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VISUAL DE LAS
ARTES PLÁSTICAS
EN VENEZUELA
Juan Calzadilla
EXPLICACION
El contenido de este libro constituye una síntesis de materiales publicados anteriormente por Juan
calzadilla notoriamente en «Obras singulares del Arte en Venezuela» y «Una colección de pintura
en Venezuela». Enriquecido considerablemente por nuevos materiales, este libro ofrece al lector
una suma del pensamiento plástico de nuestro país, cuya amplitud y coherencia se reflejará, sin
duda, en la necesidad de información que llena una tentativa tan globalizadora como ésta, la
primera de su tipo que se lleva a cabo en Venezuela con el fin de revelar, desde su origen, el
proceso cumplido por nuestro arte, hasta hoy.
Las obras reproducidas en este libro están localizadas en colecciones de Caracas, con excepción
de aquéllas en que la datificación al pie de la lámina especifica el lugar o ciudad donde se halla la
colección. Museo El Palmar
Damos aquí reconocimiento a la Galería de Arte Nacional Experimental «Francisco de Miranda»,
Coro, y la Colección Arnold Zingg, cuyas obras figuran en el libro en el siguiente orden de
numeración de páginas:
G.A.N.:113-a, 113-b, 114-a, 114-b, 117,132, 133, 138, 139, 140, 141, 142, 143, 144, 146, 147, 148,
149, 152, 159, 160, 171, 172, 174, 176, 177, 178, 179, 180, 192, 198, 206, 208, 211, 213, 215,
217, 219, 227, 228, 232, 236, 237, 238, 240, 242, 244, 247, 248, 268, 270, 274, 278, 279, 284-a,
284-b, 290, 295, 297, 301, 306, 309, 313, 314, 317, 319.
MUSEO EL PALMAR: 167, 175, 195, 202-a, 202-b, 203-a, 203-b, 205, 210, 212-a, 216, 221, 234,
239, 261, 286-a, 286-b.
COLECCIÓN ARNOLD ZINGG: 116, 118, 119, 120, 121, 122, 123, 124, 125, 126, 127, 128, 162.
Páginas
Introducción
Compendio Visual
I. Tiempos prehispánicos 97
II. La colonia 116
III. Tendencias del siglo XIX 129
IV. La tradición moderna. Los paisajistas 155
V. Los contemporáneos 201
VI. La escultura 293
VII. Dibujantes y grabadores 327
INDICE DE ARTISTAS, LAPSO DE VIDA
Número de páginas donde aparece reproducida la obra
INTRODUCCIÓN
I
EL ORIGEN: ARTE PREHISPÁNICO
Hasta hace treinta años era muy poco lo que, de modo sistemático, se sabía
acerca del arte prehispánico en Venezuela. Escaso interés tenía para el estudio
conocer lo que había ocurrido antes del siglo XVI, pues se partía del supuesto de
que la historia del arte venezolano comenzaba con la colonización de nuestras
tierras por los españoles. La dificultad estriba en la falta de instrumental científico
para tener acceso a materiales y testimonios que sólo pudieron revelarse desde el
momento en que la Arqueología demostró, contra la creencia generalizada, que
tales pruebas eran fundamentales para restablecer el hilo de continuidad roto con
la abrupta llegada de los conquistadores. Los estudios Arqueológicos profusos y
meticulosos están proporcionando, a través de abundantísimo material de los
trabajos de excavación que se llevan a cabo en diferentes áreas del país, la
información científicamente procesada que requerían los historiadores de Arte.
Este saber, aún fragmentario, dubitativo y en proceso de sistematización,
permite demostrar que la vasta región que ocupa la Venezuela actual se desarrolló
en los tiempos prehispánicos una cultura cerámica que por la riqueza y variedad
de estilos , rivaliza con la más avanzada del continente.
Las series
Esta serie ilustra a uno de los estilos cerámicos más impresionantes por su
refinada y compleja elaboración formal, índice del desarrollo social alcanzado por
una cultura agrupada en torno a seis complejos o asientos, en el piedemonte
andino y llanos estribaciones montañosas que abarcan una amplia área limítrofe
entre los estados Trujillo y Lara. La serie Tocuyanoide presenta decoración
pintada sobre engobe blanco, que sirve de fondo a un dibujo, superficial i inciso,
logrando con un trazo negro o semi rojo, a menudo valorizado rítmicamente en
función pictórica. Se encuentra abundante alusión a la flora y la fauna en la
decoración, aunque prevalece el rostro humano y el oficio, esquematizados
sabiamente. Una características es que la ornamentación plástica se integra es
estructuralmente a la pieza, tal como puede apreciarse en el ejemplar «Fuente de
las Serpientes», que se producen en este libro. Vasijas, boles y urnas funerarias,
de tres y cuatro patas, estas ultimas de diseño muy sofisticados, se enlazan en su
evolución técnica con figuras sentadas o de pie, cuyo carácter hierático
contribuye como dice Cruxent, a enfatizar su monumentalismo, sin duda asociado
aquí al culto ceremonial.
La Serie Dabajuroide es una de las más antiguas de América en las que se han
hallado, según Cruxent y Rouse, vestigios cerámicos. Solo localiza en el área de
Coro, desde donde penetra hasta las zonas costeras e, incluso, a las Antillas
Holandesas. En esta serie es frecuente la vasija multípodas, de base redonda;
éstas presentan partes incisas y en semirrelieve y a las superficies suelen estar
cubiertas con decoración policroma o monocromas y dibujos geométricos; también
hay decoración punteadas; en algunos casos el dibujo esta hecho sobre engobe
blanco pertenece a la serie también urnas globulares para entierros secundarios.
Lo mas notable de la serie son, sin embargo, los «Majaderos rituales», tallados en
piedra verde y cuya parte superior remata en forma zoomórficas; alcanzan a tener
hasta 42 cms. De largo.
Apreciamos aquí una trasgresión del valor funcional del objeto al ritual,
trasgresión que se expresa en una primera elaboración de la forma totémica entre
los moradores prehispánicos de Venezuela.
Serie Barrancoide. Periodos II al IV. 1000 AC y 1500 AC.
Se llama así por ubicarse sus complejos alrededor del Lago de Valencia.
Debido a la alta concentración poblacional de la zona, la Serie presenta gran
variedad de tipos cerámicos, factor que también afecta la hibridación de forma que
resulta del cruce de los estilos del Sur y de los del Occidente, lo cual posibilito el
desarrollo de la cerámica. Aunque en esta Serie se patentiza una mayor relación
con el simbolismo ritual y el culto funerario, no se ha hecho todavía un estudio que
revele la relación que puedan tener las terracotas llamadas «Venus de Tacarigua»
con practicas espirituales; el complejo ceremonial funerario esta ubicado por la
abundante existencia de artefactos para enterramientos primarios y secundarios,
de formas globulares. La Serie Valencioide parece haber alcanzado, antes de
cualquier otra, una optima diferenciación de patrones estilísticos revelándosenos
en su fase de mayor desarrollo formal. El acabado liso de la superficie de los
recipientes, generalmente sin pulir ni pintar, contrasta con la decoración modelada
y aplicada en cuellos y asas, mostrando tensiones y equilibrios de valor estético.
La Serie es muy rica en forma zoomórficas exentas u ornamentales, mostrándose
sus artesanos como hábiles observadores de la naturaleza. Las vasijas-efigies y
las terracotas marcan fuertemente la Serie. Cabezas anchas y rectangulares ojos
batraciformes o también llamados «Granos de Café», desarrollo esteatopígico
acusado, ausencia y minimización de los senos; brazos minúsculos sosteniendo la
forma rectángulas o semilunar de estas enormes cabezas que los investigadores
del pasado asociaban con mascaras rituales. Las urnas de barro cocido tienen
forma piriformes y se encuentran formando cementerios; el tamaño de estas
varían según el número de esqueletos que contengan. Los restos humanos suelen
estar acompañados por cuentes de collar y otros objetos; los cráneos presentan a
veces deformaciones artificiales, lo cual, junto a otros indicios, revelan que los
Valencioides alcanzaron un valor cultural bastante elevados.
Se conoce con el nombre del Área de los Andes un grupo de fases o complejos
artesanales ubicados en el valle de Carache y en los alrededores de Mucuchies y
Timotes sus manifestaciones corresponden a los periodos III Y IV, desde el 300DC
a 1500 DC; aproximadamente.
La doctora Erika Wagner, antropóloga al servicio del IVIC quien ha estudiado
prolijamente el área, encontró que existen dos patrones culturales en esta región.
a) Un patrón sub-andino, valido para las tierras que están por debajo de los
2000 metros de altitud; y b) un patrón andino, aplicable en las tierras que
están por encima de aquella elevación. En el primer caso, el maíz
aparece como cultivo básico y la cerámica es de fina elaboración y
formas complejas. La cerámica utilitaria presenta decoración pintada; no
hay construcciones de piedras, los entierros son simples y no aparecen
objetos ceremoniales.
Desarrollo
Caracas jugó papel predominante en la cultura del país desde que se elevó a
ella el asiento de la autoridad eclesiástica, en 1638 de esta época data el retrato
del Provincial Francisco de Mijares de Solórzano, obra de excelente factura,
presumiblemente de mano española. Es la pieza más antigua de una tradición que
no se interrumpirá en adelante y que prosigue con una obra fundamental en el
proceso formativo del arte venezolano: el retrato del Obispo Fray Antonio
González de Acuña. Boulton atribuyo esta tela a Fray Fernando de la Concepción,
pintor y escultor activo en Caracas entre 1656 y 1681 y de quien,
desafortunadamente, no se conocen obras firmadas. De acuerdo con Carlos
Duarte (Gasparini y Duarte: Arte Colonial en Venezuela, Caracas 1974), a finales
del siglo XVII había en Caracas diez pintores establecidos, entre los que estaría el
autor o autores anónimos de un grupo de retratos que atestiguan el incipiente
poder económico alcanzado ya por la clase de los criollos. Se trata de Juan
Mijares de Solórzano (1701), Feliciano Palacios y Sojo (1726); Antonio pacheco
Tovar y Teresa Mijares de Solórzano (1732), condes de San Javier, obras de
desigual factura.
Según los datos que se tienen, el pintor más notable de la primera mitad del
siglo XVIII fue Francisco José De Lerma y Villegas, activo entre 1719 y 1753y cuya
actuación fue seguida por Boulton, quien localizó su firma en una sagrada Familia,
fechada en 1719, Boulton le atribuye otras obras, una de las cuales, el Martirio de
Santa Bárbara, pieza muy interesante, se reproduce en este libro.
Lerma es quizá el primer artista con clara voluntad de estilo en traer a la pintura
venezolano un impulso fresco y vigoroso, a despecho de la calidad dispareja de su
obra, la cual se explica por el escaso número de trabajos suyos conservados. En
su obra revela conocimiento del manierismo italiano y cierta influencia flamenca,
todo esto traducido a rasgos arcaizantes y a armonías sordas, como conviene a
un artista que, como otras tantos pintores americanos, debió formarse
principalmente a través de la copia de estampas, como lo prueba su Virgen de la
Merced, inspirada directamente en un grabado, con el mismo tema, de cavalli.
El Martirio de Santa Bárbara y el San José y el Niño deben ser obras de su última
época, a juzgar por la mayor soltura del dibujo, en comparación con una pintura
como la Virgen de la Merced, de la colección María Cristina de Muller, Caracas;
factura más fluida que le permite obtener aquí efectos potentes en la definición de
las figuras; la impresión escultórica alcanzada por las formas es realzada por el
clima naturalista que se obtiene al situar los personajes sobre un paisaje muy
realista. Detalle que es aquí más verídico que el fragmento de naturaleza,
obviamente simbólico, que encontramos en la otra obra de Lerma, en la colección
Arnold Zingg, el san José y el Niño, que supuestamente es de la misma época que
el cuadro antes mencionado.
