Sunteți pe pagina 1din 146

COMPENDIO

VISUAL DE LAS
ARTES PLÁSTICAS
EN VENEZUELA
Juan Calzadilla
EXPLICACION

El contenido de este libro constituye una síntesis de materiales publicados anteriormente por Juan
calzadilla notoriamente en «Obras singulares del Arte en Venezuela» y «Una colección de pintura
en Venezuela». Enriquecido considerablemente por nuevos materiales, este libro ofrece al lector
una suma del pensamiento plástico de nuestro país, cuya amplitud y coherencia se reflejará, sin
duda, en la necesidad de información que llena una tentativa tan globalizadora como ésta, la
primera de su tipo que se lleva a cabo en Venezuela con el fin de revelar, desde su origen, el
proceso cumplido por nuestro arte, hasta hoy.
Las obras reproducidas en este libro están localizadas en colecciones de Caracas, con excepción
de aquéllas en que la datificación al pie de la lámina especifica el lugar o ciudad donde se halla la
colección. Museo El Palmar
Damos aquí reconocimiento a la Galería de Arte Nacional Experimental «Francisco de Miranda»,
Coro, y la Colección Arnold Zingg, cuyas obras figuran en el libro en el siguiente orden de
numeración de páginas:
G.A.N.:113-a, 113-b, 114-a, 114-b, 117,132, 133, 138, 139, 140, 141, 142, 143, 144, 146, 147, 148,
149, 152, 159, 160, 171, 172, 174, 176, 177, 178, 179, 180, 192, 198, 206, 208, 211, 213, 215,
217, 219, 227, 228, 232, 236, 237, 238, 240, 242, 244, 247, 248, 268, 270, 274, 278, 279, 284-a,
284-b, 290, 295, 297, 301, 306, 309, 313, 314, 317, 319.
MUSEO EL PALMAR: 167, 175, 195, 202-a, 202-b, 203-a, 203-b, 205, 210, 212-a, 216, 221, 234,
239, 261, 286-a, 286-b.
COLECCIÓN ARNOLD ZINGG: 116, 118, 119, 120, 121, 122, 123, 124, 125, 126, 127, 128, 162.

Coordinación: Jaime Valbuena


Dibujo de Sobrecubierta: Lilia Valbuena
Fotografías: Miguel Garcia, Pedro Maxim, Tito Ximénez y Archivo
Impresión: Edit. Eléxpuru, S.A.L. – Zamudio-Bilbao
© Portada y texto: MICA, Ediciones de Arte, Caracas
© Reproducciones: La gran Enciclopedia Vasca. Calzadas de Mallona, 8. Bilbao, España. Mica,
Ediciones de Arte, c/ Real de Sabana Grande con 1ª Avda. de Bello Monte. Ed. Permontsa.
Caracas, Venezuela
I. S. B. N. : 84-248-0757-x
Deposito Legal: BI 1437-1982
INDICE GENERAL

Páginas

Introducción

I. El origen: Arte Prehispánico 11


II. El Arte durante la colonia 18
III. La pintura con el siglo XIX 24
IV. El Círculo de las Bellas Artes y la tradición moderna del paisaje 33
V. La pintura en el Estado Zulia 42
VI. El realismo social y su evolución figurativa 45
VII. Las corrientes abstractas 50
VIII. La figuración después del realismo social 61
IX. Orígenes del arte ingenuo 66
X. Nuevos desarrollos a partir de 1970 70
XI. La escultura moderna en Venezuela 73
XII. El dibujo 84
XIII. El grabado 89

Compendio Visual

I. Tiempos prehispánicos 97
II. La colonia 116
III. Tendencias del siglo XIX 129
IV. La tradición moderna. Los paisajistas 155
V. Los contemporáneos 201
VI. La escultura 293
VII. Dibujantes y grabadores 327
INDICE DE ARTISTAS, LAPSO DE VIDA
Número de páginas donde aparece reproducida la obra
INTRODUCCIÓN
I
EL ORIGEN: ARTE PREHISPÁNICO

Hasta hace treinta años era muy poco lo que, de modo sistemático, se sabía
acerca del arte prehispánico en Venezuela. Escaso interés tenía para el estudio
conocer lo que había ocurrido antes del siglo XVI, pues se partía del supuesto de
que la historia del arte venezolano comenzaba con la colonización de nuestras
tierras por los españoles. La dificultad estriba en la falta de instrumental científico
para tener acceso a materiales y testimonios que sólo pudieron revelarse desde el
momento en que la Arqueología demostró, contra la creencia generalizada, que
tales pruebas eran fundamentales para restablecer el hilo de continuidad roto con
la abrupta llegada de los conquistadores. Los estudios Arqueológicos profusos y
meticulosos están proporcionando, a través de abundantísimo material de los
trabajos de excavación que se llevan a cabo en diferentes áreas del país, la
información científicamente procesada que requerían los historiadores de Arte.
Este saber, aún fragmentario, dubitativo y en proceso de sistematización,
permite demostrar que la vasta región que ocupa la Venezuela actual se desarrolló
en los tiempos prehispánicos una cultura cerámica que por la riqueza y variedad
de estilos , rivaliza con la más avanzada del continente.

Ausencia de una cultura monumental

Es sabido que en el territorio venezolano no se originó un arte monumental


como ocurrió en las grades civilizaciones de centro y mesoamérica; este hecho,
por comparación con el pasado de aquellos centros, minimizó ante los ojos de los
investigadores la significación que intrínsicamente podían tener las culturas
autóctonas, dificultando su comprensión. La organización de las poblaciones
ancestrales de Venezuela tuvo carácter tribal, es decir, estaba integrada por
comunidades aisladas entre sí y su evolución histórica se vio sujeta a constantes
desplazamientos migratorios determinados más por las necesidades de
subsistemas que por el crecimiento demográfico. Las culturas de estos
conglomerados primitivos expresan así estrechamente la relación entre los objetos
manufacturados y la actividad biológica, especialmente cuando, hacia el período
III, se conocen las primeras formas de agricultura.
Por las mismas razones, tal como nos la muestra la historia del arte, están
relacompleja organización social. Las bóvedas de piedra rudimentaria conocidas
compleja organización social. Las bóvedas de piedra rudimentarias conocidos
como mitoyes que construyeron los pobladores de la Fase de Mucuchies, del
período IV, en el área de los Andes, son construcciones muy elementales;
sabemos que la gente de la Serie Valencioide levantaba sus viviendas de barro
sobre montículos y que, de una fecha anterior, eran las edificaciones palafíticas
levantadas a orillas de ríos y lagos.
El aborigen venezolano careció de instrumentos de hierro para tratar la piedra y
sólo conoció la talla por abrasión o persecución para desbastar objetos líticos
relacionados con la ornamentación corporal o con el culto funerario o ceremonial.
Los pectorales, conocidos como «alas de murciélago» y cuya función primitiva aún
no está bien aclarada, constituyen la formas líticas de mayor tamaño que elaboró
nuestro hombre prehispánico; provienen del área de los Andes y su uso se
propagó hacia la región Centro Norte, hasta la cuenca del Lago de Valencia. De la
misma región andina ay asociadas con terracotas que representan figuras
humanas con cabeza de forma trapezoidal, se han encontrado abundantes
representaciones líticas; son figuras de pequeñísimas proporciones, talladas en
piedra, pulimentadas, que ofrecen la particularidad de tener rasgos estilísticos
comunes a las terracotas con el mismo tema antropomórfico y muy frecuentes en
esta área.
En la región Noroccidental, formada parte de la serie Dabajuroide, existe un
interesante material lítico, constituido por los llamados «majaderos ceremoniales»,
objetos cilindro-cónicos en cuya parte superior han sido talladas formas antropo y
zoomórficas.
La Cerámica

La cerámica, en su diversidad de estilos, es la unidad básica para estudiar el


arte prehispánico en Venezuela. La cerámica de función utilitaria es más común
que la que tiene fines votivos o trascendentales, el hombre ancestral conoció una
amplia variedad de tipos, desde el primitivo budare hasta el los complejos boles
con decoración policroma de la serie Tocuyanoide; la alfarería de uso práctico esta
en el origen de la evolución técnica que sobrepondrá a las formas básicas
iniciales, por ulterior desarrollo, el empleo de la decoración pintada o plástica,
añadida o estructural, hasta alcanzar los artefactos figurativos de evidente
significativo simbólico representados en la figurina y la terracota; el paso siguiente
a la forma básica fue un tipo de recipiente que constituye un híbrido del tiesto
funcional y el objeto decorativo de valor ritual: así surgen la vasija-efigie y los
distintos tipos de boles con decoración modelada, aplicada y/o incisa, de tema
humano o zoomórfico. En la figura exenta, con forma humana o animal, que
constituye el próximo paso, ya el artefacto no se identifica con una función
práctica. El papel que esta cerámica representacional pudiera tener en la esfera
de las creencias mágicas o en, ritual, aún no ha sido precisado, faltando estudios
de esta naturaleza que enriquezcan el horizonte de la cultura prehispánica. El
estilo animalista, tan fecundo en las series Valencioide y Barrancoide, no parece
estar relacionado con la actividad mágico-religiosa.
Cabe notar, sin embargo, ante algunos prejuicios, que el mayor desarrollo
técnico de la cerámica, en cuanto a invención de formas y figurativas y en cuanto
a complejidad decorativa, no incide en la calificación estética de la pieza, puesto
que tampoco puede decirse que el valor artístico sea mayor en un objeto no
utilitario que en uno utilitario. Lo que determina la calidad del juicio artístico en una
pieza de cerámica es la relación armónica y dinámica de sus elementos
constitutivos, incluido aquí en el material. Por ello, una vasija desprovista de todo
ornamento puede tener el mismo valor artístico de una compleja pieza figurativa
en la que se han empleado abundante decoración. Eso sí, en la escala superior
del desarrollo técnico de la cerámica se encuentran las figuras con
representaciones humanas y animales; porque éstas se sitúan en un punto de
transición entre la cerámica propiamente y el nacimiento de un arte escultórico que
se detuvo en el punto en que debía haber originado formas monumentales como
las que sugieren los interesantes artefactos del complejo cultural del Norte y
occidente del país.
La cerámica prehispánica de Venezuela, en su basamento humano y social,
revela hábitos pragmáticos y sedentarios, por oposición a la creencia de que
nuestro territorio fue poblado por hordas salvajes y deliciosas, según la versión de
los conquistadores. Pero tal como fue practicada por el habitante indígena, la
cerámica parece adecuarse aquí más a las funciones vitales que a la vida social o
militar. Debido a la limitación de sus funciones, ofreció escasa evolución de su
topología, mostrándose más bien como una técnica que como un arte destinado a
producir, bienestar espiritual, en menoscabo de un desarrollo más sofisticado,
como el que se dió en otras partes de América.

Fuentes para el desarrollo del arte prehispánico

Los resultados de la investigación arqueológica, en lo que concierne a la


documentación del arte prehispánico, fueron presentados de modo sucinto en una
exposición realizada en la Sala de la fecundación Mendoza, en 1971. Aquí
lograron reunirse 223 piezas originarias de los complejos estudiados hasta esa
fecha. El mismo año los materiales de esta muestra fueron compilados en el libro
Arte Prehistórico de Venezuela, cuyos principales autores son J.M. Cruxent y
Sagrario Pérez Soto. El libro y la exposición han sido los ensayos más
significativos que se han realizado hasta hoy para dar orgánica a un conjunto de
conocimientos que en adelante integrará el capítulo relativo a nuestro arte
prehispánico.
La terminología

La terminología específica empleada por los arqueólogos venezolanos nos será


de gran utilidad para fundamentar en el futuro los juicios de valor artístico relativos
a la producción prehispánica, nomenclatura válida igualmente para el arte y para
la ciencia. Aunque ella varía en sus detalles de un arqueólogo a otro, conforme a
su método de clasificación, nos permitimos tomar aquí, a modo de indicación, la
nomenclatura utilizada para el diagnóstico de los materiales exhibidos en la
famosa exposición de la Sala de la Fundación Mendoza: Serie se llama a un
conjunto de complejos culturales que comparten entre sí rasgos estilísticos
comunes; la serie alude no sólo a las manifestaciones materiales sino a la
totalidad de datos que posibilitan su difusión y desarrollo dentro del núcleo de
caracteres comunes, en el tiempo y el espacio.
COMPLEJO o Fase «es la unidad especifica que agrupa a los tipos esenciales
para los fines de comparación y clasificación cultural».
TIPO representa una unidad cerámica concreta o también el patrón a que están
sometidos sus rasgos constitutivos; dentro de su especificidad, un tipo está sujeto
a variantes, según su grado de evolución, sin que cambie en esencia. Así tenemos
la vasija, el bol, la urna, la terracota, el pectoral, etc.

Cronología de la arqueología venezolana

En el libro antes citado, J. M. Cruxent calculó la antigüedad del hombre


venezolano entre 20 y 25.000 años atrás. Otro arqueólogo, j. Armand, estimó esta
cifra en 16.500 años + o -, de acuerdo con el resultado arrojado por el método del
carbono 14 en muestra del yacimiento arqueológico conocido como «El Jobo», en
el estado Falcón. «El doblamiento primitivo – escribió Cruxent- lo realizó un grupo
portador de un incipiente nivel cultural, cuyo complejo t tipología casi no difieren de
los del hombre del paleolítico del Viejo Mundo». Tomando como punto de partida
la fecha de ese doblamiento inicial, calculado en alrededor de 20.000 años,
Cruxent y Rouse, autores del primer tratado sistemático de la arqueología
venezolana, establecieron la siguiente cronología:

Paleo Indio Antes de 5050 AC.


Período I 5050 AC. a 1050 AC.
Período II 1050 AC. a 350 AC.
Período III 350 AC. a 1150 AC.
Período IV 1150 AC. a 1500 AC.
Período V 1500 AC. en adelante.
Antes del periodo III el hombre ha vivido en forma nómada, dependiendo para
su subsistema de la cacería y la pesca. Los primeros utensilios de hueso, conchas
marinas datan del periodo II es cuando el hombre se instala en las costas,
alimentándose especialmente de moluscos.
El periodo III está caracterizado por el surgimiento de una agricultura incipiente;
consona como ésta, aparecerá la cerámica. La agricultura propicia formas de vida
sedimentarías, lo que genera un incremento de la población, que obliga a nuevas
migraciones.
El período V hace posible la difusión de los utensilios cerámicos que van a
caracterizar a los dos grandes centros culturales: el Norte y Occidente del país, y
el Sur y Este; el primero está determinado por el cultivo del maíz, el segundo, por
el de la yuca. Estos modos agrícolas se reflejarán en las características peculiares
que adoptarán los tipos de cerámica en cada una de las dos áreas. Algunos
arqueólogos hacen suponer que el cultivo de la yuca, que surgió en la costa Norte
del Orinoco, fue primero que el maíz; a este escribió Cruxent: «Creemos que en el
centro Oriental pertenece a un estadio anterior de desarrollo proveniente del Sur y
Suroeste. Estuvo en las áreas que han sido señaladas y persistió hasta los
tiempos históricos. La otra mitad Occidental, Colombia y Ecuador, con influencias
de las grandes civilizaciones algunas de éstas impregnadas a su vez, de matices
extraños de América».
A los grandes sistemas generales superponen los estudios del área de Los
Andes un tercer cultivo: el de la papa, localizado en las regiones altas de la
cordillera.
Cruxent sugiere que los estilos cerámicos desarrollados por los plantadores de
yuca amarga en relación con la región amazónica, las Guayanas y las Antillas.
Entre sus características se suele citar: «cerámica con predominio de vasijas y
boles con apéndices modelado-incisos, vasijas de base plana y pocas
combinaciones de color, y su manera de enterrar a los muertos era relativamente
sencilla» (Jorge Armand: «Esquema de la arqueología Venezolana», artículo en el
catálogo de la «Exposición arqueológica de Venezuela», Inciba, 1967).

En el centro Occidental predominan las vasijas multípodas, con formas


globulares y abundantes boles: asas tabulares y empleo de pintura negra y roja
sobre blanco. El maíz es la base de sustentación y, por lo tanto, se encuentran
manos y piedras de moler.
Especialmente complejas eran sus costumbres funerarias, sobre todo en las
montañas; practicaban tumbas primarias y secundarias, enterrando en urnas. A
diferencia del centro Sur y Este, hay gran cantidad de figuras y terracotas.

Las series

Hasta 1970 se habían localizado en todo el territorio venezolano alrededor de


66 series, algunas todavía en fase de estudio. Presentamos aquí, un recuento
abreviado de las más importantes.

Serie Tocuyanoide Períodos II y III (1000 AC. a 1000 DC.)

Esta serie ilustra a uno de los estilos cerámicos más impresionantes por su
refinada y compleja elaboración formal, índice del desarrollo social alcanzado por
una cultura agrupada en torno a seis complejos o asientos, en el piedemonte
andino y llanos estribaciones montañosas que abarcan una amplia área limítrofe
entre los estados Trujillo y Lara. La serie Tocuyanoide presenta decoración
pintada sobre engobe blanco, que sirve de fondo a un dibujo, superficial i inciso,
logrando con un trazo negro o semi rojo, a menudo valorizado rítmicamente en
función pictórica. Se encuentra abundante alusión a la flora y la fauna en la
decoración, aunque prevalece el rostro humano y el oficio, esquematizados
sabiamente. Una características es que la ornamentación plástica se integra es
estructuralmente a la pieza, tal como puede apreciarse en el ejemplar «Fuente de
las Serpientes», que se producen en este libro. Vasijas, boles y urnas funerarias,
de tres y cuatro patas, estas ultimas de diseño muy sofisticados, se enlazan en su
evolución técnica con figuras sentadas o de pie, cuyo carácter hierático
contribuye como dice Cruxent, a enfatizar su monumentalismo, sin duda asociado
aquí al culto ceremonial.

Serie Dabajuroide. Períodos I-V. 3000 AC. a 1500 DC.

La Serie Dabajuroide es una de las más antiguas de América en las que se han
hallado, según Cruxent y Rouse, vestigios cerámicos. Solo localiza en el área de
Coro, desde donde penetra hasta las zonas costeras e, incluso, a las Antillas
Holandesas. En esta serie es frecuente la vasija multípodas, de base redonda;
éstas presentan partes incisas y en semirrelieve y a las superficies suelen estar
cubiertas con decoración policroma o monocromas y dibujos geométricos; también
hay decoración punteadas; en algunos casos el dibujo esta hecho sobre engobe
blanco pertenece a la serie también urnas globulares para entierros secundarios.
Lo mas notable de la serie son, sin embargo, los «Majaderos rituales», tallados en
piedra verde y cuya parte superior remata en forma zoomórficas; alcanzan a tener
hasta 42 cms. De largo.
Apreciamos aquí una trasgresión del valor funcional del objeto al ritual,
trasgresión que se expresa en una primera elaboración de la forma totémica entre
los moradores prehispánicos de Venezuela.
Serie Barrancoide. Periodos II al IV. 1000 AC y 1500 AC.

De acuerdo con Cruxent existen dos grupos de complejos barrancoides. Uno en


el centro del país, con asiento en la costa del Estado Carabobo, en los complejos
llamados El Palito, Taborda y La Cabrera; y otros situados en el Sur, en la Rivera
Norte del Orinoco, hasta el Caño Manamo, en lo que hoy es Estado Monagas;
integran este centro los complejos de Saladero, Barrancas y los Barrancos. La
hipótesis de que la gente del Sur difundió el estilo de trasladarse al centro de
Venezuela utilizando la navegación, es la más divulgada para explicar la presencia
de la Serie Barrancoide en el primer centro. Esta gente debió mezclarse con
elementos protovalencoides al establecerse en la cuenca del Lago de Valencia.
El modelado inciso y la presencia de apéndices figurativos de aspecto
fantásticos son las principales características de esta Serie; el estilo es macizo y
rotundo de aspecto escultórico.
Los dibujos por incisión son anchos y acanalados y contribuyen a enfatizar el
carácter barroco de las formas modeladas, a menudo representando rostros
humanos con apariencia de mascaras que rematan en elementos zoomórficos.
Los apéndices se encuentran decorando panzas y bordes de las vasijas. Arcos
círculos, óvalos y Espirales son principales motivos dibujados; la pintura es rara y
se emplea exclusivamente para cubrir las superficies hay también
representaciones de pájaros, Caimanes y Monos. Nos es frecuentes en los estilos
del Centro Sur figurinas completas.

Serie Valencioide. Período IV Y V 1150 AC. a 1500 AC.

Se llama así por ubicarse sus complejos alrededor del Lago de Valencia.
Debido a la alta concentración poblacional de la zona, la Serie presenta gran
variedad de tipos cerámicos, factor que también afecta la hibridación de forma que
resulta del cruce de los estilos del Sur y de los del Occidente, lo cual posibilito el
desarrollo de la cerámica. Aunque en esta Serie se patentiza una mayor relación
con el simbolismo ritual y el culto funerario, no se ha hecho todavía un estudio que
revele la relación que puedan tener las terracotas llamadas «Venus de Tacarigua»
con practicas espirituales; el complejo ceremonial funerario esta ubicado por la
abundante existencia de artefactos para enterramientos primarios y secundarios,
de formas globulares. La Serie Valencioide parece haber alcanzado, antes de
cualquier otra, una optima diferenciación de patrones estilísticos revelándosenos
en su fase de mayor desarrollo formal. El acabado liso de la superficie de los
recipientes, generalmente sin pulir ni pintar, contrasta con la decoración modelada
y aplicada en cuellos y asas, mostrando tensiones y equilibrios de valor estético.
La Serie es muy rica en forma zoomórficas exentas u ornamentales, mostrándose
sus artesanos como hábiles observadores de la naturaleza. Las vasijas-efigies y
las terracotas marcan fuertemente la Serie. Cabezas anchas y rectangulares ojos
batraciformes o también llamados «Granos de Café», desarrollo esteatopígico
acusado, ausencia y minimización de los senos; brazos minúsculos sosteniendo la
forma rectángulas o semilunar de estas enormes cabezas que los investigadores
del pasado asociaban con mascaras rituales. Las urnas de barro cocido tienen
forma piriformes y se encuentran formando cementerios; el tamaño de estas
varían según el número de esqueletos que contengan. Los restos humanos suelen
estar acompañados por cuentes de collar y otros objetos; los cráneos presentan a
veces deformaciones artificiales, lo cual, junto a otros indicios, revelan que los
Valencioides alcanzaron un valor cultural bastante elevados.

Complejos Quibor. Períodos II Y III. 1000 AC y 1000 DC.

El complejo Quibor comenzó hacer estudiado por el arqueólogo Adrián Lucena


desde 1965, a raíz del descubrimiento de un cementerio prehispánico dentro del
casco urbano de la población de Quibor en el Estado Lara. En este estilo son
típicas las vasijas globulares con ornamentación modelada alusivas al rostro
humano; las bases de estas presentan como detalle peculiar una base anular
calada que, en algunos casos, se enriquece al imitar un tejido de ases o una red
que sale de las panzas para jugar función estructural en las piezas los trípodes
son muy frecuentes y recuerdan por sus características a las que en los andes se
utilizaban, según el historiador Febres Cordero, como braseros o incensarios. En
el complejo se hallaron también objetos tallados en azabaches; probablemente
tapa-sexos de diseños figurativos zoomórfico y muy sugestivo y artístico.

Área de los Andes.

Se conoce con el nombre del Área de los Andes un grupo de fases o complejos
artesanales ubicados en el valle de Carache y en los alrededores de Mucuchies y
Timotes sus manifestaciones corresponden a los periodos III Y IV, desde el 300DC
a 1500 DC; aproximadamente.
La doctora Erika Wagner, antropóloga al servicio del IVIC quien ha estudiado
prolijamente el área, encontró que existen dos patrones culturales en esta región.
a) Un patrón sub-andino, valido para las tierras que están por debajo de los
2000 metros de altitud; y b) un patrón andino, aplicable en las tierras que
están por encima de aquella elevación. En el primer caso, el maíz
aparece como cultivo básico y la cerámica es de fina elaboración y
formas complejas. La cerámica utilitaria presenta decoración pintada; no
hay construcciones de piedras, los entierros son simples y no aparecen
objetos ceremoniales.

En el complejo correspondiente en el Patrón Andino aplicable a las fases de


Mucuchies y Timotes, hay construcciones de piedras alineadas (los mitoyes) y
también terrazas agrícolas, cuevas funerarias y entierros con objetos votivos; la
subsistencia gira en torno al cultivo de la papa. La cerámica es mas burda y la
decoración de los tiestos escasa. De acuerdo con la Dra. Wagner, ya no se puede
estimar como hipótesis la relación que el complejo cultural Andino y Subandino
mantiene con el área meridional de Centroamérica, Costa Rica y Panamá, y con
Colombia. Es un hecho cierto. (Arte prehispánico de Venezuela, pp. 255-56).
Los datos consignados aquí aluden a una parte fundamental de los hallazgos
arqueológico del periodo prehispánico susceptibles de un diagnostico estético.
Falta referirse en detalle a otras áreas, complejos y series de no menor
significación que las mencionadas, algunas de ellas en etapas de excavación. Así
pues, dejamos de lado tratar las características de una serie como Tierra de los
Indios, en el Estado Lara (Período IV), y de dos complejos igualmente importantes
como los de Santa Ana (Período II Y IV) y de Betijoque (Períodos III Y IV).
EL ARTE DURANTE LA COLONIA
Los inicios

Es un hecho conocido que los conquistadores españoles destruyeron todos los


testimonios de civilización que estaban a la vista en nuestras tierras para el
momento de su arribo. Lo hicieron con el propósito de imponer una cultura,
trasunto de la suya, que convenía a su ideal de dominación, esta cultura fue
marcada por el signo de los valores religiosos aceptados por la sociedad
española, signo distintivo que impregna el carácter de todas las manifestaciones
artísticas correspondientes a los siglos de dominación. Las imágenes pintadas o
esculpidas, en principio traídas de España o de otras colonias americanas más
prósperas, se entendía como objetos al servicio de la fe católica, como
instrumento de mediación entre el extranjero y el aborigen al que le fue impuesta,
a sangre y fuego, la religión del invasor.
El siglo XVII origina y fortalece a las instituciones coloniales y consolida su
poder en provecho de la información de su sociedad rígidamente jerarquizada en
clases sociales. No existe aún una clara expresión cultural, pues durante este siglo
prosiguen en tierras venezolanas la labor de conquista a la que naturales
continúan ofreciendo resistencia.
Frente a la temprana prosperidad de México y el Perú, la provincia de
Venezuela ofreció condiciones más precarias: una economía pobre. Por ello,
quizá, nuestro arte tuvo en este momento un desenvolvimiento lento y no conoció
la riqueza de ornamentos y la monumentalidad de sus formas arquitectónicas que
se aprecia en los virreinatos. Fue sólo en el siglo XVIII, con el auge de la actividad
agropecuaria, cuando se llegó a cierto esplendor. Las artes alcanzan ahora a
representar de modo categórico los valores espirituales de una sociedad formada
dentro del espíritu religioso que le proporcionaba el modelo español. El arte
expresaría necesidades y funciones al adecuarse a las exigencias de la religión y
del rito social. El arte colonial venezolano ha sido estudiado con amplitud y
generosidad. Nuestros historiadores han extraído de la supuesta pobreza de
ayer numerosas pruebas materiales para confirmar lo que, hace 15 años, escribió
Alfredo Boulton: «Nuestra tradición pictórica es mucho más rica, compleja y
abundante de lo que nunca se había sospechado» las investigaciones realizadas
sitúan al territorio que primero fue provincia de Venezuela y, luego, a partir de
1977, gobernación y capitanía General de Venezuela, en su status que, sin llegar
al esplendor de los virreinatos españoles en América , no desmerece del de otras
provincias en cuanto a pintura, y esto tanto en calidad como en cantidad. Se ha
restablecido, por consiguiente, la verdadera histórica, al reubicar a la pintura
colonial venezolana en el lugar que le correspondía, y del cual se hallaba
ausente».

Desarrollo

Comparado con el de otras regiones de América de mayor desarrollo


económico, el arte practicado en Venezuela durante el periodo colonial tuvo un
alcance más limitado. En principio, no es sino hasta el siglo XVIII - a partir del
establecimiento de la Compañía Guipuzcoana, en 1730 – cuando la producción de
obras alcanza en el país cierto relieve en el consenso de las funciones sociales, y
esta producción se redujo casi siempre, en lo que concierne a la pintura, a
Caracas.
Durante el siglo XVIII vino a menos el esplendor de brillantes escuelas que
como la santafereña y quiteña fueron más contemporáneas de los movimientos
post-renacentistas, el manierismo y el barroco, cuyo espíritu las informa. La fuerza
con que en su momento oportuno eclosionaron estas grandes corrientes en
Europa, determinó la diáspora que trajo hacia el continente americano obras,
ideas y, sobre todo, artistas de cierto rango encargados de difundir el progreso del
arte. Estos valores, estas manifestaciones, llegaron a Venezuela con bastante
retardo y nunca en forma directa como para originar escuelas de signo innovador.
Faltaron, así pues, maestros de envergadura provenientes del viejo mundo que
liberaran a nuestros artistas de tener que aprender de la copia de grabados y
orinales de segunda y tercera categoría que entraban al país. Por tanto, en sentido
estricto y considerando lo realizado en los dos primeros siglos de denominación
española como un tanteo, la pintura colonial de Venezuela es una creación del
siglo XVIII.
Aparte de esto, cabe señalar que la instauración del régimen colonial fue
igualmente lenta y laboriosa y sólo vino a consolidarse en el siglo VXII. La
resistencia presentada por las tribus aborígenes, aguerridas y dispersas a lo largo
del país, dificultó la conquista y retardo innecesariamente la tarea de colonización.
Más tarde, durante el mismo siglo VXII, efectuada la conquista, el gobierno
provincial tuvo que hacer frente a las incursiones de piratas y corsarios, por lo que
gran parte de la tarea debió consumirse en el fortalecimiento del sistema defensivo
– castillos, fortines fortalezas – para resguardo de los puertos.
Lejos de la opulencia que caracterizó a otras colonias favorecidas por la
explotación minera, lo que signó a la vida venezolana de entonces fue la
austeridad y la pobreza. La arquitectura, con su asombrosa economía de medios,
fue fiel reflejo de la carencia de recursos materiales que le impidió desarrollarse en
formas monumentales, limitándose a sacar el mayor provecho del espacio interior,
en detrimento de la ordenación y el lujo.
Sin embargo, la inquietud artística siempre alentó en el espíritu del soldado
colonizador y del misionero, encargado de propagar la fe católica, tanto como,
más tarde, en el elemento nativo incorporado a la actividad social. Alfredo Boulton,
autor de un estudio exhaustivo del arte en la Venezuela colonial (Historia de la
Pintura en Venezuela, tomo I, Época Colonial) encontró que entre la tripulación
del primer viaje de Alonso de Ojeda, Quien partió de Cádiz en 1499, rumbo a
nuestras costas, venía «un tal Juan Pintor». Sin duda, el primer artista profesional
de que se tiene noticia data de 1622, año en que se hallaba en coro el «maestro
del arte de pintor, experto y bueno, Pedro del Cocar», a quien se le encomendó
ejecutar el cuadro de la patrona de la ciudad, Santa Ana. Compárase este escueto
dato con el hecho de que para 1576 Bernardo Bitti se hallaba establecido y
enseñaba en Lima, para 1600, el pintor quiteño Fray Pedro Bedón sembraba sus
conocimientos en Bogotá, ciudad en donde vivía ya, desde 1587, angelino
Medoro, artista formado en Roma.
Pero es bueno anotar que el aislamiento de la provincia de las grandes rutas de
navegación, de igual modo que vicisitudes como las pestes y los terremotos
(factores éstos que contribuían a diezmar la población), obraron
determinantemente para que surgieran, del propio medio humano, y sobre todo
entre la población mestiza, artistas o artesanos capaces de satisfacer, sin
intención estética las necesidades derivadas de la propagación de la fe religiosa.
En realidad, las obras de pintura y escultura importaban en la medida en que se
servían como mediadores y no como fines; se explica así que el oficio de pintar o
tallar imágenes, generalmente dejado a los pardos libres, se catalogase como una
artesanía y, por ende, el que no se firmasen las obras suponía que no se veía es
éstas más que la función social que cumplían. Y por cuanto se hizo por razones
económicas más fácil importar obras que producirlas, el clero y la sociedad
terminaron satisfaciéndose del comercio de piezas que les procuraban las
colonias más desarrolladas del Continente, como México y el Nuevo Reino de
Granada. De España debieron llegar obras de poca monta así como grabados
ejecutados en Italia o en Alemania y pinturas procedentes de Flandes y otras
comarcas. La limitación de estas piezas, al igual que ocurrió en otras latitudes,
llevaría a elaboraciones imaginativas que se apartaban cada vez más del modelo
original para desembocar – por la reiteración de un motivo sobre el que se cerraba
el ciclo de sucesivas reinterpretaciones – en un estilo popular cuya principal
manifestación fue la llamada «tabla colonial».
En el origen de este sorprendente estilo mestizo se encuentra el interés mismo
de la iglesia, misiones, conventos y cofradías en estimular el ejercicio de la pintura
y la talla en madera a través de talleres donde, bajo la instrucción de los
misioneros, se enseñaban a practicaban estas artes.

Los inicios en Caracas

Caracas jugó papel predominante en la cultura del país desde que se elevó a
ella el asiento de la autoridad eclesiástica, en 1638 de esta época data el retrato
del Provincial Francisco de Mijares de Solórzano, obra de excelente factura,
presumiblemente de mano española. Es la pieza más antigua de una tradición que
no se interrumpirá en adelante y que prosigue con una obra fundamental en el
proceso formativo del arte venezolano: el retrato del Obispo Fray Antonio
González de Acuña. Boulton atribuyo esta tela a Fray Fernando de la Concepción,
pintor y escultor activo en Caracas entre 1656 y 1681 y de quien,
desafortunadamente, no se conocen obras firmadas. De acuerdo con Carlos
Duarte (Gasparini y Duarte: Arte Colonial en Venezuela, Caracas 1974), a finales
del siglo XVII había en Caracas diez pintores establecidos, entre los que estaría el
autor o autores anónimos de un grupo de retratos que atestiguan el incipiente
poder económico alcanzado ya por la clase de los criollos. Se trata de Juan
Mijares de Solórzano (1701), Feliciano Palacios y Sojo (1726); Antonio pacheco
Tovar y Teresa Mijares de Solórzano (1732), condes de San Javier, obras de
desigual factura.

Francisco José de Lerma

Según los datos que se tienen, el pintor más notable de la primera mitad del
siglo XVIII fue Francisco José De Lerma y Villegas, activo entre 1719 y 1753y cuya
actuación fue seguida por Boulton, quien localizó su firma en una sagrada Familia,
fechada en 1719, Boulton le atribuye otras obras, una de las cuales, el Martirio de
Santa Bárbara, pieza muy interesante, se reproduce en este libro.
Lerma es quizá el primer artista con clara voluntad de estilo en traer a la pintura
venezolano un impulso fresco y vigoroso, a despecho de la calidad dispareja de su
obra, la cual se explica por el escaso número de trabajos suyos conservados. En
su obra revela conocimiento del manierismo italiano y cierta influencia flamenca,
todo esto traducido a rasgos arcaizantes y a armonías sordas, como conviene a
un artista que, como otras tantos pintores americanos, debió formarse
principalmente a través de la copia de estampas, como lo prueba su Virgen de la
Merced, inspirada directamente en un grabado, con el mismo tema, de cavalli.
El Martirio de Santa Bárbara y el San José y el Niño deben ser obras de su última
época, a juzgar por la mayor soltura del dibujo, en comparación con una pintura
como la Virgen de la Merced, de la colección María Cristina de Muller, Caracas;
factura más fluida que le permite obtener aquí efectos potentes en la definición de
las figuras; la impresión escultórica alcanzada por las formas es realzada por el
clima naturalista que se obtiene al situar los personajes sobre un paisaje muy
realista. Detalle que es aquí más verídico que el fragmento de naturaleza,
obviamente simbólico, que encontramos en la otra obra de Lerma, en la colección
Arnold Zingg, el san José y el Niño, que supuestamente es de la misma época que
el cuadro antes mencionado.

