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LA “TEOLOGÍA ENCARNADA” DE JOSÉ MÍGUEZ BONINO SEGÚN LOS ROLDÁN

Leopoldo Cervantes-Ortiz
Agosto-septiembre de 2013

A un año justo de la muerte del eminente teólogo metodista


argentino, Alberto F. y David Roldán han publicado un libro que rinde
homenaje y analiza su obra, José Míguez Bonino: una teología
encarnada (Buenos Aires, Sagepe Editores). Nunca más pertinente
un volumen como éste que, de manera breve y concisa, pero con
singular entusiasmo y pasión, resume en líneas muy firmes la
trayectoria intelectual y espiritual de uno de los pensadores
protestantes más reconocidos, quien también participó en la defensa
de los derechos humanos en los años más difíciles de la dictadura
militares en su país y, después, en la Asamblea Constituyente que
redactó una nueva Constitución, además de desarrollar una fecunda
labor dentro del movimiento ecuménico, que lo llevó a ser uno de los
presidentes del Consejo Mundial de Iglesias y el único representante
protestante en el Concilio Vaticano II, sin olvidar su intensa carrera como pastor y profesor en el
ahora Instituto Universitario Isedet.
Ha sido muy fuerte la tentación de tomar fragmentos o citas de la muy dilatada obra de
Míguez Bonino para presidir este texto, pero dada la importancia del volumen que nos ocupa, nos
concentraremos en él, aunque sin dejar de mencionar que en estos días comenzamos un curso
introductorio a la teología del autor de La fe en busca de eficacia, acaso su libro más recordado y
difundido. Los Roldán emprendieron con conocimiento de causa este empeño, pues ambos fueron
sus discípulos directos en el Isedet, lo que hace de sus textos una introducción sumamente
confiable para quienes se acerquen por primera vez (o no) al autor en cuestión. La curiosa
circunstancia de que padre e hijo, como en este caso, trabajaran juntos o se dedicasen a la misma
disciplina, no es tan extraña como parecería, pues en el ambiente evangélico latinoamericano hay
varios ejemplos: Sergio y Reinerio Arce, Adolfo y Carlos E. Ham (en Cuba), Benjamín y Nancy
Bedford (en Argentina), José David Rodríguez I y II (Puerto Rico), además de Raquel, y el propio
Míguez Bonino y su hijo Néstor. Eso habla de la manera eficaz en que los primeramente
mencionados supieron despertar el interés por continuar en los caminos de la reflexión teológica.
Alberto F. es autor de varios libros, los más recientes, Reino, política y misión y Te busca y te
nombra. Dios en la narrativa argentina (los dos de 2011). David ha dado a conocer en estos días
Teología contemporánea de la misión. Reflexión crítica, su primera producción.
El prólogo del profesor Osvaldo L. Mottesi ubica, cronológica y emocionalmente, el contexto
del que surgió la escritura del libro,1 pues describe los aspectos básicos que los lectores/as
encontrarán en los dos documentos recogidos por los autores. Mottesi destaca el carácter
“preguntón” y el “wesleyanismo radical” de Míguez Bonino, y lo define como un teólogo “orgánico” y
“contextual”, con justa razón. Da sus razones enfáticamente y suscribe plenamente lo que ambos
Roldán expresan. Sobre la vida del teólogo estudiado, dice que “se resume y expresa con nitidez
meridiana” en el citado título: “La fe en busca de eficacia”. Agrega que, en su trato personal con
Míguez, pudo constatar su “estilo trinitario”, esto es, la conjugación de humildad, humanidad y amor
que practicaba.

