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Sobre Nuestro Siglo, de Artavazd Pelechian

Por Diego Soto

Si el cine de Pelechian se acerca a lo abstracto no es tanto por el contenido

de sus imágenes como por su organización en el tiempo. Pelechian opera como un

cineasta mudo de las primeras décadas del cine, cuando éste era un arte en

potencia, carente de márgenes, como una ciudad nueva cuya ausencia de muros

fundía sus fronteras con las de sus vecinos: la pintura, la música, el teatro, la

literatura, la arquitectura. El primer muro se presentó como una ausencia, cuando

el cine quiso imitar a la literatura y echó en falta la palabra hablada. La solución fue

entonces un lenguaje, para imitar a la literatura y superarla, el cine se volvió

lenguaje, las imágenes adquirieron funciones, en mayor o menor medida,

específicas. El acto de resistencia de Pelechian es, en primera instancia contra esa

idea de lenguaje en el cine, o más bien, contra la idea de un cine que gira en torno

a esa carencia de palabras. Por convención y facilidad podemos llamar a Pelechian

un cineasta mudo, en un sentido anacrónico, pero en sus películas no encontramos

la mudez de los cineastas primitivos, es decir, la ausencia de voz, de palabra, no es

una carencia que deba ser solucionada, no es un vacío en torno al cual se cristaliza

la forma de la película, como podríamos declarar de grandes y pequeñas obras del

cine mudo por igual. Por el contrario, se nos demuestra en sus películas que la

palabra no es un artículo de primera necesidad en el cine, que su supuesto carácter


imprescindible es tan absurdo como señalar que la pintura debe evocarse a suplir

la carencia de palabras o que la música debiese tomar el camino que la lleve a

hacerse visible.

Emparentar su obra con nociones musicales es una tentación en la cuál es

fácil caer. Uno podría analizar su obra tomando prestados conceptos musicales, no

solo de ritmo, sino también de armonía, pero esto presenta un problema

fundamental. La armonía funciona desde la multiplicidad, la conjunción y la relación

entre varias notas, instrumentos, timbres. En cine, por el contrario, la imagen es

siempre una: de producirse relaciones entre imágenes múltiples, estas deben

sucederse en el tiempo, linealmente, una después de otra, como si un acorde fuera

descompuesto y cada una de las notas que lo producen fueran puestas una después

de otra. Esto es, al menos, en el presente de la película, lo que podríamos

denominar la percepción inmediata. Pero el descubrimiento de Pelechian

justamente refuta esta idea, o plantea al menos, otra forma de percepción cuya

función se cumple a posteriori. Se trata de una implicancia del montaje a distancia

que no había sido declarada por el cineasta, pero que se encuentra implícitamente

en su base.

A medida que un filme avanza, el espectador va reconstruyendo el cúmulo

de imágenes que lo componen como un todo, pero no se trata de un todo lineal, no

se trata de una reconstitución literal del orden de montaje, sino de un nuevo orden.

Existe un segundo montaje produciéndose y reconstituyéndose minuto a minuto

mentalmente en el espectador. Las reglas que rigen este nuevo orden son, hasta

cierto punto misteriosas, pero como todo azar, pueden ser encausadas e invocadas.
Es en las conexiones que Pelechian sugiere donde se haya un componente musical

fundamental: la técnica de repetición e intervalo. Una misma imagen vuelve a

aparecer en la pantalla, ahora retomado en otro punto, en otro estado. Cabe

preguntarse entonces, ¿Cuando se trata de una misma imagen dos veces?

Parafraseando a Heráclito, uno podría indicar que no existe una misma imagen, que

uno nunca ve la misma imagen dos veces. Relocalizada, la imagen se transforma.

Es en esa transformación donde sucede el fenómeno más extraño. Dos imágenes

diferentes, localizadas en puntos estratégicos pueden transformarse al punto de

emparentarse. El estallido de una bomba nuclear, la caída de un dirigible y la

explosión de un transbordador espacial se emparentan a distancia, generan un hilo

invisible. Lo interesante de este fenómeno es como funciona a posteriori. En

“Nuestro siglo” (1983), Pelechian procede de un modo totalmente opuesto al de un

historiador. No se trata entonces de ver la historia como una sucesión de causas y

efectos, ni de seguir su transcurso bajo la lógica de la linealidad. Se trata de tender

hilos invisibles entre puntos distantes de la historia, formando finalmente un orden

muy lejano al de un telar, más cercano al de una tela de araña en la cual todas las

líneas posibles convergen. Atrapados en medio de la tela de araña, vemos la historia

desplegarse, en simultáneo, en distintas líneas proyectadas. Al mismo tiempo que

dos imágenes divergen en el tiempo, convergen en la mente del espectador.

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