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Los primeros retóricos de los que tenemos constancia histórica vivieron en la Grecia

Clásica. El primero que teorizó sobre la materia fue Demóstenes, que nació en el año 384 antes
de Cristo. Quedó huérfano muy joven y sus tutores dilapidaron su herencia, por lo que tuvo que
demandarlos e iniciar un largo proceso judicial contra ellos. Demóstenes comprendió entonces
la importancia del saber hablar bien en público. Los jueces, como cualquier tipo de audiencia,
tienen que juzgar y decidir en función de lo que escuchan y la parte más elocuente – aún sin
llevar razón – puede decidir la causa a su favor. Demóstenes padeció, desde pequeño, algunas
dificultades en el habla. Así, la vez primera que intervino en el proceso, los asistentes se rieron
de él. Era incapaz de pronunciar la “r”, se quedaba sin aire a mitad de la frase, el timbre de su
voz era irregular y desagradable y sus frases muy largas y carentes de coherencia, por lo que
nadie supo muy bien que es lo que quería decir. Avergonzado, Demóstenes abandonó la sala
jurándose a sí mismo que algún día regresaría convertido en un gran orador.

Decidió corregir sus problemas de pronunciación y para ello se recluía en un sótano de


su casa donde repetía sin cesar frases complicadas con la ayuda de piedras que se metía en la
boca. Fueron meses muy duros de trabajo en el que el avance fue lento y desesperante. Pero
poco a poco notó que su lengua era capaz de pronunciar mejor aquellos sonidos que se le
resistían. Animado, decidió cultivar la memoria y la atención, por lo que, mientras corría por los
campos, recitaba poemas enteros de largos y enrevesados versos. Y, por último, abordó el
asunto de su voz. Quiso mejorar su tono, las oscilaciones de timbre y el volumen. Y para ello se
iba a la playa en días de grandes mareas y declamaba compitiendo con el sonido del romper de
las olas. Sólo al final recurrió a la ayuda de un maestro de retórica. Con este bagaje, volvió a los
tribunales y logró ganar el caso de su herencia ante el asombro de todos, que no lograban
comprender cómo aquel joven de torpe y penosa expresión había logrado conmover y persuadir
con bellas y precisas expresiones a un jurado tan experimentado. Ahí arrancó la carrera de uno
de los grandes oradores de toda la historia, muchos de cuyos discursos han llegado hasta
nuestros días, admirado por sus sucesores romanos Cicerón y Quintiliano y que aún es citado
con mucha frecuencia en nuestros días. Moraleja, con esfuerzo y trabajo, la oratoria de cualquier
persona puede mejorar sensiblemente.

Demóstenes logró convertirse en un reputado logógrafo y orador, escribiendo los textos


para los discursos que otros tendrían que recitar ante los tribunales. Es decir, que no sólo era un
maestro en la forma, sino también en los contenidos y es una muestra evidente, como decíamos,
de que se puede aprender a hablar en público, a pesar de las limitaciones iniciales, con voluntad
e interés. Afirmó que tan importante es lo que se dice que el cómo se dice.
Tras la incorporación de Grecia al imperio romano, el centro de la oratoria se trasladó a
Roma, donde brilló con luz propia Cicerón. Cicerón nació en las cercanías de Roma en el año 106
antes de Cristo y falleció asesinado por orden de sus enemigos políticos en el año 43 antes de
Cristo. Tuvo una excelente formación en Roma, y tras el éxito de sus primeros discursos en el
foro, decidió viajar hasta Grecia para completar su educación con los grandes maestros de la
escuela griega de retórica y oratoria. A su regreso a Roma obtuvo grandes éxitos con sus
discursos jurídicos y políticos, lo que le permitió ser considerado como el mejor orador de la
República. Sus discursos y su erudición atendieron a diversas materias jurídicas, políticas y
éticas, pero también le permitieron convertirse en un gran estudioso e investigador de la
retórica y del arte de la oratoria, sobre las que escribió muchas obras consideradas clásicas en
la materia, como De oratore; Orator; Brutus; De optimo genere oratorum; Partitiones oratoriae
y Topica. Escribió en el año 89 a.C., cuando aún no llegaba a los dieciocho años, su primera obra
de retórica, basada, sin duda alguna, en los apuntes que tomó de las clases con sus maestros
latinos y griegos. Así nació La invención retórica, obra de juventud de la que el propio Cicerón
consideró superada en su madurez, cuando escribió, en el año 55 a.C. De oratore, El Orador, que
venía a superar aquella obra de juventud.