1 O.L. Mottesi, “Nostalgias y algo más, celebrando a un maestro”. Puede leerse íntegro en:
www.redristianaradical.org/uploads/3/2/3/2/3232275/nostalgias_y_algo_mas_celebrando_a_un_maestro.pdf. Aquí se
cita la versión final que aparece en el libro.
Mottesi concuerda con las conclusiones de A. Roldán sobre el método y la producción
teológica de Míguez, tomando como base sus observaciones en el Concilio Vaticano II:
Otro aspecto característico de la teología de José Míguez Bonino es su naturaleza interrogativa antes que
asertiva. En muchos de sus artículos y libros abunda en interrogaciones, en indagaciones. Como en el caso de
Concilio abierto, cuyo contenido, en gran parte está constituido por preguntas que formula sobre el Concilio
Vaticano II. Este evento le suscita preguntas conducentes a intentar definir en qué consistió dicho Concilio, qué
nuevas perspectivas abre a la Iglesia católica romana y qué desafíos implica para los evangélicos. En este
sentido, se puede decir que José Míguez Bonino es molesto como un tábano que cuestiona y pone en
entredicho muchas posiciones tanto teológicas como ideológicas que campean en el ámbito protestante y
evangélico (pp. 7-8 y 74, subrayado original).

Una cita de D. Roldán es particularmente útil para percibir el abordaje que predomina en el
libro:
Mi tesis en este capítulo es la siguiente: la obra de Míguez Bonino sostiene una teología que busca la
integración entre la “interioridad ahistórica” y la exterioridad histórico-social del testimonio cristiano. Dicha
integración se obtiene por varios movimientos: la reivindicación de cierto historicismo, la “ruptura epistemológica”
que supone la inclusión de un “instrumental” concreto de análisis de lo histórico social en la elaboración
teológica (el marxismo crítico), como mediaciones teórico-prácticas para “la dialéctica de la obediencia” de la fe
y la teología del pacto. Como correctivo de una teología política anodina en cuanto a la concreción de un
proyecto histórico, el teólogo argentino postula la necesidad de identificar un proyecto histórico concreto en el
cual la fe cristiana se plasme en la historia, como interrelación entre utopía y redención (pp. 9-10 y 95).

Dividido en tres partes, los textos de cada autor y una entrevista con que finaliza el de D.
Roldán, el volumen le hace justicia al talante de la teología de Míguez, siempre en diálogo con la
tradición protestante y más allá de ella. Las citas evidencian la seriedad del análisis, pues combina,
en el caso de Alberto F., la búsqueda de las raíces vitales de esta teología, junto con sus temas
centrales. Ese primer texto, parte de un curso sobre teólogos protestantes latinoamericanos, expone
los lineamientos generales del pensamiento de Míguez a partir de cuatro ejes: la presencia del
Reino de Dios en la historia, la Trinidad como criterio hermenéutico, la unidad de la Iglesia para la
misión y la ética política cristiana. El de David presenta el trasfondo filosófico, las opciones
metodológicas y la caracterización y crítica del cristianismo burgués de la interioridad y la
exterioridad como dimensiones antropológicas.
Reconociendo su deuda, escribe A.F. Roldán en la presentación: “Con José Míguez Bonino
aprendimos a ‘hacer teología’ desde una situación concreta: América Latina. A partir de sus textos y,
sobre todo de sus diálogos, nos dimos cuenta de que la teología tiene algo que decir al aquí y al
ahora de la Iglesia y del mundo” (p. 23). Ya en el ensayo propiamente dicho, subraya que Míguez
influyó en varias generaciones de teólogos/as latinoamericanos y comienza con una semblanza vital
que abarca desde su nacimiento, en 1924, hasta su muerte en 2012, basándose especialmente en
el texto autobiográfico incluido en El silbo ecuménico del Espíritu, libro de homenaje por sus 80 años
publicado en 2004. En ese recuento llama la atención la amplitud de miras con que asumió el
compromiso ecuménico en una época en la que desde muchos espacios evangélicos era muy mal
visto. A continuación, abordará los ejes centrales de su teología para concluir, precisamente, con
que estamos ante una verdadera “teología encarnada”.