Los estilos Regionales.

En el interior de las provincias, en sus principales centros poblados, la pintura


mantuvo el carácter anónimo propio de la mayoría de obras que se produjeron en
Venezuela durante la colonia. Dado que las regiones apartadas le era más difícil
tener contacto en sus pinturas de buena escuela, el artesano criollo se vio
obligado a valerse de sus propios medios para recrear continuamente una
tradición icónica que protegida por el aislamiento provinciano, posibilitó el
desarrollo de estilos ingenuos muy característicos y de larga duración. Surgieron,
así vistas desde nuestra perspectiva, varias escuelas regionales. Las más
célebres de éstas tuvieron asiento en Tocuyo y Río Tocuyo, poblaciones que por
enclavarse en rutas de acceso al interior del Continente, pudieron convertirse en
verdaderos centros artesanales encargados de satisfacer necesidades de las
regiones vecinas en materia de imágenes para el culto.
El más antiguo documento de la Escuela del Tocuyo es una obra firmada en
1682 por Víctor Francisco de la Cruz. Boulton por su parte, identificó con el
nombre del «Pintor del Tocuyo» al anónimo autor que fechó en 1702 una
inmaculada. Varias obras le han sido atribuidas al analizar los rasgos estilísticos
constantes: el empleo del dorado para subrayar perfiles y bordes de vestiduras,
estrellas, etc; la radiación ondulada que despiden coronas y aureolas, la utilización
del ocre como fondo de la composición.
La Escuela de Río Tocuyo, en las cercanías de Carora, tuvo tendencia más
artesanal y se especializó en la pintura de «tablas», obras de pequeño formato
cuya imprimación extremadamente esmerada permite obtener calidades
esmaltadas al utilizar sobre ellas tintas planas. En muchas de las obras de esta
fecunda escuela se observan ciertos rasgos orientales de la fisonomía de la
figuras, probablemente fruto del conocimiento de estampas búdicas.

La Escuela de los Landaeta

Estrechamente vinculado a la historia de la ciudad y al sentimiento religioso que


prevaleció en la época, actuaba en Caracas un grupo de pintores que por llevar un
mismo apellido se ha identificado con el nombre de la Escuela de los Landaeta. La
actividad de este grupo aún no ha sido bien precisada pero se sabe que ocupa
todo el siglo XVIII. Priva en su actuación el carácter anónimo, pues pocas obras
atribuidas a sus miembros fueron en verdad firmadas, lo cual, unido en a su
definición estilística, hace más difícil la tarea de identificar sus obras. La actividad
de los Landaeta se torna más significativa, en todo caso, a partir de 1760 a raíz de
que el Obispo Díez de Madroñero dispusiera que se le consagrara a la ciudad de
Caracas la advocación de la Virgen María. Desde esta época, las distintas
advocaciones de Caracas, la Virgen del Carmen, la Inmaculada, y la Virgen de la
Merced, constituyen las representaciones más frecuentes de la pintura
venezolana. Los Landaeta se pueden definir como los pintores del culto mariano.
Ellos tipificaron y divulgaron el patrón compositivo que se hizo más común.
Copiados en múltiples variantes por secuaces e imitadores, no es fácil identificar
con propiedad las obras que les pueden ser atribuidas.
El más importante de los Landaeta parece haber sido Antonio José, autor de la
Inmaculada Concepción que se encuentra en la Catedral de Caracas y cuya firma
aparece en otro cuadro con el mismo tema que está en la colección Santaella.
Juan Pedro López

Juan Pedro López es una obra conocida y por el estilo, el pintor más notable
que actuó en la provincia de Venezuela durante los siglos coloniales. Caraqueño
nacido en 1724, es el único artista de este largo período que se sostiene como
individualidad y que, como tal, resiste una comparación con pintores consagrados
de su propio tiempo en otras regiones de América colonial. Porque Francisco José
de Lerma, quien ofrece en verdad un estilo más consistente, de raigambre mestiza
y, por tanto, más autóctono, dejó obra muy escasa y vagamente identificada. La
pintura colonial venezolana tiene mayor interés para el estudioso cuando se juzga
la vasta producción de carácter popular. La tabla colonial y la talla en madera
vendrían a ser sus modelos más consustanciados con la identidad mestiza de
nuestra población. Producción anónima, como ya hemos dicho, y de
características artesanal.
Los ejemplos de pintores cultos son escasos y mantienen un vínculo casi
directo con las referencias europeas que tanto para la sociedad como para los
artistas mismos resultan patrones establecidos frente a los cuales la obra de
nuestros artistas siempre mantendrá un rol subalterno y provinciano.
Pero aun juzgada dentro de esta perspectiva limitante, Juan Pedro López, el
más español de nuestros pintores, resulta un pintor de meritos sobresalientes. Su
identificación se le debe a Alfredo Boulton, quien catalogo las obras de la primera
y única exposición retrospectiva que de su obra se ha hecho, en el Museo de
Bellas Artes de Caracas, en 1963. Boulton estableció los rasgos estilísticos de
Juan Pedro López a partir de un pequeño número de obras en donde encontró la
firma del autor. Una de estas piezas (significativa por el atormentado barroquismo
aprendido en alguna obra grabada de Rubens) es la crucifixión (Pág. 128) que se
halla en la colección de Arnold Zingg. La actuación de López abarca desde 1751
hasta el año de su muerte, en 1787. Con estos datos y las analogías de estilo
establecidas entre un importante grupo de obras anónimas y las firmadas y
reconocidas, Boulton llegó a elaborar una lista de 141 piezas que la investigación
actual ha ido aumentado. Duarte le atribuye a López un papel muy destacado
como escultor de figuras de bulto y ha visto en la tendencia al volumen que se
aprecia en su pintura una influencia proveniente de su trabajo de escultor, y ello se
aprecia en el modelado de manos y rostros y en el acortamiento tan característico
de paños y vestiduras de los personajes. De cualquier manera, en el tímido,
arcaico y bastante rezagado marco de la iconografía religiosa de la Venezuela
colonial, Juan Pedro López significa una concepción audaz y novedosa del
espacio. En él podrían darse los primeros atisbos renacentistas para escapar a la
convención de la perspectiva simbólica que mantiene a la expresión de nuestros
pintores dentro de tendencias harto superadas en Europa.
De su obra incluimos aquí una pieza resaltante, la Inmaculada Concepción, que
lleva marco rococó de la época. Obra de gran tamaño, con influencia murillesca,
representa por una vía opuesta al realismo que empieza a observase en sus
cuadros referidos a vidas de santos, la solución espacial característica adoptada
de una tradición que los pintores iberoamericanos más atentos al dogma que a la
libertad para interpretar, se empañaron en perpetuar.
La pintura durante el siglo XIX

El arte del siglo XIX suele ser estudiado bajo el enunciado general de «Período
republicano»; el término hace referencia al lapso de tiempo que va desde la lucha
emancipadora que sigue la declaración de Independencia hasta la época de los
estilos heroicos, incluido el naturalismo académico de Michelena, Herrera Toro Y
Cristóbal Rojas. El establecimiento de un nuevo orden institucional, signado por la
ruptura y el acceso a la nacionalidad, implicó también una quiebra de la
continuidad de la cultura colonial. Sin embargo, el siglo XIX, visto como un todo
orgánico, presenta serios problemas al estudioso.
El primer inconveniente consiste en la emancipación política respecto al
dominio español no se corresponde, en el plano cultural, con el nacimiento de un
arte que por su forma técnica haya sido, ideológicamente hablando, expresión del
nuevo estado de cosas derivado de la independencia. En otras palabras, todo
cuanto determina la gesta emancipadora es un cambio de la iconografía aceptada
oficialmente. Es cierto que aparecen géneros nuevos, como el retrato civil y militar
y la pintura histórica; entra en crédito la imaginería religiosa, asociada al podes
económico de la iglesia; desaparece el modo propio de producción artística del
siglo XVIII, dentro de la unidad económica del gremio de artistas y artesanos. No
es sin embargo un cambio estructural, sino un cambio de formas que modifica el
aspecto temático del arte y que tiene lugar en el plano de la existencia
institucional, de lo que podríamos llamar el arte culto.
Técnicamente hablando, el arte de las primeras décadas del siglo XIX puede
considerarse como una prolongación del período colonial. Formados en los
talleres de los imagineros, nuestros primeros artistas republicanos siguen
utilizando la técnica heredada de sus mayores para resolver temas inspirados en
la concepción del nuevo estado liberal.
La imagen del clérigo es sustituida por la del airoso prócer, por la del músico
mulato, por la del legislador o hacendado; allí donde descubrimos algunas de las
versiones de la imagen mariana, aparece el retrato de la bella mestiza, símbolo de
una nueva oligarquía. El estilo religioso no es desaprobado en toda su extensión;
aparte de que los artistas siguen empleado técnicas del pasado, la concepción del
espacio y el carácter simbólico que asume dentro de éste la representación
figurativa serán los mismos cuando se pasa de la imagen religiosa al retrato civil o
al cuadro histórico. Un ejemplo es Juan Lovera, en quien luchan dos tiempos.
Artistas activos a comienzos del XIX como Emeterio Emazábel y Joaquín Sosa
continúan atados al sistema productivo del siglo XVIII; el tema eclesiástico
persevera en ellos: retratos de obispos o monjas invariablemente resueltos
mediante las convenciones aceptadas por la sociedad colonial. Todo el siglo XIX
está lleno de manifestaciones de orden religioso, y no tiene nada de extraño que la
tradición de la talla en madera, proveniente de los imagineros, sobrevivían a la
obra de Juan Bautista y Manuel Antonio González, padre e hijo, autores de
imágenes religiosas para iglesias de Caracas, cuya actividad se enmarca dentro
de creencias de una sociedad librepensadora como la que vivió durante el
septenio y el quinquenio de Guzmán Blanco. Sin ir más lejos, Herrera Toro, con
sus decoraciones de la catedral y de la iglesia de Altagracia, viene a ser un
heredero indirecto de Juan Pedro López. Como lo es también, en alguna medida,
el Arturo Michelena que inicia su carrera como copista religioso, en valencia, y
cuya obra final está marcada por un hondo misticismo. Ni siquiera Tovar y Tovar
escapan a la tradición del encargado de obras religiosas.
Tarda algún tiempo, por lo menos hasta 16840, para que aparezcan nuevos
modos técnicos y una concepción formal menos apegada al siglo XVIII que al
reflujo de los estilos europeos que enlazan a tener alguna difusión en la obra de
los persuasivos viajeros que cruzan el país desde los inicios del siglo.
En la perspectiva de la tradición del arte popular, ya ni siquiera puede hablarse
de la imaginería anónima: la tabla colonial, la talla en madera de elaboración
ingenua, llenan el espacio físico reservado por el pueblo a sus creencias religiosas
y mágicas durante el siglo XIX. Al lado de la teoría artificial. Vegeta el frondoso
árbol del arte religioso popular. El arte institucional vivirá en adelante, hasta hoy,
divorciado de aquél.
El espíritu del siglo hace su aparición cuando el país como paisaje humano y
como naturaleza se descubre a s{i mismo en la visión objetiva o idealizada que
rinden viajeros, naturalistas y aventureros a través de un trabajo documental.
Desde Humboldt hasta A. Goering, menudea una artesanía descriptiva, a ratos
científica, a ratos imaginista, realizada por dibujantes y acuarelistas que, a la vista
de país, experimentan el descubrimiento de una naturaleza demasiado obvia para
ser evidenciada en su belleza por el elemento nativo. Más tarde, el ingenio criollo
también sabe encontrar incentivos en la idea de que todo conocimiento es útil
cuando la técnica aplicada puede ser también, en si misma, objeto de saber
científico, los primeros artistas nacionales identificados con la visión de nuestra
naturaleza están poco conscientes de su papel de artista y prefieren consolidarse
a sí mismo como artesanos, interesados más en la verdad que en el arte
propiamente.
La belleza es atributo natural de nuestro paisaje. Ya desde 1839, con la primera
vista de Caracas pintada por Ramón Irazábal, asistimos al nacimiento del género
paisajístico. Un genero que comienza cuando el artista sabe combinar la pasión
del detalle con la modestia de sus propósitos: ser verídico, ilustrar, brindar el
testimonio visual de las obras de la naturaleza. Carmelo Fernández, los hermanos
Martínez, Lessmann, Ramón Bolet, Goering, fungen de cronistas visuales del
espacio que transcurre morosamente, en medio de los vaivenes políticos. Al final
se imponen la litografía y el medio impreso, el diario, la revista ilustrada y el libro.

Tradición de la enseñanza

El estado republicano sustituyo el status docente propio de la colonia por


escuelas de arte donde se impartía la enseñanza científica del dibujo. El primer
intento correspondió hacerlo a Juan Manuel Cajigal (1803-1850). Más tarde, por
cuanto era lo propio dentro de la sociedad liberal, se implemento el estudio de
pintura siguiendo el patrón académico europeo, o con la vista puesta en los
modelos de la tradición renacentista. El retrato civil fue el género más frecuente.
Roto el vínculo con la tradición colonial, resultaba demasiado difícil para el artista
local encontrar una plataforma de aprendizaje suficientemente sólida para
impulsar la pintura a la altura de las exigencias de una sociedad que comenzaba a
sentir nostalgia por Europa. Teniendo como objetivo llegar al grado de tecnicismo
del arte europeo, era poco menos que imposible para el artista criollo, con la
formación y el estímulo que proporcionaba el medio, lograr un perfeccionamiento
parangonable, aunque fuese remotamente, con el que , allende el mar, poseían
los maestros invocados como modelos. La academia de Bellas Artes, restaurada
incesantemente por las administraciones de gobierno, estuvo imposibilitada desde
un comienzo para desarrollar un movimiento artístico vigoroso y debió limitarse a
una existencia mediocre. Sólo cuando el artista pudo viajar al exterior para
inscribirse en academias europea, gozando del favor de un gobierno generoso
pero autoritario como el de Guzmán Blanco, se alcanzó en el campo de la pintura
el nivel añorado por la sociedad que continuo viendo hacia el viejo continente.

Juan Lovera

Juan Lovera, el más notable de los artistas de la independencia, nació en 1778 y


su formación de pintor fue similar a la que recibía un imaginero de la colonia. Fue
aprendiz en el taller de los hermanos Landaeta, quienes habían logrado fama en la
pintura de temas alusivos a advocaciones caraqueñas. Pero el periplo humano de
este artista solitario es poco conocido. Se le encuentra citado como desafecto a la
causa del Rey a comienzos del siglo y se le atribuye haber sido testigo presencial
de los hechos que ocurren frente a la Catedral de Caracas y que originan lo que
hoy llamamos 19 de Abril de 1810. Así lo deja ver la exactitud con que pinta su
obra sobre este memorable tema, la primera del género histórico que se recuerda
en la pintura venezolana. Lovera ha sido considerado como el primer historiador
de nuestra pintura cronológicamente hablando. Y aunque su obra más significativa
puede ser el «5 de julio de 1810», realiza en 18338, tres años después que el
cuadro de 19 de abril, es como retratista donde su nombre adquiere relieve
extraordinario. Hay quienes afirman que Lovera fue el más grande retratista que
dio Venezuela en el siglo XIX. Y aunque, para otros, esto no fuese cierto, si puede
decirse que es el pintor de personalidad más autóctona, más sólida y liberada de
influencias, vale decir, el más criollo de nuestros pintores clásicos.
Lovera desarrolla en esta fecha de su obra un principio expositivo
extremadamente sencillo: el personaje, abstraído de lo que no es esencial, resulta
elocuente tanto por la elección del contexto ambiental como por la acusada
expresión fisonómica, que contrasta con la austeridad severa de la descripción. La
rigidez gótica de las poses es compensada, en su arcaísmo, por la agudeza para
definir psicológicamente al modelo. El rostro va a convertirse en el principal centro
de interés del cuadro. Lovera trata sus figuras con un concepto escultórico,
modelando sus rostros en un primer plano, destacándolas fuertemente frente a
una ambientación escueta. Muestra escaso interés por la perspectiva aérea, con
sentido renacentista, y el espacio alrededor de la figura se torna plano. La
iluminación determina efectos de especialidad y volumen en los planos alejados.
En un ángulo de la tela suele ubicar los símbolos, entre los que destaca la
jerarquía social. El traje y el mobiliario, dentro de la misma atmósfera severa,
explicando el rol de hombre en la sociedad; la condición es destacada por los
objetos que simbolizan el oficio, gracias al cual el personaje, , aunque sea humilde
cuna, se hace digno de ser retratado: el mulato Lino Gallardo muestra un violín y
la hoja de una partitura, lo que dispensa, a la vista de los rígidos prejuicios de la
época, el color moreno de la piel. Si se trata de un hombre como Cristóbal
Mendoza, Primer Presidente del Triunvirato de 1811, el personaje aparece al lado
de un severo estante de libros en fila, hojeando un grueso tratado de leyes.
Lenguaje de símbolos extremadamente eficaz e ingenuo. Pero también puede
prescindir de todo simbolismo, obteniendo en el retrato manifestaciones más
puras, elocuentes por sus valores plásticos, que el artista reduce a la mayor
economía, como puede apreciarse en el retrato de Coto Paúl, en los de Nicolás
Rodríguez del Toro y, por qué no , en el de Simón Bolívar.
El retrato civil suplanta a la pintura de tema religioso. Lovera es uno de sus
iniciadores y el más notable de sus cultores durante el primer período republicano.
Su muerte ocurrida en 1841 deja en suspenso otra alternativa abierta por él: el
género histórico, que anuncian sus grandes lienzos sobre la emancipación. Se
necesitará que transcurran 40 años para ver aparecer a sus continuadores: Tovar
Y Tovar, Cristóbal Rojas y Arturo Michelena.

Marin Tovar Y Tovar

Hijo de un oficial granadiino que lucho en la Batalla de Carabobo, bajo las


órdenes de Morillo, Marín Tovar y Tovar, nacido en Caracas en 1827, hará de la
guerra un espectáculo digno de vivir en la memoria. Historiador que desplegó las
paginas de la crónica en sus grandes lienzos, Martín Tovar y Tovar es producto de
una de las voluntades artísticas más claras e inteligentes que dio la pintura
venezolana durante el siglo pasado.
Tovar y Tovar divide el siglo XIX; pone fin a una época y comienza lo que será
el periodo heroico de nuestra pintura, que su obra llena. Nace cuando ha llegado a
su fin una concepción intrépida de la vida; inicia estudios en el optimista ambiente
que se ha creado alrededor del brillante matemático Juan Manuel Cajigal; se
forma en España y Francia y – ya de regreso en Caracas – en los aciagos
momentos que rodean a los episodios de la Guerra Federal; para llegar a su
madurez durante el gobierno progresista de Guzmán Blanco. Durante medio siglo
es la figura señera, el pintor oficial y el maestro por antonomasia de la pintura
venezolana.
Es el gran retratista de la sociedad caraqueña del siglo XIX. Su mérito estriba
en haber expresado el secreto de intimidad, de la arrogancia, de la belleza. El
misterio de unos labios mudo, la sonrisa en los ojos serenos que avanzan
tranquilamente desde la muelle pose hacia todos los puntos donde se coloque el
observador; fisonomías revestidas de una gracia sin complejidad, peripuestas
damas de quines se reconoce inmediatamente el esfuerzo de posar, reposo y
comedia elegancia que desafía al tiempo.
Pero es también el artista de la historia. Por encargo de Guzmán realizó entre
1874 y 1883 una galería de retratos con las figuras de los héroes de la
independencia. Primer trabajo histórico importante, uno de cuyos méritos más
resaltantes es la imaginación de que hecha mano Tovar para restituir en el lienzo,
sobre una pobre iconografía, la imagen de sus personajes, Páez, Sucre, Urdaneta,
Bolívar, Ribas, Soublette y tantos otros.
A través del teatro, Tovar alcanza la pintura de género, el cuadro episódico: las
grandes batallas. Todo comienza en 1883, cuando el artista presenta en el Salón
del Centenario del Nacimiento de Bolívar, su gran lienzo sobre la Firma del Acta
de Independencia, que hoy puede admirarse en el Salón Elíptico del Capitolio
Federal, en el mismo lugar donde se encuentra las batallas de Carabobo, Junín,
Ayacucho y Boyacá, que el gobierno de Venezuela le había encargado.
De la «Firma del Acta de Independencia» se ha dicho que es el cuadro más
popular de la pintura venezolana. Prodigio de elocuencia renacentista, como no se
había visto antes en Venezuela, esta sola obra hubiera bastado para consagrar a
Tovar como extraordinario muralista. David Alfaro Siqueiros, admirando los lienzos
que pinto Tovar para el Salón Elíptico, dijo sin asomo de dudas: que el artista
caraqueño era uno de los cinco grandes muralistas que había dado el continente
americano. Y Manuel Cabré, el paisajista caraqueño que vivió 11 años en París,
pudo escribir mucho mas tarde, después de recorrer galerías y museos históricos
en Francia:«En las colecciones de Versalles hay pocas pinturas de género que
puedan compararse con el 5 de Julio de 1811 pintado por Tovar y Tovar» .
La batalla de Carabobo fue concluida en 1886, la presencia del paisaje, a
diferencia de la obra anterior, e aquí avasallante, como si se tratara de un
personaje contra el que los personajes luchan para imponerse, el lienzo se adapta
a la concavidad de la cúpula para desplegar en difícil perspectiva elíptica los
momentos decisivos del episodio, sin dividir el espacio en cuadros y manteniendo
el mismo punto de vista central; efecto de simultaneidad muy ingenioso, al que se
presta el espacio, para poder presentar los hechos en varias secuencias que dan
idea del tiempo y que describen minuciosamente los accidentes de la hermosa
llanura bajo diferentes grados de luminosidad, desde el amanecer al atardecer. En
apoyo del ritmo cinematográfico- por decirlo así – de la pintura viene el colorido
vivo y contrastado, con el que Tovar inicia una manera más cálida y brillante.
La Generación del Centenario

La conciencia moderna del arte nace en Venezuela con el quinquenio


guzmancista. La gran exposición conmemorativa del Centenario del nacimiento de
Bolívar, en 1883, puede tenerse como punto de partida de la modernidad en el
arte venezolano. Antes de esta fecha solamente Martín Tovar y Tovar había
alcanzado prestigio, Rojas Manuel Otero, Arturo Michelena, Jáuregui, y apuntala el
creciente éxito del también joven Antonio Herrera Toro. Junto a éstos, o
paralelamente, comienza a desarrollarse Emilio Mauri y Rivero Sanabria. Grupo de
artistas que con Tovar a la cabeza, se sitúa en la perspectiva, técnica y
formalmente hablando, del arte europeo del siglo XIX, proyectando a nuestro país
la influencia del realismo académico.
En adelante nuestros pintores serán exclusivamente pintores y los cultores
exclusivamente escultores. La década del 80, por otra parte, fue la más prolífica
de la pintura venezolana durante el siglo XIX. Los acontecimientos más
importantes, fuera de la exposición del Centenario, han sido: la realización de los
grandes lienzos de Tovar y Tovar para el gobierno de guzmán Blanco, entre 1874
y 1886. El triunfo de Arturo Michelena en el salón de los Artistas Franceses, en
París, en 1887, y su regreso apoteósico a Venezuela, en 1889. La trágica y corta
obra de Cristóbal Rojas, pintada entre 1885 y 1890. Las decoraciones de Herrera
Toro para las iglesias de Catedral y Altagracia, en caracas. El regreso a Caracas
del escultor Eloy Palacios y su desempeño como profesor de la especialidad en la
Academia de Bellas Artes. La restructuración de este plantel ocurrida en 1887 y el
nombramiento de Mauri para regentarlo. La remodelación arquitectónica del centro
de Caracas, emprendida bajo el mandato de Guzmán Blanco. La construcción del
Capitolio Federal en su segunda etapa, del edificio de la Universidad Central de
Venezuela y del Teatro Municipal, este último en 1881.
Antonio Herrera Toro

El valenciano Antonio Herrera Toro no fue el menos talentoso de esa pléyade


de artista que ocupó el panorama de fines del siglo pasado. También como Tovar
y Tovar fue fiel exponente de un período de nuestra historia que se recordará
siempre por su espíritu progresista: el Quinquenio de Guzmán Blanco. Por la
acción de este gobernante culto aunque de proceder autoritario, caracas y otras
ciudades del interior iban a experimentar un rápido cosmopolitismo que se
manifiesta, sobre todo, en los proyectos de arquitectura, en el área de servicios
públicos, la modernización de los sistemas administrativos y en la concepción
ecuménica del arte. Las ciudades se transforman y se requiere, dentro de una
política de estimulo al surgimiento de artistas, de la presencia de pintores dotados
de buen oficio. Pero una técnica adecuada capaz de representar académicamente
el universo de mitos que comienza a constituirse en torno a los episodios de la
Guerra de Independencia, ha de ser adquirida en escuelas europeas. La academia
de caracas, un tanto envejecida y venida a menos, es demasiado rudimentaria.
Antonio Herrera Toro, nacido en valencia en 1857, es el primer venezolano del
siglo XIX en recibir apoyo oficial para seguir estudios de pintura en Europa.
Becado por la administración de Guzmán Blanco, Herrera Toro se instala en Italia
en 1875. En Roma estudiará con los pintores Faustino Maccari y Edouardo
Santoro. De regreso a Caracas, lo encontramos convertido en un afamado pintor
de género que goza del privilegio de recibir encargo de obras murales. Las
decoraciones para las iglesias de Caracas, la Catedral y Altagracia, ofrecen
dificultades técnicas que el joven artista debe vencer con discreción. Para estas
obras ha recibido la ayuda del mirandino Cristóbal Rojas, quien, a título de
aprendiz, le sirve de ayudante.
Quizá fueron estos primeros años en Caracas, hasta 1890, los más afortunados
en la trayectoria de Herrera Toro. A sus obras de gran aliento, como la inmaculada
del techo de Catedral. Como la «La Caridad» y «La Muerte de Bolívar», esta
última presentada en el Salón del Centenario, en 1883, siguió un lienzo cuya idea
ha debido venirle de los triunfos de Tovar y Tovar y Michelena en el género
histórico. «La Batalla de Carabobo», de Tovar, fue concluida en 1887, y «Carlota
Corday», de Michelena, data de 1889. Herrera Toro debió tener en cuenta estas
obras cuando recibió una pintura del mismo carácter dramático de «Carlota
Corday», pero basada en un acontecimiento nacional como lo es «La Muerte de
Ricaurte en San Mateo»; de esta obra, Herrera Toro sólo realizó el boceto que se
encuentra en la galería de Arte Nacional.
Como retratistas cabe reconocerle mayor mérito a Herrera Toro. Pues es este
género donde su obra alcanza mayor unidad. Buen dibujante, su cuidadosa
factura y una justa noción del empleo equilibrado de los valores, así como su
formación clásica y su desprecio por lo occidental o anecdótico, lo llevan a
ejecutar algunos de los mejores retratos de nuestro siglo XIX. Continuando la línea
de Tovar, puede decirse que supera a su maestro en la voluntad de evitar fáciles
concesiones como las que derivan de la limitación del parecido fotográfico,
expediente al que acudían con demasiada frecuencia los retratistas del siglo
pasado. La paleta de Herrera es pastosa, sensual, pero la ejecución sobria y
desprovista de detalles, concentrada en la expresión de la imagen, sin recargar los
fondos con objetos o descripciones innecesarias.
Herrera Toro, utiliza tonalidades sombrías de la paleta de taller, mientras
modela el rostro y las manos para acusar ciertas notas realistas que contribuyen a
una mejor caracterización del modelo. Dos autorretratos, pintados en Italia,
actualmente en la colección de la Galería de Arte Nacional, constituyen buen
ejemplo de las virtudes de este retratista notable a quien sus detractores del
Círculo de Bellas Artes no le perdonan haber sido el más severo profesor de
pintura que pasó por la antigua academia de Bellas Artes.

Cristóbal Rojas

Nativo de Cúa, estado Miranda, a los 32 años, edad en que muere. Rojas había
realizado ya, gracias a su tenacidad, una obra madura y profunda, aunque breve.
La tragedia parece acecharlo: en ll personal, un destino trágico; siete años
debatiéndose en medio de enfermedades y privaciones para realizar esos escasos
diez lienzos de gran tamaño frente a los cuales su juicio resulta implacable; es un
artista autocrítico: su obra constituye una reflexión sobre el dolor, sus temas son
patéticos como una visión pesimista del mundo. «El Purgatorio», la última obra de
rojas, pintada para la iglesia de la Pastora, en Caracas, parece el sitio que él se ha
reservado para sí mismo, última morada de su propio sufrimiento, y nada extraño
tiene que Rojas haya hecho su autorretrato entre los crepitantes condenados de
«El Purgatorio» .
Trayectoria breve: a los 22 años ha llegado a ser modesto ayudante para las
decoraciones que en la Catedral de Caracas realizaba Antonio Herrera Toro,
pintor de la misma edad de Rojas, pero ya famoso en 1880.
En 1883 triunfa al lado de Michelena en el Salón del centenario del Libertador
con su cuadro sobre la muerte de Girardot en Bárbula, y el premio conseguido en
tan memorable ocasión le vale ser becado por Guzmán Blanco para seguir
estudios Europa.
1884: entra en el Taller de Jean Paúl Laurens, en la Academia Julián, en donde
se le une Michelena al año siguiente. Duros años de aprendizaje que los dos
jóvenes venezolanos comparten entre 1885 y 1887. Rojas va al encuentro de una
personalidad fuerte, tenaz, valiente aunque insegura. El objetivo es exhibir en el
salón los años dorados del pomposo concurso que reúne anualmente, en el Gran
Palacio, a 2.500 artistas de todas partes. Rojas logra en poco tiempo lo que todos
procuran: ser aceptado en el Salón. En 1886 su cuadro «La Miseria, un portentoso
estudio del claroscuro, recibe en el Salón Oficial una mención de Honor, Rojas se
siente feliz. Pero esa felicidad se va a ver acompañada por los acontecimientos
del año siguiente que sumirán a Cristóbal Rojas en un gran desaliento.
Al año siguiente, año que consagra a Arturo Michelena con su lienzo «El Niño
Enfermo», Rojas presenta «La Taberna», cuyo sólo título está inspirado en una
nueva novela homónima de Emilio Zola, escritor francés cuyos temas influyeron en
el ánimo del pintor mirandino. Pero «La Taberna», cuadro un tanto truculento, de
efectos vulgares, pasa desapercibido a los ojos del jurado calificador, y esta
reacción profundiza su sentimiento trágico. Otro lienzo de Rojas, «El Plazo
Vencido», que le exige un agotador trabajo, es una obra más convincente, con
más aciertos que las anteriores. Data de 1888 y se inscribe en el mismo género de
preocupaciones: temas patéticos, tratados con una paleta donde dominan los
colores oscuro, tierras y marrones, los efectos de claroscuro subrayan la anécdota
destinada a conmover al espectador tal como podría hacerlo una descripción
literaria: ante la presencia de las autoridades judiciales, un miserable inquilino es
obligado a desalojar la habitación donde vive. El término para definir este tipo de
arte que se ha puesto de moda en el Salón no puede ser otro que el Realismo
Social. En Rojas, sin embargo, alienta un sentimiento protestatario auténtico. Es
sensible a la condición humana y le hiere profundamente la situación en que viven
las familias de obreros y desempleados que comparten con él el barrio Latino,
escenario de los temas de sus obras. Son seres de la vida real los que le han
servido de modelo para sus cuadros.
A partir de 1888 se observa un cambio en su obra: aparecen los colores claros
y el patetismo cede ante una visión más amable de la vida. Ha sido también su
año más productivo, si consideramos que realizó por entonces dos de sus obras
más ambiciosas. «El Plazo Vencido» y «La Primera y Ultima Comunión», este
último: su más patético trabajo. Pero también a fin de año comienza a pintar la
obra que lo representará en el salón de 1889: se trata de «El Bautizo», lienzo
juzgado por algunos críticos como su obra más importante. «El Bautizo»revela un
propósito menos anecdótico. El énfasis está puesto en la atmósfera cromática, no
en la descripción; la luz comienza a sentirse en el espacio que cohesiona las
formas dentro de una sutil profundidad aérea. Los tonos de colores claros
anuncian la paleta de los últimos años.
Rojas fue un pintor del drama humano, pero aún más: un pintor de la intimidad
sobrecogida, en la que el ambiente, los objetos, la atmósfera, el detalle sutil y la
luz, sobre todo, se combinan para lograr el clima psicológico buscando. A
despecho del cambio que se experimenta en su última obra, Rojas sigue
inquiriendo en el alma humana, preguntando por el destino del hombre. Pero esto
no supone que deba dejar de lado el problema fundamental de todo pintor: los
valores, el logro formal de la obra, la justa adecuación de contenido y medios. Por
ello, Rojas comprende la necesidad de evolucionar. El último período de su
producción es francamente investigativo: ha dejado atrás el estilo narrativo para
apoyarse en una mayor sinceridad: la pintura debe bastarse a sí misma.
Naturalezas muertas, paisajes parisinos y estudios como «En el Balcón»,
«Muchacha vistiéndose» y «La Lectora», o enrumban hacia la modernidad.
Rojas es nuestro primer artista en comprender la significación del
Impresionismo. No tardará en recibir la moderada influencia de este movimiento.
Es un momento en que el arte europeo está abocado a una revolución del
lenguaje.