Juan Pedro López es una obra conocida y por el estilo, el pintor más notable
que actuó en la provincia de Venezuela durante los siglos coloniales. Caraqueño
nacido en 1724, es el único artista de este largo período que se sostiene como
individualidad y que, como tal, resiste una comparación con pintores consagrados
de su propio tiempo en otras regiones de América colonial. Porque Francisco José
de Lerma, quien ofrece en verdad un estilo más consistente, de raigambre mestiza
y, por tanto, más autóctono, dejó obra muy escasa y vagamente identificada. La
pintura colonial venezolana tiene mayor interés para el estudioso cuando se juzga
la vasta producción de carácter popular. La tabla colonial y la talla en madera
vendrían a ser sus modelos más consustanciados con la identidad mestiza de
nuestra población. Producción anónima, como ya hemos dicho, y de
características artesanal.
Los ejemplos de pintores cultos son escasos y mantienen un vínculo casi
directo con las referencias europeas que tanto para la sociedad como para los
artistas mismos resultan patrones establecidos frente a los cuales la obra de
nuestros artistas siempre mantendrá un rol subalterno y provinciano.
Pero aun juzgada dentro de esta perspectiva limitante, Juan Pedro López, el
más español de nuestros pintores, resulta un pintor de meritos sobresalientes. Su
identificación se le debe a Alfredo Boulton, quien catalogo las obras de la primera
y única exposición retrospectiva que de su obra se ha hecho, en el Museo de
Bellas Artes de Caracas, en 1963. Boulton estableció los rasgos estilísticos de
Juan Pedro López a partir de un pequeño número de obras en donde encontró la
firma del autor. Una de estas piezas (significativa por el atormentado barroquismo
aprendido en alguna obra grabada de Rubens) es la crucifixión (Pág. 128) que se
halla en la colección de Arnold Zingg. La actuación de López abarca desde 1751
hasta el año de su muerte, en 1787. Con estos datos y las analogías de estilo
establecidas entre un importante grupo de obras anónimas y las firmadas y
reconocidas, Boulton llegó a elaborar una lista de 141 piezas que la investigación
actual ha ido aumentado. Duarte le atribuye a López un papel muy destacado
como escultor de figuras de bulto y ha visto en la tendencia al volumen que se
aprecia en su pintura una influencia proveniente de su trabajo de escultor, y ello se
aprecia en el modelado de manos y rostros y en el acortamiento tan característico
de paños y vestiduras de los personajes. De cualquier manera, en el tímido,
arcaico y bastante rezagado marco de la iconografía religiosa de la Venezuela
colonial, Juan Pedro López significa una concepción audaz y novedosa del
espacio. En él podrían darse los primeros atisbos renacentistas para escapar a la
convención de la perspectiva simbólica que mantiene a la expresión de nuestros
pintores dentro de tendencias harto superadas en Europa.
De su obra incluimos aquí una pieza resaltante, la Inmaculada Concepción, que
lleva marco rococó de la época. Obra de gran tamaño, con influencia murillesca,
representa por una vía opuesta al realismo que empieza a observase en sus
cuadros referidos a vidas de santos, la solución espacial característica adoptada
de una tradición que los pintores iberoamericanos más atentos al dogma que a la
libertad para interpretar, se empañaron en perpetuar.
La pintura durante el siglo XIX
El arte del siglo XIX suele ser estudiado bajo el enunciado general de «Período
republicano»; el término hace referencia al lapso de tiempo que va desde la lucha
emancipadora que sigue la declaración de Independencia hasta la época de los
estilos heroicos, incluido el naturalismo académico de Michelena, Herrera Toro Y
Cristóbal Rojas. El establecimiento de un nuevo orden institucional, signado por la
ruptura y el acceso a la nacionalidad, implicó también una quiebra de la
continuidad de la cultura colonial. Sin embargo, el siglo XIX, visto como un todo
orgánico, presenta serios problemas al estudioso.
El primer inconveniente consiste en la emancipación política respecto al
dominio español no se corresponde, en el plano cultural, con el nacimiento de un
arte que por su forma técnica haya sido, ideológicamente hablando, expresión del
nuevo estado de cosas derivado de la independencia. En otras palabras, todo
cuanto determina la gesta emancipadora es un cambio de la iconografía aceptada
oficialmente. Es cierto que aparecen géneros nuevos, como el retrato civil y militar
y la pintura histórica; entra en crédito la imaginería religiosa, asociada al podes
económico de la iglesia; desaparece el modo propio de producción artística del
siglo XVIII, dentro de la unidad económica del gremio de artistas y artesanos. No
es sin embargo un cambio estructural, sino un cambio de formas que modifica el
aspecto temático del arte y que tiene lugar en el plano de la existencia
institucional, de lo que podríamos llamar el arte culto.
Técnicamente hablando, el arte de las primeras décadas del siglo XIX puede
considerarse como una prolongación del período colonial. Formados en los
talleres de los imagineros, nuestros primeros artistas republicanos siguen
utilizando la técnica heredada de sus mayores para resolver temas inspirados en
la concepción del nuevo estado liberal.
La imagen del clérigo es sustituida por la del airoso prócer, por la del músico
mulato, por la del legislador o hacendado; allí donde descubrimos algunas de las
versiones de la imagen mariana, aparece el retrato de la bella mestiza, símbolo de
una nueva oligarquía. El estilo religioso no es desaprobado en toda su extensión;
aparte de que los artistas siguen empleado técnicas del pasado, la concepción del
espacio y el carácter simbólico que asume dentro de éste la representación
figurativa serán los mismos cuando se pasa de la imagen religiosa al retrato civil o
al cuadro histórico. Un ejemplo es Juan Lovera, en quien luchan dos tiempos.
Artistas activos a comienzos del XIX como Emeterio Emazábel y Joaquín Sosa
continúan atados al sistema productivo del siglo XVIII; el tema eclesiástico
persevera en ellos: retratos de obispos o monjas invariablemente resueltos
mediante las convenciones aceptadas por la sociedad colonial. Todo el siglo XIX
está lleno de manifestaciones de orden religioso, y no tiene nada de extraño que la
tradición de la talla en madera, proveniente de los imagineros, sobrevivían a la
obra de Juan Bautista y Manuel Antonio González, padre e hijo, autores de
imágenes religiosas para iglesias de Caracas, cuya actividad se enmarca dentro
de creencias de una sociedad librepensadora como la que vivió durante el
septenio y el quinquenio de Guzmán Blanco. Sin ir más lejos, Herrera Toro, con
sus decoraciones de la catedral y de la iglesia de Altagracia, viene a ser un
heredero indirecto de Juan Pedro López. Como lo es también, en alguna medida,
el Arturo Michelena que inicia su carrera como copista religioso, en valencia, y
cuya obra final está marcada por un hondo misticismo. Ni siquiera Tovar y Tovar
escapan a la tradición del encargado de obras religiosas.
Tarda algún tiempo, por lo menos hasta 16840, para que aparezcan nuevos
modos técnicos y una concepción formal menos apegada al siglo XVIII que al
reflujo de los estilos europeos que enlazan a tener alguna difusión en la obra de
los persuasivos viajeros que cruzan el país desde los inicios del siglo.
En la perspectiva de la tradición del arte popular, ya ni siquiera puede hablarse
de la imaginería anónima: la tabla colonial, la talla en madera de elaboración
ingenua, llenan el espacio físico reservado por el pueblo a sus creencias religiosas
y mágicas durante el siglo XIX. Al lado de la teoría artificial. Vegeta el frondoso
árbol del arte religioso popular. El arte institucional vivirá en adelante, hasta hoy,
divorciado de aquél.
El espíritu del siglo hace su aparición cuando el país como paisaje humano y
como naturaleza se descubre a s{i mismo en la visión objetiva o idealizada que
rinden viajeros, naturalistas y aventureros a través de un trabajo documental.
Desde Humboldt hasta A. Goering, menudea una artesanía descriptiva, a ratos
científica, a ratos imaginista, realizada por dibujantes y acuarelistas que, a la vista
de país, experimentan el descubrimiento de una naturaleza demasiado obvia para
ser evidenciada en su belleza por el elemento nativo. Más tarde, el ingenio criollo
también sabe encontrar incentivos en la idea de que todo conocimiento es útil
cuando la técnica aplicada puede ser también, en si misma, objeto de saber
científico, los primeros artistas nacionales identificados con la visión de nuestra
naturaleza están poco conscientes de su papel de artista y prefieren consolidarse
a sí mismo como artesanos, interesados más en la verdad que en el arte
propiamente.
La belleza es atributo natural de nuestro paisaje. Ya desde 1839, con la primera
vista de Caracas pintada por Ramón Irazábal, asistimos al nacimiento del género
paisajístico. Un genero que comienza cuando el artista sabe combinar la pasión
del detalle con la modestia de sus propósitos: ser verídico, ilustrar, brindar el
testimonio visual de las obras de la naturaleza. Carmelo Fernández, los hermanos
Martínez, Lessmann, Ramón Bolet, Goering, fungen de cronistas visuales del
espacio que transcurre morosamente, en medio de los vaivenes políticos. Al final
se imponen la litografía y el medio impreso, el diario, la revista ilustrada y el libro.
Tradición de la enseñanza
Juan Lovera
Cristóbal Rojas
Nativo de Cúa, estado Miranda, a los 32 años, edad en que muere. Rojas había
realizado ya, gracias a su tenacidad, una obra madura y profunda, aunque breve.
La tragedia parece acecharlo: en ll personal, un destino trágico; siete años
debatiéndose en medio de enfermedades y privaciones para realizar esos escasos
diez lienzos de gran tamaño frente a los cuales su juicio resulta implacable; es un
artista autocrítico: su obra constituye una reflexión sobre el dolor, sus temas son
patéticos como una visión pesimista del mundo. «El Purgatorio», la última obra de
rojas, pintada para la iglesia de la Pastora, en Caracas, parece el sitio que él se ha
reservado para sí mismo, última morada de su propio sufrimiento, y nada extraño
tiene que Rojas haya hecho su autorretrato entre los crepitantes condenados de
«El Purgatorio» .
Trayectoria breve: a los 22 años ha llegado a ser modesto ayudante para las
decoraciones que en la Catedral de Caracas realizaba Antonio Herrera Toro,
pintor de la misma edad de Rojas, pero ya famoso en 1880.
En 1883 triunfa al lado de Michelena en el Salón del centenario del Libertador
con su cuadro sobre la muerte de Girardot en Bárbula, y el premio conseguido en
tan memorable ocasión le vale ser becado por Guzmán Blanco para seguir
estudios Europa.
1884: entra en el Taller de Jean Paúl Laurens, en la Academia Julián, en donde
se le une Michelena al año siguiente. Duros años de aprendizaje que los dos
jóvenes venezolanos comparten entre 1885 y 1887. Rojas va al encuentro de una
personalidad fuerte, tenaz, valiente aunque insegura. El objetivo es exhibir en el
salón los años dorados del pomposo concurso que reúne anualmente, en el Gran
Palacio, a 2.500 artistas de todas partes. Rojas logra en poco tiempo lo que todos
procuran: ser aceptado en el Salón. En 1886 su cuadro «La Miseria, un portentoso
estudio del claroscuro, recibe en el Salón Oficial una mención de Honor, Rojas se
siente feliz. Pero esa felicidad se va a ver acompañada por los acontecimientos
del año siguiente que sumirán a Cristóbal Rojas en un gran desaliento.
