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En artes visuales, es conocida y en muchos casos venerada la postura que rechaza la producción de

imágenes (acaso porque, no sin buenas razones, deja entrever una cierta gravedad y un profundo
desencanto con la situación actual). Esta postura afirma, por ejemplo, que puesto que las imágenes
de toda clase abundan en nuestra era, seguir produciéndolas es un acto insensato, barbárico incluso.
Lo que me parece extraño es que a menudo, como en respuesta a esta resolución, se produzca un
giro hacia la palabra. Y si abundan las imágenes, ¿no lo hacen con mayor razón y cantidad las
palabras? Darle la espalda al arte por redundante para entregarse a la especulación filosófica,
histórica, sociológica, etc., ¿no es, en el mejor de los casos, una contradicción?
Quizás sea precisa aquí una aclaración. Como estudiante de artes, las artes visuales son,
para mí, primero que todo un hacer. Y lo es del mismo modo en que es un hacer comer, dormir,
caminar… El pensar también puede ser un hacer, siempre y cuando se constituya como tal. Pero, así
como con el arte, hemos de determinar primero que todo qué es lo que constituye algo como un
hacer.
Volvamos al caso de antes. A menudo lo que denominábamos giro hacia el lenguaje se
justifica apelando al limitado potencial político de las artes visuales en nuestro mundo, es decir, la
dudosa y frustrada relación entre vida y artes. A propósito de esto, una pregunta capciosa: si
tenemos un problema de índole político, ¿por qué recurrir al arte para solucionarlo? La famosa y
trilladísima sentencia de que todo es político es más veces que menos una excusa para quien se
siente culpable por no cumplir con lo que percibe que son sus deberes. Y es el artista chileno,
intelectualmente comprometido, precisamente el que se encuentra perpetuamente necesitado de
justificar su quehacer. Ante una serie abismante de injusticias e inequidades sociales, es el artista el
que se siente responsable de una sociedad abusadora y maltrecha. A diario debe ganarse el
perdón—ya no con actos, no políticamente por así decirlo, sino a través del pensamiento, de las
palabras. Si hay una desconexión total e insuperable entre arte y vida, así como entre las
necesidades sociales y las medidas políticas tomadas en respuesta suya, entonces, nos consuela el
lenguaje, en última instancia al menos ha de ser posible pensarlas.
De modo que como estudiantes de artes debemos preguntarnos en qué medida la palabra
merezca ser vinculante respecto a nuestro quehacer. ¿Puede, por ejemplo, exigirse absoluta
correspondencia entre pensar y hacer? De exigírsela, establecemos una relación indisoluble, ética
con la Verdad. Esta relación entre palabra y Verdad es lo que en occidente tradicionalmente ha
recibido el nombre de Historia. El tiempo histórico tiene la peculiaridad de avanzar incesantemente
hacia la Verdad. Pensar históricamente significa entonces pensar el para de todas las cosas. El para
de la Historia y el de todas las cosas es el fin de la misma Historia, el cual, por supuesto (y esto lo
decimos hoy con mayor razón incluso que en el siglo pasado), nunca acaba por llegar. Por
consiguiente, todo aquello que viene antes del fin de la Historia, no participa de la verdad, queda
anulado o, en el mejor de los casos, suspendido indefinidamente en el tiempo.
El pensamiento académico comete el deliberado error de suponer que lenguaje equivale a
consciencia y, por lo tanto, inmediatamente a hacer. Por consiguiente, la palabra –o al menos
aquella a la que estamos acostumbrados, tan especulativa como indexada y globalizada—es quizá
hoy el más persistente refugio de la modernidad. Pero por más que nos propongamos resistirla, no
podemos renunciar a la palabra ni mucho menos acabar con ella. Este es un privilegio del que se ha
hecho y del que goza ella y sólo ella. Este privilegio es tal que hace que el hablar anteceda incluso al
hacer. El significado domina el significante de la misma manera en que el arte debe rendirle cuentas
al lenguaje. Hoy por hoy tenemos el derecho a no hacer nada (esto equivaldría, como artistas, a
renunciar al quehacer artístico, a la producción de representaciones); pero en ningún caso es
siquiera pensable que no tuviéramos nada que decir.
He aquí otro sentido para la sentencia que lo declara todo político: se sigue, en primer lugar,
que todo es—es decir, que todo siempre es algo, y que por consiguiente ese todo nunca es nada.
Dicho más pragmáticamente: no es posible hacer nada, porque hacer nada es hacer algo. Solo en
segundo lugar diremos que aquello que se hace es siempre político. Pero sabemos que “político” no
es, para el lenguaje al menos, más que un pretexto, una garantía para el pensar. Por otra parte,
puesto que se supone que el hacer es algo automático y en ese sentido irrenunciable (ya que no es
posible hacer nada), es también secundario. Por lo tanto, lo que importa es cómo lo definiremos, o
bien cómo lo enunciemos, qué es lo que diremos. Lo demás es trivial.
Sin duda, el lenguaje construye realidades. A saber, construye la realidad en la que el
lenguaje construye todas las realidades. Esa realidad es encarnada por el pensamiento académico,
el cual, sin embargo, más y más amenaza con conquistar el pensamiento en general. La Academia
es la institución cuyo propósito es la custodia del lenguaje como único creador de realidades. De no
tenerse presente esta distinción, de no recordarse la distancia insalvable entre palabra y mundo,
corremos el riesgo de que nuestro arte y nuestras mismas vidas se vuelvan una analogía del
lenguaje. El resultado es que como artistas, académicos o simplemente sujetos en general perdemos
de vista qué es lo que realmente estamos haciendo.
No cabe duda de que el pensar también puede ser un hacer (por cierto que fue la convicción
de que es precisamente esta la función primordial de la escritura la que, tras largos reparos, me
impulsó a ensayar estas ideas). La supuesta universalidad de este lenguaje debe ser cuestionada.
Escribo no a partir de la necesidad de convencer a alguien, sino más bien de convencerme a mí
mismo de que esto no era nada más que un capricho intelectual. La experimentación artística es un
decir o hacer que no espera perpetrarse como fórmula. En cambio, sólo en palabras escritas uno
esperaría que lo dicho tuviera validez duradera y universal. Desdecirse, esto es, borrar, cubrir,
replantear, en menor medida también resignificar o descontextualizar, pero incluso contradecirse;
todas estas son operaciones fundamentales para el quehacer artístico. De manera similar, para que
el lenguaje se articule también para nosotros como un hacer factible, es preciso que lo desdigamos
tan pronto como lo ponemos en palabras, así como desprendemos el bastón de la roca en el
momento que damos el paso para colmar la cima. Sin duda el lenguaje tiene un lugar en nuestras
vidas y en nuestro quehacer. Pero si no nos cuidamos de que este permanezca dentro de sus
márgenes correspondientes, echará abajo todo lo demás.

