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3.

LA REVELACIÓN
Palabras claves: Inspiración, Iluminación, Palabra de Dios, Milagros, Espíritu
Santo, Intuición, comunión, conciencia y perspectiva.

Objetivo: Que el estudiante sepa qué es la revelación, como se da ésta en el


creyente. Sepa en qué consiste la Inspiración y su diferencia con la iluminación, que
conozca la relación que existe entre la revelación y los milagros. Que conozca la relación
entre la Revelación, el Espíritu Santo y el espíritu del hombre.

Resumen:
En esta unidad veremos en qué consiste la revelación, como se da la revelación, las
clases de revelación, los aspectos objetivos y subjetivos de la revelación y dentro de los
aspectos subjetivos veremos qué es la inspiración y su diferencia con la iluminación.
Cuál es la relación de la revelación y los milagros. Y dentro de la iluminación cuales son
las distintas perspectivas que hay.

“El sentimiento más natural, que una mente bien dispuesta percibirá...
es un ardiente deseo y expectativa de que el cielo tendrá el placer
de disipar o, por lo menos aliviar, esta profunda ignorancia al
permitir alguna revelación más particular a la humanidad”

DAVID HUME

David Hume fue tal vez el pensador a quien se puede responsabilizar de manera más
directa de haber fundamentado el escepticismo moderno que pretendió dejar a la fe sin
ningún apoyo metafísico o sobrenatural. Pero parece ser que la incertidumbre y el sin
sentido al que se vio arrojado por sus ideas, lo llevó a confesar su anhelo por lo que él
llamó una “revelación más particular”.
Justamente como se verá de manera paralela y con más detalle en la materia
Introducción al pensamiento cristiano la teología reconoce dos tipos de revelación: la
general y la especial. La primera tiene que ver con el conocimiento veraz que podemos
adquirir por todos los medios naturales6 hasta aquí tratados en los dos capítulos
anteriores (pensamiento, intuición, sentimiento, moralidad, conocimiento científico,
etc.), disponibles para todo ser humano en uso de la plenitud de sus facultades, al
margen de la fe.
Aunque, como lo vimos desde el primer capítulo, lo natural y lo sobrenatural no se
puede distinguir ni deslindar tan claramente, pues el pensamiento humano tal y como
opera de manera habitual o “natural”, ya es en sí mismo un fenómeno que no puede
circunscribirse a la naturaleza y no puede ser explicado sin referencia a lo sobrenatural.
Así que, para mayor claridad, con la palabra “natural” nos vamos a referir en este

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capítulo a lo que no tiene carácter estrictamente milagroso, mientras que con
“sobrenatural” nos referiremos a aquello que demanda necesariamente la ocurrencia
de un milagro, entendiendo que un milagro siempre es sobrenatural, pero no todo lo
sobrenatural es milagroso.
La segunda, la especial, es esa revelación particular de carácter sobrenatural o
milagroso a la que aspiraba Hume, que adquiere forma concreta en la Biblia y en
Jesucristo y que tiene su campo de acción más propio en la iglesia, el conjunto de los
que, habiendo sido de manera inmerecida beneficiarios directos de ella, la creen y la
aceptan por lo que es. La revelación especial es, en efecto, una revelación muy
particular que, sin descalificarla ni mucho menos, sino más bien incluyéndola e
incorporándola en sí misma; supera de todos modos con claridad meridiana a la
revelación general.
Y la supera debido al hecho de que, mediante la revelación general tan solo se puede
adquirir un conocimiento general acerca de Dios siempre por sí mismo insuficiente. De
hecho en la Biblia la principal utilidad de la revelación general es dejarnos sin excusa
delante de Dios y nada más (Rom. 1:20). El papel de la revelación general es, como
puede verse, negativo. Pero es mediante la milagrosa revelación especial que se
obtiene acceso personal a Dios, pudiendo establecer con Él una relación mutua de
intimidad en los términos correctos con base en la reconciliación provista por Él a través
de Cristo, tal como lo revelan las Escrituras y lo demuestra la historia y la experiencia de
muchos, justificando de sobra la reacción de Jesucristo ante la realidad de la revelación:
“… Jesús, lleno de alegría… dijo: Te alabo, Padre… porque habiendo escondido estas
cosas de los sabios e instruidos, se las has revelado a los que son como niños… porque
esa fue tu buena voluntad” (Lc. 10:21). Reacción que debería ser también la nuestra
ante la realidad de la revelación de la que somos personal, milagrosa e
inmerecidamente beneficiarios.

3.1. Aspectos objetivos de la revelación.

Teniendo en cuenta conceptos centrales a nuestra materia como el de objetividad y su


noción correlacionada, la subjetividad; debemos comenzar por señalar los
aspectos de la revelación que involucran estos dos conceptos. La revelación tiene,
pues, aspectos objetivos y subjetivos que debemos distinguir e identificar con la mayor
claridad que nos sea posible.
En Introducción al pensamiento cristiano se llama la atención al hecho de que la iglesia
ha tenido la tendencia a igualar y no distinguir estos dos aspectos de la revelación al
hacer de la Biblia un sinónimo de la revelación sin hacer mayores claridades al
respecto. Así, para muchos cristianos hablar de la Biblia, de la Palabra de Dios o de la
Revelación, es exactamente lo mismo, haciendo de estos términos nociones
completamente intercambiables entre sí.
Pero aunque íntimamente relacionados e interdependientes, la Biblia no es
exactamente lo mismo que la Palabra de Dios, ni ellas dos son exactamente lo mismo
que la revelación. Por eso, para comenzar recordemos lo ya dicho en el capítulo inicial
de la materia Introducción al pensamiento cristiano en el sentido que la noción de
“Palabra de Dios” abarca más de lo que se puede abarcar con la Biblia, pues la Biblia es
ciertamente la Palabra de Dios escrita, pero el concepto de “Palabra de Dios” no se

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agota en la Biblia, pues el universo entero es Palabra de Dios creada, y Jesucristo es la
Palabra de Dios humanada o hecha hombre.
Y aunque estos tres aspectos complementarios de la Palabra de Dios coinciden siempre
entre sí al punto de no poder separarse nunca del todo, deben, sin embargo,
distinguirse en aras de la claridad conceptual y la comprensión de todos los aspectos
epistemológicos que tienen que ver con la revelación, tanto en sus componentes
objetivos como subjetivos.
Para ir puntualizando y dejando de lado la revelación general que la ciencia descubre en
el universo y la naturaleza para pasar a concentrarnos en la revelación especial
centrada en la Biblia y en Jesucristo; podría decirse que la Biblia, la Palabra de Dios
escrita, constituye el componente más objetivo de la revelación, de donde todo cristiano
debería suscribir la afirmación clásica de la ortodoxia en el sentido de que la Biblia es,
objetivamente hablando, la Palabra de Dios revelada al hombre, al margen de que la
aceptemos o no como tal de manera subjetiva.
Asimismo, en relación con Jesucristo: la Palabra de Dios humanada o hecha hombre,
existen también aspectos objetivos y subjetivos que debemos distinguir. Los aspectos
objetivos relacionados con Jesucristo son los hechos de su vida narrados en los
evangelios y susceptibles de investigación y comprobación histórica. Esto es lo que la
teología designa con la expresión “el Jesús histórico”, aspecto de Jesucristo que llegó a
obsesionar a la teología liberal del siglo XIX con su proyecto de “búsqueda del Jesús
histórico” al punto que descuidó, por lo mismo, los aspectos subjetivos de la revelación
relacionados con Él, empeñados como estaban en establecer al detalle los hechos
objetivos alrededor de su vida, como si la narración del Nuevo Testamento no fuera
suficiente ni confiable a este respecto.
Precisamente, su actitud de desconfianza hacia la Biblia fue la que los llevó a
reformular la afirmación clásica de la ortodoxia en relación con la Biblia, pues ya no
estaban dispuestos a sostener que la Biblia es, objetivamente hablando, la Palabra de
Dios revelada al hombre; sino que a lo sumo estuvieron dispuestos a conceder
únicamente que la Biblia contiene Palabra de Dios, pero no que ella misma es en su
totalidad Palabra de Dios, socavando así la autoridad de la Biblia y dejando a
criterio del estudioso determinar las partes y proporciones del contenido bíblico que
serían Palabra de Dios y cuáles no.
Ya volveremos con este asunto en nuestro siguiente punto. Por lo pronto, tenemos,
pues, aquí los aspectos objetivos de la revelación que justifican referirse a la Biblia y a
Jesucristo como la revelación de Dios a los hombres. Sin embargo, podemos afirmar
que la Biblia es objetivamente la Palabra de Dios revelada a los hombres, al mismo
tiempo que conocemos y manifestamos nuestro acuerdo intelectual con sus contenidos,
incluyendo, por supuesto los relativos a la persona y la vida de Jesucristo; sin obtener
por ello ninguna garantía de que, gracias a ello, tengamos también acceso a los
aspectos subjetivos de la revelación, que son los que al final cuentan realmente y
distinguen a un verdadero cristiano de quien no lo es o tan sólo simpatiza con la causa
cristiana, sin haber sido beneficiario de la revelación en sus aspectos subjetivos, que
son los verdadera y más evidentemente milagrosos de todos los aspectos abarcados
por la revelación.

3.2. Aspectos subjetivos de la revelación.

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La teología cristiana clásica se concentró de tal modo en los aspectos objetivos de la
revelación señalados arriba, que fue descuidando gradualmente sus aspectos
subjetivos. Por eso, cuando la teología liberal llegó a cuestionar y poner en duda (sin
fundamento suficiente ni concluyente, hay que decirlo) los aspectos objetivos de la
revelación de la mano de los prejuicios propios del racionalismo y el escepticismo
modernos, la revelación pareció quedarse sin fundamento, pues si el cuestionamiento
sistemático de sus aspectos objetivos llegaba a prevalecer e imponerse de forma
concluyente, no había aparentemente de que más echar mano para sustentarla.
Fue a raíz de esto que los teólogos contemporáneos que se estarán estudiando en la
materia Teología Contemporánea se enfocaron y recuperaron los aspectos subjetivos de
la revelación, aunque al hacerlo se fueron al otro extremo, dando a entender que la
importancia de la revelación radica únicamente en sus componentes subjetivos, en una
actitud que pasa de la legítima defensa del papel que la subjetividad cumple en el
campo de la fe, a un subjetivismo indefendible que puede llegar a aislar al creyente de
la realidad objetiva en que se desenvuelve y a construir su propio “mundo de fe”,
justificando a quienes acusan a los creyentes de ejercer una fe escapista sin ninguna
base objetiva que la sustente, algo a todas luces equivocado.
Sea como fuere, para introducir los aspectos subjetivos de la revelación es oportuno
citar el ilustrativo caso del apóstol Pedro. El evangelio nos relata la manera en que él
hizo su profesión de fe, declarando con firmeza delante del Señor: “−Tú eres el Cristo, el
Hijo del Dios viviente −afirmó Simón Pedro”, a lo cual el Señor respondió a su vez con
estas palabras: “−Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás −le dijo Jesús−, porque eso no te lo
reveló ningún mortal, sino mi Padre que está en el cielo” (Mt. 16:16-17). Es decir, que
Pedro no llegó a esta feliz y veraz convicción gracias a una evaluación objetiva, un
razonamiento lógico o a un examen concienzudo de los hechos o a una gran capacidad
intelectual o cualquier otra instancia natural y meramente humana o “mortal”, −para
utilizar la misma palabra que utilizó el Señor−; sino de manera sobrenatural, mediante
una revelación milagrosa, personal, subjetiva y directa recibida del mismo Dios desde lo
alto.
No basta, pues, conocer la revelación objetiva de Dios en la historia, recogida de
manera sobrenaturalmente inspirada y precisa en las Escrituras, para llegar a la fe
salvadora que nos redime y transforma. Se necesita experimentar la revelación en sus
aspectos sobrenaturales y profundamente subjetivos, como le sucedió a Pedro, como
prerrequisito necesario e indispensable para poder creer. Es por eso que la Biblia se
refiere a la fe como un milagro o un don de lo alto al que no se puede acceder por
voluntad propia y por medios naturales (Efe. 2:8).
Este aspecto se ve reforzado por la manera en que la Biblia describe la condición de hijo
de Dios que el creyente ostenta como un resultado de la soberana y sobrenatural
iniciativa del Padre que ilumina de manera decisiva nuestra subjetividad y no como
producto de instancias humanas naturales estrictamente objetivas: “Más a cuantos lo
recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios. Estos
no nacen de la sangre, ni por deseos naturales, ni por voluntad humana, sino que
nacen de Dios” (Jn. 1:12-13). Idea que se ve ratificada con la lapidaria declaración del
apóstol Pablo al informarnos: “… la elección no depende del deseo ni del esfuerzo
humano sino de la misericordia de Dios” (Rom. 9:16).