Al año siguiente, año que consagra a Arturo Michelena con su lienzo «El Niño
Enfermo», Rojas presenta «La Taberna», cuyo sólo título está inspirado en una
nueva novela homónima de Emilio Zola, escritor francés cuyos temas influyeron en
el ánimo del pintor mirandino. Pero «La Taberna», cuadro un tanto truculento, de
efectos vulgares, pasa desapercibido a los ojos del jurado calificador, y esta
reacción profundiza su sentimiento trágico. Otro lienzo de Rojas, «El Plazo
Vencido», que le exige un agotador trabajo, es una obra más convincente, con
más aciertos que las anteriores. Data de 1888 y se inscribe en el mismo género de
preocupaciones: temas patéticos, tratados con una paleta donde dominan los
colores oscuro, tierras y marrones, los efectos de claroscuro subrayan la anécdota
destinada a conmover al espectador tal como podría hacerlo una descripción
literaria: ante la presencia de las autoridades judiciales, un miserable inquilino es
obligado a desalojar la habitación donde vive. El término para definir este tipo de
arte que se ha puesto de moda en el Salón no puede ser otro que el Realismo
Social. En Rojas, sin embargo, alienta un sentimiento protestatario auténtico. Es
sensible a la condición humana y le hiere profundamente la situación en que viven
las familias de obreros y desempleados que comparten con él el barrio Latino,
escenario de los temas de sus obras. Son seres de la vida real los que le han
servido de modelo para sus cuadros.
A partir de 1888 se observa un cambio en su obra: aparecen los colores claros
y el patetismo cede ante una visión más amable de la vida. Ha sido también su
año más productivo, si consideramos que realizó por entonces dos de sus obras
más ambiciosas. «El Plazo Vencido» y «La Primera y Ultima Comunión», este
último: su más patético trabajo. Pero también a fin de año comienza a pintar la
obra que lo representará en el salón de 1889: se trata de «El Bautizo», lienzo
juzgado por algunos críticos como su obra más importante. «El Bautizo»revela un
propósito menos anecdótico. El énfasis está puesto en la atmósfera cromática, no
en la descripción; la luz comienza a sentirse en el espacio que cohesiona las
formas dentro de una sutil profundidad aérea. Los tonos de colores claros
anuncian la paleta de los últimos años.
Rojas fue un pintor del drama humano, pero aún más: un pintor de la intimidad
sobrecogida, en la que el ambiente, los objetos, la atmósfera, el detalle sutil y la
luz, sobre todo, se combinan para lograr el clima psicológico buscando. A
despecho del cambio que se experimenta en su última obra, Rojas sigue
inquiriendo en el alma humana, preguntando por el destino del hombre. Pero esto
no supone que deba dejar de lado el problema fundamental de todo pintor: los
valores, el logro formal de la obra, la justa adecuación de contenido y medios. Por
ello, Rojas comprende la necesidad de evolucionar. El último período de su
producción es francamente investigativo: ha dejado atrás el estilo narrativo para
apoyarse en una mayor sinceridad: la pintura debe bastarse a sí misma.
Naturalezas muertas, paisajes parisinos y estudios como «En el Balcón»,
«Muchacha vistiéndose» y «La Lectora», o enrumban hacia la modernidad.
Rojas es nuestro primer artista en comprender la significación del
Impresionismo. No tardará en recibir la moderada influencia de este movimiento.
Es un momento en que el arte europeo está abocado a una revolución del
lenguaje.
Aturo Michelena
Pueden estudiarse en la obra del Círculo de bellas Artes dos etapas claramente
definidas: la primera abarca de 1909 a 1918 y se caracteriza por ser un período de
búsquedas durante el cual sus pintores se libran de la influencia del realismo de la
Academia y comienza a indagar por propia cuenta, aplicando algunos principios
del impresionismo y pintado al aire libre. Ciertos paisajistas como Federico Brandt
(1878-1932) ensayan una aplicación muy personal de la técnica puntillista. Entre
1918 y 1919 se encuentran de paso en Caracas dos impresionistas: Samys
Mützner y Emilio Boggio. Por otra parte Reverón y Monasterios, que han estado
en España largo tiempo, traerán a Venezuela la influencia de Zuloaga, Sorolla y
Regoyos.
La segunda etapa corresponde a la afirmación y madurez y ésta marcad, en un
comienzo, por la huella que dejaron en la pintura venezolana Samys Mützner
(1869-1958), Nicolas Ferdinandov (1886-1925) y Emilio Baggio; concluyen a
finales de la década del 20. Desde el punto de vista de su aportación el arte
venezolano los años comprendidos del 20 al 30 fueron los más significativos en la
historia del Círculo de Bellas Artes. Los siguientes se refieren más que a la historia
del Círculo, a la evolución trazada por la obra de sus principales representantes,
en un sentido personal.
Una de las premisas del Círculo de Bellas Artes fue el rechazo de las técnicas y
motivaciones que habían prevalecido en la pintura venezolana de fines de siglo.
De acuerdo con esto puede decirse que el Círculo respondió a un programa, si
bien éste nunca fue tan bien definido en la teoría como en la práctica. Aun más: se
careció de una teoría. En énfasis fue puesto en la pintura al aire libre y en todo lo
que se derivó de la negación del realismo y la tendencia dominante de utilizar un
una paleta de tonos, luces, oscuros y grises, como la que se empleaba en el taller.
Los jóvenes iban a valerse más libremente del color, y se trató de estudiar su
empleo más adecuado de acuerdo con la experiencia a que se fue llegando en la
observación directa de los tonos, luces, sombras, y valores, tal como estos
elementos se ofrecen en la naturaleza, y en la medida en que se trabaja al aire
libre. Ello implicó, como había sucedido en Francia, el desprecio de la literatura la
anécdota como fuentes de inspiración; tanto menos un artista se apoya en la
anécdota cuando más tiene que apelar a los recursos de la pintura misma. Al
inclinarse a preferir una temática literaria o histórica, el realismo del siglo XIX
desvió a la pintura del carácter profundamente visual que ella siempre tuvo,
incluso en los tiempos en que los artistas se basaban en la anécdota y en los
temas literarios. La corrupción de la lectura de un cuadro, y por la tanto la
corrupción del gusto artístico, en general, es un fenómeno que se acentúo en el
mundo de las últimas tres décadas del siglo XIX. Algo parecido ocurrió en Caracas
en relación con los cambios que tuvieron lugar en Francia y Europa con el
impresionismo. Había que devolver a la pintura su base sensorial, a costa de
perder su elocuencia, para cautivar al público, es decir, las razones mismas del
éxito. Surgieron así, entre los pintores de Caracas, los temas anónimos en los
cuales se encontró ahora un pretexto para hacer del cuadro nada más que un
cuadro; éste no sería en adelante una referencia topográfica que enmarcaba un
hecho extraído caprichosamente de la Biblia de la historia; la pintura, sin renunciar
a la naturaleza que se observó ahora con mayor atención que antes, con el
cuidado extremo que nunca se había puesto en ella, el pintor lentamente se
aprestó a modificar los datos de la realidad para llevarlos a la pintura con el
propósito de ser más fiel a las exigencias de su propia expresividad.
El colorido se usó a partir de la elección de los impresionistas, sin acudirse a
fórmulas ni recetas, sino volviéndose obediente a lo que cada pintor buscaba
individualmente a partir de la observación directa de la naturaleza, en la que con
facilidad podían comprobarse los problemas ya estudiados por los impresionistas:
la coloración de las sombras y la impresión de avivamiento de los colores por
efecto de la yuxtaposición de los complementarios, la mezcla óptica que se
obtenía en la retina por visón del color de la tela, preferiblemente a la mezcla de
los colores en la paleta, etc. El paisaje del trópico fue en definitiva el gran maestro.
Aunque en un comienzo algunos integrantes del Círculo habían dedicado sus
esfuerzos retrato y la pintura de género, como M. Cabré y F Brandt; aunque la
naturaleza muerta siguió siendo para pintores como M. Castillo y Brandt mismo un
tema de incansables elaboraciones, hay que decir que fue el paisaje la temática
que mejor definió la orientación principal de los pintores del Círculo de Bellas
Artes.
Dentro del paisaje podemos estudiar dos fases que corresponden
cronológicamente a las etapas de formación y madurez de los pintores del Círculo.
En la primera fase se advierte entre los paisajista que trabajan preferentemente
sobre motivos del valle de Caracas una tendencia a hacer énfasis en el problema
específico del color sobre la identidad del motivo, y en la forma cómo la luz actúa
sobre el paisaje. Este es un planteamiento más característico del expresionismo
que del impresionismo, y gracias a él puede decirse que el artista se expresa a sí
mismo afectivamente cuando elige un determinado aspecto de la realidad para
establecer a través de la pintura un vínculo sentimental con él. Un ejemplo
característico de esta primera manera son los países y figuras de la época azul de
Reverón, también los paisajes de Caracas pintados por Cabré antes de 1920; la
pintura sobre temas caraqueños que Brandt realizó entre 1914 y 1920 bajo la
influencia de Mützner, e incluso las que pinto a final de su vida aproximándose al
dramatismo dibujístico de Van Gogh, tipifican una tendencia general de los artistas
de este período a un expresionismo cromático que está lejos de plantearse
radicalmente en los términos en lo que hicieron los grandes expresionistas del arte
moderno. Pero oponemos esta tendencia a la que se inicia entre los pintores del
Círculo, llegados éstos a su madurez cabal, a partir de los años treinta, por ser
esta ultima tendencia mucho más fiel a la realidad tomada como motivo del cuadro
y no como mero pretexto. Las obras de Manuel Cabré y Pedro Ángel González,
máximos exponentes del paisaje del Ávila, son las que mejor caracterizan a la
evolución final de las búsquedas del Círculo de Bellas Artes a favor de la
representación de la luz y de la atmósfera exactas del motivo captado. El fin es
también aquí no representar a la naturaleza tal como es, sino servirse de un tema,
que puede ser reconocido en el cuadro, para realizar una pintura que responda a
sus propios e intrínsecos valores.
Armando Reverón
Armando Reverón fue el más individualista y original de los artistas del Círculo de
Bellas Artes. Podría decirse que encarnó en su tiempo al artista rebelde en obra y
acción. De acuerdo con esto, su pintura tiende a romper todo vínculo con la
tradición del paisaje vernáculo, tal como llegó a practicarlo el resto de su
generación. Ruptura que corre paralela con una profunda voluntad de aislamiento,
la soledad, sin la que, por otra parte, no se explica su obra. Estamos ante un
artista en quien la vida resulta tan significativa como la obra que ella ilumina y
explica más allá de una simple correspondencia documental efectiva.
Sin embargo, por estilo pictórico, Reverón es un artista figurativo dentro de la
tradición impresionista. No se propuso innovar ser autentico. Fue alumno
aprovechado de la Academia de Caracas, donde estudió entre 1908 y 1911.
Egresado de ésta, marcho a España para estudiar en escuelas de Barcelona y
Madrid y aquí es atraído vivamente por Goya, Velásquez y el Greco. Influencia
cultista que no es mayor que la reciba de la cultura popular española, del marco
de festividades en que se inscriben los sainetes, el toreo y las romerías, todo lo
cual predispone a la excentricidad de fantasioso espíritu de Reverón. De regreso
en Caracas, paso por momentos de crisis e indecisión, entre 1915 y 1918. Pintar
no le parece razón suficiente para vivir. La existencia- razona – no puede estar
exclusivamente consagrada al arte, puesto que ello implica considerar que no
pueden ser en sí misma una expresión de arte.
