet atribuye a errata de imprenta la palabra “retobao”,
por “redotao” (derrotado).
En las páginas del Manuscrito que se han publicado, se lee:
“cilencio” (enmendado), “ha” (por “a”), “hayuda” (repetidas
veces), “doi” (“doy”), “Ha ver si puedo vivir”, “Hayá no hay
misericordia”, “Canta el gaucho. . . Y hai Jesús”, “E conocido
aunque tarde”, “Porque el cardo a de pinchar”, “Se tira uno
entre los llullos”, “En la orilla de un arrollo”, “Caliendo por
fin del viaje”, “Y no piensen los olientes”, “Lo dejé mostran­
do el cebo”, “Y él quizo de camorrero”, “Que yo bebiera a
la fuersa”, “Que ya me buscaba el oyo”, “Y talves me hubiera
muerto”, “Y en su razón estoi fijo”, “Verce el hombre en un
142 EL POEMA
precidio”, ‘'Sino cuenta con recursos”, “No ha de faltarme una
hayuda”, “Pero la lengua no hayuda”, “Que pronto mostró la
ilacha”, “Que era medio simarrón”, “Mataba bacas agenas”,
“Después de hechar un buen taco”, “Llebate de mis consejos”,
“La gran lay— la del envudo”, “No ban a un saco basio”, “Mas
si te querés cazar”, “Prendas que otros codisean”, “Se librarán
del simbrón”, “Que le proibiesen carnear”, “El bacuno y los
rebaños”, “Como vola sin m anija”, “Y a resar solían venir”,
“Siempre lo é de recordar”, “Si vieran cuando hechan tropa”,
“De biberes y de vicios”, “Sus trapos echos pedasos”, “Devalde
quería moverme”, “Le diste en esa ocación”, “La fuersa que
en un varón”, “Talvés no pudiera haber”, “Que tubiéramos
parece”. Casi todos estos errores ortográficos del Manuscrito
aparecen subsanados en el texto impreso. Es de advertir que
algunos los comete Hernández reproduciendo pasajes de la
Ida, donde los yerros no figuran.
El estudio lexicológico del vocabulario del Martín Fierro,
en sus voces oriundas del país, es el ejemplo más curioso de
incomprensión. Parecería que palabras y frases hubieran de
resultar comprensibles para el lingüista, y no es así. Ninguna
dificultad ofreció el Poema al lector campesino; pero para el
hombre de cultura urbana constituyen enigmas. El vocabulario
de Tiscoinia, hecho con el manejo de textos lexicográficos de
americanismos y por analogías con voces en desuso, da un mo­
saico de veras pintoresco. Vicente Rossi, con su desenfado habi­
tual, y más prudentemente otros autores, han señalado la
incongruencia y hasta el desatino de las interpretaciones filo­
lógicas de Tiscornia. Lizondo Borda, Santiago Lugones, han
puntualizado algunos de esos yerros.
Lo interesante de ese problema, de los yerros de interpre­
tación, no está justamente en la capacidad de los autores, sino
en que señala para el texto la falta de contextos y de obras
afines a que poder acudir. Quiere decir que el habla de los
poemas gauchescos no ha alcanzado siquiera el umbral de una
literatura, pues falla en lo elemental. Como dijo Lizondo Borda
(“Expresiones del Martín Fierro):
El tiempo transcurrido desde la fecha de su composición, la carencia de
estudios especiales —históricos y filológicos— sobre el mundo gauchesco
pueden acarrear, hoy, dudas y errores de interpretación. Por otra parte;
MORFOLOGÍA DEL POEMA 143
de esa época, y cierto desconocimiento de las cosas campesinas más criollas,
Hernández intercaló en su obra muchas expresiones y formas de expresión
que eran suyas, pero no de los gauchos, dando así lugar a confusiones.
Algunas palabras de por sí contienen un valor pintoresco,
y en ese caso se encuentran casi todos los barbarismos. Obser­
vando bien el texto, casi todas las voces incorrectas sirven como
notas que acentúan el sabor popular del habla. En otro orden
de cosas, la palabra “irresolutos” aplicada a los indios, la ex­
presión de Cruz: la suerte “reculativa”, “sentí” y “visto” en la
oración: Y una cosa tan jedionda Sentí yo, que ni en la fonda
He visto tal jedentina, surten, por su empleo, un efecto humo­
rístico de buena ley.
Siempre es la palabra, en Hernández, un elemento cuyo
manejo contribuye a perfilar un rasgo psicológico, una inten­
ción: de manera que su análisis semántico supera infinitamente
a la acepción gramatical. El habla del Martín Fierro es colo­
rida, medular, intencionada, y no solamente se valoriza en
profundidad cuando sirve a pensamientos profundos, sino en
perspectivas de emoción artística cuando en calidad de com­
paraciones o metáforas aparecen puestas con absoluta natura­
lidad en el texto y, particularmente, en los diálogos.
En cuanto a este aspecto del léxico —la acepción ideológica o
emotiva del vocablo— debe tenerse en cuenta siempre que se tra­
ta de un lenguaje hablado (o cantado), como en los demás poe­
mas gauchescos; que ese lenguaje no tiene una literatura fuera
de la que esos mismos poemas han creado, de modo que además
de la semántica ha de considerarse como uno de sus valores
inmanentes la agógica, en el sentido que dio Riemann a esta
palabra, refiriéndose al movimiento impulsivo, o vivaz, de la
música (el “tempo”). Se trata, en efecto, de una literatura
basada en el lenguaje que se habla, exclusivamente, como pu­
dieran serlo las obras de teatro, a cuyo género más que a la
novela y al poema épico-lírico pertenecen en verdad.
P a l a b r a s p i n t o r e s c a s y e x ó t i c a s . Hernández ha escrito en
su grafía fiel a la fonética, palabras de extranjeros (italianos
y un inglés): “pa-po-litano”, “hagarto”, “víbore”, “ma gañao”,
“Inca-la-perra”, y frases de los indios: “Acabau, cristiano”, “Me-
144 EL POEMA
tau el lanza hasta el pluma”, “Cristiano echando gualicho”,
“Confechando no querés”.
Hay algunos juegos de palabras: “va-ca-yendo gente al bai­
le”, 'Tor-rudo que un hombre sea”, “Ña-to-rihia”, “Co-mo-quian-
do”, y palabras obscenas: “¡barajo!”, “pér. . .tigo”, “pedo”
(borrachera; en el manuscrito “empedo” —forma castiza— y
también “Es al pedo que lo fajen”, que en el texto se lee “Es
al ñudo ..
P alabras En la Vuelta leemos las si­
n o u su ales o c u lta s.
guientes: “irresolutos” (219), “ponzoña” (348), “hospitalario”
(780), “aborrecía” (1076), “quehacer” (1275), “desasosiego”
(1482), “melancolía” (1966), “infiero” (2020), “consigo” (2157),
“ermitaño” (2796), “bobo” (3208), “Longinos” (3671).
E r r a t a s , e r r o r e s o r t o g r á f ic o s , e n m i e n d a s . Las ediciones
príncipes de la Ida y la Vuelta contienen muy pocas erratas de
imprenta. Dada la dificultad de componer obra tan extensa en
un lenguaje tan inseguro, se ha de pensar en que las prueba^
fueron prolijamente corregidas. Aunque corregido el texto de
la Ida por Hernández, es evidente que subsistieron en todas las
ediciones, hasta las actuales, algunos errores, como por ejemplo:
Al cimarrón le prendía (147), por “ s e prendía”, pues cimarrón
es el mate amargo y prenderse es asirlo para beber; Y eso es
servir al gobierno (431), que debe ser “si eso e s ...”, como lo
exige el sentido de la oración; Y otro peligro se aguarda (II,
4666), que debe leerse “otro peligro q u e aguarda”, conforme a
la concordancia con el sentido del verso anterior.
A juzgar por las pocas páginas publicadas en fotograbado
del Manuscrito de la Vuelta, la escritura de Hernández era
sumamente incorrecta en cuanto a ortografía. Si se tratara de
alteraciones intencionales, no siempre siguen la tendencia de
reproducir la prosodia campesina, sino al contrario. Casi todas
ellas aparecen corregidas en el texto. En repetidos casos, al re­
producir de memoria Hernández versos de la Ida incurre en
errores de esa clase (cebo por sebo). Debe aceptarse que el
tipógrafo o el corrector de pruebas han reparado muchas de
esas faltas. Al menos es indiscutible en cuanto a la Ida, pues
según nota de los editores al insertar al final un artículo sobre
MORFOLOGÍA DEL POEMA 145
“El camino tras-andino”, el Autor no estaba en Buenos Aires
al imprimirse el libro.
No existe una norma para la ortografía, y el Manuscrito
acusa, además de la incertidumbre, el capricho. Resulta extraño
que Tiscornia suponga que sean erratas de imprenta, las dos
veces que en el texto aparece la palabra “golpea” (bisílaba:
golpea), como si debiera ser “gólpia”, pues esto estaría de acuer­
do con la tendencia de modificar la desinencia de los verbos
análogos a golpear, pero no se deduce de una regla general, que
Hernández nunca observa estrictamente.
Además es otro problema muy delicado el de las correcciones
que figuran en el Manuscrito. Hay inducciones serias para sen­
tar categóricamente que esas correcciones que tienden —no
siempre— a ajustar las palabras a la ortografía académica, han
sido hechas por manos extrañas. El trazo con que se testan algu­
nas letras se corrigen o se añaden, no es de la misma caligrafía,
aunque pueda ser de un tipo de letra. La insistencia con que
aparece testada la h de la palabra “hayuda”, que en fin queda
sin corregir en otra estrofa; la corrección de la palabra “oyo”
superponiendo a la y una 11 con rasgos muy gruesos, para tachar
luego la palabra —casi con un borrón— y poner al margen otra
vez “oyo”, demuestra que ni esa indecisión ni ese insistente
y torpe cuidado fueron de Hernández. Además hay casos en
que se corrige “dende” por “desde”, “ansí” por “así”, contra
la forma que se conserva en la Ida y en la Vuelta, que debió
de ser la del Manuscrito entregado a la imprenta; todo ello es
prueba evidente de esa sospecha. Vicente Rossi, que señaló la
intervención de correctores oficiosos del Manuscrito, descubrió
que el encabezamiento del primer canto, titulado Martín Fierro
(tal como en el texto impreso) es de otra caligrafía. Si en verdad
letras como la m y la f mayúsculas no son del trazo cursivo de
Hernández, no cabe duda de que la palabra “cilencio” (que
otras veces escribió así el Autor) está corregida no para enmen­
dar la letra equivocada, sino para cubrirla por completo, disi­
mulándola. Leumann, que tuvo los cuadernos en su poder y
que ha escrito El poeta creador basado en ese documento, jamás
ha aludido siquiera a esas enmiendas, limitándose a las correc­
ciones, tachas y aprovechamiento ulterior de algunos versos,
desde el punto de vista de la inspiración y del trabajo artístico
146 EL POEMA
del Autor. Si alguna vez el Manuscrito fuera publicado en
impresión fotográfica, no hay duda de que se encontrarían otras
pruebas más persuasivas; aunque bastara revisar íntegramente
el Manuscrito, tanto en las partes que han sido corregidas como
en aquellas otras que no lo han sido, si en éstas la supuesta
preocupación de mejorar la ortografía no se aplicara con igual
prolijidad.
El Manuscrito en los seis cuadernos escolares no contiene
ni todo el texto ni la forma en que el Poema aparece impreso.
Debe admitirse que esos cuadernos fueron borradores —sin duda
existieron otros anteriores, de apuntes preliminares o de una
primera escritura— de que se sirvió Hernández para transcribir
y elaborar el texto tal como fue a la imprenta. El trazo vertical
que cruza las páginas indicaría que esas planas habían sido
pasadas en limpio; pero de las indicaciones que da Leumann
sobre los importantes pasajes del Poema que no figuran en el
Manuscrito, la suposición de que existió otra copia -ulterior es
indubitable. Es muy probable también que en ese último ma­
nuscrito —perdido— persistieran algunos de los errores orto­
gráficos que fueron cribados con plausible solicitud en la im­
prenta y, en tal caso, no en las pruebas por Hernández, pues
esas correcciones de las impropiedades gramaticales las hubiera
hecho antes. La interpretación psicológica de algunos de esos
errores en el Manuscrito —“cilencio”, “verce”, “desasociego”,
“precidio”, “hojos”, “hayuda”, vizarra”, “olio”, “llullo”, “arro­
llo” y algunos cambios de la s por la z (quizo)— no pueden
atribuirse a ineptitud del Poeta, sino a su voluntad de “inferio-
rización”, que es también perceptible en otras fases de su Obra.
Si tenía la intención de pasar en limpio ese manuscrito
—como lo hizo—, ¿por qué corregir los errores, en una tarea
que emprende después de concluido de escribir? Pues las
correcciones no están hechas a medida que va escribiendo
los versos, sino después; no tras la tarea del día, sino en un
día consagrado especialmente a tan curioso arrepentimiento.
MORFOLOGÍA DEL I’OEM A 147

LA SINTAXIS
La construcción sintáctica en el Poema se ajusta a los pre­
ceptos gramaticales. El paisano hablaba y sigue hablando bien,
considerada el habla rústica en su clase. Hernández construye
en forma directa, como corresponde a las formas ingenuas del
hablar y excepcionalmente influyen para el hipérbaton las exi­
gencias del metro ni la rima. El verso contiene la frase limpia,
y las oraciones se subordinan con ejemplar naturalidad. Observa
Tiscornia (en La lengua de Martín Fierro)'.
En lo que menos se aparta de las normas comunes el habla popular es
en la sintaxis; ...la sintaxis del poema tiende a construir la frase con
economía de elementos, y [a] hacer la concordancia más por vía ideológica
que por la formal. Las construcciones elípticas y ambiguas y los anaco­
lutos, que ocurren a menudo, dan a la expresión un aspecto de desaliño
y desorden que condice con el carácter espontáneo del habla gauchesca.
A este respecto, todos los poemas del género se atienen a
la misma norma, y aun el más alambicado de ellos, el Fausto ,
conserva la llaneza del hablar castizo. Cualquier licencia en la
construcción, como la movilidad del verbo, considerada la más
sencilla, representaría un esfuerzo sensible, porque el paisano
arma su oración colocando en su orden las palabras, de modo
que al nombre sucede el adjetivo y al verbo el adverbio casi
con regularidad indefectible. Empero, es grande la diversidad
de formas que adopta Hernández, de modo que en él hay menos
monotonía que en ningún otro autor. Influye en esta riqueza
de formas el hecho de que suele comenzar la frase con algún
dicho. Cualquier canto es buen ejemplo, pero puede tomarse
la escena del primer malón (Canto III): Una vez entre otras
muchas.. . Habían estao escondidos... Al punto nos dispusimos
Aunque ellos eran bastante... Se vinieron en tropel Haciendo
temblar la tierra. . . ¡Qué vocerío, qué barullo , Qué apurar esa
carrera!... ¡Qué fletes traiban los bárbaros... Al que le dan
un chuzaso Dificultoso es que sane. . . Es de admirar la destre­
z a. . . Y pa mejor de la fiesta En esta aflicción tan suma....
Algunos solecismos convienen a la forma oral del habla
campesina más que a la redacción del Autor. Entre ellos los
148 EL POEMA
hay discutibles, por el giro elíptico que es característico del
gaucho, de por sí cauteloso y reticente. Su interés está en ex­
presar su idea con claridad, y es sabido que es grande su habi­
lidad para manejar las palabras y las frases en forma ambigua,
muchas veces con intención ofensiva. En el Santos Vega hay un
contrapunto en que los interlocutores emplean ese juego, cuya
intención jamás escapa al adversario. En el hablar generoso y sin
ánimo ofensivo el paisano cuida escrupulosamente no dar pie
a ningún equívoco. La preposición a, en dativo, suele eludirse,
y también la conjunción y dentro de los preceptos más estrictos,
cuando refuerza la elocución. Tiscornia señala. .. lo levantase
Lo mesmo que una sardina, Y dejábamos las vacas Que las lle­
vara el infiel (419-20). Se ha señalado también: Que el hombre
que lo desvela... (3). Pero quizá los casos más palmarios, Y
reculando pa trás (767), y la confusión del tú y el vos , en:
Y por los años que tienes No podés manejar bienes (II, 2130-1),
se han dejado sin comentario. Otros casos encontramos en: Les
dio [Dios] toda perfección Y cuanto él era capaz (2157-8); En
los campos se hallan bichos De lo que uno necesita (2217-8);
Ansí me hallaba una noche Contemplando las estrellas, Que le
parecen más bellas Cuanto uno es más desgraciao Y que Dios
las haiga criao... (1445-9); Yo no sé qué tantos meses esta vida
me duró (2023-4); Luego después lo escupía. . . (II, 2563).

NEOLOGISMOS Y BARBARISMOS
Los neologismos obedecen, cuando no a la adaptación o
adopción de voces autóctonas o creadas por espontánea razón
de desconocer la voz cabal, a las formaciones corrientes en todos
los idiomas. Tampoco los barbarismos acusan una arbitrariedad
extraña a la índole del idioma, de modo que muchísimos son
corrientes en la Península. Hasta en las herejías somos ortodoxos.
En aquellos casos en que no se trata de voces desfiguradas
intencionalmente, tal como las empleaba el “italiano”, el “in­
glés” o el “pampa”, las leyes fonológicas de validez universal
se cumplen dentro de la índole del idioma. Sea por los me­
canismos más comunes, la metátesis o la desinencia, la infrac­
ción más grave se relaciona con la acentuación de algunos
MORFOLOGÍA DEL POEMA 149
verbos cuyo infinitivo se convierte en grave: cáir, por “caer”.
Asimismo en algunas flexiones, según la misma tendencia
(iráiban, óiban), se viola ese precepto que es de los más inde­
fectibles en todos los idiomas. La terminación iar en vez de “ear”,
en verbos como “pelear”, “volear”, “culebrear”, “titubear” (se
usa tutubiar), etc., es regular. Formas anticuadas, como mesmo,
trujo, ansí = Ansina, se prefieren a las actuales: “mismo”,
“trajo”, “así”; pero dende por “desde” y ande por “donde”
son barbarismos con carácter de regla, Hay otra palabra que
se juzgó neologismo, y que Leopoldo Lugones descubrió que
pertenecía a la más oriunda estirpe castellana: es la frase
ponerse en pedo, igual a “ponerse ebrio”. En efecto, dice:
se trata sencillamente de la voz anticuada em bebdo, bebdo: borracho,
mera contracción de em bebido y bebido . que fué también b é b e d o ... La
acentuación antigua de nuestra palabra beodo era béod o __No sólo con­
signa el diccionario académico la mayor parte de las antedichas voces,
sino que las directamente originarias de nuestra grosera locución hállanse
en los textos más corrientes de la antigua poesía castellana. Así en Berceo
(Milagros, XX):__ "embebdóse el loco”__ Así en Arcipreste ("de don
Furón”, etc.): “Era mintroso, bebdo, ladrón e mesturero”.
Lo interesante es que en el Manuscrito (que no conoció
Lugones) el autor había escrito: Y cuando se ponía empedo . ..
El uso del vos, en lugar del “tú”, tiene carácter regional
en vastas zonas de América, como lo ha estudiado Pedro Hen-
ríquez Ureña. En la Payada, Martín Fierro lo emplea con
intención agraviante. Por lo demás, como se sabe, es castella-
nísimo. De tratamiento respetuoso que era vino a hacerse
menospreciativo, como consignó Covarrubias. Cuervo estudió
la deformación morfológica del “vuestra merced” al “vos”. De
ahí el empleo en segunda persona del singular, modificada de
su forma plural (tenés por tenéis, decí por decid). Es propia
de España, como observa Menéndez Pidal en su Gramática
histórica de la lengua española:
También se pierde en la pronunciación, y esa pérdida estuvo de moda
entre nuestros clásicos: andá, hazé, subí, como hoy, por ejemplo, es
corriente en la Argentina: contá, poné, y en la lengua literaria ante el
enclítico: andaos, salíps.
150 EL POEMA
. También es corriente el cambio de la / por la j, de la z y la c
por la s, de la 11 por la y; y la tendencia general es al apócope
más que a la epéntesis, a la contracción ( ler por “leer”, crer
por “creer”) que caracteriza al verso en sus sinalefas y sinéresis,
con absoluto rechazo del hiato (frecuente en España, según
Menéndez Pidal). Estos rasgos, propios del habla campesina y
de la poesía popular la caracterizan más que ninguna otra
peculiaridad del habla y la poesía cultas.
Indiscutiblemente, un poema rústico, intencionadamente
rústico, ha de abundar en formas impropias; de manera que
lo justo es considerar cuán correcta es la lengua que emplea
Hernández y cuán en la índole del castellano verdadero las
licencias e impropiedades, que siempre pueden señalarse como
excepciones. Ante todo, es de preguntarse qué valor puede
tener' un estudio que tome como canon el habla fallecida en
las gramáticas y los diccionarios y no el habla viviente, cargada
de intenciones, de aquí o de cualquier parte del territorio en
que se habla castellano. Si Hernández ha conservado (con
cautela) en la escritura los signos correspondientes a los sonidos
de las palabras y si su ortografía tiende más bien a la escritura
del cuasi analfabeto que a la prosodia del hombre rústico, es
asunto de menor cuantía. En su Poema está el idioma castizo
del siglo xvi que trajo el conquistador, como se le puede en­
contrar en textos literarios de la época (compárese con Santa
Teresa). De donde aquel desatino de muchos de nuestros pu­
ristas, como Oyuela y Obligado (para no mencionar sólo al
inefable 7 oro y Gisbert) o, con palabras de Lugones (en “La
gloria de Martín Fierro”), del “doctor de Heidelberg” (Page)
y del “traductor de Oxford” (Owen), que creen que el caste­
llano del Martín Fierro es, en gran parte, “dialecto gaucho”...
Del conjunto de cualidades castizas que posee el Poema
resulta una lectura fácil e inequívoca siempre. Acaso la única
anfibología, que podemos muy acertadamente suponer que
estuvo en la intención (si no en la subconciencia) del Autor,
es esta referencia a los méritos de la mujer buena:. . . Lo alivia
en s i l padecer: Si no sale calavera Es l a mejor compañera Qne[
el hombre puede tener (1755-8). Si el sentido ambiguo hubiera
escapado a la vigilancia de Hernández, bien merecería anali­
zarse el desliz en otro aspecto.
MORFOLOGÍA DEL POEMA 151
En general, los pronombres enclíticos se usan correctamen­
te, como observó contra lo que le parecía más natural, Rodolfo
J. Senet. Hallamos: oiganmé, escuchenmé (con el acento orto­
gráfico con que realmente se pronuncian en el hablar esos
vocablos), y no oiganmén, escuchemén , que es lo usual en el
habla rústica. Pero (en 2256 y en otros versos) vámosnos , que
es barbarismo muy común.
LAS E STR U C T U R A S
UNIDAD Y VARIEDAD DEL POEMA
La p o s i t i v a unidad del Poema está en su estilo. Hernández
ha conservado desde la primera hasta la última estrofa la
misma altura en todos los componentes artísticos: lenguaje,
giros, comparaciones, reflexiones, intensidad emotiva, ingenio,
maneras de ver y de decir.
La forma como el Autor construye su Obra se caracteriza
por seguir el movimiento de la emoción más que el de la
idea. El sentimiento guía inclusive el curso de los aconteci­
mientos, y la coherencia del pensamiento resulta más del
sentido contextual que de la redacción. La sensibilidad tiene
también su lógica.
Esta primacía de lo sentimental no difiere de lo racional,
pues en todo momento la composición se desarrolla ceñida al
más estricto sentido de las proporciones y con una finalidad de
carácter filosófico que termina por configurar al Poema entero
como obra rigurosamente pensada. El cuidadoso esmero en
expresar con claridad lo que el Autor se propone alcanza a
veces la categoría del discurso deductivo, y el orden en que
unos y otros elementos de la acción están colocados nos pre­
viene contra toda impremeditada suposición de que el elemento
intuitivo prevalezca siempre sobre el lógico.
Buen ejemplo de esta modalidad son las dos estrofas que
preceden al encuentro de Martín Fierro con la partida, la
composición de los tres episodios más notables de la Obra (la
pelea con el Indio, la historia de Vizcacha y la Payada) y la
explicación de sus estratagemas por Picardía, que constituye
un tratado del arte de embaucar con el naipe. La misma técnica
impecable, bajo el aparente descuido, distingue todas las esce­
nas de las tolderías (parlamento, malón, pestes, costumbres de
los indígenas) y la obra maestra de hipocresía del relato de
Cruz. Numerosas escenas de la Ida son todavía hoy ejemplos
insuperados del arte de contar manteniendo al lector en la
tensión máxima del interés y del gozo estético,
154 EL POEMA
Dentro de ese mismo nivel de altura en que las dos Partes
se desarrollan, podrían señalarse diferencias de estilo y de téc­
nica, porque tanto lo patético como lo pintoresco tienen en
la Vuelta un grado más firme y profundo, quedando elimi­
nados casi por completo los recursos convencionales de enter­
necer y deleitar. Puede ser ilustrativo comparar aquellas partes
que entre sí tienen analogías formales e intencionales, como el
gringo con el órgano y el mercachifle, o los chistes netamente
plebeyos de la escena con el centinela y de la interrupción del
oyente al Hijo Segundo. El juego de palabras, tanto en la
jerga del italiano como del indio, reaparece en la Vuelta con
más moderado empleo, y por primera vez los barbarismos son
enrosttados por alguien que está fuera del lenguaje rústico que
usan todos los personajes de la Obra.
Desde el punto de vista del arte de contar, Hernández man­
tiene sin decaimientos sü absoluto dominio del tema y de todos
los recursos accesorios con que ha de incrementar el interés,
ya por la intensísima luz con que enfoca en primer plano
detalles significativos, ya por el “suspenso” y la digresión con
que, a la manera homérica, relaja la tensión de la sensibilidad
del lector. La Pelea, a este respecto, puede figurar entre las
más grandes realizaciones de cualquier literatura. Gracias a esta
madurez perfecta del arte de contar salva Hernández holgada­
mente las dificultades que dimanan de la falta de un plan a
que ajustar el desarrollo de la Obra. Su ilación es sostenida,
más que por la naturaleza y disposición de las partes del Poema,
por la destreza con que Hernández sabe armar diferentes piezas
en un todo armónico. Indiscutiblemente la Pelea y la Payada
corresponden a esta clase de piezas elaboradas ex-corpus y lle­
vadas al argumento por un procedimiento de montaje. Así lo
dice Leumann, que ha revisado el Manuscrito, en el cual,
según dice, no aparecen esas partes. Sin embargo, lo que él
entiende que es un problema, el de encontrar la excusa para
el regreso de Martín Fierro, por ejemplo, se reduce al de
encontrar el lugar en que colocar esa pieza que, sin duda, fue
elaborada por separado y muy posiblemente desde que aco­
metió la empresa de proseguir la Obra. Este secreto de coordinar
a posteriori escenas sueltas, que Eisenstein explica en su libro
El sentido del cinematógrafo, era solamente tal secreto para
LAS ESTRUCTURAS 155
los no iniciados en el gran arte de contar. Hernández lo poseía;
pero además poseía el genio que le permitía hacer de cada pieza
suelta una obra maestra y encontrar la amalgama imperceptible
para unirla en un todo sólidamente concatenado. Dentro del
esquema de la Vuelta (vida en el Desierto, regreso, encuentro
de los Hijos y despedida) tenía Hernández a su disposición la
infinita posibilidad de incorporar temas y episodios cualesquie­
ra. Sólo necesitaba contar de antemano con la capacidad de
realizarlos dentro de una categoría superior del arte, y de eso
estaba él más seguro que de la unidad que pudiera conservar
el argumento. Más todavía: su despreocupación de que el ar­
gumento mantenga de por sí una coherencia natural es, hasta
más allá de lo que a primera vista parece, el resultado de su-
conciencia de las propias fuerzas.

PLANOS DE LA ACCION
La acción es tan vivida en el Poema, que los lugares y
aun los ambientes resultan configurados por ella. Como en las
descripciones y en el paisaje se distinguen diversos planos de
proximidades y lejanías, en el Poema los planos están sugeridos
por el hecho, sin otra indicación de qué los circunda. El espacio
no nos sirve para estructurar la historia, como acontece en el'
Santos Vega, sino que ésta existe por sí y con importancia se­
cundaria se la puede ubicar en lugares adecuados. Nunca hay
nada ni nadie a lo lejos, ni a los lados ni a la espalda del actor.
Toda escena está enfocada de frente y, apenas preparada, en
el auge de su dinamismo. Las repetidas veces que Martín Fierro
dice que se quedó quieto, aguardando, sentimos que la imagen
móvil es perturbada, tal como ocurriría si una película se
detuviera dos segundos en un fotograma.
En el primer plano, pues, está la acción, regularmente en
una “toma” que recorta a los personajes de su ámbito, pero
que no acontece, sino que se recuerda. Borges (en su Discusión)
ha sido el primero en señalar que en el Martín Fierro todo ha.
ocurrido ya, que todo se cuenta en un recuerdo:
156 EL POEMA
¿Qué intención es la de Hernández? Esta limitadísima: la relación del
destino de Martín Fierro en su propia boca. En esa relación, su carácter.
Sirven de prueba todos los episodios del libro.
Naturalmente, se refiere Borges a la Ida, menos el final,
y de la Vuelta hasta la presentación de los Hijos: momentos
de ambas Partes en que lo que se cuenta como ocurrido deja
lugar a lo que está ocurriendo. El tiempo pasado remoto, equi­
valente a un pluscuamperfecto de distancia más que de tiempo
de conjugación, que en todos los casos de la evocación se emplea,
tiene a su vez dos planos: ése muy lejano, de la reminiscencia,
y otro próximo, del recuerdo. Aquello que ya no existe o que
se ha perdido inexorablemente, que es traído por la memoria,
pasa a primer término en cuanto la acción adquiere su movi­
miento natural y se desarrolla con cierta autonomía del perso­
naje. Surge por sí, y el motivo del canto es recordar. En el aná­
lisis del Poema encontramos estas situaciones de la acción, que
se relacionan estrechamente con el tiempo: el Poema ha sido
concebido inicialmente —con falta de previsión acerca de sus
posibles perspectivas— como una evocación, y como evocación de
un estado de cosas que se va a ilustrar mediante pruebas o
ejemplos, que son los hechos del relato.
Deben distinguirse dos grados en la evocación, como se verá
en otro lugar: cuando mantiene el tono de la añoranza pura
y el pasado reverdece melancólicamente, y cuando ese pasado
se actualiza con su material anecdótico para reproducirse en
el presente, silabeado en sus pormenores. La narración tiene ese
poder de suprimir el tiempo y de traer a presencia del que
escucha, por transparencia del narrador, los acontecimientos, y
aun de hacernos olvidar que todo es evocado en una pública
remembranza. Fue la magia de Homero.
Toda la historia del Fortín, las dos peleas y las dos batallas
campales —con indios y con policías, en la Ida— están en este
último caso. No obstante, la pelea con la partida se actualiza
de manera tan inaudita, que el mismo Autor cae fascinado
por su arte ilusorio y pasa a un presente real, que desplaza
como en un sueño todo lo anterior. La acción es presenciada
y, desde ese instante, el plano de la evocación queda destruido.
Después del combate de Martín Fierro con la policía, la pre-
LAS ESTRUCTURAS 157
senda de Cruz da al Poema una actualidad distintas; más cla­
ramente dicho, una estructura distinta, por la introducción
en él de un nuevo narrador, que se enfrenta y desaloja a Martín
Fierro. Este es un conflicto sumamente interesante^ porque la
estructura del Poema era para que Martín Fierro lo cantara
todo, como narrador único y absoluto.
También lo lírico se destruye por lo dramático. Con este
desdichado episodio, la situación del narrador se desplaza de
Martín Fierro a otra persona, que tampoco puede ser Cruz. El
Autor es compelido a concluir la Obra, reasumiendo la tarea
que delegó —ahora vemos cuán inadvertidamente— en Martín
Fierro. Necesariamente, el relato termina en tercera persona.
Esto nos plantea el problema del Narrador, que no deja de
ser Martín Fierro, pero que ya es también Hernández. Problema
que se puede reducir asimismo al de la identidad del actor y
del autor. Situación que agrava Martín Fierro confundiendo su
vida con la obra escrita, en el Preámbulo de la Vuelta.
Una simple acotación —en un verso— habría bastado, al
aparecer Cruz, para que Martín Fierro incorporara a sus re­
cuerdos el episodio de su amistad con Cruz. Pero Hernández
ha caído víctima de la fascinación de las “pruebas”, y el epi­
sodio le ha interesado más que la añoranza. Al titular los últimos
cantos con el nombre de cada interlocutor, su Obra cae en los
cánones del diálogo, en que están compuestos todos los poemas
gauchescos. La acción, no como evocación, sino como hecho his­
tórico, ha tomado tal importancia, que el lector difícilmente
percibe que el relato de Cruz cobra natural actualidad de tiempo
sincrónico consigo y no con Martín Fierro. Por eso la partida de
ambos al Desierto es un recurso trágico, en la imposibilidad de
reconstruir el plan primitivo. Desde ahora la “prueba” queda
organizada como drama, y la añoranza pasará a último término.

LAS INCONGRUENCIAS
Los problemas, en algunos casos con caracteres irresolubles
de dilema, que se originan a raíz de la elaboración del Poema
sin un plan claramente fijado de antemano, pueden concretarse
así:
158 EL POEMA
Del tiempo: Cuándo cuenta Martín Fierro su historia, pues
ambas Partes terminan a cargo del Narrador; ante quiénes, en
cuántas sesiones —La Vuelta se inicia por un Preámbulo, como
la Ida—;
De los interlocutores: Si Martín Fierro cuenta todas las his­
torias o cada cual la suya; si la Payada ha de entenderse que
es contada por el Narrador o debe leerse como un diálogo,
actualizado, entre los dos cantores; del espectador que interrum ­
pe al Hijo Segundo;
De la identificación o confusión del Cantor y del Narrador:
En diversos pasajes, la Obra, que está impostada como un mo­
nólogo lírico, da lugar a que el relato se haga en tercera persona;
el Narrador de los finales de ambas partes no puede ser con­
fundido con el de los romances de la Vuelta;
De las figuras y los episodios duplicados: a) Martín Fierro
Cruz y Picardía; b) vida en el Fortín, malones, peleas con in­
dios, descripción del caballo; c) protección de las tías; d) si la
mujer de Cruz es la madre de Picardía;
De los hijos de Martín Fierro: son muchos, según el texto
del Poema; encuentra sólo a dos: el Mayor y “el Otro” (manus­
crito), que figura como el Hijo Segundo;
Del singular y del plural: en los diversos pasajes en que
Martín Fierro se dirige ya a un auditorio, ya a una sola
persona;
De los encuentros casuales: de los “tres” hijos y del Moreno;
De detalles: forma como M artín Fierro y Cruz dan muerte
a sus adversarios; episodios biográficos; repeticiones casi li­
terales de versos y hasta de estrofas, de imágenes, de situaciones
y de actitudes, que pueden superponerse.

LOS DETALLES
Es evidente que, antes de comenzar su obra, Hernández tiene
ya una conciencia muy clara de lo que debe hacer. En primer
término, no repetir lo que otros han hecho; alejarse de las
convenciones de la poesía gauchesca, crear un poema de fuerza
y precisión. Prescindirá de cuanto es flojo, indeciso, redundan­
te. Escogerá en tal forma, dentro del tema y del episodio, sólo
LAS ESTRUCTURAS 159
lo esencial. De ser posible, con lo accesorio se eliminará todo
lo que rodea al personaje o a su acción. .Realmente, lo que
recorta de la masa de hechos y del ambiente es la acción, que
se realiza tan de por sí, que parece en muchas ocasiones que
los individuos existen únicamente para que ella pueda cum­
plirse.
Si Hernández no describe ni enumera, es sencillamente
porque eso está fuera de su plan. Sabe hacerlo, siempre con
mesura y eficacia; pero rara vez se entretiene en describir,
máxime cuando entiende que el lector ha comprendido ya. Es
la técnica de dialogar y de narrar que tiene el paisano: nunca
sigue hablando después que el interlocutor ha captado su
intención. Se maneja con intenciones, las enuncia y, una vez
fijadas, deja que el oyente complete su pensamiento. En eso
hay casi siempre un ardid: el de no comprometer su propio
juicio; consiente que se deduzca y se infiera, sin arriesgar su
palabra. Este es el procedimiento de Hernández, y acción y
personaje quedan descarnados, reducidos a vivencias que son
intuidas por los demás, muchas veces mejor que si él hubiera
suministrado todos los datos.
En el Poema hallamos tres momentos en que esa técnica
se pospone -a otros intereses artísticos: el cuidado del caballo
por el indio, las trapacerías de fullero de Picardía y la forma
de orientarse el gaucho de noche. Mucho más, pero ya for­
mando parte de la narración, como estilo distinto a todo el
resto de la Obra, la vida de Vizcacha, su choza y su inventario
de enseres.
De otra índole, aunque siempre en la técnica detallista, en­
contramos la cura del embrujo de la viudita en el Hijo Se­
gundo, el día de pago en el Fortín, donde el movimiento de
las figuras —Martín Fierro recostándose en el horcón— com­
pleta al diálogo que se ajusta perfectamente a la situación des­
crita. Es sobremanera interesante, porque la acción es descrita
en pormenores casi inoportunos, por el apremio en que Martín
Fierro se encuentra de defenderse, la escena de los preparativos
para resistir a la partida, desde que el chajá le anuncia que
se aproxima gente y él escucha pegando la oreja al suelo,
hasta que se quita las espuelas, ata su caballo, después de
ajustarle la cincha por si debe huir de prisa, se arremanga el
160 EL POEMA
calzoncillo, se sostiene el chiripá apretando la faja y, en fin,
prueba en los pastos el filo de su cuchillo. Esta escena, detallada
en un silabeo tan nítido, está fuera del estilo de contar de
Hernández. Pero, precisamente por eso, debemos anotar que
hay aquí una tendencia a ceder al gusto del lector. Esta escena
es un suspenso activo, una digresión con que, lo mismo que
Homero, satisface una expectativa del oyente, accede a refe­
rirle no algo que interesa en el asunto, sino que le interesa
a él. Este tipo de silabeo de la acción es un obsequio al lector.
El Poema es, en términos generales, un resumen de episodios
y anécdotas, en contraste con el desarrollo de los tópicos líricos,
mas no siempre. Debe distinguirse entre el detallismo de la
pelea con el Indio por la Cautiva, el del parlamento, la danza
y la epidemia, con el detalle preciso, gráfico, por ejemplo, de
la escena con el centinela y la del viejo Comandante sorpren­
dido por Cruz, cuando corteja a su mujer. Este personaje se
entretiene más en los detalles, así la casa del baile, el ambiente,
y sus botas nuevas, que corresponden a una manera de ser,
del carácter, más que a la técnica literaria. En cambio, obsér­
vese el extenso relato del Hijo Mayor, todo construido con
abstracciones y alusiones imprecisas, en que hay un lujo exce­
sivo de referencias, pero jamás nada concreto, nada nítido.
Son masas de sombra que el narrador pone en movimiento,
fantasmas, recuerdos y, sobre todo, esa angustiosa presencia de
seres-emociones que caracteriza los sueños de la pesadilla.
Otro aspecto del detallismo es la Payada; pero aquí se trata
de las ideas y de las intenciones. Uno de los planos de esta
contienda introduce en el diálogo acordes de otra melodía:
la de la muerte del Negro y su necesidad de ser vengada. De
modo que los payadores reconstruyen fragmentariamente una
historia, entremezclada con el tema de las preguntas y respues­
tas. Aquí la habilidad de Hernández raya en lo más alto: va
exponiendo una situación, con elementos reales que exhuma
del pasado, sin mencionar ni precisar, por la más sutil y ex­
quisita evocación que pueda imaginarse.
Es de advertir que cuando Hernández recurre al detalle,
por lo regular de una imagen, de un gesto que subraya y da
sentido a todo el cuadro, lo hace para destacar y potenciar;
nunca para entretenerse en ello, como se advierte en Ascasubi
LAS ESTRUCTURAS 161
y en Del Campo, y también en Echeverría. No se complace a
sí mismo demostrando su capacidad de reproducir, de recordar
bien, como los otros, o para configurar entera y completa la
escena; lo hace tan sólo para fijar un rasgo que, regularmente,
queda en la memoria del lector cuando todo lo demás ha sido
olvidado. En los dichos suele encontrarse ese detalle preciso,
esa comparación gráfica inolvidable.
En una palabra, Hernández huye de lo novelesco, en que
cayó intencionalmente Ascasubi, y de lo pintoresco, que se
propuso casi con exclusivo propósito Del Campo, o de lo ver­
náculo que compone el interés mayor de Lussich; cuando se
abandona a esa manera —la historia de Picardía— sabe con­
tenerse, medirse, administrarse, y el relato queda en las formas
clásicas de los mejores ejemplares del género, por ejemplo,
de la novela picaresca.
El designio de Ascasubi y de Del Campo es contar enume­
rando. El Fausto es un inventario de voces típicas, de objetos,
fórmulas de elocución escogidas dentro de la literatura gau­
chesca; el Santos Vega es el acopio de la totalidad de la pampa.
Ascasubi realiza la novela en los materiales y en el desarrollo
de su obra, pero reúne todo lo que existe en la llanura, enu­
merándolo, denominándolo, mostrándolo en sus formas y fun­
ciones. Es ejemplar la evasión de Luis Salvador, que prepara
así (XLI) :
El jueves, la más inquieta con ponerle una estaquilla
noche atariada pasó abajo, en la ojaladura,
Luis, hasta que se limó pues toda barra en la punta
del grillete la chaveta por donde pasa el grillete,
y después la asiguró, tiene un ojal, y ahí se mete
maniobra que es muy sencilla la chaveta, y se le junta
cuando hecha la limadura la estaquilla que la apriete,
la chaveta se asigura
Así desarrolla Ascasubi su obra y nada ni parecido hay
en todo el Poema. Rara vez Ascasubi señala lo que pudiera
ser una pauta para la composición, como la adopta Hernández.
La manera sucinta y elíptica, no es habitual ni normal en
Ascasubi. Puede señalarse, con carácter de excepción, una
quintilla:
162 EL POEMA
¡Ah, china! Si es un encanto
para un decir: ¡Oiganlé!
¡Y tan humilde! Ya ve;
por eso la quiero tanto
—dijo Tolosa y se fué.
Es un fugaz atisbo, en Ascasubi; pero es un dato que puede
tomarse como antecedente, para privarle a Hernández del título
de creador absoluto de una manera de narrar. Además, en el
Santos Vega se trata de lo que dice Tolosa de su mujer; y eso
está en el estilo de hablar el paisano, aunque no en el de
narrar el autor. Esta observación nos lleva a señalar que m u­
chísimas de las cualidades de síntesis y de precisión en el
Poema se deben justamente a que es un poema hablado (can­
tado, por convención), y a que el estilo de Hernández es el
estilo de contar del campesino. El Santos Vega es una novela
descriptiva, con diálogos incidentales, aunque esté también
contada casi toda ella por Santos Vega. El estilo de este paya­
dor difiere del de todos los poemas gauchescos de Hidalgo;
al convertirse en monólogo, insensiblemente pasa a la forma
narrativa del que escribe, no del que habla. En este error no
cayó Hernández, y lo evitó suprimiendo de su obra todo lo
accesorio, lo propio del que repite lo que observó, fielmente.

DONDE EL POEMA SE BIFURCA


£1 Canto II de la Ida contiene, como ningún otro, una
forma de indecisión en el Autor, más que de imprecisión. Lo
vago, indeterminado, resulta aquí de una inseguridad del Poeta.
Porque es el momento en que Hernández debe elegir entre
dos caminos: o que Martín Fierro cante para expresar en forma
lírica sus padecimientos y las injusticias que sufre (pues éste
es objetivo inicial del Poema) o que cuente. Aquí, en el Canto
II, es donde la disyuntiva entre cantar y contar se le presenta
a Hernández como un problema decisivo.
La historia, la narración, comienza en el verso 133: Yo he
conocido esta tierra En que el paisano vivía Y su ranchito tenía
Y sus hijos y m u jer. . . Los dos versos siguientes son una reac­
ción contra esa forma: Era una delicia el ver Cómo pasaba sus
LAS ESTRUCTURAS 163
días, que es otra vez lo general, lo vago, lo evocativo. Pero
era preciso decidirse. Hay en Hernández cierta intuición de
que su Obra no podía ser sino un poema reducido, en todo
concepto —extensión y asunto—, si la limitaba a lo lírico, e
inmediatamente abandona la tesitura anterior, todo lo que ha
compuesto, para decidirse a contar: Entonces. .. cuando el lu­
cero Brillaba en el cielo santo, Y los gallos con su canto Nos
decían que el día llegaba, A la cocina rumbiaba... (139-143),
y en el verso final de la estrofa: El gaucfio. . . que era un
encanto, se advierte otra vez la renuencia del Poeta a entrar
en lo narrativo.
Continúa con descripciones (son excepción en el Poema)
en cuanto mantiene esa forma hasta las últimas estrofas del
canto, en que la imagen gráfica se deshace en reflexiones de
carácter general. Pero para entonces ya ha incurrido en la
tentación de contar: precisamente las estrofas que siguen a las
transcritas, aquellas en que describe el amanecer y los trabajos
de la peonada en la estancia, son las que, en todo el Poema,
señalan la más aproximada sujeción al tipo de poema de
Ascasubi. La descripción de la madrugada y del movimiento
de gente al comenzar las faenas del día se pueden superponer
al texto del Santos Vega. Pero el paso está dado. Ya el Poema
se ha librado de su forma estrecha. Ahora Martín Fierro tendrá
que contar. Y aunque la historia comienza en el verso 133, la
indecisión, la resistencia, se mantiene en todo ese canto, para
ser abandonada decididamente en el Canto III. De ahí en
adelante, el Poema es una historia; ahí comienza la biografía
y el cantor irá explicando su vida, no mediante reflexiones y
quejas, sino mediante la exposición concreta de los hechos:
Tuve en mi pago en un tiempo Hijos, hacienda y mujer. . .
(289-90).
Todo el Canto II debe ser examinado como un canto de
transición, que acusa, más que el paso de una manera lírica
a otra narrativa, la lucha en la concepción del Autor, el naci­
miento de Martín Fierro a la vida, desprendiéndose de la tutela
del Poeta.
Sería igualmente satisfactoria la suposición de que Hernán­
dez tenía ya el plan de extender en un cuadro de acción la
vida de M artín Fierro, por haber decidido interpolar los dos
164 EL POEMA
episodios que están colocados después de la aventura del Fortín,
en los Cantos VII (entero) y VIII (desde el comienzo, v. 1265,
hasta el 1312). De ser así, de necesitar Hernández cambiar de
tesitura y aprovechar al mismo tiempo materiales ya elabora­
dos, que eran de primera calidad (acaso también hubo de ir,
según ese plan, la historia de Picardía), ha procedido con suma
habilidad. El paso de lo lírico, evocativo, elegiaco, a lo narra­
tivo, explicativo, dramático, está bien realizado. Y entonces
aquellos suspensos y deslizamientos de lo narrativo a lo lírico,
de la nueva forma a la anterior, están bien hechas. Porque
el Canto II no sería el de la crisis, el del problema que se
plantea en el seno de la concepción misma, sino un canto
interpolado a manera de puente para pasar de lo psicológico
a lo biográfico, de lo abstracto a lo concreto.
En fin, es digno de observarse el distinto procedimiento
que Hernández sigue en ese Canto II y del X al X II (de
Cruz). En el primero, lo narrativo se injerta en lo lírico; en
los otros, lo lírico se injerta en una historia. Todo indicaría
que la primera estructura de la historia de Cruz, era, efecti­
vamente, una historia sobre la que ulteriormente trabajó el
Autor para colocarla en una tesitura que es, sin ninguna
duda, un eslabón entre los Cantos VII y parte del VIII,
además de la aventura entera del Fortín —todo ello en lo
narrativo, objetivo, fundamentalmente—, y los cantos anterio­
res, del Preámbulo y las estrofas que siguen hasta la pelea con
la partida, que corresponden al tono lírico. De ser así, el tra­
bajo de elaboración y ajuste que ha realizado Hernández en
los tres cantos de la historia de Cruz, como en el Canto II,
demostraría una conciencia clarísima del arte y de la com­
posición. Pues mediante esos ajustes la Ida adquiere unidad,
coherencia, armonía ensamblando dos planes de modo tan
hábil que el lector no advierte las suturas ni el tránsito de
una a otra forma.

PROBLEMA DEL TIEMPO


Puesto que el Poema refleja la vida del paisano en deter­
minada época del país, hay en él un valor cronológico, de
LAS ESTRUCTURAS 165
historia, que concuerda con los sucesos, su índole y su opor­
tunidad. En la Ida es esto más sensible, en cuanto que lo
que acontece queda ligado por esa circunstancia del tiempo
histórico a la vida en las fronteras. Los sucesos que allí se
exponen están más concentrados —en el espacio, en el tiempo
y en los personajes— que los de la Vuelta. Aquí, por la diver­
sidad de los personajes que asumen el papel de relatores, la
mayor área de las escenas y hasta la pluralidad de ambientes,
el tiempo es factor de muchísima menor cuantía. No se nos
ocurre preguntar cuándo ocurrieron esos sucesos, pues se res­
tringen a sí mismos y no se vinculan unos con otros en relación
temporal. En cambio en la Ida, como Martín Fierro es el eje
de todas las aventuras, el transcurrir de su existencia va mi­
diendo el tiempo. El vive inmerso en su tiempo, que tiene
unidad, mientras que en la Vuelta el cuándo y el dónde son
meras cuestiones de curiosidad del lector. Unicamente la estada
en el Desierto de Martín Fierro prolonga, temporalmente, la
aventura del Personaje como drama.
Y, sin embargo, desde el punto de vista de la época, la
Vuelta tiene alusiones que fijan la acción del Poema mucho
más concretamente que la Ida: el final de la ocupación de
los campos allende las fronteras por el indio. Sería excesiva­
mente suspicaz fijar una fecha a la Ida por la mención del
nombre del ministro Gaínza, pues el nombre pronunciado
malintencionadamente por Martín Fierro está absolutamente
cortado del contexto.
Sin embargo, el cómputo del tiempo que hace Martín
Fierro en la Ida, a partir de su llegada al Fortín, y que divide
su existencia en dos partes (el pasado remoto y el pasado
cercano), cuenta únicamente dos aspectos de sus tribulaciones:
tres años en el Fortín y dos de prófugo. Cuando en el romance
del Canto XI de la Vuelta rehace esa cronología de sus pade­
cimientos (con algún error en el Manuscrito), los diez años
transcurridos desde el abandono de su familia cobran un sen­
tido biográfico puro: la medida equivalente es su envejeci­
miento, y a este respecto es una acción psicológica más que
biológica del tiempo, que el Hijo Mayor especifica con mucha
mayor intensidad. Podemos establecer la comparación entre
166 EL POEMA
el tiempo psicológico y el tiempo cronológico, mucho menor
que aquél.
Lo cierto es que hay en Hernández mayor preocupación
por la determinación del tiempo que por la del espacio, en
el Poema. No ha escapado a su perspicacia que la indetermi­
nación de los lugares reforzaba la impresión de soledad y de
contingencia que habrían de dar una perspectiva trágica a per­
sonajes y situaciones; y que en cambio la indicación del tiempo,
contado por años, acentuaba en lo biográfico el tono de dra-
maticidad. Pues la medida del tiempo, hecha por años, se
asocia inmediatamente a la vida, al ser que vive padeciendo
y no a las circunstancias exteriores que dan una cronología
del ser, no una duración. Contribuye, además, a dar un tempo
a la Obra, y en contraste con la rapidez de sus escenas, que
por lo general se pueden denominar instantáneas, da la sensa­
ción de un adagio que dilata los pocos acontecimientos en
una dimensión de profundidad. Tan pocas cosas en tantos años
no solamente acrecientan el sentido de obsesión de las quejas
que al final lo mismo que al principio exhala M artín Fierro,
sino que pone entre esas pocas cosas intervalos de silencio im­
posibles de colmar. Cada suceso emerge, en largas intermiten­
cias, de un fondo oscuro, impenetrable, en que la vida (sabemos
que en la misma impostación angustiosa) ha proseguido sin
soluciones de continuidad.
Dentro de este análisis del tiempo, queda un problema
que se origina en los defectos de la composición, pero que es
irresoluble, con carácter de dilema: ¿Cuántas veces canta Mar­
tín Fierro? ¿Es un canto el de la Ida y otro el de la Vuelta?
De haber roto su guitarra y de reiniciar el canto, agradeciendo
a la Virgen y al Señor que conservara su vocación de cantor,
se deduce que de esa doble presentación del Protagonista es
de donde resultan las dos partes del Poema, y no al revés.
En cuanto a la Ida, el Narrador debe reemplazar al Cantor,
aunque expresándose en nombre de éste, como lo habría hecho
el mismo Martín Fierro; pero ¿cómo pudo cantar al final de
la Ida si el Narrador lo hace partir al Desierto? Al romper la
guitarra había cantado ya, pero lo cierto es que los últimos
cantos del Poema forman un diálogo con Cruz y que la escena
del Preludio se ha desvanecido como por un ensalmo. La
LAS ESTRUCTURAS 167
manera como reinicia el canto en la Vuelta cancela la Ida
como una parte autonoma, concluida; pero volvemos a encon­
trarnos con la misma situación al final, en que el Narrador
debe reaparecer en una nueva reencarnación del Protagonista.
Esta vez nos es imposible suponer tanto que Martín Fierro
cante inmediatamente de su regreso, como que lo haga después
de separarse de sus Hijos y de cambiar de nombre. Pues al
final Martín Fierro ya no es él. La unidad del tiempo dada
por la canción queda definitivamente rota con el romance del
canto XI; y si habíamos visto la dislocación insalvable de la
Obra, que deja de ser una confesión para convertirse en un
drama con múltiples actores, ese hecho repercute en el plano
del tiempo. Dilema que no existiría si con clara conciencia
Hernández hubiese hecho abstracción del tiempo, como la hizo
del espacio y de las personas.

COMPOSICION
El objeto personal del Poema, tal como se plantea en la
Ida, no abarca la extensión que por desarrollos ulteriores llegó
a tener. Se limita a las desdichas de Martín Fierro, conforme
a la intención del Autor de denunciar los atropellos e injus­
ticias que . los agentes del gobierno cometían en los campos.
En el Canto II de la Ida queda agotado ese objeto, y lo que
sigue es una ilustración por medio de ejemplos. Iniciada la
enumeración de las desdichas por el relato de los hechos, era
fácil que Cantor y Autor fuesen arrastrados por la pendiente
del interés de los ejemplos, convirtiéndose éstos en materia
esencial de la acción dramática, en acción presente y no en
recuerdo. En la evocación de su pasado, Martín Fierro halla
muy pocos elementos para cumplir su programa lírico, de
cantor que como el ave se ha de consolar con su canto, a la
vez que mediante un argumento ha de explicar la persecución
injusta de que ha sido víctima. Tales objetivos ya eran estre­
chos al componer Hernández el primer canto, pues es indis­
cutible que tenía hechos ya algunos de los episodios ilustrativos
de las desdichas de su héroe —sin duda los Cantos VII, VIII
y gran parte del relato de Picardía o de Cruz—, con los que
168 EL POEMA
le sería difícil empalmar lo específicamente lírico o elegiaco.
Pues es patente que en la Ida existen dos planos sobre los que
se proyectan aquellas desdichas del protagonista: el de lo evo-
cativo en el tono lírico y el de lo narrativo en el tono dramá­
tico. La presencia de Cruz, finalmente, desvía todo el argu­
mento, que se arranca de su tono originario para continuar el
desarrollo en las formas del drama, como se logra netamente
en la Vuelta, donde la pluralidad de interlocutores crea in­
clusive el ambiente escénico.
Esta transformación de un plan en otro acaece por falta
de un designio claro en la mente del Autor, que compone su
Obra dejándose llevar por el azar de las peripecias; lo que
equivale a decir que es forzado por su Obra a realizarla con­
forme a su impremeditado desarrollo. De la exposición de un
caso común de atropellos, que pudo ser el que más tarde re­
fiere Picardía, se origina la historia más amplia de las desdi­
chas del paisano. Los dos primeros cantos de la Ida son un
introito que adquiere en parte la forma del Preludio y en
parte se dilata hasta el intento de configurar al Poema como
una evocación puramente lírica. La muerte del Negro en la
milonga y del Compadre en el boliche son piezas sueltas que
incorpora Hernández en un hábil montaje, pero que conservan
un cariz psicológico del Protagonista que corresponde al gau­
cho matrero; de donde el Preludio tiene la función —aunque
esté desplazado al principio— de justificar la interpolación de
esas dos piezas.
El episodio de la muerte del Negro era difícil de soldar con
el argumento y con la psicología del Héroe; y acaso a esa
circunstancia se deba la aparición del Moreno, en la Vuelta,
donde tardíamente encuentra su verdadera razón de existir
en el texto de la Ida. La observación de los Editores, en 1876:
“Su autor, el señor Hernández, no ha querido hacer las me­
joras que en su concepto reclama el plan orgánico de su pro­
ducción”, responde, sin ninguna duda, a este episodio y al
ajuste poco satisfactorio de las diversas partes, elaboradas ais­
ladamente, que integraron la Ida. El episodio de la Payada
es, a su vez, una pieza autónoma inserta con suma habilidad
en la Segunda Parte, pero que en la organización total del
Poema tiene el mérito de un perno que no solamente ajusta
LAS ESTRUCTURAS 169
al episodio de la muerte del Negro en el lugar en que esta,
smo que tiende un puente entre la Vuelta y la Ida, entre las
cuales existe más bien un paralelismo que un orden de su­
cesión.
También el episodio del boliche estaba ya en lo ilustrativo,
en el caso de los “ejemplos”; y aunque conviene a la persona­
lidad del Protagonista, lo mismo que cuanto le acontece en
el Fortín y en su vida de prófugo, no condice con el plan de
las injusticias que el gaucho padece. Más palmaria es la in­
terpolación de la historia de frontera de Picax~día, cuyo lugar
cabal estaba en la Ida, pero que indirectamente también anuda
la excesivamente autónoma concepción de la Vuelta con la
Ida. Viene a cumplir en cierto modo la misión de transportar
a la Segunda Parte un trozo vital de biografía y de ambiente
como arrancado de la Ida. Las piezas introducidas en esta
Parte por hábil —y difícil— montaje, como las muertes del
Negro y del Compadre, y aquella parte de la histoxia de Cruz
que se superpone a la historia de Martín Fierro, en la Segunda
Parte tienen su equivalente en la Payada, en el relato del
Hijo Mayor y en la historia de Vizcacha, que no forman parte
orgánica de la Vuelta. El montaje ha sido realizado también
aquí con exti'aordinaria habilidad.
En la Primera Parte el encuentro con la policía liquida los
conflictos de congruencia entre el plan elegiaco y el dramático,
pero plantea el casi insuperable problema de la innecesaria y
diabólica aparición de Cruz. La pelea con los gendarmes y
la amistad de Cruz concluyen en unidad las dos series paralelas
del gaucho bueno y del gaucho malo, si bien escinde en dos
a los personajes que estuvieron separados en diversos momentos
del proceso de concepción del protagonista: Picardía, Cruz y
Fierro. La insólita traición de Cruz rompe la unidad de la
Primera Parte, y es la culminación, dentro de la concepción
de la Ida, del “ejemplo” que deriva netamente en drama. Ese
episodio suelda la serie del gaucho perseguido en lo lírico y la
serie del gaucho matx'ero en lo narrativo;, pero además estruc­
tura toda posible continuación del Poema, que xio podrá re­
tornar, de ninguxia manera, a la tesitura elegiaca de la evo­
cación. En verdad, la Segunda Parte comienza en el momento
preciso en que Cruz abandona su puesto en la partida.
170 EL POEMA
Es importante, para comprender el proceso de gestación
del Poema, que la Ida está constituida por la yuxtaposición
de materiales diversos y que la idea inicial fue la de proseguir
en verso la campaña política de El Río de la Plata. Para servir
a ese plan primitivo, Hernández aprovechó composiciones au­
tónomas, debiendo prescindir de la historia de Picardía que,
mejorada y amplificada, había sido utilizada por él en desa­
rrollos sucesivos de su Personaje. En fin, pese a los paralelis­
mos con las historias de fortín de Martín Fierro —y también
hemos de tener en cuenta la historia omitida de Cruz como
soldado—, Hernández no se resigna, siete años después, a dejarla
inédita. El plan estaba frustrado, y en toda la Segunda Parte
el Autor se debatirá por restituir al Poema la unidad que ha
perdido irremisiblemente. Ya la aparición de Cruz —el reve-
nant— había hecho imposible toda prosecución con arreglo al
primer plan. Es preciso sacrificar a Martín Fierro, reduciéndolo
a relator de lo que ha visto en el Desierto y, lo que es más
triste, a un auditor de historias ajenas. Más todavía: es preciso
que la Segunda Parte se reduzca a ser un intermezzo, el de la
vuelta de Martín Fierro, y que la Obra termine en el mismo
punto en que terminó la Primera Parte, con la marcha del
protagonista hacia lo desconocido.

ELABORACION DEL POEMA


La elaboración del Poema, cuya dificultad se origina en
la falta de un plan, se efectúa por un desarrollo accidental
del argumento. El mérito de Hernández radica más en cómo
pudo evitar las incongruencias que en cómo enriqueció un
objeto, inicialmente reducido, con ricos materiales heterogé­
neos. Los temas incidentales no siempre surgen en un orden
causal sino que, con la variedad caprichosa de las novelas de
aventuras, se acumulan teniendo en cuenta el interés intrínseco
de cada uno de esos temas, mejor que la marcha lógica del
argumento. Las estrofas de sutura, y otras de carácter lírico o
reflexivo, articulan unos con otros los episodios. Hernández
compensa su falta de sentido arquitectónico con su imponde­
rable técnica de coordinar diferentes elementos en sólida uni^
LAS ESTRUCTURAS 171
dad. Es indispensable omitir el Preludio de la Ida para que
el Poema adquiera su positiva forma de relato objetivo, en
que la circunstancia de estar hecho en primera persona no le
resta objetividad. Según este criterio, la Ida comienza en el
Canto III, y el Canto II es su introito, tanto porque lo bio­
gráfico se diluye en lo sentimental y en lo impreciso, cuanto
porque está en la tesitura de lo eminentemente lírico. El yo
tan íntimo del Preludio se exterioriza, y a medida que los
“ejemplos” van cobrando mayor fuerza y relieve, desaparece. El
monólogo del comienzo llega a ramificarse en un coloquio,
desde su rotura por el diálogo con Cruz, de manera que dos
terceras partes de la Vuelta corresponden más que al tú al
ellos. Los nuevos personajes ya no sirven ni siquiera de ejem­
plos para M artín Fierro, y apenas para el Narrador, en su tesis
política. Ellos crean nuevos focos de interés al centrar cada
uno su yo con el mismo derecho y la misma fuerza de Martín
Fierro en la Ida, hasta la aparición de Cruz. Pues éste es ya
otro yo del Poema, el primer conflicto de unidad en el argu­
mento. La inevitable muerte de Cruz en el Desierto no basta
para recuperar esa unidad: el plan ha sido destruido. La apa­
rición de nuevos personajes, que suplantan bajo todo concepto
al Cantor, naturalmente han de despojarlo a la vez de su in­
vestidura de “ejemplo” de las injusticias, y el Poema sólo
mantiene su ya diversificada unidad por la similitud de la
suerte que padecen los nuevos “protagonistas”. Esa suerte se
repite, inclusive, en Picardía; pero éste, lo mismo que los Hijos,
quedan bajo la fatalidad de un destino similar porque el Poe­
ma debe mantener su coherencia a pesar de todo. La similitud
dentro de un tipo de destino hace que el elemento tectónico
primitivo subsista, pero ya no es Martín Fierro el eje, sino
Hernández. Lo circunstancial que en la Ida valía como ejem­
plo pasa a vertebrar el argumento mismo que ha dejado de ser
lírico para transformarse en dramático. Aquello de vago, de
amorfo, de ambiental, de fatídico que cada uno de los nuevos
protagonistas trae a la Segunda Parte, es lo que mantiene viva
esa sustancia que ya Martín Fierro había proyectado de sí ha­
cia una región y hacia una época de su país. Al eliminarse,
después de la lectura, lo individual de cada historia, subsiste
en el ánimo del lector la impresión inequívoca de un denomi­
172 EL POEMA
nador común semejante al elemento social y humano que el
protagonista representaba. En la concepción de Hernández el
paso de lo lírico a lo dramático, de lo biográfico a lo social,
estaba siempre dentro de la unidad de sus designios. Técnica­
mente, el Poema se desbarata sin que la intromisión del Na­
rrador logre disipar las incongruencias. Gracias a la frustración
del plan primitivo, por la aparición de Cruz que reduce a
Martín Fierro al papel de oyente, deja Martín Fierro de ser
un símbolo que amalgama lo común en la vida del paisano
para pasar a ser, él también, “uno de los ejemplos”, y la
unidad deja de tener su centro en él para tenerlo en el país,
que era el efectivo propósito del Autor. Su designio se cum­
ple, pues, sólo cuando por la fuerza de su misma concepción
el plan que se ha propuesto queda frustrado. La aparición de
Cruz hace indispensable que el Narrador reemplace, al final
de la Ida, al Cantor. Y si bien sólo la falta de un plan puede
explicar ese primer conflicto grave en la estructura del Poema,
de ella surgen otras muchas incongruencias no más fáciles de
justificar.

LA POSIBILIDAD DE UNA SEGUNDA PARTE


Hablar de organización del Poema es hablar de su gesta­
ción, y el Martín Fierro es una obra sin organización arqui­
tectónica, sin estructuración. Se compuso con un plan impre­
meditado y resultó que iba ordenándose durante el proceso de
formación, tal como los recuerdos se organizan un poco al
azar, por sí mismos, en tanto el relato sigue el curso de su
fluir natural. Pero cuando se inventa, el diablo puede entrar
a colaborar sin permiso. Esa falta de plan previo genera mu­
chas dificultades técnicas y llega a conducir a un hombre de
genio como Hernández a situaciones equívocas y a inesperados
efectos grandiosos.
La Vuelta, como continuación de la Ida, prolonga al primer
poema hasta el regreso de Martín Fierro: justamente hasta el
encuentro con los Hijos de que informa él mismo en el Can­
to XI. Esta es la Vuelta; el resto se podría titular otra vez la
Ida. Contienen los diez cantos anteriores las peripecias en el
LAS ESTRUCTURAS 173
Desierto, hasta la fuga. Toda esa Parte forma unidad con la
primera, a la que se suelda por la acción continua, por el tono
eminentemente subjetivo del relato, que se sobreentiende que
vuelve a tomar Martín Fierro después de haber roto su guitarra
y de haberse internado en el Desierto. Pero todo lo que prosi­
gue desde ahí, desde que presenta a sus Hijos en calidad de
cantores, sigue un curso inesperado. Mejor dicho, detiene ines­
peradamente su curso para desviarse, o iniciar una historia
nueva. Y es el segundo percance grave en la composición.
Es evidente que el regreso no tiene importancia alguna,
puesto que apenas llega decide alejarse de sus hijos y empren­
der nueva marcha sin destino. Sus aventuras en el Desierto
pudieron ser contadas en pocas estrofas, ya que en realidad a
él sólo le ocurre, personalmente, la pelea con el Indio por la
Cautiva. La muerte de Cruz lo afecta en sus sentimientos; y
no hay más.
Si ha necesitado mil quinientos cincuenta y seis versos para
contar lo que le ocurrió, es porque, aparte su nueva presenta­
ción, con Preludio y Exordios, se entretiene en lo pintoresco,
en referir lo que hacían los indios más que lo que hacía él.
No era ésa su manera de contar antes de irse. Esos cuadros, in­
teresantísimos, están fuera del programa de Hernández, que
era el de contar la suerte de un gaucho perseguido; y aunque
nos ilustre sobre sus andanzas y contribuya con ello a que
sondemos otras honduras en sus tribulaciones, la verdad es
que parece el informe de un veedor en misión análoga a la
de Mansiila en su excursión a los ranqueles. Si se exceptúa,
pues, su pelea con el Indio, ya al venirse, los cinco años de
Martín Fierro en el Desierto están vacíos de acción, porque
aun la llegada y el parlamento en que se deciden los Indios
a admitirlos son escenas en que él figura como espectador.
Cinco años de vagancia por el Desierto, cinco años de no hacer
absolutamente nada, de ir de un lado a otro buscándose la
vida. Ni él ni Cruz intervienen en la mancomunidad de los
toldos, que no conoce. Sólo ha visto las escenas al aire libre:
preparativos para el malón, reparto del robo, faena de las mu­
jeres, doma del caballo, trato que dan las indias a las cautivas,
pestes, exorcismos, detalles psicológicos; todo lo que cabe en
174 EL POEMA
un capítulo de antropología o etnología, aunque extraordina­
riamente interesante, por supuesto.
La primer pregunta que debemos hacer es ésta: ¿por qué
un introito tan extenso, si toda la aventura del Desierto no
contiene sino dos sucesos relacionados consigo, y hecho en un
tono polémico en que defiende su existencia como Poema, “El
Gaucho Martín Fierro” de la Ida, y no al Martín Fierro de
carne y hueso? Y, en seguida, admitido que Martín Fierro no
tuviera qué realizar a su regreso, ¿por qué tal continuación?
Parecería advertir Martín Fierro que lo que interesa a los
oyentes —o lectores— es lo que él ha visto, no lo que ha hecho,
y esto está verdaderamente fuera del carácter y del proyecto
fundamentales.
El mismo lector adolece de la falla de haberse olvidado del
motivo del canto, y parecería pedirle algunas noticias de lo
que ha visto, como si su desesperada marcha al Desierto hu­
biera sido, más que un recurso extremo para salvar su vida y
alejarse de una sociedad corrupta, un viaje de exploración. El
Martín Fierro que vuelve es otro; no es ya el que se fue; Cruz
lo destruyó, ahora se ve más claro, al asumir papel protagó-
nico en su encuentro con él. Es semejante a lo que le ocurre
al Moreno después de la Payada: nunca más volverá a cantar.
Al tolerar Martín Fierro que Cruz lo convirtiera en auditor
de sus desdichas, ha perdido su personalidad. Se diría que
desde ese momento Martín Fierro descubre que lo interesante
—para él y para los demás— es lo que les ocurre a los otros
más que lo que a él le ocurre. Es decir, concede una impor­
tancia mayor a cuanto lo rodea, y él se resigna al consentido
papel (enunciado en el Prólogo por Hernández), de prototipo
que representa un estado de cosas que ahora pertenecen neta­
mente al mundo de la barbarie.
Desde el comienzo de la Segunda Parte, Martín Fierro es un
ambiente, un testigo que informará sobre otros aspectos del
mismo mal de los campos: un cantor que aprendió a escuchar.
La continuación del Poema debió de presentar para Her­
nández las mismas dificultades que se le hubieran presentado
a cualquier otro que intentara la titánica empresa. En realidad
esas dificultades tampoco las ha resuelto Hernández. La Vuelta
no es, efectivamente, una continuación de la Ida, sino en lo
LAS ESTRUCTURAS 175
que atañe al regreso del héroe (y tampoco esto es cierto, por­
que vuelve a partir, es decir, a la situación anterior); es una
vasta y destrísima digresión para eludir el compromiso. La
primera parte de la Vuelta queda inconclusa y al Autor pudo
advertírsele: —Bien: ahora díganos algo de usted mismo, ya
que nos ha hablado tan bien del país donde vivió. Pero aun
admitiendo que la Segunda Parte sea una continuación, no
del estilo poético y de la sucesión y afinidad de hechos, sino
del argumento —cosa distinta—, ¿cómo debió comenzar el Poe­
ma? Cómo debió hacerse el montaje de las diversas piezas ya
preparadas en la concepción del desarrollo por Hernández?
Admitamos que el material informativo tuviera que ser el que
Hernández escogió: ¿cómo colocarlo? Según noticias de quien
tuvo el privilegio de examinar los cuadernos manuscritos, el
canto XI, romance del encuentro, debía ir antes del canto VII,
que se inicia con la muerte de Cruz y termina con el principio
del episodio de la Cautiva. Quiere decir que una anterior
preparación del montaje explicaría, tras el Introito, el am­
biente de los toldos, reservando para contar, después de los
relatos absolutamente incidentales y desmesurados de los Hijos
y de Picardía, la pérdida de su amigo, la pelea con el Indio
y el rescate de la Cautiva; demora que habría sido inaceptable
en la terminación de una historia que aparecería desarticulada
sin razón. En efecto, la Segunda Parte pudo comenzar también
por el encuentro, quedando para contar después, en presencia
de los Hijos, no antes, como decide hacerlo, toda la aventura
del Desierto. Pero esa arquitectura no habría superado ni ni­
velado la forma que Hernández adoptó finalmente, con buen
discernimiento. Esta posible movilidad de las piezas indica ya
que se trata de fragmentos independientes, y aunque sea fácil
—no lo era— vertebrarlos en un plan, lo cierto es que ese plan
orgánico no existe. Esa posibilidad de diverso montaje es prueba
de que los materiales no tienen la misma textura que los de
la Primera Parte.
Recordemos que la historia de Martín Fierro termina al
encontrarse con Cruz, y que éste lo destruye. Si se escribe lá
Segunda Parte es porque Martín Fierro se ha ido al mundo
de los salvajes y el lector tiene curiosidad de saber algo más
de él. Aquel final, pues, fue insólito y se lo impuso Cruz, para
,176 EL POEMA
salvar el conflicto que su presencia planteaba. Mas ese conflic­
to quedaba sin resolver, y la muerte de Cruz no bastó para
solucionarlo. ¿Qué otra alternativa se le ofrecía lícitamente al
Autor? Que Martín Fierro se identificara con los indios y
sus costumbres, como hicieron muchos, hasta mujeres que re­
nunciaron al regreso— y esto estaba dicho en Mansilla—, y
hasta bravos soldados de la Independencia. Pero Hernández
sentía una repugnancia de todo género hacia el indio, y en
esto coincidía con el sentimiento unánime del habitante del
campo y de las ciudades. La condicional simpatía de la Primera
Parte sigue de cerca su prédica política contra las levas, por el
daño que ocasionaba en las poblaciones rurales, particularmen­
te si se pasaban los peones al campamento de los indios. La
Segunda Parte prueba que allí la vida era imposible.
En los siete años que transcurren entre una y otra Parte se
ha acentuado mucho en el Autor la opinión corriente de que
era preciso exterminar al indio, y hasta lo celebra en alguna
estrofa: Besé esta tierra bendita Que ya no pisa el salvage (II,
1537-8). No tuvo más remedio, pues, que recobrar a su Protago­
nista; pero ¿para qué? La muerte de Cruz era inevitable, porque
Martín Fierro necesitaba liberarse de su propio “doble”, lo
que equivale a decir, corregir el error de haberle dejado que
lo duplicase, siguiéndolo en camaradería incómoda, por tra­
tarse de otro él. Si irremisiblemente Cruz había de morir y
Martín Fierro de regresar, ¿qué haría? Someterlo dócilmente
a la civilización, como uno de los comentaristas del Poema
supone, haciéndole aceptar un puesto de peón de estancia, era
desvirtuar a su personaje, aniquilándolo miserablemente. Le-
-vantarlo otra vez en lucha contra la ley, la arbitrariedad,
convirtiéndolo en un campeón de la justicia conculcada, habría
sido reiterar algo ya dicho mediante una incongruencia. Ade­
más, habría sido un recurso anacrónico, si con la desaparición
del indio creyó el Autor que los males habían desaparecido en
alguna de sus causas principales. Era su opinión como político,
pero no como poeta. Sabía que no era una solución, y lo dice:
Me acerqué a algunas Estancias Por saber algo de cierto , Cre­
yendo que en tantos años Esto se hubiera compuesto; Pero
cuanto saqué en limpio Fué, que estábamos lo mesmo (II,
1563-8). Con lo cual pone al Poema en sus goznes, fiel al vere-
LAS ESTRUCTURAS 177
dicto de Cruz: Y se hacen los que no aciertan A dar con la
coyontura; Mientras al gaucho lo apura Con rigor la autoridá,
Ellos a la enfermedá Le están errando la cura (2137-42). ■
Mas de ese dilema, de esa imposibilidad de continuar con­
gruentemente una obra que ha concluido total, definitivamen­
te, surgió la necesidad, acaso imprevista en los primeros tan­
teos para el desarrollo del Poema, de separar a Martín Fierro
de sus hijos, otra vez, y de arrojarlo de nuevo fuera de la
sociedad en su decisión de no pactar con sus enormidades.
La no bien justificada Vuelta —que sólo explica Martín Fierro
así: Pues infierno por infierno Prefiero el de la frontera (II,
1549-50)— da lugar a la inesperada separación de Martín Fie­
rro y los hijos, única solución, por cierto arbitraria, a un
problema surgido de una falta de plan, que da un Final
abierto al infinito, a lo incierto, en el regazo de la noche.