II

El temple y la seriedad teológica de este libro, hay que decirlo, exige al lector que no sólo se
interese por el autor estudiado sino que verdaderamente advierta la importancia del mismo. Y eso lo
hace sin insistir todo el tiempo en ello, puesto que más bien los autores demuestran que
aprendieron bien la lección de su maestro a la hora de emprender la tarea de evaluar una labor
2
teológica tan consecuente. De esta manera, los Roldán
consiguen varias cosas al mismo tiempo: un retrato fiel
de Míguez Bonino, considerando incluso aspectos
autobiográficos, un resumen de las líneas dominantes
de su pensamiento y, también, una proyección sobre la
manera en que el autor de Espacio para ser hombres
seguirá vigente en el ámbito latinoamericano, y no
únicamente protestante.
Alberto, que es quien sintetiza la vida de Míguez,
no se apoltrona en la contemplación de la personalidad de su admirado profesor y completa el
impulso de relacionar la biografía con los frutos de ese trabajo teológico. Luego de presentar los
aspectos biográficos acomete el análisis de los “ejes centrales” de esta teología y apunta sobre sus
fuentes:

Míguez Bonino apela no sólo al testimonio de las Escrituras, sino también a la tradición patrística, medieval,
moderna y contemporánea sin dejar de tomar en cuenta lo mejor de la filosofía y la sociología para cada tema
en cuestión. Fiel discípulo de Karl Barth (aunque no haya estudiado con él) se puede ver a Míguez Bonino con
una Biblia en una mano y el diario en la otra. Sus exposiciones tienen siempre un tono pastoral y denotan un
enorme esfuerzo por pensar la fe para cada momento de la historia. (p. 35)