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Sin perjuicio de su fundamento objetivo en la historia y en la Biblia como necesario
punto de apoyo, todo indica que la revelación es fundamentalmente un suceso interior
subjetivo de iluminación sobrenatural que Dios desencadena soberanamente en el
interior del individuo incluyendo su intelecto preparándolo para ello previamente
mediante eventos y circunstancias particulares cuidadosamente orquestadas para
conducir al elegido a este momento, sin violentar su voluntad, sino influyendo
sutilmente en ella para inclinarla a la consideración de la verdad, trayendo tal
convicción a su conciencia que el individuo rinde de buen grado su voluntad a la
luminosa e inequívoca revelación que Dios pone ante su entendimiento.
Si el acceso a la revelación estuviera condicionado a la capacidad intelectual y de
comprensión del ser humano, serían las personas más educadas, eruditas y preparadas
las que primero tendrían acceso a ella, relegando y hasta excluyendo a la gente común
de este logro. Pero no sucede así en la realidad, como lo dio a entender el Señor
Jesucristo al regocijarse de que el Padre otorgara la revelación a los que son como
niños. Pablo es más directo aún al afirmar: “Hermanos, consideren su propio
llamamiento: No muchos de ustedes son sabios, según criterios meramente humanos;
ni son muchos los poderosos ni muchos los de noble cuna. Pero Dios escogió lo
insensato del mundo para avergonzar a los sabios, y escogió lo débil del mundo para
avergonzar a los poderosos. También escogió Dios lo más bajo y despreciado, y lo que
no es nada, para anular lo que es, a fin de que en su presencia nadie pueda jactarse”
(1 Cor. 1:26-29).
Es conveniente relacionar y definir, entonces, algunos conceptos de carácter subjetivo y,
por lo mismo, indemostrables en los términos objetivos requeridos por la ciencia,
relacionados con la revelación que, al igual que la Biblia y la Palabra de Dios, pueden
ser también confundidos con ella. Tales conceptos son la noción de “inspiración”, por
una parte y, de nuevo, la de “iluminación” que venimos mencionando desde el primer
capítulo como la clave de la epistemología cristiana que atraviesa todos los capítulos de
esta conferencia, desde el pensamiento hasta la sabiduría.

3.2.1. Inspiración.

Comencemos por decir que, en el plano natural, la inspiración es ese estímulo o impulso
que lleva al artista a la creación de un cuadro, una escultura o una composición musical
única y especial, o al escritor a escribir una novela o un ensayo destacado. Pero en el
plano sobrenatural la inspiración es la acción del Espíritu Santo que condujo a los
escritores humanos de la Biblia a registrar exactamente lo que Dios quería que
registraran sin ninguna falla o error.
Así, pues, la Biblia destacado componente objetivo de la revelación es inspirada por
Dios, como lo declara bien el inspirado apóstol Pablo: “Toda la Escritura es inspirada
por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en la justicia, a
fin de que el siervo de Dios esté enteramente capacitado para toda buena obra” (2 Tim.
3:16-17). Y en este sentido, una vez escrita y concluida la Biblia, ningún cristiano puede
reclamar este tipo de inspiración que se limita entonces de manera exclusiva a los
autores sagrados del Antiguo y del Nuevo Testamento únicamente.
En el marco de la fe, podemos recibir cierto tipo de inspiración o, si se quiere, de
revelación para elaborar, escribir y predicar un sermón, un libro o una canción, o para

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dirigir un mensaje que edifique, anime y consuele a la congregación o para crear una
obra de arte, pero esta inspiración o revelación no podrán nunca igualarse a la
inspiración sobrenatural que dio origen a la revelación de Dios en Biblia.
Es debido a ello que el inspirado apóstol Juan nos advierte contra aquellos presuntos
cristianos que reclaman para ellos una inspiración particular, a veces al mismo nivel de
la Biblia o incluso por encima de ella: “Queridos hermanos, no crean a cualquiera que
pretenda estar inspirado por el Espíritu, sino sométanlo a prueba para ver si es de Dios,
porque han salido por el mundo muchos falsos profetas” (1 Jn. 4:1), instrucción
confirmada así por el también inspirado apóstol Pedro: “También tenemos la muy
segura palabra de los profetas, a la cual ustedes hacen bien en prestar atención, como
a una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y salga el lucero
de la mañana en sus corazones. Ante todo, tengan muy presente que ninguna profecía
de la Escritura surge de la interpretación particular de nadie. Porque la profecía no ha
tenido su origen en la voluntad humana, sino que los profetas hablaron de parte de
Dios, impulsados por el Espíritu Santo” (2 P. 1:20-21).

3.2.2. Iluminación.

Para que la revelación objetiva de Dios contenida en la Biblia sea eficaz y provechosa
debe convertirse en esa iluminación sobrenatural particular que cada persona debe
experimentar de manera individual para poder ver la luz con toda claridad por sí mismo
y darse cuenta de que hasta ese momento estaba ciego. Es aquí cuando, al igual que lo
sucedido con el apóstol Pablo en el camino de Damasco al ser deslumbrado y derribado
por la resplandeciente e inobjetable
presencia de Cristo resucitado, sobran los argumentos que hayamos podido recibir y
aprender de otros. Es a esto a lo que Pablo se refiere así: “No lo recibí ni lo aprendí de
ningún ser humano, sino que me llegó por revelación de Jesucristo” (Gál. 1:12).
La revelación de Jesucristo de la que Pablo habla aquí es el acto iluminador por el que
Dios le abre los ojos al apóstol para que contemple con claridad lo que las Escrituras
afirman acerca de Cristo, rindiéndose a ello y comprendiendo y aceptando sin reservas
ni resistencia las implicaciones que este conocimiento tiene para su vida personal.
El apóstol se refiere con más precisión y detalle a este evento revelador e iluminador en
otro pasaje del Nuevo Testamento, como Hechos 26:12-18: “»En uno de esos viajes iba
yo hacia Damasco con la autoridad y la comisión de los jefes de los sacerdotes. A eso
del mediodía, oh rey, mientras iba por el camino, vi una luz del cielo, más refulgente
que el sol, que con su resplandor nos envolvió a mí y a mis acompañantes. Todos
caímos al suelo, y yo oí una voz que me decía en arameo: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues? ¿Qué sacas con darte cabezazos contra la pared?’ Entonces pregunté:
‘¿Quién eres, Señor?’ ‘Yo soy Jesús, a quien tú persigues me contestó el Señor. Ahora,
ponte en pie y escúchame. Me he aparecido a ti con el fin de designarte siervo y testigo
de lo que has visto de mí y de lo que te voy a revelar. Te libraré de tu propio pueblo y de
los gentiles. Te envío a éstos para que les abras los ojos y se conviertan de las tinieblas
a la luz, y del poder de Satanás a Dios, a fin de que, por la fe en mí, reciban el perdón
de los pecados y la herencia entre los santificados.” (Hc. 26:12-18).
Es en virtud de esa iluminación mediante la cual Jesucristo se revela personalmente a
cada creyente en su momento, que todo lo demás sobra e incluso los argumentos

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acumulados a lo largo de toda la vida cristiana se vuelven innecesarios y hasta pueriles.
Es la iluminación la que opera un cambio tan drástico y dramático en nuestra vida que
nos convertimos de un momento a otro de perseguidores acérrimos de la fe o por lo
menos de indiferentes y desdeñosos menospreciadores de ella, en convencidos
defensores de la fe en Jesucristo.
En la Biblia la iluminación y la revelación están tan íntimamente relacionadas que son
términos prácticamente intercambiables, pero en aras de la claridad de los procesos
epistemológicos y las facultades humanas involucradas en ello, no deberíamos olvidar
que cuando el contexto indica que la palabra “revelación” y el verbo “revelar” se refieren
a los componentes subjetivos de la revelación, se está hablando de lo que la tradición
cristiana ha dado en llamar “iluminación”.
Por eso es que, como ya lo hemos dicho, la experiencia cristiana típica es creer primero
en virtud de la iluminación obtenida en la conversión o nuevo nacimiento, para llegar
luego a comprender en virtud del posterior estudio regular de la revelación en la Biblia, y
no lo contrario; es decir comprender antes de creer. Esto no significa que en el estudio
reverente y devoto de las Escrituras posterior a la conversión no siga operando de un
modo u otro, con mayor o menor intensidad, la iluminación del Espíritu Santo en el
creyente. Pero definitivamente el momento de mayor intensidad de la iluminación en el
individuo suele ser el de la conversión inicial.
Por eso, si bien de manera excepcional algunos personajes especialmente escépticos e
intelectualmente dotados como Josh McDowell o Lee Strobel entre otros, llegaron a
convertirse al cristianismo después de someter la Biblia a un concienzudo y
desprejuiciado análisis crítico mediana y satisfactoriamente comprensivo que los
condujo a la convicción de que ella debe ser, ciertamente, la palabra inspirada y
revelada de Dios es decir que los condujo a creer finalmente; el proceso habitual suele
seguir el orden inverso: esto es, experimentar la iluminadora conversión a Cristo primero
creyendo en Él y, como consecuencia y con posterioridad a ello, adquirir la profunda
convicción de que la Biblia es la inspirada revelación de Dios al hombre, previo a
cualquier análisis crítico que podamos emprender alrededor de ella, y comenzar a
estudiarla regularmente con asiduidad para llegar a comprender lo que se cree.
Así, pues, aunque la Biblia es la Palabra escrita de Dios revelada a los hombres al
margen de que la reconozcamos o no como tal para nuestro provecho o perjuicio
respectivamente, la Biblia únicamente llegará a ser sin discusión Palabra de Dios
revelada para el individuo particular a partir de ese iluminador encuentro personal e
íntimo con Jesucristo vivido por quien, a semejanza de Pablo en el camino de Damasco,
deja de luchar contra Dios y se rinde a Él con humildad, arrepentimiento y fe en el acto
de la conversión, descubriendo en el proceso que la realidad se ilumina y todo comienza
a adquirir verdadero sentido y que, hasta ese momento, habíamos estado ciegos o
sumidos en la oscuridad sin ser conscientes de ello.
C. S. Lewis se refirió también a la iluminación cuando dijo: “Creo en el cristianismo
como creo que ha salido el sol: no solo porque lo veo, sino porque gracias a él veo todo
lo demás”. En efecto, cuando el sol sale no hay argumentos que valgan para tratar de
negarlo (no se puede tapar el sol con la mano, dice la sabiduría popular), como lo
reconoció también Thomas Paine a pesar de no ser propiamente un creyente: “Es tal la
fuerza irresistible de la verdad, que lo único que pide y lo único que necesita es libertad
para mostrarse. El sol no necesita ningún rótulo para que se le distinga de la

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oscuridad”.
Fontenelle añade: “La verdad entra en el espíritu con tanta facilidad que cuando la
oímos por vez primera nos parece simplemente que no hacemos más que recordar algo
que sabíamos de memoria”. Este “oír por primera vez” encaja en lo que aquí hemos
designado como “iluminación”, pues la impresión que nos deja el ser beneficiarios de
ella es la de cuestionarnos cómo algo que ahora es tan claro, visible y evidente no lo
hayamos visto o descubierto antes, si siempre ha estado ahí de modo que, para no
verlo, tendríamos que haber estado ciegos (Gén. 28:16)
Por cierto, lo que se nos revela en la iluminación no es una doctrina, una información o
un conocimiento oculto y determinado, sino una persona. La persona de Jesús de
Nazaret. Pero no tan sólo el llamado “Jesús histórico” del pasado que podemos conocer
mediante el estudio y la investigación histórica actual sin tener que interactuar con Él,
sino el llamado “Cristo de la fe” que se levantó de la tumba para ser nuestro
contemporáneo y hacer posible hoy para todos los que han sido beneficiarios de la
iluminación el disfrute de una relación actual, personal y continua con Él, que nos
permita identificarnos con el soneto de Ismael Sánchez B. que dice:

De que vive mi Señor, ¡no tengo duda!