Aturo Michelena

Arturo Michelena fue un artista venezolano de mayor éxito en su tiempo. Su


carrera se consume brevemente, sin embargo; en su obra, precipitada y llena de
altibajos, reconocemos tanto al dibujante genial, al pintor de facilidad prodigiosa,
como sentimos el empeño de realizar un trabajo académico cuya laboriosidad
restaría impulso a la naturaleza espontánea de su temperamento.
Nacido en Valencia, en 1863, dio muestra desde su niñez de ingenio y obsesiva
voluntad de estudio, cosa que afortunadamente, alteraron sus padres. Pero fue
sólo en 1883, año que realiza su primer trabajo importante; el cuadro histórico
titulado «La Entrega de la Bandera», expuesto en el Salón del Centenario, cuando
Michelena logra atraer la atención sobre su obra.
Tras una frustrada promesa de beca, logra viajar en 1885 a París. Inscrito en la
Academia Julien Michelena encuentra a Jean Paúl Laurens un maestro
comprensivo y generoso. Sus éxitos en el Salón de Artista Franceses, donde
expone desde 1886, no se hacen esperar. En 1887 recibe la distinción Fuera del
Concurso la más alta que se otorgaba a un artista extranjero, por su lienzo «El
Niño Enfermo», actualmente extraviado. En la Gran Exposición Universal de
París, que se celebra en el marco de la inauguración de la torre Eiffel, Michelena
obtiene una Medalla de Oro por su cuadro sobre la muerte de Carlota Corday.
Tales triunfos repercuten en Venezuela, y en 1889 es recibido con honores de
héroe. El pintor es aclamado en Valencia y Caracas (como antes sólo lo fuese el
mismo Bolívar). Michelena va a convertirse en el hijo mimado de la sociedad que
quiere hacer de él su retratista oficial. Sucumbirá, sin embargo, a los encargos,
mientras realiza obras ambiciosas, de gran formato, en el género histórico, dentro
del cual llegará a ser el más notable continuador de la obra de Tovar y Tovar.
La obra de Michelena ofrece diferentes facetas que responden a las tendencias
del gusto dominante de la época que este artista, más que ningún otro en
Venezuela, reflejó cabalmente, por ello, es una obra que se resiente de los riesgos
de la versatilidad, a veces complacencia y amanerada, de su gran talento. Veamos
su evolución: Durante la época realista de París, estudiando con Laurens o ya
egresado de la Academia Julien, realiza obras de espíritu audaz, en las que sabe
unir la corrección de la factura a la libertad de ejecución; tales obras serían: «El
Niño Enfermo», «La Caridad» o el soberbio retrato ecuestre de Bolívar que se
encuentra en la Asamblea Legislativa del Estado Carabobo. En «Carlota Corday»
dirigiéndose al cadalso de tendencia realista resulta exacerbada; el ensayo de
reconstrucción histórica desmerece ante una composición figurativa
excesivamente teatral en la obsesión por lograr la instantaneidad del episodio
descrito.
En los cuadros de género, donde los temas son episodios de la historia
universal o nacional, Michelena pone en juego una imaginación viva y una
sensibilidad para producir escenarios al aire libre en ambientes de movimiento
vertiginoso que producen asombro en el público de los salones, tal como pudo
apreciarse al exhibirse en el Salón de 1891 el cuadro Pentesilea, el más ambicioso
de cuantos pintara Michelena. Los escasos paisajes de éste nos muestran,
igualmente, a un fino observador de la naturaleza, si bien no parecía interesarse
en pintar al aire libre. Cabe apenas mencionar que dentro de una vasta producción
retratista, es necesario recorrer que algunos retratos infantiles del último período
de Michelena, entre 1892 y 1898, son los más bellos que hayan pintado artístico
venezolano alguno.
Pero un sino trágico se cierne sobre el destino del realismo académico. Rojas
fallece en 1890, y Michelena en 1898, ambos victimas de la tuberculosis. Arturo
Michelena acababa de cumplir 35 años.
El CÍRCULO DE BELLAS ARTES Y TRADICIÓN MODERNA DEL PAISAJE

El círculo de Bellas Artes asume la responsabilidad de revelar al realismo


que comienza de siglo, sobre todo después de la muerte de Michelena, daba
señales de decadencia. La pintura histórica y literaria en la cual ponían énfasis
todavía a comienzos del siglo los concursos de la Academia. Iba a ser rechazad
violentamente por los jóvenes más enterados de los recientes movimientos de la
pintura europea. Manuel cabré, (1890) A. E. Monsanto (1890-1947), Leoncio
Martínez (1889-1941), Carlos Otero (1889-1977) y otros jóvenes pintores
encabezaron en 1909 una protesta contra el status docente, tomando como
pretexto la designación de que había sido objeto Herrera Toro para dirigir, en
reemplazo de Emilio Mauri (1855-1908), la Academia de Bellas Artes, ya para
entonces Leo (Leoncio Martínez) y jesús Semprum, asumiendo la defensa de los
peticionarios, señalaban en artículos de periódicos y revistas la mediocridad y
falta de ambiciones en que transcurrían las actividades de aquel centro de
enseñanza. La huelga, que elevó un plan de reforma hasta el Ministerio de
Institución Pública, no condujo a nada, y los estudiantes, negándose a seguir
asistiendo a los talleres, se conformaron con poner en práctica las medidas
renovadoras que se deseaban para la Academia. Así fue como se gestó el brote
inicial que el 2 de agosto de 1912 conduciría a la instalación del Círculo de Bellas
Artes, «Organización fundada, según Fernando Paz Castillo, para combatir la
enseñanza extremadamente pobre de la Academia». Tal vez los objetivos tenían
un mayor alcance, puesto que rotos los nexos de la Academia, se trataba de
orientar las actividades artísticas – asumiendo la dirección de ellas- en dos
sentidos: la creación y divulgación. El Círculo estableció su sede en un local
abandonado Teatro Calcaño, cedido generosamente por el ingeniero Eduardo
Calcaño Sánchez; allí se formó un taller libre, sin profesores ni limitaciones
estéticas, donde los miembros asistentes abonaban los costos ocasionados por
los materiales ye l pago de la modelo. Para divulgar el trabajo realizado se crearon
los Salones del Círculo, que organizaban anualmente con gran libertad Monsanto
y Cabré. Entre 1913 y 1916 se realizaron en total tres salones «sin premios ni
medallas». En 1912 había circulado una hoja impresa con el programa del Círculo
de Bellas Artes; puede deducirse de su lectura que éste no constituía una
organización de grupo, que correspondiese a determinados estatutos o normas,
como suele suceder en la asociación artística. En efecto, se decía en el programa,
«pueden pertenecer al Círculo de Bellas Artes todos aquellos que por amar a la
belleza eleven su espíritu sobre el nivel común de las gentes. Quienquiera,
profesional, estudiante o aficionado, tendrá franca acogida en el seno de la
Asociación sin que se lo impidan el estar inscrito en otro grupo, Academia, Ateneo
o escuelas, ni las tendencias de sus ideas en materia de arte»incluso se había
llamado a participar a los intelectuales más destacados del momento, susceptibles
de hacer causa común con los jóvenes artistas, como Rómulo Gallegos, Manuel
Segundo Sánchez, José Rafael Pocaterra, Julio Pinchart, Jesús Semprum- orador
de orden en el acto inauguración del Círculo. Más tarde ingresarían Fernando Paz
Castillo y Enrique Plachart. De estos tiempos data un fructífero acercamiento entre
escritores y artista que buscaban, mediante la compresión mutua de sus
actividades, un apoyo para defenderse de la inquebrantable apatía en el que
régimen despótico de Juan Vicente Gómez había sumido la vida cultural y política
del país.

Etapas del Círculo

Pueden estudiarse en la obra del Círculo de bellas Artes dos etapas claramente
definidas: la primera abarca de 1909 a 1918 y se caracteriza por ser un período de
búsquedas durante el cual sus pintores se libran de la influencia del realismo de la
Academia y comienza a indagar por propia cuenta, aplicando algunos principios
del impresionismo y pintado al aire libre. Ciertos paisajistas como Federico Brandt
(1878-1932) ensayan una aplicación muy personal de la técnica puntillista. Entre
1918 y 1919 se encuentran de paso en Caracas dos impresionistas: Samys
Mützner y Emilio Boggio. Por otra parte Reverón y Monasterios, que han estado
en España largo tiempo, traerán a Venezuela la influencia de Zuloaga, Sorolla y
Regoyos.
La segunda etapa corresponde a la afirmación y madurez y ésta marcad, en un
comienzo, por la huella que dejaron en la pintura venezolana Samys Mützner
(1869-1958), Nicolas Ferdinandov (1886-1925) y Emilio Baggio; concluyen a
finales de la década del 20. Desde el punto de vista de su aportación el arte
venezolano los años comprendidos del 20 al 30 fueron los más significativos en la
historia del Círculo de Bellas Artes. Los siguientes se refieren más que a la historia
del Círculo, a la evolución trazada por la obra de sus principales representantes,
en un sentido personal.
Una de las premisas del Círculo de Bellas Artes fue el rechazo de las técnicas y
motivaciones que habían prevalecido en la pintura venezolana de fines de siglo.
De acuerdo con esto puede decirse que el Círculo respondió a un programa, si
bien éste nunca fue tan bien definido en la teoría como en la práctica. Aun más: se
careció de una teoría. En énfasis fue puesto en la pintura al aire libre y en todo lo
que se derivó de la negación del realismo y la tendencia dominante de utilizar un
una paleta de tonos, luces, oscuros y grises, como la que se empleaba en el taller.
Los jóvenes iban a valerse más libremente del color, y se trató de estudiar su
empleo más adecuado de acuerdo con la experiencia a que se fue llegando en la
observación directa de los tonos, luces, sombras, y valores, tal como estos
elementos se ofrecen en la naturaleza, y en la medida en que se trabaja al aire
libre. Ello implicó, como había sucedido en Francia, el desprecio de la literatura la
anécdota como fuentes de inspiración; tanto menos un artista se apoya en la
anécdota cuando más tiene que apelar a los recursos de la pintura misma. Al
inclinarse a preferir una temática literaria o histórica, el realismo del siglo XIX
desvió a la pintura del carácter profundamente visual que ella siempre tuvo,
incluso en los tiempos en que los artistas se basaban en la anécdota y en los
temas literarios. La corrupción de la lectura de un cuadro, y por la tanto la
corrupción del gusto artístico, en general, es un fenómeno que se acentúo en el
mundo de las últimas tres décadas del siglo XIX. Algo parecido ocurrió en Caracas
en relación con los cambios que tuvieron lugar en Francia y Europa con el
impresionismo. Había que devolver a la pintura su base sensorial, a costa de
perder su elocuencia, para cautivar al público, es decir, las razones mismas del
éxito. Surgieron así, entre los pintores de Caracas, los temas anónimos en los
cuales se encontró ahora un pretexto para hacer del cuadro nada más que un
cuadro; éste no sería en adelante una referencia topográfica que enmarcaba un
hecho extraído caprichosamente de la Biblia de la historia; la pintura, sin renunciar
a la naturaleza que se observó ahora con mayor atención que antes, con el
cuidado extremo que nunca se había puesto en ella, el pintor lentamente se
aprestó a modificar los datos de la realidad para llevarlos a la pintura con el
propósito de ser más fiel a las exigencias de su propia expresividad.
El colorido se usó a partir de la elección de los impresionistas, sin acudirse a
fórmulas ni recetas, sino volviéndose obediente a lo que cada pintor buscaba
individualmente a partir de la observación directa de la naturaleza, en la que con
facilidad podían comprobarse los problemas ya estudiados por los impresionistas:
la coloración de las sombras y la impresión de avivamiento de los colores por
efecto de la yuxtaposición de los complementarios, la mezcla óptica que se
obtenía en la retina por visón del color de la tela, preferiblemente a la mezcla de
los colores en la paleta, etc. El paisaje del trópico fue en definitiva el gran maestro.
Aunque en un comienzo algunos integrantes del Círculo habían dedicado sus
esfuerzos retrato y la pintura de género, como M. Cabré y F Brandt; aunque la
naturaleza muerta siguió siendo para pintores como M. Castillo y Brandt mismo un
tema de incansables elaboraciones, hay que decir que fue el paisaje la temática
que mejor definió la orientación principal de los pintores del Círculo de Bellas
Artes.
Dentro del paisaje podemos estudiar dos fases que corresponden
cronológicamente a las etapas de formación y madurez de los pintores del Círculo.
En la primera fase se advierte entre los paisajista que trabajan preferentemente
sobre motivos del valle de Caracas una tendencia a hacer énfasis en el problema
específico del color sobre la identidad del motivo, y en la forma cómo la luz actúa
sobre el paisaje. Este es un planteamiento más característico del expresionismo
que del impresionismo, y gracias a él puede decirse que el artista se expresa a sí
mismo afectivamente cuando elige un determinado aspecto de la realidad para
establecer a través de la pintura un vínculo sentimental con él. Un ejemplo
característico de esta primera manera son los países y figuras de la época azul de
Reverón, también los paisajes de Caracas pintados por Cabré antes de 1920; la
pintura sobre temas caraqueños que Brandt realizó entre 1914 y 1920 bajo la
influencia de Mützner, e incluso las que pinto a final de su vida aproximándose al
dramatismo dibujístico de Van Gogh, tipifican una tendencia general de los artistas
de este período a un expresionismo cromático que está lejos de plantearse
radicalmente en los términos en lo que hicieron los grandes expresionistas del arte
moderno. Pero oponemos esta tendencia a la que se inicia entre los pintores del
Círculo, llegados éstos a su madurez cabal, a partir de los años treinta, por ser
esta ultima tendencia mucho más fiel a la realidad tomada como motivo del cuadro
y no como mero pretexto. Las obras de Manuel Cabré y Pedro Ángel González,
máximos exponentes del paisaje del Ávila, son las que mejor caracterizan a la
evolución final de las búsquedas del Círculo de Bellas Artes a favor de la
representación de la luz y de la atmósfera exactas del motivo captado. El fin es
también aquí no representar a la naturaleza tal como es, sino servirse de un tema,
que puede ser reconocido en el cuadro, para realizar una pintura que responda a
sus propios e intrínsecos valores.

Armando Reverón

Armando Reverón fue el más individualista y original de los artistas del Círculo de
Bellas Artes. Podría decirse que encarnó en su tiempo al artista rebelde en obra y
acción. De acuerdo con esto, su pintura tiende a romper todo vínculo con la
tradición del paisaje vernáculo, tal como llegó a practicarlo el resto de su
generación. Ruptura que corre paralela con una profunda voluntad de aislamiento,
la soledad, sin la que, por otra parte, no se explica su obra. Estamos ante un
artista en quien la vida resulta tan significativa como la obra que ella ilumina y
explica más allá de una simple correspondencia documental efectiva.
Sin embargo, por estilo pictórico, Reverón es un artista figurativo dentro de la
tradición impresionista. No se propuso innovar ser autentico. Fue alumno
aprovechado de la Academia de Caracas, donde estudió entre 1908 y 1911.
Egresado de ésta, marcho a España para estudiar en escuelas de Barcelona y
Madrid y aquí es atraído vivamente por Goya, Velásquez y el Greco. Influencia
cultista que no es mayor que la reciba de la cultura popular española, del marco
de festividades en que se inscriben los sainetes, el toreo y las romerías, todo lo
cual predispone a la excentricidad de fantasioso espíritu de Reverón. De regreso
en Caracas, paso por momentos de crisis e indecisión, entre 1915 y 1918. Pintar
no le parece razón suficiente para vivir. La existencia- razona – no puede estar
exclusivamente consagrada al arte, puesto que ello implica considerar que no
pueden ser en sí misma una expresión de arte.
Reverón toma una extraña determinación. Aislarse, construir un universo
propio, individual, en el que, como el personaje Brand, en el drama de Ibsen,
pudiera bastarse a sí mismo. Levanta una suerte de castillete, fortificación con
muros de piedra y ambiente rústico de palmas y recios espacios interiores, híbrido
de choza indígena y fortín español. Ha conquistado el reino de la libertad. ¿Para
qué? ¿Sólo para pintar? No. Arte es la totalidad de la acción en que se enmarca
como comportamiento, como invención y representación de la realidad en signos e
imágenes. Arte es también su multitud de fantasma. Actor, brujo encantador de
muñecas de trapo, histrión inteligente que gusta de bromas para molestar a sus
visitantes. Pero, ante todo, un gran pintor. ¿El más original, si no el más completo,
de nuestra tradición figurativa? Esto es lo que dicen historiadores y críticos.
Es cierto que su espíritu está informado por el naturalismo heredado del siglo
XIX, en punto a técnica y temas, en la primera etapa de su obra, que dura más o
menos hasta 1920. A partir de esta fecha crea procedimientos nuevos, utiliza
materiales y soportes de su invención para adecuar si propósito a una técnica
gestualista que más tarde sería empleada por los artistas norteamericanos: el
Action Painting. Fue original en su poder para captar y revelar el curso sensible de
los fenómenos de la naturaleza, la luz como principio dinámico de la visión
atmosférica.
Federico Brandt: Intimismo y meditación de un artista solitario
Por edad, Federico Brandt Caracas, (1887-1932) era el mayor de los pintores que
integraron la generación del Círculo de Bellas Artes. Por conocimiento y
formación, el más respetado de este grupo que inicio hacia 1910 el proceso de
renovación del arte venezolano.
En su niñez y juventud había estudiado en Europa. Su temprano contacto con el
impresionismo (1903)era también una ventaja sobre sus compañeros que en la
Academia de Bellas Artes le recibirían como un maestro: «a su regreso de Europa,
escribió Antonio Monsanto, Brandt despertó gran interés en el grupo de sus
compañeros por los adelantos adquiridos; traía algo nuevo que no manejaba con
soltura; un colorido más claro, de finas medidas tintas y tonalidades frías, y en el
dibujo una técnica más noble, más limpia, definiendo con lápiz o el carbón los
valores, sin la ayuda de esfumaturas engañosas en el modelado, tratando de
dominar el conjunto de líneas del modelo con cierto estilo elegante, sin valerse de
plomadas y medidas como era costumbre en la escuela. Unos le siguieron, otros
se pusieron y lo llamaron modernista».
El modernismo en la obra de Brandt, en efecto parece anticiparse a la pintura
de sus compañeros y proviene de la influencia de Van Gogh d y de Cezanne;
nerviosismo gráfico de la pincelada que dibuja y construye simultáneamente, y que
Brandt aplicará con éxito a su estilo de naturalezas muertas e interiores. Brandt no
estaba dispuesto a buscar el éxito cómodo que le hubiera podido proporcionar un
medio poco exigente y el prestigio de su apellido. La duda sobre el valor de su arte
y la incertidumbre que generan las condiciones limitadas del ambiente en que vive,
le sumen en el escepticismo y la sociedad.
Deja de pintar durante larga temporada. Fue sólo hacia 1917, tras el estímulo
que recibe de sus compañeros del Círculo de Bellas Artes, cuando recobra el ritmo
del trabajo de su juventud. Desde entonces, las obras se suceden. Intimismo,
aislamiento y reflexión. Los motivos: la arquitectura colonial, el taller: ven pasar un
tiempo que se sucede sin prisa y sin desgano. Temas de una vocación diaria. El
bodegón con objetos de arte, la naturaleza muerta que revela sus brillantes flores
del trópico, el paisaje de techos rojos que el artista contempla desde la venta de
su taller.
La inmensa madurez de los últimos años concentra en la intimidad de sus
escenas del interior, realizadas durante los últimos años de su vida. En 1932, a
los 53 años, tras fértil y sincopada carrera, fállese este singular caraqueño.

Manuel Cabré, el paisaje como absoluto.

En la pintura, Manuel cabré representó para su generación lo que Antonio


Edmundo Monsanto en la crítica. Fue el verdadero guía para la orientación del
paisajismo de Caracas y, entre sus compañeros del Círculo de Bellas Artes, puede
considerársele como el paisajista por antonomasia. Aunque en sus inicios mostró
talento para la figura y el retrato, su agudo instinto de naturalista aparece ya en
sus tiempos de estudiante, cuando obtiene en 1908 el premio que se otorgaba en
el concurso anual de la Academia de Bellas Artes, con paisaje panorámico de
Caracas.
Desde 1910 puede seguirse su evolución consecuente con el principio de
expresar la atmósfera y la luz dentro de un clima verídico, que tiene por tema casi
único el valle de Caracas. Su sentido arquitectónico se revela inmediatamente en
su predilección por las masas de montañas y por la ordenación de ellas en planos
de alejamiento, en un sentido horizontal. Hasta 1919, cuando Boggio ve su obra y
le estimula a exhibirla, ofrecía ya el trabajo más completo de artista alguno de su
generación. En 1920 realiza su primera exposición:
«Es la primera vez que un pintor venezolano habla cara a cara al público. Allí se
mostraba con precisa valentía el desarrollo de un vigoroso artista», exclamaba con
entusiasmo inusual el crítico Enrique Planchart.
Lo que parece denominador en esta primera fase de Cabré es cierta atmósfera
expresionista que por otra parte, define también el paisaje venezolano de la
década del 20. Hablamos de expresionismo en un sentido limitado y figurado para
referirnos a un arte en el cual importa mucho el concepto de cuadro como realidad
en si misma. La pintura venezolana tendía por entonces, en estos artistas, a la
exaltación de los tonos uniformes, hacia la búsqueda de atmósferas
monocromáticas y la realidad puede así presentarse modificada por la
subjetividad. Ello prepara al pintor para asumir la libertad que sitúa a la pintura en
el reino de la poesía. Cabré, al igual que Reverón y Marcelo Vidal, se apoyaba en
una tonalidad azul, de finos y vibrantes matices de gama fría.
El paisajismo venezolano de la década de los 20 se reviste de una apariencia
de realidad densa y sugestiva que la proporciona su cercana referencia al
postimpresionismo francés. Con excepción de su obra realizada durante el
extenso período en que Manuel Cabré vivió en Francia, entre 1920 y 1931, y de
unos cuantos paisajes pintados en Los Andes venezolanos, al comenzar los años
40, toda su obra tiene por tema, como un gran ritornello, el valle de Caracas.
«El Ávila son los amores de Cabré, y ha llegado a poseerlo», escribió
jaquetonamente el satírico Leoncio Martínez, en 1915. Desde entonces es poco lo
que, temáticamente hablando, ha cambiado en le universo de Cabré. Pero este
monotematismo no debe interpretarse como falta de imaginación. El enfoque, el
tratamiento, la profundidad determinada por el grado de iluminación y el tiempo,
incluso la selección cromática, de tonos más o menos acusados, varían de una
obra a otra, y se pasa del estatismo horizontal a los ondulantes ritmos que
proveen las vastas planicies cultivadas de los valles de Caracas. Lo que no varía
es el grado de verosimilitud respecto al espacio tradicional, aunque el sentimiento
se intensifique, o aún si el artista se mantiene emocionalmente alejado del objeto,
hasta ese punto en que el Ávila puede ser avistado como una soberbia catedral.
Tuvo razón Fernando Paz Castillo, nuestro gran poeta y miembro de la
generación del Círculo de Bellas Artes, cuando escribió:
«Cabré pinta el Avila con la sobriedad alcanzada en muchos años de intensa
labor; no se queda sólo en la apariencia del color, sino que penetra en su
armazón, hasta el vértigo de sus líneas quebradas, retorcidas en el esfuerzo
gigantesco de mantenerse erguido, imponente centinela de las tardes caraqueñas.
Y parece que el cerro es un organismo vivo, dotado de vida ingente que le sale de
adentro, una vida ansiosa de adelgazarse con el ímpetu creciente de un árbol, una
vida muscular y recia que se revela en el vigor de sus líneas y en lo violento, a
veces, de sus colores».

Rafael Monasterios: visionario del color

Haber elegido la carrera de pintor fue accidente más en la vida de Rafael


Monasterio, barquisimetano nacido en 1884. Así como fue un accidente el hecho
de que muy joven se hubiese enrolado a los montoneras que combatían o
pretendían combatir (naturalmente sin éxito) al gobierno de Cipriano Castro.
También por accidente Monasterios se incorpora a la compañía de un circo que
recorre los pueblos del interior de la república. Entre la bohemia y la insurgencia,
mientras se gana la vida pintado los córteles de presentación de un circo,
Monasterios descubre su vocación de pintor. Vocación un tanto tardía, pues es
sólo a los 23 años cuando llega por primera vez a Caracas para inscribirse en la
academia de Bellas Artes.
Aquí conoce a Reverón y Monsanto, en adelante sus amigos inseparables. Si
hacemos abstracción de un viaje de estudios en España, entre 18910 1914,
ningún episodio excepcional desvía en adelante el curso de esta existencia
sencilla, saludable y tierna en cuya pupila pareciera ir ahondándose cada vez más
una nostalgia profunda de la región nativa. Monasterios es el más nativista de
nuestros pintores. ¿ero esto no significa que no sea universal? Ciertamente, sería
inexacto atribuir a una expresión local una imitación en cuanto al alcance de su
lenguaje para hablarle a la sensibilidad humana. Siendo por naturaleza un
colorista, Monasterios es un pintor de lenguaje universal.
La pureza de sus medios se combina en su obra con la voluntad expresiva que
rechaza todo lo que no es esencial a una imagen poética de la realidad. El
localismo es, así pues, una noción inherente a la universalidad, en el caso de
Rafael Monasterios.
No hay pintura de Monasterios que no éste vinculada directamente a la vivencia
interior del sentimiento que le inspira el objeto, a menudo un paisaje, que pinta del
natural.
Expresionismo poético, con este término podría definirse su estilo. Porque la
visión captada del natural siempre está afectada por el sentimiento interior que
transforma el dato recibido por efecto de ese mismo sentimiento.
En este sentido, fue uno de nuestros pintores más humanos. Como Rafael
Ramón González y Cesar Prieto es un hombre de la provincia; para él la
experiencia está sembrada en enefecto que se siente por los lugares donde han
vivido o en los cuales está de visita. Y si prefiere vagar por todos los rincones del
país en busca de temas para sus cuadros es porque la pasión misma del
encuentro del lugar constituye el móvil del cuadro que va a pintar. Pintar e s vivir.
Y así como pinta del natural esforzándose en captar las modificaciones que la luz
introduce a los colores, la naturaleza no le ofrece sino lo que está ya en él mismo,
como si pintar fuera un indagarse interiormente, en el territorio que la emoción. El
paisaje generoso que le suministra la imagen en él mismo resulta así, en
compensación, embellecida cándidamente por su condición de poeta.
Rafael Monasterio Fallece en su región natal, en santa Elena, barrio aledaño de
Barquisimeto, en 1961. Su destino de había cumplido. Sin haber alcanzado el
éxito económico que nunca procuro conseguir con su obra, tuvo sin embargo la
satisfacción de hallar el reconocimiento final.

Cesar Prieto y la luz como estructura del paisaje

A despecho de una especie de condena al olvido que pesa sobre él, cesar
Prieto será recordado como uno de los artistas más completos del Círculo de
Bellas Artes y como un paisajista innato. Procedente de Santa María de Ipire, en el
Estado Guarico, donde nació en 1882, fue el primero en su generación en
inscribirse en la Academia Bellas Artes de Caracas, en tiempos de Emilio Mauri.
Aquí lo encontró el crítico Enrique Plancardt, quien dijo de él:
«Prieto era seguramente, de nosotros, el más antiguo que conoció la vieja
Academia, sin embargo había evolucionado en cierto modo en forma paralela y
muy cercana a la de los que se mantuvieron en Caracas; había aprendido a ver
nuestra naturaleza, a sentir con plena delectación el canto de nuestros pueblos,
con sus calles solitarias y llenas del sol y la extraordinaria transparencia de
nuestra atmósfera».

Su aspecto de hombre provinciano y rudo, que recordaba la figura de un llanero


de Páez, concuerda en todo con el carácter aparentemente primitivo y rústico de
su arte. Prieto parecía Haber oído el consejo de Carot:
«Que sólo el sentimiento os guíe… vale más no ser nada que ser eco de otros
pintores. En la naturaleza, buscad primero la forma; luego, los valores o la relación
de tonos, el color y la ejecución; y el todo sometido al sentimiento que hayáis
experimentado».
Prieto se muestra, por eso, como alumno de la naturaleza y esto lo dotó de un
raro espíritu de observación, que ejercita a diario mientras trabaja del natural, y
que lo lleva a traducir la realidad a un paisaje constructivo y luminoso.
Ninguna obra, ni siquiera la de Rafael Monasterios, se ha repartido con tanta
generosidad en la vasta e índole geografía venezolana.
Pero este hombre despectivo y huraño, que hasta 1950 no había podido viajar a
Europa y que prefirió la vida más anónima, se nos revela en su pintura como un
intuitivo genial.
En su técnica de puntuaciones finas, ala manera neo-impresionista, se ha
pretendido ver la influencia del pintor francés Georges Seurat, cuya obra
reproducida en grabado. Prieto por supuesto conocía, pero esta relación ¿resta
mérito a un extraordinario talento de colorista que no podía aplicarse más que a
una realidad como la nuestra, cuya luminosidad él revela con un grado de
penetración científica que solo encontramos en Reverón?
Como Reverón, Prieto es el pintor de la luz, de la luz intangible y corpórea
simultáneamente, de la luz capaz de hacernos sentir el cuadro como una realidad
en moviendo. Como Reverón, Prieto es también un maestro de los blancos y de
sus oposiciones conjugadas, en el extremo de las sombras violetas que
lentamente entablan una lucha con el principio contrario de la luminosidad,
siempre naciente.
Cesar Prieto, el llanero el artista de la vida más anónima, cesar Prieto, el
trashumante, el «cometa», como le decían sus compañeros, murió
silenciosamente, en la misma forma en que se había dado a conocer en la vieja
Academia de Caracas, en 1976.

Marcos Castillo: la audacia de la modernidad

De haber nacido treinta años antes, y no en 1897, marcos Castillo hubiera sido
al igual que Cristóbal Rojas un enamorado de las calidades de los bodegones
clásicos, un admirador de los pintores holandeses que hubieran podido detenerse,
con satisfacción, en los brillos y en los brillos y en las transparencias de la materia
imitada por el color. Por esto, Marcos Castillo fue un intimista, como lo fue en
cierta medida su maestro Cristóbal Rojas, y si, como éste, Castillo desborda el
género interior o la naturaleza muerta es porque su talento sabe generalizar y
obtener soluciones que involucran a la arquitectura, al hombre y al espacio. El
color en Marcos Castillo se reviste de una cualidad subjetiva nueva en la pintura
venezolano, siguiendo a un instinto plástico que proclama su libertad.
Es cierto que Castillo podía hacerlo todo. Podía adoptar, cuando lo deseaba, la
técnica de los maestros del siglo XIX. Las cosas siempre le salían bien. Pero
repudiaba una objetividad esclavizada por los datos sensibles de las cosas. Por
eso, amando la subjetividad, se propone alcanzar la extrema pureza de los
colores.
Marcos castillo, el gran pintor caraqueño, sigue una técnica que consiste en
hacer abstracción de ella, que consiste en un aprendizaje continuo, mientras
experimenta con seguridad. Vive bajo el fuego lúcido de la pasión de pintar. Es, a
la vez, sensitivo e inteligente y como Hennri Matisse es capaz de dilucidar su
experiencia y de expresarla mediante el lenguaje oral o escrito. Ninguno de
nuestros maestros fue más visual, más atento a la observación de los valores y el
color locales para traducirlos plásticamente, sin esfuerzo en la tela. Como
estudioso de la correspondencia entre pintura y realidad, entre lo observado y los
procesos de plasmación de la imagen vista de la naturaleza, Castillo se reveló
como un artista sumamente riguroso, como un espíritu constructivo, por la vía de
Paúl Cezanne, pintor francés de quien el nuestro derivó más de una lección.
Pero en tanto que artista sensible, dominado por la necesidad interior, Castillo
aparece como un pintor de la clase de Metisse o de Bonnard, sutil y sensualmente
decorativo, informal y espontáneo hasta saber traducir la ligereza volátil de la
simple impresión o de la marcha cromática.
Castillo, que había estudiado la obra de Cristóbal Rojas, abordó con espíritu
atrevido todos los géneros, incluido el retrato realista, pero fue especialmente en la
naturaleza muerta donde obtuvo mejores resultados; y por eso puede ser
considerado como el último gran representante de una tradición en la que habían
destacados pintores como el propio Cristóbal Rojas, Rivero Sanabria y Federico
Brandt.