Reverón toma una extraña determinación. Aislarse, construir un universo
propio, individual, en el que, como el personaje Brand, en el drama de Ibsen,
pudiera bastarse a sí mismo. Levanta una suerte de castillete, fortificación con
muros de piedra y ambiente rústico de palmas y recios espacios interiores, híbrido
de choza indígena y fortín español. Ha conquistado el reino de la libertad. ¿Para
qué? ¿Sólo para pintar? No. Arte es la totalidad de la acción en que se enmarca
como comportamiento, como invención y representación de la realidad en signos e
imágenes. Arte es también su multitud de fantasma. Actor, brujo encantador de
muñecas de trapo, histrión inteligente que gusta de bromas para molestar a sus
visitantes. Pero, ante todo, un gran pintor. ¿El más original, si no el más completo,
de nuestra tradición figurativa? Esto es lo que dicen historiadores y críticos.
Es cierto que su espíritu está informado por el naturalismo heredado del siglo
XIX, en punto a técnica y temas, en la primera etapa de su obra, que dura más o
menos hasta 1920. A partir de esta fecha crea procedimientos nuevos, utiliza
materiales y soportes de su invención para adecuar si propósito a una técnica
gestualista que más tarde sería empleada por los artistas norteamericanos: el
Action Painting. Fue original en su poder para captar y revelar el curso sensible de
los fenómenos de la naturaleza, la luz como principio dinámico de la visión
atmosférica.
Federico Brandt: Intimismo y meditación de un artista solitario
Por edad, Federico Brandt Caracas, (1887-1932) era el mayor de los pintores que
integraron la generación del Círculo de Bellas Artes. Por conocimiento y
formación, el más respetado de este grupo que inicio hacia 1910 el proceso de
renovación del arte venezolano.
En su niñez y juventud había estudiado en Europa. Su temprano contacto con el
impresionismo (1903)era también una ventaja sobre sus compañeros que en la
Academia de Bellas Artes le recibirían como un maestro: «a su regreso de Europa,
escribió Antonio Monsanto, Brandt despertó gran interés en el grupo de sus
compañeros por los adelantos adquiridos; traía algo nuevo que no manejaba con
soltura; un colorido más claro, de finas medidas tintas y tonalidades frías, y en el
dibujo una técnica más noble, más limpia, definiendo con lápiz o el carbón los
valores, sin la ayuda de esfumaturas engañosas en el modelado, tratando de
dominar el conjunto de líneas del modelo con cierto estilo elegante, sin valerse de
plomadas y medidas como era costumbre en la escuela. Unos le siguieron, otros
se pusieron y lo llamaron modernista».
El modernismo en la obra de Brandt, en efecto parece anticiparse a la pintura
de sus compañeros y proviene de la influencia de Van Gogh d y de Cezanne;
nerviosismo gráfico de la pincelada que dibuja y construye simultáneamente, y que
Brandt aplicará con éxito a su estilo de naturalezas muertas e interiores. Brandt no
estaba dispuesto a buscar el éxito cómodo que le hubiera podido proporcionar un
medio poco exigente y el prestigio de su apellido. La duda sobre el valor de su arte
y la incertidumbre que generan las condiciones limitadas del ambiente en que vive,
le sumen en el escepticismo y la sociedad.
Deja de pintar durante larga temporada. Fue sólo hacia 1917, tras el estímulo
que recibe de sus compañeros del Círculo de Bellas Artes, cuando recobra el ritmo
del trabajo de su juventud. Desde entonces, las obras se suceden. Intimismo,
aislamiento y reflexión. Los motivos: la arquitectura colonial, el taller: ven pasar un
tiempo que se sucede sin prisa y sin desgano. Temas de una vocación diaria. El
bodegón con objetos de arte, la naturaleza muerta que revela sus brillantes flores
del trópico, el paisaje de techos rojos que el artista contempla desde la venta de
su taller.
La inmensa madurez de los últimos años concentra en la intimidad de sus
escenas del interior, realizadas durante los últimos años de su vida. En 1932, a
los 53 años, tras fértil y sincopada carrera, fállese este singular caraqueño.
A despecho de una especie de condena al olvido que pesa sobre él, cesar
Prieto será recordado como uno de los artistas más completos del Círculo de
Bellas Artes y como un paisajista innato. Procedente de Santa María de Ipire, en el
Estado Guarico, donde nació en 1882, fue el primero en su generación en
inscribirse en la Academia Bellas Artes de Caracas, en tiempos de Emilio Mauri.
Aquí lo encontró el crítico Enrique Plancardt, quien dijo de él:
«Prieto era seguramente, de nosotros, el más antiguo que conoció la vieja
Academia, sin embargo había evolucionado en cierto modo en forma paralela y
muy cercana a la de los que se mantuvieron en Caracas; había aprendido a ver
nuestra naturaleza, a sentir con plena delectación el canto de nuestros pueblos,
con sus calles solitarias y llenas del sol y la extraordinaria transparencia de
nuestra atmósfera».
De haber nacido treinta años antes, y no en 1897, marcos Castillo hubiera sido
al igual que Cristóbal Rojas un enamorado de las calidades de los bodegones
clásicos, un admirador de los pintores holandeses que hubieran podido detenerse,
con satisfacción, en los brillos y en los brillos y en las transparencias de la materia
imitada por el color. Por esto, Marcos Castillo fue un intimista, como lo fue en
cierta medida su maestro Cristóbal Rojas, y si, como éste, Castillo desborda el
género interior o la naturaleza muerta es porque su talento sabe generalizar y
obtener soluciones que involucran a la arquitectura, al hombre y al espacio. El
color en Marcos Castillo se reviste de una cualidad subjetiva nueva en la pintura
venezolano, siguiendo a un instinto plástico que proclama su libertad.
Es cierto que Castillo podía hacerlo todo. Podía adoptar, cuando lo deseaba, la
técnica de los maestros del siglo XIX. Las cosas siempre le salían bien. Pero
repudiaba una objetividad esclavizada por los datos sensibles de las cosas. Por
eso, amando la subjetividad, se propone alcanzar la extrema pureza de los
colores.
Marcos castillo, el gran pintor caraqueño, sigue una técnica que consiste en
hacer abstracción de ella, que consiste en un aprendizaje continuo, mientras
experimenta con seguridad. Vive bajo el fuego lúcido de la pasión de pintar. Es, a
la vez, sensitivo e inteligente y como Hennri Matisse es capaz de dilucidar su
experiencia y de expresarla mediante el lenguaje oral o escrito. Ninguno de
nuestros maestros fue más visual, más atento a la observación de los valores y el
color locales para traducirlos plásticamente, sin esfuerzo en la tela. Como
estudioso de la correspondencia entre pintura y realidad, entre lo observado y los
procesos de plasmación de la imagen vista de la naturaleza, Castillo se reveló
como un artista sumamente riguroso, como un espíritu constructivo, por la vía de
Paúl Cezanne, pintor francés de quien el nuestro derivó más de una lección.
Pero en tanto que artista sensible, dominado por la necesidad interior, Castillo
aparece como un pintor de la clase de Metisse o de Bonnard, sutil y sensualmente
decorativo, informal y espontáneo hasta saber traducir la ligereza volátil de la
simple impresión o de la marcha cromática.
Castillo, que había estudiado la obra de Cristóbal Rojas, abordó con espíritu
atrevido todos los géneros, incluido el retrato realista, pero fue especialmente en la
naturaleza muerta donde obtuvo mejores resultados; y por eso puede ser
considerado como el último gran representante de una tradición en la que habían
destacados pintores como el propio Cristóbal Rojas, Rivero Sanabria y Federico
Brandt.
El paisaje venezolano después del Círculo de Bellas Artes tiende a una óptica
precisa, parecida en algunos casos a la óptica fotográfica; con ésta se trata de
definir nítidamente la naturaleza visualizada, porque la iluminación del trópico es
entera y pareja, y no coloca entre el objeto y el ojo más que una transparencia
cristalina. De este modo, el artista aspira a ser sincero en su actitud frente a la
realidad adoptada casi siempre una técnica reproductiva.
Manuel Cabré, a quien ya nos hemos referido, es el creador de este método
bajo el cual el paisaje iluminado uniformemente se nos muestra en cualquier
circunstancia bajo una absoluta completud, donde todas las formas quedan a la
visita y la luz sustituye a la atmósfera.
Método concluyente que tendrá un intérprete excepcional de Pedro Ángel
González.
Nacido en la Isla de Margarita en 1901, pedro Ángel González es el más típico
exponente de la llamarada Escuela de Caracas. Para su generación representó lo
que Manuel Cabré para el Círculo de Bellas Artes. Y sin duda, González quien se
estableció en Caracas en 1916, significó a lo largo de su fecunda obra, el punto
culminante de una estética del paisaje panorámico. Es lógico que, por esto mismo,
puede considerársele el más científico de los pintores de su generación; sabiduría
de cronista y crítico de los problemas técnicos de la pintura tradicional que hizo de
Pedro Ángel González el mejor conversador que dio el arte venezolano.
Su mayor afinidad técnica la tiene, por supuesto, con Cabré. Como esté,
González evolucionó hacia el paisaje de gran amplitud atmosférica donde la
luminosidad es el problema principal.
Alumno de la Academia de Bellas Artes, fue testigo de acontecimientos
decisivos para su futuro, con la exposición de Emilio Boggio, en 1919, y las últimas
reuniones de trabajo del Círculo de Bellas Artes, pero no fue sino hasta 1920
cuando entró en verdadero contacto con el grupo de A. E. Monsanto. Este
ejercería gran ascendiente sobre González, al punto de que también como
Monsanto, González toma la decisión de no pintar más, hacia 1925. Diez años
más tarde se convertiría en el fundador de la primera cátedra de grabado en metal
que reseña nuestra historia docente. González es un trabajador del tiempo, que el
ve reflejado en la luz:
«Si el paisaje que comienza a pintar con buen luz de pronto se nubla, nada
puedo agregar a mi cuadro, vuelvo al día siguiente», dijo González para explicar
su método de pintar al aire libre. La presencia del motivo, observado a una hora
determinada bajo la luz solar, resulta así rigurosamente necesaria y éste ha sido el
método de toda la vida de González. Él sólo podía pintar del natural.
Pero si su obra es esmerada, esto no quiere decir que sea un perfeccionista a
la manera de Federico Brand. Pintar a escala de la naturaleza supone que el
espectador que mira el cuadro debe situarse a cierta distancia de éste para poder
globalizar la escena del mismo modo que ocurre en la realidad. Por tanto, más que
fijar detalles, se trata de dar las impresiones con las cuales puede organizarse la
percepción de las cosas, ya que el punto de vista del que ve el cuadro viene a ser
el mismo adoptado por el pintor realizarlo.
También como Cabré, podemos decir que González fue un arquitecto del
espacio, a quien atraían los aspectos urbanísticos de apariencia colonial, que el
sabía despojar de toda afectividad o intimismo para trasladarlos a una dimensión
monumental, abierta como toda su obra a lo rotundo y nítido. Su obra está
inspirada casi totalmente en el valle de Caracas. González elige puntos de vista
distantes, conforme a su intención de ampliar el horizonte espacial, de abajo hacia
arriba, hasta que la poderosa imagen del Ávila aparece antes nuestros ojos, como
protagonista de la obra.
En el trópico sucede que la transparencia de la atmosfera nos permite descubrir
los planos alejados con la misma nitidez que los cercanos, fenómeno perceptivo
que no ocurre en otras latitudes. La historia del paisaje venezolano, desde Tovar y
Tovar hasta nuestros días, no es más que la historia del esfuerzo para adecuar la
técnica de la pintura al aire libre a una representación, a una imagen que sea por
su grado de veracidad fiel el todo a la naturaleza vernácula.