La Santa Biblia así lo certifica
Antes que al descreído que claudica,
Prefiero a este gran libro que no muda

¡Yo sé que vive!, inestimable ayuda


De su poder hoy mi alma testifica
Su gracia es, que cambia y vivifica
Y que se ofrece a todo aquel que acuda

Más tengo un argumento siempre nuevo,


Que a la incredulidad la torna vana
Es la oración que diariamente elevo

Por esto digo, como aquella anciana


¿Negar que Cristo vive? No me atrevo
¡Si conversé con él esta mañana!

3.2.2.1. El carácter selectivo de la iluminación. La iluminación es selectiva.

A pesar de su capacidad para deslumbrarnos una vez se manifiesta en nuestro interior,


de modo tal que nos llega a parecer tan obvia y evidente que tenemos la impresión de
que todos deberían poder verla; no todos son iluminados (de hecho, son más bien
pocos comparativamente hablando los que lo son). Y entre los que son iluminados, no
todos lo son en el mismo grado o proporción.
Desde la óptica humana las razones para lo anterior son, de nuevo, las actitudes
subjetivas o disposiciones internas que los destinatarios potenciales de la iluminación
albergan. Ya hemos visto como las actitudes pueden afectar nuestras percepciones
cognitivas y el peso que le damos a los diferentes aspectos de las cosas que sabemos o

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conocemos. Pues bien, esas actitudes, buenas o malas, también condicionan la
posibilidad de recibir o no la iluminación por parte del sujeto cognoscente. Pascal se
refirió muy bien a ello diciendo: “Bastante luz hay para los que quieren ver, y oscuridad
bastante para los que tienen una disposición contraria. Bastante claridad para iluminar
a los elegidos, y bastante oscuridad para humillarles. Bastante oscuridad para cegar a
los réprobos, y bastante claridad para condenarles y hacerles inexcusables”.
Ante la pregunta de un escéptico que inquiría el por qué de la dificultad para ser
iluminados si la luz está llamada a triunfar sobre las tinieblas, formulada en estos
términos: “¿Por qué Dios hizo que fuera tan complicado creer en él?... ¿Por qué… hizo
tan difícil de ver su presencia y su plan?” el erudito apologista cristiano Ravi Zacharías
aludía a lo que los teólogos llaman “el ocultamiento de Dios”. En efecto, la Biblia afirma
que Dios es “… un Dios que se oculta” (Isa. 45:15; Sal. 18:11). Los autores sagrados se
refieren con frecuencia a este ocultamiento divino (Job 13:24; Sal. 13:1; Sal. 44:24;
88:14), y Dios mismo explica algunas de las razones para ello (Dt. 31:18; Isa. 59:2).
La ausencia de iluminación es, entonces, en sí misma, un juicio divino sobre quienes no
manifiestan las actitudes correctas hacia Dios e insisten, tal vez, en invocarlo con
actitudes desafiantes que no están dispuestas de ningún modo a
someterse a su iluminación. Dicho de otro modo, el silencio u ocultamiento de Dios es
un acto de juicio sobre quienes no desean tenerlo en cuenta o lo interpelan a que se
muestre, pronuncie o hable en sus propios términos y no en los que Dios mismo
establece para hacerlo.
Los escépticos argumentan que el ocultamiento o silencio de Dios es una prueba de su
inexistencia, lo cual equivale a decir que cuando la iluminación no se da, es una prueba
de que en realidad no hay iluminación de ningún tipo. Esta es una las falacias lógicas en
las que se suele incurrir a la hora de validar el conocimiento: la falacia del argumento
del silencio, aludida así por el arqueólogo David Merling Sr. en su propio campo de
estudio: “Al no hallar algo, los arqueólogos consideran que han demostrado algo. La
“noevidencia” no es lo mismo que las evidencias.”
Este argumento consiste fundamentalmente en hacer afirmaciones concluyentes sobre
cualquier asunto apoyándose en la falta de evidencia en contra. Porque el argumento
del silencio no demuestra nada y todo lo que se diga al amparo de él no deja de ser
meramente conjetural. Aún entre los creyentes no han faltado quienes interpretan el
silencio u ocultamiento de Dios como un abandono de su parte hacia su pueblo (Hab.
1:13), cuando en realidad deberían interpretarlo como desaprobación de su parte hacia
nuestra conducta (Sal. 89:46), según lo declara acertadamente William Demsbki: “A lo
largo de toda la Escritura el silencio de Dios refleja la alienación humana de Dios. A
menudo la arrogancia humana produce el silencio de Dios”.
Así se pronuncia Job al respecto con toda la autoridad que su integridad y experiencia le
otorgan: “¿Pero quién puede condenarlo si él decide guardar silencio? ¿Quién puede
verlo si oculta su rostro? Él está por encima de pueblos y personas” (Job 34:29). El
silencio de Dios no puede interpretarse tampoco como indiferencia ni mucho menos
como concesión suya hacia nuestras conductas cuestionables (Isa. 57:11). Porque lo
cierto es que Dios no guarda silencio de manera indefinida a la hora de denunciar y
reprender nuestro pecado (Sal. 50:21; Isa. 42:14).
La iluminación está, entonces, condicionada a una actitud humilde y suplicante por
parte de su potencial receptor humano, circunstancia que Dios promueve y toma en

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cuenta a la hora otorgar a sus beneficiarios la anhelada iluminación, de modo que
siempre haya individuos que puedan atestiguar por experiencia propia que: “Dios, que
muchas veces y de varias maneras habló a nuestros antepasados en otras épocas por
medio de los profetas, en estos días finales nos ha hablado por medio de su Hijo…”
(Heb. 1:1-2)
Porque lo cierto es que, descontando situaciones particulares, Dios no juega al
escondite con el ser humano. Y si no se revela de manera plena iluminando sin
restricciones nuestro ser y nuestro intelecto es, en primer lugar, porque si así lo hiciera
no podríamos soportarlo (Éxo. 33:20). Pero esta restricción que Dios se impone al
revelarse al hombre tiene también como propósito que nuestra adhesión a Él no sea
obligada, de tal modo que no tengamos opción; sino que sea una adhesión voluntaria
caracterizada por la fe y la confianza en Él y en la luz suficiente y eficaz que nos brinda
para hacer posible y razonable la decisión de fe.
En su propósito de darse a conocer Dios tiene en cuenta ante todo nuestra propia
disposición en relación con Él, como lo anuncia el apóstol Juan: “El que esté dispuesto a
hacer la voluntad de Dios reconocerá si mi enseñanza proviene de Dios o si yo hablo
por mi propia cuenta” (Jn. 7:17). Así, pues, para los que están dispuestos, hay suficiente
luz para iluminarlos. Pero al mismo tiempo, para los que no lo están, hay suficiente
oscuridad para cegarlos, pero no para excusarlos. Dicho de otro modo, Dios se revela a
los hombres lo estrictamente necesario como para no imponerse sobre su voluntad,
pero también lo suficiente como para dejarnos a todos sin excusa (recordemos que esta
última es la finalidad de la revelación general).
Al fin y al cabo, para el que no está dispuesto nada será suficiente, ya que cuando se es
todopoderoso, siempre habrá alguien que exija una demostración adicional, como en
efecto sucedió con los dirigentes judíos de la época de Cristo (Mt. 12:39; 16:4; Lc.
11:29). Y es esta doble intención de revelarse iluminando a los dispuestos y ocultarse a
los que no lo están, la que se halla detrás de las parábolas: “A ustedes se les ha
concedido conocer los secretos del reino de los cielos; pero a ellos no… Por eso les
hablo a ellos en parábolas: »Aunque miran, no ven; aunque oyen, no escuchan ni
entienden… Porque el corazón de este pueblo se ha vuelto insensible… De lo contrario…
se convertirían, y yo los sanaría” (Mt. 13:13-15).

3.2.2.2. El carácter milagroso de la iluminación.

Se ha afirmado ya hasta aquí de muchas maneras que la revelación en general pero


sobre todo en sus aspectos subjetivos que hemos designado con la palabra
“iluminación” es un evento sobrenatural de carácter milagroso. Existe una
consideración adicional que ratifica esta afirmación: la relación directamente
proporcional entre los milagros y la revelación en la historia. Esto es: a mayor revelación
mayores milagros y viceversa.
Richard B. Gaffin Jr. se refirió a esto haciéndonos notar que: “Los milagros están
relacionados a través de la historia con la Revelación de Dios… la historia de la
revelación no es un fluir constante, sin interrupciones. La Revelación tiende a llegar en
momentos concretos”. Se refiere aquí Gaffin particularmente a los milagros objetivos
evidentes que, a semejanza de la resucitación de un muerto o de la multiplicación de
los panes y los peces, operan por fuera o por encima del funcionamiento normal y

10
habitual de la naturaleza con las leyes que la rigen, a las cuales los milagros parecen
pasar por alto o dejar en suspenso.
Hecha esta precisión, basta revisar la historia sagrada para ver que el propósito de los
milagros no es única ni principalmente otorgar un beneficio al receptor o receptores
humanos del milagro, aunque a la postre éste sea de todos modos uno de los
resultados más evidentes de toda acción milagrosa tal y cómo está registrada en la
Biblia. Pero, sin perjuicio de lo anterior, habría que decir que el principal papel de los
milagros en cumplimiento de los propósitos divinos es servir de señal confirmatoria a la
revelación cuando ésta se está dando.
El beneficio obtenido por el receptor del milagro es, entonces, un valor agregado, pero
no es su objetivo principal. Es debido a ello que los milagros nunca se han dado de
manera constante en la historia, sino que ha habido momentos en que son más
abundantes, por contraste con otros en que escasean o están ausentes.
No es casual que los milagros abunden en la época de Moisés y en la de los profetas
Elías y Eliseo, para declinar después hasta prácticamente desaparecer durante el
periodo transcurrido entre los dos testamentos, conocido, curiosamente, como “los 400
años de silencio”, designación que confirma la relación directamente proporcional entre
la revelación divina y la ocurrencia de milagros.
Los milagros reaparecen con abundancia una vez más durante el ministerio público de
Jesucristo y los apóstoles, quedando así destacados y confirmados en franco relieve los
tres momentos culminantes de la revelación, a saber: la ley (Moisés), los profetas (Elías
y Eliseo) y el evangelio (Cristo y los apóstoles). El evangelio viene así a confirmar y a
superar a la ley y los profetas (Mt. 5:17; 11:13; Lc. 16:16; 24:44; Jn. 1:45), razón que
reforzaría el lugar destacado que Cristo ocupa entre Moisés y Elías en la Transfiguración
(Mt. 17:1-5; Mr. 9:2-8; Lc. 9:28-36).
Esto también explicaría la cuidadosa labor selectiva llevada a cabo por el apóstol Juan
en su evangelio (Jn. 21:25), para escoger y registrar en él sólo los milagros que
cumplían mejor con el propósito de confirmar la revelación recibida por medio de
Jesucristo, informándonos sin embargo que: “Jesús hizo muchas otras señales
milagrosas en presencia de sus discípulos, las cuales no están registradas en este libro.
Pero éstas se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios,
y para que al creer en su nombre tengan vida” (Jn. 20:30-31).
Así, pues, si los milagros objetivos tienen una relación directa de proporcionalidad con
la revelación, es muy plausible pensar que esto se debe a que la revelación es en sí
misma un milagro, tanto por el hecho de requerir una inspiración sobrenatural en sus
depositarios originales, los autores sagrados de la Biblia, para consignar en sus escritos
exactamente lo que Dios quería que registraran; como por el hecho de requerir una
iluminación sobrenatural sobre cada uno de los individuos que acuden a estos escritos
con la actitud adecuada y encuentran a través de ellos la luz y el entendimiento que
otros incluso más inteligentes que ellos no logran alcanzar.
Aún pensadores seculares como el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung hizo incidental
alusión al carácter milagroso de la revelación al sostener: “No negamos que la
presencia viva del espíritu pueda ir acompañada ocasionalmente de acontecimientos
físicos milagrosos; lo que queremos acentuar es que estos no pueden sustituir ni
elaborar el único conocimiento esencial del espíritu”, reflexión que podría puntualizarse
diciendo que “el único conocimiento esencial del espíritu” es la revelación que resulta