EL PROBLEMA DE LA “VUELTA”
También Hernández vino a encontrarse, como Cervantes,
forzado por su Héroe a continuar la narración. Hernández se
había limitado a decir, sin mayor compromiso: No sé si los
habrán muerto En alguna correría, Pero espero que algún día
Sabré de ellos algo cierto (2301-4). El compromiso quedaba
sellado, y la exigencia de una segunda parte vino, más que
de los lectores, del mismo Martín Fierro.
La situación del Autor, desde que concluye la Ida, es la
de componer por lo menos un intermezzo, relatando la estada
de Fierro en el Desierto, para retrotraerlo por lo menos a su
ambiente natural. Que hubiera de desentenderse del intem­
pestivo acompañante, era cosa descontada; sería suficiente,
pues, el regreso. El regreso es, efectivamente, el objeto de la
Segunda Parte, como lo indica su título, “La vuelta de Martín
Fierro”, pero no el asunto para la continuación de la obra.
El regreso había de ser, simplemente, la enmienda al funesto
error de haber arrancado al héroe a su destino bajo el influjo
de la amistad diabólica de Cruz. De no haber mediado esa
circunstancia de tener Hernández que reparar ese yerro, la
continuación lógica del Poema habría sido lo que hoy cons­
178 EL POEMA
tituiría la Tercera Parte, que no tenemos. El regreso no pasa
de ser, todo, un paréntesis en la historia del Protagonista.
He ahí el problema. Leumann nos dice, observando el Ma­
nuscrito, que hasta terminado el último cuaderno Hernández
no había encontrado la forma de hacer que Fierro abando­
nase la toldería. Sin embargo, no era otro el objeto de em­
prender la prosecución de la Obra. Si se trataba de continuar
la historia interrumpida desdichadamente por Cruz, debía re­
trotraérsela a un momento antes de saltar de la partida y del
Poema este personaje.
El problema de la salida está en la entrada. La dificultad
radica, más bien que en el pretexto para el regreso, en lo
absurdo de toda continuación posible dentro de las líneas orto­
doxas del pensamiento del Autor. Comprendemos que, desde
que Fierro decide refugiarse entre los indios huyendo del go­
bierno, la Obra debió tener otro desenlace. Se comprende,
también, que llevarlo al Desierto era una doble solución de
emergencia: librar a Martín Fierro de la compañía de Cruz
y concluir el Poema. La intención de no volver, que se expresa
al romper Fierro su guitarra, era un final definitivo. La salida
es, entonces, una consecuencia de la entrada, no la continua­
ción lógica de un plan. La entrada en el Desierto daba un
remate fiel a la doctrina política de que entre los indios se
estaba mejor que entre los funcionarios del gobierno, pero la
salida era una transigencia con las convicciones personales de
Hernández, de que los indios eran seres salvajes sin ninguna
piedad. En la Ida era Martín Fierro quien decidía de su
destino; en la Vuelta es Hernández; pero tal es la violencia que
necesita ejercer sobre su personaje, que sólo consigue recupe­
rarlo a costa de la pérdida de su personalidad. No nay para
él, entre los blancos, un programa de vida sin negar las tesis
todas de la Primera Parte e inclusive la realidad. Repetidas
veces se indica en la Vuelta (y hay versos inéditos, desechados
por el Autor en que la afirmación se reitera) que las cosas no
han cambiado. La verdad es que Hernández no encuentra cómo
continuar el argumento, aunque encuentre cómo continuar el
Poema. Lo más que consigue, mediante un genial escamoteo
del problema, es componer el intermezzo del regreso. La salida
al Desierto era el dictamen condenatorio contra toda una so­
LAS ESTRUCTURAS 179

ciedad, no únicamente contra la vida azarosa de la frontera,


y a ninguna parte podía volver Martín Fierro que no estuviera
dentro de ese país. De modo que la historia sólo podía prose­
guirse integrando al héroe a la vida regular (como le hubiera
gustado a Tiscornia) o expulsándolo nuevamente, con lo cual
la Vuelta, en calidad de intermezzo, tampoco cumplía esa fun­
ción. T al cosa es lo que ocurre realmente, pues Martín Fierro
se separa de sus hijos y parte, con otro nombre, hacia lo
desconocido. De iniciar M artín Fierro otra serie de aventuras
habría tenido que repetirse o que invalidar su conducta an­
terior. La tercera alternativa es la que Eduardo Gutiérrez per­
cibió sagazmente: contar la vida de un gaucho matrero en el
seno de una sociedad descompuesta. La continuación del Mar­
tín Fierro es Juan Moreira.
¿Por qué escribe Hernández una Segunda Parte, si en la
Primera había agotado lo poco que se propuso contar, ago­
tando además los “ejemplos” utilizables? La continuación no
responde a necesidades inherentes a la Obra, sino a estímulos
extraños: de sus admiradores, del éxito, de la conciencia de su
capacidad como poeta, de un imperativo de su deber como
artista. Pero de ninguna manera podía “el regreso” ser una
continuación lógica de la Ida. La continuación era que Martín
Fierro se aclimatara o muriera en el Desierto; es decir, lo im­
posible. Todo lo que acontece, pues, en la Segunda Parte es
admirable, porque es una evasiva grandiosa de temas y varia­
ciones sobre esa imposibilidad del regreso. De esta situación
surgen todos los defectos de carácter orgánico en la composi­
ción de la Vuelta, y las siguientes observaciones, que resultan
inevitables, contra el Autor:
a) contradice la tesis de que se está mejor entre los indios
—que viven en estado de barbarie— que entre los hombres
civilizados;
b) tropieza con dificultades para restituir a Martín Fierro
a la civilización, de modo que el tema central se reduce a
diversos acontecimientos en los toldos de que el Protagonista
es espectador, y, ya de regreso, lo que interesa son las historias
de otros;
c) queda anulada por completo la intención social y política
de que había de ser eje Martín Fierro, ilustrándola con el
180 EL POEMA
relato de “su” vida. Solamente el contenido contextual —las
cosas están lo mismo, otros seres padecen las mismas injusticias,
es preciso cambiar de nombre y partir— encierra una tesis
pesimista de proyecciones sociales;
d) tiene el Autor que resignarse a estructurar su obra con­
forme a los modelos clásicos de la poesía gauchesca —el diá­
logo— y consentir en recursos usuales: los encuentros, la Pa­
yada, relegando al Héroe al papel de oyente puesto en el
auditorio;
e) necesita recurrir a informaciones de lecturas y adaptar
relatos ajenos (de Mansilla, de Barros);
f) no atina a cerrar el Poema, concluyéndolo como un
simple intermezzo, en la necesidad, esta vez imperativa y for­
malmente aceptada, de escribir la Tercera Parte, en la que
forzosamente habría de reanudar, a destiempo para sus con­
vicciones, la crítica social y política;
g) frente al dilema, Hernández halla el recurso de un final
para la Vuelta que es positivamente grandioso, pero que sella
la suprema imposibilidad de que la Obra pueda ser conti­
nuada.
Es preciso señalar que no sólo hizo Hernández imposible la
continuación de la Obra para sí y para los demás, sino que
originó la muerte del género gauchesco y la inevitable deri­
vación hacia la novela y el teatro melodramáticos. Novela y
teatro que no prosiguen la “historia del gaucho”, sino que se
aplican a desarrollar detalles biográfico-históricos. Moreira y
Cuello son sus contrafiguras.
A causa de las dificultades que dimanan de la falta de una
posibilidad lógica en la Vuelta, ésta tiene que componerse de
diversas piezas autónomas que el Autor reduce a unidad por
un montaje excelente, pero esos episodios quedan tan libre­
mente articulados, que podrían cambiarse por cualesquiera
otros sin menoscabo de la artificial unidad. Esta Segunda Parte
concluye en el canto X; el XI es un apéndice preparatorio al
desarrollo por completo extraño de los cantos siguientes, en
que Martín Fierro está desplazado aun en su carácter de Can­
tor, pues la acción es proseguida por el Narrador. La Payada,
otro recurso magnífico de aglutinar el tema fundamental de la
Ida a la Vuelta, restituye transitoriamente a Martín Fierro a
LAS ESTRUCTURAS 181
su papel conforme a la primera idea del Autor. La escena de
los consejos a los Hijos —el reverso de los de Vizcacha— ya es
tarea del Narrador.
Es una circunstancia digna de observarse que en el romance
del Canto XI, el mismo M artín Fierro actualiza la narración
privándola del carácter de evocación que hasta ese momento
tuvo. Al retirarse el Protagonista para pasar a papel de oyente,
coloca el plano del recuerdo en el plano de lo presente: Y
mientras que tomo un trago Pa refrescar el garguero, Y mien­
tras tiempla el muchacho Y prepara su estrumento. . . (II',1
1557-60). Ustedes no los conocen, Yo tengo confianza en ellos
(1697-8).
Esta presentación reemplaza un primer esbozo del encuen­
tro, que había de ocurrir después del relato de la vida en el
Desierto. El verso Casualmente el otro d ía ... (II, 1651) hace
que la reunión en la pulpería no sea sólo para escuchar a
Martín Fierro, sino también a sus hijos.
La dislocación mayor, en la estructura del Poema, acontece
después. Si bien es cierto que desde el Canto X II Martín
Fierro escucha a sus hijos, es en el romance del Canto XX y
hasta el fin donde el Narrador lo suplanta: Martín Fierro y
sus dos hijos Entre tanta concurrencia Siguieron con alegría
celebrando aquella fiesta. Diez años, los más terribles, Había
durado la ausencia Y al hallarse nuevamente Era su alegría
completa (II, 2903-10). Tampoco reanuda su relato con motivo
de la Payada. Todo sigue en tercera persona: Todo el mundo
conoció La intención de aquel moreno— Era claro el desafíoj
Dirigido a Martín Fierro (II, 3907-10). Y después de la Payada
Martin Fierro y los muchachos, Evitando la contienda, M on­
taron, y paso a paso, Como el que miedo no lleva, A la costa
de un arroyo Llegaron a echar pié a tierra (4529-34). Más
adelante: Martín Fierro con prudencia A sus hijos y al de Cruz
Les habló de esta m anera... (4592-4). El Narrador prosigue:
Después a los cuatro vientos Los cuatro se dirijieron— una
promesa se hicieron Que todos debían cumplir— Mas no la
puedo decir Pues secreto prometieron (4781-6); e inesperada­
mente Martín Fierro habla en primera persona, aunque más
bien como Autor que como Cantor: Y ya dejo el estrumento
Conque he divertido a ustedes. ■. (4799-800).
182 EL POEMA
Desde que Martín Fierro termina su relato de la vida en
los toldos hasta el regreso (Cantos I-X), la Obra cae en la
forma canónica del poema gauchesco: el diálogo. Hernández
se había propuesto una forma nueva: el canto ante un audi­
torio, en que lo lírico había de ser lo sustancial y lo narrativo
lo episódico. Tal era la forma primitiva de la Tragedia, con
el hypocrités y el coro. Pero no puede liberarse por completo
de la convención; no acepta por completo la forma del diálogo
dramático —Diálogos patrióticos, de Hidalgo; Santos Vega, 'de
Ascasubi; Fausto, de Del Campo; Los tres Gauchos orientales,
de Lussich—, y el interlocutor, que debió haber aparecido al
comienzo, aparece al final trastornándolo todo. La forma
de convertir el monólogo en diálogo era ya en la Ida suma­
mente curiosa y anómala: significa un cambio mágico de la
escena, una insólita metamorfosis en la concepción misma de
la Obra. Porque su interlocutor, Cruz, desplaza a los oyentes,
destruye el efecto de una evocación del pasado y pone la
acción en tiempo presente, configurando una escena dramá­
tica con dos personajes. Esto mismo ocurre después del Canto
X en la Vuelta.
Esta inesperada forma no pudo estar en el plan de Her­
nández cuando hace que Martín Fierro diga: Aquí me pongo
a cantar, porque mientras dure su relación el diálogo es
imposible con un personaje que surja de la misma historia
sin que la acción se bifurque y salte del plano de la remem­
branza al de lo real, del pasado al presente. No ha pensado
Hernández en este conflicto, porque mediante la aparición de
Cruz, la Obra se deslizaba hacia los cánones tradicionales del
poema gauchesco, de los que se había apartado mediante un
esfuerzo en busca de originalidad. Ni el lector ni el crítico
percibieron esta curiosa anomalía que, iniciada en la Primera
Parte, puede Hernández usar impunemente en la Segunda,
aunque sea de tal naturaleza que hace irreconciliables, hasta
en el orden más elemental de la composición, las partes que
están contadas en primera persona y las que lo están en ter­
cera, pues corresponden a dos mundos distintos.
LAS ESTRUCTURAS 183

COTEJO DE AMBAS PARTES


Dentro de una brillante unidad de estilo, entre la Primera
y la Segunda Parte existen notables diferencias en la compo­
sición, desarrollo de los temas, arte de contar, sensibilidad y
pathos. El M artín Fierro de la Ida es más ocurrente, amante
de lo pintoresco, inclinado a lo satírico y a la gracia desenfa­
dada. Más que herido o mortificado por sus interminables
desdichas, pasa del tono melancólico y doliente a la broma en
ocasiones perversa. La aventura del Fortín, cercenado de la
familia y de sus amistades, puede compararse con la aventura
en los toldos. Lo que allí era humorismo por reacción contra
la ignominia y la inútil crueldad, aquí se extiende en un am­
plio panorama de costumbres, de privaciones, y no necesita
el observador subrayar intencionalmente lo grotesco y lo ri­
dículo porque están en las cosas y los seres. Los tres años de
milicia significaron muchísimo más en su vida que los cinco
de absurdo vagabundeo por el Desierto, y, sin embargo, su
espíritu se mantenía allí constantemente despierto a las notas
mordaces y satíricas. Hasta su pelea con el Hijo del Cacique
es narrada como episodio jocoso. En cambio la pelea con el
Indio, sin abandonar su gracejo habitual, cobra un vigor de
dramaticidad incomparable. Ha desaparecido del lenguaje de
M artín Fierro la intención de provocar la risa. Los hechos de
su vida, en la Primera Parte, a pesar de contener la casi
totalidad del material biográfico, se contaban como en círculo
de amigos, tan espontáneamente y tan en el fluir confidencial
del habla del paisano, que la intensidad del infortunio refor­
zaba la humorada. Los episodios de la Vuelta se dirigen a
otro auditorio, con menos alardes de estoicismo y a la vez
con menos altanería y desenfado. La experiencia ha dado al
protagonista mayor reflexión, un nuevo sentido de la vida,
más seguro aplomo. Unicamente en la Payada renace el espí­
ritu agresivo y mordaz del M artín Fierro de la Ida. Su actitud
ante el Moreno, cantando de contrapunto, es la misma de sus
peleas con el Hijo del Cacique, el Negro y la partida. Se
mueve con agilidad jovial, sosteniendo la escena como un
juego en que exhibe fuerzas superabundantes.
184 EL POEMA
Desde la intervención de los otros locutores en la Vuelta,
el Poema se desplaza en dos direcciones: una que vuelve a
tomar el espíritu de la Ida, con los relatos del Hijo Segundo
y de Picardía, y otra que en íntima tristeza une la historia
del Hijo Mayor y todo el final del Poema con la amargura de
Martín Fierro en su soledad. Aquellos desahogos de Martín
Fierro en su vida de matrero, que habían de reflejar mucho
de la psicología del Autor, consuenan con el patetismo del
Hijo Mayor y con la tranquila y desolada marcha de los
cuatro amigos hacia lo desconocido.
El predominio de lo lírico y efusivo de la Primera Parte
se ha esfumado delicadamente en la Vuelta; lo narrativo pre­
valece sobre lo confidencial y lo filosófico sobre lo narrativo.
El Poema se ha profundizado insensiblemente sin que la
multiplicidad y amplitud de sus horizontes le haya restado
hondura.-Las reflexiones no son aquí digresiones de carácter
crítico o reflexiones incidentales, sino un fondo en que se
proyectan las figuras. Los hechos no están desprendidos de un
contexto ambiental, que ha adquirido mayor consistencia y
sustancia. Las reflexiones del Canto III y los Consejos robus­
tecen esa impresión de que la vida no rueda por un plano
inclinado, sino que va abriendo un surco con la reja bien
clavada.
Si hubiera de establecerse aún una valoración del interés
puro de lo humano y lo social, debería cotejarse en conjunto
el material que contiene cada una de las Partes del Poema.
El interés biográfico de la Ida es mayor y superior; en cambio,
la vida en la relación de los seres entre sí y de los seres con
las cosas, lo que podría designarse como el argumento indivi­
dual dentro del argumento histórico, es mayor en la Vuelta.
Desde distintos ángulos, en tomas multilaterales, concurren
testimonios concordantes, porque cada personaje trae nuevas
pruebas personales de un estado de cosas “que es el mismo”.
El final del Poema, con el reintegro de los testigos al seno
de las energías misteriosas, con su dilución en la naturaleza
y en la historia del país, de las que fueron simples autómatas
eventuales, supera, en el mismo registro, la partida al Desierto.
La palabra tiene en la Vuelta mayor responsabilidad. Sólo
en algún pasaje de la vida del Hijo Segundo y en casi toda
LAS ESTRUCTURAS 185
la historia de Picardía sirve a un juego equívoco y limpia­
mente humorístico. M artín Fierro ha perdido su locuacidad
y el gusto de exagerar lo cómico, inclusive en su propia
situación. La Vuelta es más rica de acontecimientos y más
variada en la calidad de las personas. El coraje de Martín
Fierro es más sereno y natural; han desaparecido los arrebatos
y los desplantes de braveza. El elemento excitante que tras­
tornó toda la arquitectura de la Ida, el duelo a cuchillo —que
era una novedad, en su prosaica desmejora desde la justa de
Brián, en La cautiva, hasta la pelea de pulpería—, sólo se pre­
senta una vez, y ya en un plano heroico.
M artín Fierro ha perdido su posición central y se crean
múltiples focos de interés, uno de los cuales ocupa él. Por eso
otra impresión de reminiscencia de la Ida la tenemos en la
Payada, que vuelve a presentarnos al Protagonista en uno
de los dúos a que se reducen siempre sus actos: con el Hijo
del Cacique, con el Mayor, con el Negro, con el Compadre,
con Cruz. En los últimos cantos torna a su soledad, pues los
consejos están en el registro de sus reflexiones y soliloquios.
Nadie dialoga con él, y así, al clausurarse el Poema, vuelve
a ser el eje de la acción, en la suprema desintegración, retor­
nando a la situación que había enunciado al comienzo, cuando
su canto lo consolaba como al ave solitaria. Asimismo, hay
una esencial diferencia entre las palabras con que termina el
Poema, pues en la Ida dice el Narrador: Y siguiendo el fiel
del rumbo , Se entraron en el desierto; No sé si los habrán
muerto En alguna correría, Pero espero que algún día Sabré
de ellos algo cierto (2299-304); y en la Vuelta, el mismo cantor:
Y guarden estas palabras Que les digo al terminar— En mi
obra he de continuar Hasta dársela concluida— Si el ingenio
o si la vida No me llegan a faltar (4865-70).
Aunque las dos veces el Poema concluye con un "suspenso”,
en la Vuelta la promesa de continuar la historia se refiere
exclusivamente a la labor del Poeta, considerada la Obra
como creación poética. La similitud, pues, del final de la Ida
y de la Vuelta implica la coexistencia del Autor. La separa­
ción del Protagonista es el único acto de movimiento centrífugo
en la Segunda Parte, diametralmente contraria en esto a la
Primera. Aquí los personajes se desgranan, rompiendo los
186 EL POEMA
vínculos que los unen a la familia y a la sociedad. Se apartan,
y arrancan en sí mismos, en un movimiento de evasión que
culmina con el destierro a la toldería. Van cayendo de Fierro
y de Cruz todos los ligámenes, hasta que quedan despojados
del mundo, con tal distancia entre ellos y los demás, con tales
motivos de separación, que el regreso a la comunidad de donde
se desprenden con violencia se ha hecho imposible. Destino,
voluntariamente provocado, que se prueba con la muerte de
Cruz y con el retorno de Fierro a la soledad: hasta ese
extremo había sido profundo el corte. En cambio, la Segunda
Parte es de agregaciones, de conexiones, de reintegro, aunque
todo se disipe y se rompa de nuevo, por una ley más fuerte
que la de la solidaridad. Con la muerte de Cruz ese movi­
miento desintegrante alcanza su punto crítico. Por el azar de
los encuentros, Martín Fierro viene a situarse en el centro de
un grupo, tan numeroso y amistoso como nunca lo habíamos
visto; pero es para que se repita el proceso de desintegración,
si bien no existe ahora otra violencia que la presión constante
de las fuerzas imponderables que disocian, separan, aíslan.
Con la Segunda Parte, Hernández abandona la biografía
de Martín Fierro y emprende la del país, cosa que siempre había
estado en su proyecto. Si Martín Fierro era una recapitulación,
un epítome, ahora expondrá los ingredientes en que se des­
componen la familia y el alma del hombre del campo. Aunque
nada proyecta de sí, sino que todo lo refleja de otros en esta
Segunda Parte, aunque de protagonista se convierte en espec­
tador, y aunque tiene que soportar que Picardía le repita
lo que él ya había dicho mucho mejor, lo ambiental, lo na­
cional típico se dan en esta Parte mejor que en la Primera,
Porque ésta es social cuanto la otra personal. Es equivalente
al fenómeno que observamos en el Facundo, donde las digre­
siones con que se describen regiones y personajes típicos, o
con que se cuentan historias subsidiarias, componen el marco
de los personajes centrales. También, como Facundo y Rosas,
Martín Fierro tiene su paisaje, sus causas históricas, y ellas son
las que se presentan, aunque sin nombres, con aspecto de
personas. En este sentido la Segunda Parte es la duplicación
ecológica de la Primera. Veremos qué otros productos de la
tierra que dio a Martín Fierro da a los Hijos, a Vizcacha, a
LAS ESTRUCTURAS 187
Picardía, a los jueces de paz, oficiales de justicia, tahúres,
tutores, al Moreno, a las mujeres abandonadas, a los curan­
deros. Mundo sombrío, hostil, infernal, que se nos abre en
un siniestro panorama sin esperanzas ni consuelos.
Fuera de esto, la Segunda Parte es una amplificación si­
métrica de la Primera; y, sobre todo, su plan es paralelo, como
se advertirá en seguida. Tampoco en este sentido es tanto una
Segunda Parte cuanto una segunda versión de la misma rea­
lidad, generalizada, que puede superponerse a la primera,
correspondiéndose puntualmente los órganos esenciales:
En la Primera Parte: Introducción, que comprende el
preludio, los exordios y digresiones de carácter lírico, literario,
político, lo mismo que en la Segunda;
La Ida comienza con el arreo de Martín Fierro por el Juez
de Paz a la Frontera, donde queda retenido en verdadero
cautiverio, tres años; en la Vuelta él _y Cruz están cautivos,
retenidos por los indios, en calidad de rehenes posibles, cinco
años. Del Fortín y de los toldos se escapa Martín Fierro. Los
temas del indio se complementan entre sí: en la Ida se des­
cribe el malón; en la Vuelta los preparativos y, al regreso, el
reparto del botín.
En la Primera Parte Martín Fierro decide alzarse contra
las autoridades injustas, haciéndose gaucho matrero; en la
Segunda rompe con la comunidad indígena. Allí mata al
Negro y ál compadre; aquí al Indio. Allá lo persigue la poli­
cía; acá se precave contra la persecución de los indios; y en
una y en otra Parte sepulta los cadáveres. La muerte del
Negro y del indio, levantados sobre el cuchillo, son análogas.
Al principio de la batalla con la policía pelea contra Cruz,
que es un cantor; en la pulpería, al regreso, encuentra al
hermano del Negro, un cantor que lo desafía.
Al encuentro en la Primera Parte con Cruz, que le narra
su vida, corresponde el encuentro en la Segunda con los Hijos
y Picardía, que hacen lo mismo.
Al final de la Ida, M artín Fierro marcha al azar, al De­
sierto; en la Vuelta se aleja sin rumbo. Concluyen una y otra
Parte con la ausencia de Martín Fierro, con un inquietante
misterio sobre su suerte ulterior, y en ambos casos con la
promesa de una posible continuación de la historia.
188 EL POEMA

GENESIS DEL POEMA


La composición impresa organiza un relato con relativa
coherencia, y es sensible que muchas de sus partes se ajustan,
en la Ida, sin seguir un plan orgánico que le dé unidad por
el orden de los sucesos. Estos acaecen en la mayoría de los
casos como algo extraño al Protagonista, que no los provoca,
por la unidad de su carácter; más bien se superponen en su
biografía y no siempre concuerdan con el tipo humano que
debiera legitimarlos en su papel de actor. Se diría que de los
hechos va perfilándose la personalidad del Protagonista, pues
es perceptible que, en la concepción del Autor, la persona, tal
como resulta configurada, es posterior a los hechos. Aparte
cuestiones de estilo, que llevan necesariamente a reconocer dis­
tintas épocas en la concepción poética, las contradicciones en
el carácter de Martín Fierro y la insólita presentación de Cruz
plantean el problema de cómo pudo haber sido elaborada la
Ida. En esta Parte es más visible que en la Vuelta la falta de
un plan previo. El plan va surgiendo del propio desarrollo
del Poema, a través de modificaciones profundas o de simple
montaje, que en ocasiones llegan a trastornar orgánicamente
el argumento, el engarce de los personajes y el orden de los
episodios.
Martín Fierro es el último avatar de los personajes céntricos
que sucesivamente concibe Hernández, y se le impone por el
vigor de su veraz existencia obligándolo a darle la magnitud
que después tuvo. El primitivo proyecto debió de ser suma­
mente sencillo, concomitante con su prédica periodística de
1869 a 1870. Los originales de la Ida no se han conservado,
ni hay noticia alguna del Autor acerca de la composición, ex­
cepto las indicaciones de la Carta-Prólogo en que parecería
que emprendiera la Obra por mero pasatiempo, y que deben
ser categóricamente desechadas como inverosímiles. '
Del examen atento del Poema resulta la aparición de di­
versos estratos en la Ida y en la Vuelta, que pueden ser fechados
por los acontecimientos de que tratan, por el estilo poético y
por la versificación. A mi juicio, el material más antiguo de
la Obra está contenido en los Cantos XXVII y XXVIII (qué
LAS ESTRUCTURAS 189
en el Manuscrito forman un solo canto, el 21 del primer
plan), de la Vuelta; y si se omiten por baladíes sus anteriores
ejercicios circunstanciales, ésa debió de ser la primera tentativa
seria de Hernández en componer poesía. Esos cantos carecen,
precisamente, de todas las cualidades que más tarde magnifican
su estilo, y, en cambio, denotan cierta parvedad de ingenio,
más en las imágenes que en el léxico, y cierta preocupación
escolar por la rima justa. La dificultad en el manejo del relato
de ambos cantos es palmaria comparada con la soltura y fuerza
de los Cantos III a VI de la Ida, que les son correlativos. Esos
cantos de Picardía están fuera de lugar donde se hallan publi­
cados, y son muy inferiores, no sólo a cualquier otro pasaje
de la Vuelta, sino también de la Ida. Mejor que un personaje
intempestivo, que ingresa inesperadamente a cierta altura culj
minante del coloquio, constituye la pieza matriz del Poema,1
engastada tardíamente tras el relato concluido de las aventuras
picarescas del Protagonista. Es muy fácil comprender que se
trata de un alegato de carácter íntegramente político y belige-1
rante, en el tono y la redacción de los artículos periodísticos
de El Río de la Plata. Es terminante la prueba que se obtiene de
estos versos: Aora poco ha sucedido, Con un invierno tan crudo,
Largarlos a pie y desnudos Pa volver a su partido' (II, 3677-80),
cosa que en 1879 no tenía ninguna razón de invocarse, pero
sí tras el Decreto del gobernador Castro, del 10 de agosto de
1869 (en pleno invierno), sobre servicio de fronteras, cons­
cripción obligatoria y sorteo de contribuyentes para la Guar­
dia Nacional, que Hernández comentó en el número del día
19 de su diario. Aquí publica —particularmente en los meses
de agosto y septiembre— sus más agresivos artículos que con­
tienen los mismos tópicos y hasta con idéntica argumentación.
Sin hacer cuestión del anacronismo, Leumann comenta:
...Propósito que incesantemente estimula la energía creadora de Her­
nández y que en 1868 y 1869 le había inspirado su campaña de censura
apostólica, ardiente, en su diario E l R ío de la P la t a ... Las escenas que
describe Picardía corroboran el cuadro inicuo que Martín Fierro evocó
en la Primera Parte. Pero los corroboran con más acritud, más pormenores,
más crudo realismo y alusiones más mordaces.
190 EL POEMA
Y, sin advertir que la situación ha cambiado por completo
en la época de componerse la Vuelta, ese autor continúa:
I

Y el motivo se comprende: la publicación de E l Gaucho M artin F ierro


a fines de 1872, cuando su autor padecía en el destierro, lejos también de
su mujer y de sus hijos, resultó tan inútil como aquella su campaña perio­
dística de E l Rio de la Plata. El primero tenía muchas cosas que clamar
aún sobre los padecimientos del gaucho, la ley infame de fronteras y los
crímenes que cometían los agentes de la ciudad en la campaña.
Ese alegato extemporáneo, que es lo esencial en la historia
de Picardía, aunque ocupe el final de la intromisión del des­
mesurado Narrador, tiene como propósito demostrativo las
tribulaciones de un paisano llevado por la fuerza a la Fron­
tera. Tal denuncia —la misma que ya había hecho Martín
Fierro— era el blanco de los tenaces disparos de la campaña
política de Hernández. En el lugar donde está, la precede un
mero puente —el Canto XXVI—, en que se aclara el vínculo
filial de Picardía con Cruz: trozo evidentemente hecho con
la mano destrísima del poeta de 1879.
En esos Cantos (XXVII y XXVIII) quiso mostrar Her­
nández, mediante la pintura de un caso particular concreto,
la situación del gaucho en la campaña. Todo ese fragmento
narrativo, dividido en dos en el texto publicado, se supedita,
con fuerza de prueba ocular, en una demostración documental,
al texto del alegato político. Pero no es ésa, en lo sucesivo,
la dirección en que se mueve el Poema, aunque pudo haber
sido el móvil casi exclusivo de la primera concepción. Nada
más extraño en la Vuelta, en que este aspecto polémico de
la Obra se restringe al Preludio y al Final, sin ningún testi­
monio acusativo en boca del Protagonista. Coincidentemente,
aquellas partes en que reaparecen esas pretéritas defensas del
pobre gaucho, en el lenguaje fiscal de los “reformistas” y en
que se enumeran los atropellos que sufre, han de ser vistas
como en el nivel de base de la concepción de la Ida, y no
sólo como el más antiguo material poético. Esos cantos son
viejos en su forma y en su contenido acusador; una y otro
habían sido dejados atrás por Hernández al decidirse a pro­
seguir la Obra. ,
Es de advertir que los episodios, considerados por mí en
LAS ESTRUCTURAS 191
otro sitio como “ejemplos”, nunca pierden en la Ida su doble
carácter de “pruebas”, circunstancia que permite al Poema
mantener en toda la Primera Parte su carácter de alegato
político. La historia de Picardía, fuera de tiempo inserta
con su ruda forma primaria, sigue siendo una pieza fundamental
de aquella acusación, sin duda más violenta que la de M artín
Fierro, que la había reemplazado. Sigue siendo un testimonio
en el proceso oral que la Ida abrió contra el gobierno unitario
de Sarmiento, presentado en las postrimerías del gobierno de
Avellaneda, que el Autor defendió.
El haber sostenido esa inicial posición periodística, por
no resignarse a perder una composición que ya había sido
glosada con fortuna, le creó a Hernández un inextricable quid
pro quo con respecto a sus ideas políticas como diputado y
senador, que nadie le reprochó. Los prólogos de las ediciones,
hasta la última que pudo vigilar, cohonestan empeñosamente
esa milicia apostólica del Autor y son, por ello mismo, jus­
tificación tardía de sus primeros pasos políticos y literarios
más bien que declaraciones de íntima convicción. Obedecen
a la necesidad de mantener vivo un argumento más que una
convicción; así, los Prólogos vienen a ser lo mismo que esas
estrofas que en otras partes del Poema sueldan dos porciones
que era preciso conciliar. Baste señalar aquí que esas partes
de tenor político corresponden al tiempo de las luchas políticas
del Autor, aunque se presenten bajo el equivalente lírico de
la queja que trasciende a un pesimismo filosófico. Comienzan
con las recriminaciones de empuje bíblico de su panfleto
Rasgos biográficos del general D. Angel Peñaloza, siguen con
su prédica y su acción revolucionaria, como adversario de
Mitre y Sarmiento, y remansan en la Legislatura.
Allí donde Hernández insertó los Cantos XXVII y XXVIII,
hacia el final de la Vuelta, el relato de Picardía resulta inex­
plicable por cuatro razones: a) cuenta lo que ya todos saben
que le ocurrió a Martín Fierro, que está presente, y tiene des­
proporcionada longitud dentro de la obra, dilatando la digre­
sión, con un personaje accesorio, a 945 versos; b) la historia
de Picardía concluye lógicamente con sus aventuras de tahúr.
Toda esa narración es de la más linajuda estirpe picaresca,
y lo que sigue rebaja el interés y está mal contado, en un
192 EL POEMA
estilo inferior; c) en 1879 no existía ya el régimen de las levas
para sostener los fortines, desaparecida ya la amenaza del indio
y la guerra del Paraguay, a la que alude Cruz, y, también
fuera de tiempo, dice Picardía: El gaucho no es argentino
Sinó pa hacerlo matar (II, 3869-70); d) al publicar este alegato,
Hernández es partidario del gobierno nacional, y poco después
defenderá la capitalización de Buenos Aires y apoyará los
planes del gobernador Dardo Rocha.
La Ida es el testamento de una era desaparecida para él,
como lo expresa al celebrar que ya el salvaje no pisa la tierra
del blanco. Picardía viene, pues, a contar sus desventuras sin
leferirlas a un pasado que por su edad no puede ser remoto.
Las coincidencias entre la prédica en prosa de El Río de
la Plata y las que pone, rimadas, en boca de Picardía, son
estrictamente de la misma fecha en los versos 3705 a 3724 con
que termina el Canto XXVII. Es preciso cotejar sus palabras
con los artículos de los días 19, 20, 21 y 22 de agosto de 1869,
escritos como reacción contra el Decreto del día 10, que es
la causa externa determinante del Poema. Para contrastarlo
se acopian cargos concretos y se concibe a Picardía. La his­
toria de las raciones (Canto XXVIII) debe ser de esos mismos
días.
Por otra parte, aquella forma de queja, plañidera a veces
y siempre simplista e iterativa de los atropellos que el paisano
padece, es típica de las digresiones líricas de la Ida, tan abun­
dantes que llegan a dar a toda esa parte del Poema, en su
índole de corte picaresco, un sabor elegiaco por impregnación.
Las similitudes de los Cantos XXVII y XXVIII con otros
de la Ida son de tal especie y concordancia de tono que, sin
razones más valederas, tendrían su lugar lógico entre los Can­
tos III a VI. También resulta evidente que el Canto VII de la
Ida iría más en su sitio puesto a continuación de la historia de
Picardía. Las similitudes de intención, forma, ideas, recursos
polémicos, y estilo poético son múltiples con los de la Ida,
y sólo puedo aquí enunciarlos sucintamente:
Temas: El cotejo de los Cantos XXVII y XXVIII de la
Vuelta con los Cantos III (en que comienza el relato biográ­
fico de Martín Fierro) a VI de la Ida presenta el mismo orden
sucesivo: encono por un voto contrario en las elecciones; tra­
LAS ESTRUCTURAS 193
bajar sin que le paguen; pobreza superlativa; castigos (esta-
queaderos); ausencia de las autoridades en el fortín; pago
irregular de la soldada; el gaucho sin derechos; regreso mi­
serable; despojo de la familia durante la ausencia; culpa del
gobierno; connivencia del proveedor o del pulpero con el
comandante; triste suerte del gaucho desamparado. Por ejemplo:
IDA VUELTA
Formaron un contingente Hicieron citar la gente
Con los que en el baile arriaron. . . Pa riunir un contingente
Y mandar a la frontera.
(337-8) (3400-2)
Me puso mal con el Juez;
A mi el Juez me tomó entre ojos Hasta que al fin, una vez
En la última votación. . . Me agarró en las eleciones.
(343-4) (3340-2)
Cuando se riunió la gente
Vino a ploclamarla el ñato,
El Juez nos jué a ploclamar, Diciendo con aparato
Y nos dijo muchas veces: "Que todo andaría muy mal
“Muchachos, a los seis meses “Si pretendía cada cual
“Los van a ir a revelar”. "Votar por un candilato.”
(357-60) (3349-54)
Y aprovechó la ocasión Ay no más ya me cayó
Como quiso el Juez de P az... A sable la polecía;
Yo no quise disparar — Aunque era una picardía
So) m anso—y no había porqué — Me decidí a soportar —
Muy tranquilo me quedé Y no los quise peliar
Y ansí me dejé agarrar. Por no perderme ese día.
(309-10 y 315-18) (3373-8)
En la lista de la tarde Cuando vino el Comendante,
El Gefe nos cantó el punto, Dijieron: "¡Dios nos asista!” —
Diciendo: “Quinientos juntos Llegó, y les clavó la vista;
“Llevará el que se resierte; \ o estaba haciéndome el sonzo —
“Lo haremos pitar del juerte, Le echó a cada uno un responso
“Más bien dése por dijunto.” Y ya lo plantó en la lista.
(391-6) (3415-20)
Del sueldo nada les cuento Siempre el mesmo trabajar,
Porque andaba disparando; Siempre el mesmo sacrificio,
Nosotros de cuando en cuando Ls siempre el mesmo servicio
Solíamos ladrar de pobres — Y el mesmo nunca pagar.
Nunca llegaban los cobres
Que se estaban aguardando. Siempre cubiertos de harapos,
194 EL POEMA
Siempre desnudos y pobres,
Nunca le pagan un cobre
Ni le dan jamás un trapo.
Y andábamos de mugrientos
Que el mirarnos daba horror; Sin sueldo y sin uniforme
¡Le juro que era un dolor Lo pasa uno aunque sucumba,
Ver esos hombres, por Cristol Conformesé con la tumba
En mi perra vida he visto Y si n o ... no se conforme.
Una miseria mayor.
Andan como pordioseros
Yo no tenía ni camisa Sin que un peso los alumbre —
Ni cosa que se parezca; Porque han tomao la costumbre
Mis trapos sólo pa yesca De deberle años enteros.
Me podían servir al fin ...
No hay plaga como un fortín
Para que el hombre padezca. ¡La gente vive marchital
Si viera cuando echan tropa,
Les vuela a todos la ropa
Poncho, gergas, el apero, Que parecen banderitas.
Las prenditas, los botones,
Todo, amigo, en los cantones De todos modos lo cargan,
Jué quedando poco a poco: Y al cabo de tanto andar —
Ya nos tenían medio locos Cuando lo largan, lo largan
La pobreza y los ratones. Como pa echarse a la mar.
Sólo una manta peluda Si alguna prenda le han dao
Era cuanto me quedaba — Se la güelven a quitar,
La había agenciao a la taba Poncho, caballo, recao,
Y ella me tapaba el bulto — Todo tiene que dejar.
Yaguané que allí ganaba
No salía... ni con indulto.

Afigúrese cualquiera Y esos pobres infelices


I.a suerte de este su amigo, Al volver a su destino
A pié y mostrando el umbligo, Salen como unos Longinos
Estropiao, pobre y desnudo. Sin tener con qué cubrirse.
Ni por castigo se pudo
Hacerse más mal conmigo.

Ni un pedazo de tabaco A mí me daban congojas


Le dan al pobre soldao, El mirarlos de ese modo —
Y lo tienen de delgao Pues el más aviao de todos
Más lijero que un guanaco. Es un peregil sin hojas.
(625-66 y 789-92) (3605-7
LAS ESTRUCTURAS 195
Porque todo era jugarle Pues si usté se ensoberbece
Por los lomos con la espada, O no anda muy voluntario,
Y aunque usté no hiciera nada, Le aplican un novenario
Lo mesmito que en Palermo, de estacas... que lo enloquecen.
Le daban cada cepiada
Que lo dejaban enfermo.
(409-14) (3617-20)
"No he recebido ni un rial.” Pues yo no he visto ni un rial.
(750) (3627)
Y es lo pior de aquel enriedo Es servicio estraordinario
Que si uno anda hinchando el lomo Bajo el fusil y la vara...
Ya se le apean como p lom o...
(427-9) (3629-30)
Pero sabe Dios qué zorro Sin que sepamos qué cara
Se lo comió al Comisario. Le ha dao Dios al comisario.
Pues nunca lo vi llegar,
Y al cabo de muchos días
En la mesma pulpería Pues si va a hacer la revista
Dieron una buena cuenta — Se vuelve como una bala,
Que la gente muy contenta Es lo mesmo que luz mala
De tan pobre recebía. Para perderse de vista.
Diciéndome que quería Y de yapa cuando va
Aviriguar bien las cosas — Todo parece estudiao —
Que no era el tiempo de Rosas, Va con meses atrasaos
Que aura a naides se debía. De gente que ya no está.
Pues ni adrede que lo hagan
Podrán hacerlo mejor,
Cuando cai, cai con la paga
Del contingente anterior.
(713-20 y 771-4) (3641-44)
Volvía al cabo de tres años Hasta que tanto aguantar
De tanto sufrir al ñudo, El rigor con que lo tratan,
Resertor, pobre y desnudo. . . O se resierta o lo matan,
O lo largan sin pagar.
(1003-5) (3649-52)
Y pa mejor hasta el moro Poncho, caballo, recao,
Se me jué de entre las manos. Todo tiene que dejar.
(655-6) (3667-8)
Yo no quise aguardar más, Y tan duro es lo que pasa,
Y me hice humo en un sotreta. Que en aquella situación
Les niegan un mancarrón
Para volver a su casa.
(989-90) (3681-4)
196 EL POEMA
Al dirme dejé la hacienda Y tiene que regresar
Que era todito mi haber — Más pobre de lo que jué —
Pronto habíamos de volver, Por supuesto a la mercé
Según el Juez prometía, Del que lo quiere agarrar.
Y hasta entonces cuidaría
De los bienes la mujer. Y no averigüe después
De los bienes que dejó —
Después me contó un vecino De hambre, su muger vendió
Que el campo se lo pidieron — Por dos —lo que vale diez.
La hacienda se la vendieron
Pa pagar arrendamientos,
Y qué sé yo cuántos cuentos,
Pero todo lo fundieron.
(10-27-38) (3689-96)

Forma: La cuarteta, con rima consonante, o tendencia mar­


cada a ella. Sólo en la Ida se halla esta estrofa: a-b-a-b y a-b-a-B,
y esta forma desaparece totalmente en la Vuelta. Corresponde,
pues, a un periodo de sumisión a las formas clásicas del Autor,
que abandona más tarde. Aun en las sextetas, primeramente hay
el consonante —Canto I de la Ida, hasta el verso 54—; aquí por
primera vez se rompe la norma del consonante perfecto. Hasta
este momento Hernández se propone lograr una composición
entera en consonantes, a veces de rima rara, como se vuelve
a notar en el Canto III; esto a pesar del ensayo excesivamente
atrevido del Canto VIII, que es anterior, sin duda. En conse­
cuencia, éste es un doble índice: para establecer la cronología
de los distintos miembros y secciones de la Primera Parte del
Poema, y para asegurar que el primer proyecto del Autor no
superaba los trescientos versos.
Estilo: Parquedad en el empleo de dichos y refranes, que
son una misma cosa en dos fases de la elaboración. En los dos
cantos de Picardía y en los más antiguos de la Ida, el VII y el
VIII, la narración es simple y analítica, se encuentran redun­
dancias (especie de variantes ue estrofas no satisfactorias) y el
predominio de lo político-ideológico sobre lo narrativo-pinto-
íesco en toda la composición. No se encuentran estos rasgos en
la madurez de forma del Poeta.
Según estas reflexiones, es evidente que, aunque figuren
en la Vuelta, los Cantos XXVII y XXVIII son la parte más
vieja de todo el Poema, y que les siguen los Cantos VII, VIII
LAS ESTRUCTURAS 197
y I de la Ida, en este orden, hasta el afianzamiento definitivo
de una nueva técnica, al promediar el Canto VIÍI; dicho con
toda precisión, después de la sexta estrofa (versos 1285-8), en
cuartetas dobles. En este canto abunda la anomalía del quinto
verso libre o de asonante débil. Diría que esa estrofa resulta
hallada, si no obedece a una audaz reducción de la décima.
En el texto aparece como dilatación de una cuarteta malograda
—afortunadamente— por el injerto del diálogo. Es un accidente
feliz, de los muchos que se encuentran examinando cuidado­
samente la Obra; la mayoría de ellos de carácter verbal.
Tras esos dos cantos de Picardía (XXVII y XXVIII) ha
de situarse cronológica, formal y conceptualmente el Canto VII
de la Ida, como ya insinué, colocado también de mano maes­
tra, aunque en la primera forma —la cuarteta— y en una fase
ulterior —hacia el asonante—. El episodio, que resulta sumamen­
te extraño en Martín Fierro, se explicaría bien en Picardía o
en Cruz. Entre aquellos tres cantos primitivos más el comienzo
del VIII y el resto de la Ida, hay una diferencia tan marcada
como la que puede advertirse dentro del mismo Canto VIII.
Pertenecen a otra manera de ver y de decir, donde las reflexiones
de los dichos y juicios de carácter filosófico, que engrandecen
la Obra, no son elemento esencial del estilo personalísimo del
Autor. Quienquiera que tenga experiencia del verso y pueda
distinguir lo que es una forma incipiente de una forma adulta
en el arte de manejarlo, siente y sabe con íntima certidumbre
que aquellas tres partes son las más antiguas, sin necesidad de
otros análisis, sólo necesarios para el profano. El análisis de­
mostrativo exigiría mucho espacio, y se trata de una evidencia
estética que da a ese grupo de cantos una concepción afín,
como los tienen los episodios de la danza, la pelea con el Indio,
la historia de Vizcacha y la Payada.
A esa altura de su trabajo, el problema ha de haber sido
para Hernández desarrollar la tesis de los Cantos XXVII y
XXVIII, conectando los Cantos VII y VIII en una biografía
más rica de contenidos. Ya estaba dicho que Picardía había
sido llevado a la Frontera y por qué. Si el crimen se coloca
después de la leva, tiene que explicarse como desahogo por
algún mal resultante de su ausencia o padecimientos. Como el
comienzo del Canto VIH resulta ser una pieza de brevedad
19S EL POEMA
feliz (éste es otro rasgo del nuevo estilo), el relato del segundo
crimen, en un boliche, tiene que ser utilizado también. Ese
canto da a Hernández plena conciencia de sus fuerzas y lo
impulsa a extender la Obra con más vastas perspectivas. La
cuarteta malograda (versos 1289-94) es el momento más glorioso
de la carrera poética de Hernández; en este libro de los en­
cuentros, es el de Hernández consigo mismo.
Pero todavía la concepción no es más que esto: un gaucho,
cantor acaso, es llevado por la fuerza a la Frontera; comete dos
crímenes, por reacción contra la injusticia. Falta aún la des­
cripción del Personaje (del que no alcanzó el Autor a tener
concepto cabal nunca, debido a las vicisitudes de la gestación),
o sea la presentación previa. Inicia entonces el contradictorio
Canto I, más congruente con el carácter de Picardía o de Cruz,
y lo interrumpe en el verso 102. En este instante preciso, Pi­
cardía va a desaparecer para dejar su sitio al sustituto, que
aún no es Martín Fierro. El gaucho perseguido va tomando
carácter, sin estar todavía bien perfilado. La estrofa siguiente,
que contiene estos versos: Qiie nunca peleo ni mato Sino por
necesidá (105-6), señala el momento en que salta de una con­
cepción a otra, de una a otra perspectiva. Tiene en vista el
Canto VII, ya compuesto, pero no sabe cómo lo podrá insertar
en la Obra. Necesita justificar a su Personaje. Con lo que se
plantea otro de los arduos problemas: la contradictoria psico­
logía de Martín Fierro. Picardía (ha cambiado de vida, no de
nombre) es un cantor-peleador: altivo, solitario, sin familia
ni hogar ni sentimientos domésticos; un huérfano errante, un
gaucho que se hace malo. El óbice es reunir los materiales
inconexos, darles cohesión sin que quiebren la unidad de ca­
rácter del Protagonista, y eso no puede hacerse sin el señorío
del oficio; pero de todos modos es preciso ampliar el cuadro,
y esto es lo que le da a Hernández aquel señorío. Este nuevo
personaje, el que deriva de Picardía, sigue siendo el mismo que
exclamaba como despedida: Parece que el gaucho tiene Algún
pecao que pagar (II, 3885-6), reflexión que había sido utilizada
por el Autor en el artículo del 19 de agosto de 1869: “Parece
q u e ... nuestros gobiernos quisieran hacer purgar como un de­
lito oprobioso el hecho de nacer en el territorio argentino y de
levantar en la campaña la humilde choza del gaucho.”
LAS ESTRUCTURAS 199
Ya se puede esbozar con más confianza la génesis del Martín
Fierro: intención de cantar los atropellos de la justicia rural;
levas, comandantes, comisarios, jueces de paz (exactamente los
agentes culpables en la propaganda periodística). Todo el pro­
grama político de Hernández hasta la clausura de El Río de
la Plata, el mismo año en que se escriben esos trozos primitivos
(1870), coincide con el plan del Poema. Abandonado el periój
dico —y la prosa—, sólo le queda insistir en verso, para renovar
el ataque con otras armas. “Martín Fierro” pudo haber sido,
a lo más, el seudónimo de Hernández que pensara poner en el
Poema, cuya gestación prosigue conforme a sus propias leyes
de crecimiento. El nombre supuesto, con el que se encariña,
lo ampara de aparecer insistiendo, como voz de ultratumba,
en lo dicho ineficazmente y durante tanto tiempo. Es segurí­
simo que los primitivos cantos debieron publicarse en el Uru­
guay, y la admiración de Lussich, que le dedica su obra Los
tres gauchos orientales, no pudo tener otra causa.
Por esta paternidad inversa, Picardía padre larval del fu­
turo Protagonista, que inmediatamente es Cruz), conserva una
consanguinidad tan cercana con M artín Fierro, que es inevita­
ble, al presentarse el supérstite en la Vuelta, recordarlo como
a un viejo conocido. Llega a traer el borrador de los Cantos III
a VI de la Ida. Bastábale al “hijo de Cruz”, para afirmar su
personalidad picaresca en diversas aventuras, con haber sido
pastor, volatinero, protegido de unas tías, enrolado en la Guar­
dia Nacional (simplemente, como el Hijo Segundo) y fullero.
La estrofa N o repetiré las quejas De lo que se sufre allá, Son
cosas muy dichas ya, Y hasta olvidadas de viejas (II, 3601-4),
no concuerda con el relato in extenso que le sigue, y además
pertenece a una mano mucho más diestra. Esta es una estrofa
de sutura (como las estrofas 18 y 19 del Canto I de la Ida),
y, sin duda, son nuevos, asimismo, los versos preparatorios 3589
a 3600. Desde el verso 3581 (exclusive la indicada estrofa) hasta
el final, como se conserva, constituye la parte “madre”, por
llamarla así.
Las dificultades se presentan al Poeta a medida que avanza
en su Obra, y al vencerlas —o no— aparecen otras derivadas de
ella; mas por tal experiencia va tomando posesión de sí mismo
el Autor, y la Obra adquiere paulatinamente un interés artís­
200 EL POEMA
tico-poético superior al político y por sobre las menudas preocu­
paciones de la métrica. En efecto, todas las sextetas del Canto II
de la Ida tienen mayor soltura que las del I, del que pasa
al III la preocupación por la rima difícil, y que concluye ex­
presando el Protagonista que fue padre y marido, aunque lo
persiguieran y denigraran injustamente. ¿Cómo explicarlo me­
jor, sin sacrificar las estrofas 15, 16 y 17, hechas para Picardía?
Lo mismo ocurre desde el verso 1313 (Canto VIII), que es de
los pasajes mejor logrados de la Primera Parte ;por lo tanto,
escritos después de los Cantos X, XI y XII (de Cruz), que dan
la primera versión de versos y situaciones análogos que encon­
tramos en el singular Canto VIII en boca de Martín Fierro.
Aunque parezca que Cruz y Picardía plagian a Martín Fierro,
sucede al revés. La historia de Cruz concuerda mejor con la
de Picardía, y en realidad pueden formar una sola biografía;
el parentesco pudo ser un ardid para utilizar el Autor la com­
posición antes desechada.
Cuando Hernández termina el Canto I, con las dos estrofas
finales de enlace, tiene armado nuevamente todo el Poema, que
ya difiere mucho del primer esbozo. Al utilizar en los Cantos
III a VI, notablemente mejorados, los materiales de la versión
madre , sólo tiene que incorporar los temas nuevos del malón
y la pelea con el Hijo del Cacique. La biografía del Protago­
nista se presenta en este momento a Hernández así: un gaucho
altanero (que antes se llamaba Picardía), ahora buen paisano
trabajador y cantor, es llevado a la Frontera en un arreo orde­
nado por el Juez; es engañado por el Comandante, a quien
mata —o a su asistente—; desertor y prófugo, comete dos críme­
nes (Cantos VII y VIII). Pero el regreso de la Frontera del
Protagonista tampoco debió de ser el actual. Todo esto es la
historia de Cruz. Mas como el Canto I era excesivamente largo
y con estrofas repetidas, nació la idea de incorporar otro gau­
cho cantor, ahora Martín Fierro, que se llevaría esta parte exce­
dente del Preludio, sin la triste historia de la liviandad de la
mujer (asunto primordial en la primera versión, que motivaba
más punzantemente la nueva conducta del gaucho matrero). El
regreso, con algunas estrofas del Preludio y los episodios cau­
sales de su alzamiento, pudieron haber constituido la historia
autónoma, hasta cierto punto, de Cruz, Martín Fierro queda
LAS ESTRUCTURAS 201
libre de aquella mancha conyugal y puede contar con pocas
palabras la desolación de su hogar destruido y ensamblar así,
por fin, la historia de Picardía, su presentación y el Canto VII
y mitad del VIII. Es decir, que Cruz, en vez de parar en sar­
gento de policía (ocurrencia realmente rara), llevaría vida de
matrero, paralela a la de Martín Fierro (lo cual se enuncia en
los versos 2023-46), de análoga querella en pro del gaucho y
contra las autoridades, en el estilo moral de Picardía más bien
que en el de Martín Fierro, aunque ya en la estrofa magistral.
No creo excesivamente osado decir que la historia de Cruz
era primeramente la historia de Martín Fierro, porque la hipój
tesis auxilia, indirectamente, para revelar y fijar la imagen de
este personaje en su carácter de “doble”. Al trasladar esa his­
toria de Cruz a la de Martín Fierro, Hernández mejoró el tipo,
purgándolo de todo lo vilhno. Esa conducta no podía despertar
simpatía en los lectores. Por otra parte, la crítica que hace Cruz
del estado de cosas del país, al final de su discurso, no está
justificada. Puede encarnar una voz común, el juicio corriente
de todos los hombres decentes del campo, pero él no tiene per­
sonería para eso, ni altura moral. Ninguno de los motivos de
su desdicha tiene que ver con el gobierno. Pero, como hemos
de ver, su crítica es también complementaria de las de Fierro
y Picardía.
Cruz es una copia de Martín Fierro, en la lectura ingenua
del Poema: nace sin mejor razón que la de transportar a su
propia suerte los buenos versos y las malas acciones de la vida
ajena. Su carácter de “doble” se prueba, por abundancia, en
el Desierto, donde no tiene programa de acción ni de existen­
cia. En otro capítulo señalo las dificultades de la reaparición
de Cruz, pues originariamente fue Martín Fierro y antes Pi­
cardía, de quien conserva la apostura moral.
Juzgo ilustrativo demostrar el paralelismo que existe entre
actitudes de Cruz y de Martín Fierro.
RELATO DE MARTIN FIERRO RELATO DE CRUZ
¡El que hoy tan pobre me vea El andar tan despilchao
Tal vez no crerá todo estol Ningún mérito me quita.
(377-8) (1693-4)
202 EL POEMA
“Gaucho rotoso”, me dijo. Y con algunos ardiles
Voy viviendo, aunque rotoso.
(1182) (1705-6)
Ninguno me hable de penas. A mí no me matan penas
Porque yo penando vivo. Mientras tenga el cuero sano.
(115-6) (1711-2)
Tuve en mi pago en un tiempo Yo también tuve una pilcha
Hijos, hacienda y mujer. Que me llenó el corazón.
(289-90) (1741-2)
El negro me atropelló Un puntaso me largó
Ccmo a quererme comer — Tero el cuerpo le saqué,
Me hizo dos tiros seguidos Y en cuanto se lo quité,
Y los dos le abarajé. Para no matar un viejo,
Con cuidao, medio de lejo,
Un planaso le asenté.
Y en el medio de las aspas
Un planaso le asenté,
Que le largué culebriando... Y yo, déle culebriar,
. . . En el cuchillo lo alcé, Hasta que al fin le dentré
Y como un saco de güesos Y ay no más lo despaché
Contra el cerco lo largué. Sin dejarlo resollar.
(1207-34) (1825-48)
Desaté mi redomón, Alcé mi poncho y mis prendas
Monté despacio, y salí Y me largué a padecer.
Al tranco pa el cañadón.
(1250-2) (1873-4)
Hasta la vista se aclara A su amigo cuando toma
Por mucho que aiga chupao. Se le despeja el sentido.
(1205-6) (1995-6)
Era una delicia el ver Grandemente lo pasaba
Cómo pasaba sus d ías... Con aquella prenda mía —
Sosegao vivía en mi rancho Viviendo con alegría
Como el pájaro en su nido. Como la mosca en la miel —
¡Amigo, qué tiempo aquél!
(137-8 y 295-6) (1765-9)
Las coplas me van brotando A otros les brotan las coplas
Como agua de manantial. Como agua de manantial:
Pues a mí me pasa igual
Aunque las mías nada valen,
De la boca se me salen
Como ovejas del corral.
(53-4) (1885-90)
LAS ESTRUCTURAS 203
Yo no soy cantor Ietrao... Y aunque yo por mi inorancia
Con gran trabajo me esplico...
(49) (1897-8)
Supe una vez por desgracia Supe una vez pa mi mal
Que había un baile por allí — De una milonga que había,
Y medio desesperao Y ya pa la pulpería
A ver la milonga fui. Enderecé mi bagual.
Riunidos al pericón Era la casa del baile
Tantos amigos h a llé... Un rancho de mala muerte,
Y se enllenó de tal suerte...
(1139-44) (1923-9)
Monté, y me encomendé a Dios, Monté y me largué a los campos
Rumbiando para otro pago — Más libre que el pensamiento,
Que el gaucho que llaman vago Como las nubes al viento
No puede tener querencia, A vivir sin paradero,
Y ansí de estrago en estrago Que no tiene el que es matrero
Vive yorando la ausencia. Nido, ni rancho, ni asiento.
(1313-8) (2005-10)
El anda siempre juyendo, Tiene el gaucho que aguantar
Siempre pobre y perseguido; Hasta que lo trague el oyo.
No tiene cueva ni nido,
Como si juera maldito.
(1319-22) (2091-2)
Ansina, pues, conociendo Ellos a la enfermedá
Que aquel mal no tiene cura... Le están errando la cura.
(829-30) (2141-2)
Porque el ser gaucho... [barajol Lo miran al pobre gaucho
El ser gaucho es un delito. Como carne de cogote;
Lo tratan al estricote —
Es como el patrio de posta, Y si ansí las cosas andan,
Lo larga éste, aquél lo toma — Porque quieren los que mandan
ISunca se acaba la broma — Aguantemos los azotes.
Dende chico se parece
Al arbolito que crece
Desamparao en la loma. ¡Puchal — ¡Si usté los oyera,
Como yo en una ocasión,
Le echan la agua del bautismo Tuita la conversación
Aquel que nació en la selva, Que con otro tuvo el juezl —
“Buscá madre que te envuelva”, Le asiguro que esa vez
Le dice el flaire y lo larga, Se me achicó el corazón.
Y dentra a crusar el mundo
Como burro con la carga.
Hablaban de hacerse ricos
Y se gría viviendo al viento Con campos en la frontera —
204 EL POEMA
Como oveja sin trasquila — De sacarla más ajuera
Mientras su padre en las filas Donde había campos baldidos —
Anda sirviendo al Gobierno — Y llevar de los partidos
Aunque tirite en invierno Gente que la defendiera.
Naides lo ampara ni asila.
Le llaman ‘‘gaucho mamao" Todo se güelven proyectos
Si lo pillan divertido, De colonias y carriles —
Y que es mal entretenido Y tirar la plata a miles
Si en un baile lo sorprienden — Eu los gringos enganchaos,
Hase mal si se defiende, Mientras al pobre soldao
Y si no, se v e ... fundido. Le pelan la chaucha — ¡ah, vilesl
Nr, tiene hijos, ni mujer, Pero si siguen las cosas
Ni amigos, ni protetores, Como van hasta el presente
Pues todos son sus señores Puede ser que redepente
Sin que ninguno lo ampare — Veamos el campo disierto,
Tiene la suerte del güey, Y blanquiando solamente
¿Y dónde irá el güey que no are? Los güesos de los que han muerto.
Su casa es el pajonal, Hace mucho que sufrimos
Su guarida es el desierto — La suerte reculativa —
Y si de hambre medio muerto Trabaja el gaucho y no arriba,
Le echa el lazo a algún mamón, Pues a lo mejor del caso
I.o persiguen como a plaito Lo levantan de un sogaso
Porque es un “gaucho ladrón”. Sin dejarle ni saliva.
Y si de un golpe por ay De los males que sufrimos
Lo dan vuelta panza arriba,, Hablan mucho los puebleros,
No hay una alma compasiva Pero hacen como los teros
que le rese una oración — Para esconder sus niditos:
Talvez como cimarrón En un lao pegan los gritos
En una cueva lo tiran. Y en otro-tienen los güevos.
El nada gana en la paz, Y se hacen los que no aciertan
Y es el primero en la guerra — A dar con la coyontura —
No le perdonan si yerra, Mientras al gaucho lo apura
Que no saben perdonar — Con rigor la autoridá. . .
Porque el gaucho en esta tierra
Sólo sirve pa votar.
Para él son los calabozos,
Para él las duras prisiones —
En su boca no hay razones
Aunque la razón le sobre,
Que son campanas de palo
Las razones de los pobres.
Si uno aguanta, es gaucho bruto —
Si no aguanta, es gaucho malo —
LAS ESTRUCTURAS 205
¡Déle azote, déle palo,
Porque es lo que él necesital —
De todo el que nació gaucho
Esta es la suerte maldita.
(1323-84) (2095-140)
Hay un indicio para juzgar que la composición del relato
de Cruz sea anterior al de Fierro, y es el verso 2090: Que algún
día se ha’e parar, corregido después así: Que algún día ha de
parar; única vez que Hernández usó el apóstrofo.
Puede establecerse, asimismo, un cotejo entre el relato de
las mañas del pulpero y de las estratagemas de la Bruja y el
proveedor (Cantos IV de la Ida y XXVIII de la Vuelta):

RELATO DE MARTIN FIERRO RELATO DE PICARDIA


Era un amigo del Gefe Decían que estaba de acuerdo
Que con un boliche estaba; La Bruja y el provedor,
Yerba y tabaco nos daba Y que recebía lo pior—.. .
Por la pluma de avestruz, Puede ser —pues no era lerdo.
Y hasta le hacía ver la luz
Al que un cuero le llevaba. Que a más en la cantidá
Pegaba otro dentellón,
Sólo tenía cuatro frascos Y que por cada ración
Y unas barricas vacías, Le entregaban la mitá.
Y a la gente le vendía
Todo cuanto precisaba... Y que eso lo hacía del modo
A veces creiba que estaba Como lo hace un hombre vivo:
Allí la proveduría. Firmando luego el recibo,
Ya se sabe, por el todo.
¡Ah, pulpero habilidoso!
Nada le solía faltar — Pero esas murmuraciones
¡Hay juna! — y para tragar No faltan en campamento:
Tenía un buche de ñandú; Déjenme seguir mi cuento,
La gente le dió en llamar O historia de las raciones.
"El boliche de virtú”.
La Bruja las recebía
Aunque es justo que quien vende Como se ha dicho, a su modo —
Algún poquitito muerda, Las cargábamos, y todo
Tiraba tanto la cuerda Se entriega en la mayoría.
Que con sus cuatro limetas
El cargaba las carretas Sacan allí en abundancia
De plumas, cueros y cerda. Lo que les toca sacar —
Y es justo que han de dejar
Nos tenía apuntaos a todos Otro tanto de ganancia.
Con más cuentas que un rosario,
206 EL POEMA
Cuando se anunció un salario Van luego a la compañía,
Que iban a dar, o un socorro — Las recibe el comendante,
Pero sabe Dios qué zorro El que de un modo abundante
Se lo comió al Comisario. Sacaba cuanto quería.
Ansí la cosa liviana
Va mermada por supuesto;
Sacaron unos sus prendas Luego se le entrega el resto
Que las tenían empeñadas; Al oficial de semana. —
Por sus diudas atrasadas — Araña, ¿quién te arañó?
Dieron otros el dinero; Otra araña como yo.
Al fin de fiesta el pulpero
Se quedó con la mascada. Este le pasa al sargento
Aquello tan reducido —
Y como hombre prevenido
Saca siempre con aumento.
Allí tuito va al revés:
Los milicos se hacen piones, Esta relación no acabo
Y andan por las poblaciones Si otra menudencia ensarto;
Emprestaos pa trabajar — El sargento llama al cabo
Los rejuntan pa peliar Para encargarle el reparto.
Cuando entran Indios ladrones.
El también saca primero
Ye he visto en esa milonga Y no se sabe turbar —
Muchos Gefes con estancia, Naides le va a aviriguar
Y piones en abundancia, SI ha sacado más o menos.
\ majadas y rodeos;
He visto negocios feos Y sufren tanto bocao
A pesar de mi ignorancia. Y hacen tantas estaciones,
Que ya casi no hay raciones
Cuando llegan al soldado
(685-726 y 811-22) (3785-834)
De las dificultades que encontró Hernández para ensamblar
los dos cantos de Picardía en la composición de la Vuelta nos
informa Leumann, en El poeta creador:
Todas [las estrofas] hacen parte de los Cantos 27 y 28, que son acusación
tremenda contra los gobiernos del país por mala conducta con los pobres
gauchos... Aquí continúa, con escritura serena, el relato que hace ahora
Picardía de su situación nueva en el fortín, como asistente de La Bruja,
y se describe al curioso personaje... El hijo de Cruz no aparece, en el
manuscrito, mediante el breve romance que constituye el Canto XX de la
Vuelta (romance compuesto sin duda cuando los originales definitivos
de la obra iban ya para la imprenta)... Las primeras planas de Picardía
se diferencian, liasta por su aspecto gráfico, de todas las otras que forman
el manuscrito. Las hay con más enmiendas, pero que no traducen, como
aquí, el enconado esfuerzo inútil: tachas, borrones, lugares ilegibles, versos
LAS ESTRUCTURAS 207
que se interrumpen a mitad de una palabra, rasgos de letra vertiginosa
y nerviosa, no corregidos gazapos, y sextinas con señales de una desalentada
suspensión de la tarea... P ic a r d ía : M e crié sin padre y sin m adre E n
continuo p ad ecer Sin naides a qu ien q u e r e r .. . (estos tres versos aparecen
tachados). Aquí termina la primera batalla que libró Hernández en el
intento de presentar a Picardía y hacerle referir sus aventuras.
En el romance (Canto XX) de presentación de Picardía,
hallamos estos dos versos: Pero andaba despilchao, No traia una
prenda buena (II, 2923-4) que recuerdan estos otros dos del
Canto VII de la Ida: No tenía una prenda güeña N i un peso
en el tirador (1133-4).
De mucha mayor significación, para fechar los cantos de
Picardía en que refiere sus penurias en la Frontera, son algunas
publicaciones de El Río de la Plata, cuya transcripción hará
más evidente su coetaneidad: dice en el número del 19 de
agosto de 1869: “¿Qué se consigue con el sistema actual de los
contingentes? Arrebatado a sus labores... para convertirlo en
un vago, en un elemento de desquicio e inmoralidad” (versos
3685-8 y 3697-704: ¡Lo tratan como a un infiel! Completan su
sacrificio No dandolé ni un papel Que acredite su servicio. . .
Y como están convenidos A jugarle manganeta, A reclamar no
se meta Porque ¿se es tiempo perdido. Y luego si a alguna Es­
tancia A pedir carne se arrima, Al punto le cain encima Cor^
la ley de la vagancia)-, en el artículo del 6 de octubre de 1869:
“Los gobiernos necesitan soldados para atender el servicio de
la frontera, pues que los busquen con sus recursos propios”
(versos 3705-8: Y ya es tiempo, pienso yo, De no dar más con­
tingente; Si el Gobierno quiere gente, Que la pague y se acabó)j
el 21 de agosto de 1869: “Los hijos de la Provincia de Buenos
Aires se han diseminado por todas partes, huyendo a buscar
seguridades y refugio en las demás provincias o fuera del terri­
torio argentino (versos 3713-6: Y digo, aunque no me cuadre ;
Decir lo que naides dijo: La Provincia es una madre Que no
defiende a sus hijos); el mismo día: “Nuestros compatriotas de
la campaña son perseguidos como delincuentes. . . ” (versos
3709-12: Y saco así en conclusión En medio de mi inorancia,
Que aquí el nacer en Estancia Es como una maldición ); el mis­
mo día: “El servicio de las fronteras sólo pesará sobre los pocos
vecinos laboriosos y acomodados, que no pudiendo abandonar
208 EL POEMA
sus familias se someten a las tristes consecuencias de una suerte
fatal. Así es que no sólo obligamos a una parte de la población
de la campaña a andar errante y al acaso, huyendo al servicio
personal que se le quiere imponer. . .” (versos 3717-24: Mueren
en alguna loma En defensa de la ley, O andan lo mesmo que
el güey, Arando pa que otros coman. Y he de decir ansí mismo',
Porque de adentro me brota, Que no tiene patriotismo Quiert
no cuida al compatriota).
Sería absolutamente inconcebible que en 1879 Hernández
glosara sus opiniones vertidas diez años antes, cuando tenían un
sentido de realidad, con tal fidelidad como se comprueba por
el cotejo, ni que concibiera, ya sin el calor de la lucha política,
los versos con que termina Picardía su historia: Y es necesario
aguantar El rigor de su destino; El gaucho no es argentino Sinó
pa hacerlo matar. Ansí ha de ser, no lo dudo, Y por eso decía
un tonto: «Si los han de matar pronto, Mejor es que estéii des­
nudos ». Pues esa miseria vieja No se remedia jamás; Todo el
que viene detrás Como la encuentra la deja. Y se hallan hom­
bres tan malos Que dicen de buena gana: “El gaucho es como
la lana, Se limpia y compone a palos. . . (3867-82).
En cuanto a las estrofas del Preámbulo de la Vuelta que
contienen el tono acusador y enérgico de la Ida (versos 103
a 132), Leumann, que ha revisado el Manuscrito, nos dice que
no se encuentran en él. Es muy posible que mediante ese puente
tratara Hernández de conectar la tesitura de la anacrónica acu­
sación de Picardía con la en su momento actualísima de la
Primera Parte.

ORDENACION DE LOS MATERIALES EN EL


MANUSCRITO
Carlos Alberto Leumann ha tenido, según hemos visto, el
privilegio de examinar y estudiar el Manuscrito. Su libro El
poeta creador contiene algunos datos relacionados con la elabo­
ración de la Vuelta. Parte de ella ha sido escrita en la creación
poética, con tachas, correcciones, modificaciones, o asentando
la primera idea en versos que pasan a ocupar otro sitio en
estrofas siguientes o anteriores; parte de ella es copia de una
LAS ESTRUCTURAS 209
escritura hecha en otros borradores, por no registrar el Manus­
crito ninguna corrección y ser su caligrafía más clara y segura.
El Manuscrito está contenido en seis cuadernos escolares,
cinco de tapas rojas y uno de tapas azules, numerados del 1 al
5, pues el penúltimo, que contiene la historia de Picardía, es
supernumerario. La primera hoja de este cuaderno, numerado
4 1/ 2 , está arrancada. Los demás cuadernos están completos. Erí
el número 4 quedan nueve hojas sin utilizar, y concluye con
las aventuras del viejo Vizcacha. La salida de Martín Fierro
del Desierto hubo de ser explicada, juzga Leumann, después
de cantar el Hijo Segundo. En el Manuscrito hay cuatro versos
inéditos, que correspondían al romance del Canto XI: He de
contarles después, Si les interesa el cuento, El motivo y la ma­
nera Como salí del desierto. Informa Leumann:
El episodio del Indio y la Cautiva lo compuso Hernández mucho después
del romance del encuentro (está en el último cuaderno). Entonces lo
colocó antes de la Payada con el negro. Advirtió el error cuando termi­
nado (o casi) el Poema. La Cautiva no estaba en el p la n ... El manuscrito
nos descubre aquí lo provisorio y desarmable del primer plan de la
Vuelta. Hernández ignoraba aún cómo el protagonista abandonó los toldos.
Por consiguiente, ignoraba también el importante combate con el indio
en defensa de la cautiva. Conforme al primer plan, Martín Fierro se
interrumpe en una última estrofa del primitivo Canto VI: R ecuerdo tan
doloroso No m e deja continuar.

De mayor interés son los datos que Leumann suministra


acerca de Picardía:
Pensaba Hernández que Martín Fierro podría narrar su vuelta de los
toldos cuando sus dos hijos hubiesen referido sus respectivas historias.
El hijo del sargento Cruz no había asomado aún en su imaginación como
personaje activo del poem a... Y como quiera que, según el primitivo
plan, Martín Fierro ha de relatar antes el regreso a las poblaciones, deja
allí nueve hojas en blanco, al cabo de las cuales ensaya infructuosamente
la parte de Picardía... Las nueve hojas vírgenes eran muy pocas. Cuando
Hernández llega a escribir, mucho después, el susodicho relato, necesitará
un cuaderno íntegro... Pero el hijo de Cruz resulta ocasión incidental
de una grave crisis en la construcción de la V uelta... Todas (las estrofas
de la lámina XXXIII) hacen parte de los cantos 27 y 28, que son acusación
tremenda contra los gobiernos del país por mala conducta con los pobres
gauchos... Una estrofa (lámina XXXVIII, la primera del canto origi­
nal XXII, titulado “Martín Fierro”), cuyos dos últimos versos: Q ue tubié-
ramos parece A lgún pecau que pagar, pasan a terminar el relato de Picardía.
210 EL POEMA
El capítulo XXV del citado libro de Leumann se titula:
“Hernández pierde su primera batalla de Picardía” (cf. supra,
pp. 101 s.), y ahí, siempre fuera del verdadero problema, co­
menta:
De los seis cuadernos manuscritos que permiten contemplar la construcción
palpitante de L a Vuelta de M artin F ierro, el número 4 es el que más
enseña... Recordemos que este cuaderno número 4 termina la relación
del hijo segundo, con el cuadro espeluznante del viejo Vizcacha muriendo
en su ley diabólica y con las desventuras finales del protagonista cantor;
que hay en seguida nueve hojas en blanco, destinadas, según el plan
primitivo de la Vuelta, a relatar cómo sale Martín Fierro de la toldería.
Empieza luego la batalla de Picardía. Pelea dura, que dejó varias sextinas
inéditas, llenas de reformas y con los rastros de un gran esfuerzo fallido.. .
Alcanza Hernández a escribir cinco estrofas y la mitad de otra. Sucesión
de ideas grises en versos desanimados. Sin una sola imagen, sin una expre­
sión feliz. También la sintaxis flaquea. Faltan fluidez, concepto rotundo
y la arquitectura armoniosa que caracterizan la sextina del M artin F ierro.
En el capítulo XXVI de la citada obra de Leumann, leemos:
Y en otro cuaderno, que lleva en la tapa el número 5, encara otro argu­
mento del poema. Muy claramente se deduce que no creía necesitar más
espacio para cuando pudiese al fin construir los cantos de Picardía.
Cuando esto ocurre, aquellas ocho hojas apenas bastan para las primeras
andanzas del protagonista. Y tiene Hernández que seguir su historia en
otro cuaderno, que así resulta intermedio entre el 4 y el 5 . . . Trabajo
muy complejo y lleno de accidentes cuando huye del Picardía malogrado
y ensaya otra cosa en el cuaderno número 5 . . . Conviene desatender por
ahora lo que ensaya en este último cuaderno, y quedamos en el nú­
mero 4. Allí antes de su segunda, larga y victoriosa batalla por el hijo
de Cruz, Hernández había hecho una tentativa, que alternó con su trabajo
del cuaderno 5, de reabordar al nuevo personaje...
En el capítulo XXVIII comenta Leumann:
Por lo armónico de la letra y limpieza de las planas, no hay duda que
el manuscrito del canto 25 (leva de gauchos para la frontera), en el
cuaderno número 4 de la Vuelta, no es la primera hechura del texto. . .
De suerte qu e dicho canto 25 lo com puso, reform ó y corrigió m entalm ente,
[el subrayado es mío]. Lo
o de carillas sueltas lo trasladó al c u a d e r n o ...
mismo se puede asegurar del canto 26 (número 20 en el manuscrito).
Casi todas sus planas son realmente caligráficas, al contrario de las que
en seguida corresponden al cuadro infernal de lo que Picardía cuenta
que vió en la frontera.
LAS ESTRUCTURAS 211
En la imposibilidad absoluta de consultar el Manuscrito, y
siendo Leumann el único a quien se le ha permitido estudiarlo,
he tenido que utilizar ampliamente sus observaciones, pues
corroboran mi hipótesis de que los cantos XXVII y XXVIII
de la Vuelta son lo más antiguo de todo el Poema.
Por las diferencias que existen entre el texto manuscrito y
el publicado en 1879, debemos inferir que todo el material que
contienen los seis cuadernos sufrió una ulterior reelaboración;
y las líneas verticales con que las planas aparecen cruzadas
indica el traspaso a otro manuscrito que se ha perdido. Las ob­
servaciones de Leumann sobre el texto conservado se pueden
concretar así:
a) correcciones de palabras, versos o estrofas sobre la misma
escritura o al margen;
b) estrofas enteras testadas por trazo de varias líneas ver­
ticales;
c) en ocasiones se utilizan algunos versos tachados, y en
otras se abandona íntegramente la estrofa;
d) Hernández suele asentar versos que luego utilizará en
diversos lugares de otras estrofas, por lo general al fin;
e) deja páginas en blanco, para colocar más tarde episodios
que tiene concebidos en el plan;
f) algunos de los cantos, y muchas veces estrofas, cambian
de lugar en la organización definitiva del Poema, como el re­
lato de la Cautiva;
g) faltan en el Manuscrito que se conserva (posiblemente
se hallan en otro cuaderno) los tres últimos cantos del Poema;
h) la estadística que Hernández llevaba en hoja aparte del
orden de los cantos y cantidad de versos en cada uno sólo llega
hasta el canto XXV;
i) sólo se utiliza el anverso de la hoja.
Las correcciones más importantes del texto de la Vuelta con
relación al Manuscrito son las siguientes:
En lugar de la estrofa: Pero el indio es dorm ilón.. . (307-12),
había escrito: Duerme el indio como un pájaro Si dispone vigi­
lar; alguien lo puede igualar En destreza y en coraje, Mas naide
iguala al salvaje A ver lejos y a cuidar. Después de la estrofa
que termina: Con dos cueros de bagual (414), hizo otra que no
utilizó: Yo no puedo asigurar Si es pior el peligro cierto De
212 EL POEMA
ser perseguido o muerto En su tierra con apuro, O verse un
hombre seguro Pero solo en el desierto. Suprimidos, en plana
frontera, tres versos: Viviendo sin esperanza, Siempre bajo la
amenaza De nuestro incierto destino. Otra estrofa inédita, en
lugar de los puntos suspensivos, después del verso 744: Y si
ellos hacen festejos Por cosa tan mal habida, Yo que regreso
con vida Soñando en ir a mi pago Es justo que tome un trago
Festejando mi venida. Después de la última estrofa del Canto
V (verso 774) —Que pasaran sin comer Estrañábamos nosotros:
Después por algunos otros Pudimos aviriguarles Que cada china
entra al baile Con una ración de potro—, anota, para utilizar
luego: Un inglés ojos celestes Como potrillito zarco.. . Las tres
estrofas sobre el caballo del indio, en el Canto VI (versos 493­
510) tuvieron esta versión, que Hernández tacha: De ese modo
anda liviano, No fatiga al mancarrón. Es su espuela en el malón
Después de bien afilao Un cuernito de venao que se amarra en
el garrón. Aquel que tiene un güen pingo Que se llega a disJ
tinguir Lo cuida hasta pa dormir, De ese cuidado es esclavo
(tacha: Con un empeño que alabo), etc. Estrofa suprimida (des­
pués del verso 2168): Entonces yo lo inoraba, Pero después e
sabido Que siempre igual había sido Y que fué desde más mozo
El hombre más trabajoso Que pisaba en el partido. Antes del
verso 2415, que dice: «Los que no saben guardar...», había
anotado el final de la estrofa: Al que nace barrigón Es al ñudo
que lo fagen. El primitivo decía: Los que nacen para pobres
Lo han de ser aunque trabajen. En plana tachada por tres rayas
verticales, las estrofas (correspondientes a los versos 2373-8 y
2391-6) decían: Yo voy donde me conviene Y jamás me descarrío.
Llevate el consejo mío Y llenarás la barriga; Aprendé de las
hormigas: No van a un saco vacío. Si quieres vivir tranquilo
Dedícate a solteriar, Mas si te querés casar Has de buscar mujer
fea; Porque es difícil guardar Prendas que otros codicean. Des­
pués del verso 2456, una estrofa inédita: Voy a ponerle un em­
plasto Echo de apio cimarrón. Puede ser que la inchas,ón Con j
siga hacerse bajar Y que logre mejorar Si viene superación (su­
puración). Suprime la estrofa: Lo que han sufrido mis hijos
Ya lo acaban de contar El mal en vez de amenguar Para el
pobre siempre crece; Que tuviéramos parece Algún pecao que
pagar (los dos versos finales pasan a cerrar el canto XXVIII).
LAS ESTRUCTURAS 213
Estrofa suprimida (después de los versos 157-62): Y pues que
todos conocen Que es grande la tremolina; Que aquel que a
decir se anima Las cosas con claridá Dice a veces la verdá Coma
naides lo imagina.
En el Canto I de la Vuelta, el texto impreso contiene ocho
estrofas (8, 15, 18, 19, 20, 21, 22 y 26) que no figuran en el
Manuscrito. En el verso 3 cambia (sin estar en el Manuscrito),
la palabra “reunión” por “ocasión”, que tiene especial interés
como intento de no concretar el lugar en que Martín Fierro
canta a su regreso.
Los cinco Cantos, también de la Vuelta (del II al VI), que
contienen la historia en la toldería, debieron de haber sido
compuestos aparte, antes del canto de Introducción (Preludio
de la Vuelta), aunque en el Manuscrito figuren después de él;
en su orden. En el canto inicial, según observa Leumann,
hay una compleja tarea de alteración y de mudanzas. Nada semejante
ofrecen al examen los cinco cantos que siguen, en los cuales subsiste el
orden primitivo de los episodios... Se diría, pues, otra manera de tra­
bajar para estos cinco cantos de la toldería, y una más fácil afluencia
de los temas.
La interpretación que Leumann da a las correcciones, mo­
dificaciones y alteraciones de lugar de versos y estrofas parte del
supuesto de que los cuadernos contienen la primera escritura
de la creación poética. En algunos casos esto es evidente; pero
cuando la redacción es continua y el asunto configura un tema
completo debe pensarse en una elaboración anterior. Conside­
rando el Manuscrito como una fase intermedia (en general)
entre la escritura de creación y el texto impreso, se aclaran
muchos problemas, entre ellos el de la dificultad o facilidad
con que el Autor logra expresar sus ideas, y hay que desechar
la suposición (que es el criterio que Leumann adopta) de mo­
mentos felices de inspiración.

LIRISMO FUNDAMENTAL
La extensión de los Preludios da a cada una de ambas Partes
una tesitura fundamentalmente lírica. Lógicamente el Poema
214 EL POEMA
habría de desarrollarse en el tono de la elegía, aunque se inter­
calaran en ella referencias a hechos concretos que habrían de
ilustrar, como simples apoyos en la realidad, el tenor de la con­
fesión. No ocurre así, porque insistentemente la importancia
del hecho tiende a centrar la composición, hasta que, final­
mente, la precipita en una circunstanciada narración que alcan^
za inclusive la forma típica del drama.
Por esta circunstancia el Preludio es, principalmente en la
Ida, una introducción lírica que se articula con los relatos de
manera precaria. Lo lírico forma, dentro del corpus del Poema,
una postura bien diferenciada del cantor que se dirige a un
auditorio numeroso. El paso del Preludio al desarrollo narra­
tivo se opera en la Ida por un pasaje de transición, que comj
prende en un tono de evocación el Canto II, para entrar, en
el III, a la historia circunstanciada del Protagonista. En la
Vuelta, ese pasaje tiene un carácter crítico, refiriéndose el Can­
tor a la fase anterior de su biografía como a un texto literario
cuyos valores afirma por contraposición a otro tipo de poesía:
Indiscutiblemente, esos pasajes llenan la función de exordios
que preparan la entrada al tema. El Exordio de la Ida es una
pieza de montaje de una técnica muy meritoria, por cuanto
suelda dos secciones antípodas y difícilmente reconciliables: la
elegía de lirismo puro y la narración absolutamente objetiva.
Estas partes líricas, los Preludios y los Exordios, están con­
cébidos para dirigirse el Cantor a un público que lo escucha;
en tanto que los episodios (que también llamamos “ilustrado-
nes” o “ejemplos”) acentúan un tono confidencial, como si se
tratara de un relato hecho a un grupo de amigos, cuando no
a una sola persona, l ’anto Martín Fierro como Cruz usan in­
distintamente el tono enfático o el íntimo, y la historia de
Cruz es narrada, casi íntegramente, como ante un numeroso
auditorio, aunque en repetidos momentos del relato se dirige;
en tono confidencial, a su único oyente: Martín Fierro. Tiene
este relato la particularidad de que el verdadero preludio está
puesto a mitad de su discurso, si bien lo precede un breve
preámbulo de presentación. Estos preámbulos constituyen una
fórmula, pues todos los cantores se presentan con frases con­
vencionales en las composiciones payadorescas. Ninguno de los
demás personajes (los Hijos de Martín Fierro, Picardía, el Mo­
LAS ESTRUCTURAS 215

reno) emplea la extensa reseña de su persona que Fierro y Cruz;


pero el Hijo Mayor apenas insinúa el hecho que motiva sus
infortunios, manteniendo el tono lírico en toda su dilatada
exposición.
Las partes líricas, en que los personajes exhalan sus quejas
o comentan sus sentimientos, comprenden en la Ida 952 versos
sobre el total, de 2,316; y en la Vuelta, 1,544 sobre el total de
4,894. Aun tratándose de proporciones no mensurables, la Ida
tiene un carácter lírico más prominente que la Vuelta, calidad
que no sólo resulta del mayor porcentaje de los versos expre­
sivos de estados de ánimo sobre los del relato objetivo, sino
de la más intensa fuerza que cobran en la Primera Parte del
Poema. Son lo fundamental y, una vez fijada la personalidad
del Protagonista (y en grado menor de Cruz) siguen influyendo
en todo el transcurso de la composición sin que le permita de­
clinar al plano de lo biográfico, tal como se habría obtenido
en un relato hecho en tercera persona.
Pero no basta ni la extensión ni la intensidad de las partes
líricas para caracterizar a la Obra como una endecha; sin que,
empero, deje de ser otra cosa. Esta circunstancia equívoca no
permite la clasificación del Poema dentro de las divisiones clá­
sicas de los géneros, y en su heterogeneidad, lejos de diluir su
interés, lo reconcentra por la misma diversidad de situaciones
que permite al lector tener distintas “tomas” de la personalidad
de los personajes y del ambiente social en que actúan. Las par­
tes líricas reemplazan las observaciones del espectador, y aquello
que hubiera resultado de una explicación en que el Autor nos
dijese lo que los hechos escuetos no alcanzan a dilucidar, está
expuesto por boca de los mismos agentes históricos.
Aun dentro de un relato, o sirviendo de puente entre ellos,
se encuentran estas efusiones líricas en que el Poema entero
vuelve a apoyarse en lo psicológico, que es su base positiva, y
por las cuales se profundiza y trasciende de la simple anécdota
común. Tan pobres son los materiales externos que componen
la narración, que si no los enriqueciera el comentario sagaz, la
reflexión de práctica sabiduría, rodaría la Obra al nivel de las
demás composiciones gauchescas. Pero precisamente es ese elej
mentó lírico (subjetivo, mejor dicho) el que levanta constante­
mente al Poema sin que la inanidad de la fábula lo obligue
216 EL POEMA
jamás a descender un punto de su alto nivel. Los hechos, que se
reflejan a través de una psicología compleja, siempre y sin ex­
cepción, quedan fijados en un plano moral que contrasta con
toda clase de miserias inherentes a la situación histórica de
los personajes. Por grande que sea el interés dramático de los
hechos, éstos no se expresan por sí mismos, sino a través del
alma de los actores; y es ahí donde adquieren una altura y una
complejidad riquísima de perspectivas. El episodio vale siempre
lo que el narrador. Los hechos surgen de la situación psicológica
de los personajes y nunca olvidamos, porque el texto no lo perj
mite, que son referidos por ellos mismos. Los hechos pertenecen
a un pasado con respecto a la situación moral presente de los
relatores, y esta tesitura de evocación mantiene a la Obra en
su lirismo, que cada uno de los locutores actualiza en su propia
estilo de contar. Aunque también en el Santos Vega las histo­
rias son contadas, tienen tal objetividad con respecto a los
narradores que se impostan en un plano histórico, con indepen­
dencia del pathos del relator; lo cual jamás ocurre en el Martín
Fierro.

LA TECNICA NOVELISTICA
El primer problema para determinar la estructura e índole
del Poema está en que Martín Fierro cuenta cantando. Expre-
sámente dice: Me siento en el plan de un bajo A cantar un ar­
gumento (45-4). Por añadidura, el Poema está insuflado de un
espíritu polémico y de crítica social y política que, además de
resultar visible en el texto, taxativamente se declara en los dos
últimos versos de la Ida, pues lo que ha referido, “a su modo”,
son Males que conocen todos Pero qtie naides contó.
Es de todos puntos de vista inútil intentar clasificar una
obra tan desordenada y compleja dentro de un género tradicio­
nal, elegía, relato, sátira, novela, epopeya bárbara, pues sus
elementos humanos y anecdóticos han sido recogidos y acumu­
lados con arreglo a un plan impreciso de denunciar atropellos
e injusticias, y de fijar al mismo tiempo la psicología del habi­
tante de las fronteras intranacionales. El mundo que se exhibe
más que se describe, es el que habitan esos seres fronterizos, con
LAS ESTRUCTURAS 217

sus costumbres y psicología peculiares, en un ámbito social de


tipo rústico. La definición de “frontera” del sociólogo belga
De Greef, y el sentido de sociología rural, distinta de la urbana,
introducido por 'I ónnies, son factores tectónicos de la Obra;
de donde una clasificación tal como la de crónica de frontera
parecería la más adecuada, sin ser ello ni aproximadamente
exacto. Hay en el Poema muchas cosas más que desbordan el
marco estrecho de una zona y clase de habitante determinadas,
genuinas, en cuanto representan un vasto sector regional de idio­
sincrasia y costumbres morales, y un territorio que se desplaza
a los dos extremos de la vida salvaje y de la vida organizada
por el Estado.
El objeto del Poema es cantar contando. A pesar de sus
peripecias, el tono fundamental del relato del Protagonista,
hasta el Canto X de la Ida y hasta el XI de la Vuelta, es lírico;
pero a esa altura de cada Parte toma decididamente una es­
tructura dramática con la incorporación de nuevos interlocu­
tores que traen al argumento sus propias experiencias y modos
de conducta. Nunca tenemos la impresión de que se trate ex­
clusivamente de desahogos personales y confidenciales del gau­
cho; porque está contando sucesos históricos que trascienden
de su propia individualidad, precisamente en cuanto que no
son característicos de una persona, sino de un lugar y un tiem­
po. Esto ha dado origen a una suposición gratuita de que
el Poema pudiera incluirse en las obras épicas y que el Pro­
tagonista pudiera asumir en ciertos aspectos la personalidad
del héroe. Nada más contrario a la verdad.
Alberto Gerchunoff (en el artículo “Martín Fierro como
tipo hum ano”, publicado en La Nación) dice:
Estamos acostumbrados a definir a M artín Fierro como poema épico. No
obstante ser un relato de sucesos en que se resumen aspectos de la sub-
historia del pueblo, no son esas condiciones las que señalan la importancia
primordial de la obra. Su naturaleza épica nace de su fondo de novela,
en que el poeta ha logrado crear un tipo. Si se “prosificara” el poema
como antiguamente solían prosificar los cronistas castellanos las narraciones
heroicas, para incorporarlas a las letras históricas, subsistiría, seguramente,
el vigor y la vivacidad que encontramos en la extensa relación en verso.
Es porque los episodios, las situaciones, los acontecimientos, los contrastes
trágicos que constituyen su trama, no perderían su unidad, que no viene
de la pericia artística, sino de la estructura humana del protagonista.
218 e l p o e m a

La índole del asunto y la porción del terreno que el Autor


se propuso explorar, definían ya de antemano la naturaleza
novelística de su Obra. Es, en muchos sentidos, la misma po­
sición que adopta Ascasubi en su Santos Vega, y que declara
así en el prólogo a la edición de 1872:
Mis versos nacen de mi espíritu, cuyo consorcio ha sido siempre con la
naturaleza de esas pampas sin fin, la índole de sus habitantes, sus paisajes
especiales que se han fotografiado en mi mente por la observación que me
domina. Mi ideal y mi tipo favorito es el gaucho, más o menos como
antes de perder mucho de su faz primitiva por el contacto con las ciudades
y tal cual hoy se encuentra en algunos rincones de nuestro país argentino.
Este tipo es más desconocido actualmente de lo que en general puede
creerse, pues no considero que sean muchos los hombres que han podido
establecer comparación sobre cuánto ha cambiado el carácter del habitante
de nuestra campaña, por su incesante participación en las guerras civiles,
y por la constante invasión en sus moradas de los hábitos y tendencias
de la vida peculiar de las ciudades... Al referir sus hechos [de “un ma­
levo”] y su vida criminal por medio del payador Santos Vega, especie
de mito de los paisanos que también he querido consagrar, se une feliz­
mente la oportunidad de bosquejar la vida íntima de la Estancia y de
sus habitantes, y describir también las costumbres más peculiares a la
campaña, con alguno que otro rasgo de la vida de la ciudad. En^ esta
mi historia, poema o cuento, como se le quiera llamar, los indios tienen
más de una vez una parte prominente, porque, a mi juicio, no retrataría
al habitante legítimo de las campañas y praderas argentinas el que olvidara
al primer enemigo y constante zozobra del gaucho.
Muchas de las intenciones declaradas por Ascasubivuelven
a encontrarse en Hernández, tácitas o manifiestas en sus Pró­
logos, y de la Obra resulta aún más convincente la analogía
de los propósitos. Pero en el Martin Fierro los arranques líri­
cos del Protagonista jamás permiten que se confiera importan­
cia primordial a los hechos que narra, sino que prevalece en
el primer plano su figura de Cantor. De ahí que la historia
no nos impresione sino a través de esa atmósfera espiritual, y
que, llevados por el sentimiento, las quejas, las digresiones
íntimas y los comentarios que matizan la lectura, dejemos correr
el relato, con sus hechos y personas, como sostén de la situa­
ción psicológica del Cantor. Los materiales novelísticos se
han acumulado en torno a un hombre que se sincera, pero son
de tal magnitud y se hallan distribuidos con un interés obje­
tivo tan grande, que el Poema asume definitivamente la es­
LAS ESTRUCTURAS 219
tructura de una novela de curiosísimas particularidades. El
relato del Hijo mayor nos daría los rasgos típicos de la Obra,
en cuanto que es una queja que se exhala extrayendo de sí
toda la sustancia dramática, pero en que su situación de pre­
sidiario, injustamente condenado, provee de un elemento anec­
dótico que le impide ser exclusivamente una elegía. El rigor
del régimen penitenciario, la indiferencia total que circunda
al infeliz, la humanidad de los carceleros, embotada por su
cotidiana función, el ambiente escindido en forma tajante del
mundo con el que se comunica porque el presidiario es un ser
humano desgajado de él, suministran elementos que la nove­
lística actual utiliza corrientemente.
Cuando la endecha se opone al relato neto, las figuras se
destacan en un fondo sombrío como fantasmas iluminados por
una remota luz; pero basta que se desvanezca el ensalmo de
la palabra y tengamos ante nosotros un fragmento vivo de la
realidad. Para Hernández el Poema no era ni un relato obje­
tivo ni un canto lírico. Independientemente de las tesis de sus
prólogos, que pretenden dar a su Obra un contenido crítico
y humanitario, su concepción era la de un sentimiento profun­
do de un tipo de existencia que superaba su comprensión ra­
cional, pero que le permitía trabajar en su desarrollo, en la
presentación de los casos y las personas en servicio de esa in­
tuición de un acontecer tfágico e ineluctable.
Esta concepción es la de un “mundo” infernal, en cuya
reminiscencia con el de Dante parece inspirarse al finalizar
su obra en el Canto XXXIII, que es el de la edad de Cristo,
pero también el del “Infierno” en su itinerario, descontando
el Prólogo. Si no un “infierno”, un conjunto de hechos, situa­
ciones y acontecimientos que el Protagonista compara con él
por su crueldad absurda. Cruz usa la misma comparación.
Historia, poema o cuento, según el sentir de Ascasubi, son
alternativas aplicables exactamente al Martín Fierro. Descar­
tada la forma y parcialmente el lenguaje de tropos y el énfasis,
el material vivo y el espíritu lúcidamente analítico del Autor,
que sabe describir con alucinante verismo, son de naturaleza
novelística. No es excesivo, pues, suponer un yerro inicial al
intentar condicionar el Poema en la tesitura de una elegía, y
de ese antagonismo, latente cuando no palmario, resulta un
220 EL POEMA
tipo de relato que puede ser colocado en compañía de las con­
cepciones igualmente híbridas de Kafka, Proust y Joyce. Defi­
nitivamente la analogía con la novela picaresca —saturada de
formas populares de las de caballerías y pastoriles— pone al
Martin Fierro junto al Santos Vega, ambos a gran distancia de
La cautiva, que trasciende al tipo de poema narrativo de Byron,
y de los Diálogos de Hidalgo, del Fausto de Del Campo y de
Los tres gauchos orientales de Lussich, que se estructuran sobre
la base de la obra teatral, representable. No puede decidir en
contrario la abundancia de sentimientos y de ideas que fluye
de la boca de los personajes, porque la habilidad más consu­
mada de Hernández reside en su técnica de contar rememorando,
aunque parezca en muchísimas ocasiones que ve y hasta con
harta evidencia. Narra con claridad precisa, con palabras que
no pierden su justeza definidora en su rico ropaje perifrástico.
Al contrario: imágenes y circunloquios tienden a fijar más
nítidamente la impresión real del hecho. La poesía surge, por
decirlo así, de una exuberancia de su facultad de contar. Y
esta facultad exuberante es tan dúctil y plástica que le permite
emplear diversas técnicas dentro de la misma forma narrativa.
La manera sintética y vaga de describir la Epoca Feliz con­
trasta con la minuciosidad deleitosa con que detalla las peleas,
silabeando sus más mínimos relieves. Aun en la conducción del
relato, sabe el Autor precipitar vertiginosamente el episodio o
demorarlo en un tempo lentísimo, cuando no con digresiones
que dejan en suspenso el interés. Asimismo, los dichos y las
metáforas contribuyen a destacar la acción y el aspecto plástico
—cuasi psicológico— del relato. Estas dotes innatas del Narrador
dan a la Obra un carácter eminentemente objetivo y visual
que concurre a fijar, más que la forma de novela, la técnica
novelística, que no es otra que la de la novela picaresca, aunque
el lenguaje de una poética sin compromisos con la poesía la
sitúe más acá de su floración naturalista de fines del sielo xix.
Es la pobreza del argumento lo que permite la inserción de un
O

elemento lírico que lo enriquece interiormente, y es la equívoca


naturaleza de su lirismo poético lo que permite que el sentido
práctico y realista enriquezca a su vez el parvo material anec­
dótico. También la desconexión de unos episodios con otros,
que nos colocan en la expectativa de lo imprevisto, y que se
LAS ESTRUCTURAS 221
sueldan con reflexiones y digresiones de tipo sentimental, hacen
que solamente en nuestra conciencia obtengan la unidad indis­
pensable para no ser otra cosa que una yuxtaposición de hechos
caprichosos. Lo lírico sirve de argamasa para unir esos bloques
independientes, que por formar parte de la experiencia y el
recuerdo del Cantor también en el lector adquieren un eje
firme; y la cohesión y la solidaridad, que no tiene el argumento,
las asume el espíritu.