González constituyo un hito, un pilar, de esta historia y de él podría decirse que
es uno de los pintores de la Escuela de Caracas que ha ejercido, por su obra y su
ejemplo, mayor influencia sobre el paisajismo de las ultimas décadas.
Su muerte, acaecida en marzo de 1981, nos ha desprendido de uno de los
testigos lúcidos y apasionados de nuestro arte moderno venezolano.
V
LA PINTURA EN EL ESTADO ZULIA
1
Hace más de medio siglo vivía en Maracaibo un pintor meritorio cuya obra
parecía condenado al olvido. Fue un artista que gozó de prestigio en si época y
que, en cierto modo, sigue siendo el representante más notable de la pintura
zuliana tuvo en las tres primeras décadas del siglo XIX: Julio Arraga.
Tal como podría apreciarse en las obras de Julio Arraga y en las de un
contemporáneo suyo de nombre Manuel Ángel Puchi Fonseca (1817-1947), la
ciudad de Maracaibo conoció en el transcurso de las décadas que van de 1880 a
1920 una rica e intensa vida cultural, de la que nos han quedado testimonio
elocuentes en literatura, el periodismo y las artes.
Uno de estos testimonios, tal vez el más cosmopolita en el campo artístico, lo
constituye indudablemente la obra de Julio Arraga. Obra que surgió estimulada por
las inquietudes progresistas de la sociedad liberal de los tiempos de Guzmán
Blanco, y que expresó en una visión personal del mundo a través de la técnica
impresionista que, adelantándose a sus coetáneos, Arraga difundió partir de
1910.
Julio Arraga nación en Maracaibo en julio de 1872. su padre de profesión
carpintero le había trasmitido las primeras nociones de dibujo y de talla en
madera. En 1882, recién creada en Maracaibo la primera Escuela Normal de
dibujo, el joven aprendiz entró a este plantel donde recibiría clases del profesos
italiano Luis Biacinetti y del arquitecto zuliano Manuel S. Soto.
En 1896, ya egresado de la academia y consagrado a la pintura de temas
históricos, pudo viajar a Italia con una pensión del Estado. Su primer contacto con
el impresionismo data de esta época. Junto a su compañero de viaje Puchi
Fonseca, Arraga permaneció en Europa por espacio de un año. El aspecto
lacustre de Venecia, sus canales y, sobre todo, sus grandes paisajistas del siglo
XVIII, despertaron en él los recuerdos que observaba del puerto de Maracaibo, y
esta impresión influiría notablemente en el futuro del paisajista zuliano.
Realista en sus primeras tiempos, Julio Arraga se hizo sentir en el ambiente
artístico del Zulia desde su congreso de Italia a través de una incesante actividad
que iba a iniciarse con encargos de pintura histórica y religiosa que recibía del
estado y la Iglesia, como también por su participación en los salones regionales de
arte desde 1886 se presentaban anualmente en Maracaibo.
Arraga y Puchi Fonseca fueron los grandes animadores y promotores de la
actividad artística en Maracaibo. A ellos se debió la creación del Círculo Artístico
del Zulia que, emulando al Círculo de Bellas Artes de Caracas, se establece en
1916. La nueva asociación, junto a la academia privada que fundó Arraga en el
Zulia, contribuiría en mucho al estímulo de los nuevos valores que se consagrarían
a la pintura.
Luego de un frustrado intento de presentar su obra en Nueva York y atrás haber
conocido al pintor impresionista Samys Mutzner en Maracaibo, Arraga dedicó los
últimos 20 años de su vida, a partir de 1915 – los más fértiles de su carrera – a
trabajar incesantemente en la pintura de paisajes, realizando con este propósito
varias giras por los Andes venezolanos, que le permitieron enriquecer el aspecto
temático de su obra.
Aunque a partir de 1920 la actividad artística decayó en Maracaibo, Arraga
continuó trabajando de manera silenciosa en su empeño de hacer del
impresionismo una técnica personal, que pudieran servirle para traducir a ella su
poética y subjetiva visión de la naturaleza. Por esta vía, cuando en vida misma su
nombre comenzaba a ser olvidado, Arraga fue creando una obra de gran
diversidad de temas y profundo sentido de observación de la atmósfera y la
luminosidad. El movimiento que supo imprimir a la composición con varios
personajes, la densidad vibrante y rica de matices de su empaste y el interés
humano que lo determinó a elegir sus temas en la vida diaria, son valores que
comunican a su obra paisajística no sólo valor estético, sino también un carácter
de crónica y documentos sin el cual no se explica la revalorización de que ha sido
objeto esta notable paisajista.
Pero Maracaibo no es ciudad de paisajista. A diferencia de Caracas, la capital
zuliana no está asentada en una topografía que los contrastes y matices, en luz y
forma, que el valle del Avila proporciona al ojo de sus paisajistas. El pintor que
basa su trabajo en la observación del natural no encuentra a menudo, en las
regiones planas y uniformemente iluminadas, una motivación que, por su
estructura dinámica y su colorido variado, resulte bastante atractiva para
desarrollar una búsqueda, un estilo pictórico. Julio Arraga es en la historia de la
pintura zuliana una gran excepción. Pero, aparte de que tuvo que crear sus
propias condiciones de trabajo para pintar del natural, Arraga no dejó escuela y
tampoco tomó nada de sus antecesores, dado que Maracaibo careció de una
tradición pictórica durante el siglo XIX. Curiosamente, la inmensa actividad
artística que se concentró en el Zulia en las dos primeras décadas del presente
siglo, no derivó en un movimiento como el que surgió del Círculo de Bellas Artes
de Caracas, en 19912 y 1920. La explicación puede hallarse en el hecho de que la
pintura moderna estuvo estrechamente ligada a la existencia de expresiones
paisajistas. En Maracaibo, excepto en la obra de Arraga y Puchi Fonseca, no se
dieron estas condiciones favorables. No hubo aquí, tampoco, en el mejor sentido
de la palabra, una academia de pintura. Es obvio que la hegemonía cultural que
detentó siempre Caracas absorbió a los talentos de la provincia, cuyo éxodo
terminó asimilándoles a las corrientes artísticas de la metrópoli. El arte fue hasta
hace dos décadas un lujo que sólo podía darse en Caracas. La provincia llegó a
jugar papel subalterno o tuvo que delegar en sus artistas nativos, instalados en la
capital, una representación que se ejercía desde Caracas, a través de
manifestaciones institucionalizadas. En Maracaibo, la comunidad de lo que
pudiéramos llamar una tradición pictórica se interrumpe hacia 1930. Hubo que
esperar hasta bien entrada la década del 50 para encontrar el germen de un
movimiento nuevo, de una escuela. La nueva etapa que comienza a vivir el arte
zuliano a partir de entonces es de signo contemporáneo y se caracteriza por si
casi absoluto desprendimiento de la tradición y por la ausencia de los valores
académicos. El arte zuliano va a desvincularse por completo, en lo técnico y en lo
temático, de la experiencia plástica del resto del país, y notablemente del
movimiento de Caracas, de cuyo vasallaje ha logrado independizarse. El rechazo
de referencias, modelos y patrones, que caracteriza a otros aspectos de la
zulianidad, conduce al artista de esta región a un aislamiento no sólo con respecto
a la cultura nacional, sino también, aun más, en relación con el propio medio, que
no parece ofrecerle, en el pasado, más que dos o tres mitos. Puede decirse que
todo arte zuliano de hoy se base en la ausencia de tradición, moderna o antigua.
Por eso, sus manifestaciones se revisten de un Alor autóctono y señalan hacia un
camino paralelo al de arte de otras ciudades como Caracas.
No hubo, así pues solución de continuidad entre el paisajismo de ayer y la
figuración de hoy, la cual, a falta de antecesores, confiere a sus representantes el
rango de maestros. Se ha originado, de este modo, a partir de condiciones
heroicas, lo que podríamos llamar un arte a-culto, o sea, un arte en el que han
importado más las relaciones del artista con el medio, humano y visualmente
hablando, que sus relaciones con las formas de arte recibidas de la educación o la
escuela; se trata de un arte de universos personales, lo que hace que el artista
zuliano sea normalmente un autodidacta- aun en los escasos en que éste asistió a
las escuelas de arte, ya de por sí bastante mediadores.
Los años 60 marcan el filo de la aparición de la pintura zuliana. La nueva
figuración y el arte popular(o naif) son sus manifestaciones principales por sus
caracteres locales e identidad temática. En cuanto al arte popular, no es un
término suficientemente preciso para englobar un fenómeno complejo que, al
parecer, tampoco se presta a ser encasillado bajo una designación que, como la
ingenuismo, no deja de abrigar para muchos una intención despectiva o comercial.
Arte marginal a las categorías institucionalizadas, a la vanguardia y a las
producciones de escuela. En todo caso, arte ligado a las vivencias campesinas,
como sucede con Rafael Vargas (1915), quien recobraba de su propia torpeza los
signos de un estado de gracia. Emerio Darío Lunar (1940), sobre quien se hace
recaer un primitivismo que no alcanza a explicar, como término, el grado de
lucidez ejercida en un terreno completamente arbitrario, de un artista
evidentemente arraigado en la tradición popular, a la que se remonta sus
comienzos en Cabimas. Como Arraga, el falconiano Natividad Figueroa (1915)
establecido desde joven en Maracaibo, entra en la estirpe de los poetas y
visionaros, es decir, de los artistas que se apoyan en la realidad para eximirla de
presentarla a nuestro ojos tal como ella es. Poetas porque interpretan la realidad,
visionarios porque la auscultan, incluso con nostalgia recobrada, temiendo
perderla y recuperándola para la memoria.
VI
EL REALISMO Y SU EVOLUCIÓN FIGURATIVA
Héctor Poleo.
Por lo menos un representante del realismo de influencia mexicana alcanzaría
en plena juventud rápido renombre: Héctor Poleo, quien egresó de la Academia en
1937. en un comienzo Poleo se orientó hacia el arte de sus maestros Rafael
Monasterios y Marcos Castillo, ganado por un acento lírico que se expresaba a
través de un colorido sutil y refinado, que acordaba también a Bonnard y a
Federico Brandt. Antes de terminar aquella década, poleo marchaba becado a
México para estudiar pintura mural. Etapa decisiva en su carrera: descubrió a
Diego Rivera y la poderosa elocuencia de sus imágenes primitivas. También miró
hacía el esculturalismo de las escuelas renacentistas y extrajo de ambas lecciones
un sincretismo tan despojado como emocionante, como el cual ensayaría hacer
una pintura comprometida con el destino de los campesinos oprimidos. Técnica de
puntuaciones muy precisas y finas en la aplicación de un colorido de apariencia
mate, con el fresco. Poleo construyó un universo cerrado y comedido, silencioso,
donde la exposición del tema estaba apenas insinuada por la gravedad un tanto
neutral de sus alargadas figuras. La vista del espectador se mantiene fija en un
primer grado plano escultórico. Entre 1940 y 1943 realizó buena parte de lo más
significativo de su obra, durante una gira por varios países andinos, época de
rebeldía a la que pone término con su estupenda serie de Los Comisarios, que
data de 1943, una sátira a las prácticas conspirativas que, como restos de
gomecismo, todavía permanecían enquistados en la vida nacional. Después de
esto, instalado en Nueva York, Poleo atravesó por su experiencia surrealista, en la
cual ciertos críticos creyeron reconocer una influencia demasiado obvia de
Salvador Dalí. Contenidos apocalípticos, imágenes de ojos inmensos, erosiones y
abismos, arborescencias humanas, cráteres y desiertos de gran magnitud. Esta
experiencia pesimista ha sido explicada por Poleo como resultado del estado de
ánimo que le embarga durante la Segunda Guerra Mundial.