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de la iluminación.
Es que, en realidad, Dios no requiere necesariamente de milagros físicos objetivos para
revelarse a los hombres, pues la iluminación subjetiva es ya un milagro, y tal vez no sólo
un milagro, sino el milagro por excelencia, a despecho de que no sea a veces
reconocido ni valorado como tal, por contraste con los más llamativos y en ocasiones
aparatosos milagros objetivos de los que hacen gala significativos sectores de la iglesia
actual. La experiencia de numerosas generaciones de creyentes a lo largo de la historia
demuestra que la revelación de Jesucristo es tan evidente y directa a los corazones bien
dispuestos cuando se manifiesta, que no necesita estar mediada por milagros objetivos
para poder ser aceptada y apreciada.
Jesucristo se revela en la subjetividad de la persona antes que en sus circunstancias
objetivas inmediatas. De hecho, el énfasis en los milagros que caracteriza el
“milagrerismo” tipo espectáculo propio de muchas iglesias de corte pentecostal hace de
la búsqueda de los milagros un distractor que desvía la atención del creyente del
siempre milagroso encuentro directo e íntimo con Jesucristo en el fuero de la
subjetividad personal del individuo.
Encuentro que transforma verdaderamente y de la mejor manera al creyente que lo
experimenta, más allá de la ocurrencia o no de milagros que modifiquen
favorablemente sus circunstancias inmediatas, pero que no cambian necesariamente
sus actitudes negativas interiores. La apelación a los milagros se convierte así en un
subterfugio que evita a la persona la confrontación personal con Cristo en lo íntimo de
su ser, que es justamente en donde Jesucristo se revela por excelencia a los hombres,
como lo afirma el rey David: “Yo sé que tú amas la verdad en lo íntimo; en lo secreto me
has enseñado sabiduría” (Sal. 51:6).
Por todo lo anterior el creyente debe relegar a segundo plano la búsqueda de milagros
objetivos y apelar en primera instancia a Dios con las siguientes palabras: “Examíname,
SEÑOR; ¡ponme a prueba! purifica mis entrañas y mi corazón” (Sal. 26:2), evocando así
el milagro de la revelación e iluminación que relega a segundo plano todos los milagros
objetivos que, de manera contingente, pueden o no acompañar al milagro más
importante de todos: el de la revelación que sana nuestra ceguera y abre nuestros ojos
a la luz de la iluminación divina manifestada en Cristo y en las Escrituras.

3.2.2.3. El agente divino de la iluminación.

La iluminación aparece desde el comienzo como la espina dorsal que atraviesa y vincula
todos los temas de esta materia (pensamiento, conocimiento, revelación y sabiduría).
Sin embargo, el agente divino de la iluminación no es exactamente el mismo en lo que
tiene que ver con el pensamiento que en lo que tiene que ver con la revelación. En
relación con el pensamiento hablábamos del Logos o Verbo es decir el Hijo de Dios, la
segunda Persona de la Trinidad divina encarnada como hombre como el principal
agente iluminador que hace posible la cotidiana7 actividad pensante del ser humano y
su inherente racionalidad, entendiendo la racionalidad en su sentido más amplio
(racionalidad ontológica y no racionalidad técnica meramente).
7 Es, justamente, el carácter cotidiano del pensamiento humano lo que no nos permite
referirnos a él como un evento milagroso en estricto rigor, a pesar del hecho de ser, sin
embargo, un fenómeno sobrenatural; pues una de las características que hacen de algo

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un milagro es su carácter extraordinario o fuera de lo común, algo que no sucede con el
pensamiento humano que, a pesar de ser sobrenatural por las razones expuestas en la
primera unidad de nuestra materia, es un fenómeno cotidiano y, como tal, común y
nada extraordinario.
Y aunque, en virtud de la indisoluble e íntima unidad de Dios, no deje de ser un poco
aventurado asignar una actividad divina con especialidad a una de las tres Personas
particulares que la constituyen: Padre, Hijo (Logos) o Espíritu Santo indistintamente,
debemos asignar al Espíritu Santo la iluminación asociada a la revelación que conduce
a la fe y a la salvación principalmente, de conformidad con lo señalado por el apóstol
Pablo: “… Dios nos ha revelado esto por medio de su
Espíritu, pues el Espíritu lo examina todo, hasta las profundidades de Dios” (1 Cor.
2:10)
Por eso, sin desconocer que Cristo mismo se vincula con esta actividad al presentarse a
sí mismo como “… la luz del mundo…” garantizando luego que “… el que me sigue no
andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn. 8:12; Jn. 12:46), también lo
es que Cristo mismo asigna esta labor mayormente en el presente al accionar del
Espíritu Santo (Jn. 14:26; 15:26; 16:7-15), por lo que no es equivocado atribuir al
Espíritu Santo principalmente la iluminación sobrenatural y milagrosa requerida por la
revelación para conducir a los hombres a la verdad que nos redime, a la par con la
iluminación también sobrenatural pero no por ello necesariamente milagrosa que Cristo
como Logos brinda principalmente a los seres humanos para hacer posible nuestra
característica actividad pensante.
Podría, entonces, decirse que la iluminación divina más determinante no es la que guía
la racionalidad humana en la obtención de logros culturales, sino la que brinda el
Espíritu Santo a los creyentes para quitar el velo que cubre el corazón (2 Cor. 3:15) y
ciega la mente de los incrédulos: “… para que no vean la luz del glorioso evangelio de
Cristo…” (2 Cor. 4:4). Los creyentes somos, pues, seres privilegiados al margen de la
mayor o menor cantidad de luces intelectuales que poseamos, pues por encima de ello
hemos sido beneficiarios de la luz divina que más importa: la luz de la gloria de Dios que
resplandece en el rostro de Cristo, a la cual fuimos llamados desde las tinieblas por
soberana e inmerecida iniciativa y elección divina (1 P. 2:9), de modo que suscribimos
sin reservas la declaración paulina: “Porque Dios, que ordenó que la luz resplandeciera
en las tinieblas, hizo brillar su luz en nuestro corazón para que conociéramos la gloria
de Dios que resplandece en el rostro de Cristo” (2 Cor. 4:6).

3.2.2.4. La iluminación y la verdad.

La iluminación del Espíritu Santo es la que conduce a los seres humanos a la verdad,
corrigiendo de paso nuestras estrechas concepciones formales sobre la noción misma
de verdad, contenidas en los tratados seculares de epistemología desde la antigüedad
hasta nuestros días. Esta corrección corre por cuenta de la revolucionaria declaración
hecha por Cristo cuando dijo: “Yo soy... la verdad” (Jn. 14:6), pues la idea en boga
durante su tiempo es la misma que ha dominado desde entonces en Occidente.
Esto es, que la verdad es un asunto de los filósofos y que se trata por tanto de un
concepto abstracto, intangible y muy elevado que hay que llegar a descubrir, propósito
en el cual los únicos que pueden llegar a conocerla son sólo los hombres ilustrados y

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especialmente dotados intelectualmente. Pero lo cierto es que la pregunta por la
verdad, a pesar de ser intensamente debatida por los filósofos griegos, no había
obtenido una respuesta satisfactoria ni accesible al común de la gente, como se deja
ver en la pregunta formulada a Cristo por el procurador romano Poncio Pilato cuando lo
estaba juzgando (Jn. 18:38).
Pues bien, con su declaración Cristo desmintió la creencia de que la verdad se descubre
después de una ardua y calificada dedicación, sino que más bien la verdad se revela a
sí misma. E hizo además dos cosas que ningún filósofo había
podido hacer. Dio una respuesta concreta y categórica a la pregunta y colocó la misma
al alcance de todos los hombres (Jn. 18:37).
En efecto, la verdad no es un concepto abstracto, difícil y limitado a unos pocos, sino
una persona, Jesucristo, que por su misma condición personal trascendente, no
limitada ni por el tiempo ni el espacio, puede ser conocida por todos los hombres sin
excepción y sin importar su condición. Así, volviendo con las actitudes y desde una
óptica estrictamente humana, queda claro que en la intención de conocer la verdad no
se trata, pues, de querer y no poder, sino de poder y no querer.
En otras palabras, el problema no es la incapacidad o carencia de las facultades y
recursos necesarios para hacerlo, como lo argumentan los librepensadores escépticos y
agnósticos de nuestro tiempo, sino las actitudes prejuiciadas y las ideas preconcebidas
que nublan el entendimiento y generan resistencia a aceptar lo que es obvio y claro
para el espíritu, como lo advirtió tempranamente en el evangelio el Señor Jesucristo:
“Ésta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, pero la humanidad
prefirió las tinieblas a la luz, porque sus hechos eran perversos. Pues todo el que hace
lo malo aborrece la luz, y no se acerca a ella por temor a que sus obras queden al
descubierto. En cambio, el que practica la verdad se acerca a la luz, para que se vea
claramente que ha hecho sus obras en obediencia a Dios” (Jn. 3:19-21).

3.2.3. La perspectiva y la iluminación.

La iluminación, brindándonos en Cristo un foco que sirve como criterio o clave de


interpretación para entender la realidad, amplía drásticamente nuestras perspectivas o
puntos de vista bañando todo nuestro panorama con una nueva luz que nos faculta
para verlo todo desde una renovada óptica que nos permite superar el estrecho punto
de vista del mundo al que hace referencia el apóstol con estas palabras: “Ellos son del
mundo; por eso hablan desde el punto de vista del mundo, y el mundo los escucha” (1
Jn. 4:5)
La Biblia es un libro de realidades. Y la iluminación nos otorga la capacidad de
encontrar en ella los criterios para descubrir e identificar la realidad final que se
encuentra oculta bajo las capas de las engañosas apariencias del mundo. Es por eso
que la iluminación modifica nuestras actitudes en la vida, pues las actitudes que
asumimos ante la realidad dependen del punto de vista que escogemos para observar y
evaluar esa realidad.
La iluminación nos brinda puntos de vista diferentes y cada vez más amplios para
contemplar y evaluar la realidad de modo que percibimos aspectos de ella que de otro
modo no veríamos y que modifican nuestra percepción de las cosas y nos confieren
mayores elementos de juicio para adoptar la mejor y más recomendable actitud ante la

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realidad en la que vivimos y nos desenvolvemos. Estas perspectivas cada vez más
amplias provistas por la iluminación enriquecen el cuadro que tenemos de la realidad,
indicándonos también la forma en que podemos mejorar este cuadro de acuerdo con
nuestras posibilidades.
Vale la pena relacionar y explicar brevemente las diferentes perspectivas de la realidad
que la revelación identifica a fin de ser más conscientes de ellas y sacar el
máximo provecho de estos puntos de vista renovados que la iluminación hace posibles.