Y en ese tono se mueve todo el tiempo al explorar los temas preponderantes de Míguez. El
Reino de Dios, como paradigma central, “apareció recurrentemente en sus textos”, señala, y
advierte que “la principal fuente para entender” lo que significó para él dicho tema es una ponencia
presentada en diciembre de 1972, en la que Míguez buscó, según sus propias palabras, y en una
época en que aún no se clarificaban bien sus coordenadas, “entender la presencia activa del reino
en nuestra historia de tal modo que podamos adecuar a ella nuestro testimonio y acción”. No era
usual semejante valentía conceptual dentro del protestantismo latinoamericano, sobre todo a la hora
de clarificar posturas ideológicas y espirituales ante las nuevas exigencias que se presentaron
coyunturalmente a las comunidades. Tal realidad escatológica debía presidir absolutamente todo lo
que hicieran las iglesias, aunque si bien, Míguez reconoció que el kairós no llegó a la manera en
que se esperaba, las exigencias siguieron y siguen vigentes.
La Trinidad como criterio hermenéutico fue otro de los jalones metodológicos que presidieron
el trabajo de Míguez, pues pudo distinguir enfáticamente la diferencia entre la creencia eclesial de la
Trinidad divina y la “realidad ontológica y económica” de las personas trinitarias en la historia (p. 43).
Algo similar sucede con su visión sobre la iglesia y la unidad para la misión, un tema que lo
apasionó y sobre el que también escribió páginas memorables. A. Roldán comienza su análisis
desde la manera en que Míguez evaluó el Concilio Vaticano II al participar en él como único
observador protestante latinoamericano. Las preguntas incisivas que lanzó al concilio mismo en
marcha y a sus resoluciones son una muestra más de su capacidad para concentrar problemáticas
teológicas de gran alcance. Una de ellas, fuertemente crítica sobre el espíritu y la disposición
renovadora del concilio, la cita Roldán in extenso: “Es posible cumplir tal programa sin tocar la
rigidez formalista de cierta teología de escuela, sin modificar la despersonalización objetivista de
una concepción puramente jurídica de la Iglesia sin conmover el control paralizante de la
centralización curial, sin abrir la mentalidad antimoderna del clericalismo —para limitarnos sólo a las
cosas más evidentes y superficiales? (p. 48). Con este mismo ímpetu se acerca a otras obras de
Míguez en donde afloró su preocupación por el impacto de la unidad en la misión de la iglesia, como
Integración humana y unidad cristiana (1969). En este sentido, su posición fue contundente: “Una
Iglesia dividida en un mundo que busca la unidad es el más trágico contrasentido que pueda
imaginarse” (p. 51). Más bien, la Iglesia ofrece un paradigma de unidad humana y debe ser un
camino abierto “a la comunidad humana universal” (p. 52).
3
La ética política cristiana es el último gran tema que desarrolla A.
Roldán con especial soltura, pues la atención prestada a este tópico tan
controversial vuelve a manifestar cómo Míguez fue un pionero y practicante
de las ideas que consolidó en sus textos. Desde 1964, esbozó la idea de
los “Fundamentos de la responsabilidad social de la Iglesia”, como se decía
entonces. Un título muy parecido tenía un texto preparado para la primera
reunión del movimiento Iglesia y Sociedad en América Latina (Lima, 1961)
y que apareció aumentado en un libro colectivo es el testimonio de esta
tendencia. A partir de los cuatro modelos que analiza allí intenta aplicar
algunos principios para reformular dicha responsabilidad en términos
bíblicos y cristológicos. Ellos son: la actuación de Dios en la historia para “crear una comunidad
solidaria y responsable”, la creación divina de “un ser humano maduro, responsable y libre” y la
operación de la encarnación en el mundo. No obstante lo cual, la falibilidad y precariedad de las
decisiones eclesiales y de los creyentes por separado, obstaculiza en ocasiones la consecución de
los planes divinos.
A. Roldán traza el desarrollo cronológico de esta temática en los libros de Míguez: desde
Christians and marxists (1976) hasta Poder del Evangelio y poder político (1999), pasando La fe en
busca de eficacia (1977) y Toward a Christian political ethics (1983). El primero de ellos fue
resultado de unas conferencias expuestas en 1974, en Londres, gracias a la invitación de John Stott
y Langham Trust. En todos ellos, Míguez habla como un cristiano comprometido con su tiempo que
abre los ojos a la realidad y desea dialogar con las corrientes que dieron cauce a profundas
transformaciones sociales, como el marxismo, pero sin abandonar jamás el horizonte evangélico.
Las alianzas estratégicas, decía, no deberían ahogar la aportación específicamente cristiana al
cambio social. De ahí sus nuevas y acuciantes preguntas en el libro de 1983: “¿Es posible una ética
político-cristiana que sea operativa en la esfera pública? […] ¿Cómo puede el cristianismo
responder a las nuevas prácticas y concepciones de la vida política en el mundo moderno?” (pp. 67-
68). Nunca abandonaría, al calor de estas preocupaciones urgentes, el sentido evangélico de la
justicia, pues su teología que siempre buscó encarnar el Evangelio ante las realidades humanas
más sentidas, quiso ser eso precisamente, una encarnación de su impacto para beneficio de las
personas.
Para eso, concluye A. Roldán, fue y es preciso que se encarnaran el Logos, la Iglesia y la
propia teología mediante procesos muchas veces dolorosos, pero ineludibles. Es un búsqueda de
pertinencia y eficacia a como dé lugar. Esta cita de Míguez sobre la comunidad cristiana,
procedente del citado texto de 1964 (hace casi 50 años), bien puede servir para confirmar el
análisis:

[…] ni la Iglesia como comunidad, y menos aún el cristiano individualmente son infalibles. Muy por el contrario,
todas ellas están infiltradas de la precariedad y el error de todas las decisiones humanas. Pero no por ello
estamos justificados en eludirlas o postergarlas. Jesucristo, el Señor, no interrumpe su acción en el mundo. El
testigo de Jesucristo no puede demorar la suya, que no es, en suma, sino el esfuerzo atrevido de la fe por estar
en cada momento con su Señor allí afuera, donde Él libra sus batallas en medio de las vicisitudes de la historia
humana. (pp. 77-78)

III

La contribución de David A. Roldán al libro que elaboró junto con su padre no por ser de otro tono y
enfoque deja de prestar minuciosa atención a las bondades del esfuerzo reflexivo del autor
estudiado. Como parte de la tesis doctoral que defendió en 2011, “El problema de la interioridad y la
exterioridad en la teología de José Míguez Bonino” es un texto que aborda desde algunos aspectos
filosóficos las dimensiones antropológicas mencionadas. En su introducción sitúa al lector en el