Aunque recibió una cuidada formación tanto de maestros romanos como griegos,
mostró una especial predilección por Aristóteles. Afirmaba del estagirita fue capaz de sintetizar
con su especial brillantez toda la sabiduría de la época, explicando mejor las materias que sus
propios creadores. Así, afirma: “Examinó cuidadosamente los preceptos de cada autor, los
resumió brillantemente, explicó con gran diligencia los puntos más difíciles y, con su elegancia y
concisión, superó a los propios inventores de este arte” (CICERÓN). Alabó, asimismo, la
elocuencia de Demóstenes: “No ha habido otro ni más vigoroso, ni más agudo, ni más
moderado” (CICERÓN).

Ya en el periodo imperial, Marco Fabio Quintiliano (35-95), marcó otro hito en la ciencia de
la retórica. Nació en Calagurris, la actual Calahorra, en la Hispania Tarraconense. Se trasladó a
Roma, donde llegó a convertirse en un prestigioso abogado y donde creó una escuela de
oratoria. Tanta fama adquirió que el emperador Vespasiano lo nombró maestro oficial de este
arte. Posteriormente, Domiciano le encargó la educación de sus sobrinos y el también hispano
Trajano le honró con su amistad. Quiso recuperar los principios de Cicerón, lo que le costó agrias
disputas con el cordobés Séneca.
Su obra magna sobre la materia es De Institutione Oratoria, un tratado de doce tomos
que aborda el conjunto de materias que precisa conocer y desarrollar un buen orador. La
escribió cuando se hubo retirado en el año 89 y fue la obra más influyente para la formación de
los oradores europeos durante los siglos XV y XVI.

Quintiliano critica a los que consideran como leyes inviolables los preceptos clásicos de
la oratoria, que “algunos siguen al pie de la letra y con tanta esclavitud como si el traspasarlo
fuera delito”. Quintiliano flexibiliza el uso rígido de las reglas, considerando que la principal de
ellas es “el tino y juicio del orador, que le dirá dónde, cómo y cuándo debe mudarlas”. El gran
orador insiste en esta idea cuando afirma que la única regla fija es que “el orador debe guiarse
por lo que conviene y está bien según las circunstancias”.

Quintiliano considera que la retórica no está sólo el arte de convencer y mover el ánimo,
sino que es el arte del bien hablar. Para Quintiliano, cualquier persona dispuesta a adquirir
conocimientos y práctica en la materia puede conseguirlo, porque “la facultad de la oratoria es
de tal naturaleza que no se requieren de muchos años para aprenderla”. Se trata de aprender
una serie de fundamentos y después, sobre todo, practicar.

Para los clásicos, la retórica era la teoría de la oratoria y la elocuencia. Cicerón y


Quintiliano dividieron la retórica en cinco partes: invención, disposición, elocución, memoria y
pronunciación. Como encontramos en la acepción Retórica en la enciclopedia Espasa Calpe:
“esta división es sumamente filosófica y aplicable, en sus tres primeras partes a todos los géneros
literarios, puesto que para componer cualquier obra es necesario reunir antes todos los
materiales, disponer luego el plan y cuidar, por último, de embellecer convenientemente la
expresión. Y supuesto que el discurso oratorio, ya escrito, ya improvisado, debe pronunciarse en
público, es indispensable también que el orador adquiera todo el imperio posible sobre la
memoria voluntaria y que dé a la voz, el semblante y al gesto una forma artística, natural y
adecuada caso” (ENCICLOPEDIA ESPASA CALPE. Acepción Retórica).

Tras su apogeo clásico, la retórica fue perdiendo su componente dialéctico/práctico e


incluso filosófico, para ir limitándose al ornato florido. A esta deriva se fue haciendo más
evidente a medida que tanto los teóricos como los oradores iban dando más importancia a la
forma, a la belleza formal de la expresión, que a la fuerza de convicción de sus contenidos. Así,
los primeros retóricos (Demóstenes, Aristóteles, Cicerón y Horacio) la consideraron como una
ciencia al servicio de la persuasión. Aristóteles llegó a definir la retórica como “la facultad de
considerar en cada caso lo que puede ser convincente”. Por tanto, el mejor discurso sería el que
conseguía los fines propuestos por el orador; las formas de expresión quedaban al servicio de la
capacidad de persuasión buscada. Más tarde, los teóricos de la retórica fueron buscando
progresivamente la belleza en las formas de expresión, aunque el discurso perdiera algo de
fuerza y tersura. Así, Quintiliano la definió como el arte del bien decir. Al otorgar
progresivamente más protagonismo a la forma de expresarse, buscando la belleza formal, la
eficacia de la persuasión quedó condicionada a ella.