Pedro Ángel González y la Escuela de Caracas

El paisaje venezolano después del Círculo de Bellas Artes tiende a una óptica
precisa, parecida en algunos casos a la óptica fotográfica; con ésta se trata de
definir nítidamente la naturaleza visualizada, porque la iluminación del trópico es
entera y pareja, y no coloca entre el objeto y el ojo más que una transparencia
cristalina. De este modo, el artista aspira a ser sincero en su actitud frente a la
realidad adoptada casi siempre una técnica reproductiva.
Manuel Cabré, a quien ya nos hemos referido, es el creador de este método
bajo el cual el paisaje iluminado uniformemente se nos muestra en cualquier
circunstancia bajo una absoluta completud, donde todas las formas quedan a la
visita y la luz sustituye a la atmósfera.
Método concluyente que tendrá un intérprete excepcional de Pedro Ángel
González.
Nacido en la Isla de Margarita en 1901, pedro Ángel González es el más típico
exponente de la llamarada Escuela de Caracas. Para su generación representó lo
que Manuel Cabré para el Círculo de Bellas Artes. Y sin duda, González quien se
estableció en Caracas en 1916, significó a lo largo de su fecunda obra, el punto
culminante de una estética del paisaje panorámico. Es lógico que, por esto mismo,
puede considerársele el más científico de los pintores de su generación; sabiduría
de cronista y crítico de los problemas técnicos de la pintura tradicional que hizo de
Pedro Ángel González el mejor conversador que dio el arte venezolano.
Su mayor afinidad técnica la tiene, por supuesto, con Cabré. Como esté,
González evolucionó hacia el paisaje de gran amplitud atmosférica donde la
luminosidad es el problema principal.
Alumno de la Academia de Bellas Artes, fue testigo de acontecimientos
decisivos para su futuro, con la exposición de Emilio Boggio, en 1919, y las últimas
reuniones de trabajo del Círculo de Bellas Artes, pero no fue sino hasta 1920
cuando entró en verdadero contacto con el grupo de A. E. Monsanto. Este
ejercería gran ascendiente sobre González, al punto de que también como
Monsanto, González toma la decisión de no pintar más, hacia 1925. Diez años
más tarde se convertiría en el fundador de la primera cátedra de grabado en metal
que reseña nuestra historia docente. González es un trabajador del tiempo, que el
ve reflejado en la luz:
«Si el paisaje que comienza a pintar con buen luz de pronto se nubla, nada
puedo agregar a mi cuadro, vuelvo al día siguiente», dijo González para explicar
su método de pintar al aire libre. La presencia del motivo, observado a una hora
determinada bajo la luz solar, resulta así rigurosamente necesaria y éste ha sido el
método de toda la vida de González. Él sólo podía pintar del natural.
Pero si su obra es esmerada, esto no quiere decir que sea un perfeccionista a
la manera de Federico Brand. Pintar a escala de la naturaleza supone que el
espectador que mira el cuadro debe situarse a cierta distancia de éste para poder
globalizar la escena del mismo modo que ocurre en la realidad. Por tanto, más que
fijar detalles, se trata de dar las impresiones con las cuales puede organizarse la
percepción de las cosas, ya que el punto de vista del que ve el cuadro viene a ser
el mismo adoptado por el pintor realizarlo.
También como Cabré, podemos decir que González fue un arquitecto del
espacio, a quien atraían los aspectos urbanísticos de apariencia colonial, que el
sabía despojar de toda afectividad o intimismo para trasladarlos a una dimensión
monumental, abierta como toda su obra a lo rotundo y nítido. Su obra está
inspirada casi totalmente en el valle de Caracas. González elige puntos de vista
distantes, conforme a su intención de ampliar el horizonte espacial, de abajo hacia
arriba, hasta que la poderosa imagen del Ávila aparece antes nuestros ojos, como
protagonista de la obra.
En el trópico sucede que la transparencia de la atmosfera nos permite descubrir
los planos alejados con la misma nitidez que los cercanos, fenómeno perceptivo
que no ocurre en otras latitudes. La historia del paisaje venezolano, desde Tovar y
Tovar hasta nuestros días, no es más que la historia del esfuerzo para adecuar la
técnica de la pintura al aire libre a una representación, a una imagen que sea por
su grado de veracidad fiel el todo a la naturaleza vernácula.
González constituyo un hito, un pilar, de esta historia y de él podría decirse que
es uno de los pintores de la Escuela de Caracas que ha ejercido, por su obra y su
ejemplo, mayor influencia sobre el paisajismo de las ultimas décadas.
Su muerte, acaecida en marzo de 1981, nos ha desprendido de uno de los
testigos lúcidos y apasionados de nuestro arte moderno venezolano.
V
LA PINTURA EN EL ESTADO ZULIA
1
Hace más de medio siglo vivía en Maracaibo un pintor meritorio cuya obra
parecía condenado al olvido. Fue un artista que gozó de prestigio en si época y
que, en cierto modo, sigue siendo el representante más notable de la pintura
zuliana tuvo en las tres primeras décadas del siglo XIX: Julio Arraga.
Tal como podría apreciarse en las obras de Julio Arraga y en las de un
contemporáneo suyo de nombre Manuel Ángel Puchi Fonseca (1817-1947), la
ciudad de Maracaibo conoció en el transcurso de las décadas que van de 1880 a
1920 una rica e intensa vida cultural, de la que nos han quedado testimonio
elocuentes en literatura, el periodismo y las artes.
Uno de estos testimonios, tal vez el más cosmopolita en el campo artístico, lo
constituye indudablemente la obra de Julio Arraga. Obra que surgió estimulada por
las inquietudes progresistas de la sociedad liberal de los tiempos de Guzmán
Blanco, y que expresó en una visión personal del mundo a través de la técnica
impresionista que, adelantándose a sus coetáneos, Arraga difundió partir de
1910.
Julio Arraga nación en Maracaibo en julio de 1872. su padre de profesión
carpintero le había trasmitido las primeras nociones de dibujo y de talla en
madera. En 1882, recién creada en Maracaibo la primera Escuela Normal de
dibujo, el joven aprendiz entró a este plantel donde recibiría clases del profesos
italiano Luis Biacinetti y del arquitecto zuliano Manuel S. Soto.
En 1896, ya egresado de la academia y consagrado a la pintura de temas
históricos, pudo viajar a Italia con una pensión del Estado. Su primer contacto con
el impresionismo data de esta época. Junto a su compañero de viaje Puchi
Fonseca, Arraga permaneció en Europa por espacio de un año. El aspecto
lacustre de Venecia, sus canales y, sobre todo, sus grandes paisajistas del siglo
XVIII, despertaron en él los recuerdos que observaba del puerto de Maracaibo, y
esta impresión influiría notablemente en el futuro del paisajista zuliano.
Realista en sus primeras tiempos, Julio Arraga se hizo sentir en el ambiente
artístico del Zulia desde su congreso de Italia a través de una incesante actividad
que iba a iniciarse con encargos de pintura histórica y religiosa que recibía del
estado y la Iglesia, como también por su participación en los salones regionales de
arte desde 1886 se presentaban anualmente en Maracaibo.
Arraga y Puchi Fonseca fueron los grandes animadores y promotores de la
actividad artística en Maracaibo. A ellos se debió la creación del Círculo Artístico
del Zulia que, emulando al Círculo de Bellas Artes de Caracas, se establece en
1916. La nueva asociación, junto a la academia privada que fundó Arraga en el
Zulia, contribuiría en mucho al estímulo de los nuevos valores que se consagrarían
a la pintura.
Luego de un frustrado intento de presentar su obra en Nueva York y atrás haber
conocido al pintor impresionista Samys Mutzner en Maracaibo, Arraga dedicó los
últimos 20 años de su vida, a partir de 1915 – los más fértiles de su carrera – a
trabajar incesantemente en la pintura de paisajes, realizando con este propósito
varias giras por los Andes venezolanos, que le permitieron enriquecer el aspecto
temático de su obra.
Aunque a partir de 1920 la actividad artística decayó en Maracaibo, Arraga
continuó trabajando de manera silenciosa en su empeño de hacer del
impresionismo una técnica personal, que pudieran servirle para traducir a ella su
poética y subjetiva visión de la naturaleza. Por esta vía, cuando en vida misma su
nombre comenzaba a ser olvidado, Arraga fue creando una obra de gran
diversidad de temas y profundo sentido de observación de la atmósfera y la
luminosidad. El movimiento que supo imprimir a la composición con varios
personajes, la densidad vibrante y rica de matices de su empaste y el interés
humano que lo determinó a elegir sus temas en la vida diaria, son valores que
comunican a su obra paisajística no sólo valor estético, sino también un carácter
de crónica y documentos sin el cual no se explica la revalorización de que ha sido
objeto esta notable paisajista.
Pero Maracaibo no es ciudad de paisajista. A diferencia de Caracas, la capital
zuliana no está asentada en una topografía que los contrastes y matices, en luz y
forma, que el valle del Avila proporciona al ojo de sus paisajistas. El pintor que
basa su trabajo en la observación del natural no encuentra a menudo, en las
regiones planas y uniformemente iluminadas, una motivación que, por su
estructura dinámica y su colorido variado, resulte bastante atractiva para
desarrollar una búsqueda, un estilo pictórico. Julio Arraga es en la historia de la
pintura zuliana una gran excepción. Pero, aparte de que tuvo que crear sus
propias condiciones de trabajo para pintar del natural, Arraga no dejó escuela y
tampoco tomó nada de sus antecesores, dado que Maracaibo careció de una
tradición pictórica durante el siglo XIX. Curiosamente, la inmensa actividad
artística que se concentró en el Zulia en las dos primeras décadas del presente
siglo, no derivó en un movimiento como el que surgió del Círculo de Bellas Artes
de Caracas, en 19912 y 1920. La explicación puede hallarse en el hecho de que la
pintura moderna estuvo estrechamente ligada a la existencia de expresiones
paisajistas. En Maracaibo, excepto en la obra de Arraga y Puchi Fonseca, no se
dieron estas condiciones favorables. No hubo aquí, tampoco, en el mejor sentido
de la palabra, una academia de pintura. Es obvio que la hegemonía cultural que
detentó siempre Caracas absorbió a los talentos de la provincia, cuyo éxodo
terminó asimilándoles a las corrientes artísticas de la metrópoli. El arte fue hasta
hace dos décadas un lujo que sólo podía darse en Caracas. La provincia llegó a
jugar papel subalterno o tuvo que delegar en sus artistas nativos, instalados en la
capital, una representación que se ejercía desde Caracas, a través de
manifestaciones institucionalizadas. En Maracaibo, la comunidad de lo que
pudiéramos llamar una tradición pictórica se interrumpe hacia 1930. Hubo que
esperar hasta bien entrada la década del 50 para encontrar el germen de un
movimiento nuevo, de una escuela. La nueva etapa que comienza a vivir el arte
zuliano a partir de entonces es de signo contemporáneo y se caracteriza por si
casi absoluto desprendimiento de la tradición y por la ausencia de los valores
académicos. El arte zuliano va a desvincularse por completo, en lo técnico y en lo
temático, de la experiencia plástica del resto del país, y notablemente del
movimiento de Caracas, de cuyo vasallaje ha logrado independizarse. El rechazo
de referencias, modelos y patrones, que caracteriza a otros aspectos de la
zulianidad, conduce al artista de esta región a un aislamiento no sólo con respecto
a la cultura nacional, sino también, aun más, en relación con el propio medio, que
no parece ofrecerle, en el pasado, más que dos o tres mitos. Puede decirse que
todo arte zuliano de hoy se base en la ausencia de tradición, moderna o antigua.
Por eso, sus manifestaciones se revisten de un Alor autóctono y señalan hacia un
camino paralelo al de arte de otras ciudades como Caracas.
No hubo, así pues solución de continuidad entre el paisajismo de ayer y la
figuración de hoy, la cual, a falta de antecesores, confiere a sus representantes el
rango de maestros. Se ha originado, de este modo, a partir de condiciones
heroicas, lo que podríamos llamar un arte a-culto, o sea, un arte en el que han
importado más las relaciones del artista con el medio, humano y visualmente
hablando, que sus relaciones con las formas de arte recibidas de la educación o la
escuela; se trata de un arte de universos personales, lo que hace que el artista
zuliano sea normalmente un autodidacta- aun en los escasos en que éste asistió a
las escuelas de arte, ya de por sí bastante mediadores.
Los años 60 marcan el filo de la aparición de la pintura zuliana. La nueva
figuración y el arte popular(o naif) son sus manifestaciones principales por sus
caracteres locales e identidad temática. En cuanto al arte popular, no es un
término suficientemente preciso para englobar un fenómeno complejo que, al
parecer, tampoco se presta a ser encasillado bajo una designación que, como la
ingenuismo, no deja de abrigar para muchos una intención despectiva o comercial.
Arte marginal a las categorías institucionalizadas, a la vanguardia y a las
producciones de escuela. En todo caso, arte ligado a las vivencias campesinas,
como sucede con Rafael Vargas (1915), quien recobraba de su propia torpeza los
signos de un estado de gracia. Emerio Darío Lunar (1940), sobre quien se hace
recaer un primitivismo que no alcanza a explicar, como término, el grado de
lucidez ejercida en un terreno completamente arbitrario, de un artista
evidentemente arraigado en la tradición popular, a la que se remonta sus
comienzos en Cabimas. Como Arraga, el falconiano Natividad Figueroa (1915)
establecido desde joven en Maracaibo, entra en la estirpe de los poetas y
visionaros, es decir, de los artistas que se apoyan en la realidad para eximirla de
presentarla a nuestro ojos tal como ella es. Poetas porque interpretan la realidad,
visionarios porque la auscultan, incluso con nostalgia recobrada, temiendo
perderla y recuperándola para la memoria.
VI
EL REALISMO Y SU EVOLUCIÓN FIGURATIVA

Después de 1936 concurrieron hechos para un cambio determinante.


Durante tres décadas y media, Venezuela había vivido sometida a opresivas
dictaduras: hasta 1908 bajo Cipriano Castro y, a partir de 1909, hasta 1935, bajo
el poder omnímodo de Juan Vicente Gómez. Gómez es, económica y socialmente
hablando, la última expresión del período colonial de nuestra historia. A fines de su
mandato aparecen los signos de transición que conducen a la sociedad capitalista
monoproductora representada por el espléndido rubro del petróleo. La apacible
ciudad de los paisajistas iba a transformarse explosivamente.
Por la muerte de Gómez en 1935 fue un hecho convulsivo; aportó las
condiciones políticas para el nacimiento de la democracia contemporánea. Los
brotes libertarios, por otra parte, resienten toda la estructura feudal se estremecen
a la rígida institución cultural, propiciando conceptos nuevos. Se aprecia que
durante el inmovilismo generado por la férrea dictadura, habían florecido los
géneros de paisaje, figura y naturaleza muerta. Las condiciones sociales,
obviamente, fueron propicias a formas de compromiso que no incluían de ningún
modo la protesta abierta. El paisaje fue como la puerta de un cerco clausurado. El
arte se torna para sí mismo en recreación pura de la soledad creadora, ni que
decir que estas condiciones que robustecen el aislamiento en que vivió Venezuela
durante las andinas, estimuló la formación de una sólida tradición de nuestros
artistas, por efecto de ese mismo aislamiento, se había detenido en Cezanne.
El artista que insurge en 1936 asume un compromiso, atenta contra el orden y
cuestiona los temas de la generación anterior tanto como la técnica que venía
empleándose. Aparece el primer anuncio de una contemporaneidad con nombre y
apellido: el realismo social. El muralismo mexicano es la referencia más
importante en este cambio de señales que proclama la figura humana frente al
paisajismo tradicional. Pero el realismo social no encontró condiciones favorables
para generar un movimiento de la importancia mexicano. Fracasó en su intento de
llegar al mural como un medio de comunicación masivo. Su apoyo natural hubiera
sido, como ocurrió en México., el clima ideológico de una revolución. Faltaron
gobiernos de doctrina popular, por más demagógicos que éstos fueran, como
aconteció en el país azteca. El muralismo tuvo muy poco desarrollo y fue mucho
más tarde, en la década del 50, cuando cobró alguna vigencia en Venezuela. Pero
las ideas habían cambiado a esta parte. El nuevo muralismo está comprometido
con el arte abstracto y nace el calor de la decoración arquitectónica.
Se ha convertido en una brusquedad formal, en la que importa poco el
contenido ideológico o mensajes, pues ya no se trata de un arte, como se quería
en la década del 30, al servicio de la revolución social.
Incluso, los pocos intentos de muralismo que se hicieron dentro del realismo se
restringieron a tímidas alegorías del proceso, las ciencias y las luchas del obrero y
el campesino, intentos que se pueden resumir en los frescos de Héctor Poleo
(1918), Francisco Narváez (1908) y Pedro León Castro (1913), para la Ciudad
Universitaria de Caracas. Así también la interpretación, un tanto esquemática, que
cesar Rengifo (1915), en plena dictadura de Pérez Jiménez, hiciera para el mural
del Centro simón Bolívar de Caracas, con el tema del mito de Amalivaca,
engendrador de la raza indígena. El realismo social se mantuvo, así pues, dentro
de la típica unidad cerrada del cuadro de caballete, destinado finalmente a la
oferta y demanda de un mercado cada da vez más poderoso. Sin vivencias
directas de las luchas sociales, sin la posibilidad inmediata de un cambio de la
estructura económica- política, sin apoyo de una doctrina del Estado, su función y
sus significados no difieren apenas de los que se concedían a la pintura abstracta.

Héctor Poleo.
Por lo menos un representante del realismo de influencia mexicana alcanzaría
en plena juventud rápido renombre: Héctor Poleo, quien egresó de la Academia en
1937. en un comienzo Poleo se orientó hacia el arte de sus maestros Rafael
Monasterios y Marcos Castillo, ganado por un acento lírico que se expresaba a
través de un colorido sutil y refinado, que acordaba también a Bonnard y a
Federico Brandt. Antes de terminar aquella década, poleo marchaba becado a
México para estudiar pintura mural. Etapa decisiva en su carrera: descubrió a
Diego Rivera y la poderosa elocuencia de sus imágenes primitivas. También miró
hacía el esculturalismo de las escuelas renacentistas y extrajo de ambas lecciones
un sincretismo tan despojado como emocionante, como el cual ensayaría hacer
una pintura comprometida con el destino de los campesinos oprimidos. Técnica de
puntuaciones muy precisas y finas en la aplicación de un colorido de apariencia
mate, con el fresco. Poleo construyó un universo cerrado y comedido, silencioso,
donde la exposición del tema estaba apenas insinuada por la gravedad un tanto
neutral de sus alargadas figuras. La vista del espectador se mantiene fija en un
primer grado plano escultórico. Entre 1940 y 1943 realizó buena parte de lo más
significativo de su obra, durante una gira por varios países andinos, época de
rebeldía a la que pone término con su estupenda serie de Los Comisarios, que
data de 1943, una sátira a las prácticas conspirativas que, como restos de
gomecismo, todavía permanecían enquistados en la vida nacional. Después de
esto, instalado en Nueva York, Poleo atravesó por su experiencia surrealista, en la
cual ciertos críticos creyeron reconocer una influencia demasiado obvia de
Salvador Dalí. Contenidos apocalípticos, imágenes de ojos inmensos, erosiones y
abismos, arborescencias humanas, cráteres y desiertos de gran magnitud. Esta
experiencia pesimista ha sido explicada por Poleo como resultado del estado de
ánimo que le embarga durante la Segunda Guerra Mundial.
Instalado en 1948 en París, la evolución inmediata de Poleo queda ligada a
tendencias arcaizantes que puso de moda la vanguardia.
En su primer momento, su pintura aparece evocar retratos romanos del Fayún,
o figuras del antiguo arte romántico, a través del puente representado por la obra
del maestro italiano Campligi. Rostros femeninos de apariencia académica, en los
que se disminuye los últimos trazos surrealistas para dar paso finalmente a una
figuras geométrica, donde ya no importa más el volumen ni el modelado, sino el
plano. Rechazando el esculturismo de sus obras de tendencia social, Poleo pasa
ahora a una pintura donde la perspectiva es completamente simbólica y la
anécdota un simple pretexto apenas las formas se convierten en grandes planos
de color puro rodeadas por un dibujo lineal muy preciso; el paisaje y la
composición de primeros planos están geometrizados.
Los toscos campesinos o los depurados y reiterativos rostros femeninos, de
hermosos ojos y narices griegas, ceden su lugar a estos nuevos personajes
estilizados, prototipos simbólicos que exaltan la belleza técnica en que Poleo
pareciera complacerse. Toda su pintura hasta ahora había sido esencialmente
dibujística y la composición estaba en ella determinada racionalmente por un plan
previo. En los años siguientes, a partir de 1960, posiblemente bajo la influencia de
la pintura de manchas del informalismo, Poleo se libera de toda sujeción
planimétrica para buscar apoyo en el color y la tinta deletérea, con apariencia de
clima infuso, que ya no reflejará las actitudes verticalizadas y enhiestas de sus
personajes, sino más bien las zonas intemporales y borrosas de los sueños;
atmósferas poéticas que tienden a cerrarse sobre sí misma como una memoria
perdida.
Héctor Poleo es el artista que evoluciona de una época a otra solicitado por el
reclamo de contemporaneidad de los conceptos artísticos, y que al renovarse
técnicamente no sacrifica a su nuevo cambio estilístico de los valores esenciales
que habían prevalecido hasta ahora en su arte. Lo que sí ha sacrificado es la
actitud inicial del artista comprometido, en beneficio de una expresión cada vez
más subjetiva.
Pedro León Castro, Cesar Rengifo (1915), Gabriel Bracho (1915), Armando
Barrios (1920), Elbano Méndez Osuna (1915), Rafael Rosales (1908) y Braulio
Salazar (1917), son nombres de pintores venezolanos asociados a menudo al
movimiento del realismo social. En la escultura hay que citar también a Francisco
Narváez y santiago Poletto (1918).
Elbano Méndez Osuna, fallecido en 1976, expresa gusto de color y sintetismo
en la composición de grupos figurativos que evocan su lugar de nacimiento, en
Tovar, estado Mérida.
Rafael Rosales, dejó una obra en ciernes, al morir en plena juventud.
De la misma generación de Héctor Poleo, Pedro León Castro, nacido en puerto
Rico, se abocó en un realismo crítico, poniendo énfasis en la figura humana. Su
proximidad a la escuela mexicana es evidente y, en la misma medida ofrece
rasgos comunes con Poleo: paisajes desérticos y dilatados, resueltos
dibujísticamente, mediante planos en perspectiva. Figuras escultóricas en
primeros términos reflejan el carácter mestizo con que simboliza situaciones de
nuestro mundo suburbano. Dibujante vigoroso como Poleo, León Castro ha
estudiado la pintura renacentista; su modo oscila entre la visión de los
desamparados y la nostalgia de su paisaje paradisíaco, donde pueda instalarse el
sueño de un mundo mejor; pero su visión sigue siendo Escéptica. Al final,
prescinde de toda anécdota, tendiendo a un estilo geométrico, caracterizado por
su monumentalismo.
De mayor elocuencia es la obra de Gabriel Bracho, quien prefiere el tono
alegórico y la composición característica del mural llevada a la pintura de
Caballete.
Grandes masas, violencia cromática, tipología mestiza y simbología social,
configuran una pintura comprometida que, desafortunadamente, no ha encontrado
es espacio pedido de sus proposiciones.
Sus pinturas semejan siempre murales desarrollados en un cuadro de Caballete. Y
no obstante, Bracho continúa siendo nuestro primer muralista figurativo,
consecuente con los principios que informaron al realismo social.
El tiempo dirá si la obra pintada de Cesar Rengifo, fallecido en 1980, resultará,
ante el juicio de la historia, tan afortunado como su obra teatral. Para nuestra
estimativa, su pintura está en su segundo plano y no alcanza las soluciones
convincentes que hallamos en la obra temprana de Héctor Poleo consagrada a la
topología campesina de los Andes, ni tampoco la fiera y desolada aridez de un
Pedro León Castro. Su trabajo revela más voluntad y oficio que genio.
Rengifo trató la problemático del campo y de los suburbios, en el plano de la
marginalidad y la injusticia social; el éxodo campesino, el desempleo, la miseria de
los despojados, y así también las escenas que, enmarcadas en un cuadro
deprimente, ofrecen rasgos esperanzadores, como cuando trata el tema de la
maternidad campesina a las alegorías en que se pasa de un primer término
desolado a la débil pero persistente luz de un sol del futuro, camino de la
esperanza.
La anécdota, siempre obvia, revela la disposición del artista a lograr una pintura
de mensaje en la que, una vez enunciado el conflicto, se indica algún tipo de
solución, por medio de símbolos: la flor en las manos de la moribunda, el horizonte
detrás de la quema y el barranco. Obra comprometida: la factura de Rengifo es
esmerada y en su técnica prevalecen armonías ocres y terrosas, con elementos
de la pintura primitiva en el empaste liso y en la precisión focal logrando tanto para
los planos cercanos como en los alejados.
No cabrá dentro de la perspectiva anterior situar a un artista de marcado estilo
reminiscente como es el caso de Pedro Centeno Vallenilla (1904), pintor singular
por su individualismo resistente a la influencia a la tradición de la escuela
caraqueña y por una temática alegórica, que alude a la mitología americana, a la
exaltación de la raza mestiza, el heroísmo, a la belleza del cuerpo. Y quizá sea su
erotismo subyacente, más allá de tanta retórica manierista, el valor trascendente y
último de su obra.
La oposición a la escuela de Caracas, no puso en juego posiciones teóricas ni
manifiestos. Más que todo fue una respuesta a los planteamientos de la realidad
social, que pedían un mayor compromiso del artista. El paisaje fue relegado a
favor de la preeminencia figurativa: el hombre se hizo protagonista de la obra y
apareció una nueva forma de narrar, distinta al descriptivísimo poético de los
paisajistas del Ávila.
Dentro del realismo social, o por aproximación generacional a éste, hay otros
artistas. Citaríamos a Francisco Narváez (1908), con la tipología mestiza de sus
pinturas y esculturas de la década del 30, por donde apunta ya un avance del
cubismo, que este artista había estudiado en Europa.
Pero la obra de Narváez es más bien una exaltación de la belleza física del
criollo, tanto como es una exaltación de la belleza de los materiales que emplea en
el escultura, sea piedra o madera.
Armando Barrios (1920), se parece a Narváez, en alguna medida. Aunque
comienza explotando temas criollitas, dentro de cierto clima anecdótico en el que
se observan la intención de basarse en el folklore, Barrios cede rápidamente a la
tentación de formalismo. Tras una primera experiencia cubista, pasa de la
semifiguración al arte abstracto y es de los primeros que en Venezuela hacen
pintura geométrica, en un sentido puro, sin tema ninguna clase.
Después de 1952 el realismo había fortalecido su posición frente al arte
abstracto, gracias al clima polémico que se vivía. Muchos jóvenes que habían
pasado por la Escuela de Artes Plástica de Caracas no tardaron en agruparse en
torno a los críticos del abstraccionismo geométrico para abogar por un arte
comprometido. La enseñanza recibida de los maestros de la escuela de Caracas,
como Rafael Ramón González, Marcos Castillo o Rafael Monasterios, fue puesta
al servicio de un paisaje que delataba, en su ejecución escolar, el hacinamiento y
la miseria de la vida en los cerros y cañadas de Caracas.
Por otra parte, pintores del interior del país como José Requena (1914), quien
dirigía la Escuela de Artes de Barquisimeto, orientaron su obra hacia un
paisajismo humano que dejaba de interesarse por el aspecto puramente formal del
cuadro para volver los ojos a una tierra descarnada, marcada por el tránsito de
hombres sencillos.
No es inexacto decir que la mayoría de las búsquedas realistas de la época
adolecieron de coherencia en sus conceptos y de unidad de estilo. Por un lado se
vio el empeño de imponer el mural de contenido ideológico, como pudo apreciarse
en las actividades del polémico Taller de arte realista, que dirigía Gabriel Bracho
desde 1957. Claudio Cedeño, Jorge Arteaga, Sócrates Escalona y José Antonio
Dávila, Entre otros, se sumarían a estas soluciones de un arte público, no
institucionalizado, que encontró lugar en escuelas y liceos del interior del país. Sin
apoyo oficial, esta experiencia no podía prosperar. Otros integrantes del Taller,
mantenían posiciones menos radicales del realismo y abogaban por un
entendimiento con la pintura del lenguaje igualmente comprometido, lo que
determinó la salida del taller de artistas como Jacobo Borgez, Perán Erminy, Luis
Luksic y el propio José Antonio Dávila.
El realismo social, tan ligado al destino político del país y también al
compromiso de los artistas, incluye así su periplo. Hemos visto que se inicia hacia
1935, justamente con la muerte de Juan Vicente Gómez y la explosión libertaria
que, bajo la promesa de un cambio político radical, suscrita este acontecimiento.
El realismo alcanza su momento de esplendor de la década del 40, sobre todo a
través de la serena y un tanto resignada configuración escultórica de Héctor Poleo
y el sólido monumentalismo de Pedro León Castro, para continuar con la denuncia
que, en el plano de la realidad nacional, en su pintura hace César Rengifo, y en el
plano de los contenidos internacionales hacia Gabriel Bracho. Su fin era inminente
en la medida en que otro centro de interés, París, desplazó la significación e
influencia que México y su revolución tuvieron para este momento de la pintura
venezolana.
VII
LAS CORRIENTES ABSTRACTAS

Las vanguardias en 1945


Alejandro Otero (1921), mateo Manaure (1926), Luis Guevara Moreno
(1926), Pascual Navarro (1922), Mercedes Pardo (1921), Carlos González Bogen
(1920), Mario Abreu (1919), Aimée Battistini (1916), José Fernández Díaz (1912).
Estos fueron, entre otros, los nombres de una primera generación de pintores de
vanguardia que, a comienzos de los años 40, inauguraron una etapa del arte
venezolano caracterizada por su franca apertura a los movimientos
internacionales.
Rechazando por igual el paisajismo del Círculo de Bellas Artes y el realismo
social, estos jóvenes artistas se apoyaron en los grandes movimientos del arte
moderno, tal como éstos se habían dado en Europa, para llegar a una síntesis
ecléctica que se nutría tanto pronto del impresionismo como del expresionismo y
el fauvismo. Las reproducciones de obras, vistas en libros y revistas, fueron el
gran medio de instrucción. Se comenzó copiando a los impresionistas, y pronto se
descubrió el postimpresionismo de Cézanne, Gauguin, Laurent y Van Gogh para
encontrar el camino figurativo que conducía a los estilos personales. El análisis
plástico permitió entender los valores de cada aporte histórico de las vanguardias:
el color dividido en los impresionistas; el carácter constructivo de las formas de
Paúl Cézanne, la línea expresionista de Lautrec, el sentimiento agudizado en el
color de van Gogh y Eduard Munch: el purismo sintético de la visión paradisíaca
de Gaugin.
Pero hacia 1945, año en que Alejandro Otero marcha becado a París para
convertirse en la primera cabeza de puente del nuevo arte no figurativo, las
búsquedas más avanzadas del arte omitían, por juzgarlo demasiado audaz, todo
contacto con el cubismo. Ni Picasso ni Braque gozaban de simpatías en
Venezuela para justificar la promesa de una arte que rendía culto a lo moderno,
pero todavía no al espíritu abstracto. Nuestro arte se había detenido en Cézanne.
Y sin embargo, ¿cuándo del presente no está anunciado en el sistema
geométrico-constructivo de este gran paisajista, el más grande artista francés del
siglo XIX?

El Taller libre de Arte

La década de 40 representa para la pintura venezolana lo que el cubismo para


el moderno europeo. Este período tan intensamente vivo sirvió de puente para unir
el trabajo de la generación en 1912 con los jóvenes artistas que desde la Escuela
de Artes Plásticas orientaron sus búsquedas hacia formas de expresión libres. En
general correspondió a ese período del que hablamos formular los principios de
toda la investigación que conduciría al arte abstracto, es decir, al neto estilo
internacional que dominó en Caracas a partir de 1952 y que se mantiene todavía
vigente a través de diversas proposiciones constructivas que van del arte retinal
más simple a los complejos trabajos de ambientación cinética.
Pero fijemos la atención en un suceso singular. La formación en 1948 del taller
Libre de Arte, organización independiente que reunió a los mejores talentos
jóvenes del momento. Respuesta a las necesidades de convivencia profunda de la
época, el Taller se abre en un local de la casi desaparecida esquina de
Mercederes. El director es Alirio Oramas (1924). Allí se juntan Luis Guevara
Moreno, Mario Abreu, Régulo Pérez (1928), Rubén Núñez (1930). Maurius
Sznajderman (1926), Narciso Debourg (1925), Oswaldo Vigas (1926), César
Enríquez (1923), Perán Erminy (1928), Feliciano Carvallo (1920), Virgilio Trompiz
(1927), Lourdes Armas (1927) y Carlos Cruz –Diez (1923).
«En todo aquel grupo activo- escribió el crítico Sergio Antillano – predominaban
característica expresionista. Figurativos a la manera de Matisse, Chagall o
Rouault, sus más aventuradas incursiones se orientaban en dirección a Klee
Wilfredo Lam, y serán de enorme impacto. Los surrealistas, Max Ersnt y Picasso,
siempre Picasso. Nadie se atrevería a ir más allá. Se examinaban libros y revistas
que llegaban de Europa. Los abstractos, en general, no alcanzaban a levantar
entusiasmo». El polo de atracción fue ahora París, mientras México era vigencia al
realismo social. El arte moderno tiende a restar importancia a toda obra que no se
revele por sus valores inherentes: el color, la línea, la forma. El contenido o
mensaje y, con más razón, la anécdota, son secundarios, interesan en la medida
en que pede prescindirse de ellos para el análisis. En la obra la representación no
es lo importante. Entre 1945 y 1950, justo con el predominio de la influencia de la
escuela de París. Los jóvenes reconocerán esta tradición como la suya propia,
puesto que aceptaban el desarrollo del arte moderno como una evolución
universal de la conciencia.

Surgimiento del arte abstracto

La tendencia más generalizada entre los jóvenes artistas se identificaba hacia


los 40 años con el progreso de os movimientos de vanguardia que se habían
gestado en Europa sobre la tradición cubista y expresionista. Por esta vía, se
presentaban las bases que justificarían el surgimiento del arte abstracto. Este
apareció en Caracas en fecha relativamente tardía si tomamos en cuenta que las
primeras pinturas abstractas del pintor ruso Basilio Kandisky datan de 1910.
Tardanza que se explica por el aislamiento en que vivieron los países
latinoamericanos durante la segunda guerra mundial, incluida aquí la etapa
armamentística de la expansión nazi que precedió el terrible acontecimiento.
Latinoamérica fue testigo presencial de la gran guerra, es cierto, pero su
desenvolvimiento cultural se vio cortado por la interrupción brusca de las
comunicaciones con el viejo continente. La postguerra, de 1945 a 1950 señala un
lapso extraordinariamente fértil para el naciente arte nuevo venezolano;
búsquedas, tanteos y pronunciamientos permiten en poco tiempo recuperar en
terreno perdido que conduce desde las influencias cubistas asimiladas en la
Escuela de Artes Plásticas de Caracas a los primeros auque tímidos ensayos de
arte nuevo.
Invención del español Picasso y del francés Georges Braque, el cubismo fue
una manera de interpretar dinámicamente la realidad, no por la representación de
la apariencia exterior, como corrían en la pintura tradicional, sino por la expresión
de las leyes que gobiernan la estructura interna de los objetos y del movimiento
que los desplaza. Era una nueva manera de ver las cosas y, por lo tanto,
representaba una revolución del arte.
Por otra parte, el universalismo de la posguerra, con sus ideas humanitarias y
progresistas, facilitó la comprensión del espíritu de las vanguardias gracias al
franco acceso que el artista joven tuvo a los grandes centros artísticos, en especial
a París, donde no tardarán en instalarse los primeros venezolanos en hacer arte
abstracto. Ciertamente, el trabajo realizado en la Escuela de Artes Plásticas de
Caracas, con su afán modernista, así como también la actividad del salón Oficial,
conducía por la vía Poscubista a un arte nuevo. El Taller Libre del Arte, fundado
en Caracas en 1948, no sólo había servido de puente sino que permitió a la última
generación, en la se agrupaban Víctor Valera (1927), Humberto Jaimes Sánchez
(1931), Omar Carreño (1928) y Angel Hurtado (1928), Jacob Borges (19319,
Enrique Sardá (1927), consolidar los planteamientos de los jóvenes que se habían
quedado en Caracas.
1950 es el año del nacimiento del arte abstracto en venezolano.

El Museo de Bellas Artes y el Salón Oficial

No hay progreso artístico si no surgen las instituciones que lo expresan y que


se hagan cargo de su estimulo y difusión.
En Venezuela, el arte moderno aparece por repercusión tardía de los
movimientos que habían ocurrido en Europa y, especialmente, en Francia. El
Museo y la Escuela de Artes Plásticas, tal como lo conocemos hoy día, son
también respuestas recientes, aunque oportunas. La nueva escuela, que sustituye
a la vieja Academia, ya dijimos que adquiere forma a fines de los años30. y en
cuanto al Museo de Art, no entra en funcionamiento sino a partir de los años 40,
con la plena instauración del estado democrático. El Museo de Bellas artes de
Caracas, inaugurado en 1938, va a jugar un papel fundamental en el desarrollo del
pensamiento plástico, un papel similar al de la escuela. Será el vehículo de
estímulo para las tendencias que recorren el arte venezolano en la ultimas cuatro
décadas. No es que no hubiese museos en Venezuela antes del de Bellas Artes,
sino que es sólo a partir de éste cuando surge como institución al servicio del
artista y del coleccionista moderno, como intermediario social de las necesidades
artísticas. Paralelamente al Museo y en su sede, se crea en 1940 el Salón Oficial
de Arte Venezolano; ¡Cuándo nostalgia encierra este Salón para los artistas que
se levantaron entre 1940 y 1950 y para los que llegaron a su madurez antes de
1960! Emocionante testimonio del arte moderno durante tres décadas. Fue el gran
medio de promoción de los jóvenes y el voto de respaldo para los que habían
alcanzado éxito con su obra. Para el público venezolano, el salón representó algo
así como un expediente que permitía, en cada oportunidad, efectuar un balance
de la situación del arte nacional.

Los Disidentes

En 1950 se había fundad o en París el grupo Los Disidentes, integrado por


Alejandro Otero, Pascual Navarro, Mateo Manaure, Carlos González Bogen,
Aimeé Batistini, Rubén Núñez, J. R. Guillent Pérez (1926), Perán erminy y Luís
Guevara Moreno. Aceptando en un principio, de manera general, la idea de que el
arte está determinado por la dinámica del tiempo a evolucionar incesantemente,
este grupo de vanguardistas terminó cerrando filas en el abstraccionismo
geométrico.
El arte abstracto-geométrico, surgido en París sobre elementos teóricos
formulados ya por el neoplasticismo holandés, el constructivismo ruso y el
movimiento de la Bauhaus de Weimar, planteaba el viejo problema de la relación
entre el arte y la sociedad en términos de un lenguaje funcional despojado
radicalmente de los valores expresivos tradicionales. Vinculado a al arquitectura,
propuso un arte inventivo autónomo de la realidad, basado en composiciones
geométricas simples, diseñadas previamente y pensadas a escala con el espacio
urbano, con la intención de que pudieran integrarse a las funciones vitales de la
arquitectura, como elementos incorporados a ésta en ambientes abiertos y
cerrados.
Mateo Manaure: mitificación de la imagen abstracta

No es fácil referirse a la experiencia del arte abstracto en Venezuela sin


mencionar a Mateo Manaure (1926). Este colorista supo encontrar en la obra de
Kandisky la resonancia justa de su visión de la naturaleza tropical, a la que ha
quedado fiel. Ya desde 1950, mientras proclamaba su adhesión al principio
constructivo que en adelante le obsederá, lucha por no ser absorbido dentro del
impresionalismo de la abstracción geométrica. El fue, sin embargo uno de los
principales representantes de este movimiento en la década del 50. el signo, al
oscuridad de la noche, el color rítmico y musical, el símil de las formas de la
naturaleza, tiende inconcientemente a asociarse en su obra a través de una
expresión muy intimista; no ha faltado aquí el ingrediente surrealista, que Manaure
ha explotado como logro parcial en algunos momentos de su larga carrera de
artista.
Hacia 1952, luego de tratar la abstracción lírica, o sea, un abstraccionismo de
formas libres, se decidió por una suerte de arte programado, incorporado al
muralismo y a la arquitectura. Sus murales para la Ciudad Universitaria, a
despecho de su aparente monumentalismo, son expresión de un universo íntimo
del color. Desde entonces, la obra Manaure se sucede dentro de una gran
diversidad de manifestaciones, cambiante y siempre retomada: ya en la
decoración, como en el diseño, la gráfica y la pintura figurativa a través de su serie
más convincente demostración de su trabajo creativo ocurrió en la exposición del
Museo de Bellas Artes, en 1956, la cual estuvo integrada por pinturas abstracto-
geométricas donde el color negro alcanzaba una potencia insospechada. Este
mismo planteo adquiere vigencia en sus obras compensa el virtuosismo técnico de
su realización para ofrecernos nuevamente, desde o más profundo de un espíritu
atormentado, una metáfora de la naturaleza, una metáfora en la que, como dice el
poeta, «la noche se hace luz»; y Manaure ha sido, aceptado la frase de Miguel
Otero Silva, uno de los poetas de nuestra pintura.
Navarro y Guevara Moreno, dos pioneros

Pascual Navarro (1922) no se inclinaba por temperamento al arte abstracto


geométrico. Ante todo, era un impresionista influido por Reverón, a quien le debe
la pintura venezolana algunas de las mejores obras realizadas por la generación
pionera a que perteneció. Fue sólo por espíritu de contradicción y por necesidad
de impulsar hasta el extremo la idea de ruptura a toda costa por lo que navarro
llegó durante su transito por los Disidentes a la abstracción geométrica, tras recibir
influencia de Dewasne y Pillet, en cuyo taller, había trabajado en París. Después
de 1955 vuelve progresivamente a la figuración, reencontrando sus propios pasos,
ese estadio en que le tocó en suerte compartir la amistad de Reverón, su maestro.
Demostración categórica del valor de este retorno la tenemos en la obra con que,
en 1955, obtiene el premio para pintura Latinoamericana en la gran exposición
internacional celebrada con motivo de los 400 años de la Fundación de Valencia,
estado Carabobo.
Luis Guevara Moreno (1926) fue primero de los Disidentes en realizar un trabajo
coherente con principios de ruptura. Proposición sólida con que llega a la
abstracción geométrica en 1950, antes que la mayoría de sus compañeros. Su
actividad en París estuvo relacionada con el grupo Madi., del que formó parte. Ya
en sus obras realizadas en Caracas bajo influencia cubista anunciaba el desarrollo
que iba a seguir en Francia. Activista del Grupo Madi, participa en las
exposiciones de éste con obras que corresponden a una propuesta conceptual;
ruptura del formato ortogonal de la tradición, concepción de la obra como objeto
autónomo, empleo de soportes duros y materiales industriales (laca, madera),
formas dinamizadas que hacen juego con la irregularidad del soporte para
dramatizar la superficie y evitar la dependencia de ésta respecto al muro con
acabados brillantes. Para aquel momento, incluso en la perspectiva más
evolucionada, se trata de un programa revolucionario. Pero Guevara Moreno, el
más audazmente comprometido de los venezolanos en París, no lo entendió así.
Pronto, después de 1951, sometió su trabajo abstracto a una feroz autocrítico y
marchó a Italia para retomar la pintura figurativa, por el mismo camino en que
había comenzado, por el mismo camino en que ha continuado.