AMBIENTES Y AMBITOS NOCTURNOS


La acción se concentra generalmente en torno al Personaje.
Lo que Hernández describe es la acción misma, de manera que
con notas sucintas de ambiente el cuadro queda completo. No
necesita el cuadro más tamaño que el que exigen los movi­
mientos libres del cuerpo.
La aventura en la toldería, de dilatado horizonte, no se
expande por la pampa; más bien la pampa se ajusta a las fi­
guras. Nunca se tiene la sensación de una vasta llanura, si no
es porque suponemos que existe. Hasta aquellos versos, los
únicos amplios y de mirada a lo lejos: ¡Todo es cielo y horizon­
te En inmenso campo verde! (II, 1491-2), se truncan instantá­
neamente con los que siguen, que vuelven a concentrar el
panorama en el personaje: ¡Pobre de aquel que se pierde O
que su rumbo estravea! Lo mismo ocurrió en el amanecer, que
110 puede decirse que describa: Entonces.. . cuando el lucero
Brillaba en el cielo sa n to ... (139-40), que se prosigue, diná­
micamente, con: Y los gallos con su canto Nos decían que el
día llegaba, con que se vuelve a la acción de levantarse los
peones, y el amanecer queda pospuesto al canto del gallo y
al movimiento de personas que se aprestan al trabajo.
Las mayores dilataciones del Poema se operan en el sentido
de la profundidad. Hasta las digresiones se internan en obser­
vaciones o recuerdos, en vez de fijarse en objetos del mundo
exterior. Todo el relato del Hijo Mayor está en este caso, pues
su desmesurada extensión no ocupa espacio sino tiempo: se
desarrolla en una introspección. Todos los personajes viven una
vida íntima, de introvertidos, y eso hace innecesaria la pintura
222 EL POEMA
de los lugares. En este concepto, el Santos Vega es el poema
de la pampa, como el Martín Fierro es el poema del gaucho,
cada uno con elementos fundamentales del mundo exterior y
del mundo interior. Allí todo se proyecta y se refleja, como
aquí se concentra y reabsorbe. Santos Vega flota en un pano­
rama de leguas, muchedumbres y años, en historias que se
concatenan en series interminables y abiertas, sin que ninguno
de los personajes tenga sino fugaces oportunidades de replegarse
en sí mismo, de reflexionar. Lo que tiene que hacer ocupa todo
su tiempo. En el Martín Fierro los diez años que abarcan sus
aventuras es un tiempo sobrante, pues los hechos ocupan unos
cuantos días, a veces minutos. El resto es silencio y trabajos
del espíritu. Martín Fierro trata de replegarse en seguida que
puede en su interior, donde vive. El panorama, lo circundante,
se sobreentienden con muy sutiles datos auxiliares para la ima­
ginación. Lo que creemos haber leído es incomparablemente
mayor y más complicado texto que el de la lectura. Sin embargo,
no podemos decir que no abarque la llanura y hasta el desierto.
Las escenas de interiores son muy pocas. Si se exceptúa
la circunstancia, que apenas se insinúa, de que la Vuelta es
cantada en una pulpería, la obra entera puede decirse que
transcurre a la intemperie, a campo abierto y sin confines.
Esto no ocurre, ni mucho menos, en el Santos Vega. Sólo oca­
sionalmente se habla de lugares cerrados: el Fortín, el rancho
de Cruz, el baile, las casas de las tías. En la historia de Vizcacha
todo ocurre fuera, pues el Hijo Segundo dice que no pudo
ni ver lo que había dentro de su tapera. Tampoco hay escenas
interiores de los toldos. En contraste absoluto, de nuevo, el
relato del Hijo Mayor se devana en una celda del presidio.
Concluye la obra con una impresión de mundo inexplorado,
infinito en su lobreguez, soledad y albur. Contribuye a soste­
ner la impresión de vasta llanura en torno un detalle que se
puede interpretar como una digresión, y no lo es: las indica­
ciones que Martín Fierro da sobre cómo debe proceder el
gaucho qne duerme en el campo, que retrotrae la acción a la
escena nocturna del Canto IX de la Ida. Más que para enseñar
a no perder el rumbo, la indicación refuerza la exclamación
del peligro mortal que hay en extraviarse. Lo hace precisamente
al salir de la pulpería, eludido el reto del Moreno, cuando han
LAS ESTRUCTURAS 223
de separarse los cuatro compañeros para siempre. No digre­
sión, sino una especie de pórtico a los cantos finales, poco
antes de que todo se disuelva en las sombras. Cobra así el
Poema su clima, su hora, su pathos. La llanura tampoco existe,
y la acción queda reducida al acto de marchar, apearse y hablar.
Es el padre que da consejos y no se sabe que ninguna otra
voz se oiga. La noche lo ha reabsorbido todo, pampa y hombres.
La mayor parte de las escenas han sido nocturnas, pocas
al amanecer y a la caída de la tarde. Se supone que Martín
Fierro canta su historia de noche las dos veces. De noche es
sorprendido y llevado a la Frontera y de noche se escapa. En
una escena nocturna por excelencia, la de la pelea con el Negro,
tenemos la nota fundamental del Poema, y la clave en que está
construido, revelada al final. El sentimiento de soledad del pro­
tagonista se aborda al atardecer, y es la noche la hora en armonía
con las tristezas de su alma: Ansí es que al venir la noche Iva
a buscar mi guarida— Pues ande el tigre se anida También el
hombre lo pasa (1415-8); Y al campo me iba solito. Más ma­
trero que el venao— Como perro abandonao A buscar una
tapera. O en alguna biscachera Pasar la noche tirao. Sin puntó
ni rumbo fijo En aquella inmensidá, Entre tanta escuridá Anda
el gaucho como duende; Allí jamás lo sorpriende Dormido la
autoridá (1427-38); Ansí me hallaba una noche Contemplando
las estrellas, Que le parecen más bellas Cuanto uno es más
desgraciao, Y que Dios las haiga criao Para consolarse en ellas:
Les tiene el hombre cariño, Y siempre con alegría Ve salir
las tres marías Que si llueve, cuanto escampa, Las estrellas son
la guía Que el gaucho tiene en la pampa (1445-56); Es triste!
en medio del campo Pasarse noches enteras Contemplando eri
sus carreras Las estrellas que Dios cría, Sin tener más compañíd
Que su soledá y las fieras (1463-8).
De noche lo ataca el centinela e inmediatamente lo casti­
gan. Y el diálogo de Martín Fierro y Cruz ha de haber sido
antes del alba, pues el Narrador informa que Cruz y .Fierro
de una estancia Una tropilla se arriaron— Por delante se la
echaron Como criollos entendidos, Y pronto, sin ser sentidos',
por la frontera cruzaron. Y cuando la habían pasao, Una ma­
drugada clara, Le dijo Cruz que mirara Las últimas poblado j
jies; Y a Fierro dos lagrimones Le rodaron por la cara (2287-98).
224 EL POEMA
Muchas escenas de la vida en el Desierto ocurren de noche.
El regreso del Protagonista con la Cautiva se hace andando de
noche y escondiéndose de día: Me vine como les digo Trayendo
esa compañera — Marchamos la noche entera Haciendo nuestro
camino Sin más rumbo que el destino Que nos llevara ande
quiera (II, 1461-6); Para ocultarnos de día A la vista del salva-
ge, Ganábamos un parage En que algún abrigo hubiera — A
esperar que anocheciera Para seguir nuestro viage (II,' 1515-20).
Dos relatos se extienden casi por entero en la sombra, ya
de la cárcel, ya de la vida a campo abierto de Vizcacha, con­
tados por los Hijos. Una de las respuestas del Moreno ha de
explicar cuál es el canto de la noche. Ninguno de los perso­
najes menciona la luna sino en alusiones de lenguaje figurado.
La luna es ya el paisaje, y en el Poema las estrellas emiten
la única claridad, que es para el cielo más que para la tierra.
La vida en el campo se divide en dos partes, como en el
anverso y el reverso de la existencia entera del hombre: son
dos mundos y dos almas. Hernández ha preferido la fase noc­
turna. La noche y la soledad le han provisto de sus más pode­
rosas sugestiones.
El predominio de la noche sobre el día responde, en la
concepción de la Obra, al sentido de privación, de ausencias.
Como la naturaleza forma el marco de la acción y sólo se la
siente y se la toma en cuenta en función de los estados de
ánimo o de la clase de hechos que se narran, la noche es el
complemento circunstancial necesario en el Poema. No es en
verdad la noche como espectáculo, pues aunque se la consi­
dere en sí misma por los efectos que produce en el alma su
contemplación —las estrellas, nunca la luna—, ello está ligado
a la situación espiritual, de soledad y de inquietud, del Per­
sonaje. Es la noche una preparación de ambiente para el
suceso, que engarza en ella mucho más ajustada y natural­
mente que en el día. De las seis peleas del Poema, tres sort
nocturnas, y la Payada, que es una pelea simbólica y frustránea,
es inconcebible en otras horas.
Pero sobre todo Vizcacha trae al Poema una puesta en
su gozne, una acomodación total. Se diría que era indispensable
el personaje que resumiera en sí lo nocturno de muchos. Viz­
cacha es la soledad representada en un ser tenebroso, cuyo
LAS ESTRUCTURAS 225
sobrenombre evoca al animal de las llanuras que por excelencia
representa y sugiere la noche. La vizcacha es, efectivamente;
el animal nocturno por excelencia; mucho más que el peludo,
cuya afinidad de hábitos solitarios y nocturnos acude con toda
naturalidad a la imaginación de Fierro, al regreso, que debió
ser antes del alba: Y lo mesmo que el peludo enderesé pa mi
cueva (1007-8).
Vizcacha se le llamaba a ese viejo insociable, y compren­
demos que dentro del ánimo despectivo había en ese mote algo
de compasivo, pues era un vizcachón. La vizcacha es sociable,
amiga de conversar de noche con sus vecinas, como lo ha
observado finamente Hudson en su “Biografía de la vizcacha”
(en Un naturalista en el Plata). Pero el vizcachón, que vive
apartado, en un estado de viudez y de mudez, sólo monologa,
cuando aparece sobre su cueva rumiando su hurañía de ere­
mita subterráneo. Nada hay tan justo y cabal en el Poema como
este personaje, pues sin él los otros serían parciales represen­
tantes de la noche; mientras que este viejo astuto y egoísta
es la corporización misma de la noche, y ya la llanura tiene
parte personal en el elenco, humanizada. Para quien conoce
la pampa, la aparición del viejo Vizcacha en el Poema es
algo más que la puesta en escena de un personaje pintoresco
y sombrío: es la noche misma como una clave que da su tono
a todo el Poema. Sin él sería un poema sin colores; después
de él es un poema en negro, una historia cuyos protagonistas
son la noche y la soledad.

EL FINAL
La obra finaliza sin ninguna solución de los problemas
vitales planteados por los personajes. Martín Fierro, sus Hijos
y Picardía resuelven cambiar de nombre y emprender cada
cual su camino según distintos rumbos. Como son cuatro, a los
cuatro puntos cardinales. Si inician nueva vida o si ahí con­
cluye también para ellos la historia, no se dice ni se da ningún
indicio para poder conjeturarlo. Tiscornia admite que ingre­
san en la existencia organizada del país, en su nueva era de
orden y justicia; Senet entiende que
226 EL POEMA
Después de la acción tan movida desarrollada en el curso del poema, de
tanta exuberancia de energía, este epílogo resulta, más que pálido, inco­
loro. Como poema, sin duda termina; pero sus personajes se esfuman,
inclusive el protagonista; aquélla no concluye y queda a la imaginación
de cada uno fijar su término futuro.
Este Final es lo más grande e imponente de la Obra. Otra
vez se pone de manifiesto cuán fecundo es el insuficiente, pues
la verdad es que, concebida defectuosamente, prorrogada arti­
ficialmente en toda su Segunda Parte, no tenía posibilidad
de conclusión lógica que no dejara insatisfecha alguna exigen­
cia de orden orgánico y artístico. Pero he aquí que la noche
y la soledad eran personas dramáticas del Poema. En su seno
se desenvolvían las figuras y los hechos como en un sueño, y
retorna todo a la noche y a la soledad; en su seno se disuel­
ven. Cambiar de nombre para tres de ellos puede ser read-
quirir los propios, que no conocimos. La atención del lector
necesita proyectarse retrospectivamente hacia los episodios co­
nocidos. Hacia adelante todo está cerrado herméticamente. Pero
el verdadero final del Poema, de la vida de Martín Fierro,
está en la Ida. Lo que el Autor denominó la Vuelta satisfizo
una necesidad psicológica del lector, no una exigencia del
destino de Martín Fierro. Él mismo confesó que la soledad era
su destino, y se ve que nada tuvo que hacer ni con sus propios
hijos.
Este Final, abierto como la pampa, desemboca en lo im­
preciso, que es el elemento de que todo el Poema se nutrió.
Nada concreto había en él: ni rostros, ni edades, ni sitios, ni
hombres. Lo informe, lo enigmático, roía los perfiles, devoraba
cuerpos y almas, y ahora termina ingurgitándolo todo. Es sim­
plemente el predominio de lo inmenso y latente sobre lo con­
creto y efímero; la inmersión del evento en el reino de lo
perdurable, sin formas, pero susceptible de adoptar unas u
otras formas. El Final configura el “mundo” en que las histo­
rias se proyectaron por un azar cuya razón de ser no pertenecía!
a los personajes. Ese “mundo” no estaba condicionado por las
personas y sus hechos, sino por lo que los rodeaba. Eran som­
bras, eran sueños, y al desvanecerse ellos algo recobra su papel
de verdadero Protagonista. Algo que vagamente alcanzaban a
intuir y que, por darle un nombre, a veces nombraban “destino”.
EL H A B LA DEL PAISANO
DEL HABLA SENTIDA COMO AJENA
Se establece una tensión permanente, una presión defor­
madora, en quien usa de una lengua para expresar sentimientos
e ideas que responden a una información o a una cultura,
cuyo órgano de expresión es otra lengua. A esto lo podría­
mos llamar la "extranjería de lo psíquico” dentro del habla
ordinaria que sirve al común de las gentes, y en el uso coti­
diano, para otras series, ordenaciones, combinaciones y pathos
de las ideas. La palabra sufre así una violencia interior, no
en su morfología sino en su sentido, y es el fenómeno universal
y extrañísimo de la metamorfosis semántica, en el caso lin­
güístico denominado catacresis. Dauzat y Darmesteter dedi­
caron especialísima atención a este fenómeno. Acaso es más
notorio y de una filosofía más importante en las lenguas colo­
niales o de invasión que se imponen tanto por la fuerza que
acompaña a los hechos como por la acción mecánica del vivir
social sometido a esas nuevas pautas, donde hay un elemento
materialmente activo (el invasor) y otro pasivo (el súbdito),
pero donde a la vez se da el caso inverso simétrico: un ele­
mento materialmente pasivo (el conquistador que descansa
sobre la conquista asegurada) y otro activo (el súbdito que
no se somete del todo, que está alerta, que no descansa en su
servidumbre). Cassirer advirtió el cambio de semántica en el
idioma alemán, por presión psicológica del nacionalsocialismo.
A. Darmesteter (en La vie des mots ) dijo:
Bajo la cobertura de un mismo hecho fisiológico —la palabra— el espíritu
pasa así de una idea a otra. Bien: este pasaje inconsciente, que trans­
porta al hecho dominante del detalle principal al detalle accesorio, es
la ley misma de las transformaciones en el mundo moral... Por esto,
a pesar de los lazos de parentesco que el desarrollo de la lengua puede
establecer entre las palabras, es lo más frecuente que vivan cada cual
su vida propia, y sigan aisladamente su destino, porque los hombres al
hablar no hacen etimología.
Y también (lo cita Dauzat en Philosophie du langage):
228 EL POEMA
La condición del cambio [de sentido] de las palabras es el olvido que
el espíritu hace del primer término, no considerando sino el segundo...
No es un abuso de lenguaje, es la ley misma que dirige todos los cambios
de sentido... La catacresis es el acto emancipador de la palabra: es una
de las fuerzas vivas del lenguaje.
De modo que un idioma aparentemente inmune de gro­
seras deformaciones puede ser más gravemente afectado desde
dentro cuando el acto de hablar no corresponde puntualmente
al acto de pensar, y cuando el espíritu de quien lo usa se re­
siste a enriquecer su vocabulario porque no quiere dar vida
a palabras que en su subconsciente ha declarado muertas.
Mejor se diría que el valor fundamental del Poema no
está en el habla primaria —de objetos—, sino que está dado
por el habla misma. El habla no configura los valores, pero sí
los materiales psicológicos, ambientales, que de por sí contie­
nen ya su propia sustancia axiológica.
Posiblemente, traducidos los poemas gauchescos —sobre todo
el Martin Fierro— pierdan cierto sabor agreste y regional, sin
duda muy intenso; pero si el lugar, la época, las circunstancias
sociales y humanas, los personajes, conservan en la versión su
valor simbólico tal como en cualquier biografía, el lector bien
puede captar lo tectónico de ese mundo.
Evidentemente, el habla es un valor esencial en el Poema,
joero no en la connotación de la realidad contenida en él como
su organización corporal. El Poema habría desaparecido, al
traducírselo, pero los componentes sociopsicológicos, humanos,
permanecerían puros. Eso significa lo mismo que afirmar que
ese mundo del cual el Martín Fierro recoge algunos elementos
—muy pocos en cantidad— tiene de por sí un valor para cual­
quier clase de obras, y la literaria en primer término, capaz
de servir de base a una literatura de gran calidad. Es lo que
nos demuestran, dentro del mismo orden de razonamientos,
los relatos de los Viajeros Ingleses, las novelas y cuentos de
Hudson y de Cunninghame-Graham, escritos en inglés.
Ahí el idioma es otro; el lenguaje propio de los habitantes
de la región ha desaparecido. Más aún: ha sido suplantado,
pero nada de lo que ese mundo contenía se ha perdido. Qui­
zás, j}or el arte del escritor, haya adquirido valores particulares.
Ni ese mundo se ha deformado al vertérselo a otro idioma, ni
EL HABLA DEL PAISANO 229
ha perdido su esencia, sus notas típicas y vernáculas. Las
conserva puras, y de ahí se puede deducir que el idioma y
aun el habla no agregaban valores estéticos ni de verismo: ser­
vía para conservar más en el plano de la realidad esos mate­
riales, sin que el factor realista agregara mucho al mérito
intrínseco de esos materiales.
Al contrario: en el uso del habla campesina iba implícito
cierto rebajamiento general de los recursos expresivos que
contiene todo idioma culto. El nuevo idioma —en este caso el
inglés— contribuía, con el aporte de su propia aptitud de ex­
presar, al relieve y coloración de esa realidad en su factura
de obra literaria. Es lícito afirmar, entonces, que también en
la lengua culta castellana se habría podido realizar esa misma
empresa; pero lo cierto es que la lengua culta castellana tiene
ya una tesitura, una tectónica que en teoría no obsta, pero
en la práctica sí, al reflejo fiel de ese mundo. Lo advertimos
en el hecho de que la obra traducida del inglés al castellano
conserva mucho más pura esa sustancia nacional, netamente
argentina, que la escrita por autores nuestros. Y es porque
los autores nuestros, que pueden despojarse del influjo omni­
potente del idioma, cuando traducen, no pueden hacerlo cuan­
do toman directamente de la realidad. Quiero decir que en
la “toma” hecha sobre los mismos materiales vivos se interpone
el contenido inherente al idioma culto castellano, y esa reali­
dad, sentida a través del idioma con que ha de expresarse,
sufre su más trascendental y grave deformación. Esto no les
ocurría a los poetas gauchescos, que estaban libres de las fuerzas
estructurales de pensamiento que acciona mecánicamente todo
idioma. Con cualquier idioma se puede pensar y expresar cual­
quier cosa, pero sólo en cuanto ese idioma cambia su función
nativa, sólo en cuanto quien lo emplea puede desprenderse
del fatum psíquico de su propio idioma. En consecuencia, se­
ría posible una gran literatura argentina con asuntos argen­
tinos, pero para ello sería preciso que nuestro castellano se
sometiese a servir humildemente de instrumento fiel de ex­
presión —como el habla gauchesca o el inglés—, sin prevalecer
en la mente ni en el sensorium del autor en calidad de forma
hecha de antemano para pensar, sentir y decir. En pocas pala­
bras: que el idioma culto del escritor argentino cambiara su
230 EL POEMA
función íntima, despojándose de sus adherencias fatídicas, para
realizar lo mismo que el habla gauchesca en otra tesitura. Es
lo que se propusieron los escritores del Salón de Marcos Sastre.
En el habla del gaucho hay una sensible tendencia a dife­
renciar, a crear y difundir lo anticulto como un emblema de
soberanía en el idioma. Casi todas nuestras modificaciones
morfológicas del castellano en el campo tienen por origen
una protesta de emancipación, de rebeldía. Pero nunca acudió
el gaucho al auxilio de las lenguas aborígenes. El trabajo con­
siguiente de la alteración morfológica —desinencias, metáte­
sis, variaciones fonéticas de las consonantes fuertes, etc.— son
la consecuencia, y por lo mismo su síntoma material. Pero
¿cómo explicarlo, si mediante esa resistencia al hablar del
“godo”, el gaucho estuviera liberándose precisamente de lo
no español, de lo americano, de lo emancipado, para recaer en
el habla pura de su antepasado, el conquistador? Entonces
habría que plantearse este otro problema: si era posible una
emancipación esencial, a fondo, o sólo en las formas externas,
de la política; si la Revolución, con sus ideas y programas
nuevos no provocó una reacción en el hijo de la Colonia, y
si esa reacción no se manifestó, paradójicamente, por una su­
perficial abominación de lo hispánico exterior y una adhesión
de sangre, de espíritu verdadero —de idioma— al pasado. Por
lo pronto, hay en favor de esta complicada hipótesis el hecho
de que se afirmase lo gauchesco durante la tiranía de Rosas,
que fue una rehabilitación casi en bloque de lo colonial so­
metido por la Revolución: el gobierno republicano, liberal y
las guerras de emancipación.
Todo aquello que no puede encontrarse en el castellano
de Hispanoamérica como relacionado con su voluntad de des­
ligarse de la tutela del idioma mismo ha de buscarse en la
sintaxis y la estilística. Los americanismos no se manifiestan
tanto en la creación o alteración de las voces —en su morfo­
logía— como en el tonus que la lengua adquiere según se la
emplea pensando, hablando y escribiendo: la semántica. Si
hubiéramos de decir por qué autores como Sarmiento, Lugones,
Gutiérrez, Almafuerte, López o Mitre, tan medularmente cas­
tizos, son, al mismo tiempo, inconfundibles de nuestro país,
nos encontraríamos frente a un problema bien planteado en
EL HABLA DEL PAISANO 231
la estilística como alma del idioma. Lo que nosotros liemos
modificado en lo sustancial, y hasta los límites de lo posible
dentro de la rigidez de toda lengua, es la semántica y la inten­
cionalidad del lenguaje. No lo hemos deformado por fuera,
sino por dentro. Todo estudio filológico que sólo se oriente
en las direcciones de la etimología, la fonología, la ortografía,
no tiene más que un relativo y falaz valor gramatical. Es
equiparar su estudio al de una lengua muerta, en una autop­
sia que jamás dará el sentido verdadero de la lengua hablada,
vivida. La comunidad y el uso común del lenguaje es tanto
o más importante que el conocimiento mismo de los para­
digmas del lenguaje. En la necesidad de emplear uno solo
los diversos idiomas, la idiosincrasia espiritual de cada cual
imprime al habla una modalidad psíquica mucho más valiosa
en su diferencia tonal, caracterológica, que la semejanza que
se conserva mecánicamente en la gramática.
El idioma que hablamos es sentimental más que lógico.
En este concepto la grafología da, por homología, para la es­
critura, el sentido en que debe entenderse el análisis del estilo
de una lengua oral. Tal como el rasgo caligráfico deja im­
preso en la letra el alma, la intención y hasta el sino de quien
lo traza, así el habla contiene en su dibujo acústico —inflexio­
nes, acentos, pausas, subrayados, mímica concomitante— deja
el rasgo espiritual, el carácter, el sino de quien habla. Esto
se percibe en la conversación, pero el filólogo no lo percibe
ya en la escritura, y en vano una semiología siempre frus­
tránea intentará fijar esos rasgos del habla. El lenguaje his­
panoamericano es, aunque se escriba, esencialmente oral; y
aunque esta característica sea común a todos —pues ninguna
lengua se ha escrito jamás ni aproximadamente a como se la
ha pronunciado, y en este sentido toda escritura es siempre
una traición—, ha de diferenciarse el territorio donde la len­
gua constituye el volumen casi total de la vida, de los otros
en que el uso de la escritura, por estar más difundido, trabaja
de contragolpe sobre el habla. La idea se aclara pensando en
los pueblos prealfabetos y otros, como el norteamericano, de
abundante prensa.
Si es común a todas las lenguas el diferenciar orgánica y fiso-
nómicamente la lengua que se escribe de la que se habla, de la
232 EL POEMA
nuestra podemos decir que sólo tiene valor para un análisis
de lo que es genuino, en la lengua hablada. Pues la misma
lengua que escribimos parecería tomar como pautas, más bien
que ese mismo lenguaje hablado en América, el que se escribe
en España y en todas las provincias peninsulares de su dominio
lingüístico. Es decir, que el escritor hispanoamericano tiene
in mente una pauta literaria —que puede ser no hispánica— más
que el habla misma. De ahí la característica de los autores
argentinos que he mencionado, a los que hay que agregar los
gauchescos. Ellos obedecían a su íntimo sentido del idioma
hablado más que a los cánones —que existen sin pensar en ellos—
del mismo idioma para escribir. Los cánones, en todo caso,
provenían de otras lenguas, de la francesa ante todo.
La gramática corresponde a la lógica y la estética; la semán­
tica a la sensibilidad y a la belleza natural. De ahí que en su
mayor parte los estudios filológicos de nuestra lengua literaria
sobre la poesía o la prosa vernácula tiendan a juzgarla por los
cánones ortodoxos (académicos) de la gramática castellana, de
Nebrija a hoy. Particularmente si se toman como base los poe­
mas gauchescos, y en especial el Martín Fierro , esos estudios
carecen de sentido y han de limitarse a fijar las alteraciones
morfológicas y mecánicas, sin penetrar en la intencionalidad
ni en la arquitectura de la frase. Es algo así como trazar el per­
fil de alguien dibujando su contorno de sombra en el muro.
Un lenguaje no es lo que se oye —y lo que se escribe no puede
ser más que lo que se oye—, sino lo que se entiende y se siente.
Así como en la lectura no se capta más que lo que uno tiene
en sí mismo, lo que en uno mismo despierta la lectura, en la
lengua hablada se dan perspectivas y profundidades que el in­
terlocutor no capta. Capta, en cambio, la tonalidad, la inten­
cionalidad, pues el habla es un instrumento intuitivo de enten­
derse más que un léxico. Lo que llamamos léxico es su sistema
arbitrario de fijación instrumental. Hoy se admite que el len­
guaje es una acción.
El Martín Fierro refleja a la vez el habla castiza en su forma
prosódica y sintáctica, pero no en lo principal: en su contenido
psíquico. De ahí que sean posibles varias lecturas del texto,
todas lícitas. Nadie puede dudar del país de origen de ese
narrador montaraz; y cuando decimos que está encuadrado en
EL HABLA DEL PAISANO 233
el buen castellano del siglo xvi, a nadie se le ocurre emparen-
tarlo con ningún autor ni composición conocidos de entonces,
sino con la sustancia, el alma y la forma, el cuerpo, de esa lengua
que tampoco está contenida en aquellos autores ni obras. Obras
y autores son, con respecto a esa Obra sabrosa, lo que el dic­
cionario con respecto al habla misma.
Las principales deformaciones de nuestro castellano se ori­
ginan en su sentido, en su acento intencional, alusivo, elíptico.
Leyendo el Poema leemos también lo que no se dice, y con
justa razón afirma Borges que no necesitaba Hernández des­
cribir nada de la pampa porque todo eso el lector ya lo conocía
bien. La lengua, como la música, es ininteligible sin los silencios.
No hablamos castizamente bien porque nos hemos resistido a
ello, no porque lo hayamos ignorado. López explica la repug­
nancia del gaucho a usar el mismo indumento, el mismo len­
guaje que el “godo”.
Su acento era diferentísimo; su idioma completamente recortado en otra
forma aunque con los mismos elementos; sus acepciones exóticas y bas­
tante numerosas para hacerse incomprensible de un hombre de España
que no estuviese acostumbrado a interpretarlas.
Martiniano Leguizamón (en De cepa criolla) confirma;
Por lo contrario se hacía gala —para diferenciarse— de no hablar como
los "godos”, y eso es lo que hacía Hidalgo al adoptar la jerga campe­
sina para interpretar los ideales nuevos y bien definidos del sentimiento
argentino.
En ese gesto de desprenderse, en esa voluntad o inconsciente
manumisión, en el acto mismo y las consecuencias lingüísticas
que apareja, está lo hispanoamericano, lo que es ya español;
lo que no puede ser identificado a pesar de todos los rasgos
comunes para un filólogo que no es nada más que eso. Hemos
sorteado definitivamente muchos escollos con repugnancia men­
tal. Lo que en poesía hizo el Martín Fierro, “inferiorizar”, lo
hizo el gaucho con el idioma que hablaba. Lo inferiorizó; pero
hay aquí un propósito y un resultado que deben ser analizados
aparte. El vocabulario es netamente castellano en la casi tota­
lidad de las voces —dentro de ellas los neologismos están engar­
zados perfectamente, como en su cuerpo natural—, pero el uso
234 EL POEMA
es muy distinto. De lo contrario el Martín Fierro sería leído en
España como aquí, lo cual no es cierto. Dice bien Unamuno,
en el aspecto morfológico:
Es hecho verdaderamente curioso... el de que cuando un escritor ame­
ricano quiere escribir como habla el pueblo de su tierra, se acerca al
castizo hablar castellano.
Pero no es eso sino una similitud externa; ¿o es que, acaso,
la índole misma, lo argentino inconfundible que yo llamo, es
también lo español auténtico, aquello que la literatura española
del siglo xix habrá borrado y que se vuelve a encontrar, como
alma, en el Poema? ¿Es acaso que el Martín Fierro es tan español
por su contenido como por su forma?
Debemos seguir aceptando la hipótesis de que no es así.
Porque se trata del mismo fenómeno que hace que el hombre
de la ciudad “no se entienda”, sino en el plano de lo utilitario,
con el campesino. La diferencia entre el castellano culto de la
literatura corriente y el gauchesco de los poemas y obras ver­
náculas es precisamente aquello sobre lo que no se pueden en­
tender entre sí. En una gran porción puede ser estudiado por
la lingüística; en otra sólo por la estética y la psicología social.
El parentesco más íntimo está en lo que sienten los pueblos
que hablan el mismo idioma, y en este sentido estamos muchos
más lejos de España que de sus costas, y sólo en un sentido
condicional es cierto que existe una vinculación más secreta e
interna entre ambos pueblos y ambas psicologías que lo que
delatan las obras. Para recordar otra vez a Unamuno:
Tenemos que acabar de perder los españoles todo lo que se encierra en
eso de madre patria, y comprender que para salvar la cultura hispánica
nos es preciso entrar a trabajarla de par con los pueblos americanos, y
recibiendo de ellos, no sólo dándoles. Y lo que digo de la lengua digo
de la literatura.
En nuestra literatura, como en la de todos aquellos países
que cultivan a la vez la lengua culta o nacional y las dialectales,
según diferentes zonas, se da también este mismo fenómeno. Así,
pues, podemos establecer como regla que paralelamente al des­
arrollo de una literatura culta, que tiene sus cánones formales
y gramaticales, se conserva en el gauchesco otra en que el giro
EL HABLA DEL PAISANO 235
del pensamiento y, por lo tanto, la sintaxis y el vocabulario
dan más larga vida a la historia de la cultura, porque reflejan
el alma del pueblo y no el saber de los hombres doctos. Y tam­
bién puede inferirse que el mismo proceso de diferenciación
dialectal puede operarse, sin alteración morfológica ni fono­
lógica, dentro de un mismo idioma. Es decir, que un mismo
idioma puede no ser comprensible, sino en su corteza grosera,
para individuos del mismo territorio idiomático. Se produciría
así, por una catacresis insensible y progresiva, la confusión de
la lengua dentro de la lengua misma. Acaso fue esto lo que se
produjo entre los constructores de la torre de Babel, pues ¿no
era posible que llegaran a no entenderse hablando el mismo
idioma? ¿Y hasta dónde no es un fenómeno natural y percep­
tible, palpable, por decirlo así? Entre personas de un mismo
lugar y hasta de una misma familia se dan casos de incompati­
bilidad de caracteres que en el fondo responden únicamente a
una semántica distinta empleada por cada uno de sus miembros.
Diferencias no acusadas en el uso de la lengua ni en su resul­
tado práctico, pero que crean un resquemor, una aversión que
concluye por hacer incomprensibles a las personas mantenién­
dose comprensible la lengua. Idéntico fenómeno ha sido ya
estudiado en cuanto al tempo personal que hace a veces impo­
sible la convivencia de dos seres organizados en distintos tempos;
y en esta incompatibilidad participa el lenguaje, por cuanto
distintos tempos en el pensar y el hablar pueden abrir un abis­
mo entre dos personas que deban tratarse diariamente, íntima­
mente. Lo mismo debiera estudiarse en cuanto al “habla per­
sonal”, que es una parte del ser más profunda y que trabaja
con la psiquis más profunda y esencial que el tempo.

LO SOCIAL EN EL HABLA GAUCHESCA


Por lo tanto, el Martín Fierro no configura una lengua nacio­
nal, argentina, sino una lengua de región (la llanura), de clase
(el peón de estancia) y de sociedad (los campos ganaderos).
Es instrumento de expresión de una clase campesina, de un
orbe rural sin cultura, de reducidas ideas, de pasiones simples
y vehementes y sin ninguna necesidad estética ni retórica.
236 EL POEMA
Es también el habla del estanciero —Hernández lo era—, en
cuanto éste forma parte con la masa de los individuos hablantes
de esa región. Pero si juzgamos su contenido, su sensorium, el
habla del Martín Fierro no es la del estanciero, sino la de sus
subordinados.
¿Quiénes quisieron encontrar en el Martín Fierro una lengua
nacional? Aquellos mismos que ansian lo nacional, lo propio.
Los mismos que la rechazaron luego, advirtieron que no tanto
es la lengua de una zona, sino la lengua de una clase; que lo
que expresa el Poema no es lo que corresponde al concepto
político-religioso de lo argentino. Verdad que no lo es por su
idioma, por su lengua literal, pero sí lo es en otros sentidos.
Las aspiraciones sociales que expresa son vagas: sentir la injus­
ticia y el agravio sin saber concretamente en qué consisten.
Su descarga contra el indio es una transferencia, porque carece
del sentido social, económico y político de su condición de jor­
nalero, de víctima de un status éconómico que se derrumbaba.
Le falta a ese lenguaje lo mismo que le falta a esa persona, y
a esa persona le falta lo mismo que a ese estado social. Esto lo
diferenciaría de los alegatos políticos ( y el Poema lo es en
cierto grado), de clase organizada, con conciencia; pero le da
un carácter muy argentino en cuanto el ciudadano tampoco sabe
—en la ciudad ni en el campo— qué es lo que quiere, ni cómo
ni por qué. La lengua denota un estado difuso, de malestar,
más bien que un fin preciso. Esa es, en resumen, la doctrina
social argentina, la filosofía y la política: el descontento, la mor­
tificación, el encono sin poder concretar qué es lo que se quiere
(aunque mejor se concreta lo que no se quiere). En tal sentido,
el lenguaje del Martín Fierro es en su mentalidad más argentino
y nacional que en su analogía, prosodia y sintaxis. Hoy mismo,
es el estado de ánimo de los trabajadores, los diplomáticos, los
estadistas, los legisladores, los políticos, los periodistas y los
escritores. Nadie sabe qué es lo que ocurre ni cómo remediarlo,
y en ese estado pasional, amorfo, la lengua no puede tener una
nitidez y concreción de que carece el alma. El lenguaje de Cruz
y de Martín Fierro es, cambiada la tónica rural, el mismo de
todos, y el que se emplea en la Cámara, el diario, la cátedra
y la tribuna. Es un lenguaje más que una lengua, para lo social,
sin los contenidos definidos de lo social.
EL HABLA DEL PAISANO 237

LENGUAJE Y VERDAD
En La cautiva hay esta discordancia de fondo: los temas,
enteramente pampeanos, están expuestos en el lenguaje literario
que Echeverría usó en las demás composiciones. El mismo año
de dar sus disertaciones en el Salón Literario de Sastre, sobre
la necesidad de independizarnos de la retórica española, publica
como contribución a esa nueva literatura ese poema que se
atiene a la forma del romanticismo español más gárrulo: el
que lleva el sello de Espronceda, Valdés, Cienfuegos. Por lo
tanto, la aparición de los poemas gauchescos significa una
negación y una rebeldía, que rechaza la forma poética de La
cautiva. Quiere decir que para la formación de una literatura
nacional era preciso mucho más que los asuntos y el ambiente;
era preciso el lenguaje real, la traslación fiel de las costum­
bres, de la forma de pensar, del sensorium del paisano con
todos los ingredientes de la realidad infusos en su psicología.
Este es un ejemplo de cómo lo que rechaza ante todo el espíritu
del gaucho es el idioma, tanto en su fonética y su sintaxis
como en su enjundia: el vocabulario semántico, los giros y los
modismos de la ciudad quedan censurados. En este concepto,
lo gauchesco (sobre todo de Hernández por su aversión a lo
urbano) es de sabor rosista, porque ha resuelto considerar a lo
ciudadano como extranjero. El lenguaje de Ascasubi, amplio,
rico de voces, expresivo dentro de la índole hispánica, sabe
designar y matizar. Pero lo pintoresco en él rara vez acude
a lo vernáculo, sino que surge del léxico usual en toda el
área litoral y de llanura. Su lenguaje cubre el territorio entero
del país, es realmente un idioma. En cambio Lussich exageró
los modismos regionales y la construcción sintáctica local. Lo
mismo hizo Del Campo. Por muy lato que en general sea su
idioma, el argentino siente que tiene exageradamente acusados
esos modismos y que subyace la intención de dar relieve al
habla campestre uruguaya. Dentro del idioma de Ascasubi, la
lengua de Lussich es un dialecto, la de Del Campo una lengua
rústica cultivada y la de Hernández un habla apenas sofisti­
cada. Entre aquellos precursores está situado Hernández; su
238 EL POEMA
lenguaje no ofrece ninguna dificultad al oído del campesino
actual. Para ese campesino, el lenguaje de Ascasubi trasciende
a la manera de hablar del “godo”. Menos impresionista que
Lussich y mucho más restringido que Ascasubi, Hernández sólo
utiliza las voces expresivas, netas, fuertes. Construye en la
sintaxis ceñida propia del que está acostumbrado a callar
y conversar. Si en los idiomas existen palabras que conservan
intacta su carga de sentido y otras desgastadas, imprecisas y
blandas, las que forman el vocabulario de Hernández perte­
necen siempre y sin excepción al primer grupo. La robustez
de su lenguaje (ideas y palabras) no admite la convivencia
parasitaria de voces ambiguas, débiles, fofas, entecas. Tanto ese
vocabulario, esencialmente masculino además, como la cons­
trucción elíptica, ceñida a la intención y a lo que se quiere
decir, corresponde a lo que en algunos pueblos diferencia
el habla de los hombres del habla de las mujeres. Dentro de
este orden de consideraciones, La cautiva, en que hay tantí­
sima observación fresca del natural, es un poema exótico. El
pueblo no gustó de él. Y tampoco fueron muy populares, más
allá del círculo de los amantes de la lectura, el Santos Vega
y el Fausto. Este detalle, de haber quedado esas obras limitadas
en un círculo de cultura urbana, es significativo. Como am­
biente, escenas, vivencias, La cautiva es poema tan campesino
como cualquier otro, pero por su lenguaje (desde lo estético
a lo lexicológico) abre un abismo de extranjería para el lector.
Este fenómeno nos enseña que un idioma no es lo que está
atesorado en el diccionario y en la gramática, sino lo que se
habla; o mejor: una forma de vivir más que de hablar. En
cuanto a materia nacional, rural, de época, La cautiva no es
inferior a ningún poema gauchesco, ni siquiera al Martin Fie­
rro. Lo que demuestra que al adoptar el lenguaje de las llanuras
bonaerenses los poetas gauchescos, no sólo obedecieron a una
exigencia de verismo (nótese que todos estos poemas son con­
servados o cantados, nunca escritos en forma narrativa), sino
que tenían sentido del lenguaje como expresión de vivencias
inseparables de los hechos, del paisaje, de las personas, de los
caracteres y de la clase de aventuras propias de la región, de
lo que servía para “despertar” más que para nombrar y des­
cribir. Si la literatura argentinísima de los Viajeros Ingleses, de
EL HABLA DEL PAISANO 239
Hudson y de Cunninghame-Graham no llega al alma popular,
el problema queda planteado en sus términos justos. Aunque
para este raro fenómeno existen otras causas mucho más hon­
das: nuestra aversión por la realidad pura. Una contradicción
paradójica y, naturalmente, otro problema.

LA LENGUA ORAL
La lengua del Martin Fierro corresponde a los campos de la
provincia de Buenos Aires: a la que se habla, y tiene no sola­
mente el vocabulario, sino las inflexiones, el énfasis, la medula.
Nietzsche prefería la forma de escribir en que la palabra con­
serva su pathos oral.
El habla del Martin Fierro es habla local, frente al habla
territorial de Ascasubi; pero en cambio tiene una vigencia
más extensa que la de éste. La latitud del hablar del Santos
Vega hace impersonal, gauchesca, al habla; la personalidad, con­
cisión, robustez, laconismo de la del Martín Fierro la hace
paradigmática, esquemática, del gaucho, no gauchesca. El habla
del Santos Vega —y de todos los demás poemas gauchescos: Diá­
logos, Fausto y Los tres gauchos orientales, en cuyo sentido co­
loquial también está La cautiva— se esfuerza por usar muchos
▼ocablos, por exhibir un diccionario completo del habla cam­
pesina; el Martín Fierro sólo usa los indispensables y los justos
en cada ocasión. Ascasubi, Del Campo, Lussich, tienden a la
elocuencia, a la oración amplia, a la riqueza y al derroche. Es
un habla sin control —mecanizada—, donde la palabra se escapa
de la boca y lo dice todo, como si el oyente no entendiera
las reticencias y las alusiones: analítica, que coloca al oyente en
calidad de eipectador y hasta de forastero, a quien hay que
explicárselo todo, por fuera y por dentro. Martín Fierro habla
bajo vigilancia, mesura, reserva; sabe que el que lo escucha está
en el juego y que nada se le escapa, sin necesidad de que lo
diga. Los otros poetas gauchescos expresan muy poco, porque
todo lo que quieren decir está en las mismas palabras. En el
Martin Fierro leemos además lo que no se dice; la palabra es la
punta del pie que se apoya en el suelo para la danza.
La observación de algunos críticos, de que Martín Fierro
240 EL POEMA
es un charlatán, evidentemente es apresurada, superficial, medida
la extensión por la cantidad de los versos. El paisano habla
muy poco, pero no porque le guste permanecer en silencio.
Puede hablar durante una noche para contar un arreo, sim­
plemente. Todo son digresiones, perífrasis, circunloquios, re:
flexiones: todo lo realmente sabroso, sin cansar, sin usar más
que palabras indispensables. Es una magia más que un arte.
Después de un relato de una noche, el oyente queda con la
impresión de que se le han ocultado muchas cosas (en realidad
es que está muy mal informado), pero no puede pensar que
haya estado escuchando a un charlatán. El charlatanismo no
es una cantidad, es una mecanicidad, una superficialidad. Con
cuatro palabras el charlatán es un charlatán. Pero, Lord Jim
¿es un charlatán porque habla una novela de quinientas pá­
ginas? ¿Y no cuenta lo que ya se había dicho al principio, en
una página? Pero nadie puede decir que Lord Jim sea otra
cosa que un hombre concentrado, económico, parco.
En el mismo Poema hay ejemplo de qué es hablar de más
—el Moreno— y qué hablar lo justo —Martín Fierro—. Pero
tampoco el Moreno es un charlatán, porque es sustancioso;
únicamente que se escucha a sí mismo. En cambio Juana
Petrona —Santos Vega— o Laguna —Fausto— son inconteni­
blemente parlanchines.
Difícilmente se encontrarán en el Poema entero palabras
que suprimir, excepto los expletivos intencionales: Me da
terror ese asunto, De recordarlo me aterro, etc., cuyo valor
como digresión o “actuación” en el habla oral es indiscutible.
En definitiva, aun sin juzgar de la economía de palabras
—prueba en que ningún poema, y apenas relatos en prosa,
puede competir con el Martín Fierro—, ¿por qué el Poema nos
deja la impresión de que en él ocurren muchas cosas, cuando eso
no es lo cierto? ¿Por qué tras la lectura del Santos Vega sen­
timos la impresión de que las muchas historias —completas,
del nacimiento a la muerte— contienen pocos hechos, poca
acción? Cada personaje de este poema vive diez veces más que
el mismo Martín Fierro y el relato del Hijo Mayor sería incon­
cebible, fuera de foco, para Ascasubi; es posible, además que
casi todos los episodios de esas vidas tengan mayor interés
—inclusive policial— que las del Martín Fierro. La extensión
EL HABLA DEL PAISANO 241
del Santos Vega es tres veces mayor que el Poema de Hernández,
en superficie. ¿No nos queda la impresión, después de la lectura
de ambos poemas, que el Martín Fierro contiene más? Es que
en este Poema muchas cosas se dicen de manera indirecta, otras
tácitamente, otras las ponemos nosotros y no están en el texto.
Por ejemplo, la suerte de la mujer y de los hijos de Martín
Fierro, que no aparecen, dejan en el lector la sensación de
biografías ricas de contenido, y eso es lo que pesa como materia
viva en la lectura. Pero de muchos personajes del Santos Vega,
que actúan y que actúan dramáticamente, no encontramos ni las
huellas. Son fantasmas. Bastaría recordar la historia del gringuito
cautivo para entender sin más explicaciones qué es densidad
en el lenguaje. Digresiones como doma del caballo, exorcismos,
costumbres de las indias para criar los hijos, el dormir al raso,
los consejos, forman piezas perfectamente ensambladas. Porque
no son digresiones: están en el tono del Poema, y de verdad las
digresiones, las láminas ilustrativas, son los hechos. Ascasubi,
como nuestros malos lectores de historia y de novela, creía que
todo era interesante; Hernández sabe, por su ejemplo, que sólo
es interesante aquello que la palabra plasma como una mano
la arcilla.
Si algunos críticos, particularmente extranjeros: Page, Owen,
y entre nosotros Groussac y Mitre, han supuesto que esa habla
—“jerga”, la llamaban— ha sido confeccionada artificialmente
como “lengua gauchesca”, hasta constituir un lenguaje conven­
cional análogo al empleado por Juan del Enzina en sus églogas,
Lope de Rueda en sus pasos y Gil Vicente y Torres Naharro
en sus comedias, es porque hay ahí un problema que merece ser
estudiado. Estos autores formaron, efectivamente, para el teatro,
una jerga rústica o pintoresca por lo exótica. Cribaban el habla
rústica y hacían de la criba una caricatura. La lengua vernácula
de ellos y de los sainetistas se caracteriza por ser una caricatura.
Lo que criba la poesía gauchesca no es el vocabulario, sino lo
social. Pero en el Martín Fierro la criba es, además, lo que se
da por supuesto y lo que, precisamente al extranjero, puede
despertarle interés. En aquellas églogas, pasos y comedias la
lengua es el espectáculo y la acción lo accesorio. En el Martin
Fierro la lengua es el drama y la anécdota el espectáculo. Toda
reducción intencional del léxico es un artificio; pero en el
242 EL POEMA
Martín Fierro, poema de parquedad extrema, la limitación
resulta de lo innecesario de un mayor caudal de voces. Mejor
dicho, la limitación del lenguaje es un resultado de la limitación
del eníoque, de la supresión intencional de innumerables notas
de ambiente, de paisaje, de cosas.
En otro aspecto, tampoco la lengua gauchesca sería más arti­
ficial, por selección, que la lengua culta, pues le lleva la ventaja
de lo natural. Esta observación da lugar al criterio de Juan M t
Gutiérrez —tácito en cuanto a los poemas gauchescos, explícito
en cuanto a la poesía culta en general—, de Mitre, de Obligado,
de Groussac y de muchísimos más, que pretenden que la poesía
debe hacer una previa criba de lenguaje. Al reprochar el verismo
de los gauchescos se tiende a otra finalidad, es decir, se parte
de otros motivos. Pero el lenguaje culto es un instrumento de
la cultura que no crea categoría cultural en lo inferior. Los
que preconizan una dignidad del idioma siempre sobreentienden
que hay una dignidad correlativa en las cosas de la naturaleza,
del hombre; jerarquías siempre respetables desde sus orígenes.
Tan impropia es el habla culta para la lectura por el casi
analfabeto, como al revés. En el poeta culto hay también una
intención enfática en la elección del vocablo —por ejemplo:
Darío—, que muchas veces y no siempre lo exige el asunto. Eso
mismo hacen Ascasubi, Del Campo y Lussich, que no necesitan
de la tipografía para subrayar las voces oriundas y gráficas. Pero
no Hernández, que usa palabras no curiosas, sino llanas y co­
munes. Porque lo gauchesco tiene en los otros autores también
su orgullo de casticismo, de novedad y de brillantez. No se
encontrarán en el Martín Fierro voces del castellano desusadas,
si designan cosas que no se usan, o si estas cosas han pasado
a designarse de otro modo. Sus arcaísmos no son pintorescos, sino
propios. También ha eliminado Hernández las exquisiteces en
lo burdo y ordinario. Su habla campesina no es de ninguna
manera torpe, ni siquiera en la intención. La lengua de la
Segunda Parte es aún más limpia, desbrozada ya de toda inter­
jección equívoca. Los personajes de Hernández no tienen elo­
cuencia —del Campo, Lussich— ni locuacidad —Hidalgo, Ascasu­
bi—; sus personajes se deleitan con la narración misma, con el
giro de sus pensamientos, con la impresión, pero no están atentos
a la frase ni confían más en la palabra que en el cuchillo.
EL HABLA DEL PAISANO 243

LA PURA LENGUA GAUCHESCA


La lengua del Martín Fierro es la castellana. Por eso dice
Lugones:
Buen castellano, pues, y el más genuino aún, como que fué el del siglo
décimosexto. Lo único extraño ahora en él son algunos arcaísmos y unas
cuantas expresiones dialectales de origen peninsular, que refundió al
contacto de los distintos elementos regionales congregados por la conquista.
Y de ahí que en épica vitalidad sea M artin F ierro un monumento del
idioma. Como el M ío Cid, según se esclarece más y mejor cada día.
Léxico y construcción responden a la genuina índole del
idioma. Tal es la conclusión de los filólogos que lo han estudiado
sin ánimo preconcebido de hallar máculas. El material lingüís­
tico es de cepa castellana y castiza; las variaciones fonéticas,
muy pocas en cuantía, siguen las reglas naturales que la lengua
sufrió en la misma Península. No podría darse, a trescientos
años de la Conquista y a diez mil millas del lugar de origen,
un documento tan puro del habla. El estudio lingüístico del
Poema se puede realizar sobre su texto, o sobre el de cuales­
quiera obras populares del siglo xvi en España. Significa una
pérdida de tiempo el análisis de Tiscornia sobre el Poema para
fijar su estructura, morfología y pureza; pues lo mismo resultara
de tomar las Guerras de Granada o el Libro de las misericordias
de Dios. Ese estudio ha servido para documentar el casticismo
del Poema, que resultaba ya de la simple lectura, como lo habían
afirmado treinta años antes Unamuno, Menéndez y Pelayo y
cuantos después admiraron ese aspecto castizo y castellano en
la Obra. Para Américo Castro, Martín Fierro resume en su
personalidad el prototipo del castellano, que puede dar a Don
Quijote además que al Cid. Pero en el siglo xix ninguno de los
escritores costumbristas recordaba los orígenes con tanta claridad
como Hernández; porque el pueblo español tampoco recordaba
el castellano como el pueblo de las llanuras americanas, y lo
usaba con menor fidelidad. Lo que durante mucho tiempo al­
gunos hablistas —Toro y Gisbert o Calixto Oyuela, por ejem­
plo — encontraron como formas barbarizadas, como barbarismos,,
como jerga, ¡era precisamente lo español puro que se conservaba
244 EL POEMA
en el Poema cuando ya en los escritores se había desvanecido!
Así, observó Unamuno:
A lo cual hay que añadir que el lenguaje hablado en los distintos pueblos
americanos, se diferencia del lenguaje hablado en España mucho menos
de lo que creen los que allí lo oyen hablar sin oírlo hablar a q u í...
No; de cada cien veces que un americano añade a una frase la coletilla
de “como decimos por acá”, puede decirse que las noventa y nueve la
aplica a frases que se usan tanto aquí como allí. La culpa de este error
hay que imputarla a que nuestros escritores rara vez remozan el lenguaje
literario en el popular, y así resulta que, de la otra banda del Océano,
apenas se conoce el castellano hablado en los campos y lugares.
Debió Unamuno insistir en esas ideas, tan certeras. Lo que
entendían los escritores del siglo xix por idioma español, por
lengua literaria, ya no era ni lengua popular, ni lengua literaria.
Era un complejo inodoro e insípido de mala prosa y peor verso,
que ni Larra ni Becquer pudieron destronar. ¡Y en razón de
ese dechado, de ese argot de mala ralea y peor gusto, se reprochó
al Martin Fierro y a los poetas gauchescos todo género de in­
fracciones y descuidos! La otra necesaria aclaración es que, reu­
nidos los lenguajes de la América hispánica, no tendríamos
nunca un mapa de barbarismos, regionalismos y hasta de sole­
cismos semejantes al de la Península, con todo que cabe en una
centésima parte del territorio parlante americano. En el territorio
peninsular se habla un castellano más barbarizado y hasta des­
naturalizado de su índole que en los quebrados territorios de
América. Los escritores veristas han puesto en sus obras, desde
Pereda a Octavio Picón, y desde Mesonero Romanos a Valle
Inclán, elementos de un mosaico más heterogéneo en cuanto
a las alteraciones prosódicas que el nuestro. Las poesías del
murciano Vicente Medina distan más, incomparablemente más,
del castellano que los poemas gauchescos.
Mucho más interesante habría sido comparar las deforma­
ciones de la lengua del siglo xix en la Península con los poemas
gauchescos, tal como Menéndez Pidal estudió las variantes de
los romances en el sefardí de Marruecos y en la Península. Lo
que ha inducido en error, lo que ha repelido al lingüista, no
ha sido la lengua de esos poemas sino el ambiente, los persona­
jes, el argumento, los episodios, el contexto social. Pero por ahí
también habríamos llegado a entroncar con Castilla; en esos
EL HABLA DEL PAISANO 245
poemas gauchescos lo español —colonial— está más fiel y más
vivo que en la historia escrita.

LENGUAJE GAUCHESCO Y “TABU”


En términos generales, nuestro hombre del campo no es
obsceno. Emplea en la conversación masculina términos soeces
en calidad de interjecciones o como frases expletivas, para dar
al habla un tono de virilidad exento de debilidades.
Por dos formas se caracteriza el habla masculina campestre:
por una altivez varonil en los temas y en la apostura del locutor,
y por el empleo de un vocabulario de trabajo, de cosas sustan­
tivas propias de las actividades del hombre de campo, en que
va un léxico que para quien no está al tanto de esa idiosincrasia
cobra aspectos de desafío o de provocación. Es común, además,
en el saludo, el insulto, y en el diálogo, sostenerlo en una tesi­
tura de payada, de esgrima, que es un juego y un primor.
Considera el hombre de campo una debilidad hablar de
mujeres, de historias familiares, o de escenas en el interior de
las casas. Tampoco alude a cuestiones sexuales y con muy gran­
de reserva, si se trata de animales, hace alguna insinuación
picaresca relacionada con el sexo. El acoplamiento, la preñez, la
parición, la cría, son mencionadas limpiamente, como hechos
naturales, como acontecimientos propios de la clase de tareas
en que interviene habitualmente; pero nunca pasa de un orden
de hechos a otro, no utiliza en absoluto ninguna de esas expe­
riencias y quehaceres para rozar los de su vida privada o la
de sus semejantes.
Asimismo, lo sensual, cuya raíz sexual le da siempre un
lejano interés de pecado e interdicción, no forma parte ni del
repertorio de sus ideas ni de su vocabulario. Pasajes como los
encontramos en el Fausto y en Los tres gauchos orientales son­
rojarían aun al paisano curtido en lides de amor y en años.
No está en el juego. Confesarse enamorado, hacer la alabanza
de la mujer querida, todo eso está fuera de la psicología y del
pundonor del paisano. En el mejor de los casos, ha de ser asunto
humorístico, entre amigos, declararse enamorado, y casi es indis­
pensable salvar el honor —porque enamorarse es una debili­
246 EL POEMA
dad—, achacando el caso a un hechizo o “daño”. Por eso la
historia de la Viuda, que recuerda el Hijo Segundo, está per­
fectamente dentro de lo lícito y consuetudinario de esa clase de
relaciones del hombre con la mujer. Por contraposición, las
alabanzas de Cruz y de Martín Fierro son dos postizos retóricos
cuya falsedad no es preciso confrontar con el posible efecto
que causaría en un campesino, sino dentro del mismo texto. Esos
dos pasajes se vinculan con las reflexiones de carácter literario
más que filosófico del Canto X III de la Ida, con sus reminis­
cencias calderonianas, no solamente fuera del habla gauchesca,
verdadera, sino fuera de la psicología y sensibilidad del gaucho.
El Martín Fierro, como ningún otro poema gauchesco, está
despojado de toda terneza y de toda malicia. Es una obra limpia,
sin repliegues ni similicadencias sexuales, en el habla ruda y
masculina del paisano. Hasta las palabras madre, hermana, mu­
jer e hijo se evitan en lo posible. Pertenecen a un orden de
ideas desterrado de la conversación. Esposa es una voz de otro
idioma, exótico, del gringo y del pueblero. China (del quechua,
equivalente a concubina) tiene uso todavía hoy, como sinónimo
de amante y de mujer. El gaucho prefería esa palabra en que
hubo un dejo acusado de sentido peyorativo.
El lenguaje interdicto —no es un lenguaje secreto, sino cen­
surado— de lo sexual tiene su propio vocabulario dentro de la
lengua campesina, como en las ciudades y en todas partes del
mundo, con características propias, genuinas, como que esos len­
guajes responden siempre a formaciones por lo regular infantiles
que se conservan a través de los años. Sería de sumo interés el
registro de esas voces en cuanto pudieran dar un común deno­
minador universal, o acusar los rasgos típicos de regiones dentro
de un país. Lo sería asimismo averiguar cómo sustantivos y
verbos sin ninguna analogía formal ni funcional han caído en
el tabú más severo. El Martín Fierro no suministraría, absoluta
y terminantemente, ningún elemento para esa clase de investi­
gaciones.
Considerado así el Poema, como pieza exenta de voces y hasta
de ideas relacionadas directa o indirectamente con el tema
sexual, nos encontramos ante un espécimen de rara pulcritud,
difícilmente igualada en las otras literaturas y muchísimo menos
en la novela picaresca, con la que debe entroncárselo. Si este
EL HABLA DEL PAISANO 247
género de literatura sirviera para comparar un país y otro, la
Argentina estaría a un nivel muy superior al de España en
cuanto al pudor por lo sexual y al rechazo del cinismo que se
infiltra con el ingenio. Pero es preciso advertir que esa limpieza
del habla, esa censura de todo lo sexual, tiene como un factor
esencial el desprecio por la mujer, el prejuicio católico de que
la mujer es un animal inferior e inmundo.

LA LENGUA MASCULINA
El predominio del hombre sobre la mujer en la acción pú­
blica y en la orientación de la vida familiar y aldeana ha
establecido un cariz diferencial entre el habla masculina y
la femenina. No es fenómeno curioso, sino sobrevivencia de for­
mas paralelas que existieron en sociedades primitivas y que
subsisten aún en algunas islas del Pacífico. Es muy posible
que ese carácter se haya perpetuado, inadvertidamente, hasta
en las lenguas muy evolucionadas por la civilización. Sin duda
ninguna, los hombres entre sí y las mujeres entre sí usan voca­
bularios y giros distintos. Sin llegar a ese extremo de los pueblos
de acusado tipo patriarcal o matriarcal, en que el tabú sexual
gravita poderosamente en todos los órdenes de las relaciones
sociales, inclusive el idioma, hay sobre todo entre nuestros cam­
pesinos dos hablas sensiblemente diferenciadas; fenómeno acaso
común en muchas, si no en todas, las naciones del continente.
La lengua rústica popular es orgánica, psicológica y complexi-
vamente masculina. Esta es la lengua gaucha, la del Martín
Fierro en primer término. Entre los comentaristas del Poema
únicamente una mujer, Herminia Brumana, ha visto este cariz
en su libro: Martín Fierro, nuestro hombre. La masculinidad
que se percibe en la lectura no se suscita en el lector —y más en la
lectora— únicamente por las circunstancias de que sus personajes
principales sean hombres o de que la acción y los episodios
ocurran, casi siempre, entre hombres y lugares donde habitual­
mente sólo concurren hombres (pulperías, fortines, campo
abierto, cárcel, juzgados), sino de algo mucho más hondo y cua-
lificador: del habla misma. Aun la descripción de las indias
y el episodio entero de la Cautiva tienen ese mismo inconfun­
248 EL POEMA
dible sabor de relato hecho por un hombre a otros hombres.
Las referencias de la Cautiva, la única palabra —ioká — que
pronuncian las indias, sus quehaceres viriles —degollar vacas,
preparar los malones, saquear—, la actitud de las mujeres en el
baile de Cruz, la Negra que se enfrenta a Martín Fierro, el duro
destino solitario de la mujer de Fierro, la turba en el juzgado,
carecen de lo esencial femenino. No sólo esos episodios están
contados como los ve el hombre, sino que carecen en sí abso­
lutamente de todas las condiciones que la mujer crea con su
presencia. La maternidad de la Cautiva es algo de rudeza ani­
mal, al borde de los límites humanos, y lo que hay en ella es un
varón, bien probado en inclementes pruebas, en cuerpo de
mujer. Esta es la mayor semejanza del Martín Fierro con el
Cantar de Mío Cid, aunque es patente al extremo la mayor
masculinidad del nuestro.

DE LO TECTONICO DEL HABLA


Ingente labor sería rastrear en el Martín Fierro el influjo
de la poesía popular española que pudo haber sido diseminada
en América por el colono español. Es la de ese Poema una
poesía sin padre ni madre, nacida “como el peje”, en la que se
acusan más bien los rasgos étnicos y gentilicios que los familiares.
La revelación de esos rasgos familiares en el conjunto de los
poemas gauchescos es otra cuestión.
En el Santos Vega es aún muy fuerte el ancestral influjo de
la estructura de la composición. Tal como considero este pro­
blema, fuera de las comunes reglas establecidas y utilizadas con
una finalidad pedagógica, que por cierto se satisface con muy
poco, abarca una red de fenómenos lingüísticos, estéticos, psico­
lógicos, históricos, y en tal cantidad, que prácticamente su análi­
sis exigiría un ensayo exclusivo e interminable. Lo tradicional,
lo folklórico, lo popular, se convierte en tierra americana en
asunto anejo a la formación total de la psique del individuo
más que a su saber o a su recuerdo de temas y formas literarias.
El folklore nos llega condicionado no tanto por composiciones
que se traen en la memoria cuanto por un modo de ser, de
pensar y de sentir en el colono. Lo que en España forma una
EL HABLA DEL PAISANO 249
flora silvestre (las selvas y las flores de romances) aquí distingue
la composición sativa, elaborada según lecturas y fórmulas mé­
tricas que primero se aprenden y luego se aplican con un sentido
de lo anónimo, de lo impersonal. Para nosotros el romance
es lo erudito, y a este respecto la cuarteta, la copla y el dístico
octosílabo del refrán (que es la semilla de que se genera la
estrofa de Hernández) tienen más puro sabor popular. Los
poetas gauchescos, excepto Hidalgo, desecharon el romance o lo
usaron muy torpemente, como se advierte en Ascasubi y en Her­
nández. Por lo regular, es afectado o se emplea en los pasajes
explicativos, con valor de acotaciones, cuando el autor se des­
interesa de transmitir con fuerza y fidelidad una escena efectiva­
mente genuina de las costumbres y los personajes de su obra.
Los cuatro romances del Martín Fierro y las estrofas roman­
ceadas que ocasionalmente se disimulan en la sexteta (excep­
tuadas algunas respuestas del Moreno en la Payada) son piezas
de sutura, de insignificante valor. Tampoco es posible descono­
cer que en Hidalgo el romance es simplemente una forma métri­
ca, pues su contenido no conserva ya ninguna reminiscencia del
romance anónimo y el modelo ha de buscarse en el teatro más
que en las composiciones en boga. En el caso de Ascasubi, su
receptividad era muy grande para los motivos y los tópicos, y
ponía de sí la anécdota; tenía el sentido de la estructura, de
lo que ya estaba hecho. En cambio Hernández se incorporaba,
más que las formas arquitectónicas, giros, modismos y peculia­
ridades del habla, modificándolos, refacturándolos o ensam­
blándolos con los versos propios. Tal es su destreza a este res­
pecto, que, como él mismo lo previene, será para siempre un
enigma casi indescifrable discernir la importancia de los aportes
absorbidos. Por compensación, los temas tradicionales los usa
Hernández apenas retocados. En este sentido la Obra es casi
totalmente una reescritura de crónicas de frontera y de noticias
periodísticas. La anécdota sólo le importa como sostén de lo que
tiene que decir. Esto no ocurre en Ascasubi, que imagina su
asunto, a pesar de que, más que Hernández, hemos de verlo
como receptáculo fiel de aquellos influjos estructurales. Hay
personas mejor capacitadas para asimilar un estilo que un texto.
Los epígonos de grandes poetas dueños de un estilo personal tes­
timonian que hay una clase de absorción mnémica, de las estruc­
250 EL POEMA
turas de la poesía, del cuento o de la música, y que en esa
memoria dé lo mecánico viven ciertas dotes de creación que
logran expresarse porque de antemano, por decirlo así, ya están
"en forma”. Ascasubi pertenece a esa clase de glosadores en
quienes la anécdota se conserva como el texto en la memoria
del coplero, que de una vez aprende forma y estilo para siempre.
Podemos denominarla memoria de tono y de morfología. Las
lecensiones de los investigadores de la poesía oral en cancio
ñeros y romanceros de otros países pueden prestar contribu­
ción preciosa a este nuevo aspecto de los yacimientos de la
poesía popular, ya que parece propio de cada pueblo (igual a
idioma, para nosotros) la conservación de los modos y las
técnicas de contar y cantar, tantos o mas que el material literal
en las piezas que se conservan intactas. Son los residuos aló­
gicos de Pareto, las formas tectónicas de una raza, que se
perpetúan con increíble tenacidad en todos los idiomas, a tra­
vés de innumerables trastornos formales. Hay también en los
pueblos una memoria de lo que se olvida. Esa es la geología
del lenguaje. La memoria de recordar los versos es distinta
de la memoria del canon para hacerlos. Cada raza tiene los
moldes huecos en que se vacía el fluente material poético; y
esos troqueles los conserva con mayor pertinacia que los vacia­
dos mismos, que pueden desaparecer y volver a reproducirse
de manera inexplicable, como si formaran parte de su psique.
Lo cual es exacto. En este sentido, pese a la creencia de que
estaba realizando labor personal, Ascasubi era un vocero de
la literatura popular española, con tanto de Berceo y de Lope
como de los cantores iletrados. Pero Hernández es un creador,
aunque está mucho más que Ascasubi inmerso en la materia
psíquica de la raza. Toma del alma misma de la lengua, cons­
truye personalmente con ella. Ha aprendido a usar del len­
guaje afectivo de donde nace la poesía más que de las formas
y las arquitecturas; tiene el sentido vivo de ese lenguaje, su
patitos. Cualquier cosa que haga, por personal y nueva que
sea, tendrá esa fisonomía de lo eterno, de lo que siempre vive
a través de sus metamorfosis. De Ascasubi se puede recons­
truir una literatura, de Hernández un idioma como fuerza ver­
bal del alma de un pueblo.
EL HABLA DEL PAISANO 251

INNOVACION EN EL HABLA DE PENSAR


El problema de las innovaciones conscientes, artificiales, que
equivale a un movimiento de rejuvecimiento, a una crisis de
pubertad, es otro. Para la prosa, en el orden del pensar filosófico,
lo ha establecido como ningún autor —para el castellano—
Ortega y Gasset. Un estudio de la lengua de este pensador,
bajo las líneas teóricas de la filosofía, nunca nos dará un cabal
sentido de la profundidad y amplitud de su reforma. Equivale,
en el ámbito del idioma de pensar, a los movimientos del
Renacimiento y la Reforma misma. Después de Ortega, el
español no dice ni expresa lo que se propone, como antes;
sino que se propone algo nuevo.
El mismo fenómeno, mucho más paladino y de relieve, la
encontramos en la obra de Rubén Darío —más en su verso que
en su prosa—. Darío adapta no tanto las voces de Francia, sus
reprochados galicismos, cuanto el mecanismo artístico de pensar,
sentir y decir. Sus galicismos y sus neologismos son mentales, de
Un status de cultura nuevo en el territorio de la lengua
española. Porque la lengua poética de Darío ya es, sin salirse
de lo castizo, un movimiento de emancipación semejante al
gauchesco en el orden de lo culto y lo superior. Al correrse
Darío y los gauchescos a las fronteras de lo nacional, crean una
comunidad más amplia de raza, de credo, de cultura, y tras
ellos lo español genuino, aquello que daba sustancia al idioma
y permitía, por un índice de comparación con él, ser considerado
como exótico, integra ahora lo nacional, lo sustancial. Y como
ya no es posible hablar de extranjería, pues un idioma nunca
puede ser extranjero, lo nacional del idioma castizo del siglo
xix español pasa a la condición de lo rancio, insípido, ama­
nerado, flojo, trivial, que si no es la extranjería, es la muerte de
un idioma. Así Rubén Darío, con la cooperación de Lugones,
Sarmiento con la de muchos otros prosistas americanos de cepa,
y Ortega y Gasset con filósofos y pensadores peninsulares, con­
suman la muerte del idioma español literario, en cuyo nombre
se anatematizaba a los herejes. Ahora es todo el corpus literario
del siglo xix (hay que salvar otra vez a Larra, Costa y Ganivet
en ese siglo) el que queda en la antigua condición plebeya
252 EL POEMA
del gauchesco y exótico del modernismo. Otro nombre que
agregar: Unamuno.
Esta liberación del lenguaje de semantemas y morfemas (no
de la acepción ni de la sintaxis) en los estilistas del verso y la
prosa castellanos del siglo XX equivale, por el extremo opuesto,
al de los poetas gauchescos. Estos se salían de lo canónico por
su pobreza y desaliño; aquéllos, por la seguridad en el manejo
de un idioma como un instrumento para expresar ideas y senti­
mientos claros, afinados, de impostación perfecta . Mediante la
amplificación del léxico igual que mediante su contracción a
lo más característico y meduloso, la lengua hispanoamericana
se desprende de la peninsular. A esa liberación concurren
inclusive, como se ha visto, escritores peninsulares, pues ya no
tiene sentido usar términos de acepción geográfica cuando se
trata de fenómenos más profundos. En este sentido se dice en
estas páginas que los escritores españoles aprendieron de los
americanos, y Unamuno borra definitivamente esa demarcación
de frontera geográfica al unificar los territorios de la lengua:
Decir que las literaturas hispanoamericanas no se distinguen sustancial­
mente ni forman, en el fondo, nada diferente y aparte de la literatura
española, es decir que la literatura española no se distingue sustancial­
mente ni forma, en el fondo, nada aparte de las literaturas hispano­
americanas.
Pero debe dejarse explícito: esa unificación del territorio
lingüístico, que ya existía gramaticalmente, lexicográficamente,
se ha operado en el plano del espíritu y no de la geografía: en
ese plano lo que era genuinamente español (por lo cual se
nos consideraba espurios y barbarizantes) queda como un poso
o sedimento muerto, yacente; y lo vivo de la lengua de la
Península se conjuga con lo vivo de Hispanoamérica. Y todo
ello ya no tiene el aire cerrado y húmedo del habla castellana,
de curia, cuartel y bufete, sino el aire mundial de la cultura y
del estilo de la cultura.
Quienes emplean una u otra de aquellas formas —la culta
de gran estilo mundial y la rústica de sabor terrestre a terruño
y a familia— ya están fuera de los cauces inflexibles e inexora­
bles del idioma, en cuanto éste cristaliza una psique social. La
libertad espiritual de España tiene que obedecer, en España
EL HABLA DEL PAISANO 253
misma, a este mismo fenómeno de una catacresis que comprende
el léxico, la construcción y el horizonte y cénit de las ideas
más que de la acejDción de diccionario. Esa libertad le ha lle­
gado a España por las vías de su literatura en las nuevas
formas creadas por Darío, Valle Inclán, Lugones, Ortega y
Gasset, Azorín, Antonio Machado; es decir, que nunca hubiera
podido pasar, en el orden político, de la monarquía y el cleri­
cato a la república y la decencia sino mediante la liberación
del idioma. Y para liberar ese idioma junto con Larra habían
trabajado aquí Sarmiento y Gutiérrez, y por allá Martí y Hostos.
Cosa que, como pueblo y con sus hondas y cayados, ya habían
iniciado por su cuenta los poetas gauchescos.

DEL HABLA FOLKLORICA


Cuando nuestros recolectores de materiales folklóricos
—Lynch, Lehmann-Nitsche, Fürt, Castex, Selva, Carrizo, M oya-
salieron en busca de poesía popular, no encontraron sino alguno
que otro romance, alguna que otra canción de menor cuantía.
No se las puede considerar restos boyantes de un gran naufragio
sino raros especímenes de aclimatación. El romance ha desapa­
recido en su forma, aunque pueda haber quedado como cuento.
Una de esas metamorfosis ha sido estudiada por María Rosa
Lida. Testimonio de la pobreza de lo heroico. Juan Alfonso
Carrizo (en Cancionero popular de Tucumán, p. 281) comenta
la pobreza del romance español en la Argentina. Menéndez Pidal
no ha dedicado ninguna atención a la sobrevivencia de la poesía
anónima en tierras del Plata. Así, dice en El romancero, V:
Cuantos hablan de poesía popular americana nos desahucian expresa o
tácitamente de hallar nada tradicional que provenga de los primeros
colonizadores de aquellas tierras. Y, sin embargo, esos primeros coloni­
zadores salieron de España a fines del siglo xv y principios del xvi, en
la época precisa en que el romance estaba más en boga entre todas las
ciases sociales de la Península. Todos los recordaban y tenían muy pre­
sentes en la memoria.
Es del caso, entonces, admitir: o que quienes salieron a la
Conquista no los trajeron, o que no fueron asimilados. Pero es-
1
254 EL POEMA
tas supuestas causas deben ser estudiadas aparte, cuando se tra­
te del específico agente transmisor de la poesía oral, que es la
mujer.
Era, el de los gauchos, un pueblo sin amor a la leyenda im­
portada, y como son las madres quienes enseñan y modulan
cuentos y poesías, la mujer indígena dejó sin esa herencia anti­
quísima a su prole. Con lo cual se cortó el vínculo viviente, de
tradición, de raza, de idioma. El hijo no tuvo ningún interés en
ellos, más tarde. Prefería inventar, así como inventaba su exis­
tencia de huérfano, y modularlo todo según las contingencias del
día. Ninguna simpatía sintió por la tradición que trajeron — ad­
mitiendo que la hayan traído — los abuelos españoles, emplea­
da más como empaque personal que como cultura. Los españo­
les que vinieron a América no eran padres que desearan perpe­
tuarse, con todo su haber de historia, sino padrillos que renega­
ban de la cría. De guacho, gaucho, sin duda. Seres desarraigados,
sin antepasados ni casta: descastados. Pueblo, sin embargo, afec­
to al canto y a la poesía sencilla aunque afectada — es la del pa­
yador, más tarde —, recordó y transmitió algunas coplas y aque­
llas glosas que se encontraron acá y allá. Coplas que son lo per­
sonal, lo propio de cada uno en cuanto se las aprende de memo­
ria. El hombre las puede cantar — recordar — cuando está ebrio;
no el romance, que habla desde más lejos y con una enjundia
mayor.
La historia heroica española de las leyendas, de las conquis­
tas y glorias peninsulares, militares y religiosas, todo iba o se
quedaba junto. El habla pasa, lisa y llana, el habla de mercar
y mandar, como simple instrumento verbal, subsidiario del ar­
ma y la herramienta, sin sustancia étnica; puede ser como un
idioma artificial, creado exprofeso para la conquista. Palabras
sin reverberaciones ni resonancias, sentimientos del día, de la
propia experiencia personal. Se enseña a los niños a hablar nom­
brando las cosas — como ahora — formando frases; en fin, con­
versando. No se le dicen versos ni se le cuentan cuentos. Se les
enseña un idioma que carece de belleza, de misterio, de fervor.
Tampoco ahora ha pasado la enseñanza y la crianza de un asun­
to de pedagogía y de biología. Es el lenguaje que se habla es­
trictamente, sin lujos, sin juego, seriamente, para preguntar, con­
testar e informar. No el depósito de la vida histórica. Pues un
EL HABLA DEL PAISANO 255

idioma que sólo se habla, sin que se lo sienta como órgano de la


existencia espiritual, puede llegar a cobrar un valor de lengua
muerta, hablada o escrita, porque no almacena vivos el mito, la
poética ni la dramaturgia esenciales en todos los idiomas, su ade­
mán mímico libre hacia los ideales, las esperanzas, el ensueño.
. La poesía rioplatense es totalmente oral, con un sentido com­
pleto de actualidad. En los poemas gauchescos se la escribe, pe­
ro mantiene el énfasis, la tesitura, la modulación oral en el diá­
logo o el monólogo. La canción espontánea del payador es su
especie genuina, y en la payada (el diálogo como esgrima) cobra
su cabal simbolismo de pieza personal, de juego y de combate.
Esto pudo ser lo que desvinculó al gaucho del “godo” (más que
otras razones muy serias); lo que como consecuencia, natural en­
gendró su desvinculación espiritual y la pérdida casi completa
del acervo de la poética de los sentimientos de patria, familia,
es decir, de tradición. Pues la poesía gauchesca no es sentimental
ni afectiva: es apasionada y al mismo tiempo cuidadosa de no
extralimitarse en lo confidencial. De ahí el caso extraño de Mar­
tín Fierro, que cuenta su vida, nada menos. Ya la leyenda de
Santos Vega nos revela un improvisador que toma los temas del
momento, un payador que ignora completamente el pasado de
su raza, sin estirpe, sin residencia fija. Cuando a nuestros can­
tores se los ha comparado — por ese uso impremeditado de las
palabras y las ideas — con los trovadores, se ha señalado, por ne­
gación, su rasgo distintivo: la negación de lo nacional, de lo épi­
co, que encarnaban los juglares.

INMIGRACION DEL HABLA, ORAL Y ESCRITA


Si el acervo de la poesía popular tradicional española fue es­
caso en la Conquista, a comienzos del siglo xix, con la Emanci­
pación y sus consecuencias, se corta todo intercambio. Se inte­
rrumpe durante cuarenta años, al fermentar interiormente lo co­
lonial durante la tiranía de Rosas, y se rehabilita después de 1852
con la inmigración. Pero aquí el aporte de España se mezcla con
el de otras naciones. A este último período, de inmigración cos­
mopolita, ha de dársele muy poca importancia en el arrastre de
la poesía oral, aunque quizá haya de datarse entonces la apari­
256 EL POEMA
ción de las coplas que se recogen en el interior del país, prefe­
rentemente en el Norte. El período de la tiranía dio auge al la­
tente espíritu rebelde de lo colonial, particularmente en la len­
gua del paisano, que en su rencor contra las ciudades revalidaba
un movimiento hacia atrás en la historia y en las costumbres. En
cambio, la inmigración crea otro problema nuevo de bastardía.
No de mestizaje, porque muy pocas palabras de otros idiomas
— el italiano — se insertan en el vocabulario español. Siempre
viven esas voces una existencia parasitaria y marginal, en las
afueras de las grandes ciudades. Constituye la jerga en que in­
fluyen: un arrabal del idioma. Hay uno de los primeros ejem­
plos de esa jerga — un esbozo que dio progenie numerosa — en
el Martin Fierro, donde ya el Centinela y el Mercachifle tienen
los rasgos grotescos que conservarán en el teatro de costumbres,
encarnado en el Cocoliche. Pero como fenómeno lingüístico, de
bastardía, el aporte inmigratorio exótico, es prácticamente nulo
y su valor es, como el de frases y términos técnicos, una curiosi­
dad en lo pintoresco.
De modo que hemos de considerar como prácticamente con­
cluido el trasiego de canciones y de romances populares y tradi­
cionales hacia 1810. Afluye en cambio la obra literaria impresa
y no es ajena a esa intromisión — celebrada en las ciudades y
hasta por los proscritos, que teóricamente la negaron — la reac­
ción de los poemas gauchescos y su auge. Desde este punto de
vista habrían de ser considerados más que como un renacer es­
pontáneo de lo popular, como una oposición y un repudio de lo
inmigratorio culto. Pero esa literatura en su mayor parte estaba
maleada a su vez, con el romanticismo que bebe en lo francés
e inglés sin asimilarlo, y que era de la misma cepa del que trajo
Echeverría. Esa literatura ya no era española, para el argentino,
sino gringa; estaba fuera de lo verdaderamente nacional: de lo
verdaderamente español.

DE LA BASTARDIA ORAL
Es un caso singular la pureza castiza de nuestro castellano en
el interior del país, tanto en los confines como en el litoral, qui­
zá explicable por el desdén del conquistador hacia el salvaje.
EL HABLA DEL PAISANO 257
Muy pocas alteraciones sufrió el idioma por la resistencia de los
pueblos autóctonos que poseían su lengua, e incorporó muy po­
cas de sus voces; más bien hubo de deformarse por sí mismo en
la latitud del territorio y en las innumerables vicisitudes de la
colonización. El idioma actuó como sobre una región lingüísti­
camente despoblada.
Las lenguas indígenas desaparecieron sin dejar otros vesti­
gios que algunas pocas palabras que designan cosas que pasaron
al uso de los sobrevivientes extranjeros. La lengua misma, sus
inflexiones (pero no así sus características psicológicas), su cuer­
po lexicológico, se perdieron. Las lenguas autóctonas se extin­
guieron bajo el mismo sino de las tribus que las hablaban. No
hubo simbiosis ni derivaciones dialectales siquiera. Quedó el cas­
tellano entero, mucho más que como quedó el europeo entero,
íntegro en su vocabulario y en su gramática, como lengua nació-’
nal semejante a la de España. Pero no podía lógicamente seguir
siendo la misma sin sufrir los trastornos de un clima, de un pai­
saje, de un mestizaje y de un mundo de costumbres distintas. Las
deformaciones que en sí mismo sufre el castellano, bastardeado
por influjos psíquicos más que por aportes lexicológicos, por
presión más que por ingestión, por deformaciones sociales más
que por adopciones, están en la índole misma del idioma. Obe­
decieron a sus leyes estructurales y orgánicas, como en la Penín­
sula. Todas las voces bastardas han sufrido las leyes generales de
la evolución de los idiomas, y ésta es una clave psicológica tanto
o más que lingüística. Acusa la profundidad de nuestra adhe­
sión a lo hispánico colonial, a un cariz viviente de la historia
inseparable del idioma. El agente de hibridación o bastardía no
fue de vocabulario y gramática, sino psicológico; y su síntoma
más acusado, la censura y la escasez. Institucionalmente el idio­
ma castellano nunca perdió de su vigencia liberal como no la
perdieron las demás instituciones hispánicas. De ahí la elipsis en
la sintaxis y la pobreza en el léxico, características del habla gau­
chesca y de la culta por igual, en el campo y en la ciudad, en la
conversación y en la literatura. Cada uno de nuestros escritores
pulcros tiene su propio idioma, no en lo suyo como es lógico,
sino en lo nacional.
258 EL POEMA

DEL HABLA DE CADA CUAL


No es un exceso de sutileza buscar cuáles puedan ser los ma­
tices diferenciales en el énfasis, más que en el vocabulario, de
los diversos personajes. Estamos, dentro del Poema, en el área
restricta de la lengua popular limitada, constreñida a lo sustan­
cial, de Hernández. Todos ellos, excepto el Moreno, emplean la
misma lengua, la misma tesitura, la misma posicion de no usar
sino las palabras necesarias. Pero hay dos personajes: el Mayor
en el Fortín y el Compadre en el boliche, cuyo modo de expre­
sarse es enérgico, insultante, autoritario. El militar emplea la
injuria, pero más que eso el acento despótico, para disminuir a
Martín Fierro. Lo mismo hace el Compadre, cuya comparación
entre el toro (él) y el ternero (Martín Fierro), que el Protago­
nista recordará como atenuante del crimen, no sale de la tesi­
tura del diálogo que lleva su carga de altanería. Los dos hablan,
en fin, lacónica, certeramente, para decir lo que quieren en segui­
da. Lo mismo puede decirse del Negro, que se limita a replicar.
Aquí es Martín Fierro quien dirige el diálogo y el Negro se li­
mita a contestarle, defendiéndose de las injurias. Pero, de todos
modos, hace juego, su modo de expresarse, con el de los otros dos.
Cruz emplea la misma retórica, la misma tesitura que Martín
Fierro. Cuando éste le dice: Ya veo que somos los dos Astilla del
mesmo palo (2143-4), parece referirse, más que a la identidad
de destinos — que sólo se asemejan por la desdicha, por el infor­
tunio —, a la identidad de sus psicologías. Pero si bien se advier­
te, psicológicamente Martín Fierro y Cruz son dos seres muy dis­
tintos. La similitud equívoca resulta de que los dos hablan la
misma habla individual. Aquí se borran los límites que separan
el canto anterior de Martín Fierro y el relato de Cruz: se iden­
tifican en el giro del pensamiento, en la dicción, en las imáge­
nes, lo que asegura, más que las palabras de Cruz, que ambos
son cantores natos, que pertenecen a una sola postura en el pen­
sar, el sentir y el decir.
Las pocas frases que pronuncian el Centinela, en el fortín, el
Mercanchifle, el inglés “sanjiador” (¿cavador de zanjas?) y los
indios: “acabau cristiano”, “metau el lanza hasta el pluma” y
EL HABLA DEL PAISANO 259
“confechando no querés”, tienen su antecedente en Santos Vega,
que imita la lengua torpe del aborigen.
El canto intencionado del Guitarrista no puede entrar en es­
te análisis: se limita a cantar una copla, arreglo de otra popular.
El Juez que recibe a las peticiones habla el lenguaje autoritario
del Mayor, y las pocas palabras del Ñato no alcanzan a configu­
rar una psicología. Responden a un modo de hablar general de
la gente del campo que tiene algún cargo público: comisarios,
escribientes, oficiales, comandantes, etc.
El habla del Hijo Mayor es elegiaca. Ninguno de los perso­
najes emplea ese tono patético, de pordiosero. Verdad es que se
trata de un personaje bien descrito espiritualmente mediante su
relato, pero no es posible olvidar que el Narrador está procedien­
do en vista de un auditorio. Busca atraer hacia sí la simpatía y
la conmiseración, convirtiéndose a su vez en dechado de vícti­
ma de las injusticias y del rigor. Habla un lenguaje llano, pero
ese lenguaje llano está afectado por la intención, y puede ser de­
finido como literario sin literatura. Lo literario es la posición
del cantor, el ámbito de sus ideas, reflexiones, la ternura que
prodiga reflejándose sobre los demás infelices, y que en primer
término se tiene a sí mismo por actor.
El Hijo Segundo habla casi con la misma desenvoltura, raya­
na en lo cínico, de Picardía. Pero es un muchacho decente y el
otro no. La manera de contar, lo que podríamos llamar el esti­
lo, eso es lo que los asemeja. Pintoresco, sin consideraciones pa­
ra el auditorio, detalla y cuenta deleitándose en lo que sabe que
ha de causar impresión regocijada. Alterna lo trágico y lo cómi­
co; es un artista que sabe cómo se ha de mezclar la anécdota con
la acción. Anticipa y hace inútil la presentación de Picardía. Es
seguro que si Martín Fierro no quiso poner en su historia la pro­
pia de Picardía (como éste puso la de Martín Fierro en la su­
ya) es porque una razón profunda de orden moral se lo impe­
día. Picardía se enorgullece de sus actos de picaro; el Hijo Se­
gundo procura dejar en los oyentes la impresión de su mala suer­
te y echa sobre el viejo Vizcacha todo el peso de lo malo. A Pi­
cardía no le importa echarlo sobre sí mismo.
Si ha de tomarse el monólogo del viejo Vizcacha como una
forma de hablar — y lo es, puesto que el Hijo Segundo reprodu­
ce literalmente los consejos —, este personaje difiere en verdad
260 EL POEMA
de todos. Tiene el lenguaje de sentimientos, ideas, metáforas,
palabras, que le conviene por su estado mental, moral, de edad,
de experiencia.
En razón del contenido, más que de la forma, no es posible
confundir al último Martín Fierro, el que aconseja a sus hijos,
con Vizcacha. La tesitura, la ocasión, todo es igual pero no el
contenido moral, el léxico y la intención que en ello ponen uno
y otro. Vizcacha condensa una forma predicativa de que a ratos
gustan Martín Fierro, Cruz y el Hijo Mayor.
El único de los personajes que, sin extralimitarse del terreno
de la lengua gauchesca, da un tono, un colorido, una personali­
dad oral distinta a los otros, es el Moreno. Psicológicamente, el
Moreno tiene, con mucho, más personalidad que M artín Fierro.
Habla su habla personal. Es presuntuoso, atildado, perifrástico,
retórico. Soporta con impavidez que M artín Fierro lo tutee, em­
pleando él el tratamiento de usted. Reacciona verbalmente, sin
olvidar su altanería, su situación de hombre de color que ade­
más tiene un objetivo encubierto que satisfacer. En este diálo­
go de la Payada Martín Fierro y el Moreno son absolutamente
dos entes distintos, dos seres inconfundibles, dos psicologías. Así
como la vida de Vizcacha difiere de las otras — es un gaucho de
otro modo —, así el lenguaje del Moreno difiere del de los de­
más: resulta comprendido interiormente por sus palabras, y lo
interesante es que lo que dice sólo indirectamente se relaciona
con su persona. Mucho más que el Hijo Mayor, cuida su expre­
sión' por el vocabulario: no es un habla artificial, aunque arti­
ficiosa, no engalanada por el Autor sino por el personaje mis­
mo. Sentimos que surge de él, que le es propia, que pertenece a
un hombre que forma un tipo característico de payador, del
hombre ignorante que adquirió la técnica de hacer versos y de
poner lugares comunes de la poesía rural en ellos. Y M artín Fie­
rro juega con él, provocándolo a emplear ese lenguaje que ha
notado que al Moreno le gusta.