- Bloque
A menudo después de una buena conversación o una buena clase teórica trato de olvidarme de
todo lo que se habló, como recordándome: “Sólo son palabras, no dejes que lleguen a ti”. Por
supuesto que hay algo pueril en todo esto, una resistencia soberbia y desmedida a ser asimilado.
Pero no por ello debemos perder de vista el punto fundamental que entraña:

De modo que cabe primero que todo preguntarse en qué medida la palabra merezca ser vinculante.
¿Puede, por ejemplo, exigirse plena consecuencia en el pensamiento y la obra de toda y cada
persona? De exigírsela, establecemos una relación indisoluble, ética con la Verdad. Esta relación
entre palabra y Verdad quisiera vincularla con lo que en occidente tradicionalmente ha recibido el
nombre de Historia. El tiempo histórico tiene la peculiaridad de avanzar incesantemente hacia la
Verdad. Pensar históricamente significa entonces pensar el para de todas las cosas. El para de la
Historia y el de todas las cosas es el fin de la misma Historia y el de todas las cosas, el cual, por
supuesto (y esto lo decimos hoy con mayor razón incluso que en el siglo pasado), nunca acaba por
llegar. De modo que todo aquello que viene antes del fin de todas las cosas, no participa de la
verdad, queda anulado o, en el mejor de los casos, suspendido indefinidamente en el tiempo.
Me temo que un arte tal no es ni estéticamente autosuficiente, ni intelectualmente sugerente. No
estoy interesado en establecer un criterio definido o siquiera explícito para determinar y diferenciar
una clase de obra de otra: un ejercicio así sólo contribuye en el sentido contrario de lo que me
propongo. Sólo me siento en la necesidad de establecer para mí que el pensamiento nunca tiene
asidero real en el mundo. La labor académica estriba en olvidar esta distancia insondable entre
pensar y hacer

«La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la


imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro».

Esto no significa que no se pueda ya hablar de una liberación a través del arte. Simplemente hay
que aceptar que ésta siempre llega de formas infinitamente más sutiles de lo anticipado. Del mismo
modo en que la idea de liberación entraña una paradoja (ya que debiera ser, primero que todo, la
liberación de su propia determinación), el fin de la historia y el de todas las cosas nunca acaba por
llegar. Hay que replantearse entonces en qué medida debemos renunciar a la palabra, y más
específicamente, en qué medida es preciso expulsar de sí la palabra a la hora de tomar decisiones
o, más concretamente, hacer arte.