Arte abstracto y urbanismo

El abstractismo geométrico, vulgarmente conocido como «pinturas de rayas»,


fue la tentativa más ambiciosa para incorporar el arte a la arquitectura. Esta
tendencia se conoce como integración artística y constituyo un movimiento con
numerosos partidarios en la década del 50. Momento de apogeo del
abstraccionismo al que habrá que volver siempre que se habla de la Ciudad
Universitaria de Caracas, ejemplo vivo de integración artística en el mundo.
El arte había tomado la calle, aliándose a la arquitectura. Se busca una relación
nueva con el espacio, distinta al antiguo papel reservado a la obra de arte:
decorar, rellenar muros y paredes de museos y residencias particulares. Murales,
policromías para edificios, estructuras en hierro ocupado jardines y plazas, se
levantaron por dondequiera. El mural de colorido vivo, realizado en mosaico o con
pintura industrial, encontró marco adecuado en una ciudad que llegó a parecer
embanderada para su mejor día de fiesta. Caracas, Maracaibo y valencia, ven
poblarse de formas geométricas el rostro de las calles.
El espacio urbano ha sido preocupación dominante en la metas del artista
contemporáneo, porque sus obras han dejado de expresar vivencias y
experiencias del mundo particular y del sentimiento, para encarnar en objetos y
formas materiales. Las nuevas obras tienen realidad en sí misma, ya no
representan o significan nada. Los medios que emplea el artista tiene gran
importancia, ya veces una importancia desmedida, y los medios han dejado de ser
los tradicionales, como el óleo y el lienzo; aparecen el hierro, el aluminio, los
acrílicos compactos y muchos otros. La introducción del hierro laminado en el arte
venezolano de los años 50 aparejó una renovación conceptual inusitada; la
escultura se posesionó rápidamente de los valores arquitectónicos debido a que el
hierro es un material inexpresivo que exige otro tipo de lectura que se presta para
fines distintos a los material tradicional: admite sólo la relación con el espacio
circunsdante y expresa siempre, no emociones particulares, sino un sentimiento
objetivado de la escala arquitectónica.
Los abstractos geométricos jugarían un papel decisivo que la historia tendrá
que reconocerles con parecida justificación a la que suele dársele al Círculo de
Bellas artes.
Fueron los grandes renovadores del momento y expresaron ideales de
contemporaneidad que por primera vez se manifestaban simultáneamente con la
vanguardia europea. Es evidente que la capacidad mimética de nuestra conciencia
de país sub-desarrollados se reveló nuevamente, y en un grado de diletantismo
sin precedentes. Pero el esfuerzo fue valiente y, en cierto modo, honesto. La
concepción del arte abstracto y su difusión hasta la fase en que se encuentra
actualmente se originó en aquella época optimista. Gracias a la prosperidad
económica de la burguesía venezolana de entonces, el interés por el arte nuevo
ascendió a un punto en la escala de estimación que no se ha vuelto a repetir. La
renovación se experimentó en todos los órdenes y por primera vez la escultura
traspasó el umbral del monumento funerario y de la decoración arquitectónica.
Renovación que se hizo sentir en la pedagogía artística, en el diseño gráfico en la
museografía. Lo debemos a esta época el creciente interés por divulgar el estilo y
las obras de los grandes maestros del arte moderno y el internacionalismo que
hoy caracteriza a las corrientes de vanguardia.

Cientismo y estructuras en movimiento. Alejandro Otero

Cabeza en fila del grupo Los Disidentes fue Alejandro Otero, teórico por
excelencia del movimiento de pintura abstracto cuya obra está íntimamente
vinculada a las manifestaciones capitales que se suceden en Caracas entre 1945
y 1960. Si en el aspecto teórico, Otero se ha pronunciado a favor de la aceptación
plena de la universalidad, dando por sentado el valor internacional de cualquier
experiencia transformadora, en la práctica ha actuado como un artista
extremadamente sensible a los valores de la obra tradicional.
Los trabajos de juventud de Otero, no obstante el espíritu iconoclasta que los
animaba, quedaron seguramente entre las obras más importante de aquélla
época. Clara conciencia del problema de la pintura como lenguaje. Por ello, quizá,
fue el artista de su generación más capacitado para entender la obra de Cézanne,
con la familiarizó en los tiempos de la escuela, y que le condujo a emplear en
método de análisis cubista, a partir del objeto tradicional: La naturaleza muerta, la
figura, el paisaje. Por esta vía impulsó el movimiento renovador que se gestó en la
Escuela de Artes Plástica, Instalado en París, superó la influencia de Picasso para
orientar su interpretación del cubismo en la dirección de Mondrian, llegando hacia
1947 a crear su famosa serie de «Cafeteras y candeleros», situada al borde de la
abstracción y de gran influencia sobre las nuevas generaciones. Fue de los
primeros en abandonar la figuración a través de un proceso conceptual para
acceder a una proposición neoplástica: la no representatividad de la forma y el
color puros. Así, condujo su experiencia a los brillantes resultados de 1955. Los
colorritmos, abstracciones geométricas individualizadas. Estas tienden a subrayar
la impresión de dinamismo y vibración del color a partir de una escala de barras
negras constantes, verticales u horizontales; posteriormente, al entrar en crisis la
abstracción pura, en 1960, otero retoma, partiendo de su experiencia anterior, el
planteo cubista del collage, incursionando en un arte de objetos en el que se
apreciaba la intención de organizar los elementos en función de un clima afectivo y
poético: cartas caligrafiadas, postigos de ventanas, recortes de prensa, evidente
revival de la euforia dadaísta, pero bajo una ordenación extremadamente racional.
Después de esta operación, Otero volvió al constructivismo, manteniendo ahora
para sus nuevas obras una escala urbana de realización en la cual las
proposiciones neoplásticas de 1953 parecen cobrar nueva vigencia, en el sentido
de la obra integrada al ambiente y concebida en su relación arquitectónica.
Estructuras especiales denominaría «Esculturas, Civicas, progresión natural de su
pensamiento, que él mismo ha explicado: «Creo que la escultura es consecuencia
de la pintura. Tuve que hacer escultura para poder resolver problemas que me
había planeado como pintor».
«No son problemas distintos, vienen de una misma raíz. No dejé de ser pintor
para hacerme escultor, sino que, de plano, los elementos utilizados en la pintura
no me daban para transformar el espacio, para que la obra misma fuera espacio».

El Cinetismo

Con el cinestimo el arte abstracto adquiere carta de nacionalidad


latinoamericana. Este movimiento incorpora la visión humana a una interpretación
dinámica de la naturaleza a través de la tecnología o mediante la elaboración de
una metáfora de ésta para la cual el hombre sirve de protagonismo de su rol de
espectador. Si está en deuda con algún movimiento anterior de la plástica en la
podamos basar parcialmente sus orígenes tendíamos que remontarnos al
extraordinario impulso del constructivismo de los años 50, en Caracas y en parís.
Se trata del mismo período formativo de Soto y Carlos Cruz-Díez. Es verdad
que Jesús Soto (1923) es uno de los principales realizadores y teóricos del
cientismo y que su posición se hace cada vez más indiscutible en la escena del
arte mundial, es cierto que llegó al cientismo mientras residía en paría. Sus
primeros trabajos de animación y fragmentación de la forma datan de 1952. Pero
no hay que olvidar que es un venezolano de Guayana y que sus comienzos
estuvieron fuertemente marcados por el constructivismo de Cézanne y por el
cubismo.
Igualmente Carlos Cruz-Diez (1923), cuyo acceso al cientismo fue más lento y
tardío, formó parte de la generación pionera de la Escuela de Artes Plásticas. El
internacionalismo del arte cinético, como también el del abstraccionismo
geométrico, se sustenta así pues en matizaciones regionales que le confieren en
nuestro caso rasgos de identidad por la peculiar circunstancia en que se
levantaron sus realizadores. La naturaleza por ejemplo está siempre presente en
Jesús Soto, el más poético de los cinéticos actuales. La luz y el espacio, cuya
incesante relación se da en el Trópico a través del fraccionamiento de la
sensación del color, están en la base de sus proposiciones de movimiento; la luz
como agente modificador del tiempo, el espacio como atmósfera, como ambiente
tangible. Uslar Pietri y Bouton han visto la relación muy íntima que tiene la
experiencia del medio ambiente – selvas y ríos prodigiosos – donde paso soto
Infancia y adolescencia con su arte simultáneamente traspasado de rejillas y
ondas que recuerdan tramas vegetales y movimiento de agua. Soto mismo ha
definido: «Los artistas – dijo – descifran el estado sensible del cosmos,
paralelamente con el hombre de ciencia que descifra los estados mesurables»,
«Yo no creo que el hombre está frente al universo, sino que es parte integrante de
él – dijo Soto. Por eso no creo más en el concepto tradicional de la pintura». Esta
declaración proporciona una clave para entender la obra de Jesús Soto como un
esfuerzo de situar la percepción del arte, dándose en el interior del universo que
se opera en su visión. Esta idea ha llevado a Soto a incidir cada vez más en el arte
como acontecimiento global, hasta abrir el espacio y conferirle calidad de idioma.
Por este camino se proyecta en la mejor dirección de la plástica nueva, avanzando
en la ruta que abrió Mondrian cuando imaginó una reconciliación de signo
racionalista entre hombre y el universo, al proponer el arte no como un medio de
interpretación de la realidad, sino como la identidad misma bajo la cual la
naturaleza toda deviene hecho sensible y realidad última.
Carlos Cruz-Díez expresa una concepción opuesta. El color es para él lo que la
luz ambiente para soto. Cruz- Díez es la pintura lo que Soto a la arquitectura.
Ambos han reflexionado sobre las formas de manifestaciones del espacio con el
fin de sistematizar la percepción bajo el aspecto de acontecimiento. De allí que,
siendo sus proposiciones divergentes, Soto resulte un artista de obra
monocromática o , si se quiere, acromática, (no obstante que emplea con
frecuencia el Color, aunque para crear contraposiciones), Cruz-Díez por el
contrario es básicamente un colorista y su obra se apoya en una teoría de color ya
definida desde 1959 cuando el artista realizó su primer hallazgo: la fisicromía,
punto de partida de una obra que, como la de Soto, e incluso en mayor medida, se
torna más y más globalizarte. También para cruz-Díez es espectador es
protagonista del hecho plástico que requiere su participación para tocar su rol
pasivo en factor dinámico, mediante el cual se transforma la relación con el
ambiente que, gracias a este rol, la obra misma cambia incisamente. El arte
cinético de los artistas venezolanos es posicional y traslativo. Se vale de sus
propios medios y salvo algunas excepciones, como la de J. M. Cruxent (191),
Rubén Núñez (1930) y Domingo Álvarez (1935) en alguna de sus etapas, no
adapta recursos electromecánicos. La operación óptica se plantea con la mayor
virtualidad, incluso en el caso de artistas que intentan más complejos artificios (la
sonorización, la imagen proyectada, el espejo), como Domingo Álvarez.
La invención de Cruz-Díez radica en ese hecho simple de volver el color a un
estado puro y absoluto a partir del cual pudiera proponerse como fuente
energética. Hasta 1959 hacia arte figurativo, de motivaciones folklóricas y banales,
pintura confusa como él mismo lo reconoció. Aquí comienza a explorar el principio
descubierto por la fisicromía: la capacidad inductiva del color para crear, por reflejo
y superposición, nuevos espectros cromáticos, que irradian y fluyen como un
campo magnético conforme a la actividad del ojo. La luz está en la base de toa
virtualidad, puesto que es causante y resultado del fenómeno, es el paracolor sin
el cual no podríamos concebir estas formas cinéticas como una metafísica de la
ficción.
Cruz-Díez, al igual que sus colegas trata de hacer evidente, fijándolo en el
incesante flujo de su perennidad, el cambio continuo de la realidad física. Pero, al
igual que Soto o Alejandro Otero, ha experimentado necesidad de expresar esta
virtualidad del movimiento en el medio ambiente, como función social. De aquí su
interés en hallar soluciones integradoras, insertadas en la arquitectura y el paisaje
o válidas por sí mismas como ambientes. De la fisicromía pura y simple pasa las
transcromías, que responden a formas programadas que, a través de un sistema
de láminas ensambladas, proponen una progresión y expansividad del color y la
conversión de las áreas de influencia en espacios incesantemente modificados. En
las cromointerferencias introdujo el movimiento mecánico, gracias a un motor que
mueve un disco con tiras de color, en dos planos, sin duda un homenaje a Marcel
Duchamp. Las cromosaturaciones, por último, consisten en cabinas o
compartimentos cerrados; en cada ambiente hay un solo color primario, producido
por bombillas teñidas por la colaboración del plástico transparente de las cabinas.
Con esto se proponía sensibilizar al espectador para que pueda captar la luz
modificar la percepción del pasaje al color. Cada cabina actúa como un filtro y, al
pasar de una a otra, bajo tales condiciones de saturación, la retina queda
impregnada de los tres primarios, lo que posibilita la mezcla óptica de ellos sin que
exista ya un estimulo real.
Grandes murales en espacio públicos, paredes interiores de túneles, pisos y
techos han recibido la aplicación de la teoría cromática de Cruz- Díez, en un
intento de comunicación que implica reformular la idea de un nuevo reencuentro
de las artes en el puro reino de la visualidad.
El cientismo y las líneas de abstracción que se le emparentan – dentro del
mismo trono genealógico – parecen enfrentadas a una cuestión esencial: la de
interpretar el arte como forma de vida, tal como este principio fue formulado en los
proyectos de la década del 50. De acuerdo con esto, un arte que aspira a ser
expresión de una época nueva no puede dejar de plasmarse el problema del
espacio vital en función de una síntesis, de una unidad orgánica y múltiple, la
mayoría de cuadros que se elaboran con formas programadas, abstracto-
concretas, siguen llenando el mismo rol de la obra de cabellete, en el sentido de
que constituyen objetos cuya finalidad es yuxtaponerse en un espacio
museográfico o generalmente doméstico, la oficina, el apartamento, la casa,
objetos orientados en la dirección impuesta por la democracia de los muros y
manteniendo su autonomía respecto al espacio envolvente, como obras cerradas,
individualizadas por sus bordes o marcos. Los ensayos de difundir la obra al
espacio, de penetrar las estructuras sensibles de un lenguaje global, conforme a
un sistema de formas programadas a escala, resultan por ahora empresas
costosas y poco compresibles – por su terminología misma – a los urbanistas y
constructores de Venezuela. Se precisa entrar en un nuevo tiempo. Tanto Soto
como Cruz-Díez y en el menor medida Otero y Mateo Manaure, la encaran en
condiciones que garantizan el éxito o al menos una lealtad al viejo principio de la
vanguardia de los años de los años cincuenta, que preconizaba la búsqueda a
través del arte de un lenguaje común a la época, un arte inmerso en la vida
urbana, capaz de superar las fronteras del marco y el muro. Los diferentes
ensayos para establecer una relación más directa con el público, una relación viva
y cotidiana, fuera de los museos, en el contexto de la actividad cotidiana , en
espacios ambientales cerrados o abiertos, o frente al paisaje, indican la dirección
más cónsona con la teoría, tal como lo anuncian los ensayos de ambientación más
ambiciosos ejecutados en plazas, parques o factorías; estas soluciones
representan la salida natural del arte abstracto-constructivo, si se desea escapar a
un arte de laboratorio cuyo fin sería permanecer ahogado entre muros.

La abstracción lírica

La abstracción toma en Venezuela- como en muchas partes- dos rumbos


claramente definidos. Nos hemos referidos aquí al arte en la cual la imagen está
absolutamente despojada de rasgos expresivos y cuya modalidades más
practicadas entre nosotros son la abstracción geométricas y el cientismo o arte de
estructuras visuales en movimientos. En el primero, la composición es estática
aunque las formas están definidas por colores planos. El otro tipo de
abstraccionismo toma una vía opuesta conforme a un desarrollo de las formas del
que todavía puede hablarse como de pintura, en términos tradicionales. La
abstracción es aquí una imagen expresiva que, aunque liberada de toda
connotación figurativa, habla a los sentidos através de su signo, de su color en
tanto éstos se hacen expresivo en la composición. Este tipo de arte se ha
conocido como abstraccionismo lírico, expresionismo abstracto, tachismo y, en los
casos extremos, cuando domina el concepto de materia sobre el color se ha
llamado informalismo. Existe también una extracción intermedia entre la geometría
y la expresión sensorial de la factura. Porque no siempre la geometría está
asociada exclusivamente al color puro ni alcanza aquí el grado de abstracción
absoluto. Existe también lo que se conoció como arte serial, caracterizado por la
repetición continua o alterna de formas geométricas iguales, ya incorporadas en
formas de collage o ensamblajes; estas estructuras extractas se encargan también
de sentido sígnico para transcender el valor puramente simbólico de la
organización abstracto- geométrica.
En líneas generales, la abstracción lírica, vitalista u orgánica, según el término
que se emplee para designar una misma manifestación, se sitúa a medio camino
entre la semifiguracion y la abstracción pura, dentro de la perspectiva de
desarrollo que conduce a esta última. Por eso sus representantes se sienten mejor
ubicados en el mundo de los valores de la representación tradicional. En la
abstracción lírica la forma es sustraída a los datos de las cosas pero sin dejar de
expresar el sentimiento que el artista experimenta ante la realidad, bien porque la
abstraiga de la memoria, bien porque la sintetiza a partir de las vivencias
cotidianas. Pero el abstracto lírico trabaja con los recursos de la tradición, el
caballete, la tela, los colores de aceite o agua y sus imágenes suelen ser más
sugestivas que descriptivas de un objeto concreto representado por la obra
misma. Tampoco podemos establecer categorías fijas a la hora de agrupar a los
artistas en éstas. Suele ocurrir que los creadores transgreden con frecuencia el
mundo de las formas, y pasan así de un estilo figurativo a uno abstracto. Los
abstractos de ayer son los figurativos de hoy. Cuando no ocurre así, puede
suceder que el artista cultive las modalidades abstracta y figurativa
simultáneamente. Las formas, desde que el creador se siente desligado de la
obligación de representar lo verosímil, viven en constante permutación.
Intentemos un índice de artistas de la abstracción libre o lírica que han realizado
obra de significación en Venezuela.
Mercedes Pardo (1923), deriva su trabajo de la composición geométrica,
buscando el equilibrio de su planteamiento a través de las tensiones del color en
extensión, organizado con sentido poético. Gerd Leufert (1914), es un diseñador
positivo de olfato para la experimentación; explora el dominio de lo conceptual y lo
sensible a lo largo de una obra que alía el rigor con la novedad de la proposición.
En el trabajo de Angel Hurtado (1927), por el contrario, predomina la sugestión
matérica, la metáfora nocturna, el paisaje orínico de una arquitectura de grandes
proporciones. Marietta Berman (1917), por su parte, ha representado espacios
sensibilizados, donde solo palpita el signo, emplea la geometría para cargarla de
sentido metafísico. Uno de los artistas más coherentes con el principio que ve en
la pintura un símil de las formas naturales organizadas como materia, es
Humberto Jaimes Sánchez (1931), cuyas obras combinan materia en espesor y
colorido en procura de una organización de planos dinámicos, especie de vital
subterráneo donde auscultamos un paisaje mineral que fija las variaciones de un
corte estratificado en el subsuelo. Ha habido pintores que como Manuel Quintana
Castillo fluctúan entre la abstracción y la figuración sugerida, obsedidos en
otorgar sentido mágico a una imagen que hace constante referencia a su fuente
de origen: el cubismo y el arte negro. En el campo de los que han indagado en
misterio de la materia, hallamos a J. M. Cruxent (1912), Maruja Rolando (1926-
1971) Y Elsa Gramcko (1928); el primero ha sido informalista y cientista; la
segunda fue de los artistas que contribuyó a renovar el arte abstracto de la década
del 60, por una vía opuesta al geometrismo. En cuanto a Elsa Gramcko, hizo
pintura y escultura a través de una obra que realza la significación que cobra entre
las piezas de fabricación industrial cuando pasan a ensamblar un contexto
matérico, creando un nuevo tipo de relación entre significante y significado. La
obra, a fuerza de apropiarse del objeto, deviene en el objeto mismo. Luisa Richter
(1928) ha cumplido larga trayectoria en nuestro país; abstracta con influencia de
Baumeister en un primer momento, desembocará luego en un espacialismo
informalista hacia los 60, experiencia a partir de la cual penetra el universo de una
figuración que tan pronto alcanza en el retrato expresionista una dimensión
convincente, como tan pronto explora el universo del signo y la materia, sin
sustraerse nunca a una voluntad investigativa que Luisa Richter ha manifestado
hasta hoy.

Oswaldo Vigas: genealogía de las brujas

La novedad que aportó a la pintura venezolana la serie de las Brujas con que
Oswaldo Vigas se dio a conocer en los años 50, consistió en la naturalidad con
que este pintor autodidacta conseguía una honda calidad lírica en su trabajo:
composiciones en las que el trazo dibujístico se ajustaba a la armonía monocroma
de la composición dando origen a una visión extremadamente sintética de las
formas. La tendencia general de la pintura venezolana de la década del 50 se
orientaba hacia el geometrismo y aunque por esta época llegó a prevalecer la
abstracción constructiva, hubo artistas que como Vigas eran completamente
reacios a un racionalismo frío y que supieron evolucionar sin sacrificar a las
fórmulas geométricas su concepción poética del mundo. Y aunque hizo cierto tipo
de pintura abstracta, utilizando incluso formas geométricas, Villas no llegó a
romper con el mundo surrealista de las brujas.
El proceso de pintar quiere sustraerse al sentimiento personal para insertarse
en una visión cósmica. Pero el contenido de las imágenes permanece en una zona
del subconsciente; para ser recobradas, éstas exigen poner en juego la
gesticulación. Impulsos seguidos por la reflexión, por el cambio de formatos a
través de una escala que va del cuadro de reducidísimas proporciones a un
soporte de tamaño mural. En esta proyección, cada tema o conjunto de temas, se
desarrolla serialmente, hasta su agotamiento. A una serie donde predomina la
entonación blanca sigue otra en la que el color dominante es el ocre amarillo o el
azul. El mundo de Oswaldo Vigas abre sus puertas frente a una selva donde los
árboles y el follaje sonoro comienzan a tomar consistencia fantástica. Del detalle
pasamos rápidamente a los planos generales con relación a los cuales el cuadro
viene a ser un fragmento recortado. Boscajes o mundos reales imaginados, en la
obra de Vigas no sabemos si la imagen es el término del sueño o el comienzo del
despertar.
VII

LA FIGURACION DESPUES DEL REALISMO SOCIAL

El movimiento figurativo de las últimas décadas entronca parcialmente en el rico


venero de la moderna tradición realista de la pintura venezolana, que encabezan
Armando Reverón y Marcos Castillo. Este movimiento se vincula también a las
influencias que recibe del expresionismo, el fauvismo y el abstraccionismo
oruopoos a través de puente que presento la Escuela de Artes Plásticas de
Caracas a partir de 1963. También aquí las búsquedas están definidas por su
carácter internacional y están apoyadas en el concepto de pintura como lenguaje,
por oposición de los delineamientos americano del realismo social que había
influenciado a los pintores venezolanos de los años 30 y 40. No obstante que el
origen es común, figurativismo y abstraccionismo iban a convertirse en estilos
rivales.
Figurativos con inclinación a un eclecticismo en el que se expresaban por igual
la nostalgia de los temas vernáculos con las formas estilizadas y puras del arte
contemporáneo, fueron Francisco Narváez, Armando Barrios y Juan Vicente
Fabbiani. Narváez fue nuestro escultor más representativo de la primera mitad del
siglo XX. En su primera observo una tendencia a la solidez concisa y rotunda de
las formas y una disposición fantasista en el dibujo y el color que lo mostraban
poco propenso a trabajar del natural, no obstante que Narváez elegía sus motivos
de la realidad venezolana.
Tendencia similar se halla en los comienzos de Armando Barrios (1920), quien
exploto escenas folklóricas en beneficio de una composición y colorido armonioso.
La estilización convencional de las figuras sirve para enfatizar el ritmo lineal de la
composición. Figuras silueteadas dentro de plano de color puro en un ambiente de
suave penumbra, dominado por la entonación fría; el ritmo lineal enlaza los planos
geométricos en una estructura en la que fondo y forma constituyen aspectos
yuxtapuestos de un mismo espacio tan pronto saliente como entrante, La
musicalidad, que hace de la pintura de Barrios una especie de partitura plástica,
se apoya en las poses lánguidas y sublimadas de las figuras, generalmente
personajes femeninos agrupados o aislados en primeros planos. Continuador de
Marcos Castillo, Juan Vicente Fabbiani (1910) definió un estilo de figuras y retratos
de limpio colorido y tratamiento liso del modelado volumétrico. Desnudos,
naturaleza muertas, paisajes y retratos son con frecuencia los motivos de una
pintura, que por inspirarse en temas criollistas, sigue vinculada en cierto modo al
realismo social.

La figuración y los primeros anuncios del surrealismo en Venezuela

Hay que distinguir entre una figuración que se basa directamente en la realidad,
sobre cuyos datos inicia su trabajo el artista para mantenerse fiel a la
representación de esa realidad; y una figuración imaginativa, en donde los datos
sensible aluden vaga o ambiguamente a la realidad que le sirve de pretexto. Hay
también una figuración que alude a las cosas sin nombrarlas, y en donde el único
verso del color y la línea se constituyen en otra realidad. Ha sido esta concepción
la que ha prevalecido en los últimos tiempos. Ha sucedido que el desprestigio de
la enseñanza tradicional establecida sobre el principio académico de la pintura al
natural, la copia de modelos en yeso y la tendencia a considerar la obra de arte
como un producto que se basta a sí mismo y que tiene sus propias leyes, han
contribuido a la mayor libertad del artista del artista para conducir su trabajo al
resultado que le venga la gana.
Ahora bien, el surrealismo como estilo figurativo tuvo en Venezuela poca
resonancia. Faltaron aquí artistas de la talla de Matta y de Wilfredo Lam. Es cierto
que Héctor Poleo fue, a su modo y en su momento, un surrealista de oficio
Ortodoxo; había recibido la influencia de Dalí cuando trabajaba en Nueva York
hacia 1944 pero pronto abjuraría de un postulado escéptico que estaba en contra
de sus creencias íntimas. Más tarde Mauro Mejíaz (1930) antiguo profesor de la
Escuela de Artes Plásticas Arturo Michelena, de Valencia, proyectaría la búsqueda
de un Poleo hacia un estilo más embrionario y consustancial. Mejíaz se estableció
en parís a fines de los 60 y es hoy un exitoso pintor surrealista.
Algunas individualidades aisladas como Oswaldo Vigas y Mateo Manaure
(1962) Explotaron el simbolismo implícito en la expresión de contenidos oníricos
inconscientes, propuestas por el surrealismo, pero ha sido Mario Abreu (1919)
quien llevo más lejos esta investigación, de un modo poco ortodoxo desarrollando
en un comienzo una temática convencional que exploto con desenfadado
primitivismo.
En el estado Zulia habría que citar a José Francisco Bellorín (1941), pintor y
grabador; y en Caracas, entre los surrealistas más connotados se encuentran
Ladislao Racz (1918) Y Alberto Brandt (1923), espíritu extraño que hizo del
comportamiento surrealista una práctica diaria que lo condujo a una muerte
temprana, en 1972. Pero tal vez la figura surrealista más importante de los últimos
años sea el zuliano Emerio Darío Lunar (1940).
La actividad del grupo El Techo de la Ballena, entre 1960 y 1965 es una
referencia importante para un estudio del surrealismo en Venezuela. Aquí militaron
artistas plásticos entre los que cabe mencionar al ya citado Alberto Brandt, Carlos
Contramaestre (1934), Gabriel Morera (1934) y Juan Calzadilla (1931). El aspecto
surrealista en este grupo se encuentra tratado de modo más convincente en la
literatura y particularmente en la poesía. Pero por su comportamiento y actitudes
Contramaestre, autor de la célebre exposición <<Homenaje a la necrofilia>>,
(1962) no se sustrae a una proximidad con el tipo de arte militante y provocador
que fue común dentro del surrealismo de los años 30 y 40. Calzadilla y Brandt son
los típicos representantes del automatismo psíquico expresado a través de un arte
caligráfico.
El fin de la década del 70 atestigua una profusa puesta en marcha del espíritu
surrealista, ahora sin claras posiciones de grupo, aunque existen todavía ortodoxia
militante como la de Philip West (1946) y Felipe Márquez (1957). Entre los nuevos
artistas de lenguaje surrealista citaremos a Gabriela Morawetz (1952), Miet
Detyniecki (1938), Alirio Palacios (1944), Edgar Sánchez (1940), José Ramón
Sánchez (1938), Carmelo Niño (1951) Saúl Huerta (1948), Jorge Seguí (1945),
Felipe Herrera (1947) Y Rafael Campos (1951).
El movimiento de la nueva figuración

Hacia 1957 el movimiento abstracto-geométrico pareció alcanzar su apogeo, y


su declinación no se hizo esperar. Para el clima político que se vivía resultaba a la
vista de los jóvenes un movimiento demasiado acrítico. No tardaron en surgir las
posiciones polémicas, siempre dispuestas a cuestionar el éxito y hubo una
solicitud de compromiso social por parte de los seguidores del realismo que los
integrantes del grupo abstracto-geométrico, el más aferrado a las banderas del
progreso, no estaban dispuestos a asumir, alegando que el verdadero compromiso
del arte es con su propia evolución dialéctica. Las críticas vinieron también de un
movimiento que tomaba algunos ingredientes del nuevo arte, especialmente del
expresionismo abstracto y del posfauvismo de la Escuela de París- sus integrantes
eran jóvenes que habían hecho larga pasantía en París e Italia, algunos con
militancia en el propio abstraccionismo geométrico, como era el caso de Luis
Guevara Moreno, o que estaban identificados con la teoría que dice que la obra de
arte es autónoma y, por tanto, una realidad en sí misma. Entre éstos Régulo Pérez
y Jacobo Borges.
La exposición que los tres pintores mencionados organizaron en el Museo de
Bellas Artes en 1957 trajo al encajonado del abstraccionismo un aire renovador.
Fue el punto de partido de lo que en adelante se conocería como una nueva
figuración, término rechazado por los participantes de aquella famosa exposición.
La influencia foránea no fue aquí la más determinante. Hay que decir que la
nueva figuración se sitúa en la tradición realista del Círculo de Bellas Artes, y que
rescata de ésta, por su gusto del color, a la figura de Marcos Castillo. La
experiencia lograda por estos artistas durante sus años de estudio en la Academia
de caracas también cuenta y fue el puente natural para la síntesis lograda en sus
estilos al operar en ellos la influencia de las nuevas corrientes europeas. Síntesis
que indicaba que era posible lograr un tratamiento original de la temática humana
valiéndose de un planteo investigativo del color, incluso partiendo de las formas
abstractas, siempre que pudiera superarse la antinomia realismo-abstracción.
Se trataba de hacer del realismo un lenguaje nuevo; temas de la realidad
venezolana tratados en una estructura de color a la que se dejaba la eficacia de la
expresión. Lenguaje y realidad era una misma cosa; la anécdota como tal dejó de
interesar a estos artistas.
Luis Guevara Moreno (1926) era el de mayor experiencia. Partía de la
revelación del color como materia activa, que tenía en el soporte su propia
realidad y consistencia, para abordar telas de grandes dimensiones; los quiebres y
facetamientos de la estructura plástica originaban una profunda interacción entre
colorido, luminosidad y expresión. Hacia 1959 Guevara Moreno obtenía el Premio
Nacional de Pintura.
Régulo Pérez (1929) descomponía el cuadro en ritmos de planos acusados por
una línea rápida y sintética; la perspectiva atmosférica era el plano mismo y la
escena donde se agrupaban los personajes resultaba en extremo abreviada para
recalcar la fuerza del color distribuido en zonas geométricas. Como Guevara
Moreno, Régulo Pérez tomaba el cuadro como medio para decir algo, no para
narrar, de tal manera que lo dicho era la pintura misma. Régulo fue afirmando con
los años el carácter comprometido de su arte y de la presentación de las cosas
pasó a la acusación, utilizando símbolos e imágenes deformadas del hombre,
murciélagos y animales extraños. El dibujo incisivo lo lleva a la sátira y a la
caricatura política. Por otra parte, contraponiendo el dibujo al color llega a una
simplificación extremadamente simbólica de sus temas en un estilo cada vez más
desenfadado, que Régulo compromete en series temáticas, de un carácter a
menudo provocador. En su última etapa se interesa por el tema de la ciudad, por
Caracas más exactamente, y sus grandes símbolos: las autopistas, los grandes
edificios, avenidas, descrito todo con una técnica cartelaria y brillante.
Jacobo Borges

Jacobo Borges (1931) estaba llamado a convertirse en el pintor figurativo de


mayor influencia sobre las nuevas generaciones. Su evolución ha sido, sin
embargo, lenta: rechazado sistemáticamente en los salones oficiales, logró
imponerse en 1957 con una pintura alegórica: La Pesca, realizada dentro de una
concepción de vitral, para consagrarse al dibujo bajo la influencia de José Luis
Cuevas. Como dibujante tuvo un éxito extraordinario, al punto de que hay quienes
estiman que es mejor dibujante que pintor. Su tendencia satírica, su actitud
comprometida y el brutalismo de su expresión, lo llevaron a comienzos de los años
60 a un expresionismo que reveló, de paso sus cualidades de colorista que sabía
combinar la fiera deformación de su gesto político y el lirismo de un poeta. El
realismo de su escritura fue conducido luego por Borges a telas de grandes
dimensiones, como si tratara de elaborar una crónica, haciendo evidente una
intención episódica, sobre ciertas clases de la sociedad; el poder fue cuestionado
y sacudido, viviseccionado en retratos y grupos de personajes que traducían el
gusto del artista por el retrato y la arquitectura.
<<Concibo mi pintura – dijo Jacobo Borges – como una épica y por lo tanto
como una posibilidad de expresión social. Me propongo representar personajes
que pueden ser identificados en la realidad cotidiana, incluso ser señalados con el
dedo>>. Borges no llegó, afortunadamente, a este naturalismo, que hubiera
significado para él algo así como adoptar una técnica fotorrealista. Pero en sus
obras se sentía el peso de sus acusaciones y de su resentimiento, trocados en el
clima esencial de una pintura que tocaba fondo en la realidad, tanto como en la
pintura misma.