DEL HABLA DE LA SENSIBILIDAD


Faltan las voces íntimas, del lenguaje interior, tiernas, per­
suasivas. El lenguaje es asertivo, neto, en un mundo de cosas con­
EL HABLA DEL PAISANO 261
cretas o vagas, sin matices coloreados, pero con distintas capas
de profundidad. Hay también la simultaneidad de planos: lo que
se dice y lo que se entiende, especie de lenguaje figurado que no
lo es. Cuando encontramos la comparación, la imagen, el tropo,
no es por un lujo o gusto estético, sino por falta de ideas direc­
tas, de conceptos claros. Es lo que origina, en el pueblo, el uso
de los refranes y de las comparaciones, las imágenes, la perífra­
sis. Son limitaciones que colindan con la belleza.
Pero no puede hablarse de palabras que falten, pues lo que
falta son las ideas, los pensamientos, las emociones superiores,
todo el mecanismo que supera lo que satisface el “lenguaje de
objetos” (Russell) y que se expresa, literariamente, por lo “pri­
mario” en el sentido que a esta palabra da Thibaudet. La lite­
ratura popular suele ser más expresiva y rica en esta gama de los
sentimientos y los pensamientos. Aunque enriquecieran el voca­
bulario — que es lo que hacen los demás poetas gauchescos —, la
miseria de las ideas sería la misma. En Martín Fierro ese mundo
mental es hondo, aunque no abarque en sus combinaciones me­
cánicas el área que en los otros. Lo mental es lo incompleto siem­
pre en las literaturas populares, como lo es en el pueblo. Y tam­
bién lo emotivo. Pero el pueblo une ambas cosas y les da una
intensidad muy grande, una perspectiva complicada, que tam­
bién pueden designarse como lejanía y profundidad. Pero cierto
calor humano de la sensibilidad, lo conservan las obras popula­
res, cosa difícil de encontrar en las cultas. Es verdad que no pue­
den medirse con el mismo patrón las reflexiones filosóficas de
M artín Fierro, Vizcacha o el Moreno, con las de otros tipos del
pensar empírico, pues la tónica mental es inferior, menos en las
vivencias y las intuiciones, pero en este sentido la palabra siem­
pre es más corta que la idea en el Poema. Esa filosofía está re­
cortada en la antiquísima sabiduría del pueblo y no es una fi­
losofía, sino una forma del saber animal luminoso. Lo que de­
biera haberse intentado, por alguno de los analistas ociosos que
110 encuentran temas nuevos que investigar en los poemas gau­
chescos, es qué tonus da ese saber experimental de nuestro pue­
blo, comparado con el de otros pueblos más viejos, más aclima­
tados en su tierra y en su clima.
Cuando se ha dicho que el habla del Martín Fierro es pobre,
se siente que no es ésa toda la verdad, lo importante de la ver­
262 EL POEMA
dad. No hay acaso poema de mayor riqueza en intencionalidad,
en que con tan pocas palabras se sugieran tantas ideas, si no tan­
tas cosas. Es el poema que sugiere, no el que dice cosas. El hom­
bre del campo no siente que falten en él muchas palabras indis­
pensables en su experiencia, porque siente que casi íntegra está
representada la realidad espiritual, lo que hay en el campo, lo
que del campo queda cuando uno ha envejecido en la pobreza.
Esta lectura intencional del Martín Fierro coloca al Poema
casi por entero fuera del foco de comprensión del extranjero (ya
alude Hernández a que el pueblero no entiende al gaucho, que
tiene otra ciencia). Frases como: Y hacer marcas con el dedo;
Apoyao en el horcón; Y ansí me dejé agarrar; Y yo sin decirle
nada Me quedé en el mostrador, no pueden ser comprendidas
por su sentido literal. Cada una de ellas responde a un contexto
omitido, a un modo de ser, de reaccionar, de hacer una cosa pen­
sando en otra; y precisamente no lo que se hace sino lo que se
piensa es lo que nosotros leemos en el Poema.
El lenguaje del gaucho es concreto. Cuando sus sentimientos
son indeterminados, tiende a fijarlos en acciones y en cosas, pe­
ro más en acciones tomadas de la vida corriente. No hace abs­
tracciones, sino al revés. Las comparaciones tienen siempre por
objeto probar, demostrar, aclarar; no las hace por juego de la
imaginación. Capta por lo general lo significativo, lo vital, más
que las formas y apariencias. Los animales le sirven de ejemplo
por lo común. No tiene prejuicio alguno de jerarquías, de cali­
dad de las cosas; dice lo que ellas mismas significan, lo que son.
Comparar personas con animales no es despectivo sino cuando
ello lleva alguna intencionalidad. El comparar a alguien con el
perro, el avestruz, el peludo, la cigüeña, el macá, no tiene sino
el sentido de lo que se quiere expresar. La comparación es
equivalente al proverbio, al refrán. Evita explicar, detallar. El
lector entiende de inmediato. Tiscornia establece tres grupos
de los seres que se nombran; 19 mamíferos; 2? reptiles, gusanos;
3? peces. ¿Para qué? Lo que se nombra son otras cosas.
De la naturaleza no extrae observaciones: como no hay pai­
saje, tampoco hay correspondencia entre los estados de ánimo
y el ambiente. Excepto la noche que condice con la tristeza; y
cuando el Moreno establece relaciones entre los fenómenos de
la Naturaleza, habla sobre todo de los ruido? de Ift npche. La
EL HABLA DEL PAISANO 263
Naturaleza no figura en el vocabulario ni en la sensibilidad.
Pastos, flores, desierto, son palabras vagas y amplias, no repre­
sentativas de elementos de paisaje. Lo mismo que los mamífe­
ros, los reptiles y los peces.
Lo visual predomina. Los demás sentidos son insignifican­
tes en su juego sensorial. El olfato únicamente para los malos
olores: “jedentina”, en los toldos, etc. El oído es un órgano vi­
tal, de advertencia, no estético. Se alude al canto de las aves,
pero no se sobrepasa la imagen de lugar común, literaria. Mar­
tín Fierro escucha, pegando la oreja al suelo, la llegada de la
partida; el canto del chajá (común en la poesía gauchesca co­
mo centinela que previene de peligros al gaucho; o el del te­
ro), el balido de ovejas o vacas, el sonido de la guitarra, la voz
del canto, no configuran un órgano acústico que se alce sobre el
umbral de su utilidad. Del sabor y del tacto, casi nada. Las ma­
nos son herramientas, objetos de uso vital: no sirven para pal­
par ni para funciones sensoriales. Apenas son órganos táctiles.
La falta de esas funciones por igual domina en la sensibilidad
de los personajes y en la totalidad del Poema; faltan en las per­
sonas y en los objetos. A este respecto existe una cabal concor­
dancia, y no se da, como es lo común en la poesía artificiosa, una
riqueza de palabras a las que no corresponde el mundo de los
objetos, faltándole la sensibilidad correspondiente; más que la
sensación, la sensibilidad.

EL LENGUAJE COMO REALIDAD


Ascasubi y Del Campo eran ciudadanos que habitaban cen­
tros de vida cultural bien desarrollada: Buenos Aires y, en el ca­
so de Ascasubi, París de preferencia. Del Campo era un metro­
politano típico para quien el gaucho era un individuo a quien
se podía mirar como ente curioso, pintoresco, retrasado. Y su
poema es una burla manifiesta, sin otra simpatía que la del es­
tanciero por su peón. Dice Martín Fierro que se solía m irar al
gaucho con la sorpresa con que se miran los avestruces. Del Cam­
po tomó el habla gauchesca por convención canónica del gáne­
lo. De no haber aparecido Hernández, no habríamos tenido idea
de lo que esa tentativa de la poesía gauchesca significaba para
264 EL POEMA
I
una posible literatura argentina. Acaso tampoco hubiéramos
entendido en su verdadero valor a los Viajeros Ingleses, sino
que los habríamos dejado dentro de la zona de lo pintoresco de
nuestra literatura. Pues el Martín Fierro crea la conciencia de
la realidad completa en el arte: no sólo la realidad que se ve,
sino la que se siente que existe dentro de la que se ve. En As­
casubi tampoco ocurre esto. Hay en él, como lo expresa en el
Prólogo del Santos Vega, verdadera simpatía por el pobre hom­
bre del campo. Lo cual es mucho, pues en Del Campo y en Obli­
gado hay desprecio, como en Hidalgo y en Lussich apasiona­
miento por las cuestiones políticas más que personales. Si la
obra de Ascasubi resulta una parodia, en que hasta el mismo
Santos Vega es rebajado de su altura legendaria, es problema
distinto: es el problema de la decadencia de todo mito que no
nace de una necesidad vital del pueblo.
No obstante, el tema queda a salvo de su dignidad históri­
ca, precisamente por el proceso — impensado — de poner en su
talla natural al héroe. Esta observación es válida para los poe­
mas gauchescos, en primer término el Martin Fierro , con res­
pecto a la realidad del mundo en que vivió. Acaso hubiera po­
dido Ascasubi escribir su obra sin necesidad de copiar fielmen­
te, los modismos idiomáticos del gaucho, pues la sustancia que
recoge en ella está colectada del natural y mediante una obser­
vación muy sagaz. La postura intencional de Hernández, que
hace del lenguaje uno de los elementos sustanciales de la Obra,
está explicada por él en el Prólogo a la Vuelta:
En cuanto a su parte literaria, sólo diré: que no se debe perder de vista,
al juzgar los defectos del libro, que es copia fiel de un original que los
tiene, y repetiré que muchos defectos están allí con el objeto de hacer
más evidente y clara la imitación de los que lo son en realidad. Un libro
destinado a despertar la inteligencia y el amor a la lectura en una pobla­
ción casi primitiva, a servir de provechoso recreo, después de fatigosas
tareas, a millares de personas que jamás han leído, debe ajustarse estric-
lamcnte a los usos y costumbres de esos mismos lectores, rendir sus ideas
e inierpretar sus sentimientos en su mismo lenguaje, en sus frases más
usuales, en su forma más general aunque sea incorrecta; con sus imágenes
de mayor relieve y con sus giros más característicos, a fin de que el libro
se identifique con ellos y de una manera tan estrecha e íntima que su
lectura no sea sino una continuación natural de su existencia... Un libro
que todo esto, más que esto, o parte de esto enseñara sin decirlo, sin
revelar su pretcnsión, sin dejarla conocer siquiera, sería, indudablemente,
EL HABLA DEL PAISANO 265
un buen libro; y por cierto que levantaría el nivel moral e intelectual
de sus lectores aunque dijera naides por nadie, resertor por desertor,
mesmo por mismo, u otros barbarismos semejantes; cuya enmienda le
está reservada a la escuela, llamada a llenar un vacío que el poema debe
respetar y a corregir vicios y defectos de fraseología, que son también
elementos de que se debe apoderar el arte para combatir y extirpar males
morales más fundamentales y trascendentes, examinándolos bajo el punto
de vista de una filosofía más elevada y pura. El progreso de la elocución
no es la base del progreso social, y un libro que se propusiera tan elevados
fines, debería prescindir por completo de las delicadas formas de la cul­
tura de la frase, subordinándola a las imperiosas exigencias de sus pro­
pósitos moralizadores, que serían en tal caso el éxito buscado. Los per­
sonajes colocados en la escena deberían hablar en su lenguaje peculiar
y propio, con su originalidad, su gracia y sus defectos naturales, porque
despojados de ese ropaje, lo serían igualmente de su carácter típico, que
es lo único que los hace simpáticos, conservando la imitación y la vero­
similitud en el fondo y en la form a... El gaucho no conoce ni siquiera
los elementos de su propio idioma, y sería una impropiedad cuando menos,
y una falta de verdad muy censurable, que quien no ha abierto jamás
un libro, siga las reglas de arte de Blair, Hermosilla o la Academia.
Despojado el alegato de su finalidad docente, queda en esen­
cia lo que Hernández, sin someterse a ninguna tesis, sintió que
era su deber en cuanto al alma de sus personajes y de su Obra
expresado por el idioma. Estas reflexiones habrían sido absolu­
tamente ociosas para Ascasubi y Del Campo. Pero existe aún
otro matiz que poner de relieve. Para Del Campo habría resul­
tado absurdo escribir su Fausto en otra forma, porque lo que
se propuso fue pintar el habla más que el gaucho. Su obra está
concebida desde lo pintoresco hacia lo real, desde lo verbal ha­
cia lo psicológico. La habilidad del uso es sencillamente cues­
tión de técnica, como la que se puede alcanzar en las habilida­
des manuales, por aprendizaje. Este resultado del aprendizaje
cuidadoso es sensible en Del Campo, quien acumula palabras,
imágenes y giros de expresión con un propósito deliberado de
dar mayor consistencia de veracidad a la obra. Eso mismo hace
Lussich, pero no Ascasubi. La verdad es lo verbal en Del Cam­
po. Debió advertir — lo mismo que Hidalgo, a quien agradó el
hallazgo — que cualquier cosa contada en el lenguaje del gau­
cho adquiría automáticamente valor, y que ese valor era inde­
pendiente de los hechos, de lo que contase, y de los persona­
jes; que estaba en la forma verbal de contarlo. Esto mismo ca­
racteriza posteriormente a los epígonos y parodistas del géne­
266 EL POEMA
ro, y es lo que determina la muerte de la literatura realista que
denominamos gauchesca. Porque, en efecto, la anécdota del Faus­
to es trivial y casi no existe como tema campesino; está en la
tesitura de los Diálogos patrióticos de Hidalgo, que se reducen
siempre a lo que un gaucho que va a la ciudad le cuenta que
ha visto a otro que no la conoce. Nada ni parecido en Hernán­
dez, como él mismo lo advierte al lector en la Carta-Prólogo de
la Ida. El lenguaje gauchesco es una adopción en Del Campo;
si lo emplea es porque, subconscientemente, había notado que
en los Trovos, como en Paulino Lucero y en Santos Vega (y en
su Biblia: Aniceto el Gallo), existía un mérito ajeno a la lite­
ratura, casi ajeno al mismo autor y visiblemente extraño al mé­
rito del asunto. Ese valor era, lisa y llanamente, el lenguaje, y
110 se obtenía sino mediante el empleo de ese lenguaje. Bien va­
loraron los poetas gauchescos sus propias composiciones en es­
tilo culto, insanablemente afectadas en comparación con las
otras, que les disimulaban toda deficiencia poética. Por eso en
el uso del lenguaje gauchesco hay implícito siempre, aun en
Hernández, una ineptitud técnica y de preparación convenida,
un desentendimiento de la responsabilidad del arte de escribir
que, al fin y al cabo, no afectaba sino a la calidad formal de
la obra.
Los poetas gauchescos, todos, son escritores fallidos, que ha­
llan en el género un salvoconducto a su ineptitud congenial.
En ninguno como en Hernández “la fecundidad del insuficien­
te”, en la frase de Goethe que se aplicó a sí mismo Keyserling,
le facilita el acceso a una expresión de real grandeza. En cuan­
to al manejo del argumento, al tratamiento de los temas por la
composición, el caso es otra vez distinto. En Hernández hay una
elección deliberada, no un dejarse llevar por los predecesores,
puesto que es indudable que desde el primer instante tuvo po­
sición tomada, la de no repetir, la de rehacer con los mismos
elementos una obra de arte de mayor categoría y dificultad. Lo
dice y lo repite en su Poema: la de “cortar por lo duro”.
Hay, pues, dos cosas: por una parte, la exigencia del genero,
que tampoco se puede desechar; por la otra, la seguridad de
que el habla misma, pintoresca, equívoca, maleable para el des­
atino tanto como para la observación mordaz o profunda, pa­
ra el contraste de lo trágico y lo cómico, etc,, era de por si un
EL HABLA DEL PAISANO 267
valor suficiente — y probado al extremo — con que levantar a
buena altura cualquier tema.
Hernández estaba seguro de que su tema no necesitaba sino
un instrumento de expresión que no lo desmereciese. Lo prue­
ba hasta la circunstancia de que se abandona a su Obra sin un
plan trazado de antemano. El hecho simple de que hubiera te­
nido que expresarse en el lenguaje culto — en que rindió prue­
bas muy pobres — le habría impedido acometer la empresa. Pe­
ro el camino estaba ya abierto y facilitado por otros, con su
aceptación por el pueblo en primer lugar y, en segundo, por
los hombres cultos que se solazaban con tal clase de composi­
ciones. Magnífico incentivo, además, para cualquier campaña
política. En Ascasubi y en Lussich el aprovechamiento de tal
coyuntura es en exceso evidente. Hernández aprovecharía de
esos antecedentes favorables para tentar otra empresa de mu­
chísimo mayor compromiso. Idioma, personajes y episodios for­
maban unidad inseparable en su concepción, y ese todo era ya
el poema, aunque no supiera cuál sería su contenido.
La pregunta que puede formularse ahora es: ¿hasta qué pun­
to, desde Hidalgo, a través de Ascasubi, Del Campo y Lussich
— a quien se olvida maliciosamente — no hay una necesidad de
recurrir a la pobre habla campesina para no dejar en descubier­
to la escasa preparación artística del autor, que se disimulaba
en la pobreza de los asuntos? Vertidos a prosa aquellos poemas
serían ilegibles. Poco habrían valido sin la prueba lustral de
descender a humildes cantores de pulpería; y se les hubiera po­
dido aplicar el dictamen universal de Sarmiento a esos canto­
res puebleros, de que sin el verso sus historias no habrían inte­
resado a nadie. De haber podido, Hidalgo hubiera preferido
ser uno de los poetas patrióticos (Juan Cruz Varela, Echeve­
rría, Mármol, Andrade) mejor que el creador del género gau­
chesco. La aparición de lo que Gutiérrez saludó como el adve­
nimiento de la “égloga americana” dependió de la pobreza de
recursos del creador. También por eso la poesía gauchesca es
la de los pobres, y todo es pobre en ella, consagrándose como
una cualidad de excelencia, a la manera cristiana, lo que fue­
ra en sus orígenes un síntoma de ineficiencia y escasez. Eso mis­
mo ocurrió con Ascasubi, lector de poesía en francés y en in­
glés, idólatra d? Alfredo de Musset y residente bien aclimata­
268 EL POEMA
do en grandes ciudades de cultura. Hasta Del Campo, se trata
de obras escritas sin pretensiones literarias; mejor dicho, de
obras intencionalmente aliterarias. Lo cual es otro problema,
por ser otra pretensión.
¿Hasta qué punto, sin acudir a los auxilios del psicoanáli­
sis, es explicable en Ascasubi, como en Del Campo y en Hernán­
dez que se resignaran a la ínfima gloria del payador? ¿No eran
“cantores ladinos”? Creo que debemos optar, en la explicación
de este enigma, por una de estas tres alternativas: o el conven­
cimiento de que esa poesía popular valía lo que la culta en sus­
tancia y en el contexto de la cultura rioplatense; o el conven­
cimiento de que la poesía culta corriente no tenía ningún va­
lor efectivo, real; o la experiencia de que les estaba vedado otro
camino. Causas concomitantes pudieran ser los complejos de in­
ferioridad y el instinto de predominio.
Ha de hacerse el distingo, además, de que Hernández es el
único de ellos que no escribe por pasatiempo, para ocupar sus
ocios, ni por el gusto del humorismo simplemente. Pero ni es­
tas observaciones ni la explicación de Hernández sobre la ne­
cesidad de emplear el lenguaje campesino quieren decir que no
fuera posible el poema de la pampa sino mediante esa forma
de expresión. Pues se trata, por otra parte, de un lengua]e con
mucho de convencional, tal como lo elaboraron para el teatro
Enzina, Lope de Rueda, Gil Vicente y Torres Naharro. Arti­
ficiosamente literario por el extremo opuesto. En los precurso­
res de Hernández el lenguaje es un espectáculo, en éste una
realidad.
DE LOS INNOVADORES
Los gauchescos, al mismo tiempo que prescindían de las vo­
ces cultas — y en este concepto debe incluirse las exquisitas, las
de uso en las clases superiores, las de cosas y acciones propias de
los centros urbanos y las no traídas de la Península más que en
el diccionario —, acudían al acervo del habla popular. Cambia­
ban sensibilidad y lengua, pero aquel primer aspecto de la re­
belión contra lo “godo” ha perdurado mucho más en las cos­
tumbres y en la índole reacia a lo excelente de nuestra pobla-
í
EL HABLA DEL PAISANO 269
ción rural. Es indiscutible que a estos factores íntimos se unió
solidariamente el inmigrante de otros países y lenguas.
El habla era irrenunciable, estaba dentro del individuo que
se rebelaba. ¿Habría aceptado ninguno de aquellos innovado­
res: Sastre, Gutiérrez, Echeverría, Vicente López y Planes, Alber-
di, Sarmiento — todos ellos puristas escrupulosos — barbaris-
mos, neologismos, giros familiares y sobre todo el ánimo de in-
feriorización, de concordar lenguaje y género de vida? Eviden­
temente era contra eso, precisamente, contra lo que luchaban;
para ellos todas esas incorrecciones eran lo colonial dejado co­
mo residuo por la dominación española.
Quizás el paisano quería lo mismo que ellos, pero lo quería
de otra manera, pues aquello a que los innovadores querían re­
nunciar era lo que formaba su verdadera naturaleza. El gaucho
no tenía para oponerse a lo “godo” sino el habla misma en que
estaban contenidos todos los elementos de una historia, de una
existencia social. Quedaba apresado en la ineludible cintura de
hierro del propio idioma, como quedaba apresado en sí mismo.
Pero resultó un fenómeno dimorfo: por una parte, era lo anti­
culto, lo antiurbano, lo que se oponía a su rutinaria existencia;
por otra parte, lo que se adoptaba como un instrumento de libe­
ración era lo español puro. En esa forma realizó, con muchísi­
mos menores alcances, lo que los innovadores no se atrevieron a
preferir, porque su empresa era diametralmente lo contrario:
una lengua libre de vocablos espurios, libre de tradicionalismo
retórico, pero al mismo tiempo genuinamente española.
Es indispensable reconocer, pues, que en dos direcciones di­
vergentes, los innovadores y el pueblo procuraban la misma fi­
nalidad. Ambos en empresas igualmente meritorias: unos, en las
obras de gran estilo de pensamiento y elocución nuevos; otros,
en los poemas gauchescos. Y así ambas direcciones, fieles a la ín­
dole de todas las obras que arrancan de un sentimiento genuino
del saber o del ser, toman las formas de la prosa y del verso.

POBREZA DEL HABLA


Pero el lenguaje no es, como se ha creído, el elemento funda­
mental de lo popular en el Poema: el alma es lo realmente pie-
270 EL POEMA
beyo, y si Hernández tuvo tanto cuidado de no adulterar la rus­
tiquez del lenguaje, fue porque entendía que ese era el vehículo
más adecuado para la conservación intacta de su espíritu. El
lenguaje no es, en resumidas cuentas, lo plebeyo, ni lo más gro­
sero: es su elemento de revelación.
El lenguaje del Martín Fierro es pobre; lo es por una inten­
ción manifiesta del Autor, que rebaja asunto y personaje; lo es
por el léxico, por las ideas en juego, por los personajes en su
aventura de vivir. Bajo este concepto, el Martín Fierro está in­
deciblemente por debajo de toda la poesía gauchesca. T al como
Hernández lo ha concebido y realizado tiene su máxima fuerza,
su máxima grandeza.
Hay ciertas correlaciones entre lo que el Martín Fierro sig­
nifica dentro de la poesía gauchesca, y lo que significa la len­
gua gauchesca dentro del idioma español. El Martín Fierro es
un dechado de ese fenómeno de empobrecimiento que el espa­
ñol sufre en las colonias. El que se trajo a América, reducido por
falta de necesidad de aplicación en toda su amplitud, y porque
no vino la masa total parlante, sino individuos desgajados de
ella, fatídicamente tenía implícito en su sino el empobrecimien­
to. Faltábale la fuente de conservación, frescura y renovación, la
circulación total del caudal idiomático, que se conserva entero
en el pueblo entero. Faltaron todas las voces denominadoras de
cosas existentes en la Península y no acá; las voces de los usos
acá olvidados; los giros genuinos que viven mientras se les prac­
tica no sólo en el dar — decir —, sino en el tomar — oír —. La
integridad del idioma se mantiene porque se le oye hablar más
que porque se le habla. Las cosas nuevas, las acciones nuevas
no equivalían en cantidad — ni en calidad — a las que se aban­
donaban. El empobrecimiento fue de dos clases: por reducción
mecánica y cuantitativa, y por reducción psicológica, en el re­
greso a un mundo inferior. El barbarismo pudo tener un co­
origen humorístico: burlarse de las cosas desfigurando las pa­
labras.
En América el español no era la lengua de España, ni si­
quiera la colonial como prolongación de la peninsular: era me­
nos. Habla rústica pura, es decir, podada del habla general den­
tro de lo campesino — cuya área total abarca el Santos Vega —,
era la del gaucho fuera de toda población y hogar. Faltan en
EL HABLA DEL PAISANO 271

esa habla los sustantivos de herramientas, muebles, utensilios,


partes del vestido, de viandas, frutos, animales y plantas.
La lengua del Martin Fierro se ciñe a las circunstancias; no
desborda de la miseria ambiente por los recuerdos, como hace
Santos Vega, que enteramente evoca lugares, personas, sucesos
que sobrepasan el ambiente en que está el narrador, con Tolo­
sa y su mujer. Los recuerdos de Santos Vega recorren, ven, abar­
can, enumeran; los de M artín Fierro van pegados a su persona,
no tienen ambiente, lejanía, objetos ni seres. Si se compara, por
ejemplo, la descripción de la estancia en ambos poemas, se ten­
drá una idea clara de la diferencia: en el Santos Vega es la ubi­
cación, hasta el plano, diría, de las habitaciones, quienes las ocu­
pan, los galpones, etc. El Martin Fierro menciona la cocina y el
corral, nada más. Pero de ese hecho no sólo resulta empobreci­
da la historia, sino el lenguaje.
El vocabulario del Martín Fierro sería absolutamente inefi­
caz para tener siquiera una idea de las cosas del campo. Dijéra-
se que todo ha sido eliminado cuidadosamente, con el mismo
cuidado que los otros poetas ponían en enumerar. Empleada
para narrar, la lengua del Martín Fierro tiene la específica li­
mitación de la poesía lírica. Cuando Martín Fierro pregunta al
Moreno sobre los trabajos de la estancia que se hacen en los me­
ses que traen erre, éste no sabe contestar. Se lo ha vencido al lle­
varlo al terreno de las cosas concretas; eso mismo le ocurriría al
Poema si quisiera usárselo para saber algo de nuestros campos.
No solamente es un Poema en tesitura lírica; es una lengua lí­
rica, de sentimientos, de reflexiones; no sustantiva, no de cosas.
Nada de la lengua urbana se registra ahí: ni casas (rancho,
choza, guarida, cueva, tapera), ni comercio (la pulpería y el true­
que), ni fiestas (bailes), ni ceremonias religiosas (se mencionan
bautismo, iglesia en sentido abstracto), ni trato social (supone­
mos que lo haya en la pulpería).
En este orden de análisis se llega a la conclusión de que el
Poema es enteramente una abstracción (un sueño): y esa es la
verdad. Las palabras no sirven para designar, para nombrar co­
sas, sino recuerdos. Es un habla con la que se puede rememorar,
pero con la que no se podría vivir.
272 EL POEMA

LA ESGRIMA DEL HABLA


El Martin Fierro tiene de común con los demás poemas gau­
chescos la tendencia a la inferiorización, por realismo, de la pa­
labra y del lenguaje total. Hay un diapasón para el lenguaje y
dentro de él un lugar y función precisos para la palabra; lo
cierto es que ninguna palabra puede disonar con la partitura en
total sin ser eliminada, estigmatizada, rebajada a un sentido in­
ferior. El habla gauchesca es reducidísima aun en comparación
de otras hablas rústicas peninsulares, porque ha eliminado más
que innovado; porque el genio de nuestro pueblo es eminente­
mente conservador y tiende a rechazar lo novedoso (como en
España), lo cual es una característica de todo pueblo como uni­
dad política e idiomática; porque las lenguas indígenas tuvie­
ron para el campesino el mismo carácter de extranjería que el
habla culta.
Pero mucho más que por el vocabulario, el sabor oriundo de
lo americano en la Argentina se expresa por la construcción, por
cierto valor supragramatical que la oración adquiere, en la com­
binación de voces anodinas o significativas, durante su elabo­
ración y articulación. La frase es siempre breve y tiende a lo
sentencioso; de modo que todo lujo imaginativo, toda locuaci­
dad, pleonasmo, placer de hablar, están excluidos. Cuando el
narrador o el autor están a punto de incurrir en una elocución
culta, bien ordenada, explícita; cuando el discurso por su mis­
mo movimiento de expansión se afirma para una cláusula ora­
toria, vira rápida, inopidamente hacia un corte en seco de la
idea, si no a una exclamación o un rápido final evasivo. La
claridad en la elocución, entregarse inerme, es tan extraña a
nuestra habla como la idea categórica, apodíctica. La forma to­
ma así un sesgo dubitativo, de impresión, aun cuando el locu­
tor esté bien seguro de lo que sabe y de lo que quiere decir. El
circunloquio, la vaguedad son formas psicológicas más que gra­
maticales, un modo de ser nosotros. En este sentido el Martín
Fierro es un dechado, sobre todo si se coteja con cualquiera de
los poemas gauchescos y en general con la literatura popular. El
habla gauchesca toma en el Poema su sabor puro, su cabal pu­
reza, cuando lo que se significa es muy claro sin que se deduz­
EL HABLA DEL PAISANO 273
ca esa claridad de las palabras y su ordenación: en fin, de lo
lingüístico, y no de lo gramatical. Eso constituye un estilo, tam­
bién. Y si todo idioma es un fenómeno estético más que lógico,
vital más que gramatical, de acentos más que de sílabas, el ha­
bla gauchesca está en una tesitura psicológica, racial, más que
lingüística. Cualquier estudio debe comenzar — y acabar — por
lo estilístico.
Aquellas estrofas del Martin Fierro que los lingüistas han so­
lido considerar defectuosas: Porque el ser gaucho... ¡barajo!
El ser gaucho es un delito (1323-4); Era una delicia el ver Có­
mo pasaba sus días (137-8); A la cocina rumbiaba El gaucho. . .
que era un encanto (143-4); Al recordarlo me aterro, Me da pa­
vor este asunto (II, 2723-4), etc., están en los paradigmas del ha­
bla. Es que el narrador explora, toma precauciones, consulta
en los rostros el efecto que van causando sus palabras, y se in­
terrumpe como si percibiera antes que el oyente el riesgo de
caer en lo elocuente o en lo gárrulo. No es la frase lo que se in­
terrumpe, o lo que se desvía, sino el pensamiento, la intención,
la dirección que llevaba. Prefiere que se le juzgue torpe y no
ingenuo.
Ningún narrador, en ninguna literatura, sacrifica así una co­
yuntura propicia de lucimiento. Para el paisano la belleza en la
elocución o en el léxico, es gusto de gringo; a él le gusta el ha­
bla sustanciosa y la belleza la encuentra siempre en lo que sig­
nifica bien lo que quiere expresar; no por virtud de las pala­
bras, sino a pesar de ellas. Una ocurrencia, el resalto de un ca­
riz preciso en la comparación o la alusión, cumple la finalidad
de la metáfora y de todas las galas del lenguaje. A este respec­
to, frases como Con las patas como loro De estribar entre los
dedos (II, 2173-4); Tenía el viejito una cara De ternero mal la­
mido (1813-14); Y una cosa tan jedionda Sentí yo, que ni en la
fonda He visto tal jedentina (1858-60) tienen un mérito singu­
lar, que no consiste sólo en lo pintoresco y acertado de la ocu­
rrencia, sino en el juego de conceptuar y valorar del paisano.
Todo está referido a cosas inferiores; los ejemplos no se subli­
man, sino que se rebajan: esto está en el alma del paisano —
está en su alma y no como humildad ni como placer de empe­
queñecerse —, alarde notorio en los preámbulos y en las refe­
rencias a la propia situación: compararse con el peludo, o com­
274 EL POEMA
parar a los hijos con los perros; está en una forma de agachar­
se, de abrir la guardia, de probar cuál es la intención del que
oye.
Aquellas partes del Santos. Vega, del Fausto y de los Tres
gauchos orientales en que se florea la frase y. el locutor se entre­
tiene en descripciones y figuras de tipo literario o amatorio,
son convencionales: para el lector de la ciudad. Nada más ri­
dículo para el gaucho que el orador. Y, en la disyuntiva, pre­
fiere — Disculpenmé tanta charla; Aunque pa chorizo es largo —
pasar por charlatán antes que por elocuente. Por lo menos no
elocuente en su acepción cabal; porque gusta también de una
clase de elocuencia que, ya se ha indicado, consiste en la rela­
ción que hay entre lo que dice y lo que quiere significar, entre
el objeto o el hecho y su representación metafórica o el simu­
lacro que deja en su lugar al sustraer la idea y la frase ver­
daderas .
En la concisión debe observarse, entonces, cierta elipsis de
pensamiento. Así como el lenguaje se reduce a lo indispensable,
liberándose del episodio y aun de la historia, también se puri­
fica lo que se quiere entregar al desconocido o al que escucha.
No solamente el paisano hace una criba general de lo que debe
y de lo que no debe decir; hace una clasificación entre lo que
le honra y lo que no le da ningún lustre; entre lo que él sien­
te y lo que sabe que ha de sentir el que lo oye; entre la verdad
exacta y lo que él comprende que puede agregar o modificar
— dentro de lo estrictamente veraz — para que resalte su histo­
ria y su persona. Con esa manipulación mental previa de los
materiales, puede permitirse la prodigalidad de poner alguna
broma en que él mismo sirva — aparentemente — de personaje
ridículo. Está seguro, segurísimo de que eso no puede menos­
cabarle. Por ejemplo: varios pasajes de la vida de M artín Fie­
rro en el Fortín, inclusive el arreo, su retiro de las pilchas, el
diálogo con el Mayor, la paliza en el estaqueadero, la vigilan*
cia en el techo del rancho cuando anduvo prófugo, su miseria,
su falta de ilustración, etc. Todas estas son formas de esquivar
el cuerpo al ataque del oyente, maneras de hacer que su tiro,
si intenta reprocharle orgullo o dar demasiada importancia a
las cosas propias de la vida del pobre, se pierda en el aire.
El hecho de que el relato nunca levante vuelo le da seguri­
EL HABLA DEL PAISANO 275
dad en su andar sobre la tierra; de no disparar por la loma de­
pende su seguridad. Lo que en el Poema parece rastrero, pedes­
tre, sin grandeza, es lo que lo mantiene adherido a la realidad,
1 a lo cierto, a lo serio. El propósito evidente de inferiorización
— forma humorística de presentar los hechos, manera de rela­
tarlos, palabras usadas — evita la debilidad que Hernández de­
bió de haber advertido, sin duda, en los otros autores: el hue­
co que quedaba cuando el tema era levantado por ellos sin que
por sí mismo pudiera elevarse del ras de la tierra.
LO GAUCHESCO
CONCEPTO DE LO GAUCHESCO
Si se interpretara lo gauchesco en el sentido que se interpre­
ta lo clásico y lo romántico — como orientaciones estructurales
del pensamiento y la sensibilidad —, o más taxativamente como
lo gótico, lo barroco, lo impresionista, no se habría dicho toda
la verdad. Hay algo de ese sentido, en cuanto lo gauchesco tie­
ne sus temas, su- estilo, sus convenciones, en la “toma” de una
realidad y su versión por el lenguaje. Pero así como lo clásico
y lo romántico expresan no propiamente escuelas, sino más bien
temperamentos y directivas de la psique en la vivencia del fenó­
meno literario, artístico y aun científico; y así como lo gótico
representa no sólo un estilo artístico, sino también una época,
un modo de sentir y de comprender la figuración espiritual o
plástica del mundo de las formas, así lo gauchesco es una po­
sición total de la psique: un estilo, un contenido, un uso del
lenguaje, una cualidad étnica, un cariz geográfico y temporal,
un mundo.
En tal concepto lo gauchesco es más sustancioso, más perma­
nente, más invariante que los elementos humanos, de paisaje o
de figuras de ambiente: es la vida entera en las llanuras sud­
americanas, en el litoral, pero también en sus estribaciones de
planos hasta los confines de montaña y océano. Es una cualidad
histórica tanto como psicológica, es decir, una cualidad huma­
na general tanto como particular. En los trastornos del proce­
so de formación de la vida entera del país — en lo ético, eco­
nómico, religioso, conductista, pragmático — es una “toma” vi-
vencial, un modo de ser las gentes; y eso queda firme a través
de las vicisitudes de los cambios políticos, de las técnicas indus­
triales, del aprovechamiento de los productos naturales y de cul­
tivo, de la enseñanza y de la obra de gobierno. Es lo que queda
cuando todo cambia. Lo gauchesco es tan cierto hoy como hace
cien años, pero reviste distintas apariencias, se ha introducido
en las fisuras y masas permeables de la vida altamente civiliza­
da, de la cultura adquirida por voluntad y no por acción me­
278 EL POEMA
cánica, inconsciente, del vivir. Groussac halló lo gauchesco per­
severando en su tipo aun en la tonalidad global de la vida lite­
raria; lo gauchesco es lo que Ortega y Gasset vio en la postura
defensiva del argentino; lo que Keyserling intuyó como un se­
dimento geológico de un modo de vivir y de ser del hombre de
épocas muy antiguas. Aquellas definiciones que los viajeros cos­
mopolitas del siglo xx y los ingleses del xix notaron como ex­
presivo nuestro — precisamente lo que no vemos porque es lo
que somos y además lo que no queremos ser —, eso, más que lo
argentino, es lo gauchesco.

INSURRECCION DE LO GAUCHESCO
La poesía gauchesca es un fenómeno nuevo, original en nues­
tras'letras. El programa del “Salón Literario” de 1837 queda re­
ducido a un intento tímido y en la misma línea de lo hispáni­
co, comparado con esta inesperada y desagradable empresa de
crear una literatura totalmente argentina. Ante todo, no era
éso lo que se quería, lo que se esperaba, ni lo que podía satisfa­
cer el afán de emancipación de los hombres cultos. La poesía
gauchesca era una emancipación a fondo hasta contra los mis­
mos emancipadores. Es lo que el pueblo puede hacer mediante
una revolución, cuando ignora las teorías y los programas cul­
turales de gobierno. Lo que hacen estos poetas del pueblo — por
llamarles así — es declarar como extranjera inclusive la volun­
tad de crear una literatura nacional con elementos foráneos.
Sin embargo, no realizan una revolución; sino que lo español
de cepa popular reverdece en ellos, y por ellos la literatura
vuelve a entroncar con lo castizo. Es la misma tarea que reali­
zan, salvadas las distancias, los creadores de las literaturas na­
cionales europeas, cuando abandonan el latín — la lengua ex­
traña —, y mediante el uso de las lenguas romances se aplican
a tratar de lo propio en una forma nueva, que era la realmen­
te vieja.
Ningún antecedente podían invocar los innovadores, que se
apartaban deliberadamente de lo rutinario, sino la existencia
misma de un pueblo, la realidad de cosas, de hechos, de situa­
ciones que no habían sido recogidas sino accidentalmente en las
LO GAUCHESCO 279

obras que procuraban crear, en el plano de la cultura, la obra


literaria argentina. A ninguno de los miembros del “Salón Li­
terario” se le había ocurrido calar o retroceder hasta el pueblo;
se conformaban con fijar conceptos y dar normas. Echeverría es
quien, con La cautiva, crea. Pero por la innovación (que está
en los temas, en el ambiente, en los personajes y en el argumen­
to), por su sensibilidad, por su versificación canónica y por la
calidad misma de su poesía, es un representante de la poesía
en boga. Se trataba de ir más allá, de satisfacer una necesidad
orgánica más que estética del nuevo status generado la Revolu­
ción; se trataba, en fin, de las cosas, las personas, las situacio­
nes y los asuntos pero mucho más del habla misma, del idioma
que se siente, que se piensa y que se habla.
Hidalgo, Ascasubi, Lussich y Hernández, al expresarse en las
formas crudas del habla vernácula no pudieron invocar una
poesía ni una literatura oral o escrita que contuviese ya los te­
mas, ya el lenguaje, y tuvieron que acudir a la realidad viva,
dentro de una corriente de desafecto que había declarado su
guerra sin cuartel a lo forastero (inclusive a las ciudades). Adop­
tar un lenguaje es necesariamente adoptar una actitud total de
sentir, pensar y vivir. En La cautiva estaba, con lo nuevo de los
materiales, todo lo viejo del idioma; y con lo viejo de un idio­
ma literario, lo añejo de su sensibilidad. La poesía gauchesca
era otra cosa. Nada literario servía de modelo, a ese respecto,
a nuestros autores. Lo gauchesco cerraba un circuito, y ese cir­
cuito configuraba una literatura fuera de la literatura. Tenían
sólo dos antecedentes que invocar — y los ignoraban o no los
necesitaban —: en prosa, la novela picaresca; en verso, los ro­
mances viejos. Ellos escribían en verso y pensaban en prosa;
así fundían, como los materiales mismos, los dos afluentes que
desaguan en la poesía gauchesca. Mejor dicho, hibridaban lo
canallesco y lo heroico, la prosa y el verso, en una forma pro­
saica de la poesía, o métrica de la prosa. Tal bastardía es noto­
ria en todos los poemas, que no pueden, empero, ser prosifica-
dos sin que desaparezca de ellos una esencia que no puede de­
nominarse sino poética. La novela picaresca daba el material, y
el romancero, además de la forma, el pathos.
Desde ese instante, los poetas gauchescos podían rebelarse
contra todo lo español, inclusive su literatura, sin salirse de ello.
280 EL POEMA
Iban a lo anónimo, a lo del pueblo, al que pertenecían también
las coplas; iban a lo español puro, fuera de sus dogmas litera­
rios (al fin una liturgia como la católica, de muy mal gusto, en
comparación con los viejos romances). De ahí que si esa poesía
tiene algún antecedente literario, haya que buscarlo indirecta­
mente en la tradición coloquial más que oral, tal como los con­
quistadores y colonos la trajeron fragmentada y empobrecida a
tierras del Plata. Eso da la razón a Unamuno, a quien le recor­
daba el Martin Fierro la poesía popular española de los siglos
xv y xvi, y establece la paradoja de que el género literario más
argentino sea, al mismo tiempo, el más castizo de todos. Pero
110 tienen los poetas gauchescos fuentes escritas — ni folklóri­
cas —, como los poetas cultos; recurren, sin guías ni mentores,
a los yacimientos ricos en verdad, que los precursores de una li­
teratura netamente argentina — Echeverría, Gutiérrez, Sastre,
Sarmiento —, habían omitido, intentando crear una “literatu­
ra” argentina artificial, como producto de laboratorio. Aunque
pensaran en el pueblo para el que escribían, lo tomaban como
tema y materia informativa, no como colaborador.
Los poetas no sólo revalidan la picaresca, sino que encum­
bran lo más español de España: la copla y el romance, con su
metro y características, y las demás formas métricas de la poesía
popular, bebiéndolo de la tradición, en sus fuentes antaño lim­
pias y aquí enturbiadas por la caída brusca de niveles eco­
lógicos.
La posición del poeta gauchesco es, por eso mismo, la de
quien se coloca voluntariamente “fuera de la literatura”; la
de adversario más que la del reaccionario, o la del creador
que intenta poner en vigencia un folklore aún viviente, jamás
tomado en cuenta aquí por nadie.
Cuando Castillejo o Fray Luis o Quevedo deciden con toda
claridad en el problema de las fuentes y de las imitaciones,
con un sentido igualmente claro de qué es la índole de un
pueblo y de un idioma; cuando toman partido por las formas
típicas españolas contra las italianizantes, acuden no exclusi­
vamente al pueblo (como los gauchescos), sino a una litera­
tura que tuvo, por cierto, su esplendor en la obra anónima,
pero a la que pertenecían también el Arcipreste, Manrique,
Fernando de Rojas, los dos Lopes, y místicos e historiadores
LO GAUCHESCO
y hasta lingüistas como Valdés y Nebrija. El pueblo era para
ellos la fuente originaria, pero no necesitaban remontarse hasta
ella, pues encontraban en los ramales cultos la misma agua
pura y potable. Aquello popular estaba ya acopiado y heñido
por grandes artistas de la palabra. Ni ellos ni nuestros gau­
chescos se rebelaban, sino que se sometían al espíritu del idio­
ma. Considerar, pues, a nuestros poetas gauchescos como en
rebeldía contra la poesía culta no es del todo cierto; se rebe­
laban, es claro, pero sólo en cuanto lo culto era también lo
forastero. Y así como ellos acudieron al hombre del campo,
omitido hasta entonces sino como ser de compadecer y burlar,
así acudieron a su lenguaje, a su sensibilidad y a sus proble­
mas vitales. Reaccionan contra el nuevo estado resultante
de la Revolución —ya en Hidalgo— como hombres de la Co­
lonia, como si la Revolución se hubiera hecho contra los hom­
bres del pueblo y no contra la institución monárquica. En el
Martin Fierro ha desaparecido en absoluto el sentimiento pa­
triótico, y esa ausencia de la sustancia máter de toda nuestra
literatura acentúa su propio sabor arcaico, de obra que pudo
haber sido escrita antes de la Revolución.
Es una simple consecuencia de estas observaciones afirmar
que el problema de la forma métrica en los poemas gauchescos
responde también al mismo espíritu del idioma y de lo español
puro. También por su forma difieren estos poemas de los
poemas cultos. Romance, redondilla, cuarteta, décima, quin­
tilla, conservan el octosílabo típico de la poesía popular es­
pañola. El octosílabo es el metro natural del castellano habla­
do. Este problema, como el de la rima, en Hernández es inte­
resantísimo y creo que caso único en toda la historia de la
versificación en nuestro idioma. La métrica, en los poemas
gauchescos, es otro aspecto de la rebeldía contra lo culto.
Hernández debe ser visto como el más rebelde entre todos, al
adoptar conscientemente una forma incorrecta de la sextilla,
sin antecedentes en la versificación española. Mucho más grave
es esa rebeldía, sin embargo, en cuanto a la rima, por la adop­
ción sistemática de un tipo de rima imperfecta, que excepto
en pocas estrofas en que el consonante es cabal, se mantiene
sistemáticamente en todas las estrofas del Poema. Se trata
de un consonante incorrecto, no de un asonante, y que dentro
282 EL POEMA
del canon del asonante es incorrecto también. Dos imperfec­
ciones -d e estrofa y de rim a- que deben sumarse a las que
voluntariamente introdujo Hernández en la factura e índole
totales del Poema. En cambio, el Autor se halla estilística­
mente mucho más cerca de la poesía culta que de la realmente
popular, cuyo representante genuino y supremo es Ascasubi,
mucho más que Hidalgo en sus romances y que Lussich en
Los tres gauchos orientales.
La observación minuciosa del Martín Fierro nos convence
de que es una obra compuesta dentro de la índole del idioma
castellano, castiza siempre, de un decir firme y conciso, como
el mismo Unamuno reconoció y Menéndez y Pelayo, que lo
sigue, admitió. Como composición, como factura, el Martín
Fierro es de la calidad de los romances españoles antiguos,
y su lengua es la del siglo xvi, no de la más baja, si se toman
en su sentido justo los solecismos y barbarismos intencionales.
Más hay en Lope de Rueda y en Torres Naharro. Tan en lo
español, que Unamuno pudo referirse a las “décimas” del
poema7~cuando se trata de “sextetas” —no es la sextilla y me­
nos la sextina—, sin que podamos ni pensar en un desliz; pues
es cierto que la sexteta de Hernández —la estrofa hemandina,
de D’Ors— resulta, como se dijo antes, el resto de una décima
mutilada. Y otra razón es la que podría justificar, el estudio
gramatical de Tiscornia con el título La lengua de “Martín
Fierro”, como si el Poema fuese un documento del habla, lo
cual es cierto. Por la abundancia de refranes, por la inten­
ción normalista que campea en numerosísimas estrofas, si no
en todo el Poema, por su descontento patético y por su alta­
nero personaje central, podemos relacionar el Poema con m u­
chos romances de caballerías y fronterizos, y con todo el teatro
peninsular desde sus orígenes hasta Lope inclusive. Sin insis­
tir en que se incorpora la levadura de la picaresca. España
no tiene, después del primer tercio del siglo xvn, nada tan
español.
Esta observación vale para plantear el problema de las
fuentes, ya que el idioma suministra la prueba de que el Martín
Fierro (y los demás poemas, menos rebeldes) se abrevan en
el habla que trajeron el conquistador y el colono. Sus temas,
su tesitura, su pathos, 110 tienen antecedentes en la tradición
LO GAUCHESCO 283
oral de que el conquistador y el colono proveyeron al español
hablado en América. El idioma es aquí un material primario
del que faltan las cristalizaciones: faltan los materiales ya orga­
nizados que constituyen un folklore. El yacimiento folklórico
del Martin Fierro es otra vez el habla en los refranes, giros,
dichos e intencionalidad. No recoge nada del folklore orga­
nizado, ni de la tradición literaria, pero sí mucho del folklore
no organizado, del residuo del folklore mismo en la memoria
del inmigrante. El Martín Fierro es, con respecto a esa habla
sin literatura, un folklore: él organiza y cristaliza ese saber
difuso, ese decir, esa intencionalidad. También así este Poema,
y todos los demás en menor grado, representa por una parte
una vuelta de espaldas a todo lo culto y, por otra, el anacro­
nismo de florecer, como una literatura, con posterioridad al
período de la obra escrita y de la literatura culta. Un regresó,
en fin, que los constructores de la nacionalidad jamás pudie­
ron perdonar a los poetas gauchescos y menos a Hernández,
llevado a la Academia para retirarlo de las malas compañías.

LOS POEMAS GAUCHESCOS, SOBRE TODO EL


M A R T I N FIERRO, COMO FOLKLORE
El Martin Fierro ocupa el territorio entero del folklore rio-
platense. Ni historia, ni leyenda, ni tradición, ni forma alguna
de la literatura popular subsisten una vez que se ha difun­
dido el poema. Todo se olvida, recordándoselo. Este poema
cancela, al menos en el área de su difusión, todo el pasado
—bien pobre, por cierto— de la literatura popular introducida
por la Colonia. Todavía más: hasta los autores posteriores
pierden su contacto con la realidad directa del idioma, del
sensorium, y hasta de las cosas rurales. La realidad misma
de nuestras llanuras parece convertirse en un plagio del Poe­
ma, y sus hombres oriundos adquieren sus dichos y hasta sus
costumbres —el malevaje cuyo prototipo es Moreira—, y ¿por
qué no decirlo? ciertas inflexiones y modalidades del habla.
Ya es indiscernible lo que tomó Hernández y lo que se ha
tomado de él.
Prolifera el lenguaje gauchesco que estereotipa el Poema,
284 EL POEMA
aun en gentes sin ninguna simpatía para lo gauchesco, y hasta
se generan a su influjo una psicología y un clima gauchescos,
perceptibles en muchas obras de nuestro teatro, en los perió­
dicos del campo, en las fiestas patrióticas y carnavalescas. To­
das esas manifestaciones sin control del alma popular tienen
por base de inspiración y hasta de forma el contenido del
Poema y no el contenido de la realidad. El Martín Fierro es
una realidad superpuesta. La realidad es obliterada por esa
visión literaria, las cosas se evocan a través de sus versos; con­
tra toda deducción lógica, un renacer del sentimiento patrió­
tico que el Poema había abolido, una resonancia de La lira
argentina medra a la sombra del gaucho bravio. Rosas res­
taura la Colonia en los mecanismos de la vida pública y en
las costumbres, Hernández en el idioma y sus adherencias. Y
con esto el poeta recoge y legaliza lo español vivo en lo ar­
gentino vivo, pues a continuación de la política colonial de
Rosas, sus gauchos llevan al tribunal del idioma y de la autén­
tica sensibilidad de las cosas del campo a la producción lite­
raria de los europeístas, y al tribunal de la historia lo realizado
por los gobiernos de orden y de progreso en los veinte años
siguientes a la caída del tirano.
Con el Martín Fierro la literatura gauchesca termina. Era
un principio y sin embargo fue un fin. La imitación que susci­
ta tendrá por modelo a este Poema mucho más que al folklore
que se ha ingurgitado casi por entero. Aquel gaucho de quien
decía López que “su acento era diferentísimo, su idioma com­
pletamente recortado en otra forma aunque con los mismos ele­
mentos; sus acepciones exóticas y bastante numerosas para ha­
cerse incomprensible de un hombre de España que no estuviese
acostumbrado a interpretarlas”, se hace un enemigo del indio,
como el conquistador, un vagabundo, como el picaro, un ha­
blador castizo y pendenciero. Aquel gaucho que odiaba lo “go­
do” y al “godo” en persona, era la personificación de lo espa­
ñol puro que sobrevivía a la Independencia y que, no habien­
do tenido educación sentimental en los cuentos y cantos con que
las madres acunan a sus hijos, encontró ese pasado de su sangre
en el Martin Fierro mucho más que en los anteriores poemas
gauchescos.
Mayor valor que el del lenguaje, en que se entretienen los
LO GAUCHESCO 285
lingüistas gauchescos, es el que debe reconocerse al Martin Fie­
rro por haber superfetado una realidad de carácter literario, en
virtud de la fascinación inmensa que ejerció, a la realidad ver­
dadera, a la de las cosas, a la de los sentimientos, a la belleza
pura, que resultaron irreconocibles para los imitadores. Esos imi­
tadores se agostaron pronto, porque una literatura no puede
surgir de una obra literaria, por grande que sea. Las decaden­
cias y decrepitudes se producen precisamente por la acción des­
tructora de toda producción genial, que incita a los epígonos a
la copia, apartándolos de la observación de la realidad. En vez de
ir a beber en las fuentes de nuestra campaña, el escritor de nues­
tros pueblos y de nuestras ciudades creyó que le bastaba el mun­
do reflejado por los poemas gauchescos, por el Martín Fierro, o
con la visión que se obtiene bajo su influjo. Y ello debido a la
excelencia, que al dejar en el plagiario la sensación de su propia
pequeñez, iba confundiendo la grandeza poética con la inmen­
sidad de la pampa. El Martín Fierro reemplazó, entonces, el pa­
norama de nuestra vida rural y creó para las letras — en lo ne­
tamente argentino — la misma artificial seudonaturaleza que los
poemas clásicos crearon para la percepción del mundo y que fe­
nece en los poetas de florilegio. Hernández ha estampado la fra­
se hecha, el lugar común, la sensibilidad del hombre del campo,
con la misma fatalidad auxiliar con que el refrán evita al zafio
cavilar para expresar sus propias ideas. Pero lo que hicieron los
imitadores hasta esterilizar el género por incapacidad de prose­
cución digna del modelo, lo había hecho ya Hernández con to­
dos los temas del orbe gauchesco; pues tal como lo había conce­
bido Ascasubi, con mayor amplitud y variedad, quedaba en ver­
dad abierto a cualquier nueva exploración, en tanto que Her­
nández los vedó, los tornó inaccesibles por la calidad y hondura
de su poesía, que el imitador juzgó cosa de oficio. Calidad y
hondura que son las del mismo idioma castellano, del contenido
psicológico e histórico del hombre actual a lo largo de toda su
genealogía, de la organización de un sentir y hablar raciales, na­
da menos. Además, Hernández resume la poesía gauchesca an­
terior a él — porque toma de todos, desde Hidalgo y Echeverría
hasta Lussich — y la injerta en las ramas más genuinas e impor­
tantes de la literatura popular española: el romancero, el can­
cionero, la novela picaresca y el teatro de uno a otro Lope (su­
286 EL POEMA
primido el escenario). Todo lo cual vino a estas tierras no con
su forma, que mantenía en la Península, sino con su pathos, su
reminiscencia, su olvido, su fuerza diluida en el cuerpo. Todo
aquello que en el folklore rioplatense se recordaba mal, inco­
rrectamente y con desvaído sabor y color, en los gauchescos y
sobre todo en Hernández recobra su antigua lozanía, vuelve a
tomar forma, se articula, se hace cosa cierta; porque esos poemas
y éste en primer término pasan a ser un folklore más que pie­
zas sueltas de él, vástagos suyos. Por ese mismo procedimiento,
o fatalidad, Lope concluyó primero con el folklore y con toda
otra tradición nacional española para metamorfosearla en tea­
tro, y finalmente con el teatro mismo. Sus sucesores todo lo vie­
ron a través de él. Pues en gran escala, también Lope, como
nuestro Hernández, absorbe y transfigura en sí el folklore y la
esencia étnica del pueblo español, agotando los yacimientos al
menos para sus herederos directos. La empresa de Hernández
fue menor, aunque su resultado el mismo. Mas, puesto que nues­
tro poeta sólo crea un tipo — el viejo Vizcacha —, se podría ad­
mitir que ha trabajado más sobre los materiales literarios que
sobre los étnicos e históricos, y ésta es la verdad. Hernández to­
ma de los otros autores los temas principales y hasta algo así
como versos mal recordados de otros (de Hidalgo, de Lussich).
encuentros; vida en la frontera; pérdida del hogar y la familia
(en otros casos es por algún malón); vida de matrero; el sar­
gento de policía; batallas con los indios y malones; vida y cos­
tumbre de los indios; enfermedades y exorcismos; las cautivas;
historias de huérfanos, etc. Todo eso existía ya en la literatura
popular rioplatense y en conexión con la española, por añadi­
dura (guerras, raptos y cautiverios entre cristianos y moros; pi­
caros). De esos temas peninsulares no se introdujo por la colo­
nización obra compuesta, sino los mismos temas puros y la in­
tencionalidad, que deben enumerarse entre los elementos de to­
do folklore.
Así, pues, Hernández bebió, como nadie, en las fuentes mis­
mas del lenguaje; no sólo del idioma que se habla (del léxico,
la semántica, la prosodia y la sintaxis), sino del que se siente,
del que expresa el sentido vital más que la acepción gramati­
cal. Además, nuestro folklore ya era literario, en el sentido de
que fue importado de otra tierra y de otro status étnico y social,
LO GAUCHESCO 287
superpuesto a un estado de cosas distinto. Pues hay dos absorcio­
nes en los poemas gauchescos y en el Martín Fierro : lo espiri­
tual en el habla del gaucho, que llamamos lenguaje, y que con­
tiene todo su carácter y haber como herencia de raza; y lo fol­
klórico y convencional de los temas en sus predecesores. No el
habla de los poemas gauchescos y los temas de las crónicas de
frontera, sino al revés. La crónica de frontera está en Ascasubi
(naturalmente ya en Echeverría), pero con la abundancia de lo
pintoresco del habla se desvanecía lo psicológico propio del ha­
bla, del habla misma tanto o más que de quienes la usan. Es
Hernández quien nos demuestra que, independientemente del
lenguaje (aun en el idioma exótico de Echeverría, que era, den­
tro del que hablaban los “godos”, el más exquisito), hay el ha­
bla personal que constituye un lenguaje viviente; y, como si ig­
norara la existencia de las demás obras gauchescas, esa realidad
fue recuperada por él; él recobró esa indeciblemente variada ri­
queza de motivos, asuntos, giros, intenciones, doble sentido, es­
quivez, atropello, que puso en su Martín Fierro y que concluyó
sellando uno de los caracteres típicos del Poema. Lo cual basta­
ría para advertirnos que la oclusión de un ciclo limitado — Diá­
logos, La cautiva, Santos Vega y Martín Fierro — no significa
mucho en una literatura nacional, y que lo más importante es
el contacto con una realidad de cosas y de sentimientos. Si los
grandes temas e inclusive los divertissements anecdóticos están
creados antes de Hernández, tras su Martín Fierro se pierde pre­
cisamente ese contacto con la realidad, el cual se hace en lo su­
cesivo a través de su texto. Si los admiradores de Hernández hu­
bieran tenido talento; si los críticos y apologistas hubieran com-1
prendido que su Obra y la de los predecesores no podían conce­
birse como fuera de nuestra literatura narrativa, sino en ella, con
las obras de los Viajeros Ingleses (incluidos entre ellos Hudson
y Cunninghame-Graham); si se hubiese leído y entendido el Poe­
ma; si hombres originales y no parodistas de lo nuestro y de lo
ajeno hubiesen emprendido la tarea de trabajar como él, sobre
esos materiales del folklore vivo y de la existencia del hombre
del campo, hoy tendríamos una literatura argentina, quiero de­
cir una literatura simétrica con nuestra realidad y nuestra rea­
lidad habría tomado formas más concretas.
¿No es verdad que lo gauchesco, que declina en su auge a fi­
288 EL POEMA
nes del siglo pasado, por sobresaturación del poema Martín Fie­
rro, hoy ha pasado a ser motivo de comentarios eruditos y a pe­
trificarse en una imprecisa figura de monumento? ¿No es la
muerte de lo gauchesco algo más que el cansancio de lo conven­
cional, la distancia entre aquel pasado y este presente, la supe­
ración técnica en el arte de contar y de escribir? ¿Algo más, por
ejemplo: la pérdida del sentido de lo popular, de lo sobrevivien­
te en lo cambiante, de lo argentino señalado desde su nacimien­
to como lo an ti argén ti no? Tampoco tienen sentido en la Argen­
tina Allá lejos y hace mucho tiempo, ni La tierra purpúrea en el
Uruguay.
De haber tenido nosotros una gran literatura argentina, el
Martín Fierro y los demás poemas gauchescos habrían quedado
inclusos en ella, como en aquel Poema quedaron inclusos el
folklore y las obras populares. En cambio, el conjunto de esas
obras se nos aparece tan extranjero y tan extraño como las cró­
nicas de los Viajeros Ingleses. Forman un cuerpo enquistado en
nuestra literatura.

LO GAUCHESCO COMO RESIDUO “LITERA RIO ”


DE UN TABU
No puede haber dudas acerca de si el Martín Fierro es un
poema primitivo, y mucho menos acerca de si ese poema refleja,
más que contiene, la imagen de un mundo primitivo. Lo histó­
rico y lo anecdótico, que para muchos reviste especial importan­
cia, poco puede interesarnos; pues lo que de verdad interesa es
que cosas como las que ahí se narran hayan ocurrido efectiva­
mente en la provincia de Buenos Aires. Es posible que no haya
existido ninguno de los personajes; y el Poema tiene la misma
autoridad documental si existieron las líneas o canalizaciones
de la conducta social y personal que dieron fisonomía a los he­
chos, los episodios, puramente circunstanciales, de esa vida indi­
vidual o colectiva. La biografía, digamos, y la historia, en cuan­
to dan una fisonomía, un tonus o un síndrome con independen­
cia de la configuración de los hechos aislados y de los rostros y
de los nombres. Adviértase, de paso, que ni rostros ni nombres se
nos diseñan ni definen en el Poema; así, la configuración de los
LO GAUCHESCO 289
hechos tiene más fisonomía que la faz de las personas que in­
tervienen en ellos.
Sustancialmente, el Martin Fierro es una crónica rimada que
corresponde como capítulo a la historia rural e indígena más
bien que a la civilización en la provincia de Buenos Aires. Al
discutirse el grado de verosimilitud del Poema, se discute un con­
cepto estético y moral. Si se admite que así era la vida en las zo­
nas fronterizas, lo que objetaron los críticos contrarios al realis­
mo literal es el derecho del autor, como poeta, a la fidelidad, su
actitud contraria a una convención tácitamente admitida de
contar y de callar. Si se supone que ese mundo, no primitivo sino
en regresión, no existió como tónica social sino como anomalías
esporádicas y factores circunstanciales dentro de una vida me­
jor organizada, entonces el Martín Fierro es una obra maliciosa,
que ha tamizado en sentido negativo la realidad. Las repetidas
advertencias del Autor de que en el Poema “todo es realidá”,
sería una reincidencia en su mala fe. Creo que Hernández no
mintió ni tampoco exageró; que hizo, como lo expresa en los
Prólogos, el retrato de un lugar y de una época más que de uno
o varios personajes. Lo veraz, pues, en el Poema es el trazado
de las canalizaciones de la organización social y política y de la
conducta personal del habitante de las llanuras bonaerenses.
Tenemos en el Martín Fierro un cuadro más cercano a La
Arauca?ta que a la actualidad. Adviértase, además, que los temas,
ios temas como condensación de un status no registrado, corres­
ponden a la etnología, la antropología y la prehistoria más bien
que a la cultura. Si se tomaran como base de estimación las ar­
mas, las técnicas de luchar y convivir, la indumentaria, el mo­
biliario, la arquitectura, la organización política, religiosa y ar­
tística, las relaciones de familia y amistad, la paternidad, el con­
cubinato, las herramientas, la clase de trabajos, las autoridades,
etc., tendríamos un cuadro no solamente primitivo, sino de los
más atrasados que se conocen en materia etnológica. Que el ha­
bitante supere ese medio, es otra cuestión. He de consignar que
inclusive falta la familia, de la que se exhiben trashumantes des­
pojos, y éste es el núcleo elemental en toda sociedad, incluso de
los pueblos bárbaros. No hay conflictos de pasiones ni de idea­
les — en esto Los tres gauchos orientales dan otra era —, ni de
creencias, ni de intereses, ni se construye nada para el mañana
290 EL POEMA
ni para el hoy, ni hay un trasfondo que resplandezca en esa ti-
niebla. Los hechos tienen también una técnica equivalente a la
herramienta rudimentaria; sólo las reflexiones levantan al ser
humano sobre el ínfimo nivel de las cosas. Cosas y hechos per­
tenecen a un mundo de cultura barbarizado, y los personajes se
debaten como náufragos para no ser arrastrados por la corrien­
te que todo lo destruye.
Acompaña la lectura del Poema el sentimiento de que se na­
rra la segunda parte de la historia de la Conquista — algo que
no se escribió en su momento —: anacrónica, sin grandeza, de­
cadente, donde todo se ha empequeñecido. Marca un descenso
con respecto a la misma Colonia. Aun en comparación con La
Araucana , el Martin Fierro es primitivo, mísero y en general más
achaparrado y sin cumbres de ninguna clase. Los araucanos de
Ercilla son grandes señores comparados con estos indios indigen­
tes de las pampas; los gauchos que pelean contra ellos son los
descendientes venidos a menos de aquellos soldados de la Con­
quista, a trescientos años de distancia. ¿Hay alguien comparable
a Caupolicán, Lautaro, Colocolo, Tucapel, o a Valdivia, Villa-
grán o a cualquiera de los jefezuelos, entre los comandantes de
fortín, jueces de paz o comisarios de policía? El mundo que Her­
nández tuvo ante sí era indeciblemente inferior al que contem­
pló Ercilla, y el inventario que en ambas obras se hace de lo hu­
mano, de lo heroico, de las armas, los parlamentos, los amores y
las rencillas da dos ambientes separados por muchos centenares
de años: 1872 está por debajo de 1572.
Esa fue la barrera que impidió al Martín Fierro trepar el te­
rraplén que separa las clases del campesinado de las clases cul­
tas y adineradas. Y sólo se le permitió el acceso como al pordio­
sero, que inspira piedad y no vergüenza.

LO GAUCHESCO COMO “INFERIOR”, PERO TAMBIEN


COMO “CENSURADO”
El Santos Vega de Obligado es una réplica al de Ascasubi, co­
mo el de Ascasubi había sido una réplica al de Mitre. Es, en su
sentido más superficial y evidente, una reparación a la injuria
de Ascasubi, en cuanto obras literarias las tres. Pero la posición
LO GAUCHESCO 291
y la intención de Ascasubi fueron las ¡aositivas determinantes de
tal empresa de Obligado. En efecto, la réplica de personaje con­
tra personaje se dirige a Ascasubi; pero la réplica de una con­
cepción de lo gauchesco, de lo cierto, de la misión del escritor,
del sentido de la realidad distante — de los campos —, se dirige
contra Hernández. El Santos Vega de Obligado está de parte del
payador Santos Vega de Mitre contra el conversador Santos Vega
de Ascasubi.
El Santos Vega de Obligado significa mucho más. No es tan­
to la obra de un poeta disconforme con el léxico y la concep­
ción estética de qué y cómo se debe contar y cantar, cuanto la
de un hombre que ama una tradición nacional y que la defien­
de, contra un hombre que no amaba la tradición pero amaba y
defendía al país y a sus cosas.
Aparece el poema en el interior mismo del autor como una
reacción; como un sentimiento profundo de disgusto. Lo litera­
rio pasa a segundo término y la fuerza íntima que impele a Obli­
gado a replicar a Ascasubi es un sentimiento patriótico. En este
sentido, Obligado está junto a De Luca, Varela y Andrade con­
tra toda la poesía gauchesca, contra todo lo gauchesco, que era
la negación de ese sentimiento fundamental en toda nuestra li­
teratura culta, por la afirmación de un sentimiento de amor al
país, de amor a la verdad. Lo que intenta Obligado es reivindi­
car la poética y el pathos consagrados en las composiciones pa­
trióticas de las épocas de la Independencia y de la Proscripción,
reacomodándolos a los cánones de la espinela y del sentir de la
gente culta y pudiente, la gente que conserva aún como patri­
monio gentilicio la tradición de lo nacional en instancia de cul­
to religioso, político, educacional e histórico. Es una ceremonia
de desagravio a las vestales del culto de la patria, para usar el
lenguaje de los feligreses de esa concepción de nuestra historia
y de nuestra vida.
En su sentido verdadero, dentro de la historia de la literatu­
ra argentina, lo que equivale a decir de la recatada y domésti­
ca tradición de lo argentino, ese poema es una reacción contra
la postura desafiadora de aquellos poetas rústicos al reflejar la
vida del campo, la vida que se vive en el interior del país. Aque­
lla actitud “descastada” del poeta gauchesco, ignorante de la tra­
dición épica, reacio a sentir una nueva grandeza de la misma
292 EL POEMA
cruel situación del paria; esa actitud que se zafaba de todo com­
promiso de tribu para llevar al poema la impresión viva, la ima­
gen fiel del pueblo campesino, provocaba una repulsa en el lec­
tor culto. Era el resultado, el conflicto de dos lectores y de dos
lecturas: la del peón de chacra que escuchaba el Martín Fierro
en el campo, y la del que lo leía en la ciudad. Se repelía esa for­
ma veraz de contar — todavía se la repele con todo el calor de
las entrañas — y se repelía la materia misma de los poemas gau­
chescos. No era cuestión de gusto literario, era cuestión de sen­
tir o de no sentir, en términos generales. El tercer Santos Vega
— el de Obligado — respondía también a una necesidad de los
lectores, una necesidad de lector urbano, de mal lector de las co­
sas del país. Exhumaba el personaje simbólico de Mitre, presen­
tado por éste en pocas estrofas como una evocación del último
vástago de una juglería inexistente, y le daba cuerpo, voz, bio­
grafía. Si Ascasubi rebajó simultáneamente al payador hasta un
nivel de narrador de pulpería y al gaucho hasta un nivel de cam­
pesino, Obligado reivindicaría a uno y otro: al payador para la
literatura y al gaucho para la, historia. Lo que no podía era re­
sucitarlos, aunque los exhumara; porque en los poemas gauches­
cos estaban muertos. Es decir, vivían con su existencia real, que
es lo que a muchos les resulta intolerable.
Lo que se quería — lo que todos querían y Obligado tam­
bién — era reforzar la literatura y la historia, llevarle tropas fres­
cas de relevo (la literatura y la historia de curso legalizado), to­
nificar el sentimiento herido de un patriotismo siempre alerta,
lesionado por la crónica de una incultura campesina administra­
da desde lejos, y además revalidar un tipo de versificación retó­
rica — de La cautiva — en que iba implícita la madrépora colo­
nial de idioma, feudo, credo y res publica. Residuos de la sensi­
bilidad del hombre colonial, del español nativo de la Argenti­
na, que necesitaba, más que como oportunidad de entrar en con­
tacto con lo de su país, como articulación para no perder contac­
to con lo hispánico. Esa clase de poesía o de versificación, ese
sensorium mal aclimatado es lo que todavía conserva vigente la
leyenda de la Madre Patria en el sentido de Metrópoli: de raza,
de cruz, de espada y de honor. Es la forma verbal que adopta
un sentimiento intrauterino de filialidad a esos símbolos, que
LO GAUCHESCO 293
expresan nuestros poetas y escritores nacionalistas, pero que no
expresaron en absoluto los poetas gauchescos.
El Santos Vega de Obligado es una pieza documental de pri­
mer orden, para comprender la distancia, la divergencia que
existe entre la postura del poeta gauchesco — Ascasubi, Lussich,
Hernández —, hombre con sentido de las cosas y de su realismo
veraz, y la postura del poeta culto que necesita desfigurar por el
símbolo, juntamente, las cosas y su realismo veraz. Son, además,
dos posturas igualmente válidas del hombre argentino frente al
problema de lo nacional; por ejemplo: la de Sarmiento, que co­
pia en su Facundo lo que ve y lo comenta según lo ve, y la de
Mitre, que introduce el epos en la historia, a la manera de Plu­
tarco, al personificar la intrincada empresa de la Emancipación
en Belgrano y San Martín. No es extraño, pues, que Mitre de­
dique sus Rimas a Sarmiento con una carta-prólogo en que de­
fine y exalta la poesía; ni es extraño que ambos grandes hom­
bres no se entendieran, y mucho menos que sea precisamente
Mitre quien reproche a Hernández el exceso de verismo de su
Martin Fierro. ¿Qué pudo haberle dicho Sarmiento a su adver­
sario, al poeta que había aprendido de él a escoger los materia­
les significativos de lo histórico en lo pintoresco?
Esa misma necesidad de una poesía de consuelo, que falsea
por embellecer, que repudia por omitir, que falsifica por selec­
cionar, en un hombre como Mitre, historiador ante todo, nos da
la tónica del criterio con que se juzga, por lo común, no sola­
mente de la poesía sino de la historia, no solamente de la ima­
ginación sino de la realidad, no solamente de la literatura sino
de la vida. Es la necesidad de embellecer — lo que quiere es otra
cosa —, la necesidad ancestral de alegorizar, de recubrir y sobre-
valorar la realidad con un velo pintado. No es tanto un afán de
belleza sino un instinto miedoso de ocultación. Como en casi to­
do deseo de vencer lo feo con lo hermoso — es el símbolo de San
Jorge —, se propugna el afianzamiento de lo mistificado sobre lo
verdadero, de lo artificial sobre lo natural, de lo defectuoso sobre
lo bello. Responde, por añadidura, a una modalidad nuestra que
no es nuestra sino en cuanto es española, que otras veces he atri­
buido al conquistador a quien repugnaba lo americano, pero que
Ortega y Gasset ha encontrado, por otros caminos, como propio
de su raza, y que examinó en el ensayo Para una topografía del
294 EL POEMA
la soberbia española. Unamuno, en fin, ya había encontrado la
manera de correlacionar la soberbia argentina y la soberbia es-
La defensa tardía del tercer Santos Vega obedece a esa actitud
de desafío caballeresco a la plebeyez del tema y la forma gau­
chescos. No es una actitud personal, por otra parte, sino, como
dije, de todo el sector de los lectores de la historia y de la reali­
dad argentinas. Nuestra soberbia hace que nos repugne nuestra
verdad — viejos conquistadores —, pero no hace que nos repugne
remitirnos a los sentimientos negativos y pesimistas del colono
que necesitaba sobre-estimar la empresa para no despreciarse a
sí mismo. Postura negativa y pesimista — debo decirlo devol­
viéndole al César lo del César — de quienes elogian y defienden
como sagrado casi todo lo malo que tenemos, por una necesidad
encubierta de perdonarse a sí mismos.
El Martín Fierro estaba verdaderamente en otra línea, fuera
de aquella convención de lo mistificado, y resultó que la verdad
que contaba con inusitada franqueza encontró inesperadamen­
te un número de lectores muchísimo mayor a la suma de los lec­
tores de todas las otras obras literarias juntas. No fue la plebe­
yez del tema y de la forma: fue la miseria de los personajes y del
status de la vida del campo lo que levantó una protesta en la
clase culta, es decir, en la clase conforme con la incultura cam­
pesina administrada desde lejos, con la dirección educacional de
la ignorancia y con la planificación de la pobreza y el miedo.
Esa protesta, mucho más sustanciosa y mucho más compleja que
la necesidad de restituir al payador y al gaucho sus falsas digni­
dades, es lo que provoca la réplica contra Ascasubi. Pero la ré­
plica no va en realidad contra Ascasubi sino contra Hernández;
no contra el mísero y senil “payador puntano”, sino contra el
andrajoso cantor de verdades, Martín Fierro.
El Santos Vega de Obligado está en el mismo nivel, en la mis­
ma tesitura sentimental del Fausto. Del Campo ridiculiza al gau­
cho haciéndolo dialogar e interpretar lo que ha visto en la ciu­
dad — es el juego de Hidalgo —; Obligado lo desprecia al super­
ponerle un dechado alegórico, un fantasma ataviado con un dis­
fraz de trovador. Lo más grave es que suprime el medio gauches­
co. Por idéntica razón, Hernández está en el mismo nivel, en la
misma tesitura sentimental de Ascasubi. Ninguno de los dos des­
LO GAUCHESCO 295
precia al gaucho verdadero, ni afea sus defectos, ni escarnece su
ignorancia. Pues si esto es sensible, y directo en el Fausto , en el
tercer Santos Vega se ha reemplazado el gaucho, el medio rural, el
lenguaje, la sensibilidad inclusive por “dobles” que responden,
más que a técnica y cultura distintas, a un propósito de deste­
rrar y suplantar. En pocas palabras, lo gauchesco — sujeto y atri­
buto — ha desaparecido; ese poema es la apologética antigau­
chesca por excelencia. En lugar del gaucho cantor encontramos
un cantor de las glorias nacionales; y a esta entelequia que nace
espontáneamente del patriciado colonial que no quiso la Revo­
lución la podemos considerar como paladín de la literatura ar­
gentina oficial. El trovador de la pampa que quiso desalojar al
“cantor harapiento” es un negador; y por esto sentimos que el
Santos Vega de Obligado trae una misión a las letras que impor­
ta lo que un desagravio. No del agravio por la ridiculez, que es
la labor de Del Campo, sino por la franqueza; el agravio de pre­
sentar al campesino de la llanura bonaerense como un andrajo,
expoliado, perseguido, sin encontrar paz, justicia, decencia ni
compasión en ninguna parte. Del Campo había insistido en la
factura de los Diálogos de Hidalgo, acentuando lo pintoresco de
la ignorancia del gaucho pero sin el propósito político del pre­
cursor; Obligado irrumpe desde fuera, liquida el esfuerzo de
crear una literatura realista — no era otro el objeto de Hidalgo,
Ascasubi, Lussich y Hernández —, y coloca en su lugar la ficción
como una realidad poética. No es la suya una empresa personal,
repito. Responde al sentimiento de la grandeza nacional que se
preludia en la presidencia de Avellaneda y se exalta en la pre­
sidencia de Roca.