Instalado en 1948 en París, la evolución inmediata de Poleo queda ligada a
tendencias arcaizantes que puso de moda la vanguardia.
En su primer momento, su pintura aparece evocar retratos romanos del Fayún,
o figuras del antiguo arte romántico, a través del puente representado por la obra
del maestro italiano Campligi. Rostros femeninos de apariencia académica, en los
que se disminuye los últimos trazos surrealistas para dar paso finalmente a una
figuras geométrica, donde ya no importa más el volumen ni el modelado, sino el
plano. Rechazando el esculturismo de sus obras de tendencia social, Poleo pasa
ahora a una pintura donde la perspectiva es completamente simbólica y la
anécdota un simple pretexto apenas las formas se convierten en grandes planos
de color puro rodeadas por un dibujo lineal muy preciso; el paisaje y la
composición de primeros planos están geometrizados.
Los toscos campesinos o los depurados y reiterativos rostros femeninos, de
hermosos ojos y narices griegas, ceden su lugar a estos nuevos personajes
estilizados, prototipos simbólicos que exaltan la belleza técnica en que Poleo
pareciera complacerse. Toda su pintura hasta ahora había sido esencialmente
dibujística y la composición estaba en ella determinada racionalmente por un plan
previo. En los años siguientes, a partir de 1960, posiblemente bajo la influencia de
la pintura de manchas del informalismo, Poleo se libera de toda sujeción
planimétrica para buscar apoyo en el color y la tinta deletérea, con apariencia de
clima infuso, que ya no reflejará las actitudes verticalizadas y enhiestas de sus
personajes, sino más bien las zonas intemporales y borrosas de los sueños;
atmósferas poéticas que tienden a cerrarse sobre sí misma como una memoria
perdida.
Héctor Poleo es el artista que evoluciona de una época a otra solicitado por el
reclamo de contemporaneidad de los conceptos artísticos, y que al renovarse
técnicamente no sacrifica a su nuevo cambio estilístico de los valores esenciales
que habían prevalecido hasta ahora en su arte. Lo que sí ha sacrificado es la
actitud inicial del artista comprometido, en beneficio de una expresión cada vez
más subjetiva.
Pedro León Castro, Cesar Rengifo (1915), Gabriel Bracho (1915), Armando
Barrios (1920), Elbano Méndez Osuna (1915), Rafael Rosales (1908) y Braulio
Salazar (1917), son nombres de pintores venezolanos asociados a menudo al
movimiento del realismo social. En la escultura hay que citar también a Francisco
Narváez y santiago Poletto (1918).
Elbano Méndez Osuna, fallecido en 1976, expresa gusto de color y sintetismo
en la composición de grupos figurativos que evocan su lugar de nacimiento, en
Tovar, estado Mérida.
Rafael Rosales, dejó una obra en ciernes, al morir en plena juventud.
De la misma generación de Héctor Poleo, Pedro León Castro, nacido en puerto
Rico, se abocó en un realismo crítico, poniendo énfasis en la figura humana. Su
proximidad a la escuela mexicana es evidente y, en la misma medida ofrece
rasgos comunes con Poleo: paisajes desérticos y dilatados, resueltos
dibujísticamente, mediante planos en perspectiva. Figuras escultóricas en
primeros términos reflejan el carácter mestizo con que simboliza situaciones de
nuestro mundo suburbano. Dibujante vigoroso como Poleo, León Castro ha
estudiado la pintura renacentista; su modo oscila entre la visión de los
desamparados y la nostalgia de su paisaje paradisíaco, donde pueda instalarse el
sueño de un mundo mejor; pero su visión sigue siendo Escéptica. Al final,
prescinde de toda anécdota, tendiendo a un estilo geométrico, caracterizado por
su monumentalismo.
De mayor elocuencia es la obra de Gabriel Bracho, quien prefiere el tono
alegórico y la composición característica del mural llevada a la pintura de
Caballete.
Grandes masas, violencia cromática, tipología mestiza y simbología social,
configuran una pintura comprometida que, desafortunadamente, no ha encontrado
es espacio pedido de sus proposiciones.
Sus pinturas semejan siempre murales desarrollados en un cuadro de Caballete. Y
no obstante, Bracho continúa siendo nuestro primer muralista figurativo,
consecuente con los principios que informaron al realismo social.
El tiempo dirá si la obra pintada de Cesar Rengifo, fallecido en 1980, resultará,
ante el juicio de la historia, tan afortunado como su obra teatral. Para nuestra
estimativa, su pintura está en su segundo plano y no alcanza las soluciones
convincentes que hallamos en la obra temprana de Héctor Poleo consagrada a la
topología campesina de los Andes, ni tampoco la fiera y desolada aridez de un
Pedro León Castro. Su trabajo revela más voluntad y oficio que genio.
Rengifo trató la problemático del campo y de los suburbios, en el plano de la
marginalidad y la injusticia social; el éxodo campesino, el desempleo, la miseria de
los despojados, y así también las escenas que, enmarcadas en un cuadro
deprimente, ofrecen rasgos esperanzadores, como cuando trata el tema de la
maternidad campesina a las alegorías en que se pasa de un primer término
desolado a la débil pero persistente luz de un sol del futuro, camino de la
esperanza.
La anécdota, siempre obvia, revela la disposición del artista a lograr una pintura
de mensaje en la que, una vez enunciado el conflicto, se indica algún tipo de
solución, por medio de símbolos: la flor en las manos de la moribunda, el horizonte
detrás de la quema y el barranco. Obra comprometida: la factura de Rengifo es
esmerada y en su técnica prevalecen armonías ocres y terrosas, con elementos
de la pintura primitiva en el empaste liso y en la precisión focal logrando tanto para
los planos cercanos como en los alejados.
No cabrá dentro de la perspectiva anterior situar a un artista de marcado estilo
reminiscente como es el caso de Pedro Centeno Vallenilla (1904), pintor singular
por su individualismo resistente a la influencia a la tradición de la escuela
caraqueña y por una temática alegórica, que alude a la mitología americana, a la
exaltación de la raza mestiza, el heroísmo, a la belleza del cuerpo. Y quizá sea su
erotismo subyacente, más allá de tanta retórica manierista, el valor trascendente y
último de su obra.
La oposición a la escuela de Caracas, no puso en juego posiciones teóricas ni
manifiestos. Más que todo fue una respuesta a los planteamientos de la realidad
social, que pedían un mayor compromiso del artista. El paisaje fue relegado a
favor de la preeminencia figurativa: el hombre se hizo protagonista de la obra y
apareció una nueva forma de narrar, distinta al descriptivísimo poético de los
paisajistas del Ávila.
Dentro del realismo social, o por aproximación generacional a éste, hay otros
artistas. Citaríamos a Francisco Narváez (1908), con la tipología mestiza de sus
pinturas y esculturas de la década del 30, por donde apunta ya un avance del
cubismo, que este artista había estudiado en Europa.
Pero la obra de Narváez es más bien una exaltación de la belleza física del
criollo, tanto como es una exaltación de la belleza de los materiales que emplea en
el escultura, sea piedra o madera.
Armando Barrios (1920), se parece a Narváez, en alguna medida. Aunque
comienza explotando temas criollitas, dentro de cierto clima anecdótico en el que
se observan la intención de basarse en el folklore, Barrios cede rápidamente a la
tentación de formalismo. Tras una primera experiencia cubista, pasa de la
semifiguración al arte abstracto y es de los primeros que en Venezuela hacen
pintura geométrica, en un sentido puro, sin tema ninguna clase.
Después de 1952 el realismo había fortalecido su posición frente al arte
abstracto, gracias al clima polémico que se vivía. Muchos jóvenes que habían
pasado por la Escuela de Artes Plástica de Caracas no tardaron en agruparse en
torno a los críticos del abstraccionismo geométrico para abogar por un arte
comprometido. La enseñanza recibida de los maestros de la escuela de Caracas,
como Rafael Ramón González, Marcos Castillo o Rafael Monasterios, fue puesta
al servicio de un paisaje que delataba, en su ejecución escolar, el hacinamiento y
la miseria de la vida en los cerros y cañadas de Caracas.
Por otra parte, pintores del interior del país como José Requena (1914), quien
dirigía la Escuela de Artes de Barquisimeto, orientaron su obra hacia un
paisajismo humano que dejaba de interesarse por el aspecto puramente formal del
cuadro para volver los ojos a una tierra descarnada, marcada por el tránsito de
hombres sencillos.
No es inexacto decir que la mayoría de las búsquedas realistas de la época
adolecieron de coherencia en sus conceptos y de unidad de estilo. Por un lado se
vio el empeño de imponer el mural de contenido ideológico, como pudo apreciarse
en las actividades del polémico Taller de arte realista, que dirigía Gabriel Bracho
desde 1957. Claudio Cedeño, Jorge Arteaga, Sócrates Escalona y José Antonio
Dávila, Entre otros, se sumarían a estas soluciones de un arte público, no
institucionalizado, que encontró lugar en escuelas y liceos del interior del país. Sin
apoyo oficial, esta experiencia no podía prosperar. Otros integrantes del Taller,
mantenían posiciones menos radicales del realismo y abogaban por un
entendimiento con la pintura del lenguaje igualmente comprometido, lo que
determinó la salida del taller de artistas como Jacobo Borgez, Perán Erminy, Luis
Luksic y el propio José Antonio Dávila.
El realismo social, tan ligado al destino político del país y también al
compromiso de los artistas, incluye así su periplo. Hemos visto que se inicia hacia
1935, justamente con la muerte de Juan Vicente Gómez y la explosión libertaria
que, bajo la promesa de un cambio político radical, suscrita este acontecimiento.
El realismo alcanza su momento de esplendor de la década del 40, sobre todo a
través de la serena y un tanto resignada configuración escultórica de Héctor Poleo
y el sólido monumentalismo de Pedro León Castro, para continuar con la denuncia
que, en el plano de la realidad nacional, en su pintura hace César Rengifo, y en el
plano de los contenidos internacionales hacia Gabriel Bracho. Su fin era inminente
en la medida en que otro centro de interés, París, desplazó la significación e
influencia que México y su revolución tuvieron para este momento de la pintura
venezolana.
VII
LAS CORRIENTES ABSTRACTAS
Los Disidentes
Cabeza en fila del grupo Los Disidentes fue Alejandro Otero, teórico por
excelencia del movimiento de pintura abstracto cuya obra está íntimamente
vinculada a las manifestaciones capitales que se suceden en Caracas entre 1945
y 1960. Si en el aspecto teórico, Otero se ha pronunciado a favor de la aceptación
plena de la universalidad, dando por sentado el valor internacional de cualquier
experiencia transformadora, en la práctica ha actuado como un artista
extremadamente sensible a los valores de la obra tradicional.