3.2.3.1. La perspectiva inmediata.

Con la expresión “perspectiva inmediata” designamos una de las perspectivas más


comunes de la realidad que debe surtirse, pero en la cual no es conveniente
permanecer indefinidamente. Esta es la perspectiva que asumimos en los momentos en
que nos detenemos a contemplar únicamente lo que sucede en nuestro entorno
personal más cercano e inmediato. Los momentos en que, en el argot popular “no
miramos más allá de nuestras narices”. La perspectiva inmediata, siendo necesaria,
sólo nos permite ver ciertos aspectos de la realidad que nos conducen a adoptar
actitudes extremas muy extremas e inconvenientes.
Es decir que, o nos volvemos trágicos, quejumbrosos, rezongones y refunfuñones,
renegando de todo a veces incluso por causa de pequeñeces y trivialidades que
agrandamos para terminar reaccionando de manera desproporcionada para las
circunstancias ‒como, en efecto, le sucedió al profeta Jonás con la planta que se secó
(Jon. 4:6-11)‒, o nos volvemos superficial e ingenuamente triunfalistas, como le sucedió
al pueblo de Israel al prestar oído a los falsos profetas que les decían lo que querían
escuchar de manera inmediata: “» “Así es, en efecto. Estos profetas han engañado a mi
pueblo diciendo: ‘¡Todo anda bien!’, pero las cosas no andan bien; construyen paredes
endebles de hermosa fachada. Pues diles a esos constructores que sus fachadas se
vendrán abajo…” (Eze. 13:10-11).
Adoptar momentáneamente la perspectiva inmediata no es algo malo en sí mismo, sino
permanecer en ella ya sea para, como lo dice la sabiduría popular: “hacer una tormenta
en un vaso de agua” en la cual podemos llegar a ahogarnos; o pretendiendo que todo
está bien cuando en realidad no lo está, encubriendo o haciendo caso omiso de
problemáticas de fondo que no se quieren reconocer, enfrentar y resolver.
Porque a veces lo único que se requiere para lidiar con nuestros problemas y recuperar
la esperanza es mirar las cosas en una perspectiva más amplia que la inmediata, por la
cual logremos ver la cantidad de cosas buenas que existen alrededor y de las que
podemos disfrutar más allá de nuestra problemática particular, pero que no habíamos
considerado con seriedad por estar obsesionados con ella. La Biblia no hace caso omiso
ni ignora nuestra perspectiva inmediata, pero nos invita continuamente a trascenderla
mediante la luz que nos brinda para que consideremos las siguientes perspectivas
adicionales.

3.2.3.2. La perspectiva de trasfondo.

Esta perspectiva es la que adquirimos cuando tomamos distancia de nuestra situación


inmediata y dejamos de ver la mancha en el cuadro para comenzar a ver el cuadro

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completo. Nos permite ver el trasfondo de nuestra situación. Nos lleva a ver más allá
para darnos cuenta que no se trata propiamente de nosotros. Que nosotros y nuestros
problemas y alegrías, por duros o gratas que sean o parezcan, no son el centro del
universo ni lo único en lo que debemos reparar.
Esta es la perspectiva que Dios quiso mostrarle a Job en medio de su prueba (Job 38:1-
13). Llevó al patriarca a ampliar el cuadro y a considerar el maravilloso funcionamiento
de este vasto y complejo universo y la manera en que Dios lo sustenta y gobierna todas
y cada una de la gran cantidad de variables involucradas en su situación personal con
tan grande e incomprensible sabiduría que Job entiende que debe callar y seguir
confiando en Dios con la certeza de que Él sabe lo que hace: “«Yo sé bien que tú lo
puedes todo, que no es posible frustrar ninguno de tus planes… Reconozco que he
hablado de cosas que no alcanzo a comprender, de cosas demasiado maravillosas que
me son desconocidas” (Job 42:2-3).
Sucedió de manera similar con el profeta Jonás, preocupado por su bienestar inmediato
y por una planta que se secó y dejó de brindarle sombra, hasta que Dios le hizo ver en
medio de su queja el trasfondo de lo que estaba en juego: la vida de 120.000 personas
‒algunas versiones dicen que de niños incluso‒ que estaban en riesgo de perecer si el
profeta no hubiera cumplido, a regañadientes, su tarea.
Fue también esto lo que le sucedió al profeta Elías cuando, huyendo de la persecución
de que era objeto por parte del rey Acab y su malvada esposa Jezabel, que se había
recrudecido después de su enfrentamiento victorioso contra los 450 profetas del dios
Baal y los 400 profetas de la diosa Aserá, exclama agobiado por su perspectiva
inmediata y con ganas de morirse a la sombra de una retama: “… «¡Estoy harto SEÑOR!
‒protestó‒. Quítame la vida, pues no soy mejor que mis antepasados.»” (1 R. 19:4).
Procede luego a hacer una descripción de su perspectiva inmediata: “… Los israelitas
han rechazado tu pacto, han derribado tus altares, y a tus profetas los han matado a
filo de espada. Yo soy el único que ha quedado con vida, ¡y ahora quieren matarme a mí
también!” Y es en este punto que Dios amplía su perspectiva para que vea el trasfondo
de lo que está sucediendo: “ El SEÑOR le dijo: ‒Regresa por el mismo camino, y ve al
desierto de Damasco. Cuando llegues allá, unge a Jazael como rey de Siria, y a Jehú hijo
de Nimsi como rey de Israel; unge también a Eliseo hijo de Safat, de Abel Mejolá, para
que te suceda como profeta. Jehú dará muerte a cualquiera que escape de la espada
de Jazael, y Eliseo dará muerte a cualquiera que escape de la espada de Jehú. Sin
embargo, yo preservaré a siete mil israelitas que no se han arrodillado ante Baal ni lo
han besado” (1 R. 19:14-18).
La perspectiva de trasfondo le hace ver al profeta la estrechez de su ángulo de visión
inmediato al no considerar que la vida continúa y que Dios tiene para él todavía un
trabajo importante que realizar, además de hacerle ver también que él no es el único
creyente fiel que queda en Israel, como el profeta llegó a creerlo al considerar
únicamente su perspectiva inmediata.
A propósito, el filósofo y escritor español Miguel de Unamuno, sin llegar nunca a
profesar de manera abierta el cristianismo, estuvo siempre fascinado, casi
obsesionado, con dos libros de la Biblia: Job y Eclesiastés. Él decía que Job expresaba
magistralmente lo que él llamó: “el sentimiento de la vida trágica”, es decir aquellos
momentos en que la vida se vuelve verdaderamente difícil y sentimos todo el peso
trágico que la vida conlleva. Y de Eclesiastés dijo que éste expresaba más bien lo que él

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llamó “el sentimiento de la vida continua”, es decir, que a pesar de lo difícil que pueda
ponerse a veces, la vida finalmente continúa y
sigue su curso. Perspectiva inmediata en Job y perspectiva de trasfondo en Eclesiastés.
La iluminación nos invita a dejar, pues, atrás los momentos difíciles y avanzar con la
vida misma en el día a día, como lo dice el apóstol: “… Más bien una cosa hago:
olvidando lo que queda atrás y esforzándome por alcanzar lo que está delante, sigo
avanzando hacia la meta para ganar el premio que Dios ofrece mediante su
llamamiento celestial en Cristo Jesús” (Fil. 3:13-14). Este impulso es el que
comenzamos a obtener cuando la revelación ilumina nuestro panorama y vemos más
allá de la perspectiva inmediata, tomamos distancia de ella y comenzamos a ver las
cosas desde la perspectiva de trasfondo.

3.2.3.3. La perspectiva de la tumba.

Eclesiastés es el primer libro de la historia que tiene un enfoque similar al del


existencialismo moderno. Los existencialistas creyeron, entonces, estar siendo muy
originales al formular esta filosofía de la vida (¿o tal vez deberíamos decir “de la
muerte”?) en los siglos XIX y XX, pero en realidad estaban tan sólo recobrando una
perspectiva revelada en la Biblia. No por nada el origen del existencialismo moderno es
cristiano, pues su precursor oficial es el teólogo y filósofo luterano danés Sören
Kierkegaard.
Aunque, en honor a la verdad, tal vez debamos señalar que ya otro comprometido y
admirable cristiano se le había adelantado a Kierkegaard por cerca de 200 años. Nos
referimos al genial y piadoso francés Blas Pascal. Pero el punto aquí es que Salomón,
bajo la inspiración del Espíritu Santo, se les adelantó a ambos por casi tres mil años
para llevarnos a considerar la perspectiva de la tumba (Ecl. 9:10).
Efectivamente, el sabio rey Salomón se dio a la tarea de analizar la realidad tomando
conscientemente una perspectiva particular y limitada. La perspectiva que le brindaba
ver las cosas desde el horizonte de la muerte o mejor, desde el reducido punto de vista
de lo que se hace “en esta vida”, frase que se repite metódicamente en el libro, como lo
leemos, por ejemplo, en Eclesiastés 9:11, entre otros pasajes: “Me fijé que en esta vida
la carrera no la ganan los más veloces, ni ganan la batalla los más valientes; que
tampoco los sabios tienen qué comer, ni los inteligentes abundan en dinero, ni los
instruidos gozan de simpatía, sino que a todos les llegan buenos y malos tiempos”.
Una vida, por cierto, breve y amenazada continuamente por la muerte. Otra forma de
explicar cuál era su perspectiva fue la expresión “bajo el sol” tal y como la utiliza en
versículos como estos: “Lo que ya ha acontecido volverá a acontecer; lo que ya se ha
hecho se volverá a hacer ¡y no hay nada nuevo bajo el sol!... Pues, ¿qué gana el hombre
con todos sus esfuerzos y con tanto preocuparse y afanarse bajo el sol?” (Ecl. 1:9;
2:22). Como consecuencia de este enfoque llegó a la reiterada conclusión de que, si
todo lo que hay en esta vida es lo que vemos bajo el sol, entonces todo es absurdo: “…
he observado todo cuanto se hace en esta vida, y todo ello es absurdo, ¡es correr tras el
viento!” (Ecl. 1:14).
El existencialismo moderno ha llegado a conclusiones en principio similares, pero
mucho más sombrías, pues para un buen número de existencialistas ante este
panorama el suicidio sería la única alternativa consistente y válida por ser la única

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“victoria” que podríamos obtener en medio del sin sentido generalizado: la “victoria” de
arrebatarle al azar siquiera la decisión sobre el momento y la forma en que vamos a
morir, ya que no podemos evitar la muerte.
La literatura existencialista es pesimista y trágica y parece estar invitando
continuamente a los seres humanos a considerar el consejo desesperado y pesimista
de corte muy existencialista del escritor panfletario colombiano José María Vargas Vila
que dice: “Si la vida es un dolor, el suicidio es un derecho; si la vida es un martirio, el
suicidio es un deber”.
Sin embargo, la perspectiva de la tumba, sin ser la última palabra, también es
necesaria, pues nos recuerda que si la muerte fuera el fin de todo, entonces la vida
humana no tendría sentido y nada en ella valdría finalmente la pena. Pero Salomón no
se dejó llevar por este pesimismo desesperado. Por el contrario, precisamente a causa
de la brevedad de la vida amenazada siempre por la sombra de la tumba y de la
muerte, recomendó disfrutar de ella a pesar de sus sinsabores y contradicciones (Ecl.
5:18-19; 7:14-18; 8:15; 9:7-9).
Como lo dijera Mark Twain con su peculiar estilo: “La vida es demasiado importante
como para ser tomada en serio”. La perspectiva de la tumba sobre la que el Eclesiastés
llama nuestra atención nos recuerda siempre que, ante la brevedad de la vida, la Biblia
fomenta en el cristiano la actitud festiva y alegre, el buen humor, la espontaneidad, la
autenticidad, el desenfadado disfrute de las cosas sencillas y cotidianas que no tienen
precio, el deleite y el placer sano y responsable en la vida, sin que todo esto llegue a
confundirse equivocadamente con el hedonismo, la relajación, las costumbres
disolutas, la laxitud y el libertinaje irresponsable de los que asumen el conocido lema:
“¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos!” (Isa. 22:13; 1 Cor. 15:32; Gál. 5:13).
Llama la atención que para los autores bíblicos, a diferencia del discurso de los filósofos
y escritores existencialistas modernos, la perspectiva de la muerte no los lleva a adoptar
posturas pesimistas y desesperadamente heroicas. Tal vez porque ésta no es la
perspectiva final que ellos tienen en mente. El rey David, por ejemplo, al contemplar la
vida desde la perspectiva de la tumba, apela a Dios de este modo: “Vuélvete, SEÑOR, y
sálvame la vida; por tu gran amor, ¡ponme a salvo! En la muerte nadie te recuerda; en
el sepulcro, ¿quién te alabará?... Los muertos no alaban al SEÑOR, ninguno de los que
bajan al silencio. Somos nosotros los que alabamos al SEÑOR desde ahora y para
siempre. ¡Aleluya! ¡Alabado sea el SEÑOR!” (Sal. 6:4-5; 115:17-18).
Así, desde la perspectiva de la tumba, lo que realmente da sentido a la vida y hace que
valga la pena es que todo lo que hagamos en ella sea al final para la alabanza y la gloria
de Dios. De hecho el inspirado rey Salomón llegó en el Eclesiastés a conclusiones tan
diametralmente diferentes a las del existencialismo actual debido, precisamente, a que
al final incluye a Dios en el cuadro de manera decisiva y concluyente: “Acuérdate de tu
Creador en los días de tu juventud, antes que lleguen los días malos y vengan los años
en que digas: «No encuentro en ellos placer alguno»… El fin de este asunto es que ya se
ha escuchado todo. Teme, pues, a Dios y cumple sus mandamientos, porque esto es
todo para el hombre” (Ecl. 12:1, 13).