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debate sobre las mismas a partir del pensamiento de Kant,
Heidegger, Levinas y Foucault, entre otros. La interioridad es el
imperio del “yo” y teológicamente se define como el ámbito humano
“vinculado a ‘preocupaciones últimas’ [en términos de Paul Tillich]
como la libertad individual, la muerte propia, el sentido de la vida
individual, la angustia, lo infinito, los valores éticos y religiosos, en
tanto que involucran radicalmente al sujeto que se plantea estos
problemas” (pp. 86-87). La distinción entre interioridad y exterioridad
forman “una gran constelación de sentido”, según explica en la
introducción, en la que además explora la evolución de estos
conceptos.
En el terreno teológico, cita más adelante a Harvey Cox, quien ha insistido en el enorme
déficit “de la tradición evangélica, pietista y filo-kierkegaardiana, en cuanto a la interiorización de la
fe y su desempeño en la esfera pública” (p. 92). Para ello, Cox se detuvo a evaluar la frase que
mejor resume la soteriología de la tendencia en cuestión (“Aceptar a Jesucristo como salvador
personal”), surgida del apogeo del pietismo y del revivalismo anglosajones, “como una forma de
protesta contra el edulcorado e impersonal cristianismo ‘oficial’ de la época”, 2 misma urgencia de
Kierkegaard en su momento, quien atacó la autosuficiencia religiosa de sus contemporáneos. El
pietismo, explica Cox, “fue engullido por el individualismo romántico”, aunque no deje de
reconocerse su intención original, pero tampoco su papel como “religión civil” en algunas regiones
de Estados Unidos. Tal fórmula religiosa, concluye, “se ha convertido en una especie de código que
perpetúa la moderna reducción privatizadora del cristianismo a la esfera de lo subjetivo y que sirve
para devaluar la dimensión histórica y política de la fe”. Ése es el trasfondo, dice D. Roldán, “desde
el cual nosotros mismos, desde nuestro origen evangélico, accedemos a la teología cristiana y su
reinterpretación abierta”. La misma temática fue trabajada por Míguez en Rostros del protestantismo
latinoamericano. Por ello, sigue Roldán, “la apertura a la posibilidad de una fe cristiana con
contenido político representa, para nosotros, una conquista conceptual, y no una evidencia per se
de nuestra tradición”. He aquí el énfasis dominante de esta segunda sección del libro: una
deconstrucción de la teología de Míguez como búsqueda de la apertura a la exterioridad de la fe en
los planos sociales, políticos y culturales. Para él, “la obra de Míguez sostiene una teología que
busca la integración entre la ‘interioridad ahistórica’ y la exterioridad histórico-social del testimonio
cristiano”. Y agrega que postuló “la necesidad de identificar un proyecto histórico concreto en el cual
la fe cristiana se plasme en la historia, como interrelación entre utopía y redención”, y como
“correctivo de una teología política anodina” (p. 95).
En tres partes desarrolla entonces estas ideas. Primeramente, expone el camino hacia el
historicismo en Míguez, luego, las opciones metodológicas como problema y, finalmente, una
caracterización y crítica del cristianismo burgués de la interioridad. Sobre el historicismo, Míguez
coincidió con otros teólogos de la liberación (como Juan Luis Segundo) en “ubicar a la historia como
escenario en el que se verifica la fidelidad a Dios” (p. 97), especialmente al compararlo con la
presencia del Reino de Dios en el mundo. Las “obras históricas” humanas realizadas en ese
horizonte, escribió Míguez, pertenecen “desde ya, en su contenido y dinámica, a este nuevo
orden”.3 Esto es matizado, por la influencia de Karl Barth, para mantener siempre la iniciativa divina,
lo que lo lleva a introducir la dialéctica continuidad/discontinuidad acerca del desenlace conflictivo
de la historia. El surgimiento de una sólida ética política se vuelve, entonces, obligado, pues su
función es contribuir a “subordinar el poder a las decisiones humanas y los objetivos humanos” (p.
102). Roldán identifica el libro Toward a christian political ethics (1983) como la obra en la que

2 H. Cox, La religión en la ciudad secular. Hacia una teología posmoderna. Santander, Sal Terrae, 1985, p. 225, cit. por
D.A. Roldán, op. cit., p. 92.
3 J. Míguez Bonino, La fe en busca de eficacia. Salamanca, Sígueme, 1977, p. 171, cit. por D. Roldán, op. cit., p. 97.