Y dado que las modas cambian, los conceptos de belleza mutan, los retóricos fueron
quedando orillados en el devenir de la historia, para quedar a asociados a discursos de palabras
redundantes, ampulosas, barrocas y excesivas: o bien vacías, con poca substancia en su interior,
o bien, directamente, engañosas y prevaricadoras. La retórica enfermó por el exceso de los
retóricos.

A principios del siglo XII, la entonces fundamental universidad de Bolonia comenzó a


impartir lecciones de retórica. Aunque en un principio se priorizó el arte de escribir cartas y
discursos, pronto se derivó hacia su disciplina esencial, el arte de hablar en público. Uno de los
ejercicios más habituales a los que sometían a los alumnos era el relatar en público la historia
de la propia ciudad glorificando sus logros y los de sus gobernantes.

El Renacimiento supuso el reencuentro con los clásicos. Uno de los retóricos humanistas
más conocido fue el florentino Brunetto Latini (1220-1294). Exiliado de su Florencia natal,
emigró a Francia, donde escribió su obra más conocida, Los libros del tesoro, en la que daba a
conocer al gran retórico del mundo romano, Cicerón. Algo más tarde llegó a Inglaterra el interés
por la retórica clásica que llegó, como no, de la mano de humanistas italianos. Así, Lorenzo de
Savona impartió lecciones de retórica en Cambridge y publicó un manual sobre la materia en
1478, que fue varias veces reeditada. Caio Auberino (1450-1500) se convirtió en el primer
profesor oficial de retórica en Cambridge. En la Inglaterra del siglo XVIII, Hugo Blair publicó sus
Lecciones de Retórica, de gran y prolongada influencia. Durante siglos, la única Teoría del
Lenguaje se englobó en la Retórica.

Con el tiempo no sólo cayó en desuso, sino que, incluso, se usó la expresión retórico con
ánimo peyorativo. Asimismo, retóricos mediocres sacralizaron las enseñanzas de los retóricos
clásicos, por lo que impidieron que las formas y estructuras se fueran modernizando,
adaptándose a las realidades cambiantes, lo que los hizo acartonarse y fosilizarse. Kant llegó a
denominar a la oratoria como arte insidioso por el que se manipulaba a los hombres. De su brillo
de antaño, lo retórico pasó a convertirse en algo despectivo, por lo que su estudio perdió todo
interés y sus cátedras languidecieron en la melancolía.

Sin embargo, desde el último tercio del siglo XX, e impulsados sobre todo por la Escuela
de Bruselas, con Perelman al frente, la retórica vuelve a concitar interés doctrinal y científico.
“Esta nueva retórica, más que los resortes de la elocuencia o la forma de comunicarse oralmente
con el auditorio, estudia la estructura de la argumentación, el mecanismo del pensamiento
persuasivo, analizando sobre todo textos escritos” (PERELMAN & OLBRECHTS-TYTECA 2016
p.26). La nueva retórica tendría un campo de estudio más amplio que la retórica clásica, al
incorporar no sólo los textos escritos, sino, también, el soliloquio y la estructura lingüística del
pensamiento. Al reforzar el componente de la argumentación, resulta de especial interés para
los procesos negociadores; al potenciar los textos escritos, su aplicación a través de los medios
digitales.

En resumen, que, tras su brillo en Roma y Grecia, la retórica entró en decadencia,


llegando a adquirir un tinte despectivo que aún hoy, parcialmente, perdura. Sin embargo, por
los motivos expuestos, la retórica vuelve a gozar de relevancia y preeminencia académica en
nuestros días, tanto por las nuevas formas de expresión que precisamos, como por su dimensión
multidisciplinar. Por todo ello, y por servir de base teórica a la oratoria y a la práctica de
comunicación oral, consideramos de interés conocer sus fundamentos en pos de una mejor
utilización del lenguaje y de la palabra en el proceso de negociación. La retórica sigue siendo útil
hoy y vamos a conocer sus principios.

BIBLIOGRAFÍA:

PERELMAN, C. OLBRECHTS-TYTECA, L. Tratado de la argumentación. La nueva retórica, Gredos,


2016.

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