Los trabajos de juventud de Otero, no obstante el espíritu iconoclasta que los
animaba, quedaron seguramente entre las obras más importante de aquélla
época. Clara conciencia del problema de la pintura como lenguaje. Por ello, quizá,
fue el artista de su generación más capacitado para entender la obra de Cézanne,
con la familiarizó en los tiempos de la escuela, y que le condujo a emplear en
método de análisis cubista, a partir del objeto tradicional: La naturaleza muerta, la
figura, el paisaje. Por esta vía impulsó el movimiento renovador que se gestó en la
Escuela de Artes Plástica, Instalado en París, superó la influencia de Picasso para
orientar su interpretación del cubismo en la dirección de Mondrian, llegando hacia
1947 a crear su famosa serie de «Cafeteras y candeleros», situada al borde de la
abstracción y de gran influencia sobre las nuevas generaciones. Fue de los
primeros en abandonar la figuración a través de un proceso conceptual para
acceder a una proposición neoplástica: la no representatividad de la forma y el
color puros. Así, condujo su experiencia a los brillantes resultados de 1955. Los
colorritmos, abstracciones geométricas individualizadas. Estas tienden a subrayar
la impresión de dinamismo y vibración del color a partir de una escala de barras
negras constantes, verticales u horizontales; posteriormente, al entrar en crisis la
abstracción pura, en 1960, otero retoma, partiendo de su experiencia anterior, el
planteo cubista del collage, incursionando en un arte de objetos en el que se
apreciaba la intención de organizar los elementos en función de un clima afectivo y
poético: cartas caligrafiadas, postigos de ventanas, recortes de prensa, evidente
revival de la euforia dadaísta, pero bajo una ordenación extremadamente racional.
Después de esta operación, Otero volvió al constructivismo, manteniendo ahora
para sus nuevas obras una escala urbana de realización en la cual las
proposiciones neoplásticas de 1953 parecen cobrar nueva vigencia, en el sentido
de la obra integrada al ambiente y concebida en su relación arquitectónica.
Estructuras especiales denominaría «Esculturas, Civicas, progresión natural de su
pensamiento, que él mismo ha explicado: «Creo que la escultura es consecuencia
de la pintura. Tuve que hacer escultura para poder resolver problemas que me
había planeado como pintor».
«No son problemas distintos, vienen de una misma raíz. No dejé de ser pintor
para hacerme escultor, sino que, de plano, los elementos utilizados en la pintura
no me daban para transformar el espacio, para que la obra misma fuera espacio».
El Cinetismo
La abstracción lírica
La novedad que aportó a la pintura venezolana la serie de las Brujas con que
Oswaldo Vigas se dio a conocer en los años 50, consistió en la naturalidad con
que este pintor autodidacta conseguía una honda calidad lírica en su trabajo:
composiciones en las que el trazo dibujístico se ajustaba a la armonía monocroma
de la composición dando origen a una visión extremadamente sintética de las
formas. La tendencia general de la pintura venezolana de la década del 50 se
orientaba hacia el geometrismo y aunque por esta época llegó a prevalecer la
abstracción constructiva, hubo artistas que como Vigas eran completamente
reacios a un racionalismo frío y que supieron evolucionar sin sacrificar a las
fórmulas geométricas su concepción poética del mundo. Y aunque hizo cierto tipo
de pintura abstracta, utilizando incluso formas geométricas, Villas no llegó a
romper con el mundo surrealista de las brujas.
El proceso de pintar quiere sustraerse al sentimiento personal para insertarse
en una visión cósmica. Pero el contenido de las imágenes permanece en una zona
del subconsciente; para ser recobradas, éstas exigen poner en juego la
gesticulación. Impulsos seguidos por la reflexión, por el cambio de formatos a
través de una escala que va del cuadro de reducidísimas proporciones a un
soporte de tamaño mural. En esta proyección, cada tema o conjunto de temas, se
desarrolla serialmente, hasta su agotamiento. A una serie donde predomina la
entonación blanca sigue otra en la que el color dominante es el ocre amarillo o el
azul. El mundo de Oswaldo Vigas abre sus puertas frente a una selva donde los
árboles y el follaje sonoro comienzan a tomar consistencia fantástica. Del detalle
pasamos rápidamente a los planos generales con relación a los cuales el cuadro
viene a ser un fragmento recortado. Boscajes o mundos reales imaginados, en la
obra de Vigas no sabemos si la imagen es el término del sueño o el comienzo del
despertar.
VII
Hay que distinguir entre una figuración que se basa directamente en la realidad,
sobre cuyos datos inicia su trabajo el artista para mantenerse fiel a la
representación de esa realidad; y una figuración imaginativa, en donde los datos
sensible aluden vaga o ambiguamente a la realidad que le sirve de pretexto. Hay
también una figuración que alude a las cosas sin nombrarlas, y en donde el único
verso del color y la línea se constituyen en otra realidad. Ha sido esta concepción
la que ha prevalecido en los últimos tiempos. Ha sucedido que el desprestigio de
la enseñanza tradicional establecida sobre el principio académico de la pintura al
natural, la copia de modelos en yeso y la tendencia a considerar la obra de arte
como un producto que se basta a sí mismo y que tiene sus propias leyes, han
contribuido a la mayor libertad del artista del artista para conducir su trabajo al
resultado que le venga la gana.
Ahora bien, el surrealismo como estilo figurativo tuvo en Venezuela poca
resonancia. Faltaron aquí artistas de la talla de Matta y de Wilfredo Lam. Es cierto
que Héctor Poleo fue, a su modo y en su momento, un surrealista de oficio
Ortodoxo; había recibido la influencia de Dalí cuando trabajaba en Nueva York
hacia 1944 pero pronto abjuraría de un postulado escéptico que estaba en contra
de sus creencias íntimas. Más tarde Mauro Mejíaz (1930) antiguo profesor de la
Escuela de Artes Plásticas Arturo Michelena, de Valencia, proyectaría la búsqueda
de un Poleo hacia un estilo más embrionario y consustancial. Mejíaz se estableció
en parís a fines de los 60 y es hoy un exitoso pintor surrealista.
Algunas individualidades aisladas como Oswaldo Vigas y Mateo Manaure
(1962) Explotaron el simbolismo implícito en la expresión de contenidos oníricos
inconscientes, propuestas por el surrealismo, pero ha sido Mario Abreu (1919)
quien llevo más lejos esta investigación, de un modo poco ortodoxo desarrollando
en un comienzo una temática convencional que exploto con desenfadado
primitivismo.
En el estado Zulia habría que citar a José Francisco Bellorín (1941), pintor y
grabador; y en Caracas, entre los surrealistas más connotados se encuentran
Ladislao Racz (1918) Y Alberto Brandt (1923), espíritu extraño que hizo del
comportamiento surrealista una práctica diaria que lo condujo a una muerte
temprana, en 1972. Pero tal vez la figura surrealista más importante de los últimos
años sea el zuliano Emerio Darío Lunar (1940).
La actividad del grupo El Techo de la Ballena, entre 1960 y 1965 es una
referencia importante para un estudio del surrealismo en Venezuela. Aquí militaron
artistas plásticos entre los que cabe mencionar al ya citado Alberto Brandt, Carlos
Contramaestre (1934), Gabriel Morera (1934) y Juan Calzadilla (1931). El aspecto
surrealista en este grupo se encuentra tratado de modo más convincente en la
literatura y particularmente en la poesía. Pero por su comportamiento y actitudes
Contramaestre, autor de la célebre exposición <<Homenaje a la necrofilia>>,
(1962) no se sustrae a una proximidad con el tipo de arte militante y provocador
que fue común dentro del surrealismo de los años 30 y 40. Calzadilla y Brandt son
los típicos representantes del automatismo psíquico expresado a través de un arte
caligráfico.
El fin de la década del 70 atestigua una profusa puesta en marcha del espíritu
surrealista, ahora sin claras posiciones de grupo, aunque existen todavía ortodoxia
militante como la de Philip West (1946) y Felipe Márquez (1957). Entre los nuevos
artistas de lenguaje surrealista citaremos a Gabriela Morawetz (1952), Miet
Detyniecki (1938), Alirio Palacios (1944), Edgar Sánchez (1940), José Ramón
Sánchez (1938), Carmelo Niño (1951) Saúl Huerta (1948), Jorge Seguí (1945),
Felipe Herrera (1947) Y Rafael Campos (1951).
El movimiento de la nueva figuración
Génesis y desarrollo
2
Andrés Pérez Mujica
En punto a obra realizada, quizá sea Andrés Pérez Mújica el más completo
de los escultores venezolanos que vivieron entre el siglo XIX y el siglo XX. Había
nacido en Valencia en 1879. A fines de la centuria figuraba inscrito en la clase de
escultura que regentaba en la Academia de Bellas Artes el catalán Ángel Cabré y
Magriñá, padre del pintor Manuel Cabré. En 1903, tras presentarse en el concurso
para la erección de un monumento al General José Antonio Páez, Pérez Mujica
obtuvo el premio con una maqueta en yeso donde se mostraba la figura ecuestre
del prócer. Enviada la maqueta a Eloy Palacios, para que en su taller de Munich
se hiciera la fundición en bronce de la misma, el escultor maturinés consideró que
el boceto debía ser sometido a ciertas correcciones y hechas las cuales procedió
al vaciado. Empero, Palacios tuvo la obra como suya y cuando el monumento
quedó inaugurado en la Plaza de la República, en Caracas, el público pudo leer la
firma de Eloy Palacios al pie de la obra.
Hacia 1905 encontramos a Pérez Mujica instalado en París, tras recibir una
bolsa de estudio. Es un momento trascendental para el destino de la escultura
universal. La obra de Rodin se muestra en su punto de mayor irradiación. Pérez
Mujica no escapa a este poderoso influjo y si no llega a advertir la importancia del
nuevo idioma que se habla a partir de Cézanne y el cubismo, por lo menos ha sido
receptivo a la sensibilidad impresionista. La tactilidad, las modulaciones de las
superficies bajo el efecto de la luz, los cuerpos trémulos, éxtasis y arrobamiento de
los cuerpos, la expresión de una sensualidad nueva, con que Europa pone fin al
último estilo escultórico del siglo XIX. Pérez Mujica proclamará su adhesión a este
código expresionista que pronto será suplantado por el cubismo. A diferencia de
los escultores venezolanos que le habían precedido, Pérez Mujica tiene el mérito
de ensayar una temática ambiciosa, librada del pomperismo oficial y del encargo
retórico. Es cierto que seguirá la tendencia anecdotista del Salón de los Artistas
Franceses, donde expuso por primera vez, en 1906, su monumento a Guicaipuro.
Pero en 1908 ensayó una escultura más despojada, capaz de transmitir a la forma
exterior una fina sensibilidad luminosa, a través del modelado, para interpretar con
sentido moderno el mito de Prometeo.
Siguiendo las tendencias de moda en el Salón, Pérez Mujica incide, como
escultor venezolano, en el tema erótico, en el desnudo femenino, género en el que
llega a destacar. El desnudo como expresión de una belleza casta, de una
sexualidad pura, que desarma todo pudor, puesto que en ella no se ve más que a
la naturaleza.
La actuación de Pérez Mujica Se inscribe en la tradición francesa del
desnudo femenino que tuvo en Rodin su exponente más genial. En este sentido,
por su intención de expresar en la materia la vida interior del sentimiento, Pérez
Mujica es el más rodiniano de nuestros escultores. Y si no lo es, en todo Caso, por
la sutileza del modelado, lo es por los apoyos literarios con que, a la manera de
Rodin, apeló a la imaginación del espectador. Falleció en Valencia en 1920.
Ernesto Maragall (1903) y Francisco Narváez (1908) vendrían a ser los
iniciadores de la escultura moderna en Venezuela. Cabe a ellos, y sobre todo a
Narváez, haber sido pioneros de la escultura integrada al ambiente urbano y al
paisaje, en lo que corresponde al Siglo XX.
En este sentido, puede establecerse una línea de desarrollo que va de Eloy
Palacios a Narváez y que, después de éste, se prolongará en los movimientos de
integración artística que prosperaron después de 1950. Narváez mismo se asimila
a este Último movimiento con sus obras de intención abstracta, realizadas
después de aquel año, y que tienen en su figura, de 1953, expresión culminante.