3.2.3.4. La perspectiva eterna.

En uno de sus momentos de mayor lucidez e iluminación Job trasciende su trágica

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perspectiva inmediata y da en este pasaje memorable de las Escrituras un salto hasta
la última y más amplia de nuestras perspectivas: la perspectiva eterna (Job 19:25-27). A
este respecto Blas Pascal dijo: “No hay desgracias que valgan contra quien tiene la
seguridad plena de la eternidad”. Porque si bien es cierto que Dios nos bendice en esta
vida y nos bendice con la vida misma; sus mayores y más seguras bendiciones están
reservadas para la eternidad, más allá de esta vida.
Es evidente que Job estaba anunciando proféticamente a Cristo en el pasaje citado, a
Quien el Nuevo Testamento se refiere en estos términos: “y ahora lo ha revelado con la
venida de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien destruyó la muerte y sacó a la luz la vida
incorruptible mediante el evangelio” (1 Tim. 1:10). Cristo va más allá de la perspectiva
inmediata, la de trasfondo y la de la tumba y saca a la luz la vida incorruptible para
darnos una perspectiva eterna de la realidad.
En el evangelio las bendiciones temporales ‒es decir, para este tiempo‒ contenidas en
las promesas bíblicas tienen un elevado grado de probabilidad de cumplirse
literalmente en esta vida, pero son las bendiciones eternas las que son ciento por ciento
seguras y están garantizadas plenamente para los creyentes. Por eso: “Alabado sea
Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en las regiones
celestiales con toda bendición espiritual en Cristo” (Efe. 1:3).
No puede discutirse que la vida del creyente no está exenta de dificultades, como ha
quedado demostrado hasta la saciedad con Elías, Job y Jonás, entre otros muchos. Es
tanto así que Max Lucado decía que la vida cristiana es tan difícil que sólo conocía una
vida más difícil que la cristiana y era la vida no cristiana.
Pero es precisamente en las circunstancias difíciles de la vida, aquellas en que la
misma amenaza de muerte se encuentra simultáneamente en el trasfondo como en
nuestras circunstancias inmediatas (como sucede, por ejemplo, en una enfermedad
terminal o en los creyentes que se encuentran bajo persecución sistemática en zonas,
regiones o países abiertamente hostiles al evangelio) en que la perspectiva eterna está
llamada a sostenernos con la convicción de que las desgracias temporales eventuales
de las que seamos víctimas no admiten ni siquiera comparación con las bendiciones
eternas que nos están reservadas por Dios: “De hecho, considero que en nada se
comparan los sufrimientos actuales con la gloria que habrá de revelarse en nosotros”
(Rom. 8:18).
El carácter incondicional de nuestra fe tiene su raíz en la eternidad, no en lo temporal y
es debido a ello que no hay calamidad o tragedia, por crítica que sea, que valga contra
el auténtico creyente, pues la fe arraigada en lo eterno siempre le permitirá
sobreponerse a cualquier desgracia temporal que le sobrevenga. Así debemos entender
la declaración del Señor en el sentido de no temer a los que matan el cuerpo pero no
pueden matar el alma (Mt. 10:28; Lc. 12:4).
En virtud de la prometida resurrección de los muertos que Cristo ya demostró: ¿por qué
habríamos de temer a los que matan el cuerpo? Y es que los cristianos ya tenemos la
vida eterna garantizada, una vida de tal calidad que Dios mismo en persona nos: “…
enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni
lamento no dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir” (Apo. 21:4). Es
decir, una vida en la que cualquier tipo de dolor o sufrimiento que hayamos
experimentado aquí será tan sólo parte del anecdotario.
La iluminación alcanzada mediante la revelación nos lleva a considerar estas cuatro

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perspectivas de la realidad colocándolas a todas en su justo lugar y proporción. Algo
necesario, tanto cuando se viven tiempos difíciles para no dejarse arrastrar por ellos
hacia la desesperación, como cuando se viven tiempos esperanzadores y promisorios
que amenacen con conducirnos a un triunfalismo equivocado.
La iluminación le provee al creyente una visión realista de las cosas que le impide caer
tanto en optimismos ingenuos como en pesimismos cínicos. Las diferentes perspectivas
que la Biblia nos recuerda y nos revela nos llevan a ser personas constructivamente
realistas, situándonos en la perspectiva eterna, no para desentendernos del mundo
temporal y dejar que se vaya al traste, sino para trabajar en nuestra perspectiva
personal inmediata para mejorar la perspectiva de trasfondo de nuestra familia, de
nuestra comunidad y de nuestro país, con el entusiasmo y empeño de quien tiene
presente también su tiempo limitado en este mundo al considerar la vida desde la
perspectiva de la tumba.
Javier Mahillo incorpora muchos de los conceptos tratados en este capítulo con otra de
sus imaginativas, amenas y reflexivas narraciones, que consiste en una especie de
puesta en escena en la que Arancha, Koldo y Jordi, los tres principales personajes de su
novela Filos. Un comando camino de Santiago, ya mencionada en el primer capítulo,
llevan a cabo la narración y representación de un diálogo imaginario entre Tomás de
Aquino y Federico Nietzsche que reproducimos por entero a continuación para concluir
nuestro tema, seguros de que el estudiante sabrá disfrutarlo y aprovecharlo para
reafirmar los conceptos:
Hacía ya tiempo que los frailes se habían retirado a sus austeras celdas, en procesión
solemne y con el abad a la cabeza, después de haber cantado la salve en el coro de la
vetusta capilla del convento; pero fray Tomás incapaz de conciliar el sueño había vuelto,
horas más tarde, al único sitio en el que de verdad se sentía a gusto. Empujó el
portalón que daba acceso al claustro y se acercó pesadamente hacia el altar mayor.
Pese a que la oscuridad era casi total salvando una minúscula bujía de aceite que
permanecía chisporroteando ante el sagrario, no tuvo dificultad en localizar, por la
fuerza de la costumbre, uno de los bancos de la tercera fila donde se disponía a pasar
la noche, arrodillado, hasta maitines. Pero aún no había iniciado la maniobra de
introducir un cuerpo tan voluminoso en un espacio tan angosto, cuando la iglesia
entera estalló de luz. El dominico se quedó callado, absolutamente inmóvil, cegado,
mudo y suspendidos todos sus sentidos, pero no asustado, sino exultante de júbilo,
pues sabía que se hallaba de nuevo ante Jesucristo.
Esta vez se le presentó como tantas veces lo había imaginado predicar en los campos
de Palestina: alto, espigado, con el pelo suelto y su tez mediterránea curtida por el sol.
Vestía una sencilla túnica de lino y unas sandalias de cuero.
Como no era ésta la primera vez que le sucedía algo parecido, fray Tomás no se alteró
lo más mínimo ni dijo nada. No había necesidad. Sólo la presencia de Dios ante él,
precisamente él, un pobre y cansado fraile que llevaba años
preparándose a saborear el éxtasis de la felicidad. Y, sin embargo, esta vez le llamó
especialmente la atención la sonrisa de Jesús que, trasluciendo de un modo casi físico
la paz y el amor que rebosaba, parecía entretejer entre sus rasgos una fibra de ironía
humana.
Tomás, quiero que hagas algo por mí y por uno de tus hermanos dijo con una voz dulce
y varonil.

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Tuyo soy, Señor, te amo y mi único gozo es servirte dijo Arancha, con voz pausada,
realmente impresionada al descubrir las dotes narrativas del presunto licenciado en
Empresariales.
Sabes que son muchos los que sufren y requieren apoyo y consuelo, pero hay alguien
que en este momento te necesita especialmente siguió Jordi. Tú no le conoces, aunque
él sí sabe de ti por tus escritos, ya que vive, o mejor dicho, muere, muy lejos de aquí,
tanto en el espacio como en el tiempo. En este momento, seducido por las argucias del
Maligno, que lo tiene sumido en un perpetuo desvarío, y obstinado en combatir la Luz
que todo lo ilumina, está malgastando sus últimas horas blasfemando contra el Padre;
y, en su cerrazón, ha exigido tu presencia, Tomás, para que le demuestres, si puedes, la
existencia de Dios.
Señor… ¿y qué puedo hacer yo? balbució el fraile. Tú bien sabes que a pocos he
convencido, a pesar de la sabiduría y erudición que algunos dicen que tengo, porque
quien en verdad mueve el alma es el amor y no las razones; pero di una sola palabra y,
tocado por tu gracia, caerá de su obcecación como san Pablo cayó del caballo.
Tomás, tú ya sabes que el Padre os ha creado libres, y no está en su mano convertir el
corazón de ninguno de sus hijos, extorsionando su voluntad.
Pero, san Pablo…
San Pablo no reconocía a Cristo, pero era un verdadero creyente, mientras que
Federico, no. Sin embargo, teniendo en cuenta que ya está cerca el fin de su vida
mortal y que te ha retado para que le convenzas de que Dios no ha muerto, aunque
desde su juventud ha vivido en permanente rebelión y sus libros serán motivo de
escándalo y tropiezo para muchos, como lo que está en juego ahora es su salvación
eterna, podríamos darle una última oportunidad. Aunque, de todos modos, sólo te
enviaré si tú quieres.
Tú sabes, Dios mío, que hay miles de santos que podrían convencerle muchísimo mejor
que yo, que soy un pobre pecador, tocándole las fibras del corazón y no con razones y
filosofías; pero si esa es tu voluntad, aquí me tienes. Sin embargo, ampárame con tu
fuerza y tu luz, no vaya a ser ahora yo quien pierda la fe.
Fray Tomás se encontró de pronto en una pequeña habitación con las paredes
perfectamente lisas y relucientes como encaladas por un artesano morisco, pensó, y un
extraño artefacto, que no era vela ni candil, sobre una mesita blanca, la iluminaba a
medias, creando entre los pocos muebles que allí había contrastes de luces y sombras.
Un fuerte olor acre lo invadía todo y, allí, tendido en una enorme cama, sudoroso y
medio tapado con lienzos limpios y de buen paño, respiraba entrecortadamente un
hombre demacrado, con la cara contraída en un rictus de dolor, barba de varios días y
un enorme y descuidado bigote que prácticamente le tapaba la boca.
¿Otro enfermero que viene a vigilarme a media noche por si soy un mal chico? gruñó
con sarcasmo, sin abrir siquiera los ojos.
Soy fray Tomás y apenas tengo nociones de medicina, pero si necesita un enfermero
puedo ir en su busca.
¿Fray Tomás…? ¿el ‘angélico doctor’, en persona, que viene a visitar a este pecador por
si recobra la salud de su ánima inmortal? ¡Anda y vete a la mierda! dijo Koldo,
provocando la risa contenida de su hermana.
Tomás siguió Jordi, intentando centrarse de nuevo en su papel permaneció allí, quieto,
mirándole admirado de poder entender una lengua que sabía no era ni griega ni latina