Miércoles 8 de agosto
Ponerse en el mundo como necesidad fundamental para poder existir en él. Pero existimos, y sin
duda que esto lo hacemos constantemente, y sin darnos verdadera cuenta de ello. Entonces vuelve
a mí la imagen del perro, aquél que mea la esquina, dejando ahí su rúbrica personal e irrepetible,
para identificar ese lugar, y él mismo identificarse en ese lugar. El perro hace memoria en las calles
de la ciudad, en los bandejones, en los postes, y en todos lados que pueda hacerse memoria. El
perro no puede existir en el mundo sin antes ponerse él mismo en él.
Hay todavía mucho entre lo que hace el perro y lo que hacemos nosotros, por sobre todo en una
escuela de artes. Puesto que entre palabra y mundo hay una distancia insondable, no podemos sin
más suponer que estamos en el mundo tan solo porque lo pensamos. Para haber una relación entre
palabra y mundo, tiene que haber una compenetración. Esto quiere decir que la palabra debe ser la
cosa, y la cosa debe ser la palabra. De modo que si la palabra conserva alguna pretensión de
significar, de declarar –sea lo que fuere lo que se propusiera decir--, entonces no puede ser ella ya
la cosa.
El arte se volvería entonces una actividad vital, no apenas para uno mismo, pero para todo quien
pretenda tener una intuición completa de lo que es la tierra y su vida humana.
24 Junio
Y la verdad de las cosas es que somos profundamente infelices. Y en lugar de mirar los hechos a
los ojos, los desviamos y buscamos las respuestas en todos lados, menos en donde debiéramos
hacerlo. No lo hacemos porque nos duele de sobremanera hacerlo, porque implica socavar todas
nuestras aprehensiones sobre el mundo, y por sobre todo sobre nosotros mismos. Nuestros
padres no fueron capaces de prepararnos para esto. ¿Y cómo habrían de serlo, si ni ellos ni nadie
jamás podría haber estado preparado para lo que hubiera de venir? Pero la historia enseña a los
padres a resentir que sus hijos no cometan los mismos errores que ellos. Nos sentimos –aún
cuando hoy en día quisiéramos desmentir esto más que cualquier otra cosa—nuevos en este
mundo, como si nunca nadie lo hubiera habitado antes.

¿En qué sentido el arte estaría en crisis? ¿Que acaso hoy no involucra a más gente que nunca? Y
aunque el argumento económico nos es moralmente controvertido, ¿no mueve hoy también el
arte capitales en constante crecimiento? La retrospectiva historicista del arte nos aplasta. Somos
demasiado pequeños como para siquiera proyectar una sombra sobre las obras del pasado. Nos
planteamos frente a los grandes maestros y decimos: “esto es magnífico, indiscutible y
universalmente magnífico. Si hoy nos impresiona, más aún lo tiene que haber hecho en su época.
Esto—concluimos—tiene que haber importado”. Olvidamos que el arte nunca ha importado y que,
cuando mucho, fue la actividad ferviente de un grupo insignificante de gente, o el sueldo de otro.
El arte siempre se ha movido en manos de unos pocos. Pensamos que con la infraestructura física
y virtual que poseemos hoy debiera poder llegar a más gente, y más gente debiera poder perderse
en la obra de arte. Pero como en una escala globalizada los números nunca logran satisfacernos,
de inmediato pensamos que algo tiene que estar mal con el arte. Entonces, también, hemos
erigido una ética para el arte

Cuando ingresé a la escuela tenía la ilusión de que aprendería algo sobre el mundo, esto es, de
manera directa. Con el tiempo fui cayendo en cuenta de que el conocimiento académico no
produce relación alguna con el mundo—o lo hace al menos siempre sólo de manera indirecta.
Dicho con otras palabras: el conocimiento producido por el pensamiento occidental no genera un
vínculo con las cosas, sino sólo consigo mismo. A buenas a primeras, esto pareciera una conclusión
lógica y evidente de la modernidad; y es que si el sujeto moderno debe su condición antes que
todo al hecho que es reflexivo, entonces todas sus aprehensiones son más bien relaciones consigo
mismo que con la supuesta cosa en sí que aguarda más allá de las representaciones.

Por sobre todo en una escuela de artes como la nuestra, es motivo de vanagloria el desilusionarse
con el arte por el arte, de la estética y de la incansable búsqueda por lo bello y lo sublime. Los
motivos para ello son en su mayoría conocidos y al menos en cierta medida justificables. La reacción
a este desencantamiento, sin embargo, no lo es tanto: más a menudo de lo que quisiéramos
recordar se nos recomienda volver a pensar, se nos incita a recurrir a referentes teóricos o, en
algunos casos, poner por escrito aquello que se pretende expresar con la obra. Puesto que el arte
ha sido agotado, debemos recurrir al pensamiento—a la filosofía, a la historia, a la antropología, a
la sociología, a la psicología, etc.—seguramente porque la palabra no habría sido suficientemente
explotada, abatida y desprestigiada en los últimos milenios.

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