Pedro León Zapata

Entre los figurativos interesados en la recaptura de una imagen crítica de la


ciudad, sus personajes y su historia, se encontraba Pedro León Zapata, mucho
más conocido por sus caricaturas en el diario <<El Nacional>> que por su obra
pictórica: ésta tal vez de menor importancia que su trabajo de humorista.
Ciertamente sus caricaturas son parte de la vida del país, y quizá también de la
historia venezolana, donde ya ha arraigado con suficientes méritos; caricaturas
que son expresiones creativas dignas de estudiarse en un recuento del arte
venezolano, en el cual, de hecho, tendrían el valor de apuntar hacia uno de
nuestros mejores dibujantes actuales. Porque en una caricatura de Zapata el
dibujo mismo es fundamental y constituye la estructura del mensaje; dibujo que
muestra esa condición de las obras bien proporcionadas que saben expresar su
contenido con la forma justa y precisa; Zapata combina el mensaje con el valor
gráfico de una imagen eficaz y expresiva por sí misma, independientemente de
aquel mensaje. El dibujo viene ser la clave de este lenguaje, cuyo valor no
podríamos comprender si no lo referimos a una concepción estética, a la
experiencia y al programa de un artista cuyo talento para el signo corre parejo y
está estrechamente ligado a su talento intelectual para generar metáforas e ideas.
Como pintor, en cambio, Zapata no parece contento con la imagen tradicional y,
al igual que Régulo y Guevara Moreno, se siente cada vez más involucrado en
una suerte de creación que no escapa, por otra parte, a su carácter de humorista
interesado en los mensajes tanto como en los medios. Su gusto de las
proporciones, que uno aprecia en los <<Zapatazos>> de El Nacional, no parece
influir en el gesto desenfadado que le lleva a valerse de cualquier lenguaje que
juzgue apropiado, incluso el teatro, para crear manifestaciones donde se mezclan
la ambientación con el acontecimiento y la exposición de arte; lo mismo invade la
pintura que la escultura, escapando a las limitaciones de la obra de caballete, le
permiten hablar de la ciudad con un lenguaje irónico. De allí que forme grupo con
otros dos cronistas nostálgicos y obsesionados por el humor urbano: Régulo y
Guevara Moreno para trabajar en exposiciones de apariencia espectacular como
esta Caracas de cara a cara, efectuada en el Museo de Arte Contemporáneo y en
la que tomó parte Zapata, esta vez como pintor y escultor.
A estos nombres hay que añadir el de José Antonio Dávila (1935), pintor
comprometido con el realismo social en sus primeros tiempos: tan pronto
explotaba los temas del mundo del trabajador urbano, como el agreste paisaje
rural, las fiestas populares con grandes multitudes y las salinas de Araya. La
influencia de Guevara Moreno operé hacia 1960 un cambio saludable en su obra,
comenzó a interesarse en la materia cromática y dio un sentido más constructivo y
actual a sus composiciones que continuaron, hasta hoy, basándose en el trabajo
de obreros y operadores de máquinas. Por esta vía José A. Dávila desembocó en
una figuración de factura lisa y colorido de efectos brillantes y metálicos,
respondiendo a una idea de diseño que le inspiró series de obras sobre cabinas y
compartimientos geométricos, una de las cuales llevó, en 1937, el título de El
Hombre Modular: Reiterado y constante pretexto para afirmar su creencia en un
mundo humanizado, tal como ha empezado a encararlo en su obra más reciente
en la cual, apartándose del tema de las maquinarias, fija nuevamente su atención
en seres vivientes y anónimos: el hombre y los animales.

Desarrollo de la nueva figuración

Uno de los figurativos más coherentes en su evolución ha sido Alirio Rodríguez


(1934), quien ha realizado su obra más importante en Caracas a partir de 1962,
después de una temporada de estudios en Italia. Rodríguez se inclina, en su
pintura, a las reacciones primarias: el grito, el horror, el alumbramiento, el vacío
total. En este sentido es un pintor del vértigo, a cuyo logro se presta una técnica
gestual que se plasma por medio de trazos espirales, tensos y continuos, para
describir elipses y órbitas en torno a los personajes, generalmente desnudos y
monstruosos; grandes espacios de imprecisa ubicación. ¿Espacio cósmico o
espacio visceral? En todo caso, las figuras levitan, flotan, reposan sobre
gigantescos pedestales o permanecen encerradas en cubos de cristal, ingrávidas
y solitarias, como si se encontraran impedidas por sí mismas para asumir su
verdadero ser. Pero también, a veces, Rodríguez pinta la salvación, explicándonos
él mismo el humanismo de sus búsquedas, en abierta oposición a la realidad
tecnológica de hoy, frente a la cual su obra quiere ser una recusación.
IX

ORIGENES DEL ARTE INGENUO

Desde el descubrimiento de Feliciano Carvallo, en 1948, son numerosos los


pintores ingenuos que, con mayor o menor fortuna, han aparecido en Venezuela.
Ello puede tener explicación en las características visuales de la sensibilidad del
hombre criollo, así como también en la persistencia marginal – especialmente en
los pueblos del interior – de una artesanía popular cuyo espíritu habría que
remontar a los tiempos de la Colonia. Y ha sido tal la contribución del artista
popular a la cultura plástica de nuestro país que no sería osado atribuirle a la
pintura ingenua una significación parecida a la que desde aquella lejana fecha –
1948– ha venido teniendo para nosotros el arte abstracto.
Hemos tomado 1948 como punto de partida, como el año en que se reveló en
Venezuela, cronológicamente hablando, el primer pintor ingenuo; no sugerimos de
ningún modo que sólo a partir de esta fecha ha habido manifestaciones de este
género popular en Venezuela. Muchas creaciones de los siglos XVIII y XIX en las
cuales las torpezas e incorrecciones se convierten en valores expresivos, son los
más lejanos antecedentes de nuestros actuales primitivos.
Todo verdadero artista ingenuo tiene su propia concepción del mundo y su obra
es casi siempre una explicación parcial de una interpretación mítica que rebasa el
puro significado plástico de la obra. Lo que crea lo supone lleno se un sentido que
transciende los términos materiales del cuadro. Por ejemplo, Bárbaro Rivas creía
firmemente en la virtud milagrosa de las imágenes que pintaba. Estas le eran
inspiradas por Dios mientras él dormía, y constantemente hablaba de ángeles <<
que le llevaban la mano>>. Feliciano Carvallo da acuerdo con su raza, invoca
selvas e historias de animales que son en sí mismas expresiones de un ritual, y a
través de de las cuales se filtra un mundo atávico, el de África, con su música de
tambores que sugieren la extensión monótona de los colores planos y el ritmo
intensísimo de las simbólicas aglomeraciones de signos. Son los signos vivientes
de una cultura trascendida. Por su parte, Salvador Valero se hace dueño de una
impresionante cultura mítica, que ha recibido de la tradición oral: pero no le basta
con pintar, ha de recurrir al testimonio escrito, al cuento y la leyenda para
transmitir enteramente no sólo el contenido episódico de esos mitos, sino también
el sentido poético que suscita como hecho de la sensibilidad.
Si la pintura culta es la manera propia en que el pintor se presenta al mundo a
través de sus sentidos, para el artista ingenuo la pintura vendría a ser la forma
cómo ese mundo se le revela espontáneamente. Esta afirmación puede
constatarse en la obra de Bárbaro Rivas (1982 – 1967), ingenuo venezolano
descubierto en Petare por el crítico Francisco Da Antonio, en 1953.
Da Antonio ha estudiado bastante bien la pintura de Rivas y siguió la trayectoria
de su trabajo a lo largo de de unos quince años de actividad, lapso en que puede
ubicarse la mayor parte de su obra, o sea, entre 1953, cuando fue descubierto, y
1968, año en que el pintor falleció, a los 74 años de edad. Lo que caracterizaba al
arte ingenuo no es tanto su espontaneidad como la sinceridad que expresa o
como la libertad a través de la cual se nos revela; de tal modo que, en una
auténtica expresión ingenua, la pintura se reduce a plantearse en sus propios
términos: la fantasía y el lirismo.
La pintura de Bárbaro Rivas emana de una profunda experiencia vital:
manifiesta el distanciamiento necesario entre esa experiencia y el acto por el cual,
pasado cierto tiempo, la memoria la rescata y restablece el cuadro.
A 1926 se remontan los primeros cuadros de Rivas mostrados en la
retrospectiva que Da Antonio organizara en el Museo de Bellas Artes, en 1956, y
que fue la primera exposición que de ese artista vio el público de Caracas antes
de que participara por primera vez en el Salón Oficial de Arte Venezolano. El
mayor número de sus obras se localiza entre 1955 y 1960, periodo intensamente
creador durante el cual Bárbaro Rivas recibiría sostenida protección por parte del
círculo de amigos que lo había rodeado en su modesta casa del barrio El Calvario,
de Petare.
La pintura de Bárbaro Rivas nace de una fe atormentada, caótica, de una
necesidad involuntaria de absoluto, que requiere ser y es iluminada por el acto de
pintar, a través del cual el pintor consigue ese estado de gracia que le estaba
negado a su condición humana. La verdadera pintura ingenua es la que
comprueba la eficiencia de una cierta creencia mágica en cuya base está una
experiencia de iluminación interior.
Bárbaro Rivas representó también el drama de nuestras grandes ciudades, el
duro contraste entre los valores materiales que siembran a título de progreso la
injusticia social y la aspiración de los humildes a escapar del mundo de la
alineación a que han quedado reducidos. Su obra, teniendo un carácter religioso,
resulta por eso eminentemente social. Es la metáfora del anhelo de una vida mejor
expresada con la mayor espiritualidad que hayamos conocido en la pintura
venezolana. Anhelo de un orden y una justicia materiales en donde puedan
fundarse las bases de una sociedad más justa.
Feliciano Carvallo (1920) es un hijo moderno de esa cultura afroamericana que
alcanzó a tener manifestaciones propias en el litoral central venezolano y que se
extendió desde las selvas de Barlovento hasta las pequeñas poblaciones situadas
al este de La Guaira. La segregación de que fueron objetos los esclavos negros
durante la colonia determinó que éstos se aislaran en sus propios centros
urbanos, donde surgiría una fuerte cultura que iba a mezclar las formas de los ritos
tribales con las creencias católicas que, junto con su sometimiento, les fueron
impuestas a los negros explotados. Estas culturas afroamericanas lograron
subsistir hasta hoy, conservando solamente las expresiones que estaban
poderosamente marcadas por el espíritu de la tradición y por la sensibilidad
natural de la raza; la música y el canto, tal como estas manifestaciones se dan
actualmente en las poblaciones negras de Barlovento. Sin embargo, el elemento
africano, al contrario de lo que sucedió en Bahía, o en Haití, no elaboró
paralelamente a la evolución de su música formas escultóricas relacionadas con la
magia totémica, por la razón de que al serles arrebatadas sus creencias primitivas,
los negros debieron abrazar la religión cristiana. Por ello se quedaron sin
imágenes autóctonas.
En la obra de Feliciano Carvallo se hace presente, sin él advertirlo, un mundo
que tiene de la cultura afroamericana lo que sus visiones nos entregan de
capacidad de simbolizar musicalmente la realidad a través del color. Lo mágico no
resulta trasladado en su obra a una interpretación de las ceremonias religiosas y
de las fiestas populares relacionadas con el ritual católico. Conforme al dictado
atávico de su raza, Feliciano Carvallo ofrece una concepción de la pintura
completamente alejada de de cualquier naturalismo. Para él el espacio plano
donde los objetos nos revelan no su identidad, sino los símbolos de lo que el pintor
cree ver más allá de una relación puramente armónica, relación que es en verdad
problema que Feliciano resuelve. A sus visiones ingenuas y sencillas de fiestas de
pueblos, episodios narrados por el folklor; pintados con un colorido refinado y con
armonías contrastadas, sin basarse nunca en observación, Carvallo añade su
fuerza para invocar mitos y fábulas de encanto poético. Su técnica es de una rara
minuciosidad en la representación de escenas con imágenes abigarradas y
nítidas, de efecto decorativo. Sus cuadros se fundan en el desarrollo de una
anécdota, si bien no es el asunto lo que termina por cautivar al espectador.
Por alguna razón deben figurar en este capítulo dedicado a la pintura ingenua
artistas en quienes se hace discutible la aplicación del calificativo de naif. Emerio
Darío Lunar (1940) es uno, otro es Salvador Valero, un pintor nacido en Valera
(1908), que parece entroncar directamente con una escuela de pintura popular
cuya tradición se remonta a la Colonia. Su obra tan polifacética entraña, además,
conocimientos y experiencias que sobrepasan el dominio de la visualidad pura que
caracteriza al pintor ingenuo. En un sentido amplio podemos definir al ingenuo
como un creador que parte de cero. Si existen antecedentes en su obra, si existe
una tradición en lo que se apoya, es evidente que él no toma conciencia de estas
fuentes. Su obra expresa generalmente un mundo que se cierra en él mismo, en lo
que concierne al contenido y a los medios de representación. Practica una técnica
sui géneris. Es muy difícil que en su caso se pueda hablar, en una palabra, de una
escuela ingenua con determinadas características, comunes a un grupo de
artistas. El ingenuo se tiene a sí mismo por maestro y alumno. Salvador Valero, al
contrario, arraiga en las convicciones sociales de la comunidad, en creencias
firmemente arraigadas en el pueblo y compartidas por él de un modo que lo hace
intérprete de ellas. Se está, además, ante el caso de un artista formado bajo el
signo del aprendizaje y la inquietud intelectual y que, por añadidura, no se siente
cómodo en el papel de pintor.
Antonio José Fernández, apodado <<El Hombre del anillo>>, nació en Escuque,
Estado Trujillo, en 1915. Descubierto en 1963 por Carlos Contramaestre,
Fernández es un caso excepcional, no solo por ser el primer escultor ingenuo que
aparece en Venezuela, sino también por la variedad de las técnicas y medios que
emplea: la madera, el cemento, el color, la piedra del río. Tal riqueza de
procedimientos corresponde naturalmente a sus intenciones y a la profundidad de
su concepción mítica de la realidad. Antonio José Fernández coloca en su paisaje
natal mitos cristianos como el de Adán y Eva y hace del Trópico un paraíso;
desarrolla escenas con la imaginación de un indígena, envolviéndolas en poética
fascinación, describe ante el espectador el horror de los partos. Su candidez esta
a un paso del mal humor. Muy original y moderna solución nos ofrece en sus
relieves policromados en los que incrusta espejos en donde no solo los personajes
del cuadro se miran, sino también es espectador incorporado (una solución
ingenua). Fernández concibe la forma como un volumen y cuando pinta se le hace
necesario tallar la madera misma que le sirve de soporte logrando intercalar (como
en cierto pop art) planos pintados con formas de relieve. Esto implica una
concepción escultórica que ha desarrollado con éxito en sus tallas de piedra de
canto rodado y también en sus objetos policromados modelados directamente en
cemento. En estas creaciones escultóricas, que se acercan a la concepción de los
imagineros, perpetúa la tradición de la artesanía colonial, según la cual las figuras
en madera debían ser policromadas, lo que exigía también virtudes de colorista de
que tampoco está carente A. J. Fernández.
Víctor Millán (1919) es nativo de Araya, Estado Sucre, y fue descubierto hacia
los años 50 en el litoral de La Guaira, donde trabajaba como estibador del puerto.
Por muchos años había sido marinero y la temática marinera se hace presente en
casi toda su obra. Millán ha realizado una pintura numerosa y variada, que
constituye una enumeración entusiasta de escenas de fiesta, de pueblos, plazas,
embarcaciones, imágenes de procesiones y retratos de personajes populares. Ha
cultivado también, con igual fortuna y variedad de motivos la escritura en madera y
piedra y, como sucede con Carvallo, sabe canalizar su fantasía en la creación de
objetos de artesanía, a todo lo cual imprime su característica ingenua <<A él
debemos – escribió Francisco Da Antonio – esos ambiciosos paisajes donde las
casas semejan proas de grandes buques multicolores, abigarradas escenas donde
el pájaro guarandol cae abatido por el fogonazo de confitería que el cazador oculto
entre cintas de papel acierta con la gracia estallante de la escopeta de juguete.
Exquisitas naturalezas muertas – flores, por lo regular – donde el azul impone su
timbre más profundo y, por sobre todo, las más hermosas estampas marineras de
nuestro ingenuismo pintadas con el decidido amor de quien conoció el secreto
más puro de las vejas balandras pesqueras del Caribe>>.
Los artistas que mencionamos arriba abren el camino de una experiencia
legionaria que cuenta con innumerables representantes en todo el país. Mencionar
los que nos parecen de mayor interés, entre los que surgieron después de 1960,
supone abrir un nuevo capítulo. Veraméndez, Fagúndez, Galindo, Apolinar,
Esteban Mendoza, A.A. Alvarez, Idrogo, Manasés Rodríguez, L.A. Villegas, en
Caracas y sus alrededores. Antonio Padrón y Landínez en el centro del país. Cleto
Rojas en Oriente; N. Figueroa, Juan Alí Méndez, Arciniegas, Gallardo, P.M.
Oporto, en el occidente y muchos más.
X

NUEVOS DESARROLLOS A PARTIR DE 1970

A fines de los años 60 emergió a primer plano el movimiento cinetista, que


había consagrado a Jesús Soto y Carlos Cruz-Diez y que mantenía en su periferia
a un grupo de creadores jóvenes como Rafael Martínez (1940), Rafael Pérez
(1938), Esteban Castillo (1941), Esteban Darío Pérez (1946), Juvenal Ravelo
(1931) y otros; el campo de posibilidades de este arte parecía cerrado y no
tardaría en producirse una desbandada entre los jóvenes que, siguiendo el
ejemplo de Soto, trataban de triunfar en Paris. El desarrollo del cinetismo se vio
así limitado al trabajo de los maestros.
Por otro lado, la nueva figuración daba signos de cansancio y caía en el clisé
político o en las aberraciones expresionistas. Con el cierre del Salón Oficial, el
estimulo a la creación decreció en comparación con la pujante actividad difusiva
de comienzos de la década del 60. En estas condiciones inicio su trabajo una
nueva generación de creadores. Esta asumirá su obra desde una perspectiva más
despersonalizada y escéptica, si se quiere apartada de todo compromiso político.
Se aprecia la separación del grupo como móvil de la actividad, y las tendencias
dejaran de ser hegemónicas, en beneficio de la búsqueda personal y de las
acciones reflejas. El rasgo común entre un artista y otro es su rechazo a la
tradición inmediatamente anterior. Pero hay otros denominadores, como la
exploración del campo figurativo, bajo una óptica nueva y una nueva actitud critica
frente al constructivismo que se viene predicando desde 1951. Pero más que de
asumir la figuración como premisa, se trata de elaborar un arte deslastrado de
referencias históricas, y en el que importara más la autenticidad del realizador que
la urgencia de mantenerse informado y adscrito a las corrientes del arte
internacional. Esta revisión crítica pone en juego necesariamente la aplicación de
nuevas técnicas. La naturaleza, y no el conflicto existencial en el mundo urbano,
es el gran tema de la década; el paisaje es reciclado bajo una apariencia
naturalista que estuvo muy lejos del propósito de los pintores de la generación
anterior; el paisaje había sido dejado a una mediocre tradición de continuadores
de la llamada Escuela de Caracas. Aparece un paisajismo intelectualizado como el
que veremos en A. M. Mazzei (1941) y, sobre todo, en José Antonio Quintero
(1943), o conceptualizado en la obra de Rolando Dorrego (1942).
Frente la improvisación de los informalistas y abstractos líricos, hallamos la
forma construida y la base técnica como origen de la obra. Otro rasgo común que
unió a los artistas emergentes fue el interés por el dibujo, el grabado y, en general,
por la integración de las técnicas. Las generaciones anteriores no habían cultivado
tal interés. Las distintas disciplinas eran consideraras con autonomía unas de las
otras. El pintor solía ser exclusivamente pintor, el escultor era escultor. En su
reacción contra la visualidad simple y el plano, un grupo de artistas, identificados
generacionalmente, propuso un tipo de obra sensorial, constituido por formas
orgánicas básicas y por proyectos de ambientación en las que se buscaba << el
contagio >> del espectador, una relación más táctil con el objeto. Trabajaron esta
dirección Rolando Dorrego, William Stone (1945), Margot Romer (1938) y Lilia
Valbuena (1947), quienes no establecían diferencia entre pintura y escultura.
Las exposiciones y recuentos fueron importantes para definir una nueva actitud
experimental. El clima de investigación explica la necesidad de establecer una
relación más directa con el público; surgieron proyectos de equipo, como << las
sensaciones perdidas del hombre >>, en el Ateneo de Caracas, y << de piel a piel
>>, con un grupo heterogéneo señala su participación en Bienal de Sao Paulo de
1975, con una rotunda obra participativa; la grafica tomo un rumbo más ambicioso,
arrastrada hacia el experimento. Galerías como la Sala Mendoza y la Banap,
menos comprometidas con el arte oficial, acogieron las propuestas de los nuevos
artistas, sin imponerles una sola tendencia. El Salón de los << Once Tipos >> en
la primera de las salas mencionadas, marco época y tuvo larga continuidad, hasta
1981: punto de convergencia generacional para reunir a figurativos, sensorialistas
de la naturaleza, abstractos y conceptualistas.
Al lado de una tradición del diseño, se sitúa el empuje de una tendencia que, en
general, afecta a todo el movimiento figurativo, tanto al que se hace en Caracas
como en ciudades del interior. Se trata de lo que llamaremos lenguajes de
influencia surrealista, bien insertados en el arte de los últimos diez años, que
permiten acordar la mayor libertad en la asociación de imágenes con un espacio
fantástico, legible en varias direcciones; los logros del nuevo dibujo a este nivel del
discurso imaginario, como se aprecia en Pancho Quilici (1954), Saúl Huerta
(1948), Felipe Herrera (1947), Rafael Campos (1950), Corina Briceño (1943),
Nadia Benatar (1951), Francisco Cisneros (1956) y otros, no se admiten como
simples adquisiciones de destreza técnica, en oposición al gestualismo y la
improvisación del arte figurativo de los años 60. Significa igual dosis de
sometimiento a un universo consustancial al lenguaje de nuestra realidad, tanto
como al lenguaje de los sueños. Utilizando el espacio como escenario de una
metamorfosis incesante, unos y otros reinterpretan la figura humana acordándole
un sentido múltiple a la lectura de su relación con la realidad.
Hubo otro grupo de artistas, de una generación anterior, que llega a su madurez
con la década del 70. Formados en la tradición figurativa de la vieja Escuela de
Artes Plásticas, son creadores que se valen más del signo que de la forma, más
del gesto que de la imagen. Algunos, José Antonio Dávila y Hernández Guerra
(1938), acusan cierta influencia del Pop Art, contra el cual reaccionan a su vez.
Pronto van a encontrar un camino propio: Dávila creando símiles de la tecnología
industrial, maquinas y cabinas de brillante acabado metálico: sus colores estaban
distribuidos en planos, Hernández Guerra volverá a una especie de paisajismo
monumental, inestable en los primeros planos, neutro y trascendental en su
globalidad panorámica.
En alto porcentaje, el nuevo artista venezolano, el emergente, hace causa con
la figuración, en la que se apoya sus búsquedas por una vía que parece eludir, en
virtud de su alto nivel técnico, los tanteos, la complementariedad en que
naufragaron los mejores intentos de la nueva figuración de ayer. ¿Se trataría de
una reacción en cadena contra el prolongado reino de los estilos abstractos? En
todo caso, la vertiente figurativa, por la que se lanza la gran mayoría de jóvenes
que comienzan a hacer armas, no constituye un movimiento en sí, ni obedece a
grupos y no hace alarde más que en pequeña medida del compromiso político. En
cierto modo, estamos asistiendo a una especie de operación correctiva de la
tradición figurativa de ayer, con todos los peligros y ventajas que se derivan de
una lección dada por alumnos que, como dijo alguien por allí, superan a sus
maestros.
Durante la década del 70 la nueva figuración jugo un rol importante y prueba de
ello es el trabajo de Jacobo Borges y del Circulo El Pez Dorado, agrupación en la
que participaron figurativos como Régulo, Palacios (1944), Espinoza (1937),
Luque (1933) y Moya (1938), cuyas obras, junto a la de otros que no hemos
nombrado, sientan las bases de las búsquedas siguientes.
Pero entre la gente joven, debido al peso de esta tradición, la balanza no
parece inclinarse hacia el cinetismo o abstracción ni la adhesión a estas
modalidades alcanza a tener la intensidad de ayer.
Los nuevos salones, como el Plaza, y los que, como el Arturo Michelena, ya
existían, se inclinaron de modo natural al dialogo con los jóvenes manteniendo la
vigencia de los conceptos de éstos, ante la deserción de maestros y consagrados,
y aunque tal estímulo no representó siempre la mejor opción, al menos los salones
Continuaron, como los de ayer, caldeando el ambiente y sosteniendo el equilibrio
entre concepciones opuestas, que todo movimiento de arte requiere.
A comienzos de la década se perfiló en Maracaibo un poderoso movimiento
de dibujantes: de una u otra forma, el Zulia Siempre tuvo un arte independiente del
resto del país, en cuanto a temas e inquietudes. El desarrollo contemporáneo fue
aquí más tardío y poco favorable al remedo y al snobismo, lo que contribuyó a que
el arte abstracto alcanzara en Maracaibo poco arraigo. Fue por su marginalidad
misma, respecto a Caracas y a las corrientes internacionales, lo que motivó al
nuevo artista zuliano a buscar su identidad en un punto de partida en cero. El
oficio, tenazmente arrancado al autodidactismo, laborioso y a menudo torpe y sutil,
abrió la compuerta de un realismo que no se disolvía en una simple óptica
naturalista; hubo en el creador zuliano ingredientes imaginativos que le llevarán a
hacer del espacio de dos dimensiones, el papel o la tela, un mundo fantástico y
cotidiano. Henry Bermúdez, Carmelo Niño, Ángel Peña y Cepeda, en cierto modo
son los continuadores del esfuerzo ya cumplido por Francisco Hung (1938) y
Francisco Bellorín (1939), en menoscabo para favorecer el desarrollo de la nueva
figuración.
La década del 70 ve surgir al arte conceptual, tan tímidamente aceptado
hasta ahora, y aparece en las distintas acepciones en que Se diversificará en
adelante, desde el que requiere del objeto como del que, en ausencia de la
imagen, vive de las connotaciones que genera una idea, una actitud o
Sencillamente una acción corporal. Tendencias a la que se sumarán, en algunos
Casos, los representantes de Sensorialismo. El arte va a dividirse para los que
niegan el sistema visual de la tradición en objetualismo y no objetualismo, en arte
convencional y arte no convencional, según se trate de definir manifestaciones
extremas; el arte conceptualista bebe en otras fuentes, pero básicamente en el
rechazo de la fórmula consagrada; por tanto va a la fotografía, a la fotocopia,
recursos sustitutivos, o autosuficientes como en el caso de la Televisión y el cine
Super Ocho. Entre los más destacados representantes de la nueva tendencia
están: Claudio Perna, Héctor Fuenmayor, María Zabala (1941), Pedro Terán
(1943). Beatriz Blanco (1944), Theowald D Arago (1948), Yeni y Nam, Diego
Rizquez, Villamizar, M. A. Ettedgui (1955-1982), Rolando Peña (1945).
XI

LA ESCULTURA MODERNA EN Venezuela

Génesis y desarrollo

Curiosamente, la historia del arte en Venezuela ha sido reducida a la historia de


la pintura. Para los historiadores, la escultura hecha en nuestro país durante el
siglo XIX no cuenta a la hora de los balances plásticos.
Ramón de la Plaza, nuestro primer historiador de arte, le dedica sólo algunos
párrafos para referirse con algún detalle a Rafael de la Cova y Eloy Palacios.
Enrique Planchart se limitó a escribir sobre este último y apenas se Ocupa en
nombrar a los escultores que aparecieron después de la generación del Círculo de
Bellas Artes, como es el caso de Francisco Narváez. La escultura viene resultando
un campo extraño a la meditación de este crítico que centró todo su interés en
exaltar el trabajo de los pintores de su propia generación. Por su parte, Alfredo
Boulton ha titulado su obra principal, consagrada al estudio del arte nacional,
<<Historia de la Pintura en Venezuela>>; conforme al propósito de este título,
nuestro historiador omite todo estudio sistemático de la talla colonial y pasa por
alto a los escultores del siglo XIX hasta detenerse en el análisis de la obra
escultórica de Narváez, en pleno siglo XX.
La tradición de la enseñanza se orienta también hacia la primacía de la pintura;
la primera escuela de dibujo que se funda en el país data de 1839. En 1840 se
crea una cátedra de pintura al óleo en la Escuela Normal de Dibujo, que
comenzaría a funcionar, a partir de ese mismo año, adscrita a la Diputación
Provincial de Caracas. Pero la escultura no se enseñó metódicamente en
Venezuela sino luego de 1887, Cuando aquella primera Escuela se transformó en
Academia de Bellas Artes, destinándose aquí una sección al aprendizaje
escultórico. Y si bien es cierto que la escultura se hizo materia obligatoria para
todos los que estudiaban en la Academia, no menos cierto es que ella terminó
siendo, en la práctica, una rama auxiliar para la carrera de pintor. La verdadera
formación escultórica se adquirirá en Europa, y aun así no será fácil para el artista
profesional que retornaba a la patria después de culminar estudios en el
extranjero, hallar en Venezuela estímulo para desarrollar una obra que debió verse
limitada en su producción por la escasa demanda del encargo.
Restringido su campo de acción a servir al culto funerario o a proveer al Estado
las imágenes que coronan los monumentos públicos, al escultor venezolano del
XIX le bastará adquirir la técnica indispensable para lo que de él exige una
sociedad que ve en la escultura un medio de perennizar el recuerdo de sus
hombres importantes.
Cuando a fines del Siglo XIX pareciera que la escultura se orienta en Venezuela
hacia cierto esplendor, ocurre el derrumbe del realismo. La Academia como
institución inspirada en rígidos patrones de enseñanza, se desmorona y aparece
un nuevo orden artístico que, apartándose de la sumisión al objeto idealizado,
proclama el estudio directo de la naturaleza, la libertad técnica y el tema vernáculo
Como ejes de la inspiración. La pintura y la escultura persiguen durante el siglo
XIX un ideal renacentista que Se aplica no sólo a las formas y a las soluciones
academicistas y decorativas, sino también al patrón de anatomía humana. De la
misma forma en que se imitan los estilos eclécticos de la arquitectura francesa
para dar a Caracas un rostro parisino, así también se Crea para la estatuaria una
tipología artificial tomada de los ejemplos grecolatinos y del neoclasicismo
europeo; se repiten los mismos temas: bacantes y amorcillos, figuras mitológicas,
ángeles helénicos, las consabidas musas y Venus, todo puesto al día por la
retórica parnasiana.
Nuestro siglo XIX fue pobre en técnicas artísticas: de los procedimientos
escultóricos, el único que se popularizó con relativo éxito fue el modelado en
arcilla, pero el escultor siempre tropezó con la dificultad de concluir el vaciado en
bronce de sus obras. Los talleres de fundición eran demasiado rudimentarios y
cuando se trataba de piezas de cierto tamaño no Se disponía ya de los medios
adecuados para hacerlo, por lo cual muchas obras se quedaron en la fase del
modelado y corrieron la suerte de desaparecer. La talla directa en mármol apenas
fue practicada en la Academia. Y en cuanto a la talla en madera, que tan ricos
ejemplos dio en el pasado colonial, se la consideró sin ninguna utilidad. El Último
entre los escultores realistas que la puso en práctica fue Andrés Pérez Mújica. Los
monumentos concebidos en arcilla se realizarán en maquetas pequeñas a fin de
facilitar su traslado a los talleres europeos donde, ampliado el boceto, se procedía
a su fundición. Este complejo procedimiento desvirtuaba a menudo el logro del
escultor, al pasar la obra a las proporciones definitivas no se conservaba la
relación de escala o se introducían correcciones que, como en el caso del
monumento a José Antonio Páez, de Andrés Pérez Mújica, permitían que el
fundidor pudiera en ciertos casos atribuirse la autoría de la obra.
Es sabido que el grupo <<La Tempestad>>, de Lorenzo González, y la
<<Lucrecia>>, de Pérez Mújica, se conservaron milagrosamente en yeso hasta
que, hace algún tiempo, el Museo de Bellas Artes decidió ejecutar el vaciado en
bronce de las mismas, en un taller de fundición, en Caracas.