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ni arábiga ni ninguna otra romance que conociera. Pero acostumbrado como estaba a
las extrañezas de sus frecuentes arrebatos místicos, tampoco se sorprendió
demasiado, y, abriendo la boca, se atrevió a decirle lo más humildemente que fue
capaz:
Dios me ha sacado del convento y me ha traído aquí porque usted mismo lo ha
pedido…, pero si le molesta mi presencia en ningún modo quisiera quebrantar la paz ni
la libertad de su alma.
Federico Nietzsche, el ilustre y popular paciente, internado y vigilado allí por orden
expresa de su hermana, se quedó perplejo ante semejante confesión. Abrió un poco los
ojos, negros como carbones, y allí, entre sombras, a cuatro pasos de su catre, alcanzó a
ver a un hombre corpulento. Vestía sandalias y un hábito blanco medio raído que podría
muy bien confundirse con la bata de un enfermero. «¿Cómo sabe este imbécil lo que
estaba pensando ahora mismo?», se dijo para sus adentros, sin creer ni por asomo que
pudiera tratarse del mismísimo santo que acababa de retar. Y pese a estar convencido
de que tan sólo era un fenómeno de autosugestión, se incorporó un poco en el lecho, le
miró de arriba abajo y, por seguirle la broma al inconsciente, dijo entre amable y
socarrón:
Muy buenas noches, santo; la verdad es que te imaginaba mucho más rechoncho y
bajito…, pero teniendo en cuenta la vida que te pegas, todo el día rezando y ‘jalando’,
realmente se podría decir que estás ‘macizorro’.
No es el cuerpo lo que importa, sino el espíritu… Dios me lo dio grande, como a mi
padre, y le doy gracias por ello. Sin embargo dijo el fraile por corresponder, le noto a
usted en mejor estado de salud de lo que había pensado nada más verle.
La procesión va por dentro mi querido colega suspiró el enfermo, porque… ¿puedo
llamarte colega o es una irreverencia pecaminosa por mi parte?
Si ambos nos dedicamos a la Filosofía, es evidente que lo somos, aunque yo no he
venido a hablarle como a un compañero de profesión, sino como a un hermano.
¡Para, para el carro y no me toques los ‘güevos’ replicó el enfermo irritado. Yo no soy ni
tu hermano ni el hermano de nadie, ¿entiendes?, y, teniendo la bruja que tengo por
hermana, la verdad es que mi idea de la hermandad es más bien un insulto; así que
déjalo en «colega» y saldremos los dos ganando, ¿de acuerdo?
Como usted quiera.
Eso sí…, tampoco hace falta que me trates de vos. ¡Con confianza hombre! A fin de
cuentas «no eres más que un mal sueño en una mala posada» dijo, irónico, dando por
sentado que su interlocutor ignoraba las palabras de la santa española. Lo cierto
prosiguió es que me vienes bien, porque mientras imagino que hablo contigo se van
pasando estas interminables horas; y tal como me encuentro de fastidiado, se
agradece tener en qué entretenerlas.
No es a entretenerte a lo que he venido, sino a ofrecerte humildemente mis razones y
argumentos sobre la existencia de Dios todopoderoso.
¡Vale, vale, todo se andará! Aunque no seas más que una fantasía, la verdad es que te
veo y escucho con una nitidez pasmosa; vamos, como si fueras real.
Debe ser que se me acerca el final. ¡anda, que si me vieran mis lectores aquí, de
cháchara, con el Tomismo en carne y hueso, no se iban a cachondear ni nada…!; pero,
en fin, aprovechemos la experiencia mientras dure.
Yo dijo el fraile no sé nada de ti y tus escritos, aunque deduzco de tus palabras que tú

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conoces los míos, porque han pasado siglos. Desde el punto de vista terrenal, claro.
Sí, ya, ya… desde el punto de vista de Dios, si existiera, todo sería un perpetuo
presente, así que, en teoría, podría ponernos en contacto sin ningún problema. Pero
tampoco te creas que yo he leído gran cosa de tus mamotretos. No sé si te lo ha dicho
alguien, pero para leerse tus obras completas hace falta toda una vida sin hacer otra
cosa; y la vida hay que vivirla, señor mío, no malgastarla en sandeces.
He pasado la mía estudiando y escribiendo por obediencia a mis superiores, y, aunque
hubiera preferido dedicarme más a amar a Dios y a mis hermanos que a comentar las
sentencias de Boecio, cuando lo que se hace se hace por amor y no por obligación,
siempre resulta apasionante. Pero veo que no se te escapa la diferencia entre el punto
de vista espacio-temporal que marca nuestra vida mortal y el eterno, propio de Dios y la
Vida venidera.
¡Para el carro! cortó Nietzsche, que lo entienda no significa que lo admita. Aunque lo
cierto es que eso de la eternidad me ha dado muchos quebraderos de cabeza, porque
la vida me parece tan valiosa en sí misma que me resisto a pensar que una vez muertos
se acabe todo; por eso, creo que los presocráticos tenían mucha más razón que la sarta
de necios que andan ahora predicando desde sus cátedras por toda Europa, porque
ellos ya tenían bien claro que el Ser gira y gira desde siempre en un eterno retorno. Por
eso, la verdad es que no me importa morir…; sé que volveré a renacer de nuevo, una y
mil veces.
No me son desconocidas esas teorías orientales… ¿Crees, entonces, en la eternidad del
mundo corporal y en el ciclo de las reencarnaciones?
Evidentemente es mucho más plausible que aceptar la existencia de un Dios
todopoderoso y fantasmal, salido de nadie sabe dónde, padre de todo e hijo de nadie,
que un buen día decide crear el universo por puro capricho y se divierte
mangoneándonos la vida con mandamientos ridículos, que, para postre, contrarían las
leyes que rigen la naturaleza y que, en teoría, Él mismo ha creado.
No entiendo a qué te refieres replicó santo Tomás, pues ya desde los primeros filósofos
es bien sabido que las leyes que rigen el universo no pueden contradecir la Ley de Dios,
sino todo lo contrario; unas se ajustan a las otras como el guante a la mano. Por eso, y
sin necesidad de recurrir a la fe, los habitantes de las más remotas tierras también
saben de la existencia de Dios, gracias a la grandeza y majestad de la creación entera
que lo testimonia.
Eso es lo que tú y tu gente venís diciendo desde que el cretino de Sócrates, que no
quiero ni decirte por dónde le habría metido yo la cicuta, le dio por hacerse el sabiondo
buscador de la Verdad Pura, contra los sofistas que proponían, con toda razón, que lo
realmente humano estriba en seguir la fuerza de la naturaleza, los instintos y las
pasiones; en definitiva: la voluntad de placer y de poder, que es lo único que mueve el
mundo y le da sabor a la vida.
Si nos dejáramos llevar por la tiranía de las pasiones corporales, ignorando los dictados
de la razón, ¿no seríamos, acaso, semejantes a animales irracionales?
Pues… sí, ¿y qué?, ¿no son ellos mucho más felices que nosotros, todo el día cavilando
sobre qué debemos o no debemos hacer, cuáles son nuestras responsabilidades, qué
leyes, normas y códigos no debemos infringir y demás mandangas?
No creo que defiendas en serio que la felicidad humana consista en vivir como perros…
Como perros no, ¡como hombres!, animales muy superiores a todos los demás y con

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muchas más posibilidades de sacarle a la vida todo el partido; capaces de gozar y
sufrir, de amar desenfrenadamente y odiar hasta consumirnos siguiendo a Dionisio y no
al marica de Apolo. Porque «vivir» en el sentido más pleno y positivo de la palabra, no es
otra cosa que saborear todo tipo de manjares, emborracharnos hasta caer redondos
como cubas, bailar hasta desfallecer de placer, pensar con absoluta libertad, ¡a
martillazos!, creando nuestros propios valores, pero también pelearnos, discutir,
dominar o destruir… Desde que los hombres matamos a Dios, a ese Dios rancio y
acartonado, sin sustancia ni fundamento, en que cree Europa, todo, absolutamente
todo, está en nuestras manos y, por tanto, es noble y bueno. El reto está en ponernos a
la altura de lo que ahora somos. El único pecado, lo único repugnante y vil, es negarse
a vivir, permanecer adormilados soportando resignados la losa de la moral, la religión,
el derecho y la ciencia que habéis inventado los creyentes, o en Dios y la Razón
discursiva, que viene a ser lo mismo, para castrarnos y amargarnos la existencia a los
hombres de verdad, mientras se nos escapa a chorros la vida sin darnos cuenta.
Veo que realmente amas la vida, y ahí estoy contigo. Yo no me he recluido en un
monasterio, dándome a la oración y al estudio por miedo a vivir; he organizado este
primer tramo de mi vida, la terrena, para ganar la Vida con mayúscula, la eterna, pues
sigo a Cristo porque Él mismo es la Vida, la verdadera Vida; no eso que tú propones,
que no es sino una caricatura de la vida, una angustia perpetua por sobrevivir, un afán
agotador y estéril por arrancarle migajas de placer a un mundo plagado de dolor y
miseria… ¿No te das cuenta de que si dejamos sueltos nuestros instintos animales, nos
convertimos en asesinos, borrachos y violadores, y que por cada verdugo hay mil
víctimas
¿Y quien dice que eso sea malo? ¿Jesucristo? ¿Ese desgraciado que se pasó la vida
serrando tablones, para morir a los treinta y pico, clavado en uno de ellos como una
lagartija? Si te parece atractivo su mensaje de humildad, perdón y caridad, sin esperar
nada a cambio, realmente es que estás como una cabra, Tomasillo mío… ¡Vamos
hombre, que un tío que dice que cuando te peguen en una mejilla, pongas la otra para
que te la partan también, está como para que lo encierren en este loquero!; ¡y no a
mí…, cretinos de mierda!
Si te parece, dejemos de momento la divinidad de Cristo, que es tema únicamente de
fe, y hablemos primero de Dios, causa y fin del universo, al cual sí podemos alcanzar
por la mera razón.
¡Vale, vale, como prefieras! Tú y tus disquisiciones escolásticas!... De hecho, he de
confesar que me interesan más las concepciones orientales de la divinidad, que lo que
digan los aburridos teólogos cristianos… A ver, ¿qué me vas a decir que no sepa?
Reconocerás prosiguió el fraile, armándose de paciencia que tú no te has creado a ti
mismo.
Evidentemente…, tú tampoco.
Y te tengo por suficientemente inteligente como para tener por cierto que de la nada,
nada sale, y que el mundo, como todo lo material, es corruptible y contingente, por lo
que es absolutamente necesario que exista algo, o, mejor, Alguien, que le dé su razón
de ser.
Ya…, algo eh oído de tus famosas «vías» para demostrar la existencia de Dios. Cuando
me educaron en la escuela para Pastor, en el más rancio de los luteranismos, me
previnieron contra los retorcidos argumentos de los católicos tomistas… Supongo que a