LO GAUCHESCO EN EL IN TEN TO NO VIABLE DE


UNA GRAN LITERATURA
El ramal de la poética gauchesca muere, absorbido por las
arenas del desierto, a través de su última metamorfosis natural,
en las novelas de Eduardo Gutiérrez y en el teatro de Podestá,
Fontanella, Coronado. ¿Por qué ese tipo de gran literatura su­
cumbe tan miserablemente en una caricatura grotesca? La miti-
ficación de Martín Fierro en héroe de cuchillo condujo a ese fin.
296 EL POEMA
No podía ser destruido en su ley, pero sí se le podía cargar de
una investidura heroica, hacer de él un dechado de coraje, altivez,
hidalguía. No podía permitírsele su existencia real, sino que era
preciso hipostasiar fama y gloria, es decir, transferirlo al plano
de la admiración patriótica en calidad de variante correlativa
del héroe. El mismo admirador del pobre Martín Fierro en el
Poema se dejó llevar a los altares de esa consagración, porque
carecía a su vez del sentido heroico y trágico de la vida cotidia­
na. El análisis de este proceso de mitificación sería extemporá­
neo aquí, pero debo proclamar que es el tema de mayor impor­
tancia para un estudio a fondo de nuestra literatura y de nuestra
vida nacional.
Sucintamente, pueden señalarse algunas causas del hecho de
que los poemas gauchescos no hayan tenido otro valor mejor que
el de ejemplares pintorescos y curiosos. Esos poemas, los relatos
de los Viajeros Ingleses y las obras de Hudson constituyen una
gran literatura; una gran literatura marginal, fuera del texto de
lo que gustamos leer. En primer término, era imposible dignifi­
car al gaucho, pues precisamente los poemas lo habían envile­
cido y menoscabado al eliminar de su horizonte toda posibili­
dad de elevarse sobre el nivel de vida del individuo de las so­
ciedades primitivas. Querer hacer un héroe de Martín Fierro a
costa de su destreza de peleador era dar directamente en su do­
ble: Juan Moreira. Así empequeñecido y envilecido el gaucho,
no resultaba un ente paradigmático, sino un pobre ser desvali­
do, víctima de un estado social abominable. Lo que no tolerába­
mos era el estado social abominable, que deformaba al gaucho,
y por eso concluimos no tolerándolo a él. Para crucificarlo, an­
tes lo coronamos como a un rey. Era preciso optar entre ese es­
tado social y político abominable o su víctima. Mitificar a Mar­
tín Fierro, abstraerlo de ese mundo, era olvidar ese mundo, ce­
rrar los ojos ante su triste espectáculo. Pero individuo y medio
son inseparables en los poemas gauchescos: no era posible des­
glosar al personaje, salvando a la sociedad pervertida que lo “in-
dignificó”, sin negar la veracidad de los materiales etnológicos
recogidos. El rechazo del gaucho y de la literatura gauchesca,
su conversión en lectura amena, significa lo mismo que la reva­
lidación de un estado social imperfecto. A no ser que se supon­
ga que, desaparecido el gaucho, ha desaparecido lo gauchesco.
LO GAUCHESCO 297
Era preferible considerar al desdichado como un ente alzado
contra las leyes civiles y morales, y olvidar el contexto ambien­
tal, que es lo que hace Eduardo Gutiérrez sirviendo, sin querer­
lo conscientemente, a la causa de los que preferían al héroe sin
su ambiente, al forajido sin la injusticia social, que podía su­
plantarse con la injusticia del funcionario, como solemos hacer
en nuestro juicio de la vida política nacional. Eso es el Juan
Moreira : una obra que reemplazó la injusticia social, el desor­
den gubernamental, con la injusticia personal del funcionario,
la mala política con el mal político, la causa verdadera con uno
de sus agentes ejecutivos. La conversión que realizan la novela
y el drama ya la realizaba el lector por sí en la lectura, si estaba
conforme con el status que en el Martín Fierro es el verdadero
deus ex machina de la tragedia de todos los personajes que allí
intervienen — presentes y ausentes —; y la novela policíaca y el
melodrama de circo consuman esa venganza de una buena so­
ciedad, bien vestida y bien mantenida, que se encontraba mor­
tificada al escuchar que un peón de estancia echaba sobre sus
hombros el peso de la culpa de sus crímenes.
En segundo término, faltaba el contexto de una literatura
popular, de un pueblo en la literatura; faltaba la costumbre
de la lectura sensata bien hecha, de filólogos, de libros y hechos,
dentro de cuyo contexto cupieran como piezas del montaje
general esos poemas gauchescos. Ese status de cultura literaria
efectiva existía sólo, fuera de esos poemas, en las crónicas de
los Viajeros Ingleses, en algunas Memorias escritas con patrió­
tica franqueza, y en las pocas grandes obras que dejaron los
proscriptos. Mas no formaban un estado firme y continuo, sino
piezas sueltas que se articulaban con la realidad real del país
pero no con la realidad irreal que vivimos —muy cómodos, por
cierto—. Cuando algunos escritores extranjeros señalan que
entre nuestra literatura y la vida nacional no hay congruencia
—Azorin—, es decir, relación viva, se nos señala al mismo tiempo
que hay congruencia y relación viva entre esa literatura de
curso legal y la vida nacional que hemos decidido ver y pensar.
Si la literatura gauchesca y la de los proscriptos reflejaban
esa realidad omitida en los libros de la cultura urbana, entonces:
o esa realidad ha cambiado y los poemas están fuera de época
y de foco, o esa realidad en sus invariantes históricos, psicoló­
298 EL POEMA
gicos, económicos y políticos subsiste —naturalmente, sublima­
da— y los poemas gauchescos siguen conteniendo, como el
Facundo, el diagrama de las líneas de fuerza. De modo que al
reducir esos poemas a piezas curiosas y pintorescas de lectura
deleitosa, reducimos los invariantes históricos a un todo fuera
de la conciencia de la realidad. A falta de una historia y una
literatura correlativas, esos poemas debieron haber creado esa
conciencia, y esa conciencia los valores efectivos de los poemas.
Establecer, en fin, un nexo vivo entre el sentir y el pensar lo
nuestro y las cosas de nuestro mundo.
Sin una literatura de fondo; sin por lo menos centenares
de obras escritas y profusamente leídas, con el mismo propó­
sito de explorar nuestra realidad, el Santos Vega de Ascasubi,
el Facundo, el Martín Fierro, El matadero, Amalia, muchas
obras de Hudson y los informes de los Viajeros Ingleses, su­
mados a lo que escribimos no pasan de ser cuerpos extraños
en el organismo de nuestra literatura. Pero esas obras están
“desterradas”, fuera del juego, y el sentido vivo de nuestra
realidad es una visión propia del desterrado, del hombre fuera
del malicioso juego admitido por convención general como
lícito. El olvido de la obra equivale a la extranjería del autor.
La extraterritorialidad de aquellos poemas y de las obras “que
respondieron a una realidad que ya no existe” equivale al
repudio del autor que, observando el juego, denuncia las
trampas que unos a otros se hacen con recíproca indulgencia.
Creo que estas dos reflexiones bastan para explicar por qué
el populacho adoptó los poemas gauchescos, y sobre todos al
más triste y acusador, mientras que los centros de la cultura
oficializada, el cenáculo de los servidores del gobierno más que
del país, los rechazaron o los desfiguraron al considerarlos como
meras piezas arqueológicas de lingüística, de literatura inge­
niosa, de muestrario de lo malo que fue el pasado y de lo
bueno que es el presente. Aun en nuestros días, esos poemas
no han penetrado en las esferas superiores sino por el empuje,
no siempre exento de intención patriótica, de hombres de
suficiente solvencia literaria; pero adviértase que su admisión
ha sido condicional, pues esos hombres de solvencia literaria
han tenido buen cuidado de desbrozar la maleza ecológica que
recubría al héroe para ponerlo, limpio y fulgente, al flanco
LO GAUGHESCO 299

de los paladines de las gestas. Así se los petrificó para decorar


las salas de la Academia; y así, otra vez, la “toma” directa se
convierte en un “negativo”, y por exaltación del personaje se
le desencaja de la realidad social en que tenía toda su grandeza,
acomodándolo en un sarcófago.
De donde podemos decir que para matar a Martín Fierro,
que era un testigo impertinente, hubo de destruírselo por su
conversión en mito heroico y patriótico. Para que vuelva a
vivir no basta resucitarlo: hay que transfigurarlo.
LAS ESENCIAS
PESIMISMO ESENCIAL DE LA OBRA
Toda la intencionalidad filosófica del Poema se reduce a
la observación de Martín Fierro: que su modo de cantar es
“opinando”. En primer lugar, pues, el mismo Personaje co­
menta y extrae consecuencias de los hechos según su expe­
riencia, lo que da un tono general reflexivo a su narración.
Sin ninguna excepción, los personajes poseen un criterio para
juzgar de las cosas que condice con su género de vida y no
van más allá del comentario de los hechos, expresándose en
sentencias y dichos de acusado sabor pesimista. Hernández ad­
virtió en la Carta-Prólogo la índole sombría de las reflexiones
originales que distingue al paisano, sobreentendiéndose que
eran el trasunto de sus penurias, con lo que el pesimismo
dejaría de ser cuestión de temperamento para pasar a ser
conciencia clara de la abundancia y clase de sus desdichas. Más
que los personajes, el argumento acusa un irremediable pesi­
mismo. El medio en que viven las personas ha cegado toda
posibilidad de mejorar de suerte, hostil a toda tentativa de
sustraerse a sus leyes despiadadas. La misma justicia, los órganos
institucionales destinados a promover el bienestar de los ciu­
dadanos están viciados y poseen como facultad intrínseca la
de ocasionar el mal, en un daño mecánico e inconsciente, que
resulta del imperfecto funcionamiento de las instituciones. La
injusticia es un estado natural y el Hijo Mayor explaya este
concepto exhaustivamente. Está en las cosas y en las personas
el mal, y aun las víctimas están inficionadas de tal manera
que cooperan con la acción destructora de los entes abstractos.
La naturaleza, que no es sentida como tal sino como recipiente
y escenario en que se libra la lucha despiadada del egoísmo
y la violencia, carece de todo encanto para el hombre. Forma
parte del medio ambiente y con su clima, sus distancias, sus
seres irracionales, apenas tolera la existencia del hombre. Como
fuerzas humanizadas de esa naturaleza indómita, el indio se
disemina en un trasfondo de angustias y atrocidades. Nada
302 EL POEMA
tiene allí atractivos, ni el hombre se los agrega; al contrario,
la residencia de él hace que deba sometérsele y seguir sus
dictámenes inhumanos.
La filosofía empírica de los habitantes de ese mundo no
puede ser otra que la desesperada que el Autor les hace
exhalar. Existe una armonía trascendental entre la naturaleza y
el hombre, la vida y la filosofía, tal como la concreta en su
moral cínica el viejo Vizcacha. Pero ninguno de los personajes
aventura una concepción trágica de la vida que sobrepase las
consecuencias naturales de su existir. Pues aunque ellos no
formulen un juicio de carácter ecuménico, es el lector quien
extrae las últimas consecuencias con los solos indicios de sus
relatos y de la queja desolada con que reaccionan en una
impotencia a todas luces ajena a su abulia. No procuran ya
escapar de sus desdichas —la fuga al Desierto es una prueba
de que ese mundo está herméticamente cerrado— ni se esfuerzan
por remediar su situación; se siente, aunque no lo digan ellos,
que detrás de esos insignificantes acontecimientos que destrozan
su vida se mueve un mecanismo inmensamente más poderoso,
que haría inútil cualquier tentativa. Caer en el abandono de
toda esperanza, limitar las fuerzas a la defensa de la vida,
renunciar al rescate de los bienes perdidos, a reclamar justicia,
a buscar en otros parajes o entre otras gentes un estado menos
cruel, es justamente lo que da sensatez a la actitud de total
renunciamiento de esos seres desamparados. El bien a que
han renunciado, desde la niñez, para siempre, es la esperanza.
El día presente es el fin de una serie del tiempo que no ofrece
ninguna alternativa. Nadie habla, por lo tanto, del mañana,
y el tiempo concluye en la más estricta actualidad con la única
perspectiva hacia el pasado. Todo en el Poema mira hacia
atrás, todo es evocado y concluye en el momento de la evoca­
ción. El futuro sólo contiene en potencia la continuación de
la serie depresiva y decadente que arranca desde los recuerdos
remotos. Tampoco de la infancia, que surte recuerdos de mi­
seria y soledad. Ninguno de los personajes espera nada para sí
ni para los seres que ama. Hay un sentimiento implícito en
toda pena presente de que las cosas no pueden mejorar y
difícilmente cambiar. El Hijo Mayor repite, como una obser­
vación propia, las ¡jalabras del dintel del Infierno: El hombre
LAS ESENCIAS 303
que dentre allí Deja afuera la esperanza (II, 1825-6). Ése es el
tono que predomina en el decurso del Poema, y no es capri­
choso ver en su ilimitado escenario una cárcel o, si se prefiere,
un infierno, como también lo juzgan los que ahí padecen con­
denados sin saber por qué. Es una historia de presidiarios en
libertad que únicamente alcanzan la posesión de sí cuando se
evaden. Martín Fierro es llevado por la fuerza al Fortín, que
es un lugar de padecimientos, y esta arbitrariedad, perfecta­
mente establecida en las disposiciones legales que autorizan
la leva, ocasiona su ruina. Vuelve a su pago, pero no a ser
quien era, sino como desertor, despojado de todos sus bienes,
hogar y familia, ganados y paz. La vida que emprende como
reacción y represalia es la del gaucho matrero, criminal y pró­
fugo. Cinco años reside entre los indios, en calidad de cautivo,
y cuando regresa, con otra prisionera que ha perdido también
cuanto poseyó, entra otra vez en esa inmensa cárcel sin muros,
para huir desesperado ignoramos adonde. Sería ingenuo pre­
guntarse por qué esos seres que padecen cautivos en un peda-
cito del mundo que es tan inmenso, sufren como si hubieran
perdido toda facultad de determinación y hasta la movilidad.
Plantear así el problema es desconocer una verdad universal.
No pueden. Y porque no pueden, no quieren. No es lícito
echar sobre los hombros de los infelices el peso abrumador de
las leyes infalibles de la existencia, perdonar a la sociedad
en busca de un inocente. No hay más que dos salidas: com­
prender y resignarse, como el viejo Vizcacha, que hace su juego
adaptado hasta la insensibilidad a su mundo, o confesar la
informe fuerza del destino, cuyo rostro de lóbrega divinidad
percibimos en el Poema con mayor nitidez que el de los mis­
mos personajes. j
La filosofía que se infiere de reflexiones sueltas no deja
de constituir un sistema, aunque no se lo exponga discursiva­
mente. Resulta sistematizada y el alma del lector ha de leer
ese texto y extraer esa doctrina sin otros auxilios que las his­
torias, aparentemente imaginarias, pero que se funden en un
haz para quien comprende de la vida algo más que los histo­
riadores y los filósofos. Si esa filosofía es trágica, si no conviene
a nuestros hábitos mentales y a nuestra vieja costumbre de la
resignación, es otra cosa. Esos personajes exponen taxativa­
304 EL POEMA
mente una filosofía social, y el Poema, porque recoge elementos
vivos y con sabia intuición los agrupa según sus propias afi­
nidades, también configura una Weltanschauung filosófica. Lo
cierto es que cada lector está solo en la empresa de racionalizar
esa filosofía, y que no dispone sino del lenguaje multisecu-
larmente falseado de hablar a los demás —no el inefable de
los instantes lúcidos de comprensión y de los sueños—, con el
que inútilmente pretendería entenderse, ni aun con quien haya
sentido la misma sensación de vértigo que él.
Tampoco Hernández pudo explicar su Obra y la traicionó,
porque había sido concebida con su yo profundo, y su yo de
razón resultaba absolutamente incapaz de comprenderla. Acer­
ca de esa concepción trascendental son exactas las palabras
de Salaverría: Hernández murió sin saber lo que había hecho.
Se satisfizo con lo externo, con esos súbitos contactos con la
realidad no desfigurada que los pueblos experimentan y que
expresan bajo la alegoría de los refranes. En los refranes hay
un saber que, como él mismo advirtió, pertenece a la huma­
nidad a lo largo de los siglos; pero la misma sabiduría aplicada
a un todo, que es el de la vida que vivimos, no lo expresó
racionalmente Hernández, aunque lo expresó de manera ine­
quívoca en la concepción y en la elaboración de su Obra. En­
tonces no nos interesa lo que el gaucho piensa, desglosándose
de su realidad, sino lo que hace, lo que siente y lo que algunas
veces logra expresar como uno de los personajes de esa rea­
lidad que existe y es irrevocable precisamente porque él forma
parte de ella en grado muchísimo más fundamental de lo que
imagina.
Sería innecesario que los personajes tuviesen clara concien­
cia de esa fatalidad de la que son instrumentos ciegos, que
aludieran a su destino como a una ley inexorable que cumplir.
Resulta de la acción. La voluntad, lo que se denomina libre
albedrío, no influye en los acontecimientos que vienen tra­
bados entre sí a pesar de los actores. Faltan en los actores los
contactos con la realidad profunda, que sus estados de ánimo
delatan vagamente, como cuando Martín Fierro y Cruz dicen
por qué atracción concurren a los bailes donde cometen sendos
crímenes. Cada uno va por un cauce dentro del cauce que los
lleva. Como el Poema es elemental y toma un estado elemental
LAS ESENCIAS 305
de agrupación social, las líneas cartográficas de la realidad,
que constituyen los canales del destino, están a la vista. Lo
que ellos llaman destino es la clase de acontecimientos posibles
en ese lugar y en ese tiempo, con esas personas y esos factores
naturales y étnicos indiscernibles. Sabemos que ese conjunto de
fuerzas, de líneas de tensión, no se puede denominar más acer­
tadamente en otra forma. Las condiciones en que esos seres
han nacido y vivido, el encuentro casual con otros, su adhesión
o aversión, la clase a que por su pobreza pertenecen, la forma
cómo están ordenados los poderes desde lejos, la falta de afec­
tos desinteresados, la crueldad como una fuerza incontrastable,
la disimulación de los ímpetus antisociales e inhumanos bajo
apariencias de compasión y equidad, los innumerables riesgos
que brotan de la convivencia y de las asechanzas de enemigos
—los que viven otra vida más allá de la Frontera—, la ineficacia
de los recursos de defensa ante el poder de la agresión, lo
imprevisto ante cuya presencia se reacciona absurdamente, e
infinitos datos más, aún no clasificados, son los que integran
una realidad apenas y mal estructurada.
La biografía que cada cual confiesa es como un sueño, y sin
embargo tiene la sustancia y la forma de todas las biografías,
de lo biográfico absoluto. La angustia que cada cual viene a
exponer ante un auditorio que no existe trasciende lo personal
y accidental, y nos transmite en el silencio de la lectura, de
ser a ser, de vida a vida, la sensación de un mundo de donde
el procesado no puede evadirse. Son los “círculos” de un in­
fierno que ha dejado de ser infernal para ser humano, y las
aventuras son algo así como encuentros en el meandro de
ese laberinto sin salida, sin esperanza y sin comunicación con
otros mundos ni otros seres. Ninguno de esos personajes tiene
idea de que exista en otras partes un anverso de tantos males,
aquello de que están privados y que no sienten sino como
una abstracta privación. De qué modo podrían ellos alcanzar
el disfrute de aquellos bienes, lo ignoran porque en realidad
ello es inasequible. No era menester que cada uno de los acto­
res señalara la desproporción entre sus fuerzas y las potencias
que lo rodean para que sintiéramos no solamente que cada
uno tiene su destino, sino que todos los destinos pertenecen
a una clase de destinos, y que es la “clase” lo absolutamente
306 EL POEMA
cierto. Los descubrimientos de esos extraños exploradores de
la realidad real han facilitado a la angustiosa impropiedad
de nuestros pensamientos rutinarios, auxilios extralógicos para
intuir un orden de acontecimientos tal como el que perciben
los personajes del Poema. Como dice Santayana, en Personas
y lugares:
Estos hechos, tomados separadamente, fueron accidentes de viaje, mejor
dicho, de la expatriación y de la vida colonial. Pero los accidentes no
son accidentes sino para la ignorancia; en realidad, los acontecimientos
críticos fluyen uno de otro en una continua y entrelazada derivación...
¿Cómo se pueden comprender esas vidas sin abarcar un
sector vastísimo de territorio y de población, y aun de países
y de pueblos? Lo efectivamente filosófico del Poema es que
está puesto en el plano de la verdadera realidad; y cuando
Hernández insiste en que ha recolectado ejemplares vivos
de un mundo que habitó, por encima de toda protesta de
veracidad, nos confiesa que había llegado a una región en
que las personas y las cosas hablaban el puro lenguaje de
la vida. Para entender el Poema no nos basta razonarlo. Los
juicios más próximos a lo que sentimos que es su mérito se
basan casi siempre en comparaciones aparentemente absurdas.
Pero nadie ha tenido sino una vaga intuición de que el realismo
de la Obra muy poco tiene que ver con una reproducción
fotográfica. Una de esas ocasionales intuiciones tuvo Azorín
(en el artículo “La cátedra de Hernández”, enviado a La
Prensa desde París, en 1937), intuición expresada, como es
ineludible, en forma de paradoja;
¡Y cómo los consejos de Martín nos llevan a los primeros libros de la
Imitación\ La Imitación la ha escrito un hombre amargado del mundo.
Y el M artín Fierro lo ha escrito también un hombre desengañado, con
amargura, de la vida.
Naturalmente la parte de verdad de esas impresiones es
mayor que la de error. Mucha mayor analogía que con la
Imitación de Cristo tiene el Poema con las novelas de Kafka,
comparación que en pocas palabras fija cuál puede ser la
índole de la filosofía atesorada en sus versos.
LAS ESENCIAS 302

SIMBOLISMO
No es necesario inquirir en qué consiste el simbolismo
oculto en el Poema. Algunos versos nos previenen de que en
la concepción de la Obra se ligan los acontecimientos biográ­
ficos a los de un orden potencial, que ellos no alcanzan a
perfilar y delimitar concretamente. Finalizar la Vuelta en el
canto trigésimo tercero, que es la misma edad de Cristo, o
insinuar que es preciso rumiar mucho para entender el Poema,
son simples advertencias de que en la conciencia de la obra
que Hernández estaba realizando algo trascendía al hecho es­
cueto y a la anécdota. Buscar, sin embargo, el enigma oculto
en el relato sería desorientarse asimilándolo a una alegoría.
Parece mucho más sensato aceptar que el Poema trasciende
su sentido literal dentro de su misma realidad, en cuanto los
personajes y los episodios son significativos, además, de un
status de dimensión social y nacional en el mismo sentido en
que el Facundo de Sarmiento trasciende lo efímero y ocasio­
nal hacia un tipo de historia que, con distintos actores, cir­
cunstancias y lugares es susceptible de repetirse indefinidamen­
te. Habría percibido el Autor lo intemporal y lo impersonal
de sus creaciones, porque arrancando de la fuente misma de
los hechos que dan fisonomía a un país, como se la da en
otro sentido su geografía, este o aquel suceso con uno u otro
actor esquematizaba una acción imperecedera. Esa conciencia
de que su Poema trascendía del individuo, del sitio y del
instante, es posible que la adquiriera en el logro de su empresa,
pero ya en su realización debió guiarlo el presentimiento de
que la anécdota era a la vez un evento biográfico y un docu­
mento histórico. Nada de lo que acontece en su Poema tiene
más importancia que cualquiera de los actos ordinarios del
vivir en condiciones desfavorables y violentas; lo consuetudi­
nario y lo común caracterizan la aventura, que con fatalidad
mecánica ha de haberse producido innumerables veces. Ha
rechazado, pues, lo excepcional e insólito, lo que se da con
carácter de anomalía y exclusividad, y que es lo que suele
revelar un temperamento o un azar feliz en el héroe y el con­
quistador, para aceptar un orden de sucesos en que cualquiera
308 EL POEMA
puede ser víctima o victimario. Precisamente por esa univer­
salidad e impersonalidad pasa a primer término lo informe
y lo indeterminado en función de Protagonista del drama.
Lo estrictamente biográfico no existe sino en algún pasaje del
relato de Cruz, en la historia de Vizcacha y en la de Picardía;
lo demás son escenas que compaginan una crónica del vivir
rural. Por muy destacadas que estén las peleas de M artín
Fierro y de Cruz, o las aventuras en el Fortín, no son sino
episodios de esa crónica a cuyo trasluz se ve un panorama y
una época, que son lo que realmente tiene personalidad y ca­
rácter.
Por eso Hernández suprimió todos los elementos de iden­
tificación, comenzando por los nombres, y disolvió en la pe­
numbra sus figuras. No sabemos cuándo ni dónde ocurren
los hechos que narra el Poema, ni nos interesa mayormente,
pues el conjunto de todas las cosas que en él figuran pasa a
ser la persona dramática, el receptáculo que da forma a su
contenido.
De inmediato se intuye que de ese conjunto de datos que
configuran una realidad se han sustraído muchos otros, a me­
nudo de los más corrientes en toda narración; pero precisa­
mente las narraciones, que destacan en primer plano los factores
personales y ordinales, con más frecuencia hacen abstracción
de aquellos otros factores amorfos y casuales. Hernández no
sólo hizo abstracción de los nombres, los lugares, las fechas,
los rostros, las formas, los colores, los decorados y vestuarios,
por decirlo así, sino de cuanto pudo ser intransferible de un
ser a otro, genuino y propio de un individuo. El acontecer
se mecaniza, se lo puede prever en conceptos estadísticos y
adquiere una sinrazón absoluta y terrible, inlocalizable y fatal.
Justamente lo más característico de las actitudes de Martín
Fierro, la pelea, tiene ese signo de repetición, cuyo automatismo
extraño a su voluntad nos lo revela él mismo en la Payada.
Pero mucho más visible es la falta de iniciativa personal y el
imperio de las fuerzas ambientales en las escenas de la toldería.
Sean los movimientos de masas o de individuos, los parlamen­
tos, danza, preparativos del malón o faenas y costumbres, lo
colectivo predomina sobre lo personal. Comprendemos que
cualquier intento de caracterización, para que alguien se par­
LAS ESENCIAS 309
ticularizara de los demás, habría sido una concesión a la rutina
de juzgar más importante la parte que el todo. La vida de
las tribus, tan semejante a una colonia de insectos, a una
manada, sin más cohesión que el instinto gregario, es una
reiteración, en plano inferior, de la vida en la Frontera. Allí
se ven más al natural las líneas de fuerza de una agrupación
humana sin pautas sociales actuando sobre los individuos, im­
primiéndoles su estilo bárbaro con mecánica regularidad. Tam ­
bién ese mundo del indio está esquematizado; se conservan en
él sus notas orgánicas, estructurales, que mediante una inmensa
variedad de individuos reproducirán infaliblemente los mismos
hechos.
Del mundo de la Frontera también se han abstraído muchos
elementos, casi siempre los que se cotizan como fundamentales
y que no pasan de ser accesorios y precarios. Los invariantes
históricos, las fuerzas humanas elementales que hacen del in­
dividuo un autómata y de un grupo social un individuo de
inalterable conducta y de existencia inextinguible, prevalecen
sobre el ansia de libertad y de afirmación de la propia perso­
nalidad. El argumento del Poema es la lucha del individuo
contra las fuerzas ambientales, y la apelación desesperada al
aislamiento como última instancia para salvar su persona. Las
fuerzas en juego son hostiles y destructoras, los enemigos del
individuo tan innumerables como los factores integrantes de
esa realidad. El único personaje que colabora con el status ,
en una acomodación, ventajosa, es Vizcacha. Determinar qué
clase de sociedad es ésa, cuáles son sus reservas y sus agentes
naturales, equivaldría a definir los móviles ocultos que deter­
minan todo el proceso histórico de una raza o de un país.
En el Poema se adopta el procedimiento mejor, que es el de
destacar, por los individuos y por la clase de acontecimientos
a que están expuestos, es decir, de los acontecimientos comu­
nes e inevitables que unas veces se padecen y otras se causan,
qué clase de detritus histórico se engendra. Toda historia es
la estructuración de esos detritus del vivir social con elimina­
ción de cuantos datos no convengan a la congruencia del
sistema. En el Martín Fierro se elige para esa estructuración
los agentes vivos y permanentes de ese proceso, de modo que,
como en las parábolas y las fábulas, el sentido cabal del asun­
310 EL POEMA
to se obtiene por una conversión de los signos de una con­
cepción global. Cada lector puede extraer distintas consecuen­
cias, según el orden de conexiones que se establezcan entre los
datos escogidos de una inabarcable red de hechos y significados
y su propia concepción del todo histórico. Lo que parece cierto
en el logro del Poema es que el Autor intuyó como primordial
precisamente aquello que los historiadores y los cronistas diluían
en un trasfondo tecnológico, para dar relieve a los agentes
individuales, a sus empresas y a la demostración que de ante­
mano debían ellos de proporcionar. En la concepción de H er­
nández se ha trastrocado ese orden: el individuo, su conducta
y su servicio a una manera de condicionar la realidad se
desplazan al trasfondo del argumento, y los entes abstractos
—la soledad, la injusticia, el destino, la crueldad, la pérdida
de los bienes, la autoridad arbitraria— avanzan al primer pla­
no del enfoque. Cuál sea la fisonomía de ese protagonista
informe, potencial, omnipotente, sólo puede intuirse en el
grado en que el Poema y el mundo que refleja puedan ser
comprendidos íntimamente. No sería posible explicar de otro
modo la sistemática eliminación en el Poema de todo dato
personal, psicológico y objetivo, la suplantación de los nom­
bres por motes, y la indeterminación de lo auténticamente
j^ropio de cada personaje. Adviértase que la vida de éstos
entra en la categoría de las acciones mecánicas y extensas de
las aventuras; que Martín Fierro desvanece en una penumbra
de vaguedades cuanto se refiere a lo íntimo de su existencia,
y que con las quejas por su suerte encubre lo que pudo haber­
nos puesto en contacto directo con su alma y con su real
biografía; que Cruz emboza en la disertación ingeniosa detalles
esenciales de su vida de soldado, y de marido, como ocultó
hasta el fin la existencia de su hijo, y que cada personaje es
un enigma en su psicología y en su verdadera historia. Si los
hechos que Martín Fierro refiere se extienden en un lapso de
diez años, se percibe que ha aprovechado muy pocos materiales
biográficos, y los de mayor espectacularidad, para dejar en
un silencio por siempre impenetrable el resto de su vida. Esos
pocos hechos son episodios que se cumplen cada uno en con­
tados minutos, y si para el lector ocupan el largo trecho de
una década es porque toda la concepción del Poema nos acos­
LAS ESENCIAS 311
tumbra a palpar en la sombra y a completar con nuestro sentido
de la vida amplios perfiles de figuras de las que sólo percibimos
una parte minúscula. El Poema se totaliza por nuestra facultad
de entender no los datos concretos de las cosas, sino sus con­
figuraciones generales y sus conexiones con otras cosas que
entran en otras configuraciones generales.
Es preciso, pues, incorporar los hechos y los elementos po­
sitivos ausentes al texto de la acción. Lo que Hernández ha
eliminado son presupuestos lógicos en todo conocedor de la
vida del campo y de la modalidad psicológica del paisano. Si
ese trastrueque de la perspectiva, en que lo general y abstracto
se condensa en un corpus de realidad no definida, es una
imperfección inherente a la falta de recursos literarios del
Autor, a las peripecias de la concepción del Poema, o a un
propósito deliberado, es cuestión ociosa, pues, tal como la
Obra ha sido lograda, su verdadera expresión —su configura­
ción total— resulta de lo que intermedia entre situaciones y
personas concretas y nítidamente dibujadas, tal como en los
rompecabezas y en las figuras que utiliza como ejemplos la
psicología de las estructuras.
Es claro, por lo demás, que de las imperfecciones suelen
resultar en arte grandes efectos, puesto que el material sobre
el cual actúan las facultades estéticas es más rico e infinita­
mente más insometible a las clasificaciones lógicas que la
realidad que percibe el raciocinio. En la imperfección de la
obra de arte, que no obedece a torpeza o ineptitud del artista,
se infiltran a menudo elementos de la intuición pura por
sus grietas y dan al sentido total de la obra una grandeza
que la razón no logra discriminar. Mucho del arte pictórico
moderno ha utilizado la imperfección como instrumento de
penetrar más hondamente en el sentido intuitivo de la realidad
que oculta el trazado geométrico con que se ha agrimensurado
su orden natural asimétrico. Si se considera el Poema como
una subforma de la novela, se advierte de inmediato que
precisamente sus imperfecciones le agregan fuerza e interés.
El lector sabe siempre muchísimo más de lo que le cuenta el
novelista, aun de la misma novela que lee, y parece haber
pasado ya la época de ingenuidad en que el novelista creía
reproducir fielmente la realidad cuando la copiaba literalmente.
312 EL POEMA
Kafka ha descubierto que precisamente era la realidad lo que
se les escapaba a esos novelistas, inducidos por el absurdo
sistema de los historiadores y de los que describen la naturaleza
inorgánica. Whitehead (en Modos de pensamiento, III) ha
dicho que “No hay razón alguna para sostener que la confusión
es menos fundamental que el orden”. El mundo del Martín
Fierro está desordenado según el patrón de una sociedad bien
organizada, pero en esa confusión, en que todo es igualmente
posible e imposible, priva una regla de desorden que alcanza
el rigor de una ley natural. No se esforzó Hernández por
reducir a una explicación satisfactoria según la “ciencia del
pueblero” lo que ocurre en su mundo; acaso su observancia
más fiel de la realidad consista en que lo absurdo es un ingre­
diente positivo de su argumento, eliminando en primer término
“la lógica del historiador”.
Lo que falta en el Poema tiene la misma función efectiva
que lo incluido en él. Nunca hubiera podido contenerlo todo.
Los elementos no expresos forman un borde dentado que
engrana lo que ha sido puesto en la Obra con lo que ha sido
omitido. Lo que no se cuenta ni especifica hace presión desde
fuera sobre las figuras diseñadas. En algunas circunstancias
les imprime una deformación de caricatura, que puede ser
trágica o grotesca. Aun a los personajes les faltan rasgos,
cualidades, porciones vitales de la persona real, para que ad­
mitamos que nada de ellos ha sido transferido al plano com­
plementario de lo que no se dice.
Con las vagas alusiones del lenguaje impreciso hacen
contraste las minuciosas “tomas” de la acción, bien detalladas
siempre, destacándose de un fondo en que no hay nada. Así
cada pelea, los bailes, las reuniones, las aventuras, los perso­
najes secundarios, se acusan como súbitas iluminaciones en las
sombras, y lo que no recuperamos de esas escenas y seres se
funde con la masa amorfa de lo que suponemos existente pero
con una presencia fantasmal. Las mujeres de M artín Fierro y
de Cruz están vivencialmente puestas en el Poema, del que
están ausentes de modo total. De esas figuras y de muchas
otras sólo queda el hueco de la lámina de que han sido re­
cortadas. Pero ese hueco, esa abertura que comunica con lo
inexistente, cumple una función en la economía del Poema,
LAS ESENCIAS 313
y también las muchas cosas que no se mencionan siquiera, pero
que sentimos que están en él, como el paisaje, los oyentes del
relato, los otros hijos que no encuentra Martín Fierrro, y las
muchas cosas de todos los días de sus diez años de sufrimientos.
Todo lo que es aludido y luego olvidado, presentado fugaz­
mente y suprimido de un corte, pasa a integrar el plano de lo
potencial y diabólico de donde pueden surgir otra vez de pron­
to, o quedar disueltos y sumados a las potestades hostiles que
allí se llaman destino.
Los hechos en que participa Martín Fierro son “pruebas” de
desdichas, y él a su vez una “prueba” de la desdicha instaurada
como una télesis del proceso social, que se reproduce a escala
reducida en cada uno de los agonistas. Por eso es que cada
uno de ellos sólo trae al Poema una palabra del texto de la
realidad y del sentido lógico de la lectura de la oración entera.
La intuición de Hernández, de que por medio de lo anó­
nimo y de lo amorfo se configura en la nuca del lector una
imagen veraz de la realidad, susceptible de adoptar facticia­
mente todos los nombres, los rostros y las formas, hasta poblar
un territorio y dar a cada ser un papel directivo, se ha antici­
pado en medio siglo a la “toma” que han logrado, del mundo
en que vivimos y no del mundo astronómico, la filosofía exis-
tencialista y el arte y la literatura de un realismo trascenden­
tal. Hernández limó las aristas, soldó la parte a un todo,
introdujo lo general en lo íntimo, articuló las cosas ciertas con
las matrices abstractas de donde nacen, borró lo que de cada
individuo hace un acontecimiento único en la historia del
cosmos, creó un tipo móvil de biografía intercambiable entre
innumerables agentes de un tipo de historia, puso el interés
del relato por partes iguales entre lo exhibido furtivamente y
el bloque de lo informe de donde vemos que surge y en donde
desaparece, y dio a lo anecdótico el simple valor de una prueba
—igualmente válida entre otras muchas— permutable y conver­
tible según el sistema de conexiones que se adopte. Al hacerse
permeable y flúido ese mundo, entra en comunicación con
lo eterno y universal, y quizá su coyuntura sea el ínfimo nivel
de civilización en que se apoya.
Es, en efecto, si no un mundo primitivo, un mundo ele­
314 EL POEMA
mental del que se han eliminado los puntales y el andamiaje
de la civilización. La clase de relaciones entre los seres huma­
nos, el modus vivendi en vigencia, pertenecen a la barbarie,
pero los personajes son productos de un estado superior, en
quienes disposiciones naturales suplen los efectos de los prin­
cipios normativos y el discernimiento del bien y del mal la per­
niciosa enseñanza por los ejemplos. En lo que entienden por
destino los personajes está la desproporción del combate entre
sus voluntades y las fuerzas degradantes del medio, el desnivel
que separa al hombre y su conciencia de la sociedad y su per­
versión mecanizada. Continuamente son instados, por coaccion
o . por persuasión, a un avenimiento con el regimen de vida
normal, a una capitulación incondicional. El drama se plantea
por la resistencia. El único que ha resuelto este conflicto de
ajustes es Vizcacha. Pero la superioridad del hombre sobre su
medio proviene de ciertas reservas incorruptibles de la condi­
ción humana, no de que respondan a normas de conducta
vigentes en un estado social distinto y mejor. Los personajes
son primarios, y por eso mismo mantienen sus inclinaciones
específicamente buenas, sin que podamos juzgarlos con arreglo
a exigencias de otro orden. Las consideraciones de Lucien Levy-
Bruhl (en La mentalidad primitiva , XIV, iii) sobre el modo de
pensar, sentir y comportarse de los pueblos precivilizados,
tienen aplicación en el caso de los personajes del Poema:
Cuando los vemos de este modo, como nosotros y a veces mejores que
nosotros: fisonomistas, moralistas, psicólogos (en el sentido práctico de
estas palabras), tenemos dificultad en creer que puedan ser, desde otros
puntos de vista, enigmas casi indescifrables, y que profundas diferencias
separen nuestra mentalidad de la de ellos. Fijémonos, sin embargo, en
que los puntos de semejanza nos llevan siempre a aquellos modos de
actividad mental en que los primitivos, como nosotros mismos, proceden
por intuición directa, aprehensión inmediata, interpretación rápida y
casi instantánea de lo que es percibido; si se trata, por ejemplo, de leer
sobre el rostro de un hombre sentimientos que quizá no se confiese a sí
mismo, buscar palabras que hagan vibrar la cuerda secreta que se quiere
tocar, buscar el ridículo de un acto o una situación, etc. Están guiados
aquí por una espccie de perspicacia o de tacto. La experiencia lo desarrolla
y lo afina, y puede llegar a ser infalible, sin tener nada de común con las
operaciones intelectuales propiamente dichas.
Estas facultades naturales, que también constituyen la “cien­
cia del gaucho”, entran en juego en un medio albergado en
LAS ESENCIAS 315
sus componentes éticos y legales por la intrusión de agentes
corruptores, movilizados por otros rodajes invisibles en el
Poema. No aportan al medio natural y primitivo en que la
mentalidad del paisano se ha formado instancias de mejora
y de equidad, sino al contrario; con lo cual se interpone entre
su mundo y él una capa desfigurada y fraudulenta de un orden
superior que quiebra el orden de su adecuación, de su acli­
matación. Esta discordancia no existe en el mundo del primi­
tivo. Se ve a sí mismo el paisano, el hombre, como exilado,
perseguido; enemigo, es decir, dislocada su persona de su ha­
bitat. Las cosas subsisten intactas, lo único que se ha introdu­
cido en ellas es el fraude, la mala fe, con lo que se han per­
vertido por dentro, conservando todas sus apariencias y hasta
sus articulaciones. Así contempla Martín Fierro con estupor
que todo se rompe y se disipa como un sueno, y que la ley
que gobernaba antes su relación con el mundo, es la misma
que hace de su existencia un conflicto incomprensible. Es el
mundo en que vive el que se ha transfigurado, desplazándolo
a él como a un ente absurdo. Y lo mismo les acontece a todos,
en mayor o menor grado, menos al hombre que comprende y
se adapta: el viejo Vizcacha.
Al plantearse así, en lo elemental, la incompatibilidad entre
la conciencia y un orden falso, legalizado meramente por su
poderosa organización, racionalizado por la precisión de su
funcionamiento mecánico, el problema humano del Martín
Fierro trasciende al plano universal, y el pedazo de tierra que
ahí abarca la mirada se extiende al territorio total que habita
el hombre. Para que esa tierra y ese hombre no desaparecieran
con “el tiempo y. sus mudanzas”, Hernández suprimió de an­
temano todo lo que podía perecer, a riesgo de que el crítico,
setenta años más tarde, dijera que el Poema es la imagen de
una época y de un tipo humano que ya han caducado. No ne­
cesitaba haber masticado mucho Martín Fierro antes de echar
la bravata sobre el tiempo que durarían sus cantos, de ser así.
Mas la verdad es otra. Acaso en los sobrevivientes de los pue­
blos europeos que han sufrido directamente los desastres ab­
surdos de la última guerra, la lectura del Poema cobrara hoy
un sentido más profundo y nacional que entre nosotros. El
mundo en que ocurrían “esas cosas que ni los diablos las
316 EL POEMA
pensaron” no era una franja de tierra entre la civización y la
barbarie, entre la conciencia sana del hombre primario y las
cosas descompuestas por dentro de una sociedad sostenida en
pie por intereses inconfesables. Orfandad y viudez, destierro
y soledad, miseria y crímenes, despojo y crueldad, se llaman los
verdaderos personajes de este Poema. Las historias adventicias
que en él se narran calan a un fondo en que ni las personas, ni
los trajes, ni los enseres, ni la edad, ni el saber ni el tener inte­
resan mayormente; calan al fondo de la aventura que vive el
hombre que no varía con las modas ni con los espectaculares
juegos con que se distrae. Es la historia auténtica de los seres
humanos, lo que de veras tiene sentido y es profundo —trágico,
jubiloso y bello— aquello que se vive, y el drama resulta de
que cada cual es un ejemplar único para toda la eternidad,
pero no una vida. Pues nunca se vive la propia biografía, sino
que todo resulta compleja y absurdamente ordenado, por tener
la vida y el pensamiento que acomodarse al hueco que les dejan
las cosas, al pedacito de espacio y de tiempo que ha de ocupar,
entre hechos y entre vidas de otros. Hernández no pudo ir más
lejos —llegó hasta los límites de lo que la razón puede com­
prender— en la descripción del mundo en que vivimos, al pres­
cindir de toda referencia cierta y categórica, al concebir las
vidas de sus personajes como frágiles plantas que crecen en las
grietas de un muro de piedra. Es un poema en “negativo”,
cuyo proceso natural es de desintegración, y cuya clave del
sentido profundo encontramos en la historia del Hijo Mayor.
El transcurrir del Poema es como si se tirara de un hilo que
deshace un tejido que ya contiene un cuadro. Los personajes
y las cosas que están en él sienten que se desarman, que se
desvanecen, que son absorbidos como por una inmensa y lenta
serpiente, sin comprender cuál sea la causa ni que todo ocurre
así porque están en un tejido que se deshace. Sienten que desde
fuera alguien tira del hilo que los constituye y llaman a esa
mano destino. Al fin existen porque se les evoca, y nunca
adquirieron sino una fragmentaria y misericordiosa existencia.
Más aún: si alguien les dijera que sólo han sido imágenes de
un sueño, y todo una angustiosa pesadilla, podrían convenir
en que sí, aunque sin conceder que las imágenes de la vigilia
sean más ciertas en la urdimbre de la realidad impenetrable.
P a r te Segunda

LOS VALORES
EL ORDEN DE LOS VALORES
En o b r a tan heterogénea, que recoge y aglutina materiales de
fuentes tan diversas de inspiración y de motivos, la unidad ver­
dadera está fundada, más que por la presencia constante del
Protagonista, por el estilo en que está realizada. Es este ele­
mento, el estilo, el que da un nivel de altura para todas las
partes de la Obra, hasta en sus episodios más fugaces, levan­
tándolas al par de lo fundamental y argumental. El mosaico
que componen los múltiples temas y derivados se unifica en
un sentido estético, y los pasajes líricos engranan con el asunto
histórico, la endecha con la crónica, la biografía con lo abstracto.
El estilo del autor es la fuerza arquitectónica que ordena y
equilibra esos materiales diversos, generando un orden de valo­
res que tienen por base y cúspide la jerarquía del artista más
que el mérito intrínseco de los materiales utilizados. Porque
todo es pobre y hasta miserable en el Poema, excepto la gloria
del Artista que lo concibe. Lo real se integra, ante todo, con
lo social, pues personajes y cosas son casi abstracciones. Lo ima­
ginario no existe: es simplemente el punto hacia el que con­
vergen, conforme a las leyes de la perspectiva, los elementos
del Poema. En éste no hay algo que sea menos cierto que lo
demás, pues la categoría de lo verídico resultó, como el Autor
se lo propuso, lo principal. Que hayan existido esas personas,
que hayan existido esos hechos es cuestión que muy poco tiene
que ver con su realidad .No es lo real lo que le da realidad;
de su realismo dimana lo real. Sin embargo, hay una instancia
superior. A pesar del interés que despiertan el argumento, los
temas centrales y los derivados, los episodios y las personas
dramáticas, por base de todo ello y por sostén está lo poético.
Ninguna relación tiene con lo poético la fantasía. Este es el
valor primordial, esencial, cualquiera sea el valor absoluto que
esa clase de poesía gauchesca pueda merecer, si se toma exclu­
sivamente una tabla de valores del Poema como tal. Ni lo bio­
gráfico, ni lo anecdótico, ni lo político, en fin, alcanzan la
misma categoría. La expresión, es decir, todo aquello que el
idioma puede facilitar a la necesidad de transmitir la vivencia
320 LOS VALORES
poética, tiene en el Poema la misma jerarquía que en las más
grandes obras de la literatura universal. Esto es discutible, pero
es cierto. En el propósito de Hernández está, en primer término,
construir una obra artística, lo que está ya declarado por el
hecho de emplear el verso, apartándose de las pautas conven­
cionales de la poética culta; en pocas palabras: hacer poesía
sin poesía. Todos esos materiales sufren, pues, una conversión
al verso y una transvaluación formal a lo inferior y plebeyo,
que en Hernández es una sublimación inversa, un primer acon­
dicionamiento estético conforme a esa clase de composiciones,
aunque sea otra cuestión fijar los valores puros. Lo poético,
cuyos elementos se analizan en otra parte, constituye la tesitura,
la clave, lo que ordena y dispone del resto del material. Lo
poético no emana de la poesía en su forma perfecta, sino de los
materiales mismos a cuya naturaleza se ajusta la aparente im­
perfección de la forma.
La capa superpuesta a ese estrato fundamental es la obser­
vación fiel de la realidad, que se descompone en dos partes:
a) la realidad histórica de los hechos narrados y sus caracterís­
ticas (la realidad de ambiente que estructura el todo), y b) la
realidad fijada en los poemas gauchescos y en las crónicas.
La realidad de sucesos es casi estrictamente documental, ya en
la observación, ya en las fuentes escritas. Unicamente las exigen­
cias de la poesía, en particular la necesidad de destacar lo
pintoresco, gráfico y expresivo, pudo dar al acontecimiento
extraído de la crónica o a la noticia verbal, un cariz de ficción.
Tal ficción no existe. Lo real penetra hondamente en la
urdimbre de lo histórico, en el carácter de los personajes, en
la clase de aventuras y de hechos que son lógicamente posibles
en el medio y en las condiciones humanas de ese “mundo”.
La observación de lo real y el respeto a ese valor son primor­
diales: es la norma, el deber que Hernández se impuso. Su
trabajo más meritorio consistió en escoger los materiales y en
dejar fuera, en la selección, aquellos que sus predecesores y los
cronistas incluían. Pero por las restas de datos, por la elimi­
nación de lo accesorio o de temas también centrales (como las
guerras civiles y la orientación social y política del país) no
queda desfigurada la realidad. La realidad sigue poseyendo su­
ficiente material recogido con fidelidad para representársenos
EL ORDEN DE LOS VALORES 321

ante todo como un fragmento de la vida de un pueblo en una


época de su historia: aquella interesantísima en que sobre las
causas visibles, materializadas, se superponen otras causas de la
misma índole, pero aparentemente encauzadas hacia el reme­
dio de los males. Está el mundo en que existen cosas y personas,
compuesto por cuanto en el Poema figura o se menciona, pero
también por cuanto ha sido eliminado y omitido. Nosotros co­
nocemos o sentimos bien lo que está implícito. El lector que
entiende ese “mundo” no sólo por sus lecturas sobre cosas del
país, sino también por sus vivencias, lo completa y no necesita
de ningún aporte exterior. De verdad no existe total en el
texto, y no hubiera podido completárselo por acumulación de
materiales; se completa en el alma del lector que lo comprende
y lo siente. Lo real es, pues, lo que está en el Poema más lo que
vive en nosotros: un país, una época, un sino histórico, un
status social, un clima, un tipo humano, un lenguaje de uso.
Para configurar este estrato, Hernández no ha recurrido a la
literatura gauchesca, sino a la observación del natural. Pero
todavía más que a la observación, a sus propias vivencias obte­
nidas de ese “mundo”. E inmediatamente después viene el plano
de lo real registrado en los poemas y crónicas escritos sobre el
mismo asunto. Los temas están edificados aquí sobre la base de
una realidad terrestre. Juntamente con esta realidad terrestre,
el lenguaje. El lenguaje es un elemento vivo también, como
vivencia de lo real, pero al mismo tiempo es un elemento li­
terario, de arte. A este plano, que participa de lo real (de la
realidad observada y de la realidad leída), compete lo poético
verbal, pues está fundido con el lenguaje. Comprende la inspi­
ración, la intuición de la belleza, la conciencia del valor de la
palabra, el arte de expresar de modo eficaz y justo lo que se
quiere, y la técnica de la versificación, con sus innumerables
matices. Comprende, sobre todo, los giros y ocurrencias, las
inflexiones de un habla saturada de sentido y de malicia.
Coloco lo filosófico sobre el plano de lo gauchesco tradicional,
dándole prelación sobre lo dramático (los hechos), en razón
de que el saber de experiencia, la sabiduría de vivir y com­
prender la vida en su juego es efectivamente muy grande. Con
suma habilidad se disimulan preceptos y apotegmas bajo rús­
ticas y hasta groseras apariencias, sin que pierdan su valor
322 LOS VALORES
en la subconsciente y multimilenaria sabiduría del vivir. So­
bre el plano de lo filosófico, en un estrato, lo dramático, que
en primer término comprende los hechos y sus proyecciones
en la conciencia del actor (el recuerdo). Pues en lo dramático
están comprendidas también la añoranza y el dolor por la
privación de bienes de cualquier naturaleza.
En cuanto a la “realidad” que transmiten espiritualmente
los personajes por sus evocaciones y por su modo de expresarse
más que por su presencia, por el proceso psicológico que
acompaña o sigue a cada acontecimiento de sus vidas, por la
atmósfera que los circunda y la clase de sucesos que les toca
vivir como partícipes de una vida colectiva de mayor enver­
gadura, participa también de lo verosímil y lo veraz, pero ya
en otra tesitura. En ese mundo de lo real que es evocado o
sugerido, dos aspectos tienen particular interés:
a) lo político. Aunque haya sido ése el móvil originario
(generado en lo periodístico), el motivo determinante del Poe­
ma resultó desplazado en la Obra elaborada y lograda. Lo
político está más bien en las reflexiones de los personajes, en
sus quejas y disgustos por el modo como se manejan las cosas
y por el abandono en que viven. Muy débil es la parte del
argumento que retiene esa intención. Cuando Martín Fierro,
muy someramente, y Picardía, con mayor minuciosidad, expli­
can el encono del Juez y del oficial de partida, por no haber
votado ellos las listas impuestas por el gobierno, quedan esos
hechos en sí como episodios de menor cuantía tras sus efectos.
Si de ese encono resulta que luego se los apresa para que
presten servicios obligatorios y gratuitos en la Frontera, el hecho
histórico vira hacia lo social. Entonces lo político empalma con
un estado de cosas que forma parte de la estructura de go­
bierno, de la composición moral del Estado, de la organización
de un todo. Y las quejas de un malestar que no se especifica
no alcanzan a configurar una crítica al estado político dentro
del estado social.
b) lo social. Por implicación, y por el sistema de deducciones
y conjeturas que es preciso aplicar a la interpretación de los
acontecimientos que narra el Poema, lo social ocuparía un
lugar básico, el de estrato en que se asientan los demás. Pero
precisamente no es ése el objetivo directo del Autor; no está
EL ORDEN DE LOS VALORES 323

la crítica social expresada taxativamente, y debe descubrírsela


en una especie de examen y de crítica histórica del Poema.
Así como de los poemas homéricos se dedujo luego el cono­
cimiento del estado social, político, militar y ecológico de los
helenos en épocas de las guerras de Troya, así del Martín
Fierro surge un cosmos social, un ámbito de civilización. Pero
no está puesto en el Poema con intención de material positivo,
demostrativo. Está como una región, una época, a la manera
como el vocabulario y la sintaxis, la semántica y lo moral del
Poema están en el idioma y en sus peculiaridades, que el
Autor emplea con esa intención. Lo social sí es una sustancia
vital, aunque no más que el aire que necesariamente tienen
que respirar los personajes para vivir. En cierto sentido, es
muy posible que en la concepción e intención de Hernández
este plano tuviera más importancia que el puramente político;
al menos eso se infiere de sus enigmáticas alusiones en el
texto, si no de la doctrina concreta que exponen los persona­
jes, que casi se limitan a pedir el aire, el agua y el pan. Pero
debe señalarse que lo social surge con mayor fuerza precisa­
mente de esa falta de formulación taxativa, con lo que hubiera
podido parecer intencional o perder actualidad.
Es justo, pues, que para lo social no se establezca un estrato
de valor y de interés fundamental, sino, como para lo nacio­
nal, lo humano, lo histórico, una categoría amplia que abarque
toda la latitud y hondura del Poema. Más que un estrato, una
gea, un tipo de formación geográfica e histórica. Lo que en
cualquier obra de arte, de filosofía o de historia queda locali­
zado por el hecho simple de estar situada y fechada, y de
contener los elementos propios del lugar y del tiempo.
En último término debe colocarse el estrato de la ficción,
o, mejor dicho, el aporte de la fantasía y la imaginación. Esto
está a flor del Poema, es lo de menor consistencia. Casi puede
concretarse en lo ingenioso, que consiste en la manera aguda
y ocurrente de ver y de contar. Todo lo pintoresco del len­
guaje, las cosas y la acción, se pueden concentrar en este con­
cepto de lo ingenioso y su prolongación hacia el plano de lo
arbitralio, con sus hipérboles y comparaciones, en que la ima­
ginación del lector ha de colaborar activamente.
Cuanto en las obras narrativas pertenece inevitablemente
324 LOS VALORES
al estilo artístico del autor (su modo de pensar, de colocar
los, materiales en perspectiva, de comentar o subrayar), en el
Poema tiene escaso valor. Hernández acepta el canon de lo
narrativo gauchesco. Unicamente las imágenes y los giros orales
tienen,que ver con este aspecto. Y también por aquí pertenecen
a la realidad. La sumisión a la norma de veracidad es tan
potente, en el Poema, que hasta el Autor parece un observador
anónimo, un ojo fotográfico que se limita a recoger con cui­
dado lo que ve y a transmitirlo impersonalmente al lector.
En este sentido, el Poema pertenece a un país como autor y
no sólo como argumento. El, Martín Fierro es como un poema
anónimo poique su autor es como un pueblo.
Una literatura, como una cultura, necesita siglos para for­
marse. La obra del autor de genio aparecerá como una pieza
de esa inmensa materia organizada, o bien —si no existe tal
estado— como un islote que por sí no creará lo inexistente.
Sólo del conjunto de las obras realizadas durante siglos
surge una fisonomía nacional, un alma, tal como la entende­
mos de la literatura inglesa, francesa o italiana, por ejemplo,
en que los autores mismos y sus producciones parecen no tener
ninguna importancia y ser accidentales y • precarios, aun tra­
tándose de Dante, Shakespeare o Ronsard.
Ese trabajo que requiere siglos ha de responder, además,
a una necesidad de la propia alma colectiva, de la nación
entera, para que no corra el riesgo de convertir en un caos la
producción global, como ocurriría, verbigracia, si juntásemos,
para constituir una gran literatura, las obras maestras de los
más grandes hombres: Homero, Esquilo, Lucrecio, Dante, Cor-
neille, Cervantes. De ese modo tendríamos una biblioteca, pero
jamás una literatura, y menos una literatura nacional, orgánica,
con un alma.
Así, entre nosotros no se suplirá con la cantidad de obras
la falla de esa unidad que sólo puede dar la identidad de la
vida, pero no la calidad, por excelente que sea, de las obras.
Pero el caso es que ni hemos tenido muchas obras, ni éstas
son grandes. Hemos producido relativamente poco y, en lo
poco, de lo malo. Casi ninguna de esas obras, si sobreviviera
sobre la catástrofe que significaría la pérdida- de todas las
demás, bastaría para dar, a través de los siglos, idea de lo que
EL ORDEN DE LOS VALORES 325

hemos sido, de lo que hemos pensado y querido. Con los


poemas homéricos se ha salvado un momento de la civilización
helénica, y con Shakespeare —los dramas históricos y algunas
comedias— la Inglaterra isabelina; pero si hubiésemos de elegir
alguna de nuestras obras para que transmitiera a la posteridad
lo que hemos sido, sin otros documentos de nuestra existencia,
sólo una obra elegiríamos: el Martín Fierro. No puede decirse
lo mismo de ninguna otra obra. Precisamente ante tal problema
de escoger algo significativo, caemos en la cuenta de que eso
es lo único que representa un momento del país, como nada
en su lugar. Este es el valor más decisivo del Poema.
De haber sido una obra sin concatenación con otras, ten­
dríamos un poema de extraordinario valor estético e histórico.
Pero emparentada con otras, entra a formar parte de un
género. Aparte eso, no pierde ninguno de sus valores intrínse­
cos; agrega, sí, los de una comunidad que representa en la
literatura argentina —e iberoamericana— la tentativa más seria
para constituir una literatura nacional de gran estilo. Aunque
como la mejor de todas —no se trata ahora de comparar el
verso con la prosa, ni el habla campesina nuestra con el inglés—,
forma parte del conjunto y le da a éste una categoría superior,
enalteciéndolo por el hecho de pertenecer a él.
En resumen, éste es el problema de la literatura argentina
como relacionada con el pueblo, fuera de la influencia de lo
culto. Algo que otros países han ido en estos últimos años a
buscar para la novela y el cuento: el material vivo, folklórico,
de costumbres, modalidades psicológicas y sentimentales, creen­
cias, supersticiones, ideales. La Argentina no ha llegado a ese
período, y en la prosa narrativa está muy por debajo y detrás
de otros países: Brasil, Ecuador, Perú, México, Cuba, y, por
alguna obra —Cosmapa, de Orozco, de Nicaragua. El Poema
ha evitado ese contacto con la realidad.
Desapareciendo las demás obras de ambiente nacional, los
poemas gauchescos no darían, andando los siglos, un cuadro
de lo que fue la vida en las llanuras rioplatenses. Tampoco
lo daría la historia. Pero lo más curioso es que no habría
medio de coordinárselos con la historia, sino mediante un
trabajo de hermenéutica muy laborioso. Hoy ¿quién lo hará
entre nosotros?
326 LOS VALORES
Los poemas dan un mundo inferiorizado; la historia, un
mundo sublimado. De aquellos se ha suprimido lo que está en
una línea de civilización; de ésta, lo contrario. La realidad no
podría ser reconstruida si simplemente se sumaran para for­
mar un cuadro en dos fases. Sería menester mezclar uno y
otro, graduar lo predominante, colegir lo que en los poemas
hubiera de residuos de vida organizada y culta, y, en la historia,
de desorganización, abandono, criminalidad, traición.
¿Qué sería, en un resumen, lo significativo? ¿Estaríamos
representados por lo que resultara predominar en lo histórico
sobre lo poético o al revés? ¿Y de qué historia verdadera no
resultaría lo mismo?
Se puede decir del Martín Fierro lo que de muchas obras
que dejan la impresión de esbozos: se puede con ella recons­
truir una obra de mayor volumen, utilizando las omisiones.
Pero el Martín Fierro es, mucho más que cualquiera otra
de las grandes obras de valor literario efectivo, una obra de
omisiones, incompleta, trazada a rasgos que no concluyen nin­
guna figura de acción o de psicología; es preciso que el lector
haga el trabajo de colocar lo faltante. Más que una obra
completa, ceñida, continua, tenemos elementos aislados, hechos
esparcidos y valiosísimas observaciones de lugar, ambiente,
psicología, actitudes, cuando Hernández detalla y explica. Pero
no se ajustan al texto, sino que salvan por lo regular la omisión.
Lo demás se da por sabido. Pero eso que se da por sabido es
precisamente lo importante. Sigue siendo lo importante, pero
no porque se expone y analiza, sino porque se ha omitido.
Gravita sobre lo escrito, como una ausencia. Pesa en el juicio
que formamos como lectores pero sólo por una labor personal.
Por eso el poema tiene tantos planos y perspectivas de valor
como capacidad en el lector de descubrirlos. Los hechos con­
cretos, lo que Hernández realiza como escritor y hasta como
poeta, son los puntos de apoyo en una comprensión, los sos­
tenes de la obra, pero deja amplios lienzos sin pintar, mu­
chísimas escenas sin desarrollar. Por ejemplo: i
De toda la vida del Protagonista es infinitamente más lo
que ignoramos que lo que sabemos, pues él alude muy fugaz­
mente no sólo a su nacimiento, niñez, suerte como huérfano,
sino también al matrimonio y a los hijos que tuvo; no sabemos
EL ORDEN DE LOS VALORES 327
cuántos fueron éstos ni cuáles eran sus nombres. Ignoramos
cuál fue su época feliz y en qué consistía esa felicidad; cuáles
eran sus bienes y por qué recuerda el tiempo que trabajaba
de peón —peón no estable sino eventual, en las hierras— y
no la tranquilidad de poseer hacienda y vivir en paz.
Con la vida del Fortín tenemos un capítulo continuo y
enumerativo, hasta la partida al Desierto. Eso corresponde, sí,
a una biografía, al relato de una vida. Lo anterior es lírico,
impreciso, evocativo.
Tenemos, además, las figuras que apenas se esbozan para
que ocupen un lugar y llenen una función de ausencia: las
mujeres, por lo regular. De la historia de la mujer de Martín
Fierro y de la de Cruz se puede —se debiera— hacer partes
integrantes de la obra, valiosas. La suerte de los hijos que no
encuentra Martín Fierro dejan un vacío, y ese vacío es fas­
cinante.
Los hechos omitidos corresponden a lo que Pareto llama
residuos no-lógicos en la historia: lo más importante. Kafka
ha intentado explicar esos residuos, y nos ha puesto frente
a un mundo nuevo. Es preciso explicar como absurdos esos
residuos; al fin configuran una imagen tan lógica como las
que se reconstruyen por selección de hechos. Los hechos no
tomados en cuenta viven, se combinan, realizan una historia
que nadie escribe. Ahí está el secreto de lo paradójico e irra­
cional, inexplicable. Si la vida de Martín Fierro tiene mucho
más de evento, de fatalidad, de cosa absurda y suelta, es porque
es un personaje de ese tipo: un ente histórico de la historia
residual. Hernández alcanza a revelarnos esa situación y la ex­
pone por medio de sus reflexiones como tal, pero escoge hechos
que no corresponden a lo lógico, a lo elegido por el historiador
para explicar satisfactoria, racionalmente, un acontecer en serie,
y sólo da los materiales biográficos que satisfacen al lector
trivial, pero no al lectorde sentidos, de símbolos, de alegorías.
A quien lee la historia y la vida como un sistema designos
que es preciso descifrar —un jeroglífico de cosas—no le sa­
tisface, porque entiende que lo interesante es lo que no se
ha dicho.
Esos elementos residuales desechados por Hernández (pero
no menos preciados ni dejados a un lado como sucesos sin
328 LOS VALORES
valor) son los que dan valor a su Obra. Porque, como dice
en el Poema el Moreno: las sombras sirven para destacar la
luz. Para sentir íntegramente el Poema, para captarlo en sus
múltiples dimensiones, es preciso penetrar en la tiniebla, re­
construir las cosas, los seres y las relaciones entre ellos que
quedaron en la sombra. En ninguna obra escrita conforme
a la técnica de la historia, de novelistas o poetas, ha quedado
sustraída tanta sustancia histórica, viva; en ninguna esa sus­
tancia histórica, viva, sustraída, influye desde su nada tan
poderosamente sobre lo que toma existencia y realidad por
obra del artista. Algo muy semejante a esta obra —en la rea­
lidad, acaso— ha de haber sugerido a Kafka la necesidad de
explorar en las sombras los residuos dejados por la labor de
escoger y de abstraer, que es específica de la razón, del razo­
namiento, del modo de ser el hombre (animal que analiza,
es decir, abstrae; y combina con arreglo a un sistema, a un
método, es decir: valoriza sólo lo que le interesa en la dirección
de su curiosidad).

VALORACION DEL POEMA POR LA LECTURA


La valoración cabal del Martín Fierro es una necesidad que
responde al hecho de que la lectura del Poema deja en todo
lector la impresión de que el texto contiene implícitos ma­
teriales psicológicos, sociales, filosóficos y estéticos inadvertidos
aún. Ningún lector consciente puede satisfacerse con el aná­
lisis ni la crítica de los panegiristas o de los detractores. El
Poema sigue siendo un enigma favorable a cualquier disqui­
sición erudita o pasional, y esa necesidad que el lector siente,
sin que por sí mismo logre dilucidar su origen, dimana de la
riqueza asombrosa de valores artísticos y humanos que yacen
disimulados bajo la apariencia de una obra vulgar. Es un
poema de intenciones, efectivamente, según expresión justa del
Autor; un poema cuya lectura fácil, que le permite ser ínte­
gramente captado por quienquiera, incluso en traducciones de­
fectuosas, debe ser completada en sus elipsis, sobreentendidos,
omisiones, referencias alusivas o tácitas que activan esa zona
de la subconsciencia en que se depositan las experiencias des­
VALORACIÓN DEL POEMA POR LA LECTURA 329
agradables. El Poema da por supuesto que el lector conoce el
ambiente, las costumbres, los rasgos psicológicos típicos del
hombre de campo, el paisaje, el clima moral, la forma peri­
frástica como cuenta sus cuentos el Narrador intuitivo, el
mundo de represiones y disgustos en que vivimos. Esa necesidad
de comprender el Poema en toda su profundidad y ‘latitud se
relaciona con lo poco que sabemos de nosotros mismos, y con
la falta de una literatura integral y fiel trasunto de nuestra
vida, como con la carencia de una historia sinceramente in­
formativa. Es la necesidad del país tanto como del lector.
Necesidad de comprender más que lo que puede leerse literal­
mente, lo que puede intuirse con el aliciente de la lectura.
Comentar el texto, explicarlo gramaticalmente, interpretarlo
con arreglo a un supuesto previo ■ ' de que contenga, como las
epopeyas, la glorificación de héroes, hazañas o virtudes de raza,
es encender aún más esa necesidad trascendente de comprender
de verdad, a fondo.
Sin embargo, todos esos comentarios y explicaciones res­
ponden legítimamente al texto y a cierta clase de lectores que
se satisfacen con- ellos porque están satisfechos consigo mismos.
Y aquí se plantea el verdadero problema: el texto queda ago­
tado en cada una de las distintas maneras de leérselo, pues
abastece la más ínfima capacidad de comprensión; pero es
inagotable al análisis exigente, y con cada nueva exploración
se abren otros sucesivos horizontes, hasta que el Poema pierde
su realidad material, lo que expresa taxativamente con las
palabras, y se reduce a la esencia pura de la historia de un
pueblo, a la clave de su status mental, moral, emocional, polí­
tico, económico, religioso, tribal; en clave que sirve, más que
para interpretar, para penetrar en lo íntimo de las estructuras
de un Estado, una sociedad y acaso de un sino de raza y de
idioma. Mi experiencia es que el Poema se enriquece y magnifica
con sucesivas lecturas y que aun sus innegables imperfecciones
contribuyen a realzarlo y a darle esa vibración angustiosa que
experimentamos ante un objeto arqueológico por el trozo fal-
tante o mutilado. Se llega, en efecto, a un punto de saturación
en que se ve que son perfectas hasta las incorrecciones, pues, lo
mismo que el objeto o la estatua mutilados, todo es restaurado
y totalizado por el alma del observador.
330 LOS VALORES
Una advertencia preliminar es que hay varios textos, puesto
que hay varias formas de leerlo. Y hay varios textos y la
posibilidad igualmente lícita de leerlos, porque el verdadero
contenido del Poema es increíblemente mayor y más significa­
tivo que el que está impreso. Acaso haya mas, pero yo he
encontrado siete, que corresponden a otras tantas actitudes de
lector. Debo circunscribirme a enumerar esas lecturas-actitudes
y a enunciar sus sentidos:
1. La lectura más superficial, la ingenua, aprehende lo
anecdótico, lo episódico, lo que dice la letra. Es la lectura
de los escolares, de los ciudadanos de las grandes urbes, de
los extranjeros en las traducciones, de los escritores y críticos
cutáneos (Grandmontagne, Salaverría, Azorín, etc., pero no
Unamuno ni Onís). Ese Martín Fierro es el que se resume en
pocas o muchas palabras, pero el mismo del texto literal. Pasa
su imagen al lector como a un espejo.
2. Otra lectura más prolija y atenta, aunque también la
lectura simple del hombre del campo, percibe que el Autor se
propuso contar la vida del gaucho, pero no la de un gaucho
determinado, pues refiere con carácter general las penurias a
que se ve sometido por imperfecciones y anomalías de la orga­
nización política, judicial, moral, económica. El Protagonista es
el país, en un diagrama rústico y fidedigno del aspecto más
vital de su historia: historia de un lugar y de un tiempo latos,
ilimitados. Se destacan las formas individuales de ese acontecer,
el sino que identifica a una clase despojada de bienes y de
oportunidades, la más numerosa, y que es el sentido auténtico
de la Obra según su Autor. Esto lo comprenden también los
lectores sudamericanos y los sociólogos y etnólogos de otros
países.
3. La tercera lectura es la que coloca en primer término
las fuerzas innominables de la geografía, la raza, el clima, los
acontecimientos del vivir no registrados en la historia ni en
la novela, el destino de un pueblo como unidad. Aquí lo adje­
tivo es lo real y lo sustantivo lo eventual, lo que desaparece
con cada individuo, con cada evento. Lo adjetivo permanece
y sigue indefinidamente configurando el destino, dando fiso­
nomía a lo biográfico de cada ser. La lectura revela en el
Poema un significado de símbolo o de clave para una región
VALORACIÓN DEL POEMA POR LA LECTURA 331

continental y hasta de la Península Ibérica. Hernández lo


explica, esta vez no en la Carta-Prólogo de la primera edición,
sino en la Carta a los Editores, de la octava:
Quizá tenga razón el señor Pelliza al suponer que mi trabajo responde a
una tendencia dominante en mi espíritu, preocupado por la mala suerte
del gaucho. Mas las ideas que tengo al respecto las he formado en la
meditación y después de una observación constante y detenida. Para mí,
la cuestión de mejorar la situación social de nuestros gauchos no es sólo
una cuestión de detalles de buena administración, sino que penetra algo
más profundamente en la organización definitiva y en los destinos futuros
de la sociedad, y con ella se enlazan íntimamente, estableciéndose entre
sí una dependencia mutua, cuestiones de política, de moralidad adminis­
trativa, de régimen gubernamental, de economía, de progreso y de ci­
vilización.
E x a c t o . Esta lectura hace que el Poema se coloque en el
mismo nivel del Facundo y que su texto pueda ser incorporado
a un grupo de obras informativas de que formarían parte las
de los Viajeros Ingleses. Pero es el anti-Facundo, la réplica del
hombre del campo (la barbarie) al hombre de la ciudad (la
civilización).
4. La cuarta lectura es la mejor, la completa y total. Es
preciso complementarla con experiencias propias, llenar las
lagunas del texto, restituirle su significado intencional, captarlo
en sus vivencias humanas y universales, en su sentido anagó­
gico, que es también el cuarto sentido de la lectura que Dante
señaló en El Convivio. A esta altura el Martín Fierro más que
el Facundo, se pone en el nivel de las obras que trascienden
inclusive la capacidad máxima de la razón y que necesitan el
auxilio de la intuición, como la Divina Comedia, el Quijote,
el Hamlet o el Fausto. Es así, porque en toda grande obra
el autor ha puesto un elemento mágico que se proyecta allende
los bordes del intelecto, más allá de todas las representaciones
posibles por la imagen mental y sentimental de la lectura. Fue
Karl Vossler quien advirtió esta dimensión insospechada en el
Martin Fierro, al decir que hay que leerlo entre líneas, y
también al sugerir que solamente el hombre de nuestro país,
el que conoce el texto implícito de nuestras costumbres, puede
entenderlo a fondo. Es natural que no se refiera al simple
conocimiento circunstancial, que es indispensable para la s?-
332 LOS VALORES
gunda lectura que dije, mas no para la cuaita. Por conocimiento
de las costumbres y modalidades características de nuestro ser
como pueblo, debe .entenderse el sentido de un destino, de una
configuración biológica y ecológica, pero rígida como de acero.
Todas las estructuras sociales tienen esa increíble consistencia.
Solamente quien conoce el paisaje con su flora y su fauna
puede conocer de veras los ejemplares que allí viven. Para
esta lectura del Martín Fierro es preciso esa sabiduría de los
lugares, los caminos, las hierbas, los cielos, los azares, los vientos
y mil connotaciones más, dentro de cuyo mundo la pieza suelta,
hombre o jaguar, árbol o pájaro, significa mucho más que lo
que por sí misma representa; pasa a ser un dato en la ecología
general y no un ente determinado; pasa a ser imagen de una
modalidad del existir más que dato de una biografía. Y enton­
ces no es menester que el Autor los describa; ya están en las
vivencias del lector, y con ellas ha de integrar el sentido cabal
de la lectura. Hasta obstarían a una más honda y medular com­
prensión, puesto que las notas del ambiente, del clima, del
paraje, del hablar y del callar están ya fijadas en el lector
por anticipado, como elementos de sus reflejos condicionados
de experiencia, por decirlo así. Ascasubi lo ignoraba y por eso
lo que minuciosamente describe es incomparablemente inferior
y más pobre que lo que Hernández omite o apenas insinúa.
Tal es el elemento vivo que se asocia al texto, y que tanto
forma parte de nosotros mismos cuanto del Poema.
. En esta lectura se comprende por qué no hay nombres
patronímicos ni toponímicos, fuera de Martín Fierro y del
lugar donde solía ganar mucha plata a las carreras —Ayacu-
cho—, por qué desaparecen los rostros y los cuerpos para ser
reemplazados por apodos simbólicos como los de Cruz, Vizcacha,
Barullo, La Bruja.
5. Desde un punto de vista distinto, más en lo correcto
para una obra estética, está la lectura del hombre de cultura
literaria, que busca ante todo los valores poéticos, de forma,
de dicción, de imágenes, de emociones. Para él hay en el Poema
tesoros inacabables. Pero con algunas sorpresas. Al principio le
repelerá, le extrañará el lenguaje plebeyo, la incorrección idio-
mática, la sintaxis caprichosa, la dura corteza del habla que
VALORACIÓN DEL POEMA POR LA LECTURA 333
recubre una sabrosa y nutritiva pulpa de poesía verdadera.
Que lea d e nuevo, diez y muchas más veces. Descubrirá, como
en las frutas preservadas celosamente por la naturaleza de los
riesgos más graves, una sustancia no inferior para el paladar
estético a las mejores que haya degustado. Puede someter el
texto a esa prueba, que puedo asegurarle que la soportará sin
deformarse ni desvanacerse. Hernández ha agravado intencio­
nalmente la aspereza de esa cáscara, con incorrecciones prosódi­
cas y hasta ortográficas que muchas veces son innecesarias, como
e n el uso indebido de las h a c h e s o de las c e s en lugar de las
e s e s , anomalía inaudita.
Debajo de ese lenguaje rústico, gráfico, pintoresco por sus
mismas imperfecciones y hasta desatinos, está el otro lenguaje
de la sensibilidad y de la reflexión. Los refranes y dichos
pueden prevenirlo de que tiene en sus manos un tesoro del
alma popular; la exactitud de las imágenes, su frescura y
sucesivas resonancias de analogías y similitudes veladas lo in­
clinarán con respeto ante esa obra de arte tan exquisito. En­
contrará que las palabras expresan con admirable precisión y
concisión la poesía misma en su estado de naturaleza, silvestre,
salvaje, sin que por ello dejen de poseer la misma esencia
vital ■ que los poetas cultos a veces tienen la suerte de descubrir
también. Un ejemplo que bastará ahora a mi propósito es el
relato aparentemente monótono y desprovisto de valores lite­
rarios del Hijo Mayor. Su verdadero valor se revela cuando el
Poema entero ha pasado a formar parte de uno mismo, y se
ha descubierto el secreto de restituir al texto su sentido y va­
lor estético, prescindiendo por completo del significado filosó­
fico y social, histórico y humano. Queda una poesía que no
hubiera podido recogerse del mundo sino tomándola sin des­
trozar, con esa cáscara grosera en que está fresca y perfumada
como el agua del coco.
6 y 7. Y hay todavía otras dos actitudes de lector, otras
dos lecturas: una es defectuosa, otra es incompleta. La defec­
tuosa es la que realizan, impertérritos, los jueces de paz, los
comandantes, los comisarios, los centinelas, los políticos, los
estadistas, a quienes se trata despectiva y acusativamente en
el Poema. Ellos y sus descendientes lo leen como si se tratara
de una obra de ingenio, porque leen lo que tienen en el
331 LOS VALORES
alma y no lo que está escrito. Extraen consecuencias que nos
dejan perplejos: el Martin Fierro es un dechado de heroísmo,
de caballerosidad, de valor señoril, de ignorancia, de ingenio.
El país está ahí dibujado en caricatura; sus males han pasado
ya y no fueron tales como se los pinta. Que Hernández haya
dicho que en su Obra todo era verdad, es una ocurrencia; o lo
habrá sido. Así leen ellos también la historia, y obras como
El matadero, A?nalia, Facundo, las Memorias de Paz y de Iriar-
te, las crónicas de los Viajeros Ingleses. Hacen del Poema una
epopeya nacional, un motivo de fe patriótica, y lo citan, cuando
lo citan, con cualquier pretexto impropio. Precisamente esos
lectores apasionados de sí mismos componen la caterva des­
preciada en el Poema. Antes rechazaron con desprecio el libro;
ahora hacen algo peor: lo leen. Se divierten con la farsa car­
navalesca del gaucho de circo, consolidan un sistema entero de
valoraciones falsas, de mistificaciones, de supercherías que
recubren con banderas y arengas de estrepitosa vacuidad. Para
ellos Martín Fierro no es siquiera un hombre: es un muñeco
de trapo, una ficción, un fantasma, como lo son ellos mismos.
Martín Fierro es todo lo que ellos son capaces de sentir y
comprender, amar y admirar: un andrajo.
Finalmente, la lectura incompleta que hacen las mujeres.
Martin Fierro es un poema íntegramente masculino, desde las
historias de hombres solitarios —viudos o solteros—, hasta el
lenguaje típico de las reuniones de varones. No hay para ellas
nada que satisfaga su formación espiritual, moral, familiar.
Todo es negativo a este respecto. Lo que no quiere significar,
ni muchísimo menos, que les esté vedado el goce y sentido de
la lectura. No; al contrario. Pero la lectura que ellas hacen
es desde fuera, colocándose en la lejanía, en la penumbra
en que están las mujeres de Martín Fierro y de Cruz, men­
cionadas tan sólo fugazmente; o en la posición trágica de la
Cautiva, o de la Negra, únicas mujeres que aparecen en la
acción. El Poema está escrito también para la mujer, que ha
de sentir al leerlo, en forma necesariamente distinta que el
hombre, que las mujeres no aparecen pero existen, son bienes
perdidos, ideales del varón que les fueron arrebatados por la
inclemencia de la vida. Lo que ellas quieren para sí y para
el hombre allí se columbra como una ruina al atardecer; es
LAS LECTURAS 335
precisamente lo que se ha destruido en la existencia y en
el corazón del hombre de los campos, como del hombre de
las ciudades; de aquí y de todas partes del mundo. Pero ellas
leen, de todos modos y en definitiva, como leen en el texto
de la realidad que vivimos, una versión espejada, remota, aje­
na, patética, pero muy distinta de la que lee el hombre. La
lectura de un libro donde sólo se las alaba en dos estrofas
de intencionada retórica de álbum, en tanto que las palabras
de Cruz y de Vizcacha son irreparables, ha de darles impresión
de un mundo tremendo y desolado.
El destino de la mujer en el Poema es muchísimo más
triste que el del hombre, y este aspecto no ha sido hasta
ahora destacado por los comentaristas. En este libro ellas están
de más (ausentes). Los personajes se ufanan de su orfandad y
celibato; pretenden haber nacido como el pez (“aborto de ovas
y lamas”) y buscan la vida solitaria, sin deberes ni obligaciones.
Si esa Obra refleja en algún aspecto verídico nuestra realidad,
la mujer paga con su desamparo su tributo en desdén y olvido
a una sociedad que la expulsa cruelmente de su seno. ¿Tiene
esa situación del hombre díscolo para el amor un interés, a
pesar de todo, para la mujer que lee el Poema? Ese interés no
surge del texto.

LAS LECTURAS
que primero se lee es la historia de
P r im e r a L e c t u r a . L o
M artín Fierro tal como Hernández la contó. Todas las peri­
pecias giran en torno de su figura y sólo sirven como elementos
ilustrativos, accesorios. L a impresión personal que causa Martín
Fierro es vivísima, desde la primera estrofa:
Aqui me pongo a cantar Al compás de la vihuela. . .
Tan fuerte que obra con poder fascinante. Es difícil, des­
pués del primer Canto, suspender la lectura. Interés y simpatía
se juntan: lo poético y lo artístico han sido desplazados. Desde
ese momento el lector atiende, en la lectura, a un texto de
profundas sugestiones. Efectivamente, pocas obras en la lite­
ratura universal tienen un comienzo tan rotundo, tan expresivo,
tan serio, tan de intimidad para toda alma sensible. Es lo que
336 LOS VALORES
Pushkin descubrió: que la primera frase, el primer verso es
ya el poema.
Si el lector es hombre de campo, instigado desde el prin­
cipio a asociar sus propias desventuras con las del personaje,
no puede en adelante librarse de esa prodigiosa fascinación,
de esa superposición del texto con su biografía, pues va le­
yendo un destino y no un anecdotario. La historia es verdadera
aunque jamás haya ocurrido. Lee una biografía, y los detalles
del relato, las quejas que se entremezclan o alternan, crean
un estado de ánimo, como cuando se escucha lo que un
forastero cuenta que le ocurrió. No interesa tanto el relato
cuanto la emoción humana, lo vivo, “lo del que escucha”.
Hay, en vez de un poema y un lector, un hombre que cuenta
su vida y otro que lo escucha. Lo demas es secundario.
Entonces está en condiciones, al terminar, de repetir lo
que ha leído: “Es un gaucho a quien arrean a la Frontera,
donde lo retienen, para trabajar, sin pagarle, durante tres
años. Al fugarse, vuelve a su rancho y sólo encuentra la tapera;
la mujer y los hijos se han ido y la.hacienda se la han liqui­
dado. Se hace gaucho malo y mata a un negro y a un malevo.
Después lo persigue la policía y un sargento lo defiende, porque
también ha sido gaucho y ha sufrido. Los dos se van a vivir
entre los indios, para huir de la justicia.”
La primera lectura de la Vuelta, ya no es ingenua, ni casi
primera. Se entra a una continuación al mismo tiempo que de
una amplificación. El resumen puede hacerse también en pocas
palabras.
S e g u n d a l e c t u r a . Sólo en lecturas sucesivas M artín Fierro
pierde ese carácter individual, absolutamente concreto, y se
amplía en calidad de símbolo, de personaje genérico, colectivo,
que encarna un destino de raza o de clase. Se percibe entonces
que su nombre es Martín y su apellido Fierro, sinónimo de
cuchillo. Lo que se lee entonces es una historia cuyo prota­
gonista abstracto no tiene rostro ni cuerpo. M artín Fierro es
un nombre y un hombre supuesto, cualesquiera, la persona
dramática de un asunto de muchísimo mayor interés y emoción.
Pudo tener otro nombre, sufrir otras vicisitudes sin que perdiera
realidad, existencia, personería; sin que dejara de ser Martín
Fierro. El verdadero protagonista es U n país, un ambiente, y
LAS LECTURAS 337
podemos fijarlo en la pampa —en ningún otro lugar—; son las
condiciones de vida en que el hombre de campo se encuentra,
lo que efectivamente interesa. Y ahora sí el lector puede com­
prender que el Autor no se propuso contar la vida de un gau­
cho, sino la vida del gaucho, explicando las penurias a que se ve
sometido por los defectos de la organización política, judicial,
moral, económica. Es claro que el Poema tiene otro sentido
—ése—, y que el aspecto biográfico es un cebo, además de la
única forma literaria posible con que puede llegar a despertar
la simpatía, la comprensión del lector. Precisamente a esta altura
el lector ignaro, el de prejuicios, el fetichista, se queda con un
M artín Fierro, inexpresivo, con su ropaje, y es lo que celebran
los adoradores de la tradición: un trapo. El protagonista es el
país, un momento de la historia argentina; es la pampa: una
historia en un lugar y un tiempo. Lo demás es literatura (de
la buena). Desde este instante se advierte la diferencia sustan­
cial del Poema con todos los otros del género gauchesco a que
con clara conciencia de ello se refiere Hernández. Más, todavía:
que es el único intento serio hecho hasta hoy para condensar,
en un tema que gira en torno de un personaje, un conjunto de
acontecimientos tan significativos como no los contiene ninguna
literatura ni, mucho menos, de nuestra historia. Lo único que
se le parece es el Facundo de Sarmiento; todos sentimos que
está fundido con esta obra. Hernández no advirtió, ni al morir,
la amplitud de su obra; pero supo desde el primer momento
que nada tenía que ver con la poesía.
Todo lo que Hernández sintió, sin expresarlo sino vaga­
mente, está en la Carta a los Editores, arriba citada (p. 130), y
en la Carta-Prólogo a Miguens, en la que dice:
Me he esforzado, sin presumir haberlo conseguido, en presentar un tipo
que personificara el carácter de nuestros gauchos, concentrando el modo
de ser, de sentir, de pensar y de expresarse que les es peculiar; dotándolo
con todos los juegos de su imaginación llena de imágenes y de colorido,
con todos los arranques de su altivez, inmoderados hasta el crimen, y con
todos los impulsos y arrebatos, hijos de una naturaleza que la educación
no ha pulido y suavizado... Mi objeto ha sido dibujar a grandes rasgos,
aunque fielmente, sus costumbres, sus trabajos, sus hábitos de vida, su
índole, sus vicios y sus virtudes: ese conjunto que constituye el cuadro
de su fisonomía moral y los accidentes de su existencia llena de peligros,
de inquietudes, de inseguridad, de aventuras y de agitaciones constantes.
338 LOS VALORES
El propósito de Hernández no superaba, en 1872, lo que el
lector advierte en una segunda lectura del Poema, pero sí lo
que resulta de la primera lectura. M artín Fierro ahora tiene
un papel pasivo, responde, actúa en calidad de vicario de una
realidad omnímoda. ¿Qué novela o qué poema se habían com­
puesto en 1872 con esa conciencia de que la grandeza de un
personaje histórico está en la historia y no en él?
L e c t u r a c r ít ic a . Sólo con una lectura más atenta y m inu­
ciosa se descubre en el Poema su trascendencia y su verdadera
significación. Esta lectura crítica exige las dos anteriores bien
hechas; pues quien desde el comienzo adopta una orientación
falsa hace una lectura falsa, y extraerá de su crítica una filosofía
absurda y tan mistificada como puede hacerla de la lectura
de cualquiera de nuestros libros de historia. Es tan inferior
precisamente, todo lo que se ha hecho en este sentido, que siento
repugnancia a mencionar nombres y obras. Hernández lo per­
cibirá más tarde, aunque potencialmente estuviera en sus pro­
yectos. Estaba en sus proyectos de poeta que está creando, mas
no en su juicio de crítico. Esto ocurre más tarde y no bien del
todo, al fin.
Es evidente que el Martin Fierro nace en la creación de
Hernández como una protesta contra las injusticias materiali­
zadas, personificadas; contra los males y desmanes de los gober­
nantes, contra. un estado social heredado de la Colonia, que
siempre hemos conservado latente y resignadamente como una
enfermedad hereditaria. Lo agravan en diversas tácticas la
Tiranía y la Reorganización, como hoy mismo la del Regreso.
Hernández no llegó hasta los límites de su concepción; no lo
podía, por impedimentos también hereditarios; pero su impulso,
su intuición en lo que subconscientemente pulsaba en él, si.
Es ahora cuando el Poema cobra su personalidad autónoma,
cuando exige al Autor, cuando se le pone enfrente, mucho más
temerario, decisivo y categórico que el pensamiento del Autor.
Asunto y personajes son, como en la tragedia griega, y en
cualquier obra grandiosamente concebida, un contacto doloroso,
vivo, con la realidad que se oculta bajo las apariencias, aspectos
circunstanciales de una fatalidad. También Sófocles manejó,
consciente a medias, el mito tremendo de Edipo, sin alcanzar
racionalmente sus verdaderas profundidades lóbregas. Se percibe
LAS LECTURAS 339
en el Poema que actúan las fuerzas activas, plásticas, de la geo­
grafía y de la historia, que lo adjetivo es lo real y lo sustantivo
lo eventual. Lo que ha producido la aventura de M artín Fierro
es la misma mano que ha modelado nuestras instituciones,
nuestra cultura, nuestra idiosincrasia. Hernández es, como
Martín Fierro, un evento. Es lo que ha elevado grandes ciuda­
des y destruido grandes almas. El Poema es un mito auténtico
(no el mito mistificado que hoy se venera). Cobra, más que un
significado de símbolo de un destino humano, general, el sen­
tido de una clave histórica sudamericana. Esto es también lo
que Hernández advierte una vez que el Poema echa a vivir y
cobra su independencia. Entonces resultan pequeñas y paupérri­
mas sus reflexiones, sus explicaciones, toda su filosofía. Porque
eso es personal y el Poema es nacional. El mismo autor puede
ser su enemigo, su crítico falso, como lo fue. Es cierto que, ter­
minado, ve más claro que cuando iba componiéndolo, aunque
su objeto fuera un motivo circunstancial; subconscientemente
había puesto en él su experiencia, extraído de ella conclusiones
cuyo análisis y desarrollo podría constituir un ensayo o una
sociología. No hay más en el Facundo ni en Las bases, ni en el
Dogma socialista, ni en La Ciudad indiana; hay menos. Es un
territorio y una historia. A esta conciencia clara llega Hernán­
dez a través de la lectura y la crítica de sus lectores, y es cuando
siente miedo. Su miedo personal, sus limitaciones están en el
mismo Poema y se evidencian en su filosofía política como
legislador.
La lectura anagógica, jeroglífica, estaba más allá de la com­
prensión de Hernández en su madurez, aunque estaba en los
comienzos, cuando el Martín Fierro era concebido pensando en
otra cosa. Hernández fue un lector corriente de su Poema.
Nosotros tenemos que leerlo en todos sus textos o sentidos super­
puestos —como criptografía—, porque precisamente así fue con­
cebido y hecho: para contar otras cosas. Entonces el Martin
Fierro deja de pertenecer a Hernández, pasa a ser un producto
genuino de la pampa, y el Autor es relegado al papel de un
intérprete o, mejor dicho, de un profeta a medias consciente de
su misión, a medias consciente del mensaje que reproducía, y
también de la calidad poética y artística de su Obra, pues es
posible que tampoco alcanzara a valorarla con justicia.
340 LOS VALORES
El argumento se enriquece con resonancias innumerables; el
personaje cobra estatura colosal, sin que nos fijemos en su
índole ni en los rasgos de su carácter, pues pasa a ser un seg­
mento de la naturaleza y de la condición humana. Y el interés
y el mérito que antes surgía desde dentro de M artín Fierro y
se derramaba por la llanura, ahora vemos que se proyecta sobre
él desde lo alto y desde lejos, más cierto, más digno de con­
miseración, más humano que si hubiera efectivamente existido
con un nombre, una fisonomía, una voz, un cuerpo y un nombre
verdaderos.
LA POESIA NO POETICA
La obra poética de Hernández se reduce al Martín Fierro
(puede agregarse la carta en verso “gauchesco” a Blanes); sus
demás composiciones quedan como entretenimientos circunstan­
ciales. La elaboración del Poema, cualesquiera que hayan sido
sus peripecias, significa el descubrimiento de su propia poesía
en sus personales vivencias poéticas. No necesitaba de otros
conocimientos que los elementales del arte de versificar, ni de
una preparación previa de su espíritu por las disciplinas com­
plejas que hacen del poeta un artista culto, sino de la clave
para despertar en su mundo interior vivencias de observaciones
que se enriquecieron por el proceso de maduración de los fru­
tos. Define Dilthey (en su Poética):
La base de toda poesía verdadera es, por consiguiente, la vivencia, la ex­
periencia vivida, los elementos anímicos de toda especie que entran en
relación con ella. En tal relación pueden ser material directo para la
creación del poeta todas las imágenes del mundo exterior. Toda operación
de la razón que generaliza las experiencias, que ordena y acentúa su
utilidad, sirve de igual modo a la labor del poeta. Este círculo de ex­
periencia en que actúa el poeta no se diferencia del que utilizan el
filósofo y el político... Por lo tanto, en todas partes las imágenes de la
vida son el suelo de donde la poesía extrae los elementos esenciales para
su subsistencia. Los elementos de la poesía: motivo, argumento, caracteres
y acción son transformaciones de representaciones de la vida. Los héroes
fabricados con material escénico: cartón, papel y oropel, por mucho que
brillan sus armaduras, se distinguen inmediatamente de los héroes que
son parte de la realidad.
Todas estas condiciones no solamente se dan en el Poema,
LA POESÍA NO POÉTICA 341