2
Andrés Pérez Mujica

En punto a obra realizada, quizá sea Andrés Pérez Mújica el más completo
de los escultores venezolanos que vivieron entre el siglo XIX y el siglo XX. Había
nacido en Valencia en 1879. A fines de la centuria figuraba inscrito en la clase de
escultura que regentaba en la Academia de Bellas Artes el catalán Ángel Cabré y
Magriñá, padre del pintor Manuel Cabré. En 1903, tras presentarse en el concurso
para la erección de un monumento al General José Antonio Páez, Pérez Mujica
obtuvo el premio con una maqueta en yeso donde se mostraba la figura ecuestre
del prócer. Enviada la maqueta a Eloy Palacios, para que en su taller de Munich
se hiciera la fundición en bronce de la misma, el escultor maturinés consideró que
el boceto debía ser sometido a ciertas correcciones y hechas las cuales procedió
al vaciado. Empero, Palacios tuvo la obra como suya y cuando el monumento
quedó inaugurado en la Plaza de la República, en Caracas, el público pudo leer la
firma de Eloy Palacios al pie de la obra.
Hacia 1905 encontramos a Pérez Mujica instalado en París, tras recibir una
bolsa de estudio. Es un momento trascendental para el destino de la escultura
universal. La obra de Rodin se muestra en su punto de mayor irradiación. Pérez
Mujica no escapa a este poderoso influjo y si no llega a advertir la importancia del
nuevo idioma que se habla a partir de Cézanne y el cubismo, por lo menos ha sido
receptivo a la sensibilidad impresionista. La tactilidad, las modulaciones de las
superficies bajo el efecto de la luz, los cuerpos trémulos, éxtasis y arrobamiento de
los cuerpos, la expresión de una sensualidad nueva, con que Europa pone fin al
último estilo escultórico del siglo XIX. Pérez Mujica proclamará su adhesión a este
código expresionista que pronto será suplantado por el cubismo. A diferencia de
los escultores venezolanos que le habían precedido, Pérez Mujica tiene el mérito
de ensayar una temática ambiciosa, librada del pomperismo oficial y del encargo
retórico. Es cierto que seguirá la tendencia anecdotista del Salón de los Artistas
Franceses, donde expuso por primera vez, en 1906, su monumento a Guicaipuro.
Pero en 1908 ensayó una escultura más despojada, capaz de transmitir a la forma
exterior una fina sensibilidad luminosa, a través del modelado, para interpretar con
sentido moderno el mito de Prometeo.
Siguiendo las tendencias de moda en el Salón, Pérez Mujica incide, como
escultor venezolano, en el tema erótico, en el desnudo femenino, género en el que
llega a destacar. El desnudo como expresión de una belleza casta, de una
sexualidad pura, que desarma todo pudor, puesto que en ella no se ve más que a
la naturaleza.
La actuación de Pérez Mujica Se inscribe en la tradición francesa del
desnudo femenino que tuvo en Rodin su exponente más genial. En este sentido,
por su intención de expresar en la materia la vida interior del sentimiento, Pérez
Mujica es el más rodiniano de nuestros escultores. Y si no lo es, en todo Caso, por
la sutileza del modelado, lo es por los apoyos literarios con que, a la manera de
Rodin, apeló a la imaginación del espectador. Falleció en Valencia en 1920.
Ernesto Maragall (1903) y Francisco Narváez (1908) vendrían a ser los
iniciadores de la escultura moderna en Venezuela. Cabe a ellos, y sobre todo a
Narváez, haber sido pioneros de la escultura integrada al ambiente urbano y al
paisaje, en lo que corresponde al Siglo XX.
En este sentido, puede establecerse una línea de desarrollo que va de Eloy
Palacios a Narváez y que, después de éste, se prolongará en los movimientos de
integración artística que prosperaron después de 1950. Narváez mismo se asimila
a este Último movimiento con sus obras de intención abstracta, realizadas
después de aquel año, y que tienen en su figura, de 1953, expresión culminante.
Maragall residió desde 1940 en Caracas, donde se desempeñaría durante
mucho tiempo como profesor de escultura en la Escuela de Artes Plásticas y
Aplicadas. Había sido alumno de Pablo Gargallo en su ciudad natal, Barcelona,
España, y recibió de la tradición mediterránea su gusto por la composición clara y
reposada, sensual. Formas macizas y rotundas caracterizan a su extraordinario
grupo para la fuente ornamental originariamente instalada en la Plaza Venezuela,
y en la actualidad en el Parque Los Caobos, en Caracas. Este Conjunto
monumental, que alude al vigor de la raza mestiza, lo integran seis figuras
femeninas yacentes, en actitud de bañistas, lo que viene a proporcionarle una nota
de verismo, puesto que el eje de la composición lo constituye el chorro central de
la fuente, el cual, elevándose a gran altura, arroja sobre las figuras una menuda
lluvia coloreada, como si proviniese de una cascada. Al efecto monumental
contribuye el tamaño, realzado sobre el natural, de las bañistas vaciadas en piedra
artificial.
Francisco Narváez ha jugado, en tanto que escultor, un rol fundamental en
nuestra Cultura plástica. Su concepción formal prestada a la arquitectura se
tradujo en un trabajo de integración al medio que sirvió de pauta para el ensayo de
síntesis artística llevado a cabo en la Ciudad Universitaria de Caracas, entre 1952
y 1954.
Toda la obra de Narváez puede estar referida, como punto de partida, a la
talla en madera, técnica que está en el Origen de su concepción escultórica, y con
la cual se iniciara. Al pasar a otros materiales, evidentemente ha respetado el
carácter propio de éstos, pero en el fondo el resultado formal queda íntimamente
asociado a valores comunes, que se acentúan de obra a obra. Su trabajo en
madera nos da la progresión de sus diferentes etapas y permite ver la manera
cómo esta técnica Se proyecta en el tratamiento de otros materiales como la
piedra. Narváez partió siempre de la figura humana y del torso en especial.
Podemos considerar escasamente importante su trabajo de retratista y en general
no se ha interesado por la forma humana como parecido anatómico ni por ningún
tipo de caracterización psicológica. El cuerpo humano es siempre un punto de
apoyo para inventar formas que van, según la época, desde un realismo simbólico,
sumamente sintético, a las composiciones abstractas de los últimos años. Incluso
en su Obra más actual está presente, de modo implícito, el recuerdo del cuerpo, el
torso y la figura, sólidamente asentados en torno a un eje vertical del que se
desprenden los brazos en cruz. El escultor no se ha esclavizado al tema humano,
pues siempre lo toma como pretexto. De un modo u otro, la obra de Narváez está
ligada a una concepción humanística de la forma. De allí procede el carácter
exento de la mayoría de sus trabajos, su constante referencia al espacio, su
búsqueda de síntesis y también su escaso interés en el vacío interno y en el
movimiento. El respeto a los materiales, a los cuales ha dejado la función
expresiva, resaltando las cualidades inherentes a aquéllos, fue una de sus
contribuciones sustanciales a la escultura venezolana.
Narváez fue respecto a nuestra estatuaria lo que Los Disidentes a la pintura
nueva. Se convertiría en nuestro primer escultor en arribar a la abstracción. Sólo
que llega a este estilo a través de un camino propio, que él se había abierto
gracias a su íntima convicción de que la forma es por sí misma elocuente. La vía
ha sido siempre la síntesis, el despojamiento de lo accesorio, la marcha a lo
esencial, a partir de la figura humana. Al eliminar todo rasgo simbólico en su obra
criollista, Narváez fue orientándose cada vez más hacia la escultura como
lenguaje autónomo del tema. Simplificó la obra a sus valores específicos: forma,
ritmo, color, volumen, pesantez, textura, etc., desembocado en una pureza que
eludía el tratamiento temático. Fue una evolución sostenida y gradual, que pudo
tener por origen, en un comienzo, las tallas exentas, labradas en un solo bloque
de caoba africana, que alegorizan a la belleza de la raza negra y que
corresponden al período de los años 30.
contribución de Narváez a nuestra plástica no deja de manifestarse, hasta hoy,
en sus dos grandes preocupaciones de toda la vida: el volumen en tanto éste se
hace objeto del lenguaje racionalmente manejado, y lo material, es decir, las
técnicas, ya la talla directa o el vaciado, que él domina y que están íntimamente
ligadas a la libertad con que pasa de un medio a otro para explorar las calidades
de superficie, lisura, brillo, opacidad, rugosidad, color y textura, y las ha tratado de
reflejar al mismo tiempo que se concentraba en la plenitud de los volúmenes, de
una obra a otra, de una etapa a otra, con la mayor pureza y economía de medios.

Al iniciar un recorrido estricto por la escultura moderna y contemporánea de


Venezuela, nos vemos tentados a detenernos, más que en la obra de grupos o de
movimientos, en las individualidades que han contribuido, de alguna manera, a su
desarrollo.
Entre los contemporáneos de Narváez esta Alejandro Colina (1901—1976),
alumno de Cruz Álvarez García en la Academia de Caracas y representante en
nuestro país de una tendencia indigenista que Se nutría, en su caso, de los mitos
que han exaltado el valor y la fuerza de la raza autóctona. Como tal, su obra
encontró un medio de verificación apropiado en el monumento público.
José Pizzo (1912), alumno de Adolfo Wildt, en Milán; perteneció brevemente al
movimiento futurista italiano. Vive en Caracas desde 1947. Se ha caracterizado
por sus efectos gestuales en un modelado liso que recuerda la técnica empleada
por Rodin en ciertas obras. El aporte de Pizzo se ha centrado principalmente en el
retrato, género al que ha sabido imprimir libertad interpretativa y pureza formal, sin
descuidar cierta intención investigativa.
Eduardo Gregorio (1904-1972), escultor canario que vivió en Venezuela desde
1956. Tuvo a su cargo, en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas, el taller de
talla en madera y en piedra, con muy buenos resultados a juzgar por sus alumnos.
Su obra de tendencia semifigurativa le vale en 1957 el Premio Nacional de
Escultura. Al marcharse de Venezuela, en 1965, es sustituido en sus clases de la
Escuela por el también español Juan Jaén (1909), hábil fundidor y escultor de
figuras de bulto que ha realizado sobre todo competente obra docente.
Marcel Florís (1914), pintor y diseñador francés que residió en Venezuela desde
1950; posteriormente, hasta hoy, se instala en lbiza, España. Después de una
etapa en que empleó acrílicos laminados para obtener composiciones geométricas
sobre fondos planos, Florís abordó un arte polidimensional e investigativo, que le
valió obtener el Premio Nacional de Escultura, en el Salón Oficial. Subrayaba la
virtualidad del espacio por encima de los materiales cada vez más imponderables
y transparentes, obteniendo efectos de movilidad del espacio en base a una
proposición ambiental, que incluía al espectador.
Gego (Gertrudis Goldschmidt, 1912), vive en Venezuela desde 1955, al lado
de su esposo Gerd Leufert. Considerada por algunos críticos como cinetista, ella
misma se ha encargado de desmentir esta ubicación literal. Para los cinéticos los
materiales son un medio, coloreado O transparente, pero lo que importa es el
efecto buscado. En cambio, Gego concibe el material como algo sustancial en sí
mismo, aunque tienda a buscar de ellos, al actuar sobre el espectador, una
sensación de desmaterialización. Caligrafía visual Constantemente animada y
actuante sobre un espacio sensibilizado y virtual.
Abel Valmitjana (1914-1974), vivió en Venezuela a partir de 1939, instalado
aquí al final de la guerra civil española. Artista versátil, adoptó el lenguaje de la
escultura más que todo para realizar proyectos de obras integradas al espacio.
Figuración estilizada en la que muestra cierta intención anecdotista por reflejo de
sus estudios sobre folklore venezolano. Luego de esta etapa pasó a una escultura
de formas abstracto-orgánicas, con una de las cuales obtiene el Premio Nacional
de Escultura, en Caracas.
Hugo Daini, escultor nacido en Roma, con estudios académicos en esta ciudad.
Fallece en Caracas en 1977. Se había establecido en Venezuela en 1950. A la
concepción académica, de soluciones casi monolíticas, que aplicaba Daini en su
estatuaria monumental (varias obras de tema alegórico para plazas y parques del
interior del país) se contrapone a partir de 1966, un estilo mucho más libre y audaz
en la escultura de bulto, tal como pudo apreciarse en su obra personal reunida en
su exposición de la Galería de Arte Moderno, Caracas, 1972. La ruptura del
volumen y la sugestión totalizadora de éste en base a algunos datos de la
realidad, le aproxima a los planteamientos especialistas del cubismo y, en algunos
casos, a Gargallo.
Pero, más que todo, su obra personal puede situarse en la perspectiva de esa
figuración que en los últimos años centró su investigación formal en una tipología
mestiza, y así ha podido verse en Zitman, Daini, Prada y De la Fuente.
Cornelis Zitman (1926), estudió en la Academia de Bellas Artes de La Haya, de
1942 a 1947. Vive en Venezuela desde este Último año. Según Pedro Briceño,
Zitman se inició en la escultura con <<una experiencia interesante: elementos de
uso industrial que recrean efectos de potencialidad dramática>>. Ya en
Venezuela, librado de la tradición constructiva, abordó una figuración de espíritu
sintético y tema nativo que le llevó a consagrarse enteramente al trabajo de
escultor, tras abandonar el diseño industrial. La tipología criolla que Zitman
desarrolla a menudo en figuras aisladas, acude con frecuencia a referencias
contextuales, dadas por los objetos integrados bajo forma escultórica a la obra:
camastros, baúles, bicicletas, hamacas, balancines, etc. Todo le sirve a Zitman
para establecer una relación sutil y necesaria, extremadamente sensorial, entre el
personaje y el ambiente; figuras resumidas acremente en formas turgentes y
punzantes, en estrecha analogía con la lasitud, la sensualidad y el
comportamiento del habitante del trópico.
Víctor Valera (1927). Al egresar de la Escuela de Artes Plásticas de Caracas
marchó a París, en 1950, frecuentando aquí los talleres de Dewasne, Pillet y
Vasarely. Se consagró a la escultura desde 1956, en Caracas, al desembocar en
un planteamiento constructivo. Fue de los primeros escultores venezolanos en
adoptar el hierro como material principal. Hacia 1965 experimentó un cambio hacia
la figuración, sin abandonar el empleo del hierro, pero luego retorna al constructivo
retinal, que alterna en obras pintadas sobre un plano y en esculturas tanto exentas
como integradas al espacio. Fragmentación de la forma y su acción sobre una
estructura seria), integrada por elementos geométricos con forma de dados.
Carlos González Bogen (1920), estudió en la Escuela de Artes Plásticas de
Caracas. Residió en París a partir de 1948, retornando en 1952. Integró el grupo
de Los Disidentes y fue, dentro de esta asociación, el único consagrado en un
principio exclusivamente a la escultura. Desde 1954, cuando presenta en Caracas
su exposición <<Móviles y Estables>> se interesó en el problema de la integración
artística, conceptualización dentro de la cual ha realizado obra abundante: relieves
y fachadas para edificios y espacios arquitectónicos. En la última fase de su obra
aborda la figuración a la que confiere solución de mural con el objeto de integrarla
a la arquitectura.
Omar Carreño (1927) abandonó la Escuela de Artes Plásticas en 1950, para
radicarse por más de doce años en Europa. Consecuente con el espíritu
investigativo de la vanguardia, desarrolló desde 1951 un tipo de obra
transformable, constituida por varios cuerpos operables dentro de una misma
composición de formas geométricas, y que denominó <<polípticos>>. Fue el
origen de su planteamiento presentado en 1967 en un manifiesto con el término de
<<Expansionismo>>. En medio de su larga evolución dentro del geometrismo se
sitúa una experiencia informalista, entre 1964 y 1965.
Lía Bermúdez (1930), egresada de la Escuela de Artes Plásticas de Caracas y
alumna de Jesús Soto en Maracaibo, en 1950. Adherida desde un comienzo al
arte constructivo, adoptó, al igual que Valera, Carreño y Briceño, el hierro como
medio. Su escultura puede definirse como estructuras movibles- estables que
combinan un diseño geométrico, a base de elementos de hierro soldado, con un
rasgo de carácter expresionista, que surge por asociación de las formas
abstractas conseguidas con el recuerdo de formas orgánicas que parecieran
establecer un símil con volúmenes biomorficos. Algunas de sus obras han sido
trasladadas a formatos grandes e instaladas, a veces funcionalmente, como en la
Puerta del Banco Central de Venezuela, en Maracaibo, en áreas arquitectónicas.
En gran parte la obra escultórica de Colette Delozanne (1931) nace por
derivación monumental de las formas cerámicas en que comenzó a trabajar en
Caracas, a partir de 1970. En principio, durante su evolución, la cerámica pasa a
ser objeto afuncional, siguiendo el dictado de la materia; el espacio se abre y
aparecen entonces el juego de formas positivonegativo, la fractura de la superficie
y la internalización de ésta para mostrar sistemas de nudos, protuberancias,
enlazados, que dan a la obra, cerrada sobre sí misma, carácter hermético y
simbólico. Formas orgánicas primarias, objetos híbridos. Luego surgen las torres
eslabonadas, colmenas armadas sobre un eje piramidal a través de segmentos
movibles en los que se interpretan Io exterior y lo interior de la obra. El sentido de
lo mágico, en cuanto éste es apresado en la plasticidad, en su Calidad material, de
arcilla —y más tarde la traducción de ésta al bronce — es la obsesión fundamental
de esta escultora que confiesa inspirarse en las sugestiones míticas de las
civilizaciones aborígenes.
Manuel de la Fuente (1932) viene a sumarse con su exposición en la GAN en
1977 al grupo de escultores figurativos de más Sólidos logros en los últimos años,
junto a Zitman y Carlos Prada. Por una vía diferente a la tomada por estos dos
plásticos, De la Fuente aporta también un signo vitalista: a la euritmia plena y
Sensual de las venus tropicales de Zitman, añade el mensaje de una épica
anónima en la que se sume la tragicidad cotidiana del ciudadano. Retoma la
tradición impresionista de un Rodin para impregnar a la escultura de un
dramatismo que Conviene a los incisivos temas del hombre y la Ciudad. La
multitud anónima y risible sustituye a la figura del héroe y se nos presenta tan
despersonalizada que sólo puede llevar un rostro único. Cada una de sus obras
Se sitúa en el punto de mayor tensión del tema tratado. Todo se inmoviliza en el
acto en el cual el acontecimiento Se cumple. Las multitudes persiguen un fin
inocuo, se amontonan en las colas de autobuses O presionan las puertas
entrecerradas intentando traspasarlas para quedar Sumisas, no obstante, a la
ingente presencia de los obstáculos que del mismo modo que filtran la luz dejan
colar por sus rendijas el débil rayo de una esperanza.
Pedro Briceño (1931) hizo sus estudios en la Escuela de Artes Plásticas de
Caracas y en la Central School o Arts and Crafts de Londres. Fue de los primeros
artistas que en Venezuela, luego de recibir la enseñanza de Narváez, hicieron
escultura abstracta y que abordaron con fe Creciente el constructivismo de la era
tecnológica. Dentro de la neo―figuración, por una vía rigurosamente geométrica,
Briceño definió su estilo a fines de la década del 50, empleando el hierro laminado,
que combina en planos y formas asimétricas articuladas en estructuras espaciales,
que le permiten fijar su posición: una síntesis de pensamiento e intuición.
Domenico Casasanta (1935), estudió en la Escuela Estatal de Arte de Sulmona
y en las escuelas de arte de Nápoles y Roma. Desde 1958 reside en Caracas.
Reveló muy temprano su tendencia abstracta y su interés por el hierro empleado
con el fin de obtener estructuras autónomas, de carácter expresivo. Fue a partir de
1979 cuando empezó a utilizar el mármol en su nueva obra, orientada ahora hacia
una geometría retinal, en base a cuerpos sólidos donde ha hecho incisiones
seriales y cortes en profundidad y en superficie: esto determina en el bloque de
mármol un sistema de rejillas a manera de grafismo, con el que se logra combinar
lo virtual con lo real.
Marisol (Marisol Escobar) nació en París en 1930, de padres venezolanos.
Estudió en Arts Students League, de Nueva York, con Hans Hoffmann. Incluida
por Harold Rosenberg en el Pop—Art, en un artículo que llamó por primera vez la
atención sobre su obra y publicado en Arts News, N.° 7, Vol. 57. El objeto central
de Marisol es la figura humana, vista como manifestación de la soledad. Su aporte
fundamental a la escultura contemporánea proviene de sus virtudes de tallista en
madera, que ella sabe combinar con un enfoque nuevo y penetrante del
ensamblaje, para lograr efectos de ambientación mediante la mezcla de planos
ilusorios, dibujados o pintados, con volúmenes escultóricos extremadamente
sintéticos. Los bloques tallados, cilindros y poliedros, constituyen los sólidos
preferidos por Marisol. Sobre ellos, superficialmente, dibuja, colorea, agrega
materiales mixtos, de elaboración propia o de la industria, y remata sus
construcciones, a menudo, con cabezas talladas O vaciadas en bronce. Esta
operación de conjunto adquiere, por un solo detalle, carácter totémico.
Advirtiéndose en toda su obra franca tendencia al monumentalismo, ha sido en
esta dirección que Marisol ha preparado el camino para sus monumentos
históricos encargados por el gobierno venezolano, y que nada agregan al éxito de
su obra anterior.
Max Pedemonte (1936) llevó a cabo sus estudios en Caracas, en la Universidad
Central de Venezuela. En un comienzo inscribió su obra dentro de las preferencias
vitalistas de su generación, con cierta influencia de Armitage y Paolozzi; al
evolucionar encontró la forma abstracta que él asoció a estructuras simples, con
apariencia de monumento funerario, empleando el bronce; su actividad disminuyó,
sin embargo, en los años siguientes, y cuando reinició su trabajo retomó la
figuración, ahora por vía del ensamblaje de objetos lúdicos, de producción
industrial, que insertó en cajas cerradas.
Luis Fernando Bolívar (1938-1977). Estudió en la Academia de San Fernando,
en Madrid. Fue escultor de tendencia expresionista, con obras de pequeño
formato, generalmente maquetas de proyección monumental, que acusaba su
interés en englobar ambiente y objetos físicos, para originar una atmósfera
psicológica. Sillas, bancos, troncos, reciben en su obra solución escultórica, dentro
de una situación cáustica, a veces deprimente, ridícula, anómala. Técnicamente,
Bolívar era escultor tradicionalista que modelaba para fundir en bronce, buscando
efectos de tactilidad y visualidad, textura y fuerza interior de la forma, más que la
verosimilitud.
Pedro Barreto (1935) ha sido uno de los escultores venezolanos en mantener
viva la tradición de la talla en madera. Alumno de Narváez en la Escuela de Artes
Plásticas de Caracas, pasó un tiempo en Europa y más tarde trabajó en el Japón,
dentro del género de los simposios de escultura. Ha empleado casi todos los
materiales de la tradición, pero preferentemente la madera y, en menor medida, el
bronce. Obra muy marcada siempre por una relación muy estrecha con la
potencialidad del material. En este sentido puede decirse que es uno de nuestros
escultores más coherentes con una trayectoria caracterizada por su rigor interno.
Se explica así la íntima vinculación que hay entre sus primeras formas totémicas,
talladas en madera dura, que dio a conocer a principios de los 60, y las tensas y
poéticas estructuras de hoy; obras de espíritu constructivo en las que la expresión
parece residir en un equilibrio exacto entre la voluntad de someter la madera a la
razón, y la libertad conferida a este material para mostrarse como tal, en toda su
verdad.
Carlos Prada (1944) estudió en la Escala de Artes Plásticas y Aplicadas de
Caracas. La escultura no se limita en este artista plástico a las formas cerradas y a
los valores de la expresión volumétrica ya suficientemente conocidos; es cierto
que Prada no es Sólo un escultor de lo corpóreo, para él también cuenta la
materia como concreción sensibilizada y sometida a las tensiones de equilibrio,
dinamismo y relación entre las partes de las formas; su consideración del objeto
está referida a la escultura de bulto, a la inserción de ésta en el espacio-tiempo
que la transforma en provecho de su relación con la atmósfera circundante, sea un
espacio íntimo, paisajístico o urbano. A menudo se trata de una relación de formas
claramente establecida para expresar la continuidad de la acción de un cuerpo a
otro. A menudo el elemento vinculante está tomado de objetos del desecho
industrial, un eje, un engranaje, una pequeña maquinaria, una tuerca, un tornillo,
una biela, no exentos, todos ellos, de connotaciones irónicas. Y para estos casos,
Prada suele recurrir a formatos pequeños que compensan esta limitación espacial
con el dinamismo y la concentración de las tensiones de volumen a volumen.
Edgard Guinand (1943) estudió en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas
hasta 1965. Vivió en Europa entre 1969 y 1971 y luego, en Venezuela, fue
nombrado director de la Escuela de Artes Plásticas de Maracay. En un primer
momento en que fundía sus obras en bronce en el taller de Juan Jaén, Guinand
llegó a interesarse en ciertas asociaciones de formas y símbolos tomados del
relieve precolombino, en obras de carácter abstracto, a lo cual renunciaría luego
para desembocar en un geometrismo óptico, especie de transposición retinal del
plano a un volumen virtual, mediante una serie de paralelas pintadas sobre una
lámina metálica erigida verticalmente, y de lectura frontal.
Valerie Brathwaite (1940), con estudios en el Royal College of Art de Londres,
procede de Puerto España, Trinidad, y llegó a Caracas en 1969. Se ha
caracterizado a través de sus numerosas participaciones en salones y colectivas
celebradas en Caracas, por su afán de otorgar sentido nuevo a las agotadas
formas de la abstracción orgánica, revitalizándolas a partir de nuevos materiales y
procedimientos. Estas últimas se orientan a la obtención de una síntesis formal de
extrema pureza y de valor simbólico con respecto a las formas naturales, de
apariencia embrionaria, que evocan metáforas del ritmo de crecimiento biológico,
tal como éste, sometido a una voluntad organizadora, se ofrece en una escala
donde importa tanto la reflexión estética, en cuanto la obra Se inscribe en la
tradición de la escultura abstracta, como la humana, en cuanto se relaciona con el
acontecer.
Oswaldo Subero (1934) hizo sus estudios en la Escuela de Artes Plásticas de
Caracas y en academias de Roma, donde vivió hasta 1965. En principio siguió la
tendencia informalista, dentro de lo que llamó <<Materias quemadas>>, primera
constatación escultórica que data de 1966 y 1967. Su evolución fue radical, tras
nuevo viaje a Europa, arriba a un tipo de constructivismo óptico, que combina el
aspecto serial con el uso del Color virtual. Se trata de objetos constituidos por
elementos articulados verticalmente a una estructura cuyas Superficies, formando
placas rectangulares O cuadradas, son modificadas por la reflexión de la luz sobre
el color y por la interacción de éste, de un plano a otro.
Miguel Von Dangel (1946) reside desde 1948 en Venezuela. Estudió en la
Escuela de Artes Plásticas de Caracas con Guevara Moreno. Al egresar de aquí
experimentó la disección de animales e insectos para extraer formas verosímiles
que supo combinar con elementos del desecho industrial. Creó así un tipo de
ensamblaje terrible que bautizó como <<Sacrifixiones>>; visión mística y
atormentada, Von Dangel es un investigador de los medios nuevos, que emplea
en orden a buscar efectos profundos, contestatarios de la cultura de hoy.
William Stone (1945), egresado de la Escuela de Artes Plásticas de Caracas y
del Instituto de Diseño de la Fundación Neumann. Comenzó como pintor de la
figuración expresionista para luego derivar cada vez más hacia formas autónomas
e integradas, que toman como base de organización la materia en tanto ésta Se
presta a una tactilidad inquietante, sensorial, novedosa, a menudo a partir de
formas Orgánicas. Es frecuente que utilice indiscriminadamente cualquier material
que sirve a su propósito de hacer de la obra de arte un objeto equivalente a una
forma embrionaria, metafóricamente alusiva a la naturaleza, y en crecimiento
perpetuo. Concibe su obra de la Última etapa como una masa de formas que
proliferan tentacularmente en un espacio incluido.
Desde que se dio a conocer en 1972, obteniendo uno de los premios del Salón
Nacional de Artistas Jóvenes, Lilia Valbuena (1946) ha trabajado su obra dentro
de una unidad de concepto determinada por el empleo de la goma-espuma,
material que ella incorpora originalmente a la escultura para dotarla de una
esencialidad plástica, de una poética que sobrevive a cuanto de precario e
ingrávido puede atribuirse a un material como el que ella manipula. Lilia Valbuena
responde, así, a las propuestas sensoriales de una generación nueva que se viene
planteando hacer de la obra una operación integradora de los sentidos, cualquiera
sea el medio básico que se elija. Formas visuales, de apariencia táctil, que
reclaman el contagio corporal, pero a la vez neutralmente sensuales, como
demasiado imbuidas de sí mismas en el muelle abandono de su desnudez casta;
obras que sustraen el espacio físico del espectador, puesto que están hechas a su
escala para ser sentidas como <<presencias vivas>> y no como voces de la
memoria ni como fantasmas. La escultura ha encontrado aquí un nuevo cauce.
Carlos Medina (1953). En el panorama de la escultura actual en Venezuela,
Carlos Medina es el nombre consistente de aparición más reciente. Aunque ha
cumplido brillante actuación en el exterior, participando en varios simposios
consagrados a la escultura, sólo vino a ser revelado plenamente en el Salón
Nacional de Jóvenes Artistas, en el Museo de Arte Contemporáneo, en 1981. Ha
realizado su obra en mármol, demostrando su excelente conocimiento de la talla
directa.
Las formas en relieve o caladas en el material son un primer referente, que
imprime su depurado ritmo orgánico-geométrico a un volumen exento, siguiendo el
efecto simbólico de una estela funeraria o de un altar o piedra ceremonial. Con
Medina se mantiene viva y actuante la tradición de la talla directa en nuestro país.
Y que ésta aparezca con fuerza en la concepción inicial de un verdadero escultor
es ya una gran esperanza para nuestro devaluado arte abstracto.
Junto a los artistas mencionados en este recuento cronológico, cabe incluir a un
nutrido grupo de escultores de la generación anterior o de la actual. Citemos, entre
otros, a Carmelo Rickel (1939), abstracto-constructivo; Gabriel Marcos (1938),
escultor de participación; Ángel Ramos Giugni (1939), figurativo; Minumboc
(1936), figurativo; Carlos Mendoza (1953), abstracto orgánico; Alberto Guédez
(1942), abstracto expresionista; Asdrúbal Colmenares (1936), artista participativo;
Alberto Collie (1939), abstracto constructivo; Enrico Armas (1971), escultor
figurativo.

La fusión de los géneros. Por un arte de experiencia objetal

La evolución inmediata del arte apunta hacia la fusión de los géneros. Ya no se


puede hablar de éstos como compartimientos estancos. Se impone en el nuevo
arte, una integración de las técnicas allí donde, como sucede en el cinetismo, se
torna difícil hablar de pintura, escultura o relieve. La bidimensionalidad, lo
multidimensional, no son ya valores para distinguir a la pintura de la escultura y,
por su parte, los creadores nuevos se resisten cada vez más a que se les
catalogue de acuerdo con la terminología que hace de la pintura y la escultura
géneros inconciliables técnicamente. Los artistas de hoy utilizan materiales nuevos
y rechazan, a menudo, los de la tradición, inclinándose en muchos casos al
empleo del poliéster, las resinas, la goma espuma, los acrílicos o sencillamente
objetos o residuos industriales que se incorporan a un arte de ensamblajes y
ambientaciones.
En esta perspectiva no podemos referirnos a la escultura sin remitirnos a
artistas que escapan a la ortodoxia que distingue la pintura como lo bidimensional
y la escultura como lo tridimensional. Ha surgido así un arte distinto, un arte de los
objetos, bien para asumir a éstos como entidades artísticas que proclaman el
gusto sensorial de nuestra época por la posesión de las cosas, o que
sencillamente cuestionan, autoafirmándose como expedientes críticos, al
desmedido afán materialista de la sociedad de consumo.
Muchos buscan en el arte híbrido una mitología o los poderes de una poética
que nace por asociación de lo accidental, de lo cotidiano con lo trascendente de
una visión ordenadora. Este puede ser el caso de artistas plásticos vinculados al
surrealismo y al simbolismo, como es el caso de Gabriel Morera (1934), que hace
del ensamblaje de desechos marinos, restos, espejos y fotografías, una especie
de altar o cajón de la nostalgia y la memoria fragmentarias; o como Mario Abreu
(1919), constructor de ensamblajes cuyo sólo título es una invitación a penetrar en
el reino de la imaginación absurda: Objetos mágicos. En la corriente de los
objetualistas, que no establecen límites entre la mixtificación y los géneros
tradicionales, podemos insertar una rica tradición que arranca en la década del
sesenta y entre cuyos manifestantes, artistas de muy distinta formación
generacional, encontramos a A. Otero, M. Manaure, M. Romer, M. Pedemonte, A.
M. Mazzei, Marisol, Carlos Contramaestre, Von Dangel, V. H. Irazábal, Alirio
Gramas y muchos otros.
XII

EL DIBUJO

No ha sido sino en los tiempos modernos cuando el dibujo alcanza significación


autónoma en el arte venezolano. Durante el siglo XIX fue considerado como
disciplina auxiliar de la pintura y la escultura. Se entendía como parte del proceso
de abocetamiento y llenaba a función que hoy tiene el diseño. Tenía también
importancia en la enseñanza académica como ejercicio práctico para entrenar la
mano del pintor.
En cuanto al período colonial, no nos han llegado obras que contribuyan a
aclarar el papel que el dibujo cumplía para el imaginero y el pintor. El único artista
de comienzos del XIX del que se conservan dibujos es Juan Lovera, nuestro
primer artista republicano, autor del famoso lienzo <<El 5 de Julio de 1811>>; en
esta obra Lovera se ocupó de trazar el escorzo de cada uno de los personajes de
la concurrida escena, mediante una banda dibujada con plumilla que ocupa la
parte inferior de la tela y que se corresponde, paso a paso, con la sección pintada
arriba. Queda bien ilustrada así la función del dibujo: describir, puntualizar la
fisonomía y el orden de ubicación de las figuras. El dibujo de Lovera es
sumamente expresivo, aunque torpe como es de suponer en un artista lleno de
arcaísmos.