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ti te convencerán, ¡claro!, pero, por más contundentes que te parezcan, la verdad, la
cochina verdad, es que no han convencido a nadie en toda la Historia; ¿me oyes fraile?,
en toda la puñetera Historia; y ¿sabes por qué?, porque no son más que pura lógica
aristotélica, y nadie, señor santo entronizado en los altares, nadie ha dejado de ser ateo
leyendo argumentaciones cuadriculadas.
Me lo imagino… Yo tampoco me convertí por ninguna argumentación lógica. Sé
perfectamente que el corazón humano siempre sale airoso sobre la lógica de la razón y,
sin embargo, creo que estos argumentos tienen su utilidad para las personas que
buscan la Verdad, aceptando con valentía lo que la razón les presenta como lo más
lógico y verdadero, pese a que suponga un cambio radical en sus vidas, como le pasó a
san Agustín, por ejemplo; bien es verdad que estas personas, en el fondo, ya están
convertidas…
¡Ahí le duele, señor santo!, ahí está lo que más me fastidia de los que creéis en Dios y
en la Verdad con mayúsculas; que, a partir de un mero fruto de la razón calculante,
pretendéis someter todos los impulsos de la vida, volviendo bueno lo que la niega y
alabando lo que la degrada.
¡La verdad nunca contradice a la vida! protestó el fraile. Es el que se empeña en vivir en
tinieblas quien meramente sobrevive sin comprender nunca el sentido profundo de su
existencia. Es como quien, no teniendo paciencia para estudiar a fondo un instrumento
musical hasta poder extraer de sus cuerdas toda su armonía y belleza, movido por su
desmesura, pretendiera sacarle el sonido a estacazos…
¿Me estás llamando animal de bellota? Pues conste que he dedicado muchas más
horas que tú a la música y me tengo por un excelente pianista, y no por el tiempo que le
he dedicado al estudio, eso simplemente es el tributo que tiene uno que pagar, sino por
la pasión que le he puesto, la decidida voluntad de dejarme arrastrar por ella, de
ponerme en sus manos, de agitar mi ser entero en sus ritmos y cadencias como la hoja
bailarina en medio del torbellino, porque sólo ahí está su belleza y su verdad. Eso que
tan pomposamente llamáis los creyentes «Verdad» no es más que una farsa, una
caricatura acartonada y grotesca incapaz de describir la realidad vital. Es como los
naturalistas que pretenden reflejar la armonía del vuelo de una mariposa pinchándola
con un alfiler en una vitrina. Eso es lo que hacéis con la vida, con la música y con todo
lo noble que tocáis; barajáis en abstracto conceptos huecos, como la Verdad, el Bien, la
Belleza o Dios, hasta disecar la vida, el amor y la pasión; alimentáis la idea de un Dios
fantasmal, sacrificando la felicidad de los hombres, y por eso os odio a muerte y
disfruto odiándoos con todo mi ser.
Odiar consume y marchita, amar llena y da sentido a la vida; y tú lo sabes…
¡Sí, sí, por supuesto!, pero yo disfruto también del odio, porque lo vivo con auténtica
pasión, como el ‘eros’, aunque tampoco voy a caer en la ingenuidad esa que los
cristianos8 llamáis «amor desinteresado». No le tengo miedo al enfrentamiento, la lucha
y la muerte, porque van unidos a la vida, y si digo que os
8 Siempre que Nietzsche ataca al cristianismo, se refiere casi en exclusiva al
luteranismo rancio y puritano que le inculcaron de niño y que aborreció toda su vida. La
versión católica, ni la conoció en profundidad ni le preocupó lo más mínimo. Por lo que,
evidentemente, santo Tomás muy anterior a Lutero no podía saber lo que entendía
Nietzsche por cristianismo.
odio a los que rendís culto a Apolo, el orden, la armonía, la razón y la moderación en

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todo, es porque sois unos bastardos resentidos contra los que la saboreamos de
verdad, contra los que disfrutamos a manos llenas del placer y la pasión por encima de
todo, y eso os da rabia, y languidecéis pensando en el cielo venidero porque sois
incapaces de disfrutar de la tierra presente; sois esa mala hierba que, amargándoos la
vida a base de moralina y religión, habéis hecho de Europa un velatorio en lugar de un
carnaval.
Te estás confundiendo, Federico, los verdaderos creyentes en el amor de Dios no
somos así; porque la vida es su mayor regalo. Esas personas incapaces de extraerle el
sentido, por su empeño en ver sólo la parte negativa de las cosas, que no se emocionan
ante una puesta de sol o una noche estrellada, porque no ven detrás la inmensidad del
Hacedor de todas las cosas, del placer, de la belleza, de la alegría…, esos no son
realmente adoradores de Dios, sino víctimas del Padre de la mentira, que sigue
empeñado en enfangar la maravilla de la creación, haciendo del paraíso un infierno,
donde, perdida la noción de «Padre», nos comportemos todos como buitres y no como
hermanos.
¡Pero si yo no reniego de los dioses!; de hecho me fascina la vida del Olimpo,
desenfrenada, libre y caprichosa, porque creo que todos deberíamos ser dioses… ¡Yo
mismo quiero ser Dios, fíjate, y no puedo soportar la idea de que Dios exista y no sea yo!
¡Eso es satánico!..., y lo sabes; es el grito de Satanás cuando se rebeló contra Dios.
¿Y a mí que me importa? ¡Prefiero ser un demonio libre que un esclavo de Dios!
¿Y consumirte, como él, en odio infinito por toda la eternidad?
¿Tú que sabrás lo que sufre Lucifer?, ¿acaso has hablado con él? Yo reniego de tu Dios,
origen, motor y fin de la creación, porque me acogota, me ofrece tesoros que no me
deja disfrutar, nos dice que estamos hechos a su imagen y semejanza, pero no nos deja
crear nuestra propia moral , alzar y derribar ídolos a nuestro antojo y conveniencia. Por
eso, si los hombres estamos destinados a ser dioses, reyes de la creación, primero
hemos de matar a ese Dios amargado y amargante, empeñado en encadenar nuestra
voluntad de poder. Aunque te sorprenda, Tomasillo, creo en la muerte de Dios, porque
creo en mí mismo.
Yo también creo en mí mismo, pero la fe que tengo en Dios no me humilla; al contrario,
me fortalece. Yo también disfruto de la vida, pero mi mayor riqueza es saberme hijo de
Dios, heredero del reino, ciudadano del cielo… Servir a los demás no me entristece, me
hace fuerte, y, sin embargo, tú parece que disfrutas oponiendo el Bien a lo bueno, la
Verdad a las verdades, Dios a la libertad humana…, y eso es absurdo e injusto. Tú no
reniegas de Dios por el mal que te hace, sino por soberbia, por envidia, por pura
cabezonería… Pretendes imponer tu voluntad a todo y a todos, a la tierra y a los mismos
cielos. Sueñas con convertirte en un Dios, aunque en realidad estás agonizando en la
cama de un hospital… ¡Es una locura!, ¿no te das cuenta?, y, además, ¡una locura
demoníaca!... Así sólo conseguirás darte cabezazos contra el suelo, como los niños
cuando se enfurruñan sin razón, por pura pasión enfermiza.
¡Pues sí!, precisamente aspiro a convertirme de nuevo en un niño, un niño ‘cabrón’ para
más datos; decidido a vivir por encima del Bien y del Mal, sin temer ni servir a padre
alguno que me mangonee con sus códigos y mandamientos de mierda… Y, ahora,
¡déjame en paz, anda!, ya veo que no me sirves para nada; así
que vuélvete al cielo, al mundo fantasmal ese donde estáis los santos alabando y
bendiciendo a Dios por toda la eternidad; ‘¡no te jode… menudo peñazo!’

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No he venido del cielo; vengo de mi casa monacal en París…
¡Me da lo mismo, ‘coño’, como si vienes de Marte!... ¡Anda, esfúmate ya, que tengo
sueño y me duele el vientre sólo de verte plantado ahí en medio como un pasmarote!
Nietzsche se dio media vuelta, apretó los ojos y no los volvió a abrir el resto de la noche.
Curiosamente, la conversación no le quitó el sueño. Cuando amaneció, allí no había
nadie como era de esperar; el Sol empezaba a hacer su itinerario habitual,
arrastrándose tediosamente por las paredes del cuarto, marcando así las horas de otro
aburrido día hospitalario.
De pronto se abrió la puerta y apareció una enfermera con su uniforme blanco y el
desayuno en una bandeja de mimbre.
¿Y tú quien eres? exclamó Federico con sorna. ¿Santa Clara?

Cuestionario de repaso

1. ¿Por qué la llamada “revelación general” es siempre insuficiente y cuál es su


principal utilidad?
2. ¿Relacione y explique las confusiones en que ha incurrido la iglesia a la hora de
distinguir entre los aspectos objetivos y subjetivos de la revelación especial?
3. Mencione dos de los principales componentes objetivos de la revelación especial.
4. Teniendo en cuenta el valor más determinante de los aspectos subjetivos que los
objetivos de la revelación especial ¿cómo definiría la revelación entendida como un
evento fundamentalmente subjetivo?
5. Identifique algunas señales evidentes que indican que la revelación es un milagro
producto de la iniciativa divina y no un logro de las capacidades humanas.
6. ¿La inspiración es o no es un evento milagroso único e irrepetible en la historia?
Justifique su respuesta.
7. ¿Cuál es el orden típico en la experiencia cristiana en relación con los aspectos
subjetivos y objetivos de la revelación y cuál es el momento iluminador por excelencia
en la vida cristiana?
8. ¿Por qué la figura del sol es muy apropiada para describir el alcance de la
iluminación?
9. En último término, ¿qué es lo que se nos revela en la iluminación?
10. ¿Qué razones podrían explicar el carácter selectivo de la iluminación?
11. En relación con las actitudes humanas ¿cómo se explica lo que los teólogos llaman
“el ocultamiento de Dios”?
12. ¿En qué consiste la falacia lógica designada como “el argumento del silencio”?
13. Identifique dos razones que justifican “el ocultamiento de Dios” que no tienen que
ver con las actitudes humanas.
14. ¿Cuáles son los dos límites extremos y opuestos que Dios quiere evitar al revelarse
a los hombres?

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15. ¿Por qué para la persona que no está bien dispuesta hacia Dios nada es suficiente
para que se rinda a su revelación?
16. ¿Qué argumento histórico refuerza el argumento de que la iluminación es un evento
milagroso?
17. ¿Por qué Dios no requiere necesariamente de milagros objetivos para revelarse a
los hombres?
18. ¿Cuál es el agente o persona divina más determinante en la iluminación en relación
con el pensamiento y la revelación respectivamente y cuál de estas dos iluminaciones
es la más imperativa y urgente?
19. ¿Qué es lo que la declaración de Cristo cuando dijo “Yo soy la verdad” corrige en
relación con la noción misma de verdad?
20. Relacione los cuatro puntos de vista o perspectivas diferentes de la realidad que la
Biblia revela e ilumina.
21. ¿A qué extremos estamos expuestos al ver la realidad únicamente desde una
perspectiva inmediata permaneciendo en ella?
22. En el pensamiento de Miguel de Unamuno ¿cómo se refiere a ellos y cuáles son los
dos libros de la Biblia que expresarían con especialidad la perspectiva inmediata y la
perspectiva de trasfondo respectivamente?
23. ¿Qué otra perspectiva surge del libro de Eclesiastés que es muy similar en principio
a la del existencialismo moderno y porque, a pesar de ello, llega a conclusiones muy
diferentes a las de esta filosofía moderna?
24. ¿En cuál de las cuatro perspectivas relacionadas en este capítulo hunde sus raíces
el carácter incondicional de la fe y por qué?
25. ¿Qué es lo que la iluminación nos ayuda a lograr al revelarnos y hacernos
conscientes de estas cuatro perspectivas de la realidad en perfecto equilibrio?
26. ¿Qué es lo que más le llamó la atención del diálogo imaginario entre Tomás de
Aquino y Federico Nietzsche en relación con los temas tratados en esta unidad?

Recursos Adicionales:
Diapositivas: La Revelación

Videos:

Bibliografía Básica:
(1999). Bíblia Nueva Versión Internacional. (Sociedad Bíblica Internacional). Miami.
Pastor Arturo Rojas (2014) Conferencias de Pensamiento, Conocimiento y Revelación.

Bibliografía complementaria:
Nee, Watchman (2005) El Hombre espiritual. (Editorial Clie) Barcelona España.

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Criterios de Evaluación:
El estudiante conoce qué es la revelación, las clases de revelación, los elementos
objetivos y subjetivos de la revelación, qué es la inspiración y su diferencia con la
iluminación. Cuál es el agente divino de la iluminación, y cómo esto nos conduce a la
verdad. Conoce la relación entre la revelación y los milagros. Es estudiante sabe las
diferentes perspectivas y su relación con la iluminación.

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