sino que constituyen sus valores fundamentales y, por añadi­


dura, la naturaleza del genio poético de Hernández. Era éste
un poeta en ese grado nativo y primario, aedo o juglar, cuyas
prendas son otras que las del artista y que Lugones exaltó en
la figura del bardo éuskaro Pedro de Enbeita. Tuvo Hernán­
dez la prudencia de no intentar, después de su autodescubri-
miento, otras formas extrañas a su índole, en la poesía culta.
De ese modo redujo su horizonte poético a sus propias capa­
cidades y a las condiciones del mundo que había de explorar,
calando hacia la profundidad de sí y del tema simultánea­
mente. Es lo que expresa al decir cuál es su modo de cantar
en las estrofas con que Martín Fierro define su posición poética
dentro del área payadoresca.
Sentía Hernández en sí las limitaciones de una educación
deficiente y la falta de un instrumento de concepción y de
expresión indispensable para tentar otras empresas; pero pre­
cisamente por esa conciencia, en el fondo disconforme, desarro­
lló una facultad nativa e indiscutiblemente poética, pero tan
adecuada a la índole de su país como el instinto topográfico
del rastreador y del baquiano. Ese instinto del rumbo también
lo expresa Martín Fierro como una de sus facultades innatas,
que no son otras, si se examinan bien, que las de su vocación
para el canto. Fenómeno curioso de formación de una perso­
nalidad que de inmediato nos coloca ante un problema inte­
resantísimo y sumamente difícil, el de las relaciones del medio
y del alma, y que para desentendemos de él por sus compli­
cadas proyecciones podría definirse como el desiderátum de
eficacia de interpretación de las cosas por el hombre. La poesía
la pone el poeta en el mundo, que no la tiene de por sí, pero
parecería que sólo acaece como acontecimiento milagroso cuan­
do la realidad se interna profundamente en la sensibilidad del
hombre hasta grabar en su alma, como vivencias, como elemen­
tos propios de su existir, las experiencias que en los demás no
alcanzan a tomar forma y sentido vitales.
La poesía de Hernández no pertenece al territorio de la
poética como patrimonio de la cultura, sino a un orden de
sentir y comprender la vida que se vive y que se ve vivir. En
el Poema esa poesía no surge tampoco del material de observa­
ción, sino del alma del observador, de su visión personal, de
342 LOS VALORES
las ocurrencias que suscitan en él, de la penetración viviente
de su sentido y de otra cualidad añeja, que es la del dominio
de un lenguaje que coincide puntualmente en su pathos y en
su semántica con el orden de las cosas observadas. No necesitó
embellecer las cosas ni el lenguaje; en pocas palabras: no nece­
sitó deformar la relación natural del material de observación
ni del instrumento de expresión para que el milagro de la
poesía se produjera generado por sí mismo. Los reproches de
Mitre y de Obligado, que resultan de sus personales tentativas
de interpretación del mismo mundo sentido superficialmente,
sin la fecunda conjugación de vivencias, vienen a declarar la
grandeza de la tentativa de Hernández. El camino de éste fue
diametralmente opuesto: despojó al mundo de sus apariencias
falaces, lo redujo a lo esencial, podó el color, el sonido, el
dibujo, las perspectivas, los lugares comunes de la sensibilidad
y de la Weltanschauung del hombre urbano, que contemplaba
la campaña como un paisaje, y aún de la del paisano que so-
brevaloraba las notas pintorescas por dañino influjo de la poe­
sía culta, de la cual tenía alguna vaga idea. Dejó a su mundo
en lo medular y se abandonó al instinto de su propia concien­
cia de lo que quería hacer. Algunas reminiscencias y resabios
de aquella poesía mistificada y de aquella sensibilidad adicio­
nal del paisano también se encuentran en el Poema (las em­
plea Cruz en su elogio de la mujer, y el mismo M artín Fierro
en la descripción de la hierra y en la alabanza de las madres),
pero sirven como índice de comparación para que percibamos
la inmensa distancia que separa al Poema entero de esas seña­
les de un nivel superado. Además, la descripción de la hierra
es un tema trasladado casi literalmente del Santos Vega, y los
elogios a la mujer pertenecen a un tipo tradicional de poesía
popular influida por la poesía culta. Casi todo lo demás está
exento de atavismos, o éstos han ingresado, sabiamente reela-
borados, a la índole autóctona del Poema, como las reflexiones
de Martín Fierro al fin de la Ida, parafraseando las del célebre
monólogo de Segismundo. Esta forma de absorción, de con­
vertir en vivencia un material de cultura, es típica de Hernán­
dez, que así absorbe y metaboliza refranes y dichos comunes,
elementos folklóricos que pasan a pertenecerle con legítimo de­
recho de paternidad.
LA POESÍA NO POÉTICA 343
El lenguaje poseía ya un contenido metafrástico y de imá­
genes cristalizadas en su proceso de adecuación al medio, sin
necesidad de que el Autor lo subrayara intencionalmente; le
bastaba esa pobreza sustanciosa, como en el mundo de los acon­
tecimientos que había de explorar le bastaba con la pobreza
de los personajes, sus tribulaciones y sus enseres aparentemente
sin valor poético. Ningún autor nuestro da la impresión de
Hernández, de que con su obra realiza un deber imperativo
de su vida; y acaso su ulterior exégesis filantrópica surja, más
que de su verdadera intención de evangelizar, del sentimiento
profundo de que en la Obra está su vida puesta con tanta
veracidad como la vida de los paisanos.
Pero para esto era preciso una colosal capacidad de sentir
la belleza y la verdad, la belleza de la fea verdad. Era preciso
también que el Autor poseyera, con todas las incapacidades
propias del hombre sin cultura, la sensibilidad que sólo se ad­
quiere por lo regular mediante los ejercicios y refinamientos
de una laboriosa culturación de sí mismo. Por ejemplo, este
caso no se da en el otro grande escritor formado primeramente
por su sentido de la belleza y de la verdad, como se las pre­
sentaba la naturaleza de nuestra pampa: Hudson. Siempre es
sensible en él, aun en sus habituales y grandiosos abandonos
a la vivencia pura, que es un alma refinada en la observación
y en la meditación la que expone aquellas escenas tan silvestres
de la vida campesina. No hay deformación en él de la vivencia
limpia, pero hay un gusto estético de lo silvestre que no puede
compararse con la espontánea irrupción del sentimiento de las
cosas en Hernández. Aunque halláramos algunas analogías en
la manera de contar y en los materiales recogidos cuidadosa,
respetuosamente por ambos, una calidad personal, del espíritu,
separa a los autores, y un mismo mundo tiene dos conductos
distintos para penetrar en la sensibilidad del lector. Esta falta
de afinación en la sensibilidad de Hernández es un encanto
más en su Obra. Ningún demérito resulta de comprender que
el Autor no supera en ningún aspecto al Personaje, que Martín
Fierro es tanto como Hernández. Su incultura es una ventaja
que lo levanta sobre sus congéneres. Salaverría (en Vida de
Martin Fierro ) ha rozado este problema, qué ningún crítico ha
344 LOS VALORES
considerado en sus términos positivos de una cualidad generada
por una deficiencia. Dice:
Hernández no supo lo que hacía. Su personaje se le escapó de la pluma,
se le agrandó desmesuradamente, y él, el propio autor, acabó por morirse
sin terminar de comprender lo que había escrito... Un poco más erudito
y mejor poeta, y Hernández nos hubiera dejado una composición llena
de pretensiones que hoy nadie desearía leer. Por fortuna, el autor se
encontraba en esa zona indecisa que sopara la ingenuidad analfabeta del
pueblo de la maestría del hombre letrado.
Intuición plenamente justa, pero que confunde la concien­
cia que el Autor pudo tener de la obra que realizaba —en
Hernández muy clara— con lo que Goethe denominaba la
“fecundidad del insuficiente”. Comprender que no podía le­
vantar su composición sino apelando a recursos retóricos, cuyo
fracaso comprobaba en las pocas veces en que se deja arrastrar
a ellos, fue el motivo de que se resignara a mantener un nivel
entre él y su personaje y entre su personaje y su mundo. Tan
ajustados están todos los valores en el Poema, que llegamos
inclusive a tener la impresión de una rutina —de un trabajo
mecánico— en su composición, tal como se percibe en cualquier
otra clase de composiciones puestas en la tesitura de lo literario
de vigencia académica y universal. Pero esa rutina es la unidad
de su estilo, y ese estilo se coordina por las diferentes cualidades
del mismo género, de la misma cualificación de tema, persona
y lenguaje. Pocas obras de la literatura universal pueden leerse
tantas veces sin cansancio y sin impresión de hartazgo, en el vi­
brante interés de la primera lectura. Es porque su melodía nace
de sí misma y porque el aderezo, que es lo que en definitiva
nos empalaga en todo, no existe; como tampoco existe lo ruti­
nario de cualquier estilo en que el Autor es su común deno­
minador, sino la uniformidad de un tonus y de un nivel.
Su originalidad no se acusa intermitentemente, por hallaz­
gos fortuitos, sino por la concepción en bloque y por la ma­
nera como va desarrollando su Obra dentro de una ley que,
como la de cualquier ser viviente, responde a sus necesidades
orgánicas y específicas. Aquello que constituye el estilo litera­
rio de Hernández no es literario, sino su equivalente: está en
un inagotable ingenio que no tiene una fórmula, sino una ñor-
LA POESÍA NO POÉTICA 345
ma. Es, si se quiere, el don de contar del campesino ignaro, que
mantenía horas enteras a Tolstoi escuchando el relato de una
anciana analfabeta. Estilo eternamente variante, móvil, que ex­
trae de sí y no de fórmulas su razón y su encanto, su novedad
y su rutina.
Pues todavía es posible formular otra afirmación temeraria,
y es que la poesía de Hernández —cualquiera que sea el grado
en que es tributaria de la poesía gauchesca— está fuera del
canon de lo poético tal como se lo entiende en la obra que
deleita a quien tiene el hábito de gustarla, y que si puede de­
nominársela poesía es a condición de que se admita una satis­
facción, tan legítima como en la otra, que es nueva y que no
corresponde al pacto consuetudinario que existe entre el poeta
y el lector de poesía. Hernández no era un poeta ni un artista,
pero tenía lo poético y lo artístico en su estado nativo. Poseía,
en fin, ese don singular que Chesterton advirtió en un com­
patriota que en cierto modo fue para su pueblo lo que para
nosotros Hernández: “Dickens —dice— es un ejemplo admirable
de lo que acontece cuando un autor de genio tiene el mismo
gusto literario que el público.” Solamente que, por ser ésa una
definición de corte mítico, debemos agregar: el estilo sustancial
que pierden los escritores en cuanto escritores profesionales
que hacen de la técnica del oficio una finalidad. Comprende­
mos bien que una cultura literaria se elabora conscientemente,
dentro de las formas de una existencia del espíritu que tiene
sus necesidades propias, pero la aparición de artistas hetero­
doxos, que vuelven a las fuentes originales de la emoción, en
contacto ingenuo con los problemas de la vida, trae un aura
fresca de remotos campos de que también el espíritu tiene
necesidad. Como expresa acertadamente Wladimir Weidlé (en
Ensayo sobre el destino actual de las letras y las artes): ‘‘Siente
uno la tentación de dar la razón a John Millington Synge, que
aconsejaba reducir el verso a una forma elemental, brutal, a
fin de volverlo a humanizar”. En parte ese cansancio de las
fórmulas exquisitas condujo a Baudelaire a un tipo de verso,
que Thibaudet llama prosaico, en que han desaparecido las
fórmulas cristalizadas por una sensibilidad profesionalizada en
la literatura, reviviendo las emociones puras en el lenguaje de
vivir más que de poetizar, W hitman y Thoreau, antes que
346 LOS VALORES
Tolstoi y Hamsun revelaran el imperio universal de la belleza,
buscaron la transmisión de esas emociones primarias de los
aspectos ordinarios y congénitos de las cosas.
Hernández llega por otros atajos a la misma posición rebel­
de, en un desafío mucho más valiente, porque extrema su des­
dén mediante el lenguaje, que no solo adopta en sus formas
rústicas, sino despojado de sus formas figuradas. No se contenta
con tomar el habla corriente en el campo, sino que toma la
poética rústica, que es esa que los pueblos crean mediante sus
imágenes y su semántica propias. En esto va mucho más lejos
que todos los poetas gauchescos, quienes desde Hidalgo man­
tuvieron en su habla rústica una forma de sentir y de decir
correspondiente al pathos literario. Porque si ellos adoptaron
el lenguaje del campesino, procuraron engalanarlo con una
intencionalidad poética que se asemejaba mucho a la del poeta
culto, aunque en su propia tesitura. Para Hernández también
esto sobra y ha de dejar que las imágenes y los juicios sean
los mismos, espontáneos, que nacen junto con el lenguaje. Y una
prueba de que no teme a ningún exceso de prosaísmo es la
forma irregular de rima que emplea absolutamente conforme
con la exigencia auditiva del hombre vulgar, que gusta del
consonante más que del asonante, pero que también prefiere
la licencia que conserva la precisión del pensamiento.
Más adelante he de expresar la diferencia que existe entre
el lenguaje campesino de los precursores de éste, que es un
lenguaje pero no un instrumento total de expresión, y el de
Hernández, que contiene inclusive los elementos psicológicos y
de cultura agreste. Hernández completa la labor realizada por
los otros, en cuanto se avinieron a las formas gramaticales, las
propias del idioma campesino, para expresar sentimientos y
observaciones que correspondían a otra tesitura intelectual. Para
todos, la pobreza del lenguaje del gaucho y sus deslices eran
facilitaciones a la empresa de poetizar elementos antipoéticos,
un recurso auxiliar de la propia capacidad limitada. Sus pro­
pias, personales limitaciones se confundían con las del locutor,
y hasta cierto punto eran éstos los que compurgaban las fallas
del autor. Les bastaba la técnica elemental de componer versos
medidos y rimados, a la manera de los payadores; pero también,
como los payadores, emprendían su tarea con una intención
LA POESÍA NO POÉTICA 347
de hacer obra literaria. Hernández es más sincero y más rústico
que el payador, y la demostración se realiza prácticamente en
el cotejo del estilo de cantar de M artín Fierro y del Moreno.
La sensibilidad del Moreno está maleada, y el fraile que le
enseñó a cantar le enseñó a buscar recursos retóricos y a com­
poner su alocución. De M artín Fierro salta espontánea y va,
de su alma que crea la poesía, al oyente, sin ataviarse de ca­
mino con el lenguaje acicalado. A Martín Fierro sólo le ense­
ñaron a templar la guitarra, no a cantar; y ésta es su diferen­
cia y su superioridad sobre los demás poetas gauchescos, que
al aprender de los clérigos (que ya sabían escribir), tomaron
las viejas mañas de los cantores letrados.
La liberalidad de Hernández en la creación de la sexteta,
con un verso libre y demasiada libertad en el consonante, es
el índice más claro para juzgar de su estilo poético, pues es
su equivalente. Desde este momento, desde que se acepta su
convención total de una forma de componer arbitraria, no
podemos aplicarle ninguna de las reglas comunes a la poesía,
inclusive la gauchesca. Hidalgo, Ascasubi, Del Campo y Lus­
sich son ortodoxos en la observancia de las formas métricas y
de las rimas asonantes o consonantes; como son ortodoxos en
los recursos literarios cultos aplicados según la receta de la
rústica naturalidad. Hernández usa del mismo lenguaje, pero
no del mismo sensorium. Incurre en lugares comunes y en ripios
de verso entero —nunca el ripio exquisito—, en comparaciones
y en metáforas que pertenecen a sus personajes más que al
habla, y en cuanto al asunto y a la forma de contarlo se aviene
al prosaísmo más elemental. Su originalidad y su poesía están
dentro de las cosas, y, así como el tema viejo es nuevo en él,
también los antiquísimos refranes y los dichos, que son su forma
más pura y espontánea, readquieren inmarcesible frescura.
No sería desacertado afirmar que aquello pintoresco que los
precursores pusieron en las cosas, en lo exterior, Hernández lo
ha situado en lo psicológico y en lo verbal, confiriendo a la
imaginación un poderío absoluto. Es su imaginación la que,
por medio del lenguaje, adjudica a las escenas y a los perso­
najes un colorido y una vivacidad extraordinarios, y ésta es
facultad poética por excelencia. Pocos autores de nuestro idio­
ma han poseído en grado tan relevante ese don de caricaturizar
348 LOS VALORES
y hacer resaltar los perfiles característicos de las cosas, dentro
del más genuino ingenio de la picaresca. Es tal su destreza de
malabarista verbal que no necesita que el asunto sea intere­
sante para insuflarle un interés de alta tensión; casi se mueve
con más soltura y brillantez cuando el asunto es trivial; pues
nunca, ni en los trances en que parece inevitable la caída a
lo fallido, relaja la tensión de lo que va contando. Le basta
disponer de los últimos dos versos de la estrofa para que todo
se estire y vibre en una plenitud de fuerza, como si las difi­
cultades generaran en él esos recursos de reserva que siempre
son admirables. De ahí el error de quienes aceptan que el
Poema haya sido escrito por pasatiempo, o, como él dice en
la Carta-Prólogo, porque le haya “ayudado algunos momentos
a alejar el fastidio de la vida de hotel”. La atención con que
vigila su trabajo no decae un instante, y difícilmente se extrae­
rán de la Obra unos cuantos versos que adolezcan de flojedad.
A este respecto, aquellos versos aparentemente de relleno (como
en la estrofa en que Martín Fierro cuenta la muerte de Cruz)
cumplen una función de contraste, sea con el vigor de los versos
mismos que les siguen, sea con la intensidad de la emoción que
así se disimula. Todo en el Poema está elaborado con suma
conciencia artística, con el propósito de extraer mucho pro­
vecho de poco. En situaciones de difícil salida, sabe cortar con
una frase el hilo del relato para reanudarlo con mayor vigor.
Un ejemplo puede ser la justificación de Cruz, que preludia
un justificativo de su traición a los compañeros, pero que liqui­
da la situación diciendo: A mí no me gusta andar Con la lata
a la cintura (2063-4). Para ello todos los trucos le están per­
mitidos, pues ha establecido una norma del juego que corres­
ponde a su destreza. Así, por la imaginación y por la palabra,
salta instantáneamente de lo cómico a lo trágico, de lo patético
a lo grotesco. Para desplegar esas facultades portentosas, que
tienen su propia disciplina, su propia cultura, le basta el ins­
trumento natural de la palabra que él maneja con el poder
del fiat en la creación poética. El hallazgo de la estrofa libre
de toda convención, declaradamente incorrecta, es el vehículo
más adecuado para la expresión, por su flexibilidad y porque
concuerda con las necesidades prosódicas y fonéticas de un idio­
ma que es monótono en el asonante, limitado en el consonante,
NATURALIDAD Y ARTIFICIO 349
con innumerables rimas obligadas en palabras de suma signi­
ficación. Todo lo que en otros autores es síntoma de pobreza,
todo lo que efectivamente es pobreza en el concepto del arte
y de la lengua, le sirvió para que su fuerza se aplicara sin
desperdicios a su Obra. Su estilo no es un punto más alto que
el tema, sus condiciones de narrador y de poeta no sobrepasan
las de su cantor; pero tiene, además, el genio, y un genio de
la misma clase de su tema y de su héroe.

NATURALIDAD Y ARTIFICIO
Todo en el Poema parece natural, existente en el mundo
o salido espontáneamente de la inspiración del Autor. Sin em­
bargo, muchas situaciones están incrustadas violentamente, con
propósito de ahondar el interés del relato. En este caso se
encuentran las escenas del encuentro del gato en la cueva, cuan­
do vuelve Martín Fierro, del centinela que le intercepta la
entrada al cantón, casi totalmente la pelea con la partida, el
escondrijo que busca el viejo comandante, y muchas más. Hay
una manifiesta intención, en esas escenas, de acceder al gusto
del lector inculto, capricho de la más oriunda cepa popular,
scherzi.
En otro aspecto, los temas y su factura, tomados de las cró­
nicas o de las obras gauchescas, competen a una elaboración
artificiosa, de readaptación. Su equivalente se halla en las es­
parcidas composturas de refranes y proverbios bajo la humilde
apariencia del dicho ingenioso o de la reflexión casual. Todos
estos recursos están usados por Hernández con maestría con­
sumada, y si en el caso de las escenas citadas primeramente
engranan en el espíritu más que en la sobria economía del
Poema, siempre aportan un elemento de regocijo, compensa­
torio de la constante tensión del drama. Todos los personajes
emplean la forma sentenciosa de contar como estilo personal en
la pauta que para todos implanta Martín Fierro.
Anticipadamente Hernández defendió inculpaciones de esta
índole recordando el hablar sentencioso del gaucho, su natu­
ral capacidad de formular sentencias en dos octosílabos, según
la forma típica del refrán. Pero lo cierto es que no sólo la
350 LOS VALORES
abundancia, sino la buena categoría de esas sentencias, lo que
puede ser denunciado como artificio. Mas entonces es preciso
tomar en cuenta el lenguaje de los actores y establecer si, fiel­
mente reproducido en su prosodia y giros vernáculos, no ado­
lece del defecto de exageradamente especioso y homiliario.
Este aspecto resalta, sobre todo, en el relato del Hijo Mayor,
y es uno de los rasgos psicológicos que mejor testimonian su
legítima filiación. Sería, en fin, la única concesión indispen­
sable para establecer una separación neta de la prosa, a la
cual —cosa no menos cierta— se hacen también demasiadas
concesiones. Acaso sea esa forma sentenciosa de hablar lo que
no solamente establece esa necesaria diferencia con la prosa, sino
lo que imposibilita la prosificación del Poema. Y, también, lo
que no permite al drama, a la acción, ocupar el primer plano,
destruyendo de raíz la tesitura de la Obra, que es una evoca­
ción cantada.
Pero este problema del lenguaje, no como idioma, sino co­
mo instrumento de expresión connatural del alma, es, mucho
más que su calidad filosófica, uno de los que surgen de inme­
diato en el análisis axiológico, si se considera la Obra desde
el punto de vista de la realidad y no del arte. Claro que esta
posición es impropia del crítico, pues con ella la obra poética
como género literario habría de ser declarada artificiosa; pero
el artificio del Poema está declarado como convención aprio-
rística, y lo que entendemos por artificio en la poesía es de
otro carácter y hasta de otra naturaleza de lo que entendemos
como tal en las obras en prosa. El lenguaje que emplean los
personajes, particularmente el Protagonista, no posee ninguno
de los artificios comunes de la poesía épica o narrativa, pues
el Autor ha eliminado los recursos usuales de los tropos y
asimismo del hipérbaton y el vocabulario exquisito. Precisa­
mente el acento de mayor prosaísmo está puesto en el len­
guaje; precisamente en lo que toca a la psicología del paisano,
a su peculiaridad eminente, es donde el Poema puede obje­
tarse de no estar ajustado al verismo estricto. Los personajes
del Poema se deleitan en hablar, y son locuaces, mucho más
que elocuentes. La objeción, que es atinada también desde
el punto de vista del estricto verismo, fue hecha por Vicente
Rossi. La única excusa que puede formularse a tan exigente
NATURALIDAD Y ARTIFICIO 351

criterio es que en el Martín Fierro, como en todos los poemas


gauchescos, las historias son contadas, lo cual implica que el
narrador se aparta de sus hábitos consuetudinarios de hablar
para dirigirse a un auditorio. Sabemos que ningún paisano
es desmesurado en el placer de hablar. Es mesurado, pero no
lacónico. Regularmente habla poco y con suma cautela, más
receloso en el hablar que en el obrar. Maneja las ideas y las
frases con suma habilidad, y es siempre digno de ser oído cuan­
do se decide a referir algún suceso. Entonces procede como
los personajes del Poema, complaciéndose en que todos lo
escuchen. Hace entonces de la narración un arte y es generoso
en su deseo de complacer, intercalando digresiones y aposti­
llas ingeniosas que aun de la tragedia, y sobre todo si ha ju­
gado un papel de héroe, elimina lo que pudiera parecer jac­
tancia. Sería equivocado suponer que sólo posee un estilo de
hablar: posee tantos cuantas situaciones diversas se le presen­
tan. Posee inclusive la increíble habilidad de hacer de la pa­
labra un complicado ajedrez infalible para vencer al adversa­
rio, cualquiera sea su preparación. Un ejemplo insuperado es
el cuento “Manuel, el Zorro”, de La tierra purpúrea. La Pa­
yada sólo puede permitirnos entrever los alcances de ese don
tan extraordinario y tan común. Si secretamente obedeciera a
un instinto de defensa, se trataría, como creo, de un hábito
vital, que en el manejo del cuchillo y de la palabra consti­
tuyen una técnica fuera del control de la razón. Los barba­
rismos y las incorrecciones específicamente gramaticales no
afean la elocuencia flúida que abarca con plenitud la idea que
se propone expresar, bien matizada por los complementos cir­
cunstanciales. T al como se habla en el Poema, tal se hablaba
en el campo. A este respecto consigna Vicente F. López (en
Historia de la República Argentina , III, 3) que el gaucho
hablaba tranquilo y con una voz cubierta que podría parecer dulce, si no
fuese que sus palabras eran siempre escasas, ambiguas o taimadas. Cuando
encontraba algo de qué burlarse, su ironía era punzante, pero siempre
disimulada con la doblez del sentido, con monosílabos indescifrables o
con el acento particular que daba a sus expresiones.
Cualidades esenciales que no se infringen en el discurso
extenso, sino que van limitando, orientando, aderezando su
352 LOS VALORES
pensamiento sin caer jamás en ningún exceso ni desliz que
se le pueda reprochar. Jamás se olvida, mientras va discurrien­
do como con descuido, de excusarse antes del empleo de algún
vocablo o giro que pudiera ser irrespetuoso o ligeramente alu­
sivo para alguien. Su conversación es de una limpieza admi­
rable, sin la más remota referencia a lo erótico. Usa de perí­
frasis y de elipsis dignas de un maestro del tacto diplomático
para significar cuanto puede relacionarse a la distancia con
asuntos sexuales. El mismo absoluto pudor, que es una pulcri­
tud sin afectación, se observa cuando se refiere a los anima­
les. Condiciones todas que se cumplen en el Poema, cuya lim­
pieza moral es asombrosa.
De manera que en este aspecto de la locuacidad y de la
abundancia de reflexiones, también lo que pueda haber de
artificioso no pasa de ser un recurso de buena ley, porque au­
menta cualidades típicas del paisano conforme a su idiosincra­
sia moral y verbal, puesto en trance de exponer sucesos de su
vida. Lo que no debe significar una indulgencia plenaria para
aquellas contadas estrofas de afectado primor en el elogio de
la mujer, que son las únicas notas falsas de un canto modulado
con admirable naturalidad.
El cuidado que ha tenido Rodolfo Senet en estudiar si los
dichos y expresiones camperas del Martín Fierro corresponden
o no a la realidad es desacertado. No se trata de saber si las
cigüeñas pichones cuidan de los padres viejos, sino que si dice
eso es porque tal es la creencia popular. Muchos refranes y
dichos son en este sentido científico inexactos, pero corren como
moneda legal en el beneplácito de las generaciones.
Puede resultar que no sea sólo la hembra de la urraca la
que habla, o que el macá no críe a los hijos bajo el ala, o que
el décimo huevo de la gallina no sea el mas grande; todo eso
¿qué importa? Son formas tradicionales de decir, creencias que
no necesitan prueba. De ellas está plagada la ingenua creduli­
dad del paisano: desde la luz mala a la putrefacción de la
carne por los relámpagos, desde mil supersticiones y leyendas
hasta lo que en lenguaje cotidiano va arrastrándose del oído
a la boca. También han resultado falsos muchos axiomas de
las ciencias exactas.
En cambio, hay dos clases de exactitudes dignas de nota
RECUERDO Y REMEMBRANZA 353
en el Poema. Lo que se refiere al ambiente del campo argen­
tino, casi siempre a sus cosas, y el acierto en la expresión: en
decir, cabalmente, lo que el Autor quiere reflejar sin dudas
ni anfibologías.

. RECUERDO Y REMEMBRANZA
Si distinguiésemos, para fijar los conceptos, entre recordar,
como evocación, y rememorar, como reconstrucción mnémica,
podríamos decir que Martín Fierro recuerda con intensa emo­
ción y rememora con fiel nitidez. Hechos y circunstancias
vuelven a su mente cargados de vivencias, enriquecidos por
el tiempo, y la memoria reproduce los detalles con exactitud
de alucinación. No obstante, en su evocación se pierde lo
realmente personal, facial, corporal, individual: el personaje
surge como un despojo en la revivificación para dar sostén al
hecho con todos sus detalles. Así ocurre en el sueño. El re­
cuerdo surge de una masa imprecisa pero vigorosa, que con­
tiene los materiales emotivos, y de ellos la memoria escoge
como un foco luminoso o como una lupa que se aplicara a
destacar los relieves y contornos más interesantes. Lo demás
se funda en la tiniebla. Todas las características del sueño se
hallan en la concepción de la Obra de Hernández, y esto es,
en lo literario, uno de sus más extraordinarios valores. Hechos
y circunstancias reviven sin formas concretas: ni lugares, ni
nombres, ni fechas, ni aspectos, ni rostros; pero sí el estado
de ánimo en cada situación y los detalles de lo dinámico tan
lúcidos que proyectan su luz al resto del cuadro. Adviértase
el poder fascinante de la palabra, cuando esos personajes,
como el Negro y el Compadre, acusan su presencia por lo que
dicen. Es una técnica que podría significar una limitación si
no se observara siempre y si no alcanzara vigor tan enorme.
Ascasubi recuerda como quien está viendo de nuevo: enu­
mera, especifica, denomina, describe, coloca el acontecer en
serie y lo desarrolla en lo temporal y en lo espacial. Sus re­
cuerdos vienen a él ordenadamente y se sitúan, como una vi­
sión, en el primer plano. En Hernández nunca traspasan el
umbral que separa el antes del ahora; nunca se dan'enteros
354 LOS VALORES
y totales en la memoria, sino que permanecen en su sombra
y en su caos, adonde va a encontrarlos un foco de luz que ex­
plora y se detiene, o pasa sobre el cúmulo de ese depósito
nocturno.
Además, para esa evocación Hernández ha tenido cuidado
de despojar a sus remembranzas de todo elemento intelectual,
polarizándolo en lo reflexivo. La inteligencia no tiene parte
en la comprensión del texto. Esta se opera en regiones más
lejanas y hondas en que la mantienen la tosquedad y senci­
llez del lenguaje. Algo similar a lo que con penosa lucidez
ha expresado Péguy en Nuestra juventud:
No se trata tan sólo de una ilusión intelectual general, por así decirlo,
que consiste en sustituir en los sucesos históricos la formación intelectual
por la formación orgánica, sino, muy particularmente, de aquella ilusión
de óptica histórica intelectual que consiste en referir el presente al pasa­
do, lo ulterior a lo anterior; ilusión, por así decirlo, a la vez técnica y
orgánica, quiero decir: ilusión orgánica de lo intelectual. Se trata de una
ilusión en perspectiva, o más bien de una sustitución total de la pers­
pectiva al espesor, a la profundidad; de un intento de sustitución total
de la mirada de perspectiva, de dos dimensiones, al conocimiento de la
verdadera realidad hecha en tres dimensiones. . .
También por esa forma de recordar, que siempre deja en
la tiniebla el corpus de su evocación, su obra toma un carác­
ter nocturno, con la inquietante implenitud de los sueños. No
se esfuerza por recordar —como tampoco lo hace el que sueña—,
sino que el recuerdo brota con su fuerza, salta de lo que ya
no es a lo que quiere ser de nuevo. Salta con fragmentos suel­
tos, con los que es posible reconstruir, no una visión repetida,
sino una situación íntima revivida. Todo lo que no surge, sino
que permanece en el olvido, es artificialmente recompuesto por
la imaginación del lector, por esa virtud de reestructuración
de las totalidades que se da en la biología. Pues lo que se
evoca como acaecido en los relatos queda siempre en un se­
gundo plano, en razón de que el primero lo ocupa el cantor;
y aquello que permanece en el olvido ocuparía el fondo de
aquel segundo plano, tras lo recordado, pero no como fal­
lante, inexistente. Presiona desde fuera para dar mayor re­
lieve a lo evocado. Y todavía hay más: todas las reflexiones
han de ubicarse en ese fondo, pues ninguna alude a una per­
RECUERDO Y REMEMBRANZA 355
sona o hecho concreto y, sin embargo, quejas y opiniones son
la tela de donde se recorta el argumento. Porque, efectiva­
mente, entre las quejas y las reflexiones y los hechos biográ­
ficos no hay congruencia, puesto que aquéllas no son un co­
rolario de éstos, sino que los hechos son ilustraciones gráficas
y accesorias de aquel fondo impreciso en que está lo sustancial.
Así el lector colabora, se convierte en un reestructurador
biológico y concluye por identificar ese proceso imaginativo
con una personal evocación de su propia vida. Todo paisano
que escuchaba leer el Martín Fierro comprendía que, con el
complicado y absurdo simbolismo del sueño, recapitulaba su
propia existencia. Y así la obra "perduraba en el corazón de
sus paisanos”, desgastándose en sus propios perfiles para ser
absorbida como una obra de nadie, anónima, que a todos per­
tenecía como un bien carismático.
Los elementos concretos en la evocación de Martín Fierro
están siempre adheridos a su persona, a su vida; pero de ellos
selecciona para entregar al oyente sólo algunos datos concretos.
Los elementos abstractos están latentes siempre y el paso de
unos a otros se opera sin brusquedad. Esto es perceptible en
el cambio frecuente de tesitura, con que el cantor salta de lo
general y filosófico o doliente a lo biográfico. Si el Autor
se hubiese propuesto contar lo que está ocurriendo, no se le
podría perdonar la omisión de detalles y circunstancias im­
portantes. El carácter fragmentario de la Obra sería un de­
fecto capital. Pues lo que omite (datos concretos de la vida
del campo, detalles de los personajes que conviven con él, de
su misma existencia familiar) es precisamente lo que configu­
raría una historia. En cambio, en seguida se percibe —aunque
no se realice— que Martín Fierro, más que a extraer datos per­
sonales de un recuerdo informe, tiende a desvanecer en lo
genérico, en la abstracto, lo que se acusa en su memoria con
perfiles muy nítidos. Transfiere así al lector lo que le es
propio. Y si de un preludio o una elegía arranca neto un
episodio con detalles precisos, el episodio se oscurece de pronto,
o gradualmente, hasta fundirse con sus consideraciones sobre
las cosas del mundo, o en sus sentimientos no menos impre­
cisos.
De esos recuerdos que extrae son abstractos también cuan­
356 LOS VALORES
tos se relacionan con su pasada felicidad: alude a ellos sim­
plemente. La felicidad es no solo un bien perdido, sino de
ningún valor a su juicio y a juicio de los circunstantes. Esto
da una nota pesimista, pero al fin y al cabo es la tónica de
toda historia que se recuerda, pues la literatura es la historia
de las desdichas humanas más que de su felicidad. Sea, pues,
realismo; mas también es pesimismo, cuando la intención,
como en el Martín Fierro, es destacar los sufrimientos y re­
cortar de sí una figura sufriente, objeto de la crueldad de un
destino.
LO PROPIO Y LO COMUN
Es notable que entre los detalles de la pasada vida ■feliz,
Martín Fierro evoque únicamente pormenorizada la vida del
trabajador en la estancia, donde él aparece como uno de tan­
tos otros, disfrutando en un ejercicio que se entiende que es­
taba en la índole del paisano, quien satisfacía, más que la ne­
cesidad de ganarse el sustento, una necesidad de acción y de
juego. Es curioso este aspecto elusivo en los recuerdos del pro­
tagonista. Cuando esperábamos que dijera algo de su hogar,
su mujer y sus hijos, se pone a contar lo que ocurría en las es­
tancias donde él también había trabajado como peón. La mu­
jer que de ahí habla, “dormida bajo el poncho”, no era la su:
ya. Nos habla de lo que a otros pudo acontecerles, ayuntados
y sin hijos. De modo que si se refiere a sí mismo, en particu­
lar, escogió del pasado la época anterior a su matrimonio, la
época en que no tenía bienes propios, sino sólo su jornal. No
coincide lo. que nos cuenta con lo que había enunciado antes,
ni con lo que le dice a Cruz en pocas palabras, y que coloca
otra vez la figura de Martín Fierro en el marco en que nos lo
representamos: Antes de cáir al servicio Tenía familia y ha­
cienda. .. (1681-2).
Lo que sentimos que le falta a su relato, ¿no es lo que cuen­
ta Cruz? ¿No ha facilitado Martín Fierro a Cruz de su propia
vida lo que debía él contarnos? Lo cierto es que si Hernández
desglosó ese pasaje, para librar a M artín Fierro de una con­
ducta reprochable, no pensó que su héroe quedaba hueco, sin
esa historia familiar, y que era indispensable elaborar para él
LO PROITO Y LO COMÚN 357
otros acontecimientos sustitutivos. Prefirió, acaso por incuria,
dejar ese vacío en el Poema, y hoy recobra (como cuanto olvi­
dó) inesperado interés. Si se examina bien el texto, los hechos
de su vida deben ser puestos entre paréntesis: arreo, vida en el
fortín, pérdida del hogar, vida de matrero, crímenes, encuen­
tro con Cruz, pues son objetivos y no agregan nada a esa bio­
grafía sucinta que le confiesa a Cruz en doce versos.
De su niñez abandonada, de huérfano, basta consignar esa
circunstancia, pues el lector comprende que se trata de una si­
tuación común, bien conocida, acaso por propia similitud, de
los oyentes del cantor. La falta de detalles justamente condi­
ciona un modo de existir, una personalidad numerosa. Sabe­
mos, además, por el carácter y la manera de comprender las co­
sas, que su niñez ha dejado una huella profunda en él. Pero
lo curioso es que Martín Fierro no extrae de su propia vidá
elementos personales, como para que podamos decir al final
del Poema que nos ha hecho una confesión: se ha limitado a
narrar algunos episodios interesantes como hechos, de ningu­
na manera significativos de una personalidad que se moldeá
conforme a las adversidades. Toda su aventura en la frontera
la diluye en la masa de los soldados, pues a todos rige el mis­
mo destino. Su biografía es allí una biografía colectiva, aun­
que le hayan ocurrido percances que lo destacan de los de­
más. El sino que preside su suerte es el mismo que el de to­
dos. Esa es la vida del soldado en la frontera, es el relato de lo
que acontece en un fortín, tal como lo da cualquier crónica,
con la única diferencia de que está presentado por uno de los
actores. Pero su biografía personal, su ser propio, comienza en
el Canto VI, después de comprobar la pérdida de su familia,
hogar y bienes, y al decidir entregarse a la vida de matrero. Con
el episodio del baile no solamente toma la iniciativa en su bio­
grafía, asume el papel de actor que provoca los acontecimien­
tos, sino que empieza a vivir su vida. Hasta entonces lo perso­
nal se disolvía en lo común, en lo general, en la existencia del
paisano, de uno cualquiera en el campo. Era un exponente de
las fuerzas ambientes. Ahora, al provocar al Negro, procede co­
mo un ser responsable de sus actos. Y el recuerdo es una ac­
ción presente.
Pero esos actos de los cuales es responsable — ese crimen,
358 LOS VALORES
como su decisión de no buscar y recuperar a su mujer y a sus
hijos, la partida al Desierto, que compromete el destino de su
camarada — no tienen el mismo tono moral de los otros. Cuan­
do Martín Fierro se ve arrastrado por su destino, tiene mayor
estatura, firmeza, grandeza; cuando es él quien decide, cae en la
injusticia, en la renuncia, en una conducta verdaderamente
culpable a los ojos de la gente de pro. Martín Fierro es gran­
de cuando actúa bajo la influencia de lo que él mismo deno­
mina su destino, y que, en último análisis, es su situación des­
valida en el seno de una sociedad desorganizada, cuyo proceso
de desorganización lo arrastra como a una hoja seca el río.
En la Segunda Parte es la pelea con el Indio, en defensa de
la Cautiva, único episodio en que, dependiendo el acontecimien­
to de su actitud, de su voluntad, de sí mismo, alcanza la talla
humana que le daban los hechos inevitables.
Si se compara lo que Martín Fierro cuenta de lo privado de
su vida con lo que cuenta Cruz, éste nos da elementos autobio­
gráficos muy superiores a los de él. Martín Fierro no dice ja­
más nada que le pertenezca, como Cruz. La vida que expone
de sí es la que podría encontrarse en cualquier prontuario de
policía. No es absurdo, pues, que Tiscornia y Senet hayan que­
rido ver en ambos personajes personas reales, y que un prontua­
rio policial equivaliese, hecho por tercera persona, a lo que ha
contado Martín Fierro. Es por lo menos significativo que am­
bos críticos — y Leumann — hayan creído que la biografía de
Martín Fierro podría estar documentada, es decir, carecer de
interés vivo, propio, íntimo. Sería posible que se hallara su
prontuario o el de alguien que coincidiese con el Poema, pero
sería mucho más difícil que se hallara un prontuario en que
estuviera la historia de Cruz. Esta es más privada, más suya, más
llena de esos elementos que el escribiente de policía no debe
tomar en cuenta. ¿Qué otra cosa, si no la pelea con el Indio, en
cuanto responde a un ímpetu generoso, humanitario, hay en la
vida de Fierro que no pueda haber servido de elemento infor­
mativo del comisario al superior? De lo suyo, de lo personal,
sólo ha dejado quejas y reflexiones, pero nada concreto. En es­
te sentido de la impersonalidad de la vida contada, el Hijo Se­
gundo está en la misma postura del padre: no entrega ningún
dato biográfico, sino psicológico.
LO PROPIO Y LO COMÚN 359
En el momento de encontrar a sus hijos, Martín Fierro vuel­
ve a perder su personalidad, pero ahora porque su contenido
biográfico y humano está agotado. El episodio de la Payada
debe considerarse una exhibición de sus cualidades de cantor,
que no había demostrado, quedando hasta ese momento reco­
nocidas bajo la fe de su palabra y por el ejemplo de su relato.
Agrega un dato más a su carácter, a su persona, otra vez a su
psicología, pero nada a su biografía. '
Otro factor que contribuye a que completemos una vida pro­
pia en los relatos de Martín Fierro es la forma detallada en que
muchos de ellos se exponen. La importancia que los hechos ad­
quieren está en el estilo de contar, en las inflexiones del habla,
no en los hechos mismos. Como material biográfico, los de Cruz
siguen siendo de mayor enjundia. Aunque Cruz es detallista
también (adviértase que su confesión llega a lo cínico), y ex­
pone detalladamente no sólo el hecho, sino su significado mo­
ral. En los relatos de Cruz hay la historia y la parte íntima; en
cambio, en los de Fierro sólo su estado de ánimo. No lo com­
prometen para un juicio ético, porque no narra hechos signi­
ficativos de su actitud ante la vida, de su conducta básica, sino
acontecimientos exteriores aun a su propia alma, cosas que ocu­
rren en el plano del acontecer humano y no en el plano de las
actitudes vitales. Lo que Cruz cuenta es una confidencia, lo
que cuenta M artín Fierro es un hecho; Cruz evoca con los he­
chos su vida, su naturaleza humana, su condición, y por eso
sentimos hacia él una inevitable repulsión. En cambio, Martín
Fierro no evoca, sino que recuerda, detalla y enumera objeti­
vamente, otra vez en el arte del narrador, pero nunca en la en­
trega sin reservas de Cruz.
Todo esto es más claro si se recuerda que Martín Fierro dice
a Cruz su vida en dos estrofas, con suma reserva, mientras que
Cruz se lanza impúdicamente a la confesión, en el tono de quien
cuenta su vida ante muchas personas, pero sin el pathos cordial
de una confidencia entre amigos alejados de otras gentes.
360 LOS VALORES

SENSIBILIDAD
Uno de los rasgos psicológicos mejor observados y manteni­
dos a lo largo de todo el Poema es la complicada sensibilidad
del gaucho, o su complicada insensibilidad. Los personajes ale­
gan sentimientos piadosos, compasivos, tiernos, de solidaridad;
pero sus actos, y la apreciación que de ellos hacen una vez con­
sumados, nos dan un cuadro emotivo de notas sumamente' pri­
marias. Inclusive la palabra pasión, de acepción tan elástica
cuando se aplica a sentimientos vehementes y poderosos, pare­
ce inadecuada para caracterizar un modo de ser reflexivo y frío,
una conducta mesurada y egoísta, aunque en raptos de cólera
o de exaltación pueda conducir al crimen. No hay, entre la ex­
tremada reserva y el ímpetu agresivo, gradaciones ni matices;
en un movimiento pendular, los personajes van de un límite a
otro y jamás pierden el dominio de sí ni la conciencia clarivi­
dente de la situación. Martín Fierro razona y analiza objetiva­
mente, como si contemplara con curiosidad un espectáculo del
que no quiere perder detalle, sus peleas. Es en estos abundan­
tes lances donde emplea una jactancia insolente y un humoris­
mo sarcástico. Toda la escena de su combate con la partida es
relatada con el énfasis del compadre que hace gala de su supe­
rioridad, y hasta el epílogo, al juntar los cadáveres y arrodillar^
se para rezar, tiene ese mismo sabor amargo del escarnio.
Si se enumeran los sentimientos más naturales en el hom­
bre civilizado, comenzando por el sentido irracional de la soli­
daridad social y concluyendo por cualquier gesto de altruismo
o de compasión, tendríamos que convenir en que no se los en­
cuentra en ningún personaje. Más bien se destacan los senti­
mientos negativos, especialmente la crueldad, que en el Indio
asume magnitudes bestiales, y que ocasiona el plañir de todos
por los malos tratos que reciben, sin que sepamos que jamás se
les deba una acción generosa y magnánima. Se ha de exceptuar,
como siempre que se trate de afirmaciones categóricas que nie­
gan cualidades filantrópicas y de simpatía, la pelea con el In­
dio. Pero aún ahí volvemos a encontrar la insensibilidad de
Martín Fierro, como de todos los demás, para la m uerte. La
congoja desesperante que nos refiere el Protagonista al perder
SENSIBILIDAD 3GI
a su compañero Cruz, es acaso la única nota de emoción verda­
dera en toda la Obra; aunque la insistencia en lo patético roce,
con su hipérbole, lo declamatorio. En el examen de la psicolo­
gía de M artín Fierro se señala el episodio de la muerte de Cruz,
desde el contagio hasta la sepultura, como de un pathos nuevo
en la economía del Poema, y es enorme la diferencia de este pa­
saje con el informe, igualmente aderezado de frases protocola­
res, de la muerte de su mujer en el hospital.
Sin entrar al estudio de esta fase enigmática de la psicología
del paisano de nuestras llanuras, que sorprendió como maraña
impenetrable a los Viajeros Ingleses, que en sus novelas y cuen­
tos procuró Hudson insinuar, y que Sarmiento, López, Juan
Agustín García, Ramos Mejía y Bunge creyeron poder esbozar,
ha de señalarse que la insensibilidad del antiguo gaucho y del
actual campesino es una coraza de defensa que ha terminado
adhiriéndosele al cuerpo. Mas no deja de ser lo que podríamos
llamar una segunda naturaleza de adaptación al medio, pues le
permite conservar, muy recónditamente, una receptividad emo­
cional muy viva. No ha muerto en él esa discutida pero inne­
gable condición humana de abnegación y hasta de sacrificio en
pro del bien ajeno; está blindada, separada del contacto vivo
y cálido con los otros seres por un complicado aparejo de hábi­
tos y de experiencias que lo mantienen vigilante y prevenido.
Con respecto a la insensibilidad para la muerte, que todos ellos
proclaman en la descripción de los crímenes y las muertes vio­
lentas, entre las que se han de comprender las de Vizcacha y
de los variolosos, Sarmiento, García y Ramos Mejía han perci­
bido que se relaciona estrechamente con las tareas habituales
de los peones de las estancias y de los saladeros. La práctica co­
tidiana de desjarretar y degollar centenares de reses por día dio
al gaucho que se incorporó a la mazorca de Rosas y a las mon­
toneras una indiferencia idéntica a la profesional en la degolla­
ción y castración de los enemigos. Lo observó también el gene­
ral Paz en sus Memorias, y El Matadero, de Echeverría, y la
Amalia, de Mármol, recogen esa'tétrica sugestión. El paisano
era más sensible ante cualquier desdicha que ante la muerte,
que para él era un final lógico y definitivo de toda existencia,
creyera vagamente o no en la sobrevivencia del alma. Esta su­
perstición, que según Kroeber estaba difundida en todas las ra­
362 LOS VALORES
zas autóctonas de América, funcionaba independientemente de
las pautas de conducta, como lo refleja Hernández con estricta
veracidad. Y un detalle, no solo efectista, sino que revela cierta
voluptuosidad en sentir la agonía y la muerte a lo largo del bra­
zo que empuña el cuchillo, se repite en la proeza de levantar el
cuerpo de la víctima y mantenerlo en alto hasta que ha que­
dado exánime. Todos los crímenes que comete M artín Fierra
se epilogan con un alarde de fuerza y una mueca de desprecio;
orgullo de matarife que encuentra su tarea demasiado fácil y,
sobre todo, divertida, como observaron con asombro los ingle­
ses que asistían a los mataderos. La concomitancia que se esta­
blezca secreta e inevitablemente entre el oficio de sacrificar re-
ses y un pliegue profundo de la psicología colectiva es tema que
hemos desdeñado tratar como habitantes de un país pecuario;
¿y a quién, si no es un ironista paradójico, se le pueden ocurrir
esas relaciones? Por ejemplo, a Bernard Shaw, quien dijo que
“mientras los hombres torturen y maten a los animales para
comerse la carne, tendremos guerras”. Y comenta esa paradoja,
que ningún carnívoro de cepa puede entender, Isidora Duncan,
con estas palabras:
Creo que todas las personas sanas y razonantes serán de su opinión. . .
Algunas veces, durante la guerra, cuando oía los gritos de los heridos,-
pensaba en los gritos de los animales en el matadero, y pensaba que así
como nosotros torturábamos a aquellas pobres criaturas indefensas, asi
los dioses nos torturaban a nosotros. ¿Quién ama esa cosa terrible que
es la guerra? Probablemente los que se alimentan con carne, los cuales,
habiendo matado, sienten la necesidad de matar, de matar pájaros y
animales, de matar a los tiernos venados heridos y de cazar zorras. El
carnicero, con su mandil ensangrentado, incita a la efusión de sangre, al
asesinato. ¿Por qué no? De la estrangulación de un cordero a la de nuestros
hermanos y hermanas no hay más que un paso. Mientras sirvamos noso­
tros mismos de sepulcros vivientes de animales asesinados, ¿cómo podremos
esperar condiciones ideales en la tierra? (en M i vida, cap. xxvm).
De esta digresión sobre la indiferencia del paisano matador
de reses ante la muerte del ser humano, podríamos deslizamos
al tema de la educación de la sensibilidad por los ejemplos y
por el tipo de actividades consuetudinarias, si lo que ejecuta la
mano influye sobre lo que se piensa y a su vez el pensamiento
general sobre lo que se hace. Un agravante acaso pueda ser que
esas formas se organicen al servicio de la riqueza y de los ade.^
SENTIMIENTO RELIGIOSO Y PATRIOTISMO 363
laníos materiales de un país. Para nosotros ya ha pasado la épo­
ca de la matanza bárbara a pleno campo, o dentro de corrales
en que se desjarretaba y degollaba como en la llanura sin alam­
brados. Lo dice Hernández, en la Introducción a la Instrucción
del, estanciero : “Hoy la industria pastoril representa también
civilización, empleo de medios científicos, inteligencia esmera­
da, y en nuestra época el estado de cultura industrial de una so­
ciedad se prueba lo mismo por una obra de arte, por una má­
quina, por un tejido o por un vellón”.
Chicago.. . .

SENTIM IENTO RELIGIOSO Y PATRIOTISM O


El Poema circunscribe un trozo del mundo con sus persona­
jes y sus cosas. Barruntamos la ilimitación del campo y la mu­
chedumbre en las poblaciones distantes, sin que ese trozo del
mundo esté en contacto con ella ni se dilate más allá de los es­
trechos límites de la acción. Y como las acciones son individua­
les, ceñidamente individuales, se experimenta una opresión de
encierro y la necesidad de que algo acontezca en un área ex­
tensa. Pero no ocurre nunca que necesitemos mirar a lo lejos;
y las contadas veces que M artín Fierro abarca con su mirada un
abierto horizonte o el cielo, es en un instante para volver a su
limitado mundo. Quizá la expansión mayor se produzca en la
dimensión del tiempo, hacia los recuerdos. Todo está adherido
a la tierra y los pensamientos no sobrepasan el perímetro de la
acción, de los seres y las cosas inmediatas. Cerrada está la pers­
pectiva de tiempo y de espacio hacia adelante, y como no existe
la descripción de paisaje, cualquier desplazamiento de las figu­
ras — como la partida de M artín Fierro y Cruz al Desierto, o la
despedida final — nos sobrecoge como una aventura hacia lo
inexplorado y lo desconocido.
Sería infructuosa la búsqueda de ideas o sentimientos de lar­
go alcance o de larga duración. Lo indeterminado hace las ve­
ces de lo abstracto, y con frecuencia los infinitivos están sus­
tantivados. Hasta el vocabulario de los narradores se compone
de voces que designan objetos comunes y acciones manuales.
El único momento en que uno de los personajes levanta la mi­
364 LOS VALORES
rada para abarcar conceptos superiores al pensar corriente, es
cuando Martín Fierro, al final de la Ida, parafrasea el solilo­
quio de Segismundo. Se comparan los bienes que Dios distri­
buyó equitativamente entre los hombres y los demás seres de
la naturaleza. Aparte de que ese magnífico discurso es palmaria
glosa, no concierta con el tono espiritual de otras situaciones, ni
con la ausencia de toda creencia religiosa en él y en los demás.
Acaso sea el Hijo Mayor el único que, por la intensidad de sus
infortunios, acuse alguna inquietud a este respecto. Las frases
que emplea Martín Fierro están dentro del habla popular, que
alude a la Providencia, la Virgen y los santos sin que ello pase
de ser un lugar común de la conversación. Es verdad que en
trances difíciles, como en la pelea con la partida, o en el Pre­
ámbulo de cada Parte, Martín Fierro acude al auxilio de per­
sonas sobrenaturales; pero, lo mismo que su intención de en­
terrar al Negro en tierra sagrada para que no pene su alma, no
trasciende de un vago y universal sentimiento supersticioso que
se estimula en la desgracia. Además, faltaría establecer hasta
dónde en la casi totalidad de los casos esa apelación al auxilio
divino juega un cometido circunstancial y convencional. En la
Carta-Prólogo de la Ida, Hernández se refiere a la superstición
del gaucho y a sus preocupaciones de ese tipo como “nacidas y
fomentadas por su misma ignorancia”. ¿Cómo interpretar el
arranque de atrición de Martín Fierro, cuando después de ha­
ber dado muerte a numerosos agentes de policía, se hinca para
pedir a Dios perdón “por el delito” y para rezar por ellos? El
final de esa escena le da un sabor de humorismo, como si de­
biera entenderse más bien en tono de burla: Yo junté las osa­
mentas, Me hinqué y les reté un bendito , Hice una cruz de un
palito Y pedí a mi Dios clemente Me perdonara el delito Dé
haber muerto tanta gente. Dejamos amontonaos A los pobres
que murieron, No sé si los recojieron Porque nos fimos a un
rancho, O si tal vez los caranchos Ay nomás se los comieron
(1645-56).
No obstante, es sensible que en la Vuelta los sentimientos
piadosos de Martín Fierro tienen mayor sinceridad, y que no
profiere ya frases como aquella de la Ida, de que “cuando uno
está perdido no lo salvan ni los santos”. En la Vuelta solamen­
SENTIMIENTO RELIGIOSO Y PATRIOTISMO 365
te Vizcacha es un impío y blasfemo que es abominado por el
Hijo Segundo como un endemoniado.
El sentim iento.correlativo a la superstición en la psicología
del hombre inculto es el patriotismo, que forma un sentimien­
to indisoluble con él. Pero en el Poema ese sentimiento no exis­
te en absoluto. Este es otro rasgo distintivo del Poema, con to­
dos los demás de su género. Ninguno de los personajes tiene
conciencia del país en que ha nacido como unidad espiritual,
Nación, Estado o raza. Unicamente, encontramos en Martín
Fierro que, al regresar del Desierto, dice que pisó “la tierra
bendita”, pero la considera así sólo porque ya no la devasta el
salvaje. Sobre el pasado, las glorias militares o el heroísmo, que
son los sustentáculos del patriotismo criollo, no se dice una pa­
labra, ni se expresan, ideas que a ellos se refieran. Al contrario,
Picardía expresa que el gaucho sólo es argentino para que lo
hagan matar. Esta injuriosa declaración es inusitada, y sin du­
da quedó subsistente al utilizar el relato, escrito en tiempo de
la guerra con el Paraguay (antes de 1870). Esta falta de senti­
mientos patrióticos en el paisano responde a una modalidad
efectiva en él.
Acerca del sentimiento religioso en su íntima relación con
otros y su hibridación y bastardía recíproca, escribió Vicente
F. López (en Historia de la República Argentina, III, 3):
El gaucho era en el fondo un ser completamente descreído. Su religión
era un deísmo sui géneris que se reducía a figurar una cruz con los dedos, o
a besar el escapulario que llevaba al pecho en los momentos difíciles de la
vid a ... Por lo demás, el fraile más relajado, el apóstata más notorio,
eran los bienvenidos al campamento del caudillo si traían bastantes pa­
siones y algún talento con que servir las miras de su política. Siendo así,
no les estaba prohibido tampoco hacer un ludibrio indigno de las formas
religiosas, ni venderlas servilmente a los intereses mundanos del momento,
sin sistema ni cohesión con los principios o con los dogmas. Tal era el
catolicismo que había civilizado nuestros campos, como dicen.
Joaquín V. González expresa (en La tradición nacional, II)-
La religión era en las sociedades americanas una idea inseparable de la
monarquía, bajo cuyo poder se difundió, y sus reyes, emanados de la
Voluntad divina, llevaban la aureola sagrada de su celeste investidura...
No obstante, dentro de la corteza bruta de esas gentes, existían dos senti­
mientos hermanados de una manera singular y que tenían su origen en
366 LOS VALORES
la tradición y en la tierra misma: el sentimiento de la religión y de la
patria; pero uno y otro, arraigados profundamente en sus espíritus in­
formes, revestían las formas más originales y dignas del estudio filosófico.
La religión de ese gaucho degenerado consistía en una idea vaga de los
principios que animan la creencia, pero si arraigaban en su alma con
fuerza las supersticiones estúpidas desgarradas por el alejamiento de los
centros cultos. Dominando en ellos el instinto más que la inteligencia, la
pasión más que el raciocinio, su religión era en verdad su rencor o su
ambición, y las creencias sólo ocupaban su cerebro como una reminis­
cencia de las pasadas prácticas, que aun en el ejército de Belgrano se
usaban con una estrictez bien rigurosa, que era de desear hubiera em­
pleado más en conservar la disciplina militar, para evitar la desmoralización
que comenzó a minar su ejército, y de que son una prueba los desastres
de Vilcapugio, Ayouma y Sipe-Sipe__ Pero no sucedió lo mismo con la
noción de la patria que cada uno de nuestros gauchos llevaba encarnada
en su ser. Aunque reducida a la fórmula primitiva, y animada con el
fuego de su naturaleza semisalvaje, ella comprendía todos los recuerdos,
los sentimientos, las glorias, los ideales que aún no se habían borrado
de la m em oria... Todos sus alzamientos y rebeliones, sus bárbaras exac­
ciones y sus invasiones feroces, iban dirigidos contra lo que ellos lla­
maron los enemigos de la patria, y aunque algunos de suscaudillos
tuvieron intenciones perversas e intenciones criminales, la masa que obe­
decía sus sugestiones malditas no veía sino la razón aparente que ellos
ponían ante sus ojos con todo el calor de la verdad...
En el Poema ninguno de los personajes alude a hechos de
guerra ni de proselitismo político, y la historia del país se des­
conoce. Pertenece a una época y a una región a las que no han
llegado esas agitaciones, sino los desperdicios de aquellos sen­
timientos, pervertidos por lo general, pero que creaban en los
individuos la conciencia de pertenecer a una comunidad social
y a un territorio nacional. Tanto Martín Fierro como Cruz y
Picardía sólo sienten que son ciudadanos por los daños que les
resultan de esa condición. Picardía vitupera a los malos patrio­
tas, que son los mismos malos políticos, y en ninguno de ellos
hay ni siquiera la forma más elemental y sana del patriotismo,
que es el amor a las cosas y a la tierra en que se ha nacido.

SENTIMIENTOS ABSTRACTOS
Lo a n t i c u l t o . En lo que entendemos por poesía culta está
implícito lo ambiental poético. Los poemas gauchescos van no
sólo contra las formas cultas, sino contra el contenido culto. Ese
SENTIMIENTOS ABSTRACTOS 367
contenido culto — desde La cautiva a toda la poesía corriente en
cenáculos — era lo romántico. Es una oposición contra lo román­
tico, en su fraseología, en su léxico, en su postura para expresar
y sentir. Lo romántico era ya un pathos forastero. Los innova­
dores no pensaron que era preciso adoptar un mundo nuevo,
completo, un orbe concluso, y que de él había de ser excluido
no solamente lo culto en sus formas, sino en su sensibilidad. En
una palabra, el realismo de cosas: las cosas informando, condi­
cionando ideas, sentires y palabras.
Dudar de la posibilidad de obtener grandes efectos poéticos
por ese camino era dudar de la fuerza vivencial de toda reali­
dad y afirmar tácitamente que la poesía — como lo expresó Mi­
tre — no existe sino en la elaboración artística del poeta. Que­
daba desechada precisamente esa otra fuerza poética que radica
en las cosas mismas, y que da lugar, si no a la poesía lírica, sí
al drama, a la novela y aun al cuento que se dice, si el asunto
es trasplantado con esmero, sin desmembrarlo. Así lo ha de­
mostrado, para nuestras cosas, Hudson. La grandeza de Hudson
está, naturalmente, en su arte exquisito de contar; pero ésa se­
ría una habilidad trivial si no recibiera su fuerza de la integri­
dad y cualidad viva que ha conservado en el trasplante del he­
cho real al hecho literario.
En general, existe este equívoco: que una forma elevada, un
gran estilo literario sólo puede nacer de un tema, de un mate­
rial vivo de alta categoría. Es decir, que el estilo es el tratamien­
to adecuado de un asunto. De ahí que temas baladíes se enga­
lanen, como si de ellos mismos surgiera su dignidad, por el es­
tilo. Al tema ordinario, de la realidad cotidiana, parecería que
ha de corresponderle un estilo ordinario — no solamente de de­
cir, sino de elaborar —. Pero cuando un gran artista, un poeta
verdadero, se pone a trabajar sobre esos humildes temas, puede
elevarlo hasta que no haya diferencias de sangre entre el hecho
de altura y el hecho de bajeza. Ya no nos es comprensible la
aversión que despertó Hugo al componer un poema titulado
“El sapo”, como tampoco comprendemos el disgusto y hasta la
repugnancia que suscitaron algunos poemas de Baudelaire y de
Rimbaud. Pero aunque por nuestra mayor cultura en esta ma­
teria no comprendamos tal repugnancia, en nosotros subsiste,
como vestigio de una mala educación literaria y artística — aca­
368 LOS VALORES
so religiosa —, el desdén por lo inferior. Todo artista es, hasta
que se purga de impurezas, un aristócrata que cree que la Na­
turaleza está ordenada conforme a estamentos y jerarquías in­
manentes en las cosas. Lo gauchesco era la defensa del mundo
de la realidad como un orbe poético, capaz de suscitar poesía.
Entre los elementos de la voluntaria inferiorización del te­
ma y la técnica por Hernández (sexteta con un verso libre y oca­
sionalmente dos; declinación hacia la asonante) está la inten­
ción anticulta del poeta. No era él, en persona, así. Gustaba de
las amistades de gentes capaces e instruidas; vivía entre perio­
distas, y aunque la vida del cuartel le hubiese instilado gustos
groseros e ideas superficiales, sentimientos torpes y palabras im­
propias, cuando escribía versos pecaba de exceso de purismo.
Hemos visto que usaba indistintamente la segunda persona del
singular o la segunda del plural, en tratamiento de respeto. La
tendencia en Hernández era, más bien, a levantar la mira, a su­
perarse, esmerándose. Lo anticulto está, en principio, en la elec­
ción del asunto y en el género; lo gauchesco tenía sobre sí el es­
tigma de lo tosco y zafio. Ese fue un acierto, evidente después
de La cautiva.
Pero hay más, en la Obra: hay lo anticulto voluntario, el
desdén por toda forma académica, canónica: hace la estrofa con
soltura inaudita, y no vacila en colocar un verso — dos veces —
con nueve sílabas, desliz que es el más incalificable de todos,
por afectar no sólo la mecánica del verso sino una norma, aca­
so la única, que respetó a lo largo de todo el Poema.
La voluntad de distanciar su Poema de los otros es más no­
toria que la diferencia entre su poesía y la de sus predecesores.
Ascasubi y Del Campo se limitan a usar una ortografía confor­
me a la prosodia del paisano; Hernández la modifica contra el
diccionario, con obstinación incomprensible. Lussich y los otros
eran más cuidadosos, y si empleaban una grafía caprichosa, la
mantenían luego, con lo que pasaba a categoría de autoridad.
Es visible también esta actitud en su desdén por lo urbano,
y hasta en la profética seguridad de su gloria, cuando dice que
no se lia de llover el rancho donde ese libro esté, o, más toda­
vía, cuando asegura que sus cantos han de durar más que las
cosas de que tratan, más que el Autor y que cuantos lo oigan.
Advierte al lector ingenuo que sus folletos en papel ordinario
SENTIMIENTOS ABSTRACTOS 369
habrían de vencer a toda esa literatura a la que hubiera aspi­
rado en vano, a todas las bibliotecas, en la lucha por la excelen­
cia. Tiene también asegurada la inmortalidad en el corazón de
los paisanos, lo que le interesa muchísimo más que la leyenda
al pie del busto de bronce. Su desdén por lo culto va, no con­
tra la cultura, sino precisamente contra nuestra legendaria in­
cultura disfrazada, contra nuestra aparente calidad de gentes
instruidas. Más que a los poetas gauchescos, sus rivales, más que
al verdadero saber, ataca esa falsedad que en las letras signifi­
caba lo mismo que el abuso de poder en los comandantes, jue­
ces, comisarios y demás ralea de corregidores, alcaldes y sargen­
tos. Lo anticulto, entonces, se convierte en él en culto, lo incul­
to en cultura, el ataque contra los individuos de facultad, bi­
blioteca y club, en crítica que demuestra con los hechos, con la
prueba del éxito y de la fama, la verdad de sus apotegmas. No
analizaba y demolía, sino que en bloque acusaba de perecedera
a esa literatura y esa cultura de las ciudades sin alma y de las
almas sin arquitectura.
En todo esto, que sigue una línea de conducta y doctrina con
su incredulidad en el progreso que traían por importación los
gobernantes que cerraban los ojos al país, tiene razón. Como la
tiene cuando defiende el caudillaje — no el caudillismo —; te­
ma equívoco. El caudillaje sólo es defendible en la relatividad
de los ideales, en lá comparación con la barbarie de uniforme
y de frac, de tonsura y de toga. Contra estas mistificaciones no
queda otro recurso que preferir lo menos malo, lo menos per­
nicioso y, en fin, lo más fácil de reformar. Esa incultura prote­
gida por sus garantías y sus diplomas, la incultura como progra­
ma oficial de educación y progreso espiritual, eso no tiene re­
medio ni hay Dios que lo muestre en lo que realmente signifi­
ca. Podremos estar predicando y escribiendo mil años; pertene­
ce a los males de los ojos que el enfermo no ve, a la imbecilidad
que afecta precisamente al órgano destinado a percibirla.
Hernández había sentido y observado la diferencia en los
valores humanos que existía entre el gaucho y el canalla de las
urbes; entre el paisano y el ciudadano; entre el hombre sin cul­
tivar y el hombre sin corromper. Al decidirse por los caudillos,
por los gauchos matreros contra los gobernantes constituciona­
les — con sus ingénitos fraudes — y los funcionarios de la jus­
370 LOS VALORES
ticia y el gobierno, elegía como hombre sano, aunque no tuvie­
ra suficientes luces para plantear a fondo la disyuntiva. Y por
eso dejó, al fin de su vida, que prevaleciese la ilusión de la cul­
tura contra su antiguo convencimiento de que habíamos cons­
truido sobre una vizcachera.
£11 lo literario, apenas es posible tomar en cuenta lo que
Oyuela y Toro y Gisbert han dicho del Martín Fierro. Ambos
— y hay otros — pusieron sus ojos en lo que nadie puede de­
fender, como tampoco el Autor lo pretendía. En sus cargos, gra­
mática y diccionario en mano, preceptiva y poética enarbola-
das, sus reproches son irrefutables. Pero la posición en que es­
tán, la estética que preconizan, los modelos y autoridades que
invocan, no tienen ningún valor. Pues ni siquiera tenían con­
ciencia de qué era poesía, qué idioma, qué valores literarios:
estaban en el siglo xvm y con la cabeza vuelta hacia atrás. Hoy
nos inspiran compasión, particularmente sus desprecios, porque
comprendemos que se referían a sí mismos y que murieron sin
entender “la jota por redonda” ni en el Poema, ni en cuanto
habían devorado en sus largas vidas de lectores impenitentes e
impermeables.
Lo c ó m i c o . Los poemas gauchescos se pueden clasificar en la
clase de composiciones denominadas “sátiras contra los villa­
nos” . De la comedia y la novela pastoriles, que es una idealiza­
ción de la vida campestre más que del campesino, poco ha re­
cogido. Pastoras y pastores resultaban afectados por una con­
cepción ecológica piusvalorativa, en el modelo de Virgilio, que
Boccaccio y Sannazaro revalidan para cenáculos cerrados. Los
poemas gauchescos, con su realismo plebeyo, mantienen en la
sátira el humorismo que se abastece tanto del carácter cuanto
del habla rústica de los personajes. La novela de ambiente ru­
ral que desde comienzos del siglo — excluido el romanticismo
de un Saint-Pierre o de un Chateaubriand — se desarrolla en
Inglaterra, en Rusia, en Francia, no procura deleitar al lector
con rasgos caricaturescos sino, al contrario, descubre el drama
donde antes sólo había visto lo pintoresco y lo jovial. Los
poemas gauchescos saltan hasta el siglo xv, cuando en España
surge el teatro popular de Lope de Rueda y de Torres Naharro.
Si la denominación de “égloga americana” que da Juan
Gutiérrez a los Diálogos de Hidalgo es acertada, mucho más lo
SENTIMIENTOS ABSTRACTOS 371

habría sido si se los vinculase al teatro. Algunos de esos diálo­


gos se íepresentaron, y todos los poemas gauchescos han conser­
vado esa forma por la cual podrían ser llevados a la escena. In­
dependientemente de ello, la estructura de las composiciones y
su desarrollo entre. dos
, o más interlocutores reafirman
» . el estilo
de contar y describir, netamente oral. El Martín Fierro, que
intenta innovar a ese respecto, cae inevitablemente en la con­
vención teatral del género. En el Fausto y en Los tres gauchos
orientales subsiste el diálogo escénico tal como lo plantea Hi­
dalgo, y únicamente la extensión y diversidad del relato del pro­
tagonista nos hacen olvidar en el Santos Vega que todo es di­
cho, llevándonos a presenciar la acción como si estuviera na­
rrada en tercera persona. Martín Fierro está siempre ante nos­
otros, pero también lo olvidamos y hasta el mismo Autor cede
al podei'oso influjo de las anécdotas. En su argumento hay tam­
bién escenas dialogadas, muy breves siempre, pero de una fuer­
za y concisión admirables. Una frase basta a veces para fijar
un carácter, y jamás pone Hernández elocuencia alguna en bo­
ca de los actores. Dicen estrictamente lo que necesita la esce­
na para cobrar sobreñadido interés. Así, por ejemplo, en el diá­
logo de Fierro con el Mayor, por los sueldos, la provocación al
Negro o la del Compadre, y la intencionadamente grotesca es­
cena del Centinela. El Hijo Segundo y Picardía traen, en- la
Vuelta, una reminiscencia del diálogo. El amplio ritmo del co­
loquio de esta Segunda Parte, en que actores que ocupan suce­
sivamente el primer término relatan episodios notables de sus
vida da al Poema la estructura de una obra de tipo teatral. Pe­
ro nada de esto tiene que ver con aquellos diálogos incisivos y
rápidos de Fierro con la Negra o con uno de los policías, en
que ha sabido concentrar el Autor el espíritu del habla campe­
sina en su máxima eficacia. Los dichos diseminados en el de­
curso de los relatos traen a la Obra el mismo hálito de vida y
de veracidad que se manifiesta en los diálogos. Se trata de un
ingenio fundamentalmente verbal, que es el que origina el ma­
yor mérito del Poema, la cualidad más eminente del Autor y el
proceso del argumento y los episodios. Todo nace del verbo.
Buscado tan artificiosamente como solían hacerlo Lope de
Rueda o Gil Vicente, el diálogo con el Centinela raya en lo gro­
tesco . Es un esbozo del Cocoliche, difundido después por el tea­
372 LOS VALORES
tro, en que el habla del gringo y el del gaucho forman un con­
traste de ordinaria comicidad. Pocas veces acude Hernández a
esta suerte de retruécanos y juegos verbales de farsa y sainete,
aunque el relato jamás se aparta de un tono de broma y chan­
za, aun en sus momentos más dramáticos. Por ejemplo, la muer­
te está contada en el mismo tono humorístico y chancero, tan­
to por Fierro como por Cruz.
También la novela picaresca era de tesitura cómica, como lo
fue toda obra de enjundia popular; pero el picaro sabe modu­
lar lo solemne, lo dramático y lo jocoso, mientras que en el
Martin Fierro, desde que el Protagonista empieza a tratar de su
propia vida (Canto III), la impostación en lo cómico se man­
tiene a lo largo de la composición. Es, además, una forma ge-
nuina de contar que tiene el ignorante, aunque en el Poema la
picardía priva a la palabra de toda ingenuidad. Jamás lo cómico
es sugerido por una deficiencia, sino más bien por la superación
del trance por el actor. El elemento cómico tradicional sufre,
en consecuencia, una conversión: en los pasos, las comedias
y los cuentos de villanos, el lenguaje rústico, que da lugar a
equívocos y dislates, está en el nivel de los personajes; en los
poemas gauchescos la intención mantiene al actor como dueño
consciente de las situaciones. Sólo accidentalmente, y no en
los pasajes mejor logrados, la rusticidad del lenguaje aporta
un elemento cómico esencial. Si efectivamente existiera cierta
mecanicidad en el orden del acontecer social, trascendente al
individuo, y en éste una conciencia clara de su impotencia para
contrarrestar el poderío de esas fuerzas diabólicas, hallaríamos
que el Poema se ajusta a una de las condiciones de lo cómico
establecidas por Bergson. La recordó Croce en su análisis de la
tragedia corneilleana. Los personajes del Poema tienen lúcida
conciencia de la situación en que se encuentran; pero no pue­
den evitarla ni remediarla. Contada la historia en tono dramá­
tico, siempre un lector inteligente hallaría motivos para son­
reír. Y los personajes, que tienen la experiencia de cómo reac­
ciona el espectador ante la desgracia ajena, optan por darle
ya condicionada a su condición humana la propia historia.
Quienes así cuentan su vida no le quitan dramaticidad, le
quitan ingenuidad.
Hidalgo había puesto ya, bajo la corteza del habla rústica,
SENTIMIENTOS ABSTRACTOS 373
intenciones sanas y una crítica política sagaz; hubiera bastado
que sus interlocutores hablasen el lenguaje de las gentes ur­
banas para que estuviésemos ya en la sátira clásica. Prefirió
conservar aquel resabio del tablado, de modo que la comicidad,
como antaño, se apoyó en los barbarismos y dislates del rústico,
con giros pintorescos y comparaciones, tal como las conservarán
Ascasubi, Del Campo y Lussich. Hernández perfecciona pero
no modifica. Conserva incluso el tono caricaturesco para el
personaje y, observando escrupulosamente una modalidad del
alma gauchesca, la conciencia de la inferioridad lo recubre
todo de un humour sombrío. Por ese procedimiento el Prota­
gonista emplea para consigo mismo igual lenguaje que para
contar aquello que ha presenciado.
En este sentido, todos los personajes del Poema observan
la misma modalidad humorística en sus relatos, excepto el
Hijo Mayor. Pero aun en su manera de contar hay cierta exa­
geración no exenta de humorismo. Ejemplo del poderoso influjo
de esa manera de contar, es la macabra historia del sepelio
del viejo Vizcacha y del pavor del Hijo Segundo. Pero todos
esos personajes, que jamás abandonan el tono humorístico,
cuando se refieren a sus padecimientos morales, a sus hondas
desdichas (no por cierto las que estoicamente sobrellevan por
su cruel destino), emplean un lenguaje sincero y sobrio. Los
sentimientos son tratados seriamente; sólo los hechos, las per­
sonas y las cosas pertenecen a una realidad grotesca, por lo
mismo que es absurda e inferior a los merecimientos de cada
uno.
También el picaro, reducido a la miseria, empleaba idén­
tica defensa de su persona moral ante el infortunio de su
persona social.
En esa clase de obras realistas, entre las que se deben incluir
los cuentos populares rusos, del tipo de los de Chejov, Kuprin,
Korolenko y muchos otros, ha de verse un estilo literario, pero
sobre todo el estilo del pueblo, cuya vieja costumbre de sufrir
ante la indiferencia de los espectadores le ha creado ese doloroso
sascasmo. También los gauchos eran burlescos porque estaban
humillados. El estudio del humorismo popular sería uno de
los capítulos más interesantes de la psicología social. El pobre
sabe cuán poco vale su cuerpo, su alma y sus lágrimas.
374 LOS VALORES
Ha creado una forma que es de rebeldía, de vergüenza y
de triste resignación, para protegerse aun de las heridas de la
piedad. La “payasada” no es tanto propia del indigno cuanto
del infeliz. La quiebra por el dolor se produce regularmente
de modo ridículo; y la conciencia de que no hay salida en
los callejones de la desgracia, y de que las fuerzas adversas son
infinitamente superiores a la capacidad de defensa, abren esas
muecas infernales en los seres que han sufrido demasiado.
El tono en que el Martín Fierro está realizado no se aparta,
pues, de la tradición gauchesca, fiel a sus orígenes picarescos;
conserva los rasgos humanos vivos que no se le pueden sustraer
sin privar a la verdad de uno de sus caracteres mas hirientes,
más mordaces.
Si el picaro se despreciaba a sí mismo y a su vida era porque
el azar o el hado lo habían hecho descender a un mundo vitu­
perable. Las ocurrencias, pues, como forma de juzgar, contienen
generalmente uno de los ingredientes más colmados de hamour.
Esas ocurrencias que califican a la acción y al personaje, de
ingenio sarcástico y zahiriente por lo común, también radican
en lo verbal, en lo ingenioso del habla; pero calan a las si­
tuaciones cargadas de una experiencia rica y de un sentido
filosófico de un nivel mucho más alto que el de los aconteci­
mientos anecdóticos. Los actores viven mecanizados por un
medio que los obliga a actuar de modo irracional, cruel, estú­
pido; pero el personaje que los observa tiene siempre una
posición más elevada desde donde los contempla, los compren­
de y los desprecia.
Porque la Segunda Parte es más objetiva y el Protagonista
se convierte en observador, esas ocurrencias en ocasiones están
implícitas en las mismas escenas, proyectadas a las cosas. En
la Ida, de una subjetividad mucho más grande, las ocurrencias
y el humorismo afectan al mismo Martín Fierro. Lo cómico
es en la Vuelta más severo y la palabra no juega por sí un
papel humorístico. Lo cómico se ha proyectado al mundo.
Martín Fierro ha olvidado su estilo sarcástico y cínico en de­
masía. Unicamente el Hijo Segundo y Picardía mantienen en
la Vuelta esa nota primaria, que no está ya en el ánimo de
Fierro, ni en la tesitura del Poema.
Es cierto que Hernández no incurrió en la postura tradicio­
SENTIMIENTOS ABSTRACTOS 375
nal de los poetas gauchescos, que escribían sus historias a ex­
pensas del gaucho, de cuya torpeza e ignorancia se burlaban,
pero no se libró de tratar humorísticamente la suerte de los
gauchos. Cierto es que las desgracias del gaucho se exponen,
principalmente en los pasajes líricos, en tal forma que merecen
profunda simpatía. Pero es que los otros poetas que lo prece­
dieron no planteaban el drama de la existencia del gaucho,
sino escenas aisladas, episodios que no trascendían de lo su­
perficial. Hernández plantea el destino de una “clase deshere­
dada” y, sin embargo, su Obra queda comprendida en las ca­
racterísticas de las obras tragicómicas. La lectura del Poema
suscita dos sentimientos contrarios: a lo largo de la lectura,
las vidas de los personajes nos impresionan por sus desdichas,
pero el recorrido, en casi todos los versos, es de tono jocoso.
Concurren a esa impresión no solamente el lenguaje vivaz y
colorido, sino las imágenes y las mismas situaciones que son
presentadas en su faceta burlesca. La historia entera del Fortín
queda en esa tesitura y no faltan notas ingeniosas y sarcásticas
en el regreso a su casa, de la que sólo encuentra las ruinas y
al gato en una cueva.
El experimento de la lectura en voz alta produce un efecto
de continua hilaridad, y hasta las estrofas elegiacas conservan
esta vibración, si bien es cierto que también de las quejumbres
trasciende a lo puramente humorístico un dejo de amargura.
La similitud con el estilo de Dickens es sorprendente, sin que
intente establecer un paralelo. En sus novelas, como en las
picarescas, se trata de mantener un estado de ánimo en nume­
rosos auditores más que en un lector. Trascienden la lectura.
Y el Poema también. Se diría que aquello que se cuenta para
muchos debe tener este tono festivo que, en definitiva, no
afecta a la seriedad y gravedad del asunto. La simpatía del
autor se transfiere al oyente, ya que en estos casos más justo
es hablar de un auditorio que de un lector.
Lo cierto es que de todas las acusaciones de ánimo injurioso
se exime Hernández, y no sus predecesores, como en el caso
de Del Campo observó Pedro Goyena (estudio de las “Poesías
de Estanislao del Campo”):
376 LOS VALORES
El Fausto reposa sobre una situación inverosímil: tiene todo el chiste de
la parodia, y como el asunto es a veces sagrado, el chiste toma en oca­
siones cierto carácter im p ío... Del Campo ha demostrado en el Fausto
que puede hacer, por centenares, versos que sean la expresión fiel de las
ideas y giros de lenguaje del gaucho más chistoso... Además, el señor
Del Campo, como sus maestros Hidalgo y Ascasubi, aborda generalmente
al paisano por su faz ridicula, marcando el contraste entre su espíritu y
su lenguaje incultos.
Lo h u m o r í s t i c o . Dos sentimientos se proyectan juntos a lo
largo del Poema: el del drama que viven los personajes, ine­
luctable, y el de lo ridículo con que las situaciones son pre­
sentadas. Lo trágico y lo cómico forman la misma materia del
Poema, indiscernible, una. Por sobre escenas y personajes, im­
pregnados de angustia y sarcasmo, el Personaje contempla
cuanto lo apresa en sus redes y se contempla así mismo. Es él
quien da el cariz caricaturesco, que las cosas parecen asumir
por sí. Unamuno percibió en el Facundo los rasgos de caricatura
que resultaban de la exageración que a su juicio el autor
imprimió a los acontecimientos y a los actores. Muchos actos
históricos y literalmente verídicos de la vida hispanoamericana
presentan ese cariz. Se debe a la naturaleza de los sucesos, de
los prohombres y de la adaptación, no siempre bien ordenada,
de adelantos que se importan y no se ajustan debidamente. Lo
caricaturesco del Facundo y del Martín Fierro está dado poi
las cosas y las personas, susceptible de interpretarse en forma
solemne o ridicula. Fueron Valle Inclán, con Tirano Banderas,
y Conrad, con Nostromo, quienes dieron a los asuntos, que la
historia trata con la dignidad de Tucídides y de Plutarco, su
tono y su factura verdaderos. El Martín Fierro comporta una
ironía de ese tipo, en la concepción global de los acontecimien­
tos, que en nuestra historia y en nuestras crónicas se atavían de
distinta indumentaria.
Los personajes están simpre por encima de su propia si­
tuación, que consideran encadenada por azares trágicos a un
juego sin nobleza ni decencia. El desprecio de sí mismos se ha
de graduar por lo despreciable de la vida social, y sus reflexio­
nes y comentarios corresponden a un espectador sumamente
comprensivo, que mediante toques sutiles convierte en grotesco
lo que pudo parecer impresionante, y en ridículo lo que pudo
parecer emotivo. Hay un procedimiento que podría denomi­
SENTIMIENTOS ABSTRACTOS 377
narse mecánico en las frustraciones de lo épico y lo trágico,
y esa frustración no está en la actitud escéptica del observador,
sino más bien en la realidad de las cosas.
El humorismo se aplica por igual al aspecto y al fondo de
las situaciones. Cuanto acontece es indiscutiblemente trágico;
pero acontece sin razón, brutalmente, en un maremágnum de
intereses, ambiciones, miserias, crueldades gratuitas, que podrían
remediarse fácilmente. El actor lo ve y lo entiende, mas se en­
cuentra impotente e inerme ante el falso orden que reina en
todo. Tampoco es la postura escéptica del contemplador-actor
un dictamen circunstancial en cada caso: responde a una posi­
ción tomada a lo largo de su triste experiencia, y tal escepticismo
constituye un pliegue psicológico definitivo. Hasta en la invo­
cación de Martín Fierro al comenzar su canto es palmaria la
ironía del que usa un recurso retórico animado de la intención
de chancear: Vengan Santos milagrosos. Vengan todos en mi
ayuda, Que la lengua se me añuda Y se me turba la vista; Pido
a mi Dios que me asista En una ocasión tan ruda (13-8).
Independientemente, pues, de lo humorístico, existe lo iró­
nico, ya en un plano enteramente espiritual, de raciocinio. Estos
elementos, como que constituyen una tónica natural en los
poemas gauchescos, competen al estudio de la psicología social
más que al examen literario. Competen también a la actitud del
Autor, en cuanto opta por un estilo que ampara toda deficiencia
e ineptitud personales bajo la indulgente connivencia de la risa.
Como se advierte, las raíces penetran en el fecundo limo del
alma nacional o, mejor dicho, racial. Comprendemos que en la
postura de ser ingeniosos que adoptan todos los personajes
(especialmente Cruz) hay, más que una exageración, un hecho
cierto y universal, en que el cinismo es una sobresaturación, la
burla de sí un exceso de masoquismo del que ha sido despiada­
damente castigado y hasta una forma del resentimiento y de la
conciencia de la injusta inferioridad.
Hay, sin embargo, momentos en que la ironía aflora hasta
convertirse en un juego de ingenio, en una voluntad festiva de
disminuir, con falsa modestia, la importancia de un hecho. Por
ejemplo, al herir dos veces Martín Fierro al Indio, comenta:
Al sentirse lastimao Se puso medio afligido (II, 1315-6). O el
comentario humorístico, de mucho mayor alcance y hondura, de
378 LOS VALORES
la miseria del gaucho prófugo que ha de vivir de lo que atrapa
en el campo: El que vive de la caza A cualquier vicho se atreve-
Que pluma o cáscara lleve. Pues cuando la hambre se siente
El hombre le clava al diente A todo lo que se mueve En las
sagradas alturas Está el maestro principal, Que enseña a cada
animal A procurarse el sustento Y le brinda el alimento A todo
ser racional. Y aves y vichos y pejes Se mantienen de mil modos;
Pero el hombre en su acomodo Es curioso de oservar. Es el que
sabe llorar T es el que los come a todos (II, 457-74).
En ocasiones la ironía resulta encubierta, de una situación
que ha de tenerse presente y que no se enuncia. Por ejemplo,
los dos amigos prófugos se acogen a la toldería en busca de
libertad, y se encuentran con que los indios los adoptan como
rehenes: «. ■-Por si cain algunos vivos En poder de los cristia­
nos, Rescatar a sus hermanos Con estos dos fugitivos » (II, 255-8).
El Poema entero está constelado de observaciones y reflexio­
nes irónicas humorísticas que van de la nota suave que apenas
se insinúa al sarcasmo hiriente.
Lo G r o t e s c o . Dentro del tono humorístico en que se desa­
rrolla la obra, hay una instancia en que lo humorístico se aguza,
y es lo grotesco. Por lo regular las situaciones dramáticas, en
su culminación, abortan en una descarga de buen humor. La
máxima tensión es relajada por lo cómico. La vida en el Fortín,
el castigo en el estaqueadero, los dos crímenes, la pelea con la
policía, la vida de Vizcacha (y hasta su muerte macabra, cuando
le come una mano alguno de sus perros), las vicisitudes de la
vida sin paradero, durmiendo en las cuevas, todo está enfocado
en la tesitura de lo grotesco. Ese es uno de los secretos más
poderosos del estilo de Hernández. También Valle Inclán, en su
última forma, revistió lo trágico de un ropaje grotesco. Es la
fase de los “esperpentos”, en que la sombría humorada, que
Goya después de Brueghel llevó a la pintura, da al hecho ho­
rrible una contracción de mueca angustiosa. Hasta la muerte
queda comprendida entre los episodios ridículos. La escena gro­
tesca en que Cruz mata al asistente del viejo seductor es típica.
No solamente la vida de Fierro en el Fortín, sino la historia
del Fortín con sus habitantes y sus mañas, la zona de fronteras
que alcanzamos a entrever, la suerte del gaucho, hasta la ham­
bruna de los huérfanos, todo está colocado en lo trágico y lo
SENTIMIENTOS ABSTRACTOS 379
cómico de que, por contraste, resulta lo grotesco. No falta tam­
poco el elemento de miseria moral y material, representada la
una por las autoridades y padecida la otra por todos los perso­
najes sin excepción, y que son exhibidas como caricaturas y
deformidades monstruosas y risibles. Aquellos críticos que han
visto, si no una epopeya en el Poema, por lo menos arranques
épicos en los personajes, han pasado por alto la impostación
en lo grotesco de la obra en su concepción y en su elaboración'.
A ningún poema épico se lo puede comparar, ni siquiera al
Gargantúa, al Morgante o a los Orlandos, porque es otra cosa
absolutamente distinta. No es una parodia sino una obra grotesca
en que la urdimbre es de la más pura calidad dramática, en lo
humano, y el bordado de la más hilarante apostura humorística.
Hernández no ha eliminado lo cómico de la poesía gauchesca:
lo ha llevado al paroxismo, superando los límites de lo épico
y lo dramático.
Lo h u m a n o . El sentido de lo humano es una reminiscencia
más bien que una ¡presencia en el Poema. Se lo pone por con­
traste con la ferocidad de los indios y con la crueldad del trato
de las personas para con los huérfanos y los infelices. Con fuerza
avasalladora, de compasión, de hombría, pero mucho más como
un instinto que se despierta, el Protagonista juega su vida en
defensa de la Cautiva. Sabíamos que de eso era capaz Martín
Fierro; pero nunca en el Poema, antes ni después, tuvo oportu­
nidad Hernández de demostrarlo. Sin ese episodio, la figura del
Personaje quedaría reducida a la talla de las demás, sórdidas,
crepusculares. Pues la defensa de Fierro por Cruz está maculada
con sospechas muy graves, para que reluzca como un impulso
de la misma índole y origen. Es otra cosa, en que puede haber
bravura, pero no sentimiento humano, de solidaridad con el
infeliz. M artín Fierro ya tenía ganada la batalla cuando Cruz
se le apareja.
En Martín Fierro hay, en efecto, sentimientos humanos
cuando se refiere a sus hijos, a su mujer, y en general a la
suerte del gaucho, es decir, de los desamparados. En cambio,
en Cruz la defensa del gaucho es puramente un alegato político.
En la amistad con Cruz y en el encuentro de sus hijos, vuelve
M artín Fierro a expresar esa condición humana que existía
en él, aunque no llegara a ser una cualidad activa en su vida.
380 LOS VALORES
Era un fondo, algo que podía ser despertado en circunstancias
propicias, no algo presente siempre en él, que rigiera su
¿onducta.
El relato del Hijo Mayor es una exposición detallada, cir­
cunstanciada, de la taita de sentido humano en la justicia. En
cambio hay en él, como en ningún otro personaje, ese instinto
vivo de lo humano que es lo que informa toda su acusación,
todas sus quejas. Aunque esa ternura que de sí irradia a los
semejantes nazca de un hecho que la suscita, eso estaba en
él; y eso es lo que más indica su filiación legítima con el
padre. En un grado tan evidente como la conducta y sensibili­
dad de Picardía lo vincula por sangre con Cruz.
La compasión de las tías del Hijo Segundo y de Picardía
es humana, pero de una clase semejante al afecto que las mu­
jeres solteras tienen por los animalitos domésticos. Bien clara­
mente se expresa en el caso de Picardía. La muerte de la tía
del Hijo Segundo deja de ella una imagen compasiva, piadosa
más bien, que al adoptar a su sobrino realiza un acto casi
religioso de purificación. En contraste con todos, el viejo Viz­
cacha es un ser desprovisto de todo sentido humano.
El Poema no es propenso a esos sentimientos humanitarios.
Lo humano existe en estado nativo, latente, pero nada hay
que lo robustezca y afine por el trato social, por la relación
entre personas. Al contrario, la experiencia enseña que hay
que matar esos sentimientos como debilidades, y la filosofía de
Vizcacha es un tratado de las cualidades que el hombre debe
tener para defenderse en la lucha por la vida. La educación
(que es la experiencia) es maestra dura, inclemente. Lo humano
es aquello indestructible que se salva de parecer y de malearse
en la vida de relación. La vida de relación es lo inhumano.
Lo que queda es el alma, sufriendo y viviendo, como una con­
dición imprescriptible, irrenunciable.
La piedad de Martín Fierro hacia Cruz y sus sentimientos
de amistad, expresados sobriamente pero en forma que no deja
lugar a dudas, es muy superior a la que siente luego por la
muerte de la mujer. Aquí descubrimos en Martín Fierro un
estado de ánimo en que se finge un exceso de pena, por el
llanto. Queda en él la impresión de que muchos años han
vivido separados, cada cual según su personal destino. Es una
SENTIMIENTOS ABSTRACTOS 381
extraña a la que lo liga el sentimiento del pasado, tal como
ha de ocurrir entre los cónyuges que se divorcian. Pero lo que
expresa Martín Fierro en esa oportunidad no es sincero, ni
está dicho en la forma en que él solía hacerlo.
Tampoco siente Martín Fierro compasión humana por las
personas a quienes da muerte. Hay un sentimiento supersti­
cioso, que algunos confundieron con la piedad o el arrepen­
timiento. Y al tratar de llevar al camposanto los restos del
Negro, o pedir perdón a Dios por haber matado tanta gente,
se zafa siempre de lo que entendemos por aquellos sentimien­
tos, cuando la conciencia lleva al criminal a comprender que
la víctima era un ser humano, o también —en otros casos—
que era un ser con su pobre vida sola y única.
Esta clase de sentimientos humanos aparece representada
en el Moreno, siempre en un tono menor. Este sí es un perso­
naje cuya sensibilidad está adecuada a sentir en la madre, en
los hermanos, una solidaridad muy fuerte —acaso acrecentada
por ser de raza distinta—. Su venganza de sangre, que le im­
pide atacar al asesino de su hermano sin dirigirle antes un reto
y permitirle ponerse en la condición del que va a pelear, indica
algo de generosidad o de repugnancia a que la venganza sea
simplemente una reparación mediante la justicia por propia
mano: el crimen. Se comprende que hay en él una necesidad
moral, espiritual, de venganza; pero que ella puede ser satis­
fecha, aplacada por el mismo camino. Así, ante las altivas ex­
plicaciones de Martín Fierro, no sabemos que insista; sino que
nos explicamos que haya quedado cumplido ante su conciencia
“el deber que tenía que cumplir”.
Los sentimientos maternales de la Cautiva ante su hijito
degollado superan la medida de lo humano e invaden la uni­
versal zona de la maternidad biológica. La madre ahí es un
animal doliente. Sentimos algo más grande que lo estrictamente
humano, algo que evoca los relatos de animales en quienes,
en términos generales, el sentimiento de la maternidad unlver­
saliza cuanto la mujer puede expresar. Eso mismo puro, inefa­
ble, eterno.
En el Indio no hay sentimientos humanos; se le representa
como semejante a las fieras. Pero el Autor deja traslucir en el
382 LOS VALORES
Indio un sentimiento de afecto por el caballo, que no supera
el simple interés de su utilidad.
El Poema, exento de hechos humanitarios, corona su infe­
rioridad por ese reflejo que vierten ocasionalmente algunos
personajes, en particular Martín Fierro, único personaje que
sabe compadecer a los demás.
Lo p a t é t i c o . Lo patético suele estar en los detalles, en las
observaciones, en los efectos morales de los sucesos, en sus vícti­
mas. En el argumento hay un drama, pero nada patético. La
historia de Martín Fierro es triste, sangrienta, atormentada;
no patética. Lo dramático se confunde con lo que cualquier
vida contiene, de ese elemento indispensable —parece- a la
vida misma. Hay situaciones agravadas, peripecias excesivamen­
te dolorosas, pero no sobrepasan el nivel de lo que el hombre
común soporta sin mayores quejidos. Solo ha de mencionarse,
como algo de verdad grandioso y acaso único en la literatura,
por la intensidad, la precisión, la fidelidad en la narración, la
habilidad de injertar digresiones, la pintura psicológica en
pocas palabras: la pelea con el Indio en defensa de la Cautiva.
Allí está, por supuesto, la Cautiva, el personaje más grande
desde el punto de vista dramático; esa figura de ébano, maciza,
que se alza, lenta y muda, con paso de leona, a recoger los
despojos de su hijo.
Si se considerara el Martín Fierro como un drama, sería
obra frustrada. No mantiene el clímax ni va de lo menos dra­
mático a lo más; lo dramático, lo sentimental, lo patético, apa­
recen inesperadamente, como en 'verdad sucede en la vida.
Por regla general, lo patético va unido a lo grotesco. Rara
vez se ve culminar alguna emoción sin que finalice con algún
rasgo humorístico. Hay situaciones que tocan lo más íntimo de
la emoción, con las más puras y nobles artes, exentas de todo
aderezo literario. Regularmente Hernández llega al corazón de
su lector por las vías ordinarias del relato, en el lenguaje tosco;
y las situaciones crean por sí mismas el clima de simpatía en
que la descarga de la emoción es más intensa y certera.
La vuelta a la tapera, las reflexiones de Martín Fierro sobre
la suerte de la mujer y de los hijos, su soledad, refugiado en
los pajonales y las vizcacheras, son agudísimas impresiones sólo
comprensibles para el que conoce en vivo ese sentimiento de
SENTIMIENTOS ABSTRACTOS 383
soledad, de cansancio, de desaliento. En general, la emoción,
la nota patética, está lograda con absoluta limpieza y natura­
lidad. En cambio, hay sentimentalismo, sin profunda emoción,
en la muerte de Cruz, en su juicio sobre las cautivas, en la
filosofía de M artín Fierro, tomada de La vida es sueño, en el
elogio de Cruz a las mujeres; muy poco más.
Hay una clase de emoción patética que surge espontánea
del relato o de las palabras, como si el Autor no lo hubiese
advertido. Esto es de maestros. Por instantes medita uno si
Hernández tuvo conciencia de la profundidad o de la deli­
cadeza de su emoción; y se cae así en la misma estúpida pre­
sunción de cuando encontramos en Chaucer, Rabelais, Ron-
sard, Balzac o Tolstoi algo tan inesperadamente grande en lo
pequeño, que caemos en la pueril ocurrencia de poner una
nota marginal comentándolo como descubrimiento.
Espontáneamente surge lo patético, porque no tiene pre­
paración; salta a veces en dos versos, en ocho sílabas tam­
bién. Pero Hernández sabe provocar la emoción y con arte
no menos cumplido. Y hasta superpone en una estrofa, dos
o tres planos de emoción, como por ejemplo en aquélla: Había
un gringuito cautivo Que siempre hablaba del barco— Y lo
augaron en un charco Por causante de la peste — Tenía los
ojos celestes Como potrillito zarco.
Los últimos versos, por lo pintorescos y tiernos, se toman
en las primeras lecturas por lo más bello. Después se advierte
que el destino de ese gringuito, cautivo e inocente, al ser
sacrificado en un charco por atribuírsele una peste, es en
verdad muchísimo más intenso como historia (en dos versos)
bien dicha. Al fin, se queda uno con los dos versos primeros,
melancólicos, y que encierran ya ese destino del extranjero
con ojos de ángel que viene a perecer entre indios: Había un
gringuito cautivo Que siempre hablaba del barco.
Lo s e n t i m e n t a l . Se podrá decir de Hernández que no
siempre está a la misma altura de su destreza, y que cae en
lo grosero y lo trivial más allá de lo que se propuso. Lo que
no se le puede atribuir es el sentimentalismo fácil de nuestros
escritores “galanos”, sobre todo de esos novelistas para semj
narios y talleres de costura. Esa estulta y brutal delicadeza del
cursi, o del pillo, no la conoce Hernández. Está a mil leguas
384 LOS VALORES
de eso. Su sentimiento es noble, sincero, fresco, humano; está
en la sangre y en el aliento, en el calor del cuerpo y en las
lágrimas sin llanto. Sólo un par o dos pares de veces cae en
lo sentimental, de bruces, sin precauciones: elogio de la mujer
dos de ellas. En las demás, como en el caso del Moreno de la
Payada, o en otras situaciones en que Martín Fierro u otro
personaje (el Hijo Mayor, por ejemplo, en su dificilísimo
relato sin asunto) parecen resbalar a lo sentimental, se ve que
Hernández está sobresaliendo de su tema, por encima de él,
y que ha puesto sus notas de ingenio como para salvar su
decoro. (Otro tanto hace con los ripios, que jamás aparecen
en su verso como tales, sino como torpezas de compositor igno­
rante, muy dentro de la manera del payador, cuyas compo­
siciones enteras solían ser un ripio numeroso.)
Pero lo más grave en los poetas gauchescos es lo cursi. Eso
en que incurrió hasta saciarse Del Campo, en sus descripciones
y relato del jardín y de Margarita: eso es lo cursi intolerable,
porque en el álbum lo cursi es una obligación de etiqueta social.
Llevarlo al poema gauchesco, como también hizo en ocasiones
Ascasubi, es una estolidez que delata falta de conciencia artís­
tica. Hernández era poeta cursi cuando escribía a las amigas
o cuando se proponía competir con su amigo Guido y Spano
en la poesía de álbum. Pero todo eso lo tira al diablo cuando
entra al Martín Fierro.
Lo m e l o d r a m á t i c o . Las truculencias que se hallan, aquí y
allá, en el Poema, son puestas ex profeso: el Protagonista levan­
ta en el facón al Negro (después, también al Compadre y al
Indio: es su proeza de forzudo); Cruz deja mostrando las tripas
al Guitarrista; Martín Fierro mata sin piedad al Hijo del Ca­
cique; el Indio ata las manos de la Cautiva con los intestinos
del hijo; los perros comen la mano insepulta de Vizcacha. De
estas escenas, sólo la de la Cautiva parece no buscada con espí­
ritu de suscitar el humorismo por la exageración, procedimien­
to habitual. ¿Eran precisos esos detalles? Pudo ser. La escena,
de por sí rica de emoción, de sublime emoción, no la necesitaba
y, sin embargo, no está de más.
Un personaje que es grotesco y a la vez profundamente me­
lodramático es Vizcacha. Por fuera, grotesco; por dentro, trá­
gico. Mas no es lo melodramático (que la novela policial de
SENTIMIENTOS ABSTRACTOS 885