El dibujo en la formación de la pintura venezolana del siglo XIX

Es sabido que después de Lovera la pintura vino a menos durante un largo


interregno que podemos fijar entre 1840 y 1870, aproximadamente. La única figura
entre los contemporáneos que resisten el parangón con el maestro del 5 de Julio
de 1811 es Pedro Castillo, natural de Valencia, Venezuela, y abuelo materno de
Arturo Michelena. Sin embargo, son pocas las obras que conocemos de Castillo.
Cultivada por retratistas y miniaturistas poco ambiciosos, la pintura ya no era
capaz de superar el marco doméstico de la obra de encargo ni de renovarse. El
arte había perdido contacto con la rica tradición técnica de la Colonia y a la vez se
mostraba desvinculado de las corrientes europeas. Ningún creador ha podido
seguir estudios en el exterior, si hacemos excepción de Carmelo Fernández
(1810-1887), artista versátil que tuvo oportunidad de comenzar una carrera en
Norteamérica y de estudiar por breve tiempo en París procedimientos de
impresión gráfica.
El dibujo se encuentra mejor articulado a la formación académica que al
primitivismo de los tiempos de la Primera República. Por esto, precisa la llegada
de Martín Tovar y Tovar (1828-1902) para comprender cuánto debe el pintor a la
destreza dibujística lograda a través del aprendizaje. Tovar será, así pues, en un
sentido naturalista, nuestro primer dibujante pintor. Es poco lo que se conserva de
su obra en esta disciplina. Apuntes de su época de estudiante en Madrid,
ilustraciones costumbristas, que más tarde recogió <<El Cojo Ilustrado>>, y
algunos retratos, pocos en comparación con su abundante obra pintada.
Los apuntes para las batallas de Carabobo y Ayacucho, por las cuales se siguió
Tovar para sus memorables lienzos, son como es sabido de Herrera Toro. Este
último dejó obra dibujística más abundante, aunque es presumible que no le haya
dado mayor importancia a esta disciplina en la que trabajó con la corrección, un
tanto seca y fría, que encontramos en su obra pintada. Enrique Planchart, crítico
de arte que llegó a conocerle, consideró a Herrera como un pintor dotado pero con
poca imaginación: Aunque poseyó estilo propio, careció de seguridad para
acometer empresas más ambiciosas.
Entre los pintores del siglo XIX el mayor dibujante venezolano fue Arturo
Michelena, artista que gozó de un éxito desmesurado. De trazo prodigioso, fácil y
espontáneo, Michelena muestra más que ningún otro el proceso, paulatinamente
enriquecido, que conduce de la idea temática a la pintura terminada. Los pasos de
su trabajo, en cualquiera de sus grandes composiciones, agota todas las
modulaciones de los valores dibujísticos. Utilizó principalmente la línea a la que
supo extraer su máxima expresividad. Es el primero que entre nosotros hace de
un dibujo obra autónoma. Su labor en esta disciplina es numerosísima y tal vez no
se encuentra en nuestra historia plástica, incluidos los tiempos actuales, un
dibujante más atinado.
Otro excelente dibujante, menos vinculado a Venezuela, fue Emilio Boggio
(1857-1920), conocido por su obra paisajista, pintor de tendencia impresionista,
que sobrevivió con mucho a sus contemporáneos Michelena y Cristóbal Rojas, de
quienes fuera condiscípulo en el taller de Jean Paul Laurena, en París. Boggio
pasó como éstos por un período académico, que va de 1879 a 1885, durante el
cual dibujó intensamente toda clase de motivos. Gran parte de su obra dibujada se
conserva en el Museo de su nombre, en el Palacio Municipal de Caracas. Muchos
de sus dibujos tienen, con respecto a sus pinturas, carácter independiente.
La tradición de nuestro arte puede referirse casi exclusivamente a la marcha de
la pintura. Y a ésta hay que sumar también el nombre del pintor de mayor genio
que dimos en el siglo pasado: Cristóbal Rojas, temperamento opuesto a
Michelena, su compañero de estudios. Introvertido y, a menudo, autocrítico, su
obra está lograda de manera parsimoniosa y meditada, ajena por completo a la
improvisación de Michelena, lo que hace que su producción no sea abundante. Su
dibujo también escasea y sirve a la pintura como expresión de temas e ideas.
Incluso está penetrado por su vigorosa concepción naturalista: la luz, la atmósfera,
la expresión dinámica del clima psicológico en la representación de asuntos. Rojas
dibujó con una técnica de claroscuro, y reflejó con ello una intención más espacial
y arquitectónica que la de Michelena.
En la Academia de Bellas Artes, reorganizada en 1857 y puesta bajo la
dirección de Emilio Mauri, el dibujo fue materia obligatoria. En algunos casos se
practicó el dibujo del natural, con modelo vivo, tal como lo entendía Mauri,
encargado de la clase de dibujo en quien los jóvenes de 1904, fundadores luego
del Círculo de Bellas Artes, encontraron un maestro benévolo y flexible a las ideas
nuevas. Mauri fue, él mismo, atildado dibujante, buen conocedor de las reglas
académicas a que supo ceñirse para sus obras de carácter alegórico y para sus
retratos.
El dibujo ilustrativo y científico

El dibujo fue la tumba de la expresión visual del siglo pasado. Este soporte
vulnerable a la inclemencia del duro clima tropical, no se presta como la tela o la
madera, a perpetuar las imágenes artísticas. Cuando las obras realizadas sobre
papel se exponen a la acción de la luz solar, en recintos muy iluminados, o cuando
permanecen colgadas en lugares húmedos, se exponen a un daño irreversible. A
ello se agrega el poco mérito que en el pasado (y en menor medida en el
presente) la sociedad venezolana atribuyó a la obra hecha sobre papel,
considerada siempre, junto con el grabado, como trabajo menor; el
desconocimiento de normas de preservación del papel es otra causal. El artista
mismo, por reflejo social, participó de la creencia de que el dibujo estaba en
inferioridad de condiciones frente a la pintura a la que servía de medio técnico.
Cuando el papel sobrevivió a los distintos factores destructivos, fue de manera
accidental, bien porque permaneciera guardado, sin exhibir, en bibliotecas o
archivos, bien porque se conservara en colecciones ubicadas en el exterior, en
otros países, de donde reingresó en los tiempos actuales a nuestro país.
Otra vía testimonial del dibujo fue la gráfica y, sobre todo, la litografía, género
muy cultivado en Venezuela a partir de 1840. La estampa litográfica sobrevive al
dibujo hecho para ser pasado a este medio impreso. Porque la mayor parte del
dibujo realizado durante el siglo XIX fue concebido para la litografía; en tanto que
sirvió a este fin, se consideró sin importancia el hecho de que pudiera sobrevivir
como un original.
Sin embargo, el dibujo alcanzó dentro del pragmatismo del siglo XIX una
importancia que no tuvo la pintura. A través de libros y publicaciones ilustrados de
toda índole, nos ha llegado el testimonio de creadores, poco imbuidos de su papel
de artistas, que trabajaron al servicio de ideales científicos utilizando el dibujo
como medio de información. El período que va de 1840 a 1870, año este último en
que insurge el arte saludable y vigoroso de Tovar y Tovar, lo llena el movimiento
que hemos denominado <<la ilustración>>, por corresponder a un proceso
histórico durante el cual el arte satisface más la necesidad de conocimiento y de
divulgación del saber que de la expresión del sentimiento artístico. Técnicas como
el dibujo y la litografía son estimuladas para su práctica y perfeccionamiento por la
curiosidad que alimenta la constante afluencia de viajeros y naturalistas que
cruzan en diversos sentidos el continente latinoamericano.
En Latinoamérica, durante el siglo XIX, el arte puede verse también como una
disposición creadora a adquirir las técnicas que permitían el manejo de
conocimientos visuales sobre nuestra realidad natural y humana, Por eso, el tipo
de creador que se hizo más frecuente no fue el pintor artista, sino el viajero
explorador para quien la naturaleza, descubierta objetivamente, era más
importante que la obra de arte. Hay toda una tradición de viajeros que deja a su
paso, sin proponérselo conscientemente, una escuela de dibujantes y acuarelistas
que se ponen al servicio de la divulgación (cuando no son a su vez practicantes de
la ciencia), no sin que antes éstos consideraran al trabajo artesanal, a la técnica
descriptiva que empleaban, como una rama científica. Situamos dentro de esta
tradición a Juan Manuel Cajigal (1803-1856), matemático y dibujante naturalista,
fundador de la primera Escuela de Dibujo (1839) que existió en el país. Luego,
procedentes del extranjero, encontramos a Robert Ker Porter (1777-1842), Joseph
Thomas (activo 1842-45), Ferdinand Bellermann (1814-1889), Fritz Melbye (1826-
1869), Ramón Páez (activo hacia 1870), Federico Lessmann (¿?), Anton Goering
(1836-1905) y, por supuesto, el impresionista francés Camille Pissarro (1830-
1903), quien residió en Caracas entre 1850 y 1852.
Entre los venezolanos, después de los hermanos Martínez y Carmelo
Fernández, el autor más destacado fue Ramón Bolet Peraza (1836-1876),
conocido por sus dibujos arquitectónicos sobre Caracas y otras ciudades, pasados
al medio litográfico por el famoso impresor alemán Enrique Neun. El dibujo de
Bolet ofrece, no obstante, una limitación hija de la época: el haber respondido a
una expectativa poco ambiciosa desde el punto de vista expresivo, en provecho
del testimonio ilustrativo, tal como puede apreciarse en sus dos álbumes: <<El
Museo Venezolano>> (1865) y el <<Álbum de Caracas>> (1878).
El dibujo y la modernidad

El dibujo no fue ajeno a la creatividad del Círculo de Bellas Artes, pero no jugó
dentro de la obra general de éste función determinante. Ante todo, fue un
movimiento de pintores, de modo que no hubo entre sus integrantes un dibujante
puro. La excepción fue, tal vez, Armando Reverón, cuya obra, especialmente la de
su última época, combina las técnicas pictóricas y dibujística para originar un
concepto genérico muy particular. Este insólito artista no hizo distinción entre
pintura y dibujo, sino que mezcló, sin ton ni son, los materiales que mejor se
adecuaban a su manera repentinista y gestual, sin detenerse mucho en la
consideración de los soportes. Su inclinación a preferir los colores de agua
facilitan ubicar su obra dentro de los procedimientos propios del dibujo. Igualmente
utilizaron el dibujo, de forma autónoma, Marcos Castillo, Federico Brandt y, en
menor medida, Pedro Ángel González (1901-1981) y Alberto Egea López (1904-
1958).

La contemporaneidad

A mediados de la década del 30 se produjo una redefinición de los códigos


plásticos empleados hasta ahora. Sabemos en qué medida ciertos momentos de
la vida de un pueblo son capaces de influir en el trabajo de los artistas empeñados
en reflejar su inquietud social. La muerte de Juan Vicente Gómez, en diciembre de
1935, sacudió el justo anhelo libertario de los venezolanos, oprimidos durante
varias décadas, ya no sólo en sus ideas políticas sino también en su vida cotidiana
y en su pensamiento de las cosas que, prontamente, se torna más universal,
saliendo así del estrecho cerco parroquial en que vive el hombre bajo la dictadura.
Entonces los pintores y artistas inician un nuevo diálogo, rehabilitan un antiguo
cauce de nuestra tradición figurativa, el realismo naturalista que, contra la opinión
de Guzmán Blanco, otro déspota, inspiró las obras más ambiciosas de Cristóbal
Rojas y de Michelena. El camino de lo traza, en principio, Héctor Poleo, que había
sido alumno aprovechado de Marcos Castillo, y no es curioso que este joven parta
de una concepción dibujística categóricamente expresada en un arte humanístico,
más que político. Poleo acude a la línea y fija los caracteres de su universo
(sereno y equilibrado) al valor del contorno dibujístico para definir las figuras,
resueltas sobre fondos planos, en un escenario anecdótico pero inmóvil.
Meritoria, por otra parte, fue la labor realizada en la Escuela de Artes Plásticas
de Caracas a partir de 1938 por los maestros del dibujo Franz Rederer, Charles
Ventrillon Horber y Ramón Martín Durbán, quienes suministraron a los artistas
formados en la década siguiente el adiestramiento que se requiere en todo trabajo
plástico. Sin embargo, la tendencia más marcada del arte parecía dirigirse a la
abstracción, a través del cubismo que comenzó a explicarse en la escuela, como
método de análisis, desde mediados de los 40. El dibujo, por su naturaleza
representativa y por vincularse en gran medida a la práctica del natural, vino a
menos y empezó a desdeñársele a tiempo que se le veía como un aliado de la
tradición naturalista (del Círculo de Bellas Artes y de la Escuela de Caracas) con la
que se quería romper.
Durante la época del 50 el dibujo pasó a ser generalmente un diseño dirigido a
producir obras programadas como las que llenaron ese capítulo vanguardista que
transcurre entre 1952 y 1958. En este intervalo, apenas si se practicó en el país
una figuración expresionista que poco a poco declinaba ante el auge de la
abstracción constructiva. A fines de los 50 hubo una explosión figurativa de signo
expresionista. Entre los valores que comenzaban a circular estaban artistas de
excelente formación, que dominaban el dibujo. Como eran lo6 casos de Guevara
Moreno, Régulo Pérez, Manuel Espinoza, Pedro León Zapata, Luis Domínguez
Salazar, Alirio Rodríguez y, sobre todo, Jacobo Borges, conceptuado por muchos
como el mejor dibujante venezolano de las últimas décadas. La carga expresiva
de estos dibujantes, soliviantada por los acontecimientos que estremecerán al
país, por la violencia inducida desde el campo social, despertó el interés de los
partidarios de la nueva figuración, a la que se sumarían numerosos jóvenes: una
parte de éstos desembocaría en el informalismo.
Y si la nueva figuración sostuvo el principio del oficio, el informalismo pidió el
azar con el que, de Otro lado, no coincidían los gestualistas que abogan por un
nuevo dibujo de naturaleza sígnica y espacial: la caligrafía, tal como la veremos en
Hung y Hernández Guerra. Años furiosamente ganados por la idea de un arte
desechable y efímero, o por una anti-estética o, al menos, si no fuese así, por la
creencia de que el comportamiento es más importante que el resultado.
A mediados de la década del 60 comenzó a experimentarse agotamiento en las
búsquedas y se reacciona contra el abstraccionismo en tanto que el cinetismo
llega a su apogeo. La nueva figuración se torna a su vez repetitiva, coincidiendo
este momento con la disolución del grupo <<El Círculo del Pez Dorado>>, que
reunía a los artistas comprometidos. El clima de desaliento, en el que refluía el
fracaso político de las guerrillas, contribuyó a la deserción de muchos jóvenes de
talento que cuestionaban el mercado de arte o que veían en éste una transacción
obligada con el sistema. Pero, en el mejor de los casos, el dibujo conoció en esta
etapa un momento promisor, aunque nunca bien canalizado, que no podemos
dejar de señalar como un avance del actual florecimiento del género.
Así como el éxito del cinetismo contribuiría a poblar sus filas de jóvenes de
tránsito por Europa, así también la nueva figuración arrastró consigo a mucho
recién llegado. La promoción que sigue a la del <<Círculo del Pez Dorado>>
surge, sin embargo, desde el escepticismo político y en cierto modo reacciona
contra las posiciones expresionistas. Sólo admitirá una clase de compromiso: el
anticonformismo.
La fractura que se observa entre las escuelas de arte y la vanguardia no sólo
queda sin solución de continuidad, sino que es ya un signo característico de un
proceso de continuo deterioro de los modos formales del aprendizaje. Los talleres
privados y el grupo experimental sustituyen a aquéllos. La pérdida de los
estímulos oficiales, como salones y premios, la creciente marginación, junto al
aislamiento de de la comunicación con un público cada vez más reducido,
provocan otro tipo de alianza: la de los salones proposicionales, cuyas primeras
manifestaciones hay que remontar a la ambientación conceptual del Techo de la
Ballena, en 1962. A comienzos de la década del 70, los salones de la joven
actualidad dan la pauta e introducen nuevas modalidades de acción: reúnen a la
nueva generación; son continuados por los reagrupamientos para el trabajo
experimental y por salones como el de los 11 tipos, en la Sala Mendoza de
Caracas. En todo este desenvolvimiento, el dibujo juega un rol importante: punto
cero de un nuevo lenguaje. El ideal de una integración interdisciplinaria del arte,
más allá de las posiciones consagradas de la abstracción racionalista y de la
figuración se va a jugar, a finales de los 70, su última carta.
XII

EL GRABADO

Las fuentes del siglo XIX

Debido pasar mucho tiempo para que se conocieran y practicaran en Venezuela


las técnicas del grabado artístico. Sabemos que la primera prensa litográfica fue
instalada en la Guaira hacia 1983, pero sobre el grabado en metal ignoramos casi
todo antes de su introducción por los hermanos Celestinos y Geronimo Martinez a
fines de la primera mitad del siglo pasado. Sin embargo, las pruebas materiales
han desaparecido casi totalmente.
Podría decirse que, con respecto al siglo XIX, tan devastado por el saqueo
y por la improvisación subalterna, Venezuela es un país sin memoria grafica. La
casi totalidad de la estampa impresa en el país y mucha de la relativa a Venezuela
que circulo profusamente en impresiones extranjeras, se ha perdido. El papel ha
sido la tumba de la expresión visual de nuestro siglo XIX. Sobre la acuarela, el
dibujo y la grafica pesó la maldición de un soporte listo para sufrir el deterioro
acechante clima. Por otra parte, no existe un gabinete de estampaspara reunir la
producción sobre el papel en Venezuela, un aun menos se ha hecho inventario o
arqueo de los testimonios que se encuentran en archivos, edificios públicos y
colecciones privadas, cuyo rostro pudiera suministrarnos orientación para evitar el
error, tantas veces repetido, de continuar decidiendo que el grabado solo se inicia
en Venezuela en los tiempos actuales.

La Litografía

La litografía se conoce en nuestro país desde que loa albores de la difusión del
invento de Senefelder. En 1823 el Coronel Francisco Avendaño, comandante del
Puerto de la Guaira, importo una de las primeras prensas instaladas en
Sudamérica. Aquí imprimieron las primeras estampas litográficas. En 1830 el
coronel Avendaño traspaso su prensa a Antonio Damiron, quien se estableció en
caracas como impresor comercial. Hacia 1840 llegan a caracas a los alemanes
Muller y Stapler van a jugar un papel importante en el desarrollo de la litografía en
nuestro país. Estos adquieren la antigua prensa de Damiron y realizan los
primeros intentos de mezclar la reproducción litográfica con la impresión
periódicos. Su labor se tradujo en la expresión de la litografía y en la enseñanza
de este medio.
La década de 1840 señala el apogeo de la litografía en Venezuela. La
presencia en el país de un grupo de pintores extranjeros, entre los que descuellan
Lewis Adams y F. Bellermann, resulta estimulante para los artistas Venezolanos
que comienzan a hacer carrera: Ramon Irazabal, Carmelo Fernández, Celestino y
Geronimo Martinez, entre otros. Hacia 1841 se funda en Caracas una asociación
de artistas; la sociedad se muestra receptiva a las innovaciones; por ejemplo, en
1844 se organiza la primera exposición <<de productos naturales y de las artes
liberales y mecánicas del país>>, en donde aquella asociación de artistas, que
parecía suplantar el rol de los gremios coloniales, jugo un brillante papel. Aquí se
expusieron los primeros paisajes al oleo con temas caraqueños. La litografía y la
tipografía aparecen asociada por primera vez. Todo esto sucede a espaldas de las
graves insurrecciones populares que amenazan extenderse a Caracas, a fines del
periodo presidencial a Carlos Soublette. A la insulgencia del 44, sigue la del 46 y
47, y finalmente los alzamientos contra el nepotismo en Monagas, a quien
liberales y conservadores conceptúan por igual de traidor.
El nombre de Carmelo Fernández (1810-1887) esta asociado a la aparición del
primer periódico impreso que circulo en Venezuela; tal fue <<el promotor>>, que
salió entre 1843 y 1844 de las prensas litográficas de Muller y Stapler; los dibujos
para sus ilustraciones son de Fernández. Da comienzo así a la ilustración de
contenido satríco, la caricatura que se popularizo en adelante al calor de la lucha
política que libraban conservadores y liberales.
Carmelo Fernández es el artista Venezolano mas productivo del momento; sus
retratos que ilustran el <<Resumen de la Historia de Venezuela>>, de Díaz y
Baralt, causaron buena impresión en 1841: fueron ejecutados en Paris por
Tavernier; después de esto, Fernández hizo los 18 dibujos con que documento la
ceremonia de repatriación de los restos de Bolívar, en 1842, en la que hizo la
cronista visual. Algunos de estos dibujos fueron impresos en Paris por la casa
Thierry Freres; Muller y Stapler imprimieron los que aparecen en la edición de <<el
Venezolano>> , del 17 de diciembre de 1842. La litografía que representa el
<<embarco de los restos del Libertador>> según dibujo de Fernández, que
aparece en el libro <<Recuerdos de Santa María >>, de Simon Camacho, fue
editada por Torvaldo Agaard. Este Agaard fue el gran litógrafo de la década; por
primera vez, Agaard saco esta técnica de su carácter puramente mercantil y
ensayo la reproducción artística de retratos y paisajes, siguiendo en esto el
ejemplo, aun primitivo, de Muller y Stapler. La estampa iba a popularizarse
extraordinariamente. Pero Agaard solo podía imprimir en blanco y negro. La
cromolitografía se venia empleando Paris desde 1816. En Venezuela solo aparece
mucho mas tarde. Por lo tanto, el gusto de la estampa como estaba por los
exotismos de moda, por ese permanente entusiasmo que los viajeros europeos
experimentaban a la vista de la naturaleza tropical, solo pudo ser satisfecho en las
prensas del exterior sobre todo cuando se trataba de obtener estampas de gran
fidelidad. Las vistas de Caracas, por ejemplo, alcanzaron gran popularidad,
circulaban a bajo precio y, lo que es mas, tenían mucho mercado en el exterior.
Del paisaje de Caracas que dibujo Joseph Tomas en 1839 salieron hasta tres
impresiones, por Ackermann y Co., en Londres; y por J. Penniman, en Nueva
York, esta ultima en 1851.

Los hermanos Martínez

En el Museo Nacional de Bogotá se conservan las únicas obras litográficas de


Celestino Martínez, grabador nacido en Caracas en 1820, quien había hecho sus
estudios en París. Entre 1844-1845 Celestino Martinez trabajo en caracas, en el
taller litográfico de Muller y Stapler, aquí imprimió los grabados que acompañan a
la edición de Los Misterios de Paris, primer libro ilustrado que se publicó en
Venezuela. En 1848 fue contratado para enseñar grabado en Bogotá, a donde le
siguió su hermano menor, Gerónimo (1826-1898), alumno también, como el, de
Pedro Lovera. Gerónimo fue notable acuarelista. En Julio de 1849 los hermanos
Martínez recibían un diploma de merito que los acreditaba como <<introductores
de la litografía en Bogotá >>. Regresaron a Caracas hacia 1878. Sobresalieron
entre los artistas Venezolanos del siglo XIX por haber sido grabadores
profesionales con amplios conocimientos de los recursos de la litografía, en la que
trabajaron también como impresores. Celestino imprimió en Bogotá piedras con
dibujos del costumbrista Torres Méndez e ilustraba de su mano el primer número
del periódico << El Neogranadino>>, que editaba en Bogotá Manuel Ancízar,
diplomático a cuya instancia los dos hermanos habían viajado a Colombia.

El polifacético Federico Lessmann

La litografía experimento algún progreso en la década de los 50 gracias a un


artista Alemán de nombre Federico Lessmann, cuyos trabajos conocidos están
fechados a partir de 1843. Los rasgos del dibujo arquitectónico de Lessmann
impregnan carácter de estilo a la ilustración de a época, e incluso influirán en
Ramón Bolet, a quien encontramos mas tarde. Como casi todos los dibujantes de
su tiempo, Lessmann estaba interesado en la descripción anecdótica que en hacer
obra de arte, y en pocos artistas de aquel momento pueden hallarse mas
identificados el dibujante y el impresor, pues Lessman domina el campo de la
litografía de los siguientes a su llegada al país. Sus testimonios son apasionantes,
su concepción, moderna, atrevida. Sintético en su dibujo, Lessmann busca por
igual el movimiento y el espacio, la quietud y el ritmo cambiante. Sus dibujos de la
Plaza Bolívar y de las cuadras vecina del centro de Caracas son documentos
vivos; el esta imbuido de sus papel de cronista y se permite plasmar escenas de
guerra. No contento con imprimir en blanco y negro, introduce el color. De acuerdo
con el historiador J.E. Castillo, Lessmann llego a Venezuela a los 18 años,
procedente de Hamburgo. En 1843 se encuentra establecido en Caracas,
asociado como litógrafo a su cuñado Guillermo Stapler.
Junto al litógrafo Loue. Lessmann imprimió su exelente dibujo que representa
una vista a Caracas desde el Portachuelo, publicada en 1857, e impresa en el
taller que aquellos dos artistas dirigieron hasta el momento en que decidieron
consagrarse eternamente a la litografía. De la prensa de Lessmann y Luoe salió el
mayor numero de grabados que haya impreso en Caracas entre 1855y 1860.

Ramón Bolet, cronista visual de Caracas

Ramón Bolet (1837-1856) es el último artista de talento que encontramos


asociados a la evolución de la Litografía y la impresión de imágenes visuales, en
el siglo XIX. Bolet no tuvo pretensiones de artista pero si poseyó decidida
voluntad grafica. Lamentablemente, muere joven, en 1876, a poco de regresar de
un viaje de estudios en Inglaterra, donde fue alumno de John Ruskin. Se inició
como dibujante al lado de su padre en el revista el Oasis, que se editaba en
Barcelona, Venezuela, esto marcó su destino, ya que en adelante debió ganarse
la vida con su facundia dibujistica, no exenta de un aire ingenuo y de gracia,
debido a su formación poco académica, lo que no dejo de ser, en sus caso, una
ventaja. En 1865 apareció <<El Museo Venezolano >>, singular álbum de
estampas que consagro su obra y preparo el camino para su principal trabajo:
<<El álbum de Venezuela>>, el cual apareció póstumamente en 1978, y contiene
una serie de motivos de Caracas, La Guaira, Ciudad Bolívar, Petare, Maracaibo.
El impresor de Bolet fue el alemán Enrique Neun, dibujante y litógrafo
incomparable.
El grabado en los tiempos modernos

La formación unilateral, orientada casi exclusivamente a la pintura, impidió que


sugieran grabadores en las generaciones que llevarían a cabo la renovación del
arte Venezolano, entre 1910 y 1935. Hay que decir que el ejercicio mismo de la
pintura tuvo carácter heroico y, casi se podría añadir, clandestino. Nuestros
artistas trabajaban por amor al arte, pues los primeros coleccionistas aparecen
hacia los 40 años, y aun así el mercado para las obras de nuestros pintores era
muy restringido; ni a la pintura ni a la escultura, el grabado y el dibujo contaron con
el favor de coleccionar. Aunque el dibujo estaba incluido en el programa de de
aprendizaje de la Academia en la práctica se le consideraba una técnica auxiliar
de la pintura. El grabado no se enseñaba como disciplina autónoma. Al artista
consagrado a la pintura le resultaba, en aquellas condiciones difícil sobrevivir con
lo que hacía y, en la mayoría de los casos, vivió en la miseria. Los costos de la
operación y el tiempo que se invertían en el grabado no justificaban el poco interés
que el público se tomaba por este y a ello se sumaba la falta de incentivos que se
deriva de una actividad que carecía, si no de tradición, al menos la continuidad. En
el tiempo del Círculo de Bellas Artes no se practico el grabado sobre metal o
madera y hasta puede decirse que se desconocía. En cuanto a la litografía, tomo
el camino comercial y dejo de emplearse en la estampación de imágenes
ilustrativas, vistas de ciudades y escenas costumbristas, como era tradición desde
el siglo XIX. Al mecanizarse el procedimiento mediante la sustitución de la piedra
importada de Alemania por la lámina metálica y la impresión de plano por la
rotativa moderna, la antigua técnica cayó en desuso.
Fue solo en los tiempos recientes cuando se rescato la artesanía litográfica,
orientada ahora exclusivamente a la impresión de obras artísticas, lo cual viene
ocurriendo en Venezuela, con irregularidad, a partir de 1960. La litografía vuelve a
tomar así el exigente rango que en el pasado había tenido las técnicas del
grabado sobre el metal.
Los inicios de grabado moderno

El grabado artístico es, para Venezuela y gran parte de Latinoamérica, una


invención moderna. No nace, como en México, del desarrollo de una voluntad
expresionista, al color de las pasiones políticas que termina por atribuirle un
contenido social que, en tanto que medio masivo, posibilita su tremenda difusión
popular. En Venezuela, en cambio, nace autodeterminado por la evolución del
concepto de arte moderno, cuando ya la función social el grabado había pasado.
Esto ha hecho que el grabado no se haya popularizado en Venezuela y que su
esfera de consumo no alcance más allá de la elite que gira alrededor de la pintura,
y tal vez pueda restringirse a una esfera mas privativa.
El intaglio, término que designa el grabado en metal, en bajo y/o en alto
relieve, se comienza a cultivar en la Venezuela postgomecista. Cabe a un pintor
que se había dedicado autodidácticamente al garbado ser el iniciador de este arte
en nuestro país: Pedro Ángel González (1901-1981). Este artista se ganaba la
vida en una empresa de publicidad cuando comenzó a interesarse, ayudado por
el conocimiento de las técnicas empleadas en la litografía comercial, en el grabado
sobre metal.
Hacia 1936 empezó a investigar por su cuenta e imprimió sus primeras
planchas. El mismo año fue reformada la Academia de Bellas Artes y convertida
en Escuela de Artes Plásticas de Caracas. La reforma contemplaba un taller de
grabado en cuyo programa había trabajado González. Este fue llamado a dirigir el
taller que regentaría desde 1937 a 1953. Sin embargo, su actividad como grabado
tuvo corta duración, aproximadamente hasta 1943; limitación que está
compensada por el rigor con que González fue resolviendo, en una obra reducida,
todos los problemas que le iba planteando el grabado, tal como podía constatarlo
al confrontar sus resultados con estampas de los maestros del género. Sus
investigación le condujo a ensayar la empresa de reproducir fielmente en
aguafuerte y aguatinta un notable apunte de Arturo Michelena para su cuadro
<<Pentesilea >>. Aunque González no persevero en el grabado, puede decirse
que en el se dieron las condiciones formativas del gran grabador que falto a la
generación de la escuela Caracas. Su enseñanza, en descargo, echo las bases
para el desarrollo de la grafica en Venezuela.
Con menos suerte y consistencia fue seguido por sus compañeros de
generación, pero el taller de Grabado de la Escuela iba a convertirse en el centro
de irradiación de la grafica. Los salones oficiales, que se celebraban en el Museo
de Bellas Artes, comenzaron a mostrar una sección especial para los alumnos de
aquel plantel, el trabajo de los nuevos grabadores. Sobresalió en este momento
Gloria Pérez Guevara, alumna de González, cuyos aguafuertes reflejaban buen
oficio para resolver temas sociales tratados con sentido moderno.
Desde 1942 a 1953 la historia de nuestro incipiente grabado se escribe en
las paredes del Salón Oficial, reservadas a un buen numero de aprendices de las
Escuela de Artes Plásticas: Sznajderman, Manaure, Trompiz, Guevara Moreno,
Cesar Enriquez Brito, entre otros, conformaron un grupo promisor que ensayaba el
grabado en metal, la xilografía, la litografía y otras técnicas de impresión que como
el linóleo, se popularizaron en la década de los 40. La temática de estos
estudiantes de grabado era con frecuencia de carácter social; escenas urbanas de
la vida marginal, personajes típicos, patios de casas de vecindad, constituían, por
reflejo del grabado mexicano, los motivos mas especulados. La producción del
taller de la Escuela, a despacho de lo que prometían para la formación de
grabadores profesionales, solo encontró eco en el marco demostrativo de una
actividad docente a la que facilitaba acceso la generosidad del Salón oficial de las
exposiciones de fin de curso.

El grabado y la renovación de la enseñanza

La sola excepción, si se quiere, fue Luis Guevara Moreno, quien se consagro


seriamente al grado desde 1945. Aunque fue alumno de P.A. González, Guevara
amplio sus conocimientos en Paris, donde estudio litografía con Loudon, Clot y
Mourlot. Aquí imprimió numerosas estampas (Intaglios y litografías), derivando
hacia la abstracción geométrica. A su regreso a Caracas, Guevara asumió la
dirección del taller de litografía de la Escuela de Artes Plásticas << Cristóbal
Rojas>>.
Igualmente ha sido señalada más de una vez la importancia del trabajo
realizado por Luis Chacón y Elisa Elvira Zuloaga (1900-1980) hacia los años 50.
Esta ultima estudio grabado en el <<Atelier 17 >> de Stanley William Hayter, en
Paris. Aunque ella hacia un tipo de pintura tradicional, al aplicarse el grabado en
aguafuerte y aguatinta, Elisa Elvira Zuloaga adopto un vocabulario de formas
augerentes, por la via abstracta, que a la vez se reflejaría en su obra pintada.
Luis chacón (1927), como todos los grabadores, provenía del mundo de la
pintura. El ha sido tal vez que ha llevado mas lejos la voluntad de experimentación
pedida al artista contemporáneo y Chacón ha estado consiente de la necesidad de
evolucionar. Sus estudios los hizo en España, Madrid y Bracelona, donde se
familiarizo con las técnicas de grabado por intaglio, la punta seca la Mezzotinta y
el grabado en madera. No es si no después de 1956 cuando Chacón puede
disponer, en Caracas, de un taller para trabajar a gusto. Aquí realizo sus primeras
búsquedas que lo orientarían a un tipo de intaglio de acusado relieve, de carácter
materico y coloración monocroma. Podría decirse que inicio el grabado
informalista en Venezuela. Desde 1961 comenzó a aplicar una técnica propia,
sumamente laborista, basada en el montaje de delgadas chapas de acero
grabadas al buril y compuestas sobre una matriz que se hacia pasar por la prensa.
La serie <<Los planetas >>, entre 1962 y 1965, está hecha según esta técnica. En
la etapa siguiente Chacon estampo ejemplares únicos y por esta via desemboco el
Constructivismo, reduciendo el aspecto sígnico de su expresión a la composición
de formas planas coloreadas, que en principio constituían piezas únicas; la salida
que dio a esta proposición lo mantienen aun en un arte retinal, en relieve, que
conserva del grabado solo la técnica de estampación superficies con impresión
serigráfica.
Su experiencia fue importante para un grupo de pintores, entre ellos Humberto
Jaimes Sanchez, Alejandro Otero, Angel Luque, José Guillermo Castillo, quienes
trabajaron con espíritu de grupo en el taller de las Palacios. Posibilidades para la
investigación de procedimientos de estampación ue fueron consecuencias de ese
espíritu de búsqueda que en Luisa Palacios esta impregnado de quijotismo. De su
taller salieron ediciones de artes ilustradas con estampas que quedan entre las
mejores tentativas hechas en Venezuela para propiciar a colaboración del artista y
el escritor y devolver el grabado su vieja función comunicadora, que perdió en
gran medida cuando se convirtió en obra cerrada. Por otra parte, el trabajo del
taller de Luisa Palacios estuvo dentro de esas iniciativas que dieron auge al
grabado en momentos en que, interpretando la tendencia del artista a expresarse
en la grafica, iba a crearse la Exposición Nacional de Dibujo y Grabado, en 1959,
evento este muy vinculado a la labor que venia realizando los grabadores
caraqueños. En general, este momento fue de importancia básica para la historia
de nuestra grafica.

La exposición Nacional del Dibujo y el Grabado

La Exposición Nacional de Dibujo y Grabado se fundó en la facultad de


Arquitectura y Urbanismo de la U.C.V., por iniciativa del pintor y grabador Antonio
Granados Valdes (1926), quien fue asistente por un tiempo a las sesiones del
taller de Luisa palacios. Esta muestra anual sería el primer estimulo directo que
recibía el grabado en Venezuela, pues el premio que se destinaba a esta
disciplina en el Salón Oficial venía siendo compartido, desde 1963 hasta 1968,
con el dibujo. Fue también el primer concurso que en Venezuela se consagraba a
la grafica y el único de su especie que ha tenido relativa continuidad. Se mantuvo
vigente en 1959 a 1967, año en que se transformo en exposición
hispanoamericana, pautada como bienal. Lamentablemente, el programa para
esta área fue privado de apoyo por las autoridades académicas y la exposición
murió aquel mismo año. Su significación fue, no obstante, positiva y robusteció el
trabajo que venía haciéndose en los talleres privados y, en parte, en la escuela de
Artes Plásticas de Caracas, en aquel evento se dieron a conocer pocos de los
nombres que hoy destacan en el campo de la grafica Venezolana, como Marietta
Bernan y Edgar Sánchez, como Maruja Rolando (1926-1970), artista que
apuntaba como uno de nuestros gráficos de mayor talento para el momento en
que encontró trágicamente la muerte (1971).
El grabado en el interior del país
En otras regiones del país, la situación del grabado fue mas precaria, si
exceptuamos a Maracaibo y a Valencia, ciudades que han contado con salas de
exposición en donde, con alguna frecuencia, se celebraban muestras de grafica o
certámenes que incluían la mención del grabado.
En Maracaibo se estableció hacia 1966 el pintor Francisco Bellorin, de
sostenida y larga actividad en el grabado y el diseño grafico y quien ha logrado
optima calidad en la elaboración e impresión de litografías y aguafuertes. Bellorin
ha sido de los pocos que en el país han vinculado estrechamente la producción de
estampas por medios artesanales a la impresión de libros, revistas y publicaciones
ilustradas. Su labor como afichista en serigrafía es junto con la de Gilberto
Torrealba, de Mérida, tal vez la más importante e volumen y calidad que se ha
realizado en Venezuela. Con su prolífica obra, Bellorin ha contribuido al desarrollo
de un movimiento grafico en el Estado Zulia que comienza a dar sus frutos en la
nueva generación.
Las iniciativas en provincia fueron siempre mas tardías y requirieron
lamentablemente del reflujo de artistas nativos o de los que, abandonaron los
incentivos de la capital, se arriesgaron a establecerse en ciudades del interior,
generalmente en rol de profesores de arte. Tal fue el caso de Gladys Meneses,
quien ha residido en los años 60 en Barcelona, en donde por algún tiempo, dirigió
el taller de grabado de la Escuela de Artes Plásticas << Armando Reverón >>;
retirada a ese plantel, ella se ha consagrado a perfeccionar la técnica de intaglio
hasta un refinamiento espacial acorde con el grado de luminosidad blanca que es
propio del litoral Venezolano; en la playa cercana a Barcelona, Gladys Meneses h
ha creado en compañía de su esposo el Escultor Pedro Barreto, un taller y un
centro de enseñanza que han de servir de ejemplo para cuantos se atrevan a
afrontar la empresa de establecer, por si solos, una relación armónica entre arte y
vida, entre arte y sociedad.
El grabado es hoy, en Venezuela, una expresión que capitaliza el fervor de
varias generaciones de artistas. A los pioneros de ayer que se unen los gráficos
de la generación del 70 y los actuales. El grabado se seta extendiendo, a demás,
como actividad interdisciplinaria, como técnica abierta a un nuevo artista que no
siente prejuicios para expresarse indiferentemente en cualquier genero. Una lista
de grabadores estaría incompleta sin estos nombres: Ana María Marzei, Rolando
Dorrego, José Antonio Quintero, Bogarin Mago, Ruth bea, Alirio Palacios, Baltazar
Armas, Oswaldo Venezuela, Teresa Casanova, Carúpano, Pancho Omilici,
Gabriela, Morewertz, Nerio Quintero y Adrián Pujol.

S-ar putea să vă placă și