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Míguez concentró esas apreciaciones, aunque también las desarrolló en La fe en busca de eficacia,
y destaca la incorporación de la hermenéutica ricoeuriana y el marxismo crítico a su reflexión sin
soslayar que identificó al socialismo con la humanización en contraposición al capitalismo (p. 113),
siguiendo en ellos a Gramsci. La cita, proveniente de Christians and marxists: the mutual challenge
to revolution (1976) es obligada:
La humanización, para el capitalismo, es un subproducto no intencional, mientras que para el socialismo se trata
de un objetivo explícito. La solidaridad, para el capitalismo, es accidental; para el socialismo, es esencial. En los
términos de su ethos básico, el cristianismo debe criticar al capitalismo radicalmente, en su intención
fundamental, mientras que debe criticar al socialismo en términos funcionales, es decir, por su incapacidad para
cumplir sus propios propósitos.

D. Roldán sintetiza el pensamiento de Míguez al afirmar que asumió “el historicismo en la


teología” y que “nos invita a profundizar nuestra ‘conversión metodológica’ en él” (p. 115). Se trata,
en suma, de “introducir el devenir histórico en todo análisis y elaboración teológica”. En el siguiente
y último apartado, basado también en Toward a christian political ethics, la clave consiste en
“esclarecer la conexión del protestantismo latinoamericano con el pietismo y en particular con el
‘despertar’ evangélico anglo-americano” (p. 117). La crítica al aburguesamiento de la fe y la praxis
cristiana se torna así en una inmersión en los resortes espirituales, ideológicos y culturales de las
mentalidades evangélicas predominantes. Individualismo, “decisionismo”, subjetivismo y la “ética del
deber” forman también parte de ese universo. Los desarrollos protestantes en América Latina los
esbozó aún mejor en Rostros…, aunque allí también caracterizó con trazos magistrales al
fundamentalismo, que permea todavía varios de los “rostros” que estudió Míguez, en camino hacia
la perniciosa vinculación de los protestantismos con la derecha, fenómeno que anrticipó y que ha
podido verificarse en varios países.
En un excursus, D. Roldán vincula la reflexión de Míguez con la de Segundo, mediante un
ejercicio muy sistemático y, finalmente, incluye una entrevista que le hizo en mayo de 2007, en la
que hablan de diversos tópicos como los aportes de la teología de la liberación o la teología del
pluralismo religioso. Bien podríamos concluir con su respuesta a la pregunta sobre los desafíos de
la primera:

Creo que se debe seguir pensando en la misma línea de la Teología de la Liberación; la sociedad ha cambiado y
ha asumido como suyas muchas de las banderas que en su momento enarbolaron los movimientos de
resistencia y la Teología de la Liberación. Seguramente habrá modificaciones y reorientaciones que hacer; pero
el devenir histórico lejos de mostrar un fracaso de la Teología de la Liberación, manifiesta una agudización de
aquello que la Teología de la Liberación combatía. (p. 137)

Así pues, el volumen de Alberto y David Roldán es un magnífico resumen y una puerta de
entrada sumamente solvente para quien desee profundizar en la obra de uno de los fundadores de
la nueva teología protestante latinoamericana.4

4Cf. L. Cervantes-Ortiz, “Génesis de la nueva teología protestante latinoamericana (1949-1970)”, en Cuadernos de


Teología, Instituto Universitario ISEDET, vol. XXIII, 2004, pp. 221-250, disponible en:
www3.est.edu.br/nepp/revista/018/ano08n1_01.pdf.
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