Gutiérrez y el teatro de Fontanella, Scotti, Coronado y Podestá


explotarían) lo interesante en el Poema. Está allí más bien
como un elemento artístico manejado hábilmente por Her­
nández.
La pelea con la policía merece tratamiento aparte. Esta es
una escena que habría de pasar (¿iniciada ya en Ascasubi?) al
teatro y la novela derivados de lo gauchesco. La valentía del
gaucho se ha demostrado en su pelea contra numerosos adver­
sarios, mejor armados que él. Para el oyente del campo esta
clase de peleas tan descomunales como las de los caballeros de
la fábula (en esto Martín Fierro es como Amadis), debían sus­
citar su asombro. En el fondo, es cosa homérica, que se encuen­
tra después en todas las canciones de gesta, en cuanto la fuerza
del héroe se emplea contra otras mayoresuncomparablemente en
cantidad: dragones, multitudes, ejércitos. Así la fantasía ances­
tral, algo que subyace en el recuerdo étnico de todos, halla
pábulo a la necesidad de admiración. Hernández lo encontró
en la tradición española, pero lo puso en su ambiente cabal:
el gaucho y la policía, todo reducido a la escala de la miseria.
La historia de la lucha contra el indio y del indio contra el
blanco fue melodramática, no dramática. Hernández no utilizó
ese material. Tomó algo más pintoresco, al alcance de la ima­
ginación de su público.
Lo p o l i c i a l . Este es un género de gran prestigio. Pero lo
policial en el Martín Fierro es grosero. Carece del interés de
la intriga y se reduce a una parodia de la guerra. Es lo heroico
interiorizado; es lo grotesco de lo sublime, la contraparte de la
novela de caballerías. Nada tiene que ver, pues, con aquello
que desde Poe hasta Van Dynne y Chesterton constituye un
género literario. Pero aquí, en el Poema, sobresale un sentido
de la justicia, encarnado por el gaucho perseguido. La policía
es la injusticia social; encarna la sociedad entera. El gaucho
encarna ese ser de conciencia clara, insobornable, que no sopor­
ta el atropello, que tiene inscrito en su conciencia el senti­
miento de la ley. Es, entonces, por su categoría y características
de acción, el bandido, ese personaje simpático de la tragedia y
la poesía románticas: Conrado, Carlos Moor. En el Martín
Fierro ese elemento está dosificado en cabal proporción. El
386 LOS VALORES
yerro fue de sus imitadores, y ése es siempre el castigo de los
que creen que la grandeza es una cuestión de tamaño.
Lo p i n t o r e s c o . En el Poema, despojado de todo atavío des­
criptivo, reducido por abstracciones geniales (o casuales, de
ineptitud) a lo esquelético y esquemático, nada hay de pinto­
resco propiamente dicho. El Poema carece de fisonomías (ex­
cepto Vizcacha, que basta para demostrar qué partido hubiera
podido sacar Hernández de Martín Fierro y de sus demás per­
sonajes), de trajes, casas, cosas, colores, figuras. Se aluden. Bastan
unas palabras para que reconstruyamos mentalmente la perso­
na, el lugar. Lo pintoresco es de índole verbal.
El paisaje no existe prácticamente: la pampa es una llanura
como un telón liso, sin relieves. El cielo es el de las estrellas,
lugar común de las literaturas; no el cielo de la pampa, divi­
namente rico de colores, de formas y de movimiento. El cielo
que camina cuando uno está quieto. No hay, pues, más cielo
que el que se necesita para la emoción; como no hay más cam­
po que el indispensable para que los personajes asienten el pie
y no floten como fantasmas. De las alusiones a los andrajos,
a las pilchas, poco puede sacar el que no conoce la vida cam­
pesina. La miseria tiene un solo estilo en todas partes.
Pero, en cambio, lo pintoresco verbal es inmensamente rico.
Todo lo que se dice, cada frase, es pintoresco. No sólo porque
recoge elementos de ambiente y reproduce un modo de con­
versar, sino porque en los relatos, dentro de su sencillez y me­
sura, hay puestos muchos elementos sustanciosos de la vida
campestre. En primer término, otra vez Vizcacha. No es sólo
él (único personaje pintoresco), sino lo que le rodea. Ahí hay
un rancho destartalado, perros, objetos que nadie imaginó que
pudieran estar juntos. Aun esos objetos están inventariados con
sumo conocimiento de lo pintoresco y significativo: las latas de
sardinas, las riendas, el tintero del Juzgado, todo ello, en su
amontonamiento incongruente, habla de las chacras y de los
ranchos, como de la afición del paisano, particularmente del
chacarero de origen extranjero, a juntar y acumular desperdi­
cios, de los que saca o cree sacar provecho. Por ellos paga en
los remates lo que no valen nuevos, y así van cambiando de
mano por otro sistema más legal que el de Vizcacha, pero al
SENTIMIENTOS ABSTRACTOS 387
fin y al cabo en el mismo movimiento giratorio, en el mismo
proceso de pase.
Hay también lo pintoresco en el aspecto indirecto: eso mis­
mo que encontramos en Vizcacha, clave del Poema, se ve en
Cruz, diabólico y ruin, con alardes o vestigios de grandeza mo­
ral, en el Ñato de quien habla Picardía, en las tías rezadoras
que se encontró, en los Jueces que pululan, en los Coman­
dantes. Estas almas, de las que Vizcacha es el semidiós, están
exhibidas con pocos rasgos verbales, con palabras más que con
acciones. Hacen una cosa (cuentan que la han hecho) y de la
manera de contarla se deduce quién es el protagonista, de qué
catadura.
En cuanto a la manera de relatar, todos, desde Cruz a Pi­
cardía, son pintorescos, sin solemnidad ni énfasis. Usan imáge­
nes, comparaciones, elipsis, equívocos, confusiones y todos los
recursos de la literatura picaresca.
Lo s u b l i m e . No hay nada sublime en el Poema, porque está
puesto sobre la tierra, en lugares bajos, inundados de detritus
y desperdicios. Sin embargo, la impresión de la lectura, una
vez concluida, es que se trata de algo prodigioso, como con­
tadas veces se experimenta en las obras maestras. Inútil recorrer
luego el Poema buscando las cúspides de esa llanura, los pun­
tos luminosos, porque no los hay, o los hay muy contados. No es
lo sublime que supera el orden común de las cosas, sino lo
sublime de lo que no alcanza su nivel común y queda, no por
deficiencias de su naturaleza, sino del azar, por debajo de lo
bello, lo heroico, lo trágico.
Es la Obra entera, como una unidad indiscernible en esce­
nas y versos, como un mosaico en que las piezas no tienen valor
aislado ni la composición tampoco, pero que da impresión de
lo sagrado, mágico, luminoso y justo dentro de la tela en que
está. Este Poema es sublime; pero para sentirlo así es preciso
no revisarlo minuciosamente, no emplear la lupa ni demorarse;
hay que oirlo una o cien veces, tratando de no fijar un tno-
mento, una estrofa. Más bien es como esos seres raros —pájaros,
insectos— que tienen algo de grotescos, anómalos, mostruosos y
divinos. Ellos son sublimes, no su anatomía, color, voz ni mo­
vimientos.
Sin embargo, se podría señalar un motivo de lo sublime, y
388 LOS VALORES
son las ausencias, los silencios. Lo que falta en el Poema acaso
es lo que da relieve a lo que hay. Diría que el fondo del Poema,
lo que lo envuelve, el cielo, el campo, el silencio, la soledad,
la muerte, la tristeza, lo que no está contado como tal cosa,
aludido, evitado, es lo sublime. Inútil pensar en la pelea con
el Indio, o, mejor dicho, el fin y el episodio de la vuelta con
la Cautiva; en la separación de Martín Fierro y sus Hijos; en
ese cuadro tétrico, iluminado por una lámpara de petróleo en
el fondo de una caverna, que es la Payada; en la partida de
Martín Fierro y Cruz, en momentos felices de los fragmentos
líricos: nada de eso alcanza lo sublime por sí; pero son ele­
mentos muy ricos, preciosísimos, para la impresión de lo su­
blime, que no superan, sin duda, El paraíso perdido y La le­
yenda de los siglos. Es lo sublime con nada, precisamente lo
sublime con lo que el poeta no ha dicho, con lo que ha dejado
en la masa de donde extrajo la pasta para sus figuras, en el
género de donde recortó las historias, en el mundo que no se
sabe si existe, pero que está sosteniendo con su inmensa tierra
a estos miserables y pobrecitos personajes, que en ocasiones pa­
recen reproducir en lo humano simples vidas de animales de
los campos: la vizcacha, el zorrino, el peludo, el chajá. Pero
¿es que tiene algo de la fábula el Martín Fierro ? ¿Es que la
impresión de lo sublime nace de que ocurren cosas de anima­
les a seres humanos, que hay confusión de biografías, de lo
grande y lo ruin, de lo insignificante y lo histórico? Es posible
también. •
El hueco que queda del vaciado del Poema, el resto del
mundo, del cielo, del campo, de la sociedad, de la justicia, de
la riqueza, de los otros países, de la historia, de la moral, de
eso que envasa y contiene a la vida del hombre, eso es lo que
da un relieve, una luz, una profundidad, una excelsitud únicas
a este Poema.
Es la fealdad, no la belleza, lo que se propuso el Autor; ni
la belieza del paisaje —que es lo común— ni la de los caracte­
res morales, ni la del argumento. En los aciertos de expresión
puede haber muchos otros valores artísticos, mas no belleza. Ni
un solo verso se puede citar como bien hecho para expresar
algo bello o que se relacione con la sensibilidad propia de la
belleza. No obstante, lo sublime vuela sobre lo bello. Al fin,
SENTIMIENTOS ABSTRACTOS 389

resta una impresión de fuerza, de verdad, de proeza realizada


por el Autor contra todas las dificultades. Como en una par­
tida de ajedrez, como en una hazaña de un campeón que sale
airoso cuando en mil oportunidades se esperaba verlo sucumbir.
Ningún Poema produce este efecto mágico: a base de feal­
dades, groseras deformaciones, realidad crudamente transcrita,
sin imaginación ni fantasía, sin belleza de palabra, queda como
una mole en pie. El paraíso perdido es buen ejemplo de lo con­
trario: en la lectura, mil veces nos sorprenden los hallazgos de
expresión, la altura de los pensamientos, la belleza de las me­
táforas y las imágenes, y, al terminar la lectura, nos deja la
impresión de lo hueco y ampuloso, de lo falso y lo ridículo.
Inclusive de lo ridículo. No así la Divina Comedia, que es
grande en la lectura microscópica, en los fragmentos y en el
conjunto, de cada parte o del total de la obra. Al fin, el Martín
Fierro es también un infierno; en vez del de Florencia, el de
los campos argentinos.
Lo d e l ic a d o y l o g r o s e r o . Este es el Poema de las cosas
groseras escritas con delicadeza, o de las cosas y sentimientos
delicados expuestos con grosería. ¿Qué de los dos? ¿O los dos?
Grosera es el habla, las cosas que ocurren, los sentimientos
que producen, la filosofía que se aplica, los juicios críticos y
los sarcasmos, los indumentos, los ambientes, todo. Mas todo
se salva por la manera ingeniosa, a veces de finos hallazgos, con
que se exponen al lector. Sin embargo, también hay notas de
delicadeza dentro de esas groseras cortezas. Se diría flores na­
cidas en las ciénagas.
Fundamentalmente lo histórico, lo biográfico, lo narrativo,
es grosero. No sólo pobre, humilde, campesino; es grosero, in­
tencionadamente grosero. Ningún autor vernáculo ha preten­
dido contar las cosas de su región tomando lo ínfimo, lo de
menor cuantía, en una selección negativa, en una recolección
esmerada en que se dejan las flores y se cortan las hojas mar­
chitas. i
Pero también, como dijimos de lo sublime, de la tarea de
colectar hojas marchitas resulta algo benéfico para la flor en
el jardín. El ramo no se lleva en la mano, lo que es brutal en
fin, sino que queda en la naturaleza. El buen conocedor de
esos sentimientos que impiden al colector cortar las flores, o al
390 LOS VALORES
botánico, saben qué es lo que ha ocurrido y qué inmenso bien
es para Dios haber procedido así. Eso pasa con el Poema. Hay
palabras obscenas, suciedad, pestilencia, harapos, desperdicios,
seres sin importancia que no soportaríamos tratar sino en ratos
de escéptico furor contra la civilización, cuando acariciamos a
los perros y compadecemos a los sapos.
Todo es grosero; y la impresión es muy contraria. Hay,
necesariamente, un fondo, algo inexpresado, de delicadeza, co­
mo en esas historias de prostitutas, que dejan en el alma una
universal conmiseración para toda miseria.
Lo delicado está a veces en las observaciones; pero aquí no
me refiero a esos dichos, sentencias y cuasi proverbios que ma­
tizan la Obra como perlas en el estercolero. Quiero referirme
a lo que encontramos en la sensibilidad de los poetas, pintores
y músicos, cuando nos hallamos en presencia de las grandes
obras. De eso no hay abundancia en el Poema, ni estaba en el
plan ni en la posibilidad del Autor. Otra vez debemos confe­
sar que Hernández tendía a lo grosero y no a lo delicado; que
era, por azares de su vida, de su educación e instrucción, un
hombre de campo, sin barniz ni pulimento. Pero debajo de ese
ser aparente, en la tierra donde estaban las raíces de su talento,
había un artista delicado, que sabía distinguir lo bello de lo
ordinario, un filósofo pragmático que no se equivocaba en
cuanto al valor de las acciones y los gestos, las palabras y las
cosas.
He aquí una nueva categoría de belleza y de interés: lo
grosero. Ya lo había ensayado la novela picaresca; la novela
naturalista lo llevó al extremo. En la poesía no tiene otro abo­
lengo que la poesía obscena o los cantos de la soldadesca. Ro-
bert Burns hizo un ensayo glorioso. Nadie se atrevió como los
gauchescos a esa osadía. En este terreno Bartolomé Hidalgo es
un creador. ¿No es lo grosero, la liberación de las tradicionales
pautas de corrección y alambicamiento de la poesía, lo que nos
satisface tan íntimamente en el Martín Fierro ? ¿No será un
poema del odio contra lo correcto, lo amanerado, lo artificioso,
un contrapoema? ¿No hay un encanto pecaminoso en encon­
trar excelsitudes en la villanía? ¿No es ése el espíritu de los
iconoclastas? ¿Somos iconoclastas los admiradores del Martín
Fierro ? ¿Simpatizamos con su prédica antigubernamental, anti­
SENTIMIENTOS ABSTRACTOS 391
policial, anticulta, por descontento con la sociedad en que vi­
vimos? ¿Es el Poema, como el nacionalsocialismo, una inven­
ción adecuada a las necesidades de envilecimiento y brutalidad
del hombre, a su instinto de destrucción y apostasía? ¿Estamos
en presencia de un activador de los instintos bajos, los que la
literatura culta, precisamente, se ocupa de amortiguar? ¿Cómo
puede el psicoanálisis tratar este caso de un poema sin ningún
valor tradicional de belleza, y que hasta carece del aliciente
de lo sexual? ¿Lo social negativo, el ansia de destrucción colec­
tiva equivale a la libido? ¿Es el gusto de meterse en el fango
para encontrar la libertad, como el John Carrickfergus, de
Hudson?
Hay un encanto en lo silvestre, en lo que se ha hecho sin
sumisión a los cánones de la botánica y la zoología oficiales.
Gran parte de la literatura culta debe consistir, también,
en esa misión destructora, desvaloradora, creadora de caminos
nuevos, de exploración en las profundidades de lo mórbido, allí
donde las pestilencias y deformidades son percibidas con sim­
patía en ciertos días del año. ¿No será Dostoiewsky esto mismo,
y Freud y Gide? ¿Y Lutero? ¿Y en Milton no hay lo revolucio­
nario, lo anárquico, lo iconoclasta, lo hereje? ¿No es también
el Martin Fierro una herejía.en lo poético?
Lo “ a m b i v a l e n t e ” . Toda obra completa en significado debe
tener dos textos que se lean simultáneamente. El psicoanálisis
nos ha brindado la economía; no tener que buscar muchos de
los encantos secretos en obras de arte y de pensamiento. Con­
siste en que expresan dos cosas: la literal por un lado, y por
otro, la contraria’o la paralela, o la oblicua, o simétrica, esto
es, una cosa que no está en el mismo plano, pero que resulta
de proyectarla en otra dimensión. Se puede llamar fondo inten­
cional, picardía, alusión, sobreentendido, con mil palabras, que
en el fondo designan siempre un contenido enjundioso, pro­
teico, insuflado como sustancia impalpable en otra corpórea.
A estos elementos ambivalentes (fuera de lo sexual, que en
el Poema apenas existe en derivaciones ingenuas, si no en los
mecanismos muchos más complicados del pensamiento y la in­
tención) alude Hernández cuando dice que hay en sus versos
una intención. Mas no sólo aquella que resulta de estar refi­
riéndose al estado de descomposición de un país —o de gran
392 LOS VALORES
parte de él, la llanura—, sino en las frases, en las alusiones,
en las palabras. Hasta los solecismos y barbarismos suenan co­
mo explicando otra cosa: ponen de relieve la ignorancia o la
desproporción entre la autoridad de un personaje, su capacidad
de causar daño y su educación y saber.
Pero todavía se va más lejos en el Poema. Hay personajes
ambivalentes, superpuestos: Martín Fierro y Cruz correspon­
den a este caso. Por eso se estudian como los “dobles”. M artín
Fierro está formado con dos trozos de otros seres: Picardía y
Cruz, en que a la mezcla o injerto aporta una tercera parte
equivalente: la propia, que es buena. Mucho de lo de Martín
Fierro puede atribuirse al modo de ser distinto, de Cruz o de
Picardía. Cosa semejante acontece con Cruz, hijo de Picardía
y padre de Martín Fierro, en quien convergen o desembocan
el pillo de naturaleza y el hombre bueno, el charlatán y el pai­
sano reservado (en aspectos importantes de su vida: Martín
Fierro), el conversador (Martín Fierro) y el que habla de sí
tratando de no omitir nada que valga a su prestigio de picaro.
La ambivalencia está también en el orden moral en que
tanto Martín Fierro como Cruz son buenos y malos por partes
iguales, dignos y miserables, nobles y ruines, contradictorios,
realistas y dados a fantasear (no a mentir). En las palabras y
dichos. Ya el dicho es de por sí, como la metáfora, una forma
figurada de decir otra cosa. Esto es abundante en el Poema.
Los ejemplos, los consejos, todo ello coloca en primer término
un texto, y la lectura ha de hacerse en el revés de la página,
en el otro lado. Acaso un valor inédito provenga de los errores
de plan y de composición del Martín Fierro, que le obligan
a circunloquios y equívocos, a superposiciones: de ahí un ara­
besco rico en la simplicidad del dibujo, aquí un trasfondo de
palimpsesto en la lectura literal de la letra clara, escolar.

TENDENCIA PEYORATIVA
La oposición a lo culto —el “no” a sus afirmaciones— es
una fuerza orgánica del hombre civilizado, un nuevo instinto
cuya raíz está en alguno de los más arcaicos. Se puede mani­
festar en la actitud declarada, en aversiones vitales o en formas
TENDENCIA PEYORATIVA 393
sucedáneas y amortiguadas. Los poemas gauchescos responden
a este concepto y, como correlato de una actitud humana, tienen
por eso mismo vigencia universal. Pero cuando nosotros tam­
bién sentimos que tal conducta es compatible con una óptima
cualidad humana; cuando comprendemos que lo culto es un
andamiaje en el lugar que ha de ocupar algún día lo culto
verdadero —como son andamiajes provisionales la ciencia y la
moral—, no lo sentimos ni comprendemos como una necesidad
beligerante, de ataque a los detritus de la cultura que van ins­
titucionalizándose. Por eso somos hombres cultos más que civi­
lizados. El hombre elemental vive tan centrado en su mundo,
tan inmóvil en su situación definitiva, que no aborrece los pro­
ductos de la cultura. Lo que está más al alcance de su com­
prensión es la civilización, que es la corteza mecánica de la
cultura, no siempre concordante con ella. Se rebela contra lo
falso e inhumano de una y otra, que es lo que también hace
el hombre limpio de corazón que ve noblemente la carcoma
de un fruto aparentemente apetecible.
El poeta gauchesco es mucho más primitivo por su sentido
fresco de la realidad que por su actitud hostil a las formas
urbanizadas de la sensibilidad campesina. Percibe, con su sagaz
instinto de las cosas ciertas, que lo culto está maleado por el
contexto de errores, prejuicios, injusticias y ambiciones de la
misma organización social. Comprendemos que, independiente­
mente de la dosis de doctrina o de prédica que en este sentido
contengan los poemas gauchescos, la actitud humana que reve­
lan corresponde a una saludable disconformidad. El Martín
Fierro expresa taxativamente su desdén por lo culto y urbano,
y en este sentido el libro es un anti-Facundo tanto como su
Autor un enemigo irreconciliable de Sarmiento. La cuestión
política es enteramente insignificante ante esta actitud vital
del Martín Fierro frente a la actitud vital del Facundo , y de
Hernández frente a Sarmiento. Es muy posible que ambas obras
puedan ser vistas como exageraciones y hasta como caricaturas
—es el parecer de Unamuno sobre el Facundo , mucho más justo
aplicado al Martín Fierro—, pero sentimos que ambas contienen
una verdad histórica esencialmente trágica, es decir, histórica,
no tanto en los materiales con que se documentan cuanto en
394 LOS VALORES
la significación de esos materiales para una concepción de la
realidad nacional de más amplios alcances.
Si la rusticidad del Poema, con sus personas y sus costum­
bres, corresponde a una época superada o desaparecida, es algo
que no se resuelve juzgándolo por la exterioridad de las figu­
ras sino por su sentido estructural de una realidad. Con el
mismo criterio, también el Facundo puede ser juzgado una obra
sin vigencia actual. Una y otra obra recogieron a propósito,
según se ha dicho, materiales maliciosamente seleccionados; pero
esto nunca es verdad de las obras representativas de la natura
naturante” de la historia, como son ésas. Aun es discutible que
hayan escogido materiales negativos, pero parece que no puede
discutirse que en la actitud de recoger los materiales significa­
tivos hay en Sarmiento y en Hernández una intención de re­
velar a la superficie el mal profundo; que ambos trataron de
mostrar una tesis y que sus obras responden a los propósitos
de la sátira.
Hernández hizo, efectivamente, una sátira; pero al tomar
partido por aquello que en nombre de la civilización se fusti­
gaba, lo aceptó íntegramente, sin defensas ni sofismas, acen­
tuando tanto los rasgos negativos de la acusación; que toma
contacto con la profunda verdad humana y llega a los soportes
y a los tejidos vivos de la realidad. De manera que el problema
de averiguar qué elementos intencionalmente peyorativos con*
tiene la Obra se confunde con el de una concepción pesimista
de la sociedad. La actitud de Hesíodo ante la civilización ho­
mérica es eso mismo, en un grado de menor virulencia; y el
mismo caso es el de los Idilios de Teócrito: ambos poetas opo­
nen una temática de lo censurado a las formas canónicas del
lenguaje culto y de su fina sensibilidad. En los poemas gau­
chescos, y sobre todo en el Martin Fierro, la temática no signi­
fica tanto la adopción de las formas del pensar como el sentir
y el decir de un mundo inferior que posee, sin embargo, exce­
lentes cualidades sustanciales, no evaluables según la tabla de
la civilización urbana. Los poemas gauchescos, en fin, son ex­
presiones de cultura dentro del orbe campesino, diferenciados
los órdenes rural y urbano como dos “mundos”, en el sentido
de las teorías sociológicas de Tonnies. Son dos concepciones de
la vida, dos formas de ser con arreglo a factores distintos e in­
TENDENCIA PEYORATIVA 395
conciliables; de allí que lo peyorativo, cuando corresponde hon­
radamente al cuadro de uno de esos orbes de cultura, se poten­
cia automáticamente en signo de valor positivo.
La inferioridad de ese mundo de los poemas gauchescos, de
las personas, sus vestimentas, casas, enseres, pautas de conduc­
ta social y moral, carácter de los sucesos posibles según el me­
dio, da un clima con figura de status. Pues ¿no resultaría, de
otro modo, que Hernández ha llevado a cabo una befa, más
cruel todavía que las de sus predecesores, quienes rebajaron con
ánimo festivo a sus personajes y sus tribulaciones? Unicamente
ahondando en ese suelo, en esa verdad, acentuándola y no desfi­
gurándola, podríamos llegar a la comprensión humana de los
problemas propios de un género de vida incomprensible para
el hombre de la ciudad — del otro hemisferio —, inclusive el po­
lítico, que es por excelencia el individuo incomprensivo de los
“todos” históricos. Contrapóngase, si se quiere, como compara­
ción auxiliar, la etnología a la historia, la novela al ensayo, el
caso único de la vida de cualquier ser a la estadística, y se com­
prenderá que el sentido de lo peyorativo aplicado a una rea­
lidad francamente representada es un prejuicio absurdo y has­
ta irracional.
Lo peyorativo en el Martin Fierro es una instancia subraya­
da de lo cierto; por lo tanto, queda por encima de todo juicio
axiológico según las normas del vivir urbano y, sobre todo, de
los usufructuarios de la urbanidad (pues ésta, como la cultura
misma, tiene sus parásitos intestinales que medran a sus expen­
sas). El tono despectivo del Poema no es un ingrediente como
lo emplea la sátira y lo emplearon los predecesores de Hernán­
dez; es un elemento orgánico: es la fealdad de la miseria, la
crueldad, la ignorancia, casi todos los males de la gente sin con­
suelo ni esperanza, fuera de sus vicios y perversidades.
El verdadero desprecio, que sale del alma, va contra las au­
toridades políticas, pero lo satura todo como una atmósfera
cargada, densa. Los personajes se contemplan a sí mismos con
harta lucidez, y se desprecian. Martín Fierro siente más asco que
indignación por lo que le ocurre inmerecidamente. Están arro­
jados a un pantano y el fango les repugna. La única manera
de no caer en condición abyecta es tener conciencia de la in­
famia y sobreponerse inteligentemente a la brutalidad, El len­
396 LOS VALORES
guaje humorístico que todos emplean — menos el Hijo Mayor
— responde a esa conciencia de que viven en un medio envile­
cido, sean los envilecedores justamente los encargados de velar
por la decencia y la equidad, sean los agentes impalpables de
la disolución y el retroceso. Ese mundo bajo en que todos vi­
ven es presentado con implacable veracidad, que es el único
procedimiento de redimir a los inocentes y de no absolver de
culpa a los responsables. En este sentido, todos los personajes
— menos Vizcacha — están desajustados y piensan y hablan con
amargura sarcástica. En ningún instante el Autor transige con
el disimulo; acumula inexorablemente las pruebas; hace que
los personajes muestren sus úlceras, que discurran sobre sus la­
cerias como Job. Es la miseria del estercolero, que no afecta al
alma del hombre ni a la gloria de Dios en la tierra; es la mise­
ria creada, administrada, organizada. El Poema entero baja has­
ta ella, fija ahí su nivel. Un índice para esta clase de valoracio­
nes del Poema nos lo dan las relaciones que se establecen entre
las cosas y las personas. La clase de vida que los personajes lle­
van ha impreso en su imaginación un orden de relaciones con
los seres inferiores y las cosas, que no es simplemente un reco­
nocimiento de la propia inferioridad. Reconocen en seres y co­
sas de los campos cualidades y singularidades que tienen cierta
analogía con los sucesos humanos y las personas. Pero tampoco
es simplemente esto. La imaginación establece esos vínculos
misteriosos y hasta cierto punto irreducibles a una explicación,
que en parte señalan relaciones vivientes y caracterológicas efec­
tivas, en parte la conciencia de la propia desdicha y rebajamien­
to. ¿Por qué, si no, tantísimas veces los personajes se comparan
y comparan a los demás en su aspecto y en sus actitudes y con­
ducta con los animales? Cuando esto ocurre en personajes que
se refieren a sí mismos en arranques de secreta angustia, de im­
potencia, o cuando el símil es despectivo, se comprende bien
que obedecen a un impulso de autonegación, de disgusto que
rebota contra sí. Por encima de lo ingenioso se acentúa enton­
ces la intencionalidad agresiva contra sí mismo, que es el caso
de las comparaciones que usa Martín Fierro. Enumerar algunos
de esos abundantes motivos, puede ser aclaratorio por sobre
cualquier intento de una aclaración expresa. Ese tipo de comJ
paraciones está en boca de todos pero las circunstancias, la
TENDENCIA PEYORATIVA 397
entonación, el propósito, cambian su significado en una gama
que va de la ternura al encono.
Al escapar del Fortín, M artín Fierro dice que va como el pe­
ludo que endereza o se encamina a su cueva, que es el rancho;
también compara su sentido de orientación con el instinto del
rumbo en el chancho. La inspiración de Cruz brota abundan­
te y las palabras salen como ovejas del corral; el Moreno compa­
ra el amor maternal de las madres de color con el del macá; el
coraje es como el del toro; a los hipócritas se los parangona con
los teros y a los puebleros, que se asombran de que el gaucho
sepa cantar, con el avestruz. La vida que llevan los matreros,
durmiendo en las cuevas de vizcachera, se compara repetidas ve­
ces con la vida de los animales, sin otra compañía que la sole­
dad y las fieras. Se insulta a la Negra llamándola vaca, y al
gringuito de ojos celestes se lo compara con un potrillito zarco.
También Vizcacha llama potrillo al Hijo Segundo. Los indios
tienen nombres de animales y fieras, y es sumamente vivida la
correspondencia entre el indio y el caballo que es toda su pre­
ocupación. Abundan en comparaciones de esa clase los conse­
jos del viejo Vizcacha: el chancho, el ratón, la hacienda alzada,
los bueyes, el perro, el burro, el cerdo, el zorro, la vaca, la hor­
miga, los lechones. Completa ese cuadro la misma índole del
viejo, su mancomunidad con los perros, sus hábitos nocturnos
de robar y carnear animales ajenos. Independientemente del po­
der de sugestión que esas referencias y similitudes establecen,
en la eficaz asociación de ideas de la metáfora, el Poema se en­
tona en un registro que del hombre tiende a un reino inferior,
de habitantes del campo, de costumbres zoológicas, que le da,
al mismo tiempo que un marcado sabor agreste, una perspecti­
va de indecible tristeza y de hundimiento moral de quien poco
provecho ha obtenido del trato con sus semejantes. Que por
compensación la fauna de nuestra campaña cobra una proyec­
ción de simpatía, es una verdad que no necesita comentarios.
Uno y otro efecto, sobre todo en quien siente el campo como un
ambiente plenamente configurado con sus cosas, pone al hom­
bre en una relación más estrecha con los seres irracionales y a
éstos en un plano desde donde es posible comprenderlos, amar­
los y compadecerlos; porque, como lo establece claramente Mar­
tín Fierro, sus destinos tienen también una analogía profunda
398 LOS VALORES
con el del hom bre. ¿Y no es la pobreza y el desamparo en que
ellos viven uno de los más evidentes paralelismos que pueden
establecerse, no sólo en la concepción del Poema que responde
a ese sentido de la verdad, sino en el hombre culto cuando en
raptos de clarividencia se siente “puesto en el mundo” bajo la
misma ley pavorosa de existir como ente impenetrable? La enor­
me fuerza y la grandeza del Poema dimanan en grado superla­
tivo de que el Autor ha comprendido ese mundo que habitan
sus personajes, y que no ha introducido en él ningún elemento
de sublimación, manteniendo en todo su desarrollo la tónica
antropológica más que histórica.

FILOSOFIA
Es opinión corriente entre los personajes, que existen dos
formas de saber: el urbano, que acopia conocimientos teóricos,
y el rural, que se basa en la comprensión clara de la realidad.
Tal es, más allá de las ideas de los actores, la convicción de
Hernández, y el Poema se enfrenta al saber inoperante del pue­
blero en defensa del buen sentido y la fresca sindéresis del pai­
sano. Para unos será sonidos y para otros intención, sobreen­
tendiéndose que el hombre culto no ha de penetrar la cáscara
que lo envuelve, mientras que percutirá directamente en las vi­
vencias del hombre del campo. Los consejos de Martín Fierro
(Canto XXXII) comienzan sentando una antítesis: Yo nunca
tuve otra escuela Que una vida desgraciada — No estrañen si en
la jugada Alguna vez me equivoco — Pues debe saber muy poco
Aquel que no aprendió nada. Hay hombres que de su cencía
Tienen la cabeza llena; Hay sabios de todas menas, Mas digo
sin ser muy ducho — Es mejor que aprender mucho El apren­
der cosas buenas (II, 4601-12). Todos los cantores hacen confe­
sión de su ignorancia y Martín Fierro y el Moreno llegan al
alarde, con lo cual afirman los méritos de su saber, que es una
especie de carisma, una ciencia (“el gaucho tiene otra cencia”)
que se aprende en la naturaleza y en la vida. La Payada es una
enciclopedia de ese saber ínsito que se aventura a interpretar,
dentro de una concepción inspirada del mundo, fenómenos que
trascienden la percepción ingenua. Es una metafísica en el gus­
FILOSOFIA 399
to del retórico Moreno. Otra es, sin embargo, la acepción que
ha de darse a la ciencia del gaucho, como se desprende del tex­
to del Poema.
Groussac ha intentado ordenar ese saber según las caracte­
rísticas del mundo en que vive el gaucho. Dice en El viaje in­
telectual:
En un rumor de tempestad, discierne si los rebaños huyen despavoridos
al solo amago de la tormenta o delante de un ataque de los indios. En
un tropel invisible, alcanza a contar los caballos, distingue si vienen
montados y si los jinetes son soldados, salvajes o compañeros de correrías.
Un grito de pájaro, la fuga de un avestruz, la oreja parada de su caballo,
son otros tantos indicios precisos. En la arena blanda o la yerba pisada,
su mirada fija de zahori sigue el rastro reciente hasta dar con el caballo
perdido; la huella familiar no se le escapa en el confuso pisoteo de una
tropa numerosa. Reconoce a media legua, disparándose con las crines al
viento, al potro que señaló el año anterior, entre centenares de compa­
ñeros. Individualiza cada bestia de la manada, al igual que nosotros
cada persona; y sabe lo fuerte y lo débil, las cualidades y defectos “humo­
rales” del caballo que ha elegido, como sabemos la psicología de un
amigo.
En el Facundo, Sarmiento había trazado un cuadro de hábi­
tos y de psicología del gaucho que es también un aspecto de la
adecuación a su medio:
Aquí principia, diré, la vida pública del gaucho, pues que su educación
ya está terminada. Es preciso ver a estos españoles por el idioma únicamente
y por las confusas nociones religiosas que conservan, para saber apreciar
los caracteres indómitos y altivos que le nacen de esta lucha del hombre
aislado con la naturaleza salvaje, del racional con el bruto; es preciso ver
estas caras cerradas de barbas, estos semblantes graves y serios, como los
de los árabes asiáticos, para juzgar del compasivo desdén que les inspira
la vista del hombre sedentario de las ciudades, que puede haber leído
muchos libros, pero que no sabe aterrar un toro bravio y darle muerte,
que no sabrá proveerse de caballo a campo abierto, a pie y sin el auxilio
de nadie, que nunca ha parado un tigre, y recibídolo con el puñal en
una mano y el poncho envuelto en la otra para meterle en la boca mien­
tras le traspasa el corazón y lo deja tendido a sus pies. Este hábito de
triunfar de las resistencias, de mostrarse siempre superior a la naturaleza,
desafiarla y vencerla, desenvuelve prodigiosamente el sentimiento de la
importancia individual y de la superioridad. Los argentinos, de cualquier
clase que sean, civilizados o ignorantes, tienen una alta conciencia de su
valer como nación; todos los demás pueblos americanos les echan en
cara esa vanidad y se muestran ofendidos de su presunción y arrogancia.
400 LOS VALORES
En el Poema se dice repetidas veces que la ciudad es del
hombre instruido y el campo del ignorante; pero esta antítesis,
que también el Facundo sentaba con demasía y buen tino a un
tiempo, tiene en el Martín Fierro un sentido de valor distinto.
Entre nosotros no se ha sentado todavía la coexistencia de dos
series de cosas y de fenómenos sociales que poseen, cada una, la
misma legitimidad de ser con todos sus propios atributos. Esa
dicotomía está hecha claramente en el Poema, y una de las cau­
sas de que no haya sido entendido a fondo es que poseemos sólo
un criterio de juzgar la civilización y la cultura, el de Sarmien­
to, que trazaba una perspectiva desde el foco urbano hacia el
interior del país. En muchísimos conceptos la visión opuesta es
igualmente válida. ¿No advirtieron ya Darwin, los hermanos
Robertson y Head, entre otros viajeros de comienzos del siglo
pasado, la superioridad moral y de carácter del hombre del cam­
po sobre el hombre de la ciudad? T ratar nuestros fenómenos
sociales con una norma forjada para las agrupaciones urbanas,
y leer el texto de nuestra realidad campesina con el mismo cri­
terio que la realidad de las ciudades, que se han formado según
otras leyes y fines, es empezar por hacer incomprensible lo au­
ténticamente rural y dar razón a los otros poetas gauchescos.
Hernández, a este respecto, no solamente defendía como políti­
co la campaña bonaerense y su habitante estable, sino un con­
cepto sociológico que es una' de las recientes conquistas de la
ciencia social.
El Poema equivale a la realidad campesina, y es imposible
que uno y otra, que por igual contienen una connotación verí­
dica e invariante de la psicología y el ambiente rurales, sean
comprendidos sino en su significado cabal. Vemos que los crí­
ticos del Poema, lo mismo que los que podríamos llamar con
igual liberalidad “sociólogos argentinos”, se han cohibido an­
te la necesidad de aceptar un orden de valores que no coincide
con su nomenclatura metropolitana. Han creído indispensable
sublimar el Poema y la vida, aliñándolos a su sabor, para que
les fuera inteligible en su idioma de sofistas. Y hay aquí una
dificultad insuperable: quien podía entender las cosas estaba
incapacitado intelectualmente para hacerlo, y el que captó sus
vivencias en una comprensión ingenua de lo elemental y tectó­
nico, no ha ido, ni podrá ir, más adelante, en su informe intui­
FILOSOFÍA 401
ción, de que muchísimas cosas tasadas con valor negativo son
positivas y sustanciales.
Todo lo que de intención contenía la obra ha sido captado'
por él intuitivamente, y jamás podrá expresarlo, porque para
expresarlo necesita una mentalidad de hombre urbano y el hom­
bre urbano ya no tiene aquel poder de intuición que entra al
contacto de las vivencias. El Poema es una escritura jeroglífi­
ca; mejor dicho, una criptografía. No porque como la Divina
Comedia contenga la flor y esencia del saber más culto, inacce­
sible a los hombres comunes de la época, sino porque la sabi­
duría puesta bajo aspectos groseros es grande y por momentos
de buena calidad. Se trata, evidentemente, más que de una fi­
losofía, de un saber empírico, de una sabiduría, ya que su base
es la inteligencia, no la mecánica de pensar. Revisando los Es­
tudios de historia argentina, de Groussac, encuentro estas pa­
labras:
La lectura verdaderamente nociva y esterilizadora es la que perpetúa la
actitud discipular que estos pueblos sudamericanos han heredado de la
España colonial, y no ha tenido aún su “independencia”. . . Aquel grupo
de dirigentes es el que está amagado de atrofia mental, por inactividad
prolongada del órgano pensante, y si ésta llegara a hacerse crónica, se
pasaría sin transición de la infancia a la vejez, como ciertas civilizaciones
indígenas de este continente... Pero repito que el daño esencial de la
lectura como única operación de la mente, reside en su pasividad: leer
es absorber lo pensado por un extraño; es decir, delegar en otro el
esfuerzo activo que precisamente robustece y desarrolla la inteligencia.
Sería preciso transformar nuestra cultura: instilar en el hom­
bre del campo, todavía sano, el saber de cultura para que de ese
injerto surgiera una conciencia veraz de nuestros problemas.
Con el hombre de la ciudad — el culto — no tenemos nada que
hacer; nada podemos esperar de él. Es un producto híbrido y
estéril de la lectura inasimilada sobre temas de la vida social
de grandes pueblos históricos, y la ignorancia más ridicula, no
de las cosas del país, sino de las del sentido común. No se re­
chaza en vano una realidad en masa sin embrutecerse. El tex­
to dice literalmente: intención; lo que equivale a establecer que
contiene un sentido que no es el literal. Pues lo curioso es que
ese sentido fue captado por el paisano, y que el sentido que cre­
yó encontrar el crítico sagaz, el hombre culto, es el sentido lite­
402 LOS VALORES
ral embrollado en su propia cabeza. Caído el Poema en su ce­
rebro mistificado, la mistificación fue un resultado natural del
análisis del poema. Aunque esa intención es mucho más hon­
da que como se la juzga, no puede ya ser expuesta ni al hombre
del campo ni a nuestro hombre culto de la ciudad. Sólo puede
serle revelada al “extranjero”, al que está fuera del sistema, al
que mira al país como un panorama y no como una anteojera.
Implica una exposición abreviada de la vida nacional, del hom­
bre-habitante de su territorio, en la época y la zona más carac­
terística de su riqueza: “en su frontera”. Epítome de nuestros
profundos males originarios — y ahí va el de la lectura colo­
nial — de estructura y de psicología: aquellos males que, según
Cruz, no son graves, sino que “no tienen cura”. Lo que “siente
el paisano está más allá de lo literal, con otros instrumentos pe­
netra en las reconditeces de la meditación y extrae su diagnós­
tico. Pero lo identifica con una fatalidad, con una suerte inevi­
table de su condición de hombre pobre y desvalido, sin poder
proyectar ese diagnóstico al plano de lo nacional, de lo histó­
rico, de lo étnico. De esa intuición el paisano extrajo una sus­
tancia ineficaz, estéril, porque la reservó para sí como lección,
quedándose con los consejos del viejo Vizcacha, en lo cual hay
una cordura mucho más grande que la de los críticos que supo­
nen que esa filosofía cínica es nada más que una sarta de di­
chos ingeniosos de Hernández. ¿Donde han leído una filosofía
de la historia sudamericana semejante? Seguramente no es eso
bastante para aceptar un contenido filosófico en la criptogra­
fía: acaso no lo hubo. Pero los materiales de la experiencia que
Hernández puso en el texto eran tan de primera calidad, tan
vivos y significativos, que con el tiempo han procreado por sí
mismos una filosofía. Así como los caballos y las vacas en las
llanuras.
Es preciso, antes de proseguir, fijar algunos conceptos fun­
damentales sobre ese tipo de sabiduría empírica, tal como se le
encuentra en el Poema. Para ello son eficaces estas observacio­
nes de Max Scheler (El saber y la cultura):
La cultura soberbia, el saber orgulloso es a priori incultura, y más aún
lo es la presunción. "Culto —me dijo cierta vez un hombre ingenioso—
es aquel a quien no se le nota que ha estudiado, si ha estudiado; o que
no ha estudiado, si no ha estudiado...” Resumiendo: “culto” no es quien
FILOSOFÍA 403

sabe y conoce m uchas modalidades contingentes de las cosas (polimatía),


ni quien puede predecir y dominar con arreglo a las leyes un máximo
de sucesos —el primero es el “erudito” y el segundo el “investigador”—,
sino quien posee una estructura personal, un conjunto de móviles esque­
mas ideales que, apoyados unos en otros, construyen la unidad de un
estilo y sirven para la intuición, el pensamiento, la concepción, la va­
loración y el tratamiento del mundo y de cualesquiera cosas contingentes
en el mundo; esos esquemas anteceden a todas las experiencias contin­
gentes, las elaboran en unidad y las articulan en el todo del “mundo
personal”.
El saber de experiencia de Hernández en el Martin Fierro
es otro que en la Instrucción del estanciero. Aquí denota cuán­
to conoce, empíricamente, de las cosas y oficios del campo; su
saber es técnico, de “investigador”, y aunque casi todas sus ob­
servaciones pudieran ser invalidadas por las ciencias agropecua­
rias y agronómicas, el caudal y eficacia de sus observaciones
permanecería el mismo, en cuanto esas ciencias son universales,
gnoseológicas, y éstas locales, circunscritas a una zona especial
de nuestro campo. Cualquiera que sea mi convicción personal,
que sin duda está de parte de Hernández, aquí quiero signifi­
car que el saber de experiencia del Martín Fierro se refiere a la
vida, a las circunstancias ambientales e históricas de la vida del
campesino en nuestro país — en una zona fronteriza muy elás­
tica, de un tipo humano muy extensamente aclimatado —, mien­
tras que el saber de experiencia de su Instrucción del estancie­
ro se refiere al oficio, a la técnica de las cosas del campo. Por
eso ambas obras son complementarias, no en su sentido y obje­
to, sino en la comprensión de cuál es la tesitura con que la una
y la otra fueron concebidas y realizadas.
Si además se tiene en cuenta la observación del mismo Au­
tor, que tenía clara conciencia de lo que realizaba en su Poema,
en el Prólogo a la Vuelta, donde encomia el valor de los pro­
verbios y refranes, y atribuye al gaucho una capacidad singular
para utilizarlos y hasta para elaborar otros nuevos, estamos en
el centro de esta consideración acerca de la sabiduría que en­
cierra el texto. Esa sabiduría es, pues, de la calidad del saber
universal y eterno de los pueblos, y no creo que la haya de más
fecunda y cierta especie. Porque al saber científico, técnico, sis­
temático se opone ese saber abierto, de metáforas, de fluir y sen­
tir con las mismas cosas que acaecen en la vida. Uno forma el
404 LOS VALORES
texto oficial del método de investigación y de las conquistas en
el mundo de abstracciones y de valores, creado por las ciencias
— particularmente las físicas y matemáticas y el otro es la in­
tuición, la vivencia del todo, del cosmos en el hombre, de lo
absurdo e incoherente que constituyen las leyes de gravitación
y de termodinámica de la historia que no se escribe, que es im­
posible registrar: es la verdadera historia del hombre viviente.
Ese saber no se cierra en un ciclo, no configura un orbe, por
supuesto; pero los materiales que emplea, historias de seres hu­
manos, son los mismos que en las historias de Plutarco o de Tu-
cídides. No hay dos, ni una es superior a la otra, fuera del pre­
juicio académico de que el vivir del hombre en el mundo es
cuestión de escoger casos ejemplares para confirmar una teoría.
Tiene la Obra de Hernández en su favor la literatura y no la
historia, la vida y no la etica, la realidad y no el sistema, la in­
tuición vivencial de las cosas y no el método de clasificación,
definición y valoración. Tiene la vida, como el biólogo la tie­
ne en su microscopio y en su mesa de estudio, tanto en la mos­
ca como en el sapo, o en el esperma del hombre. Esa vida la
tiene ahí y no la desfigura, sino que con gran delicadeza y tacto
la pone de manifiesto iluminándola en los escorzos y planos, en
los cortes y repliegues más significativos. Cualquier cuento de
Kafka — Una colonia penitenciaria, La madriguera , por ejem­
plo — es eso mismo; y la sabiduría que el autor, uno u otro, han
puesto en su tarea ni es inferior ni de jerarquía más baja que
la del hombre de ciencia. El problema de cosas y la capacidad
de la inteligencia son independientes de la ordenación y selec­
ción de los materiales: por este sistema se puede llegar a la crea­
ción de grandes concepciones científicas o filosóficas del m un­
do, pero ya ha dicho Bergson bastante para que sea preciso re­
crear aquí una reiterada teoría sobre “los datos inmediatos de
la conciencia” o sobre “la inteligencia y lo que se mueve”.
El mismo Hernández dijo, refiriéndose por analogía al saber
del gaucho, que es ya imposible discernir lo que ha tomado de
otros y lo que ha puesto de sí; es decir, lo que ha sido probado
como válido por millares de siglos y por millones de hombres,
y lo que él ha puesto de propia creación. Pero si tan iguales
son en calidad el saber del proverbio y del refrán reelaborados,
metamorfoseados, como el propio, muy grande ha de haber si­
LOS REFRANES 405

do éste. Y no encontrar en el Poema, siquiera sea en sus re­


flexiones (porque también lo hay en los conjuntos, en las fi­
guras de hechos alegóricos, en el todo), una sabiduría que se
puede refutar pero no desmentir, que es la flor del saber de la
humanidad, es cerrar los ojos ante los valores vivos y constantes
del saber de intuición para restringirlos como monopolio al sa­
ber de ordenación y de deducción. Dos momentos, sobre todo,
dan la seguridad de que Hernández procedía con vigilante con­
ciencia de esta clase de valores y de su importancia dentro de
la cultura no erudita y no investigadora: una, cuando el Mo­
reno dice: Dende que aprendí a inorar De ningún saber me
asombro (II, 4219-20); otra, cuando el mismo Narrador dice: Se­
pan que olvidar lo malo También es tener memoria (II, 4887-8).

LOS REFRANES
El saber de experiencia de todos los personajes del Poema no
se refiere a conocimientos prácticos pues, sino a conceptos con
que juzgan y analizan los hechos, y a sí mismos. Tan grande y
constante uso hacen de reflexiones con cualquier motivo, que,
de no ser inteligentes y atinadas la lectura se tornaría penosa y
árida. Por el contrario, tan adecuada es la filosofía que profe­
san a las circunstancias de sus vidas; tan de buena calidad las
observaciones y comentarios, y tan profunda en fin, la posición
del hombre que contempla con escepticismo el espectáculo del
mundo circundante, que constituye uno de los valores más po­
sitivos de la Obra. Esas reflexiones, que podrán reunirse en
un florilegio de sentencias agrestes, son equivalentes a los pro­
verbios y refranes, y se expresan en forma de dichos ingeniosos,
espontáneos, que llevan siempre el sello de la personalidad del
creador. Son una modalidad psicológica que refleja el tempe­
ramento, y deben interpretarse para inferir de su envoltura me­
tafórica el sentido traslaticio de lo que se quiere significar. La
clave es sencilla, y, puesto que responden a un modo de ser, sig­
nifican lo mismo que un lenguaje intencional al que cada per­
sona imprime su propio carácter. Hernández definió como pro­
verbios y refranes esos dichos, y en verdad pueden derivar de
ellos, pues de las dos formas de perpetuarse el concepto que
40(5 LOS VALORES
cualquier refrán contiene — repetirlo o asimilarlo —, en el Poe­
ma los personajes poseen el secreto de crearlo más que la me­
moria de reproducirlo.
Hernández reconocía en el paisano de nuestras llanuras un
don natural para esta clase de hablar sentencioso. En el Prólo­
go a la Vuelta explica ese fenómeno que es común, en mayor o
menor grado, a muchísimos pueblos, pero no a todos. Dice el
Autor:
Todos sus refranes, sus dichos agudos, sus proverbios comunes son ex­
presados en dos versos octosílabos perfectamente medidos, acentuados con
inflexible regularidad, llenos de armonía, de sentimiento y de profunda
intención. Eso mismo hace muy difícil, sino de todo punto imposible,
distinguir y reparar cuáles son los pensamientos originales del autor, y
cuáles los que son recogidos de las fuentes populares. No tengo noticia
que exista ni que haya existido una raza de hombres aproximados a la
naturaleza, cuya sabiduría proverbial llene todas las condiciones rítmicas
de nuestros proverbios gauchos. Qué singular es, y qué digno de obser­
vación el oír a nuestros paisanos más incultos, expresar en dos versos
claros y sencillos máximas y pensamientos morales que las naciones más
antiguas, la India y la Persia, conservaban como el tesoro inestimable de
su sabiduría proverbial... Indudablemente que hay cierta semejanza, cier­
ta identidad misteriosa entre todas las razas del globo que sólo estudian
en el gran libro de la naturaleza; pues que de él deducen, y vienen dedu­
ciendo desde hace más de tres mil años, la misma enseñanza, las mismas
virtudes naturales, expresada en prosa por todos los hombres del globo,
y en verso por los gauchos que habitan las vastas y fértiles comarcas que
se extienden a las dos márgenes del Plata. El corazón humano y la moral
son los mismos en todos los siglos.
Estas apostillas encierran por lo menos una valiosísima con­
jetura que puede aplicársele al Autor, en cuanto al procedimien­
to que ha seguido para reelaborar muchos proverbios y refranes
de aquella sabiduría antigua, bajo la rústica apariencia de di­
chos y frases ocurrentes. Pues es indudable que muchísimos de
ellos no son sino viejos refranes reconstruidos en un tono colo­
quial y de hilván en el discurso; trabajo tan hábilmente reali­
zado que “sería muy difícil, si no de todo punto imposible, dis­
tinguir y reparar cuáles son los pensamientos originales del au­
tor y cuáles los que (en su Poema) ha recogido de las fuentes
populares”.
De esa absorción y rcelaboración de los refranes, conservan­
do su intención y su densa decantación de experiencia, lo que
LOS REFRANES 407
piensan y razonan los personajes adquiere una categoría que so­
brepasa el simple buen sentido del hombre inteligente y sin cul­
tura. Cualquier crítica impremeditada contra el valor de esa
materia filosófica llevaría a desengaños no menos bruscos que
si se negara la alta calidad poética persistente bajo las groseras
formas de expresión. El procedimiento de reelaboración y de
adecuación al fluir del discurso puede observarse con neta visi­
bilidad de la factura en los consejos, tanto del viejo Vizcacha
como de Martín Fierro. En ambos pasajes la estrofa contiene
dos y hasta tres sentencias, cuyo origen en muchos casos es im­
posible rastrear. Aforismos y proverbios, refranes y sentencias
han sido macerados y recubiertos de tosco ropaje, sin que su
esencia se haya desvanecido. De las restantes afirmaciones de
Hernández sobre el tema nos queda la impresión, ratificada por
su hermano Rafael, de su predilección por la lectura de esa cla­
se de pensamientos epigramáticos. Adecuados a la conversación
y despojados de su recortada concisión, disimulados como ocu­
rrencias del momento, resaltan sin desentonar con el resto de
la composición. No obstante, es posible percibir que los nume­
rosos dichos sentenciosos no surgen como consecuencia natural
de los hechos, ni se avienen netamente a las situaciones, sino
que unas veces lo preceden a manera de breves digresiones filo­
sóficas, y otras, colocados después, a modo de corolario, tienden
un puente entre el suceso individual y eventual y un orden de
la historia de los sufrimientos humanos. La más lejana utiliza­
ción de esos pensamientos anónimos y casi tan viejos como el
hombre está incorporada a la acción en cuanto no se la descri­
be objetivamente sino a través del Narrador, que tiene a su al­
cance la posibilidad de subrayarlo con personales observaciones.
La Obra entera se proyecta de un sentir y un pensar cuya raíz
no es la contemplación, sino la meditación. Lo que en otros
autores — especialmente en Lussich — es simplemente ingenio,
gusto de formar una frase que sume a su valor descriptivo algu­
na resonancia más honda, en Hernández es una impostación
consciente, un valor invariante, y en esto se diferencia radical­
mente su Obra de la de todos los demás poetas gauchescos. Por
lo demás, esa apelación al saber popular y tradicional como me­
dio de expresión de ideas y sentimientos de sus personajes in­
cultos no es una afectación, sino un hallazgo genial, ya que pre­
408 LOS VALORES
cisamente los pueblos de menor evolución en el plano de la cul­
tura son los que cultivan con íntima vocación la fábula, el cuen­
to mítico y el refrán, las tres formas de la intuición más pene­
trantes en la dura corteza del mundo.
A este respecto formula interesantes observaciones A. L.
Kroeber (en su Antropología general), refiriéndose al arte de
crear refranes, que parecería obedecer a una técnica susceptible
de aprendizaje:
Parece sorprendente que las tribus bárbaras del oeste Africa posean un
tronco de proverbios tan abundantes y expresivos como los que son co­
rrientes en Europa. La tendencia a usar proverbios es lo bastante general
para sugerir su origen independiente en Africa y Europa. Una primera
reacción al paralelo probablemente sea algo como esto: “El negro y
nosotros hemos acuñado proverbios porque ambos somos seres humanos;
la acuñación de proverbios es instintiva en la humanidad.” Sin embargo
tan pronto como se revisan la distribución de proverbios en todo el
mundo, se hace evidente que su acuñación no puede ser espontánea,
puesto que la raza nativa americana no parece haber inventado un solo
proverbio verdadero... Los indios americanos permanecían sin proverbios
porque la invención nunca les fué transmitida.
La forma sentenciosa de hablar de todos los personajes del
Poema cumple plurales fines: denota la índole del locutor, da
a su mentalidad un tono arcaico y popular sin rebajar su in­
trínseco valor de inteligencia pura, permite la perífrasis y el
lenguaje figurado con que llegamos más a lo hondo de las in­
tenciones y acaso del sentido de la vida, levanta el argumento
total por movimientos de balancín, al rebajar una sabiduría pu­
ra a las formas del pensar y el sentir elementales y, en fin, pro­
clama su parentesco, en la familia literaria, con antecesores de
la alcurnia del Libro de Buen Amor, la Celestina y las Coplas
de Manrique.
Angel Battistessa, en su disertación sobre “La génesis poéti­
ca del Fausto”, observa, con carácter general que comprende
también al Martin Fierro, que
algo bastante parecido ocurre con los refranes. Nadie ignora que el re­
franero pertenece al fondo común universal de la sabiduría del pueblo,
pero es bastante frecuente, por falta de mayores referencias o por mera
limitación localista, nacionalizarlo resueltamente y adscribirlo a una región
determinada. Descontados los que proceden de traducción o de calco, por
poco que se tenga alguna familiaridad con la literatura de otros países,
LOS REFRANES 409
pronto se advierte que los más de nuestros refranes son de neta proce­
dencia española; en su caudaloso desprendimiento, el torrente idiomático
no pudo menos que arrastrarlos hasta nosotros. Pero a través de España
ese acarreo procede, no pocas veces, desde mucho más lejos.
En su carta del 8 de noviembre de 1881 a Florencio Madero,
Nicolás Avellaneda le decía:
¿Qué ha estudiado "Martín Fierro”? Antes de conocer sus aptitudes lite­
rarias y de revisar su biblioteca [evidentemente se refiere a Hernández],
ya lo sospechaba, y lo he confirmado después por su propia confesión y
por la inspección de sus libros. Ha estudiado, como Cervantes, los pro­
verbios de todos los pueblos y de todos los idiomas, de todas las civiliza­
ciones, es decir, la voz misma de la sabiduría, como los llamaba Salomón. . .
¿Cómo dejarían de ser populares, cómo dejarían de circular como la luz
y el aire las sentencias o los dichos que no son sino gauchescos en sus
formas, pero que pertenecen al habla de todos los hombres, después de
miles de años? He ahí explicado el secreto de la popularidad de M artin
F ie rro ; he ahí por qué sus dos libros han recorrido por la América que
habla nuestro idioma, de tal manera, que lo habrían enriquecido [otra
vez identifica a Hernández y Martín Fierro] si hubiera podido preverse
este caso único, estipulando la reciprocidad de la propiedad literaria que
hoy no existe... He de pedirle [al doctor Larsen] que estudie los diálogos
de Martín Fierro y que, despojando los dichos de sus expresiones locales,
los restituya a sus verdaderos autores, es decir, al Corán, al Antiguo Tes­
tamento, a Confucio o a Epicteto. Estos dos últimos son, sobre todos, los
autores predilectos de Martín Fierro, y sus dicharachos gauchos no vienen
a ser en el fondo sino proverbios chinos o griegos... Tiene usted, como
nuestro amigo Hernández, este don supremo de recoger lo que es popular,
depurándolo y transmitiéndolo bajo nuevas formas, para que lo sea aún más.
No menos certero fue el dictamen de José Manuel Estrada
(reproducido fragmentariamente en la edición de 1897), quien,
sin entrar al análisis, dio un juicio cabal del Poema en sus as­
pectos más palmarios de obra de reflexión y de crítica social
con estas pocas palabras:
Ni Hidalgo, ni Ascasubi, ni mucho menos Del Campo, han llegado, entre
nuestros poetas populares y gauchescos, a la altura filosófica en que toca
el versificador más incorrecto de todos, D. José Hernández. Martín Fierro
es el tipo culminante del gaucho, es decir: el producto más completo de
una sociabilidad injusta, operando sobre una naturaleza ingénitamente
poderosa y activa. Pero precisamente por ser extraordinario como la poe­
sía lo requiere, no puede guiarnos en los estudios sociales sino subjetiva
y elementalmente.
410 LOS VALORES
Con lo que Estrada quería significar que el verdadero asun­
to del Poema estaba tomado de la realidad reflejada en el alma
del Cantor, puesta ésta en contacto vivo y directo con las for­
mas naturales y puras del mundo en que vivía. En efecto; pero
el resultado fue trascender lo perecedero de esa realidad que
podemos llamar histórica y dotar a los personajes, intencional­
mente reducidos a la última pobreza y a la desnudez verbal, de
una clarividencia de que sólo tenemos absoluta certeza al ter­
minar la lectura y dejar que las figuras se fundan en la tierra
informe de que también nos nutrimos.

VIZCACHA, FILOSOFO MORALISTA


Reconozcamos que el Poema configura un orbe de cultura,
cualquiera que sea su categoría dentro del círculo mayor del país,
y la del país en una órbita más amplia. Es un mundo con sus
cosas, sus seres, sus costumbres, sus acontecimientos, su sino, su
habitat y su tipo común de conducta colectiva. Cada una de
las personas da sus puntos de vista acerca de los hechos, casi
siempre calificados de injustos, en que fatídicamente intervie­
nen, y si puede hablarse de una posición filosófica para extraer
consecuencias de esos hechos y de las propias fuerzas de resis­
tencia, ninguno deja de consignar qué piensa del mundo en que
vive. Pero nadie tiene un dogma o un sistema coherente de
juicios que se pueda aplicar al sistema cerrado de acontecimien­
tos irrevocables de ese m undo. Ha de entenderse, ante todo, que
ese mundo no está en proceso de formación, donde habría fuer­
zas cohesivas y aglutinantes, sino en proceso de regresión y di­
solución, pero con estructura sólida, pautas sociales y líneas de
acción individuales que se oponen o ceden a ellas. Vizcacha
cede; ha formado una filosofía absolutamente pragmática en
que las cosas del mundo y su espíritu están en un estado de
equilibrio satisfactorio. Por eso sus opiniones sólo en parte son
personales (en su estilo), y en parte mucho mayor las que por
propio imperio de las presiones circundantes debieran tener to­
dos. En realidad, Vizcacha se atreve a formularlas en un discur­
so coherente, que se desarrolla conforme a una lógica que ar­
gumenta según una télesis. Esa télesis es de carácter moral, y
VIZCACHA, FILÓSOFO MORALISTA 411
Vizcacha es el moralista que, más allá del bien y del mal, res­
ponde a las incitaciones de su mundo en un diálogo absoluta­
mente sincero. No le importa saber si existe, más allá del hori­
zonte que abarca su experiencia, un país mayor, un planeta. Se
limita a razonar su mundo. No tiene otros principios que los
principios con arreglo a los cuales ese mundo se ha organizado
o desorganizado: es un determinista, un behaviorista en todo el
rigor de los términos.
En definitiva, esto no se ha comprendido; y se quiso abo­
rrecerlo por aplicación de una tabla de valores éticos, posible­
mente existente en “otro orbe”, o se lo invoca para definir con
pocas palabras la actitud acomodaticia de mayor eficiencia. Esos
consejos son la parte más duradera de todo el Poema, y el pa-'
saje es de los que se estampan en la memoria con caracteres in­
delebles. Tal prueba de supervivencia debe delatar alguna ur­
dimbre que coincida ecuménicamente con la urdimbre de una
realidad que trasciende de los límites del Poema, pues no sólo
se recuerdan sus consejos para que se oigan con ánimo festi­
vo, sino para revelar la supervivencia de un status para el que
tales preceptos son válidos. Tan hondamente como en la sabi­
duría popular y universal los refranes desmenuzados en dichos,
estos consejos escépticos de Vizcacha calan hasta los tejidos más
dolorosos de la experiencia hum ana. Se trata, en general, de
males generados por un imperfecto estado social, por un status
de injusticia y brutalidad institucionalizado según las tres fau­
ces demoníacas del Estado político; y la denuncia de esos males
orgánicos y medulares tiene en Vizcacha la misma sana posición
que en los críticos más conscientes de los adversos a todo poder
que, bajo pretexto de mantener la cultura, la civilización y la
dignidad del hombre, lo degradan o lo sublevan, lo emplazan
para que capitule con toda su honradez, o lo conminan a la
hipocresía.
El problema puede ser transferido del minúsculo mundo
del Poema al gran escenario del mundo. La postura de Viz­
cacha ¿no tiene alguna analogía con la de los filósofos cínicos
y con Maquiavelo, Hobbes, Hamilton, H. S. Chamberlain y
Móller van den Bruck? La Lógica Parlamentaria, de Hamilton,
por ejemplo, no contiene menores infamias, en el lenguaje
comprensible para los lores, que el Canto XV de la Vuelta en
412 LOS VALORES
el lenguaje comprensible para los paisanos ignorantes. Otra
cuestión es averiguar si esas obras de política experimental
registrada correctamente son fidedignas o maliciosas, si en­
señan, como los consejos de Vizcacha, el procedimiento más
apropiado para un status social o no. Entonces se ha de con­
testar que, para un estado social corrompido en su tuétano,
esas filosofías son absolutamente válidas y congruentes (mucho
más que las declamaciones de pulpito y de cátedra), y que
tomar partido por esas fuerzas malvadas de la historia es
vencer de antemano. Lo que se plantearon esos espíritus per­
versos fue cómo perpetuar ese status aprovechándolo, y, en vez
de luchar por la corrección radical de esos males que pode­
mos llamar específicos de las sociedades en que el Estado
tiene poder omnímodo de prostituir y depravar, aconsejaron
el método de convertirlo en una industria lucrativa montada
con el auxilio de la inteligencia y de la fuerza. Eso es todo.
Pero Vizcacha no sobrepasa en su absoluto pesimismo el orden
de relaciones entre el hombre de un lugar y época determi­
nados y ese lugar y esa época (con las proyecciones de todo
continuo biológico e histórico).
En un tono paradójico y sin compromisos con un análisis
serio, Francisco Grandmontagne hizo estas afirmaciones (en
el artículo “Schopenhauer y el Viejo Vizcacha”, publicado en
la revista Caras y Caretas):
El pesimismo de Schopenhauer, por su fondo radical y su áspera forma,
parece insuperable. Sin embargo, no le llega ni a la cola al de Vizcacha,
así en el contenido como en el estilo. "A nadie —dice Schopenhauer—
se quiere de buena fe más que a sí mismo y, a lo sumo, a su hijo.” Oigamos
al viejo Vizcacha: Dejá qu e caliente el horno E l dueño del amasijo, etcé­
tera. Todas las enormidades de expresión del autor alemán, todo su vigor
de estilo palidecen ante estos versos en que el pesimismo alcanza su forma
más espantosa...
Plantear así el problema es desnaturalizarlo, y su estudio
exhaustivo llevaría a un tratado sobre psicología o sobre so­
ciología, si no sobre las dos cosas juntamente. Pero ha de
ser de interés fijar esta verdad: que es la filosofía del viejo
Vizcacha la misma de todos los personajes, cuando se expresan
con efusiva sinceridad. Confiesa Cruz: Tampoco me faltan
males Y desgracias, le prevengo ; También mis desdichas ten-
VIZCACHA, FILÓSOFO MORALISTA 413
go, Aunque esto poco me aflige— Yo sé hacerme el chancho
rengo Cuando la cosa lo esige. Y con algunos ardiles Voy
viviendo, aunque rotoso; A veces me hago el sarnoso Y no
tengo ni un granito, Pero al chifle voy ganoso Como panzón
al maiz frito. A mi no me matan penas Mientras tenga el
cuero sano, Venga el sol en el verano Y la escarcha en el
invierno —Si este mundo es un infierno ¿Porqué afligirse el
Cristiano? Hagámosle cara fiera A los males, compañero, Por­
que el zorro más matrero Suele cair como un chorlito; Viene
por un corderito Y en la estacadeja el cuero (1699-1722).
Las reflexiones de los Hijos de Martín Fierro, en parti­
cular las del Mayor y de Picardía, se hacen en la misma pos­
tura; son pesimistas con un dejo de cinismo. Pero es el propio
Protagonista, que ha de dirigir al final sus consejos morali-
zadores, quien dice, por ejemplo, en el Canto III de la Vuel­
ta, que El mal es árbol que crece Y que cortado retoña — La
gente esperta o visoña Sufre de infinitos modos— La tierra
es madre de todos, Pero también da ponzoña. Mas todo varón
prudente Sufre tranquilo sus males— Yo siempre los hallo
iguales En cualquier senda que elijo— La desgracia tiene hijos
Aunque ella no tiene madre. Y al que le toca la herencia
Donde quiera halla su ruina —Lo que la suerte destina No
puede el hombre evitar— Porque el cardo ha de pinchar: Es
que nace con espina. Es el destino del pobre Un continuo
safarrancho, Y pasa como el carancho Porque el mal nunca
¡,e sacia, Si el viento de la desgracia Vuela las pajas del ran­
cho (II, 343-66). Otra es su posición en la prédica a los Hijos.
Esos consejos, comparados con los de Vizcacha, son artificiosos
y sostenidos por el propósito insincero de inculcarles princi­
pios extraídos del sentido moral corriente y no de su expe­
riencia. Lo que él, con toda franqueza y lógica, debió predi­
carles a los hijos era la filosofía de Vizcacha. Pero éste es un
pasaje de la Obra en que se acusa la desviación que hace el
Autor de su empresa hacia los ramales subterráneos que des­
embocan en la misión redentora que asigna a libros como el
suyo en el Prólogo a la Vuelta. Lo que experimentamos leyen­
do esos consejos de moral de catecismo es que Martín Fierro
ha descendido por debajo de su rival, el genuino y noctivago
habitante de la llanura. Responde ese pasaje al mismo espíritu
414 LOS VALORES
contemporizador y de transigencia que llevó a Hernández al
falso e impropio intento de justificar los crímenes de Martín
Fierro por argucias que intercala en su canto. Lo que todos
recuerdan son los consejos de Vizcacha y lo que todos olvidan
son los de Martín Fierro. ¿Habría desmerecido en su perso­
nalidad, en su ser, Martín Fierro, si hubiera formulado las
cínicas consecuencias de Vizcacha tras sus injustos padeci­
mientos y su experiencia de la maldad organizada? Creo que
no, sino muy al contrario. Unicamente habría desmerecido
ante los ojos de los lectores que prefieren rechazar la moral
de Vizcacha y dejar subsistente el status social (en lo inva­
riante y continuo), antes que justificar esa filosofía como pro­
ducto genuino del medio, pues esos lectores prefieren oponer
el último Martín Fierro a Vizcacha, dejando subsistir lo mal­
vado en la sociedad, porque de ello sacan dividendos como
de una industria, y precisamente más holgadamente cuanto
más enérgicamente repudian al verdadero delator del mal
censurado.

LAS “MEJORES” EDICIONES Y LAS PRIMERAS


CRITICAS
Las primeras ediciones del Poema se hicieron en forma de
folleto, en papel de diario, con tapas de color e impresos los
versos a dos columnas con las letras iniciales en mayúscula.
En la Ida los cantos iban numerados con guarismos romanos,
y en la Vuelta con arábigos. La Segunda Parte llevaba lámi­
nas dibujadas y “calcadas en piedra por D. Carlos Clérice, ar­
tista compatriota que llegará a ser notable en su ramo, porque
es joven, tiene escuela, sentimiento artístico y amor al tra­
bajo”, según palabras del Poeta en el Prólogo.
Bajo aspecto tan mísero se disimulaba la riqueza de su
contenido, en la misma forma que los personajes bajo su
sórdida vestimenta, y los méritos de la Obra bajo un lenguaje
rústico y una forma incorrecta. Todo ello se relaciona con
las apariencias, y por una parte dificultó la justa valoración
por el lector culto, que desdeñaba el contenido por su traje.
En cambio, el lector del campo manejaba el folleto no sólo
LAS “MEJORES” EDICIONES Y LAS PRIMERAS CRÍTICAS 415
con familiaridad, sino como cualquiera de las publicaciones
periódicas que se llevaban a la chacra. En forma de libro, con
otra presentación, su éxito habría sido menor, y acaso hubiera
obstado a la íntima comprensión del texto como una historia
que cada cual podía hacer suya. En la Carta a los editores de
la 8? edición, manifestaba Hernández: “Me he servido de este
último elemento [el folleto y no el libro], y en cuanto a la
forma empleada, el juicio sólo podría pertenecer a los domi­
nios de la literatura.” Ambigua manera de identificar la rus­
tiquez de las formas, disociándola de la calidad del conte­
nido, y que puede al mismo tiempo denotar una falta de se­
guridad del Autor en su Obra, por influjo de los críticos o
del incomprensivo entusiasmo de los admiradores.
La lectura del Poema en una de esas viejas ediciones, que
sólo se encuentran en ejemplares ajados y deteriorados por el
repetido e inhábil manejo, da mayor sentido a estas palabras
del Prólogo a la Vuelta:
Un libro destinado a despertar la inteligencia y el amor a la lectura
en una población casi primitiva, a servir de provechoso recreo, después
de las fatigosas tareas, a millares de personas que jamás han leído, debe
ajustarse estrictamente a los usos y costumbres de esos mismos lectores,
rendir sus ideas e interpretar sus sentimientos en su mismo lenguaje, en
sus frases más usuales, en su forma más general aunque sea incorrecta; con
sus imágenes de mayor relieve, y con sus giros más característicos, a fin
de que el libro se identifique con ellos y de una manera tan estrecha e
íntima que su lectura no sea sino una continuación natural de su exis­
tencia.
En cualquier edición de lujo como las que últimamente
se han hecho —con tapas de cuero de nonato e ilustraciones—,
el lector no habría sentido lo que entendía en las otras del
Poema.
En la carta que Hernández dirige desde Montevideo a
los Editores, fechada en agosto de 1874, enumera las “publi­
caciones que se ocuparon de su libro: La República, La Pam­
pa, La Voz del Saladillo, y otros; los cantos del Martin Fie­
rro han sido reproducidos íntegros o en extensos fragmen­
tos por La Prensa, La República, de Buenos Aires; La Prensa,
de Belgrano; La Epoca y El Mercurio, de Rosario; El Noti­
ciero, de Corrientes; La Libertad, de Concordia, y otros pe-
416 LOS VALORES
riódicos... de la prensa oriental, como: La Tribuna y La
Democracia, de Montevideo; La Constitución y La Tribuna
Oriental, de Paysandú, que o lo han reproducido íntegro o en
p a rte ... La publicación ilustrada El Correo de Ultramar...
(editada en París, en español). ^
En la nota de los Editores aparece una observación acaso
sugerida por el Autor:
Aunque nos sea penoso, fuerza es confesarlo: sólo cuando se ha visto la
gran aceptación que este libro tenía en los países extranjeros, la prensa de
nuestro país se apercibió de su mérito, lo estudió y lo hizo conocer como
el verdadero drama de la P a m pa ...
Destino que no es una excepción, sino que está en la ín­
dole de nuestro modo de juzgar las cosas propias, cuando éstas
revelan algún cariz extraño a las normas convencionales de lo
correcto. Juan María Torres le pronosticó esa suerte al Autor,
en carta que desde Montevideo le dirigió el 18 de febrero
de 1874:
M artín Fierro es una creación verdadera, de que debe enorgullecerse la
literatura de su país, y que acaso no será comprendida ni estimada en
lo que vale, porque no debe su existencia a un nombre inglés, francés
o yankee...
Se sabe el éxito que la obra tuvo en el campo. En siete
años se vendieron setenta y dos mil ejemplares de la Ida, de
ediciones autorizadas, y no menos de otros tantos de ediciones
clandestinas. Hernández hubo de iniciar acciones judiciales
para perseguir las ediciones fraudulentas. Y, como indica Tis-
cornia,
este movimiento de las ediciones continuó hasta 1878, en que apareció
la undécima y última de la serie... En 1879 vió la luz la segunda parte
del poema, con el título La Vuelta de M artin F ierro. La primera edición,
hecha por la imprenta "Coni”, fué impresa en cinco series o ediciones de
cuatro mil ejemplares cada una, con el milésimo de 1879 las dos primeras
y el de 1880 las otras tres.
Otras ediciones se hicieron en la imprenta y librería de
propiedad de Hernández. La 14? edición aparece editada por
la Librería Martín Fierro, de Alonso S. González, calle Bo-
LAS “MEJORES” EDICIONES Y LAS PRIMERAS CRÍTICAS 417
lívar 147. Avellaneda consigna el dato de que los almaceneros
pedían docenas de ejemplares, en la lista de artículos comes­
tibles que periódicamente pasaban a los distribuidores ma­
yoristas. .
Las cartas, como los artículos de alguna importancia por la
calidad de quienes los escribieron, están comprendidas entre
los años de aparición de la Ida y de la Vuelta. De modo que,
acaso, la única carta que puede referirse a la Segunda Parte es
la de Juana Manuela Gorriti, cuyo parentesco con Hernández
no se conoce por otra revelación que la del encabezamiento de
esa epístola, fechada en Lima, en abril de 1880: “Primo mío y
querido amigo.” Esta escritora pone de relieve, como uno de
los caracteres eminentes de la obra, su lenguaje “fantasista”, que
encuentra perfectamente vertido del original.
El aspecto del Poema que más interesó a los críticos fue el
relacionado con la vida del paisano en los campos, con la psi­
cología del protagonista (no se alude, en general, a Cruz); con
el estilo en cuanto pieza lexicológica y, muy someramente, con
sus valores literarios. Se le compara con los anteriores poemas
del género.
Los puntos de vista principales de esa correspondencia y
de aquellos artículos destacan la veracidad del ambiente social
en que vivía el gaucho, y el veredicto es unánime, excepto el
juicio de Mitre, que formula objeciones de carácter normativo,
sin desvirtuar lo verosímil en la crudeza de su exposición. Ma­
riano A. Pelliza escribía al Autor, el 21 de marzo de 1873:
Su trabajo, escrito sin duda por mero pasatiempo, responde a tendencias
dominantes en su espíritu, preocupado desde larga fecha por la mala
suerte del gaucho. . . En las luchas civiles la peor parte ha sido para
ellos; y durante la paz armada en que los caudillos han mantenido la
República, el campamento y los fortines los han alejado de la vida labo­
riosa y de los sagrados vínculos del hogar, relajando la constitución de la
familia y bastardeando las generaciones, convirtiéndolos en nómadas habi­
tantes de nuestras inmensas praderas, cuando no están sujetos al yugo
del servicio, que es un lote en el repartimiento de los bienes de la libertad
por cuya conquista tantos años han pugnado.
El juicio de Adolfo Saldías es coincidente:
Al principio de este siglo, el gaucho, con ser que ya había guerreado en
nombre de su patria contra los ingleses, era el más desamparado de la
418 LOS VALORES
suerte y de los hombres. Después del esfuerzo de su patriotismo, sólo le
quedaba la inclemencia del desierto... Requerido constantemente para el
servicio militar que demandaba nuestra guerra de la Independencia, ¿dón­
de se dió una batalla donde el gaucho no lanceó, acuchilló, baleó...?
(Carta del 16 de noviembre de 1878).
Juan María Torres (carta ya citada) le escribe:
Martín Fierro pertenece a esa clase desventurada que en la República
Argentina ha sustituido a la negra, extinguida ya, en los trabajos y sa­
crificios de sangre y de vida, en beneficio exclusivo de las clases más
elevadas o más ambiciosas de la sociedad... ¿Es digno para un pueblo
culto, es honroso para un gobierno que se dice ilustrado, que esto suceda?
Y no hay que decir que el pueblo y el gobierno lo ignoran, pues hasta
los ciegos y sordos lo saben... ¡Los Presidentes, los Ministros ocuparse de
los dolores, de los infortunios de tales gentes! ¡sería asqueroso, indigno de
su carácter y de su ilustración!

Mitre le observa:
No estoy del todo conforme con su filosofía social, que deja en el fondo
del alma una precipitada amargura sin el correctivo de la solidaridad
social. Mejor es reconciliar los antagonismos por el amor y por la nece­
sidad de vivir juntos y unidos, que hacer fermentar los odios, que tienen
su causa, más que en las intenciones de los hombres, en las imperfecciones
de nuestro modo de ser social y político (Carta del 14 de abril de 1879).
José Tomás Guido (en carta del 16 de noviembre de 1878) re­
conocía que:
Las promesas de la Revolución no se han cumplido todavía para los hijos
del Pampero. El rancho de paja no alcanza a proteger a quien lo habita.
Desde la 8? edición, de 1874, las notas editoriales y las que
publica el mismo Autor con su firma —o que evidentemente
inspira él— toman como norte de la intención del Poema el
combatir un estado social que consideran bochornoso. Se lee
en la nota de la 8?- edición:
. . . no solamente viene a poner de relieve las desgracias que sufren nues­
tros paisanos, sino que transmitirá a las generaciones venideras una foto­
grafía fiel de la índole, costumbres, hábitos y lenguaje de ese ser tan
calumniado como digno de encomio, que se llama el “Gaucho Porteño”.
LAS “MEJORES” EDICIONES Y LAS PRIMERAS CRÍTICAS 419
La Carta-Prólogo de Hernández para esa edición omite ya
los aspectos literarios, y se concreta al problema político y social.
En 1897, la 14? edición —inspirada patentemente por el her­
mano Rafael, que suministra las cartas y recortes de periódicos
para la compilación de juicios críticos— insiste en ese tema:
Cualquier observador dotado siquiera de sentido común advierte que el
Sr. Hernández, sirviéndose de una forma literaria al parecer trivial, hace,
en M artín Fierro, la historia de los infortunios de nuestro gaucho, penetrando
con pensamiento de filósofo hasta en lo más íntimo de la azarosa vida de
una clase que, bajo la denominación colonial como bajo la dominación
republicana, sólo ha viviclo víctima obligada de todo género de abomi­
naciones.

Sobre el aspecto psicológico del personaje principal, P. Su-


bieta, en una serie de cinco artículos, señala la exactitud de los
rasgos que le atribuye Hernández. Dice en el tercero de ellos:
El libro del señor Hernández es la expresión más acabada de la vida
psicológica y social del gaucho.
En cuanto a la fidelidad del Poema en el ambiente, los ca­
racteres y el lenguaje, las opiniones son coincidentes, siempre
exceptuado Mitre, cuyo criterio es contrario al verismo en el
arte. Subieta, en el cuarto de sus citados artículos, escribe:
Martín Fierro, más que una colección de cantos populares, más que un
cuadro de costumbres, más que una obra literaria, es un estudio profundo
de filosofía moral y social. Martín Fierro no es un hombre, es una clase,
una raza, casi un pueblo; es una época de nuestra vida, es la encamación
de nuestras costumbres, instituciones, creencias, vicios y virtudes; es el
gaucho luchando contra las capas superiores de la sociedad que lo opri­
men; es la protesta contra la injusticia; es el reto satírico contra los
que pretenden legislar y gobernar sin conocer las necesidades del pueblo;
es el cuadro vivo, palpitante, natural, estereotípico de la vida de la
campaña, desde los suburbios de una gran capital hasta las tolderías del
salvaje. Todos los hechos de la vida se encadenan, todas las esferas de
acción son círculos concéntricos que parten de un centro y se extienden
hasta lo infinito.
El mismo autor perfilaba en el primer artículo su concepto
del mérito primordial de la obra:
420 LOS VALORES
La verdad filosófica se encierra en la concepción, porque responde a las
más sentidas necesidades de una gran clase social, a los principios más
austeros de la moral y a la realidad de los hechos históricos. Laverdad
literaria resplandece en la forma en que hay exactitud y relieves en las
descripciones etnográficas, viveza, precisión y aun concordancias freno­
lógicas entre el retrato típico de los personajes, naturalidad en la narra­
ción de los hechos, en el desarrollo dramático y sobre todo en las
máximas, en los giros del lenguaje y aun en los vicios de la pronuncia­
ción y escritura.
El periódico La América del Sur, recoge en su número del 9 de
marzo de 1879 el parecer de muchos lectores, ofendidos por
el aparente aspecto grosero de la poesía, al decir:
No estamos de acuerdo con su manera de entender el arte, porque en­
tendemos que la verdad no está reñida con la belleza, y que esposible
conservar la originalidad de un tipo sin herir el oído con las desafina­
ciones del verso incorrecto.
La carta de Mitre a Hernández se refiere al mismo tópico:
Creo que usted ha abusado un poco del naturalismo y que ha exagerado
el colorido local, en los versos sin medida de que ha sembrado intencio­
nalmente sus páginas, así como con ciertos barbarismos que no eran
indispensables para poner el libro al alcance de todo el mundo, levan­
tando la inteligencia vulgar al nivel del lenguaje en que se expresan las
ideas y los sentimientos comunes del hombre.
Posición estética más que juicio critico, pues su comentario
a su propio poema Santos Vega, compuesto en 1847, ya había
sentado idéntica doctrina, al decir:
Esta composición pertenece a un género que puede llamarse nuevo, no
tanto por el asunto cuanto por el estilo. Las costumbres primitivas y
originales de la pampa han tenido entre nosotros muchos cantores, pero
casi todos ellos se han limitado a copiarlas toscamente, en vez de poeti­
zarlas poniendo en juego sus pasiones modificadas por la vida del desierto,
y sacar partido de sus tradiciones y aun de sus preocupaciones. Así es
que para hacer hablar a los gauchos los poetas han empleado todos los
modismos gauchos, han aceptado todos sus barbarismos, elevando al rango
de poesía una jerga, muy enérgica, muy pintoresca y muy graciosa, para
los que conocen las costumbres de nuestros campesinos, pero que de
por sí no constituye lo que propiamente puede llamarse poesía.
Sin embargo, tuvo que reconocerle al Autor que “su libro
es un verdadero poema espontáneo, cortado en la masa de la
vida re a l.. . ”
LAS “MEJORES” EDICIONES Y LAS PRIMERAS CRÍTICAS 421
Los únicos versos que Miguel Cañé reconoció de gran estilo
(“de estirpe real”), son los que se refieren a las cualidades rde
la mujer como madre: Yo alabo al Eterno Padre. . en la pelea
con el Indio. Este veredicto basta para comprender cuál era
el buen gusto dominante en los escritores de la época, los que,
como Juan M?' Gutiérrez, no comentaron siquiera la aparición
del Poema.
Otros autores compararon la obra con los anteriores poemas
gauchescos, a continuación del Autor, quien, además de las
alusiones que pone en el texto, lo hizo en su Carta-Prólogo de
la Ida. Los editores de la 14? edición (1897), que atribuimos al
hermano del poeta, Rafael, comentaron:
. . . porque no es como las obras de Ascasubi o Del Campo, simples obras
de entretenimiento, sino el estudio social más completo, más exacto y más
bien intencionado que se ha llevado a cabo entre nosotros...; porque
apartándose completamente de la tradición literaria que dejaron Ascasubi
y Del Campo, siguió nociones propias, vías más rectas e inspiraciones que
tenían su base en el sentimiento popular. La musa de M artín Fierro no
ha sido vengadora, ni se ha preocupado solamente del prestigio urbano,
a costa de la simplicidad de nuestros compatriotas de chiripá y bota
de potro.
Refutando un juicio de José Manuel Estrada, que el pro­
loguista interpretó como adverso —y no lo era—, expone:
... séanos permitido recordarle que la obra del señor Hernández es la
pintura natural de cierta comunión social, no bien estudiada todavía, que
vive, siente y se expresa en un lenguaje peculiar, en el cual no deben
prevalecer ciertamente las reglas gramaticales, sino el pensamiento que la
anima. En nuestra humilde opinión, mucho perdería en este caso la
personalidad del gaucho si las filosóficas inspiraciones del autor de M artín
Fierro hubieran tenido que ajustarse a los preceptos de Bello, Salvá y
de la Academia. No; el estilo original que campea en esa obra es el que
ha debido emplear para que así pueda revelarse toda entera, intus et in
ente , la gráfica figura del gaucho cisplatino.

Nicolás Avellaneda alude al Poema, diciéndole a su amigo


Madero:
Pero nada se hace sin trabajo, y se lo digo por vía de ejemplo, aunque
se trate de los escritos más espontáneos y populares. La difícil facilidad
de que todos hablan debe encerrar una verdad constante y general, cuando
tanto se ha vulgarizado, a pesar de ser üna frase extraída de un arte
422 LOS VALORES
poético y de pertenecer a B oileau... Más de un renombre de cabildo
quedará sorprendido si se dijera que hay a veces mayor estudio en una
página de M artin Fierro que en uno de sus alegatos forenses.
En El payador sentencia Lugones:
El ideal de justicia anima la obra. El amor a la patria palpita en todas
sus bellezas, puesto que todas ellas son nativas de sus costumbres y de
su suelo. Y con ello, es completa la verdad de los detalles y del conjunto.
No hay cosa más nuestra que ese poema, y tampoco hay nada más hu­
mano. Todas las pasiones, todas las ideas fundamentales están en él.
Las nobles y superiores, exaltadas como función simpática de la vida en
acción, que representa el ejemplo eficaz; las indignas y bajas, castigadas
por la verdad y por la sátira. Tal es el concepto de la salud moral. Cuando
el pueblo exige que en los cuentos y en las novelas triunfe el bueno
injustamente oprimido, aquella pretensión formula uno de los grandes
fines del arte. La victoria de la justicia es un espectáculo de belleza.
En ello, como en el amor, el deleite proviene de una exaltación de vida.
Solamente los pervertidos, que son enfermos, gozan con las teorías que la
niegan o defraudan, generalizando, así, el estado de su propia enfer­
medad. Ellos son producto pasajero de las civilizaciones en decadencia.
El tipo permanente de la vida progresiva, el que representa su éxito como
entidad espiritual y como especie, es el héroe, el campeón de la libertad
y la justicia. Y por eso, porque personifica la vida heroica de la raza
con su lenguaje y sus sentimientos más genuinos, encarnándola en un
paladín, o sea el tipo más perfecto del justiciero y del libertador; porque
su poesía constituye bajo esos aspectos una obra de vida integral, M artín
Fierro es un poema épico.

Esta es, sin duda, la cúspide de la “interpretación patriótica”.


De los comentaristas españoles, Salaverría, Azorín y Grand-
montagne, éste es quien ha calado más hondo en los valores
humanos, filosóficos y poéticos de la obra de Hernández. Pero
por sus tallas de pensadores y eruditos, Menéndez y Pelayo y
Unamuno han de figurar en primera línea. No por sus juicios,
como se verá, que adolecen de una radical incomprensión o de
una tendenciosidad que es en el primero de los nombrados un
innato dogmatismo contra la libertad de los pueblos hispano­
americanos, y en el segundo fruto de un precipitado entusias­
mo. Dice Menéndez y Pelayo en su Historia de la Poesía His-
pano-Americana:
Quizá el poema no sea tan genuinamente popular como él [Unamuno]
supone sea, sin duda de lo más popular que hoy puede hacerse; quizá
el pensamiento de reforma social resulte en el poema de Hernández más
LA CRITICA 423
visible de lo que convendría a la pureza de la impresión estética, defecto
que crece sobremanera en la segunda parte titulada L a Vuelta de M artin
F i e r r o ... Lo que pálidamente intentó Echeverría en L a Cautiva, lo realiza
con viril y sana rudeza el autor de M artín F ierro. El soplo de la pampa
argentina corre por sus desgreñados, bravios y pujantes versos, en que
estallan todas las energías de la pasión indómita y primitiva, en lucha con
el mecanismo social que inútilmente comprime los ímpetus del protago­
nista, y acaba por lanzarle a la vida libre del desierto, no sin que sienta
alguna nostalgia del mundo civilizado que le arroja de su sen o...
Y ei juicio de Unamuno, que transcribe en lo esencial Me-
néndez y Pelayo, va más lejos en los dislates y en los aciertos:
En M artin F ierro se compenetran y como que se funden íntimamente el
elemento épico y el lírico. M artin Fierro es de todo lo hispanoamericano
que conozco lo más hondamente español... Cuando el payador pampero,
a la sombra del ombú en la infinita calma del desierto, o en la noche
serena a la luz de las estrellas, entone, acompañado de la guitarra española,
las monótonas décimas de M artin Fierro, y oigan los gauchos conmovidos
la poesía de sus pampas, sentirán, sin saberlo, ni poder de ello darse
cuenta, que les brotan del lecho inconsciente del espíritu ecos inextinguibles
de la madre España... M artin Fierro es el canto del luchador español que,
después de haber planteado la cruz en Granada, se fué a América a servir
de avanzada a la civilización y a abrir el camino del desierto. Por eso
su canto está impregnado de españolismo, española es su lengua, españolas
sus máximas y sabiduría, española su alma. Es un poema que apenas
tiene sentido alguno desglosado de nuestra literatura.
Federico de Onís y Américo Castro se han ocupado del Poe­
ma, y sus juicios se examinan en otro lugar.

LA CRITICA
Casi todos los críticos posteriores a las disertaciones y lec­
turas de Lugones (El payador) han seguido sus pautas. Podemos
fijar, sin ninguna duda, la cristalización del Martín Fierro co­
mo mito, en aquellas épicas jornadas oratorias del teatro Odeón.
Las pautas estaban en realidad trazadas de antemano, para Lu­
gones, no en la crítica sino en la literatura nacional. Lugones
concreta, aplicándola al Martín Fierro, la eterna tendencia nues­
tra a deificar alguna figura, no por espíritu de veneración, sino
por necesidad de poseer un héroe, un santo o un sabio en quie­
nes creer. Eso mismo hace Lugones con Sarmiento, Ameghino
424 LOS VALORES
y Roca, a quienes utiliza para racionalizar su pasión patriótica,
iniciada en La guerra gaucha y en El imperio jesuítico, según
su propia confesión. Naturalmente, la beatificación de Esquiú
responde al mismo estado de ánimo, y no es casual que sea quien
liipostasió política y religión el que antes que otra merezca la
veneración de la santidad. No puede olvidarse tampoco que
Ricardo Rojas escribió una biografía de San Martín con el tí­
tulo El santo de la espada.
Pero las pautas que da El payador de Lugones están ya tra­
zadas de antemano para toda nuestra literatura, que es en sus
dos terceras partes un ditirambo, que se exalta por su propio
entusiasmo, a las glorias nacionales. El tomo de La lira argén-
tina es su texto más significativo. No analiza Lugones el Poema,
sino que levanta su canto a las virtudes del hombre de la pam­
pa que representa las virtudes viriles de la raza y de la historia.
Desde que esa contrafigura se extiende ante la vista del lector,
el lector, que tiene los ojos educados para esa clase de visión
en transparencia, no verá sino aquellos rasgos que coinciden con
su voluntad de ver. Ni vale la pena ni sería útil revisar esas
críticas, que comprenden los extremos que podemos fijar en
Groussac y en Lugones, como límites polares dentro de una
misma concepción ornamental de las letras. Baste elegir al más
prudente y aplicado de esos críticos, Eleuterio F. Tiscornia, cuya
consagración al análisis y comentario del Poema ha sellado su
nombre con un signo sacro de autoridad. Para la crítica y la
hermenéutica argentina equivale al de Menéndez Pidal en
cuanto concierne al Cantar de Mío Cid. La crítica de Tiscornia
no es crítica, sino prurito de justificar y enaltecer; su análisis
no es sino la búsqueda de valores académicos y cidianos en el
Poema; su hermenéutica es de tal superficialidad que asombra
—y arredra— pensar que tal sea la autoridad mayor en esas ma­
terias, pues se trata de simples exámenes gramaticales del tipo
corriente en la enseñanza media. Su Discurso académico, que
en veintisiete páginas y media del Boletín repasa la vida del,
Autor, su anecdotario, las condiciones históricas y psicológicas
de los personajes principales, la documentación y la bibliogra­
fía, los datos de filiación sumarial de Fierro, Cruz y Vizcacha y,
finalmente, un juicio crítico de la Obra, es el resumen de sus
investigaciones. Queda el aspecto filológico en que emplea como
LA CRÍTICA 425
criterio personal los preceptos de la Gramática de la Real Aca­
demia Española de la Lengua, y procura con santo celo patrió­
tico ajustar las desmesuras del “cantor ignorante” con las reglas
de urbanidad de ese código borbónico.
Unicamente así se concibe que en una obra que, por ex­
presa declaración del autor, contiene todas las imperfecciones
del habla popular gauchesca, con sus giros, modismos e impro­
piedades léxicas y sintácticas, pueda buscarse la infracción a la
norma académica como una anomalía. Estudiar el Poema con
arreglo a los cánones de la gramática y no de la lingüística, es
atribuirle al Autor las faltas de sus personajes; y el cuidado de
trasladar con fidelidad esa habla pintoresca, como la causa
misma —y su responsabilidad— de las incorrecciones. Pero no
solamente en este aspecto se convierte automáticamente la crí­
tica en inane y en presuntuosa, porque tiende a demostrar en
el crítico un conocimiento de adquisición muy módica, sino en
un enfoque falso de toda la Obra. La conclusión no debiera
ser el elogio, sino, como en Quesada, Groussac, Obligado, Ar-
gerich, Oyuela, Korn y tantos más, la condenación más irremi­
sible. Pues ¿cómo olvidar que el Autor lo puso fuera de en­
juiciamiento al colocarlo en otra jurisdicción y en otro fuero,
declarando en el mismo texto y en los Prólogos que aspiraba
a otros méritos que los académicos y a otra gloria que la del
panteón de los engendros perfectos? La lengua del Poema es
la lengua llamada gauchesca, el dialecto del castellano en las
llanuras bonaerenses y del litoral rioplatense; su estudio, en
consecuencia, corresponde a la filología y la lingüística, no a la
crítica gramatical, y sus defectos o cualidades han de ser los
de esa habla, pues el Poema refleja con mayor o menor puridad
sus peculiaridades. Artísticamente será tanto más perfecto cuan­
to sus imperfecciones correspondan a las del habla, quiero decir,
cuanto más incorrecto sea el Poema- desde el punto de vista gra­
matical, pero más adscrito a una realidad hablante cuyo valor
relativo debe establecerse con los dialectos hablados en otras
zonas del territorio del castellano, y no como valor absoluto
deducido de la aplicación de un código que en ninguna parte
se observa sino como patrón ideal y normativo.
Pero la crítica al Poema mismo, como obra estética y como
documento histórico y de psicología social, está todavía en
426 LOS VALORES
peldaños más bajos de esa tabla de valoraciones. Hacer con­
sistir el carácter prominente del Poema en su historicidad,
como dice Tiscornia después de dar a entender que Fierro,
Cruz y Vizcacha existieron realmente —contra la afirmación
taxativa del Autor en los Prologos—, es trastornar el sentido
total de la Obra. Pues su historicidad no depende de la auten­
ticidad de los personajes como seres civiles, sino de lo que
representan dentro de la historia de su país. Este error se
ha cometido, con perspectivas mucho más funestas, al juzgarse
el Facundo con arreglo a la exactitud de los datos cronológicos
y topográficos, como si ahí estuviera el sentido de veracidad
histórica, de documento auténtico, sino que existen y existirán
mientras la nacionalidad no pierda los caracteres invariantes
que le dan unidad y fisonomía en el tiempo. Si el carácter
eminente del Poema depende de tan precaria circunstancia
como lo es que soldados llamados Fierro y Cruz Sean los pro­
totipos genéticos de los personajes homónimos, y aun de la
existencia de las listas de 1866, que “acaso anden extraviadas,
pero no perdidas, y aparezcan el día menos pensado, como lo
anhela la investigación”, es confesar que no se tiene concien­
cia siquiera de la Obra que se estudia y de la averiguación
que se realiza. Con esa prueba, absolutamente refutable, de
la existencia real de seres que llevaron los nombres o que tu­
vieron parecido psicológico con los héroes del Poema, no serán
éstos más ciertos, verídicos e históricos. Ni siquiera ha tenido
Tiscornia preocupaciones después de lo que cincuenta años
antes estableció Croce con carácter axiomático: que las per­
sonas y las acciones en poesía tienen su realidad en otras
fuentes que los seres de existencia parroquial. Llega a los
límites de esa ignorancia de carácter técnico y no erudito al
afirmar cosas como ésta: “El protagonista, Martín Fierro, no
es una invención, sino un gaucho auténtico, de carne y hueso”,
pues la prueba de que lo es estriba en las constancias de un
archivo de un sumario policial en el Tuyú, por un preso que
se envía al cuerpo de línea y que se llama como él. ¿No pudo
extraer Tiscornia la consecuencia de que su héroe fue, real­
mente, un delincuente? Estas son enormidades que sólo en­
tre nosotros sirven para consolidar una reputación de erudi­
ción. La consecuencia, en cambio, es que tras la lectura del
LA CRÍTICA 427
Poema, “la imaginación se goza en contemplar la figura total
del protagonista”; y que “este gozo dimana de la presencia
de un tipo humano de belleza física y moral”. Así se desmiente,
gratuitamente, al Autor y a su creación: echándosela a perder
por el elogio que responde al lema de “¡Santiago y cierra
España!”
Finalmente, esta crítica que con un ojo mira al lector y
con el otro al estrado de los jueces y a los lectores, puede des­
naturalizar la Obra, invalidando una de sus bellezas más gran­
des, acaso donde el Autor alcanza lo sublime, para ajustarla
a un prejuicio de aula de colegio de monjas. Basta transcribir
el final de esa crítica, que he tomado como ejemplo sin ani­
madversión y „por considerarla la más sensata de cuantas se
han hecho al Poema, para comprender que la mistificación
y la irresponsabilidad no son juzgadas entre nosotros como
defectos punibles, sino como méritos a la pública considera­
ción. El porqué de que ocurran estas cosas en el terreno de la
cultura es asunto que en otros capítulos se ventilará. El texto
del discurso concluye:
Por eso Martín Fierro es el gaucho perfecto, en categoría de héroe. Tiene
ya en la I Parte del poema las calidades y virtudes de valentía, energía
individual, generosidad y resignación, que pide la poesía heroica.
Y refiriéndose a la II Parte dice:
El tema central, pues, de la II Parte es la asimilación [subrayado por
Tiscornia] del gaucho a la vida regular y democrática. Para esta vuelta
al trabajo de mancomún y a la paz de los hermanos, Hernández ha llenado
de sustancia moral la mente y el corazón de Martín Fierro en los años
de ausencia...
El Poema puede servir eficazmente para un estudio integral
de la cultura argentina. Su contenido —lo histórico, lo filo­
lógico, lo étnico, lo psíquico, lo político, lo artístico, lo ale­
górico— es el material que ha de emplearse para la investiga­
ción; a través de los valores positivos y negativos que se esta­
blezcan, puede llegarse al extremo opuesto, que es la crítica
del Poema. Esos materiales significan tanto para la sociolo­
gía como para la poética, pero el juicio que la Obra ha mere­
cido debe formar parte de esos mismos materiales, toda vez
428 LOS VALORES
que configura un estado de cultura y un índice de la capaci­
dad del hombre culto para entender el sentido histórico de
nuestra vida nacional, y para dar la pauta de cual es el criterio
con que valoramos las cosas de la realidad material y las cosas
de la realidad espiritual. Me sirven perfectamente dos párra­
fos de Borges en su libro Discusión:
Sospecho que no hay otro libro argentino que haya sabido provocar de la
crítica un dispendio igual de inutilidad. Tres profusiones ha tenido el
error con nuestro M artin F ierro: una, las admiraciones que condescienden;
otra, los elogios groseros, ilimitados; otra, la digresión histórica o filológica.
El fútil dispendio de inutilidad no dimana únicamente de
la calidad de la Obra, sino en parte principal de que ninguna
otra ha concentrado el interés, favorable o adverso, de los
críticos literarios. Estoy seguro de que cualquier obra que
hubiese merecido análoga atracción habría provocado el mis­
mo dispendio, pues el arte de derrochar con prodigalidad irres­
ponsable no tiene relación con el objeto que se estudia, sino
con el sujeto que se aplica a estudiarlo. Dentro de esa inutili­
dad hay diferentes clases de garrulería; en primer término, el
estado de ánimo ambivalente y pasional con que el crítico
se apresta a su tarea, pues lo repele el texto entero del Poema
—desde el asunto hasta el lenguaje— al mismo tiempo que le
acucia el deseo de utilizarlo como emblema de cualidades he­
roicas y humanas. La perplejidad nace de que se quiere ex­
traer consecuencias falaces de aquel material, cuya grandeza
está en sí mismo y que, por lo tanto, no puede servir a la de­
mostración de las doctrinas que el Autor sostuvo y que proclamó
en los Prólogos, aunque mucho más categóricamente en el
texto del Poema (la Ida sobre todo). En segundo lugar, el
prurito de ajustar la obra a un ideal personal de lo que cons­
tituye la grandeza de un poeta, y que es imposible compaginar
con la verdadera grandeza de la poesía del Poema. Se pro­
cura, entonces, una traducción del Poema a los valores de las
grandes epopeyas, del Personaje al nivel de los grandes héroes.
Pero es necesario omitir el ambiente; olvidar el mundo en
que Martín Fierro vive y que no tiene realidad, sin él, como
él no la tiene fuera de ese mundo. El crítico cree que su deber
patriótico o profesional consiste en colocar en segundo término
LA CRÍTICA 429

el complejo de las fuerzas sociales cuya monstruosa desorganiza­


ción produce personajes y hechos como los que se exhiben,
lo que equivale a abstraer al personaje para potenciarlo con
cualidades de hombría y de rectitud moral que artificiosa­
mente pueden encontrarse en su conducta y su carácter, pero
desfiguradas precisamente por la presión que en la zona de
frontera ejercen la distante civilización y la cercana barbarie
del pampa.
La inutilidad de todas aquellas críticas, sin ninguna excep­
ción, acusa en la cultura literaria una debilidad insanable,
puesto que se evidencia en el estudio del Poema que mejor
que obra alguna contiene vivos los materiales de una época
y un lugar que han sellado con su impronta casi todos los
capítulos siguientes de nuestra historia, hasta el día de hoy.
No es ya la demostración de la incapacidad de la crítica lite­
raria, es la incapacidad de entender nuestra propia vida his­
tórica y cultural, cuya grandeza —pues efectivamente tiene
grandeza— no puede deducirse de abstraer lo que ellos creen
malo de lo que ellos creen bueno, sino de la suma de todos
los datos que connotan la real realidad. En consecuencia, es
la demostración de que entre el mundo en que vivimos y nues­
tra conciencia hemos interpuesto un sistema completo de des­
figuraciones, que así como en la literatura nos lleva a estable­
cer un patrón de excelencia inspirado en las obras primordia­
les del género heroico, en la realidad de los hechos habituales
nos lleva a desechar, a omitir, a censurar en el sentido psico-
analítico de la palabra cuanto no se ajuste a esos modelos. Y
en la censura queda, a mi entender, la sustancia mater de lo que
puede redimirnos y enaltecernos; como en el Martin Fierro
queda lo grandioso, una vez que se le ha podado para hacer
que el Poema encaje en uno de los engranajes que hacen andar
la maquinaria de prejuicios primarios del crítico. El que no
ve la realidad no puede ver el Poema. Lo que se entiende
por crítica del Poema es un trabajoso artilugio para encubrirlo
y desfigurarlo, hasta que disuelto en una papilla masticada
sirve de alimento a nuestra inconmensurable vanidad. Entre
los críticos desviados de la certera visión por un fenómeno
que se puede calificar de sugestión social por resentimiento,
cae .el mismo Autor. Lo que dice en el Poema, la 8? edición
430 LOS VALORES
y Prólogo a la Vuelta, eso es lo que él sentía con el alma; y
lo que en otras partes de estas dos últimas explicaciones trata
de acomodar al veredicto de sus contemporáneos y a sus ideas
de que el país, después de la Conquista del Desierto, ha cam­
biado su sino histórico, es lo que sentía con su mente, en que
predominaban ya los prejuicios de estirpe, responsabilidad del
legislador y hasta veleidades —tan comunes entre nosotros—
de pedagogo. Esta parte de la crítica del Autor es impersonal,
lo que quiere decir nacional; está bajo la misma ley de las
hipnosis colectivas, y no es él por cierto quien determina esa
derivación al vacío de la crítica, sino al revés. En este orden
de cosas, creo que planteado con claridad, Lugones es el co­
rifeo porque asume la representación del sentimiento argen­
tino en su más difundida tonalidad. En su libro El Payador
hace gala de esa profusión que, como dice Borges, sustituye
a la crítica, y mastica un Martín Fierro para la deglución me­
cánica no solamente del hombre culto promedial, sino del
patriota. Si la obra no ha trascendido del círculo de sus ad­
miradores, es porque la mente del buen lector funciona por
reflejos condicionados de literatura, mientras que su alma, su
“id”, está aún en contacto subconsciente con la real realidad.
Cuando nuestra conciencia se ajuste, en un estado saludable
de equilibrio, con esa realidad —que es más grande que la
otra—, la crítica profusa e inane quedará por sí misma colo­
cada en el desván de las ilusiones de drogas enervantes, de los
ideales farmacéuticos.
Es más o menos eso lo que debe entenderse por la segunda
de las tres causas que tipifica Borges: los elogios groseros, ili­
mitados; en efecto éstos arrancan siempre de un énfasis subje­
tivo, de admiración por negación. Groseros y superlativos, y
en esa clase puede ir incluida la admiración condescendiente,
que elogia en el modelo las propias imperfecciones y se per­
dona a sí mismo en el perdón que otorga al héroe y al poeta.
Finalmente, la digresión histórica y filológica está provocada
legítimamente en cuanto al Poema, desborda de los límites
del recipiente exclusivamente poético e inunda las zonas de
la vida social y del lenguaje. Lo que puede rechazarse es la
técnica de abstraer el elemento social —que el Autor consi­
deraba la sustancia germinal— y el elemento lingüístico para
LA CRITICA 431
derivarlos hacia un pasado histórico abolido y hacia la gra­
mática, dos formas de matar ambos problemas vivos en la
Obra, pues están muertos desde que se divide, con el método
dialéctico imperfecto de Sarmiento, la realidad en civilización
y barbarie y el lenguaje del paisano en analogía y sintaxis.
La eliminación de los indios no es un fenómeno de aniqui­
lación, sino de absorción; lo indígena y lo gauchesco sobrevi­
ven, en una vida parasitaria más segura, a la abolición del indio
y del gaucho. Es no solamente perder el tiempo, sino desfigurar
yr mentir, el considerar que la vida de frontera ha pasado a
pieza de arqueología social, o menos, puesto que la pieza ar­
queológica sigue proclamando en su vitrina del museo una exis­
tencia que no le es posible contemplar al visitante como algo
desligado de su propia vida. Lo que Borges ha indicado como
digresión histórica es más bien una evasión histórica, más la
proyección de los materiales sociológicos que contiene el texto
sobre el territorio de nuestra vida nacional, y su drenaje por
canales artificiales que desembocan en un mar de olvido.
Lo patriótico y lo religioso no se diferencian en un confuso
fanatismo pasional, que descarga en ambos sentimientos una
energía ciega, susceptible de tomar otras vías de expansión.
Joaquín V. González (en La tradición nacional, t. II) ha ex­
plicado bien la unidad de ambos sentimientos en el paisano, y
en otro lugar de este ensayo se citan sus palabras.
Los “elogios groseros” al Martín Fierro responden a un pro­
pósito, y ese propósito es “malicioso”, en cuanto quiere hacer
del Poema una obra literaria y del Protagonista un héroe que
encarne ideales de base. Se ha instaurado, en fin, un culto de
la nacionalidad, según el programa de Lugones en El payador,
que tiene ya su rito en El día de la tradición. Necesariamente
un examen honrado del Poema, y un análisis veraz del Prota­
gonista, ponen a quien lo intente en el Index de la nacionalidad,
fuera de lo argentino, en el destierro. Crean ese culto y ese
rito un territorio restricto que demarca una índole, una postura
vital: lo argentino, de modo que quien se coloca fuera, como en
las prácticas religiosas, pertenece, más que a otra comunión a
otra nacionalidad. En el mito actual del Martín Fierro cualquier
examen del Poema es una hermenéutica del dogma: se ha fun­
dido en un bloque la obra literaria, el documento histórico y
432 LOS VALORES
el sentimiento patriótico; y todo ello ha tomado una colora­
ción pasional. Obediente a esas formas rituales, dentro del ser­
vicio eclesiástico de la nueva fe, encontramos a Leumann, quien
no ha logrado fundar una teodicea, pero ha reunido los mate­
riales supersticiosos del culto, como los editores de periódicos
evangélicos satisfacen una necesidad religiosa que los Evangelios
mismos acaso pudieran frustrar. El libro de Leumann El poeta
creador corresponde a esa literatura adscrita al culto político
de esa fe. Ahí encontramos en M artín Fierro el hombre religio­
so, justiciero, bondadoso, ordenado, servicial; encontramos el
personaje de cera, la imagen de aquel altar aunque esculpida
con manos inhábiles y faltas de fervor. Mañana otro evange­
lista dará al icono rasgos que convengan mejor a la imagen
pasional en potencia, y entonces ese evangelista del Martin
Fierro verá la Verónica. El proceso de cristalización mítica del
Martin Fierro es paralelo a la necesidad de un mito que encar­
ne la nacionalidad; coincide con esa búsqueda del duce, maes­
tro y guía que en otros órdenes de la vida argentina viene exal­
tándose desde 1910, para fijar una fecha comprensible. No ha
creado el Martín Fierro ese culto, sino que él ha sido creado por
esa angustiosa necesidad de fe en nuestro pobre pueblo. El y
otros personajes de la vida real son cristalizaciones de ese in­
forme anhelo de superación; esta superación se busca siempre
en el orden de las ficciones, de las supercherías: he ahí el más
grave daño de nuestra educación y de nuestra herencia. Jamás
se le buscará por los senderos que llevan al país, sino por los
que salen de él. Tampoco ese culto lleva en el fondo del alma,
en lo subconsciente, el ansia de creer en lo que tenemos y en
lo que somos, sino algo muy distinto. Es un mito que nos cierra
los ojos ante la realidad, y el ejemplo es bien claro cuando se
advierte que precisamente en el representante de “aquella reali­
dad” que no se quiere aceptar, que se necesita desfigurar, matar
como pieza arqueológica, sea Martín Fierro o Rosas, se en­
cuentra un coagulante a esa ansiedad. Lo más real que tenemos
en la literatura pasa a ser un instrumento al servicio de la mis­
tificación y el engaño. Pasa a ser un icono en que se depositan
ofrendas, pero en el que nadie cree. Un culto nuevo para adorar
y para no creer; para relevarnos del deber de conciencia de
creer sin adorar. Fue Mas y Pi quien, al contestar en 1913 la
LA CRÍTICA 433

encuesta de la revista Nosotros (n<? 50), dijo que la gloriiica-


ción del Poema era una exageración patriótica (“Hay en esa
reivindicación de Martín Fierro un exagerado prurito patrió­
tico”). Es lo más cierto y lo más sensato que se ha dicho hasta
hoy. Pero es el juicio de un hombre que mira desde fuera, de
un extranjero. El juicio certero de Mas y Pi era una intuición,
condicionada por el conocimiento de otras obras de nuestra li­
teratura, pero más por el de los hechos que tenía ante su vista.
El había contemplado, en los días del Centenario —como yo
alcancé a verla y a sentirla para siempre inolvidable—, una
reivindicación patriótica premomcoria de otras muchas. Fue un
levantamiento del nivel de las aguas que dejó emergentes algu­
nos promontorios, entre ellos el Poema. Sobre ese promontorio
se edificó una fortaleza y un templo; pero había surgido de un
cataclismo y no de un nuevo estrato geológico. El Poema desde
entonces ya no era un poema, sino mucho más y mucho menos.
Acaso Mas y Pi no estimaba la Obra literariamente, ni en sus
otros valores subsidiarios; y en su juicio se limitó a decir lo
que no era y aquello para lo cual se la quería hacer servir.
Lo cual es bastante, pero no todo ni aproximadamente. Todo es
el Poema entero y en cada una de sus partes, que pueden exa­
minarse con la lupa o verse de lejos sin que se encuentre una
sola falla de importancia .Es de verdad un promontorio, pero
no un fetiche. Se le aplicó la lupa no para ver mejor, sino para
verlo más grande; no fue trabajo de investigador, sino de miope.
Y por ese procedimiento quedó en pie lo patriótico y se dejó
de ver lo verdadero; pues la lupa sirve para agrandar a la hor­
miga, pero no a la jirafa. Comenzaron a verse las fallas de im­
prenta y se dijo que no había otras; comenzaron a verse las
letras y se dejó de ver el sentido; al fin no se vio lo que estaba
escrito, sino lo que estaba impreso. Resultó el “otro Martín
Fierro”, el de ellos, el apócrifo, empequeñecido —porque la lupa
empequeñece el todo a lo que cabe en su lente—, el victorioso,
el de la policía que le dio muerte. El Martín Fierro de sus
enemigos —los gobernantes, los militares, los pulperos, los jue­
ces, los “indios” (los que fatalmente absorbieron su mana)—,
visto con un ojo de vidrio, un ojo de vidrio que es precisamen­
te la ceguera. Para adorarlo era preciso embalsamarlo, y me
duele decir que ese trabajo de taxidermia lo realizó, después
434 LOS VALORES
de muerto el hombre por otros, Tiscornia. Con paja donde tuvo
las visceras y las glándulas, su fetiche fue llevado con pompa
funeraria a la Academia; Tiscornia y él “entraron juntos”. Por
ese procedimiento se dejó a Martín Fierro en los campos, olvi­
dado, fuera de la historia y de la gloria, restituido en su soledad
como en la noche final lo entrega Hernández al pueblo. Pues
lo que recogen ellos, lo que embalsama Tiscornia, ¿no era el
“doble” que Hernández entregó a los puebleros para que se
burlaran de él francamente, por el desprecio, o subrepticiamen­
te por su mitificación? El Final del Poema tiene en este mo­
mento otra perspectiva: es la única forma de salvarlo de los
jueces, de lanzarlo vivo, de noche, a los mismos campos que él
recorrió, a los campos donde la historia se “hace” todos los
días aunque nadie la escriba ya.
Esa reivindicación patriótica dei Martin Fierro es la reivin­
dicación por los mismos jueces que él acusó y despreció, y esos
jueces que lo absuelven ahora no procuran sino su propia
absolución.

LA CRITICA VIRA EN REDONDO


La crítica hecha al Poema es casi toda ella anterior a la
publicación de la Vuelta, hecha por críticos que, en sus juicios
acerca del Personaje, toman ante todo el tipo fijado en la Ida.
En general se encuentra acertada la sátira social que presenta
a Martín Fierro como víctima de un estado de cosas injusto y
brutal; pero no podemos deducir qué juicio mereció la Segun­
da Parte, porque también para la crítica “ese mundo” desapa­
rece cuando regresa Martín Fierro del Desierto. La Vuelta cae
dentro de un período en que ya no es de buen gusto aludir
a los desórdenes y atropellos del gobernante, del jefe militar,
del juez. El país se “reorganiza” y en lugar del presente se
coloca ante la visión, como una nueva realidad, el futuro; en
lugar de lo que es, lo que será; el anhelo unánime de prospe­
ridad y paz deja de ser un ideal, con la desaparición del indio
y la llegada del inmigrante, y se convierte en un bien actual.
Por eso la crítica al Poema se detiene en el umbral de esa
“nueva realidad” y casi inmediatamente el hombre culto le
LA CRITICA VIRA EN REDONDO 435
da la espalda; y empieza entonces la segunda fase: primero el
desdén y después el olvido. El Martín Firro se relega, como
las cosas que describe, a un pasado abolido, a un pretérito que
instantáneamente se coloca en condición de prehistoria. Desde
entonces queda ese pasado “fuera de la historia”. El mismo
autor ha de resignarse a aceptar esos puntos de vista, ese vere­
dicto de los grandes hombres contemporáneos. Cuando se re­
fiera a su propia obra, tendrá en cuenta la Ida, y sus insis­
tencias acerca de la misión redentora del Poema son casi una
mirada retrospectiva hacia esa tierra “que ya no pisa el sal­
vaje”.
Sumamente significativo, a este respecto, es el hecho de que
en la memoria popular sólo se fija, de la Vuelta, el personaje
que ha de vencer a Martín Fierro, el Viejo Vizcacha y sus cíni­
cos consejos. El regreso, el encuentro con los hijos, la final se­
paración se alejan a un último plano. La crítica valora al Poe­
ma por sus méritos literarios, y la pelea con el Indio y la Pa­
yada obnubilan todo lo demás. Es cierto que esta Segunda Parte
no contiene materia de sátira social, si se exceptúa el relato
de fronteras de Picardía, anacrónico en todo sentido, a pesar
de la advertencia del Preludio con que Martín Fierro promete
cantar verdades que causarán miedo hasta al que le enseñó a
templar, y que no cumple. La Vuelta está dentro de la con­
cepción canónica de la “nueva era”, y el Poema pasa, como las
cosas que exhibe, a un pretérito definitivamente desaparecido.
En 1880 el Martín Fierro es una obra arqueológica, y los crí­
ticos, empeñados en repetir la empresa de crear una cultura
con lo bueno de nuestra tierra y con lo bueno de las letras
extranjeras, en el plan del Salón Literario, enmudecen y la
obra rueda silenciosamente por los almacenes de campaña, no­
vedosa metamorfosis de la pulpería de los fortines en los pue­
blos. De 1880 a 1910, el Poema sufre un eclipse total. El mis­
mo pueblo prefiere el vástago que se desarrolla hacia lo po­
licial y lo pintoresco, con las novelas Juan Mor eirá, Juan Cue­
llo, Santos Vega y otras de Eduardo Gutiérrez. Ocuparse del
Poema si no es para destacar sus facetas negativas, incriminar
al gaucho su parte en la barbarie de una época borrada de los
anales oficiales, su grosero lenguaje, es cosa que se rejjuta de
mal tono. El movimiento nacionalista, el sentimiento patriótico
436 LOS VALORES
que se asocia al resurgir economico del país, ve en el Poema un
negativo” y habrá de esperar su resurrección, que acontece
inmediatamente después del fervor que todo lo invade como
una ola dionisíaca, en las fiestas del Centenario. Pero el Martín
Fierro que resucitan Lugones, Rojas y Leguizamon trae una
misión: es otra vez un redentor; sólo que si antes lo fue de la
abyecta condición del gaucho, ahora lo será de la tradición,
de las virtudes caballerescas del hijo de la tierra. Contra la
oposición que aún intentó la cultura urbana, Lugones no tiene
mejor defensa que invocar los símbolos varoniles de raza y
hombre en el Poema. Sus palabras del Prólogo a El payador
son altamente significativas, y dan a mi tesis la certidumbre
de una prueba por confesión. Leemos en esa obra:
Así intento coronar —sin que ello importe abandonarla, por cierto— la
obra particularmente argentina que doce años ha empecé con E l im p eñ o
jesuítico y L a guerra gaucha ; siéndome particularmente grato que esto
ocurra en conmemorativa simultaneidad con el centenario de la indepen­
dencia. A dicho último fin, trabajé la mayor parte de este libro hallándome
ausente de la patria; lo cual había exaltado, como suele ocurrir, mi amor
hacia ella.
Y con ese escudo, el absolutamente invulnerable en todas
nuestras contiendas de cultura, ataja los golpes de quienes in­
sistían en ver en el gaucho Martín Fierro un resabio de la an­
tigua barbarie, sin lograr desentrañar de su alegoría al adalid
de “aquella historia reivindicada”. Y Lugones prosigue:
De estar a los autos, había delinquido yo contra la cultura, trayendo a
la metrópoli descaracterizada como una nueva Salónica, esa enérgica evo­
cación de la patria que afectaba desdeñar, en voluntario regodeo con
políticos de nacionalidad equívoca o renegada. La plebe ultramarina, que
a semejanza de los mendigos ignaros nos armaba escándalo en el zaguán,
desató contra mí al instante sus cómplices mulatos y sus sectarios mesti­
zos... La ralea mayoritaria paladeó un instante el quimérico pregusto
de manchar a un escritor a quien nunca habían tentado las lujurias del
sufragio universal.
El payador, que no se refiere sino incidentalmente al Poe­
ma, para extraer de él las pruebas documentales de su doc­
trina de la grandeza del país en la planificación de esa gran­
LA CRÍTICA VIRA EN REDONDO 437
deza por Roca, es el cuño en que se funde la nueva efigie
de aquel patriotismo de destierro que campea después en toda
obra de rehabilitación del Poema. Desde ese momento el Poe­
ma queda convertido en cantera de la nacionalidad, y los crí­
ticos ulteriores se encaminan a esos yacimientos, mejor que
al texto, para cohonestar una concepción épica de la historia'
que, de la Independencia acá, no tiene otro héroe a que acudir
sino ese pobre cantor y peleador que, en lugar de ser un héroe,
sólo viene a representar un papel heroico en la gesta.
Pero ya ésta es, como se advierte sin mayores explicaciones,
la segunda fase de la vida del gaucho, la esplendorosa fase tras
el eclipse, la metamorfosis —y casi el truco con que el eclipse
ha permitido el escamoteo del astro— del Personaje central y
del Poema. La crítica verdaderamente válida, la de los hombres
sensatos, es anterior a la resurrección, y los editores de la
14? edición, en 1897, recopilan esos testimonios, más que como
un resalto de los méritos del Poema, como una propaganda in­
dispensable ante la mengua de su prestigio en lectores, que
dudan ya tanto de lo que significa el Personaje cuanto de la
verosimilitud del estado de cosas que describe. Esa acumulación
de juicios, que hoy es preciosa para valorar el proceso de ale­
jamiento de la realidad y la cristalización de los nuevos valores
ficticios, todos anteriores a 1880, no consiguen rehabilitarlo.
El lector ignorante no ve todavía un mito; el lector culto no
ve ya una copia fiel de la realidad.
Alejandro Korn, que es uno de nuestros talentos menos
maleados por los prejuicios de tribu y de tellus , contestó a la
encuesta de Nosotros (n? 51) inspirándose en el mismo senti­
miento patriótico, para rechazar el Poema por “anacrónico”,
“antiargentino” y “peligroso”, con estas palabras:
No; no puede ser, eso no es argentino. ¿Acaso hemos de tener el valor
de nuestros propios sentimientos y afecciones, hemos de pedir a nuestro
propio ambiente la inspiración artística, hemos de descubrir una veta en
nuestro genio nacional y un paisaje en nuestra llanura? Jam ás... Lugones
no ha hecho obra buena al evocar el poema anacrónico de M artin Fierro,
que hasta la fecha (1913) era el secreto de unos pocos y ahora corre el
riesgo de ser la última novedad. jTodo el gremio es capaz de acriollarse
y abrumarnos con su desborde de poesía gauchescal
438 LOS VALORES
En lo cual había, si no un vaticinio de los hechos verda­
deros, una intuición de la dirección que llevaban las fuerzas
liberadas.

HERNANDEZ CONTRA SI MISMO


La primera influencia nociva de la “otra” crítica, que en­
cuentra que el Martín Fierro es, ante todo, un programa de
redención para el campesino, la sufre el mismo Autor. Pocos,
y superficialmente, encontraron bajo el aspecto rústico del
Poema, bajo la grosera corteza de hechos impropios de un país
civilizado, la consumada habilidad de un escritor que realizaba
con precario instrumento verbal un prodigio de observación,
humanidad y belleza. La inseguridad de cuál sería el mérito
que los hombres cultos habrían de hallar en su obra colocó a
Hernández por debajo de sus propios méritos. La forma era
grosera, fuera de los dictados del arte, pero él no se atrevió
a decir lo que en su conciencia sabía: que con esa forma podía
realizar una obra incomparablemente superior a lo que se en­
tendía por buena poesía culta. Que lo supiera, no dejan dudas
las palabras de Martín Fierro y las propias en el texto de ambas
Partes; no así sus Prólogos, de increíble timidez y modestia.
Es innegable que el Poema se concibió bajo los dictámenes
de su conciencia de buen ciudadano, preocupado por la mise­
rable suerte del gaucho y afligido por el desacierto de los go­
biernos de Mitre y Sarmiento. Pero lo que realiza en la Ida
es algo que supera ese impulso y esa meta. Solamente los dos
cantos de Picardía obedecen a ese programa restringido, y de
la Ida aquellas partes en que Cruz más que Fierro se queja
de las injusticias que se cometen con el gaucho. La Vuelta no
contiene, sino en el preámbulo, palabras acusadoras, y al Final,
recobrado por Hernández el papel de Narrador, para ratificar
sus viejas doctrinas. No son las que tiene ya, aunque tam­
poco se ha extinguido su santo furor.
Pero al presentar su Obra Hernández desconfía de ella, no
porque sea falsa —su veracidad es afirmada ya en el Prólogo y
muchísimas veces insistirá; y nadie se lo ha negado—, sino
porque dentro del género gauchesco existían obras que habían
HERNANDEZ CONTRA Sí MISMO 439
fijado convencionalmente los valores de ese tipo de poesía, con
sus personajes y su clima. Su Obra es otra cosa, y la primera
dificultad que teme es la incomprensión. La verdad es que
Hernández se considera capaz de obras de mayor enjundia —de
las otras, de las malas, que admiraba—, y parece disculparse
de las imperfecciones que pueda haber en sus versos de paya­
dor. Sabemos por Rafael, que estuvo con él en Paysandú, en
1869, que ya entonces comenzó a escribir su Poema; sabemos,
sin que nadie lo diga, que una obra de esa urdimbre y acumu­
lación de conocimientos de toda clase, no se improvisa. No
obstante, inicia su carta a Miguens diciéndole: “Al fin me he
decidido a que mi pobre M artín Fierro, que me ha ayudado
algunos momentos a alejar el fastidio de la vida del Hotel,
salga a conocer el m undo. . . ” El tono general de la Carta-
Prólogo es el de fundar el mérito de su obra en la veracidad
de la copia, sin insistir en que sea una obra que valga por su
labor poética. Dos veces en el Prólogo se refiere a sus prede­
cesores:
Quizá la empresa habría sido para mí más fácil, y de mayor éxito, si
sólo me hubiera propuesto hacer reír a costa de su ignorancia, como se
halla autorizado por el uso en este género de composiciones__ Porque
Martín Fierro no va a la ciudad para referir a sus compañeros lo que ha
visto y admirado en un 25 de Mayo u otra función semejante (referencias
algunas de las cuales, como el Fausto y varias otras son de mucho mérito,
ciertamente). . .
Palabras cautelosas que son las mismas que con más segu­
ridad de sí emplea el Cantor: Yo he visto muchos cantores, Con
famas bien otenidas, Y que después de alquiridas No las quie­
ren sustentar— Parece que sin largar Se cansaron en partidas
(19-24). Seguridad en sí que aparece confirmada, sin ningún
género de dudas, en la Vuelta, siempre por boca de Martín
Fierro, pero que no condicen ya con la posición de apóstol de
la redención del gaucho que el Autor asume en la Carta a
los Editores de la 8^ edición ni en el Prólogo a la Segunda
Parte. La crítica literaria la realiza el mismo Cantor, lo cual
parece dispensar a Hernández de hacerlo, permitiéndole que
juzgue como desde un segundo plano los valores artísticos y
poéticos. En efecto, Martín Fierro ve más lejos que Hernán­
440 LOS VALORES
dez; su gloria está para él en el canto y no en la propaganda
redentorista. Dice: Yo he conocido cantores (¿ue era un gusto
el escuchar; Mas no quieren opinar Y se divierten cantando;
Pero yo canto opinando, Que es mi modo de cantar (II, 61-6),
pensamiento que después parafrasea: Mas yo corto por lo duro,
Y ansí he de seguir cortando (II, 4815-6). Con muchísima cer­
teza, Martín Fierro asume la responsabilidad de colocarse en
la altura a la que llega en sus vuelos: Lo que pinta este pincel
Ni el tiempo lo ha de borrar, Ninguno se ha de animar A co­
rregirme la plana; No pinta quien tiene gana Sinó quien sabe
pintar (II, 73-8); 91-102: Y el que me quiera enmendar Mucho
tiene que saber- Tiene mucho que aprender El que me sepa
escuchar- Tiene mucho que rumiar El que me quiera entender.
Más que lo que ellos relatan, Mis cantos han de durar- Mucho
ha habido que mascar Para echar esta bravata (II, 91-102).
Eso es tener conciencia de lo que se esta haciendo y medir la
altura y la distancia. ¿Por qué Hernández en sus Prólogos con­
diciona su obra a servir como denuncia de un estado de cosas
y hasta como libro de lectura? Es porque no ha encontrado
entre los críticos quien le dijera lo que M artín Fierro sabía,
que cuando ya se hubiesen olvidado todos sus alegatos, e in­
clusive se hubiese olvidado la historia, sus cantos habrían de
durar. Pues lo cierto es que ya —¡tan pronto!— se han borrado
las cosas, pero no lo que pintó su pincel, y que el Poema ha
de vivir muchos siglos más que el mismo país, si es verdadeio
lo que dijo Chesterton de Los caballeros de Aristófanes, que
sobrevivió a Atenas.
Aun en su postura de desafío a la poesía culta, a lo culto
y su red de intereses, Martín Fierro, que señala al comienzo
de la Vuelta que sus cantos han de ser sonidos para los unos
y para los otros intención, se refiere también al contenido de
sus palabras más allá de la esfera del arte. Pero la posición del
Autor es clara: sobrepone su obra sincera, veraz, humana, a
las lucubraciones artificiosas de sus rivales de péñola. La intro­
misión del oyente en el relato del Hijo Segundo da lugar a que
Hernández ataje los posibles tiros bajos de sus críticos acadé­
micos: No es bueno, dijo el cantor, Muchas manos en un plato,
Y diré al que ese barato Ha tomao de entremetido, Que no
creía haber venido A hablar entre literatos. Y para seguir con­
HERNÁNDEZ CONTRA Sí MISMO 441
tando La historia de mi tutor, Le pediré a ese dotor Que en
mi inorancia me deje, Pues siempre encuentra el que teje Otro
mejor tejedor (II, 2469-80). La aceptación del lugar que ha
de ocupar M artín Fierro está fijada por él en la Ida: Me siento
en el plan de un bajo A cantar un argumento ... (43-44), y ya
se determina que existen dos formas de poesía, la culta y la
popular, como lo confirma en la Vuelta: Canta el pueblero. . .
y es pueta, canta el gaucho. . . y ¡ay Jesús! Lo miran como aves­
truz, su inorancia los asombra; Mas siempre sirven las sombras
Para distinguir la luz (II, 49-54).
Es muy significativo que sólo en la Segunda Parte aluda
M artín Fierro al aspecto social de sus cantos. En la Ida resul­
taba la tesis de la exposición de los hechos; pero Hernández
necesita apartarse de su héroe, mostrarlo desde lejos como un
campeón, y poco importa que ya en la Vuelta el pobre Martín
Fierro no tenga nada que incriminar, que su espíritu levan­
tisco se haya moderado y que no exista, a no ser en la vieja
partitura de Picardía en la Frontera, indicio alguno de las cala­
midades de antaño. Pues no basta decir que las cosas seguían
lo mismo, cuando se viene dispuesto a renovar los ataques, lo
cual se deduce de estos pasajes: Tengo tanto que contar Y cosas
de tal calibre, Que Dios quiera que se libre El que me enseñó
a templar (II, 123-6); Hay trapitos que golpiar, Y de aquí no
me levanto. Escúchenme cuando canto Si quieren que desem­
buche —Tengo que decirles tanto Que les mando que me es­
cuchen (II, 151-6). Pues nada de lo que dice Martín Fierro pasa
de ser, precisamente, una defensa de la política del blanco al
arrasar al indio, por la pintura que hace de su barbarie y sal­
vajismo. Apenas, al despedirse, insinúa: Y han de concluir algún
día Estos enriedos malditos— La obra no la facilito, Porque
aumentan el fandango Los que están como el chimango Sobre
el cuero y dando gritos. Mas Dios ha de permitir Que esto
llegue a mejorar— Pero se ha de recordar, Para hacer bien el
trabajo, Que el fuego pa calentar Debe ir siempre por abajo
(II, 4829-40). Palabras extrañas, que en la Vuelta sólo tienen
como premisa otras palabras, no hechos: Vive el águila en su
nido, El tigre vive en la selva, El zorro en la cueva agena, Y en
su destino inconstante, Sólo el gaucho vive errante Donde la
suerte lo lleva. Es el pobre en su orfandá De la fortuna el des­
442 LOS VALORES
echo— Porque naides toma a pechos El defender a su raza—
Debe el gaucho tener casa, Escuela, Iglesia y derechos (II, 4817­
28). Con esto el altivo M artín Fierro tiende, al despedirse, su
flaca mano de mendigo. Y no otra cosa sino un paliativo que
casi invalida todo lo anterior son los últimos versos: Mas naides
se crea ofendido, Pues a ninguno incomodo— Y si canto de este
modo Por encontrarlo oportuno— No e s p a r a m a l d e n i n g u n o
SlNÓ PARA BIEN DE TODOS (II, 4889-94).
Tampoco escapó a Hernández el sentido de simpatía humana
que el Martín Fierro había despertado ya y despertaría en lo
sucesivo, cada vez mayor cuanto con el tiempo fueran justifi­
cándose sus demasías por la adecuación en el ambiente y la
crueldad en los opresores. Refiriéndose a su Obra, ya no como
demanda de justicia, sino como obra literaria, puede asegurar
que No se ha de llover el rancho En donde este libro esté; (II,
4857-8); que el paisano Sentirá en tal ocasión Tristeza en el
corazón Al saber que yo estoy muerto (II, 4874-6); y con no
menos satisfacción: Me tendrán en su memoria Para siempre
mis paisanos (II, 4881-2). Juicio también certero sobre los mé­
ritos de su Obra, fuera de lo literario y de lo social, en la
verdadera misión que tuvo para el pueblo.
Debe señalarse que en la Vuelta se hallan seis versos que,
por su contenido y énfasis, no corresponden al Martín Fierro
que vuelve abatido del Desierto, sino al de la Ida, altivo y
desafiador; pero tienen una seguridad, en la robustez de su
propia Obra, que no se encuentra a su salida, cuando es incier­
ta la suerte que le espera: De naides sigo el ejemplo, Naide a
dirigirme viene— Yo digo cuanto conviene, Y el que en tal
güeya se planta Debe cantar cuando canta Con toda la voz
que tiene (II, 127-32), afirmación que atañe tanto a su misión
de acusar a los gobiernos incapaces como a la fuerza que anima
los cantos del Poema. Esa estrofa pudo haber sido adoptada
como lema por Hernández para sí mismo como poeta.
Es muy visible que en la elaboración del Poema y en los
juicios que al mismo Autor merece su Obra, se confunden los
valores literarios, los humanos, los políticos y los sociales. Desde
las palabras del Prólogo de la Ida hasta las del Prólogo de la
Vuelta, una preocupación de Hernández ha sido que no se
crea que ha falseado la verdad; que se sepa que su Obra res­
HERNÁNDEZ CONTRA SI MISMO 443

ponde al honrado proposito de exponer lo que efectivamente


ocurre en los campos, más allá del horizonte que abarca la
vista del gobernante, y que para ser fiel a su propósito ha to­
mado del gaucho sus costumbres, peculiaridades psíquicas y
giros y modismos del lenguaje. Todo es, pues, real: el Poema
es una obra realista en la que hasta los mismos defectos de
toda layá han de juzgarse como calcos fidedignos de esa reali­
dad. Naturalmente, exagera; porque afirma que su objeto
ha sido dibujar a grandes rasgos, aunque fielmente, sus costumbres, sus
trabajos, sus hábitos de vida, su índole, sus vicios y sus virtudes; ese con­
junto que constituye el cuadro de su fisonomía moral y los accidentes de
su existencia llena de peligros, de inquietudes, de inseguridad, de aven­
turas y de tentaciones constantes,

pues no hay tal cuadro general —sí lo hay en el Santos Vega-


sino algunas notas características para reconstruirlo. Faltan mu­
chas de sus virtudes, todos los trabajos en cuanto forman parte
de una vida ordenada y regular, y los hábitos domésticos; pues
el gaucho que toma como modelo, es el que está privado o el
que se priva de tales condiciones regulares de vida. Tienen
razón quienes han visto en su Poema la pintura del “gaucho
malo”, aunque con nostalgias de una vida mejor.
De ese estricto sometimiento a la verdad resultan problemas
que Hernández comprende que debe aclarar. Tales, en primer
término, los que se plantean por desconocimiento de la vida
rural, y no el menos grave y común:
Cuantos conozcan con propiedad el original podrán juzgar si hay o no
semejanza en la cop ia... [Me he esmerado] en retratar..., lo más fiel­
mente que me fuera posible, con todas sus especialidades propias, ese tipo
original de nuestras pampas, tan poco conocido por lo mismo que es
difícil estudiarlo, tan erróneamente juzgado muchas veces y que, al paso
que avanzan las conquistas de la civilización, va perdiéndose casi por
completo.
Del personaje central afirma, como si se anticipara a des­
mentir la falsa imagen que formarían con él los panegiristas:
Me he esforzado, sin pretender haberlo conseguido, en presentar un tipo
que personificara el carácter de nuestros gauchos, concentrando el modo
de ser, de sentir, de pensar y de expresarse que les es peculiar, dotándolo
444 LOS VALORES
con todos los juegos de su imaginación llena de imágenes y de colorido,
con todos los arranques de su altivez, inmoderados hasta el crimen, y con
todos los impulsos y arrebatos, hijos de una naturaleza que la educación
no ha pulido ni suavizado.
Pero es curiosísimo en grado sorprendente cómo Hernández
ha visto en el modelo no sólo al hombre, al tipo humano, sino
al tipo como personaje de un Poema. Muchos pasajes, por no
decir que toda la Obra, responden a esa doble visión: Martín
Fierro es considerado como un libro. El mismo dice que No se
ha de llover el rancho En donde este libro esté, refiriéndose a
su canción. En el Prólogo se dan ya los elementos que más ade­
lante, no sólo en el desarrollo de la Obra, sino en el proceso
mental del Autor, han de convertir en una realidad las cosas
que ocurren y su relato, los hechos y el canto, el Cantor y el
Autor:
Es un pobre gaucho, con todas las imperfecciones de forma que el arte
tiene todavía entre ellos y con toda la falta de enlace en sus ideas, en
las que no existe siempre una sucesión lógica, descubriéndose frecuente­
mente entre ellas apenas una relación oculta y remota.
El modelo era ya para él una obra literaria: lo que copiaba
no lo convertía de realidad en poesía, sino que lo tomaba ya
así, en su doble significado de cosa y de valor. Este aspecto
equívoco está estudiado en el capítulo sobre psicología de los
personajes. Aquí sólo debo transcribir algunos párrafos del
final de la Carta-Prólogo, en que insiste en que los lectores
no han de atribuir al Autor los defectos que en la obra resulten
por copia fiel del original. Es una reiteración de sus anteriores
advertencias:
Una palabra más, destinada a disculpar sus defectos. Páselos usted por
alto, porque quizás no lo sean todos los que, a primera vista, pueden
parecerlo; pues no pocos se encuentran allí como copia o imitación de
los que lo son realmente.
Entre este Prólogo y el de la Vuelta median siete años, y
dos apenas afines concepciones de la finalidad de su Obra. Pri­
mero fue la pintura fiel del hombre y sus desdichas, del con­
traste entre sus sentimientos y el mundo áspero en que vivía;
HERNÁNDEZ CONTRA Sí MISMO
t
445
después es una depreciación de lo literario en beneficio de la
prédica que comporta. No se atreve a poner su obra frente a
las obras de los autores cultos, como hizo hasta el final Martín
Fierro. En el año siguiente a la aparición de la Ida, escribe
Hernández a los editores: ,
Ellos son autores, y de producciones ciertamente de mayor mérito que
la mía, aunque de diverso género, y ellos saben por experiencia propia
cuán íntima satisfacción derrama en el espíritu de quien ve su pensamiento
en forma de libro el ver ese mismo libro hojeado por los hombres de
letras, honrado con su aprobación y prestigiado con su aplauso.
Después de esta declaración preciso es defender a Hernández
de sí mismo. El se va convirtiendo en uno de los intérpretes
equivocados de su Obra, dejando entrelucir que hubiera pre­
ferido la gloria de los poetas áulicos a la fama del populacho.
Pero su suerte está echada, gracias a Dios, y él mismo no podrá
cambiarla. Su mayor esfuerzo para privar a su Poema de la
gloria que tiene asegurada es justificar inclusive su grandeza
de poema rústico mediante un apostolado que va coincidiendo
más con su carrera política que con sus profundas dotes de
poeta del pueblo. La Vuelta, que —de acuerdo con esos pla­
nes superfetados— debiera ser más que nada una demostración
de que el gaucho se redime con el cambio de sus condiciones
de vida, es lo contrario: el arrepentimiento de haber abando­
nado la Frontera para encontrarse, al volver, con que debe
cambiar de nombre, apartarse de sus hijos y probar fortuna de
nuevo. Y tampoco hay en el texto ilustraciones de hechos que
concuerden con su tesis. Martín Fierro sigue siendo, por arran­
ques esporádicos, el mismo gaucho rebelde, acusador, pero
ahora se convierte en un portavoz del gobierno que había em­
prendido la guerra total contra el indio, y en lugar de ocuparse
de la nueva vida del gaucho bajo nuevos regímenes de go­
bierno, con los cuales el Autor estaba de acuerdo, se limita a
abandonarlo sin ninguna esperanza de que pueda reconstruir
su vida destrozada. El Poema se desarrolla por sí mismo, sin
que Hernández tenga potestad sobre él; ha tomado tal cuerpo
que será imposible someterlo, empequeñecerlo, unido a un pro­
grama cualquiera de política agraria. La Vuelta es la segunda
parte de la Ida, es su continuación, aunque en el alma del
446 LOS VALORES
Autor mucho de su anterior acrimonia haya desaparecido.
Si antes de leerse la Vuelta se recuerdan algunas de sus pala­
bras en la Carta a los Editores y en el segundo Prólogo, se
advertirá que Hernández se esfuerza por poner su creación
como piedra del cimiento de una nueva era social, pero que
el Poema tiene vida y destino independientes de él. Dice en
la Carta:
Las garantías de la ley deben alcanzar hasta él [el gaucho]; debe hacérsele
partícipe de las ventajas que el progreso conquista diariamente; su rancho
no debe hallarse situado más allá del dominio y del límite de la Escuela.
¿Y qué de todo esto se encuentra en la Vuelta? ¿No vuelve
para tener que partir de nuevo, esta vez para siempre?
Su propio libro le parece extraño; lo considera con menos­
precio, aunque intenta justificar su pobreza de presentación,
su mísero ropaje tipográfico. Quiere que sea, tan humilde
como es, una contribución a una nueva era de mayor justicia
y respeto de los hombres. Y concluye:
Terminaré en pocas palabras más. Para abogar por el alivio de los males
que pesan sobre esa clase de la sociedad, que la agobian y la abaten por
consecuencia de un régimen defectuoso, existen la tribuna parlamentaria,
la prensa periódica, los clubs, el libro y por último el folleto, que no es
una degeneración del libro, sino más bien uno de sus auxiliares, y no el
menos importante... Me he servido de este último elemento, y en cuanto
a la forma empleada, el juicio sólo podría pertenecer a los dominios de
la literatura. Pero en este terreno Martín Fierro no sigue ni podría seguir
otra escuela que la que es tradicional al inculto payador.
„ Justifica así, como inherente al género más que como obra
espontánea suya, el Poema entero. Sobre sus pautas, acaso bajo
su consejo, los prefacios editoriales a las ediciones 10? y 11?
abandonan toda consideración de los méritos literarios y se
constriñen al aspecto documental, cuya forma plena adquirirá
en su propio Prólogo de 1879. Leemos en la 10? edición:
El libro lleva en sus páginas los gérmenes fecundos de una reacción moral
en las costumbres argentinas. El despierta sentimientos nobles y dulces
en los habitantes del campo, modifica sus hábitos y llegará a rehabilitarlos
en el concepto público.
CRÍTICA A LA AUTOCRÍTICA 447
En la edición siguiente:
Tan singular producción, que causa maravilla cuando se estudia el pro­
greso de su carrera, no vive y ensancha su crédito por una belleza lite­
raria que no le falta, sino porque, destinada especialmente a defender
una clase abatida por los abusos del poderoso, cada uno de los habitantes
de la campaña necesita buscar en la lectura la razón de su derecho, casi
siempre desconocido, y tener a la vista el drama palpitante del sufrimiento
y la desolación, que una política errada presentaba cada día en las vastas
soledades del desierto.
Como se refiere a la Ida, estas palabras, exageradas en su
alcance y en el concepto lato del derecho, pueden concertarse
con la tesitura de la Ida; pero no tienen justificación dentro
del plan de la Vuelta que ya preparaba el Autor, pues su con­
cepción entera está fuera de esa tesitura. Unicamente críticos
como Menéndez y Pelayo, cuya labor le obligaba a lecturas
superficiales, cuando no a colegir de otras noticias, pudo aven­
turar la opinión de que, sobre todo en la Segunda Parte, la
faz política y social eclipsaba con demasía a la política. Eso
está en el Prólogo, no en el texto, fuera de las anacrónicas
ínfulas con que Martín Fierro intenta engarzar la nueva can­
ción al módulo de la antigua.
Este Prólogo confirma el de la Ida, con fundamentos más
serios en cuanto a los valores literarios, al contenido filosófico
y particularmente en lo que se refiere al lenguaje. Estos pun­
tos de su doctrina se analizan en los capítulos que tratan esos
temas en este libro. Aquí sólo debo recoger, como una cons­
tancia para ulteriores deducciones sobre el concepto de lo so­
cial en Hernández, y como prueba de que su obra ha sido
deformada ante sus propios ojos, por la inanidad y la inepcia
de los críticos, aquello que se refiere a la misión de su libro.

CRITICA A LA AUTOCRITICA
En la Carta-Prólogo, en la Carta a los Editores de la 8?
edición y en el Prólogo a la Vuelta manifiesta Hernández el
propósito de que su Poema cumpla la función aneja de mejo­
rar la situación del trabajador del campo. Progresivamente,
en esas tres declaraciones, la Obra es considerada por el Autor,
448 LOS VALORES
al mismo tiempo que en sus valores poéticos y técnicos, como
instrumento de propaganda para despertar en el campesinado
el deseo de superar su condición moral, y en los dirigentes
políticos el interés por el reconocimiento de los derechos de
esa “clase desheredada”. La doctrina que surge del Poema
mismo es otra, y, excepto alguno versos sueltos que restringen
el verdadero alcance de las ideas de los personajes principales,
se proyecta más bien a la pintura de un cuadro de costum­
bres cuyo desorden y descomposición cala hasta el meollo del
estado del país. Los Prólogos, pues, son superfetaciones doc­
trinarias que el Autor escribe a posteriori, bajo el influjo de
su propia vida de político y estanciero y del círculo de perso­
nas con quienes convive, mientras que el Poema se genera en
un sentimiento mucho más franco y exacto de la realidad. La
finalidad que intenta darle al Poema, puesto al servicio de
una prédica, apenas tiene relación con el significado del mismo
como obra estética y representativa de una vivencia en que los
seres y las cosas existen en un horizonte y un destino cerrados.
Hay gran distancia entre lo que afirma el texto del Poema y
lo que explica con ánimo exculpatorio, la anodina tesis de
los Prólogos. En el fondo, Hernández necesitaba justificarse a
sí mismo de su descenso a una empresa de cuyos gloriosos va­
lores sólo se percataba en el acto de la creación. El trabajo
mental de esa creación artística no tenía cotización en el ám­
bito de sus relaciones sociales, y le faltó la voz persuasiva de
aquellos a quienes él respetaba, para comprender, interrum-'
pida la tarea, que valía mucho más —y era por añadidura in­
conmensurable— que lo que podían todos juntos realizar en
las Cámaras. El texto es categórico en su inconmovible seguri­
dad de que la Obra contiene en sí todo lo que necesita para
vivir sin depender de la tutela de su utilidad, pero los Pró­
logos pretenden sostenerla como instrumento auxiliar de una
imprecisa campaña educacional o legislativa. Martín Fierro
había fijado esa inconmovible seguridad, al atribuir a sus can­
tos más duradera existencia que a las personas y a los cosas
que cantaba. Esa era toda la misión del libro y del Autor,
sin necesidad de un fin derivado, que tampoco se percibiría
en el texto sin sus insistentes advertencias. Sin sus escrúpulos
de caballero de la buena sociedad, los Prólogos habrían con­
CRÍTICA A LA AUTOCRÍTICA 449
tenido otras declaraciones, al menos no inferiores a las de su
héroe. Sentimos, leyéndolos, la misma tristeza que nos daría
enterarnos de que Aristófanes hubiera explicado sus comedias
como intento de inclinar a los políticos y los militares de su
tiempo a cordura y decencia mayores. Chesterton, en su Dickens,
ha dicho muy bien cuál es el valor de las obras literarias cuyo
asunto está extraído de la vida social:
El libro serio de Dickens sobre América [el M artin Chuzzlewit] no fué
más que un cohete, ¡y todavía un cohete húmedo! En todo caso, sabemos
que América sobrevivirá a golpes como ése. Pero la obra imaginaria de
Dickens bien pudiera sobrevivir a América. Bien podría sobreviviría,
como Los caballeros de Aristófanes han sobrevivido a Atenas.

En el Prólogo a la Vuelta la desviación del objeto exclusivo


de la obra de arte llega a la formulación de todo un programa
de educación popular, exceso que jamás se podrá comprender
sino como una justificación indirecta del Autor, que parece­
ría que quisiera usar de la fama de su Obra como un antece­
dente de su carrera política, ya en funciones de legislador.
Leemos en ese Prólogo:
[Ojalá hubiera un libro que gozara del dichoso privilegio de circular
incesantemente de mano en mano en esa inmensa población diseminada
en nuestras vastas campañas, y que bajo una forma que lo hiciera agra­
dable, que asegurara su popularidad, sirviera de ameno pasatiempo a sus
lectores, pero: Enseñando que el trabajo honrado es la fuente principal
de toda mejora y bienestar; Enalteciendo las virtudes morales que nacen
de la ley natural y que sirven de base a todas las virtudes sociales;
Inculcando en los hombres el sentimiento de veneración hacia su creador,
inclinándolos a obrar bien; Afeando las supersticiones ridiculas y genera­
lizadas que nacen de una deplorable ignorancia; Tendiendo a regularizar
y dulcificar las costumbres, enseñando por medios hábilmente escondidos
la moderación y el aprecio de sí mismos, el respeto a los demás; estimu­
lando la fortaleza por el espectáculo del infortunio acerbo, aconsejando la
perseverancia en el bien y la resignación en los trabajos; Recordando a
los padres los deberes que la naturaleza les impone para con sus hijos,
poniendo ante sus ojos los males que produce el olvido, induciéndolos
por ese medio a que mediten y calculen por sí mismos todos los beneficios
de su cumplimiento; Enseñando a los hijos cómo deben respetar y honrar
a los autores de sus días; Fomentando en el esposo el amor a su esposa,
recordando a ésta los santos deberes de su estado; Encareciendo la felicidad
del hogar, enseñando a todos a tratarse con respeto recíproco, robuste­
ciendo por todos estos medios los vínculos de la familia y de la sociabi­
450 LOS VALORES
lidad; Afirmando a los ciudadanos el amor a la libertad, sin apartarse
del respeto que es debido a los superiores y magistrados. ..
Estos fines que, indirectamente atribuye a su Martín Fierro,
resultan de una incongruencia y trivialidad inconcebibles, y
hasta parecerían provenir de un párroco rural, empeñado en
extraer consecuencias moralizadoras a ultranza. De juzgarse
a Hernández por estas opiniones sobre su Obra y sobre los
móviles y resultados de cualesquiera otras, tendríamos que atri­
buirle una ceguera inhibitoria. Afortunadamente, esas opinio­
nes están tan divorciadas de su propia Obra que no la afectan
y sí nos aseguran de que esta postura tardía y negativa res­
ponde a un modo de ser auténticamente burgués del Autor,
y a la necesidad de poner a Martín Fierro un indumento
aseado para presentarlo en la Legislatura. En este Prólogo
Hernández justifica cualquier sandez de los críticos ulteriores,
porque jamás se podrán superar puntos de vista tan perfecta­
mente acomodados al criterio más patriótico y vulgar. No del
Poema, sino de ese Prólogo ha sacado una interpretación ab­
surda de lo que el texto proclama el más estudioso de los
críticos, Tiscornia. Dice en su “Discurso”:
El tema central, pues, de la II Parte es la asimilación del gaucho a la
vida regular y democrática. Para esta vuelta al trabajo de mancomún y
a la paz de los hermanos, Hernández ha llenado de substancia moral la
mente y el corazón de Martín Fierro en los años de ausencia. Las ense­
ñanzas de la amargura y de la reflexión solitaria han operado en Fierro
la conversión de la fuerza disociadora de un individualismo cimarrón en
energía constructiva para la empresa nacional. Y por eso el mismo Fierro,
en posesión de su destino último, repudia un pasado impulsivo: “Yo ya
no busco peleas” (II, 4513) y reclama, como portavoz de los gauchos,
las prerrogativas de los hombres civilizados: “Debe el gaucho tener casa,
Escuela, Iglesia y derechos” (II, 4827-8).
Opiniones de general aceptación que se deducen lógica­
mente del Prólogo, Como ésta de Leuman (en la “edición
crítica” del Poema):
Hace años procuré demostrar que el M artin Fierro es un poema elemen-
talmcnle religioso. Por su vasto espíritu abierto al infinito, su propósito
de redimir a una raza y la insistencia profética con que figura en su
argumento el problema del Bien y del Mal. Y que lo sería aunque no
se invocase, en lugares numerosos, a Dios y a la Providencia.

t
CRITICA A LA AU TOCRÍTICA 451
En medio siglo ha cuajado una hermenéutica fabulosa sobre
el Poema, elaborada colectivamente “ad majoren Patriae glo-
riam”. El propio Autor ha de ser considerado como un pro­
motor de esos yerros que de antemano tienen ganada la opinión
pública.
La justa valoración del Poema la hace Martín Fierro, un
poco en el Preludio y mucho más en el Preludio y el Final
de la Vuelta. Martín Fierro es la parte humana, terrestre,
del "id” de Hernández; su crítica literaria y social está cen­
trada en él, tiene su ingenua y viril conciencia de la realidad.
La crítica de Hernández es una refutación de la filosofía pe­
simista de su personaje, que se apoya en casuales declaracio­
nes de éste, como su repudio de la barbarie como antítesis de
la civilización, y en sus modestas aspiraciones a tener casa,
escuela y derechos. Tal apostasía de Hernández lo transfiere
a la clase de los críticos que confunden los males orgánicos
con las perturbaciones de simple desajuste. El Poema ha de
servirle para sacar consecuencias ilógicas, convirtiéndolo en una
cartilla y en un catecismo de civismo y moralidad de escuela
primaria.
Pero lo grave de esa actitud no consiste únicamente en que
se nos presenta el Autor en su secreta personalidad de descen­
diente de familias patricias, que compadece a los pobres como
a componentes de una extensa servidumbre doméstica, sino
en que se alia con los lectores que falsean el sentido de la lec­
tura. Esos lectores que de las historias veraces, de las crónicas
y aun de las cosas ciertas extraen conclusiones arbitrarias, son
legión y se reclutan en logias sin domicilio, en conjuración
permanente contra la verdad. Responden tácitamente a la con­
signa de enaltecer lo que ellos suponen que es bueno, porque
se acomoda a su criterio y a su satisfactorio ajuste con la rea­
lidad, y rechazan como pecaminoso e insurgente lo que humil­
demente expresa la tesis cierta de aquella realidad. Propugnar
que “el trabajo honrado es la fuente principal de toda mejora
y bienestar”, que se ha de “recordar a los padres los deberes
que la naturaleza les impone para con sus hijos” y “fomentar
en el esposo el amor a su esposa, recordando a ésta los santos
deberes de su estado, encareciendo la felicidad del hogar, en­
señando a todos a tratarse con respeto recíproco, robusteciendo
452 LOS VALORES
por todos estos medios los vínculos de la familia y la socia­
bilidad”, y utilizar para ello el Poema es una inconsecuencia
sarcástica. Es el arrepentimiento del Autor ante su propia
creación; el mismo arrepentimiento de los prohombres que no
quisieran que el país fuera como es, y que no pudiéndolo
modificar a su arbitrio, lo desfiguran en su sentido haciendo
de la realidad un texto que puede leerse ad libitum. De ahí
nace la alabanza de lo aparente, la construcción de una gran
fachada que encubre al país entero cuya grandeza y pujanza
convierten en una caricatura. Nuestros peores ciudadanos y
nuestros más nefastos críticos son los que alaban, porque como
no sienten en su alma ni que sea digno lo que defienden ni
que sea indigno lo que desdeñan, sus palabras son frías, ama­
neradas y vacuas. En el fondo, despreciamos siempre, porque
hemos invertido la tabla de valores y aquellos puestos en la
cúspide han de ser sostenidos a pulso. De las cosas hemos
aprendido la lección de que hay muy poco que merezca res­
peto, y que una reputación vale lo que una obra bien lo­
grada. Formamos la reputación en vez de trabajar honrada­
mente en la obra, la adoramos y por dentro nos burlamos. Con
tristeza, por supuesto, porque quisiéramos que la obra naciera
de su reputación y eso es imposible. El mismo Hernández nos
ha enseñado a no examinar las obras, a que fundemos una
minúscula grandeza mentida en lugar de la enorme grandeza
cierta de su Obra. Obedece así a lo que podríamos llamar la
energía secreta de la mentira que imposibilita la realización
de una obra del espíritu verdadera, y que cuando —como en su
caso— la realiza, trata de adaptarla al juego hipócrita uni­
versal. De antemano, la obra excelente, que se nutre de lo
real de la realidad, está condenada a perecer en el silencio o
a petrificarse tomando la fisonomía de las cosas circundantes.
No sólo hacemos de la impostura una verdad, sino de la ver­
dad una impostura. En ambos procesos yace secreta la incre­
dulidad, la fatal tendencia del incrédulo a matar el sentimiento
vivo de la fe con el sentimiento muerto de la rutina. Ninguna
de nuestras obras valiosas es examinada a fondo (Facundo,
Amalia, Martín Fierro, El Ombú, La ciudad indiana), porque
se teme que también ellas sean ficticias, o que al comprenderse
lo que tienen de verdaderas se derrumbe todo el edificio sos­
CRÍTICA A LA AUTOCRÍTICA 453
tenido por la magnífica fachada. Se teme, como en la segunda
prueba de la celada del Quijote, que lo cierto y lo falso se
rajen por igual, el cartón y el acero. No probamos nuestra
realidad, como no probamos nuestras obras espirituales, pues
creemos secretamente que ningún dios las protege y que es
natural que sean frangibles. Pero, como dice Péguy (sobre
el Polyeucte, de Corneille),
los campeones de la buena causa no reciben ninguna arma fraudulenta,
no se arman fraudulentamente. ]Es tan poco común no proveer de una
armadura maravillosa, es decir, fraudulenta, a los que se sienten defen­
sores de la buena causa! Es decir, ¡es tan poco común que no tengan
miedo! Se necesitaría analizar aún más la belleza única y luminosa de
Polyeucte. No apila pruebas ni amontona muebles. No tapa los agujeros,
sabe que la nave de Pedro no puede hacer agua. No cierra brechas.
Sabe que no las tiene.
¿Por qué Hernández calafateó su sólido navio, si lo había
construido como Noé según las instrucciones que Dios había
puesto en su corazón? Porque los demonios que lo rodeaban
le dijeron que no había ningún diluvio, sino el que nosotros
nos inventamos por deporte, y que para navegar a la deriva
lo mejor era un barco de papel. Y —abandonada su creación,
en la que fue un instrumento de Martín Fierro—, como nues­
tros críticos, negó la excelencia de su propia Obra, que con­
sideró herética. Quiso poner sobre la cara de carne de su
hijo un antifaz de terciopelo.

FIN DEL TOMO PRIMERO

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