Maragall residió desde 1940 en Caracas, donde se desempeñaría durante
mucho tiempo como profesor de escultura en la Escuela de Artes Plásticas y
Aplicadas. Había sido alumno de Pablo Gargallo en su ciudad natal, Barcelona,
España, y recibió de la tradición mediterránea su gusto por la composición clara y
reposada, sensual. Formas macizas y rotundas caracterizan a su extraordinario
grupo para la fuente ornamental originariamente instalada en la Plaza Venezuela,
y en la actualidad en el Parque Los Caobos, en Caracas. Este Conjunto
monumental, que alude al vigor de la raza mestiza, lo integran seis figuras
femeninas yacentes, en actitud de bañistas, lo que viene a proporcionarle una nota
de verismo, puesto que el eje de la composición lo constituye el chorro central de
la fuente, el cual, elevándose a gran altura, arroja sobre las figuras una menuda
lluvia coloreada, como si proviniese de una cascada. Al efecto monumental
contribuye el tamaño, realzado sobre el natural, de las bañistas vaciadas en piedra
artificial.
Francisco Narváez ha jugado, en tanto que escultor, un rol fundamental en
nuestra Cultura plástica. Su concepción formal prestada a la arquitectura se
tradujo en un trabajo de integración al medio que sirvió de pauta para el ensayo de
síntesis artística llevado a cabo en la Ciudad Universitaria de Caracas, entre 1952
y 1954.
Toda la obra de Narváez puede estar referida, como punto de partida, a la
talla en madera, técnica que está en el Origen de su concepción escultórica, y con
la cual se iniciara. Al pasar a otros materiales, evidentemente ha respetado el
carácter propio de éstos, pero en el fondo el resultado formal queda íntimamente
asociado a valores comunes, que se acentúan de obra a obra. Su trabajo en
madera nos da la progresión de sus diferentes etapas y permite ver la manera
cómo esta técnica Se proyecta en el tratamiento de otros materiales como la
piedra. Narváez partió siempre de la figura humana y del torso en especial.
Podemos considerar escasamente importante su trabajo de retratista y en general
no se ha interesado por la forma humana como parecido anatómico ni por ningún
tipo de caracterización psicológica. El cuerpo humano es siempre un punto de
apoyo para inventar formas que van, según la época, desde un realismo simbólico,
sumamente sintético, a las composiciones abstractas de los últimos años. Incluso
en su Obra más actual está presente, de modo implícito, el recuerdo del cuerpo, el
torso y la figura, sólidamente asentados en torno a un eje vertical del que se
desprenden los brazos en cruz. El escultor no se ha esclavizado al tema humano,
pues siempre lo toma como pretexto. De un modo u otro, la obra de Narváez está
ligada a una concepción humanística de la forma. De allí procede el carácter
exento de la mayoría de sus trabajos, su constante referencia al espacio, su
búsqueda de síntesis y también su escaso interés en el vacío interno y en el
movimiento. El respeto a los materiales, a los cuales ha dejado la función
expresiva, resaltando las cualidades inherentes a aquéllos, fue una de sus
contribuciones sustanciales a la escultura venezolana.
Narváez fue respecto a nuestra estatuaria lo que Los Disidentes a la pintura
nueva. Se convertiría en nuestro primer escultor en arribar a la abstracción. Sólo
que llega a este estilo a través de un camino propio, que él se había abierto
gracias a su íntima convicción de que la forma es por sí misma elocuente. La vía
ha sido siempre la síntesis, el despojamiento de lo accesorio, la marcha a lo
esencial, a partir de la figura humana. Al eliminar todo rasgo simbólico en su obra
criollista, Narváez fue orientándose cada vez más hacia la escultura como
lenguaje autónomo del tema. Simplificó la obra a sus valores específicos: forma,
ritmo, color, volumen, pesantez, textura, etc., desembocado en una pureza que
eludía el tratamiento temático. Fue una evolución sostenida y gradual, que pudo
tener por origen, en un comienzo, las tallas exentas, labradas en un solo bloque
de caoba africana, que alegorizan a la belleza de la raza negra y que
corresponden al período de los años 30.
contribución de Narváez a nuestra plástica no deja de manifestarse, hasta hoy,
en sus dos grandes preocupaciones de toda la vida: el volumen en tanto éste se
hace objeto del lenguaje racionalmente manejado, y lo material, es decir, las
técnicas, ya la talla directa o el vaciado, que él domina y que están íntimamente
ligadas a la libertad con que pasa de un medio a otro para explorar las calidades
de superficie, lisura, brillo, opacidad, rugosidad, color y textura, y las ha tratado de
reflejar al mismo tiempo que se concentraba en la plenitud de los volúmenes, de
una obra a otra, de una etapa a otra, con la mayor pureza y economía de medios.
EL DIBUJO
El dibujo fue la tumba de la expresión visual del siglo pasado. Este soporte
vulnerable a la inclemencia del duro clima tropical, no se presta como la tela o la
madera, a perpetuar las imágenes artísticas. Cuando las obras realizadas sobre
papel se exponen a la acción de la luz solar, en recintos muy iluminados, o cuando
permanecen colgadas en lugares húmedos, se exponen a un daño irreversible. A
ello se agrega el poco mérito que en el pasado (y en menor medida en el
presente) la sociedad venezolana atribuyó a la obra hecha sobre papel,
considerada siempre, junto con el grabado, como trabajo menor; el
desconocimiento de normas de preservación del papel es otra causal. El artista
mismo, por reflejo social, participó de la creencia de que el dibujo estaba en
inferioridad de condiciones frente a la pintura a la que servía de medio técnico.
Cuando el papel sobrevivió a los distintos factores destructivos, fue de manera
accidental, bien porque permaneciera guardado, sin exhibir, en bibliotecas o
archivos, bien porque se conservara en colecciones ubicadas en el exterior, en
otros países, de donde reingresó en los tiempos actuales a nuestro país.
Otra vía testimonial del dibujo fue la gráfica y, sobre todo, la litografía, género
muy cultivado en Venezuela a partir de 1840. La estampa litográfica sobrevive al
dibujo hecho para ser pasado a este medio impreso. Porque la mayor parte del
dibujo realizado durante el siglo XIX fue concebido para la litografía; en tanto que
sirvió a este fin, se consideró sin importancia el hecho de que pudiera sobrevivir
como un original.
Sin embargo, el dibujo alcanzó dentro del pragmatismo del siglo XIX una
importancia que no tuvo la pintura. A través de libros y publicaciones ilustrados de
toda índole, nos ha llegado el testimonio de creadores, poco imbuidos de su papel
de artistas, que trabajaron al servicio de ideales científicos utilizando el dibujo
como medio de información. El período que va de 1840 a 1870, año este último en
que insurge el arte saludable y vigoroso de Tovar y Tovar, lo llena el movimiento
que hemos denominado <<la ilustración>>, por corresponder a un proceso
histórico durante el cual el arte satisface más la necesidad de conocimiento y de
divulgación del saber que de la expresión del sentimiento artístico. Técnicas como
el dibujo y la litografía son estimuladas para su práctica y perfeccionamiento por la
curiosidad que alimenta la constante afluencia de viajeros y naturalistas que
cruzan en diversos sentidos el continente latinoamericano.
En Latinoamérica, durante el siglo XIX, el arte puede verse también como una
disposición creadora a adquirir las técnicas que permitían el manejo de
conocimientos visuales sobre nuestra realidad natural y humana, Por eso, el tipo
de creador que se hizo más frecuente no fue el pintor artista, sino el viajero
explorador para quien la naturaleza, descubierta objetivamente, era más
importante que la obra de arte. Hay toda una tradición de viajeros que deja a su
paso, sin proponérselo conscientemente, una escuela de dibujantes y acuarelistas
que se ponen al servicio de la divulgación (cuando no son a su vez practicantes de
la ciencia), no sin que antes éstos consideraran al trabajo artesanal, a la técnica
descriptiva que empleaban, como una rama científica. Situamos dentro de esta
tradición a Juan Manuel Cajigal (1803-1856), matemático y dibujante naturalista,
fundador de la primera Escuela de Dibujo (1839) que existió en el país. Luego,
procedentes del extranjero, encontramos a Robert Ker Porter (1777-1842), Joseph
Thomas (activo 1842-45), Ferdinand Bellermann (1814-1889), Fritz Melbye (1826-
1869), Ramón Páez (activo hacia 1870), Federico Lessmann (¿?), Anton Goering
(1836-1905) y, por supuesto, el impresionista francés Camille Pissarro (1830-
1903), quien residió en Caracas entre 1850 y 1852.
Entre los venezolanos, después de los hermanos Martínez y Carmelo
Fernández, el autor más destacado fue Ramón Bolet Peraza (1836-1876),
conocido por sus dibujos arquitectónicos sobre Caracas y otras ciudades, pasados
al medio litográfico por el famoso impresor alemán Enrique Neun. El dibujo de
Bolet ofrece, no obstante, una limitación hija de la época: el haber respondido a
una expectativa poco ambiciosa desde el punto de vista expresivo, en provecho
del testimonio ilustrativo, tal como puede apreciarse en sus dos álbumes: <<El
Museo Venezolano>> (1865) y el <<Álbum de Caracas>> (1878).
El dibujo y la modernidad
El dibujo no fue ajeno a la creatividad del Círculo de Bellas Artes, pero no jugó
dentro de la obra general de éste función determinante. Ante todo, fue un
movimiento de pintores, de modo que no hubo entre sus integrantes un dibujante
puro. La excepción fue, tal vez, Armando Reverón, cuya obra, especialmente la de
su última época, combina las técnicas pictóricas y dibujística para originar un
concepto genérico muy particular. Este insólito artista no hizo distinción entre
pintura y dibujo, sino que mezcló, sin ton ni son, los materiales que mejor se
adecuaban a su manera repentinista y gestual, sin detenerse mucho en la
consideración de los soportes. Su inclinación a preferir los colores de agua
facilitan ubicar su obra dentro de los procedimientos propios del dibujo. Igualmente
utilizaron el dibujo, de forma autónoma, Marcos Castillo, Federico Brandt y, en
menor medida, Pedro Ángel González (1901-1981) y Alberto Egea López (1904-
1958).
La contemporaneidad
EL GRABADO
La Litografía
La litografía se conoce en nuestro país desde que loa albores de la difusión del
invento de Senefelder. En 1823 el Coronel Francisco Avendaño, comandante del
Puerto de la Guaira, importo una de las primeras prensas instaladas en
Sudamérica. Aquí imprimieron las primeras estampas litográficas. En 1830 el
coronel Avendaño traspaso su prensa a Antonio Damiron, quien se estableció en
caracas como impresor comercial. Hacia 1840 llegan a caracas a los alemanes
Muller y Stapler van a jugar un papel importante en el desarrollo de la litografía en
nuestro país. Estos adquieren la antigua prensa de Damiron y realizan los
primeros intentos de mezclar la reproducción litográfica con la impresión
periódicos. Su labor se tradujo en la expresión de la litografía y en la enseñanza
de este medio.
La década de 1840 señala el apogeo de la litografía en Venezuela. La
presencia en el país de un grupo de pintores extranjeros, entre los que descuellan
Lewis Adams y F. Bellermann, resulta estimulante para los artistas Venezolanos
que comienzan a hacer carrera: Ramon Irazabal, Carmelo Fernández, Celestino y
Geronimo Martinez, entre otros. Hacia 1841 se funda en Caracas una asociación
de artistas; la sociedad se muestra receptiva a las innovaciones; por ejemplo, en
1844 se organiza la primera exposición <<de productos naturales y de las artes
liberales y mecánicas del país>>, en donde aquella asociación de artistas, que
parecía suplantar el rol de los gremios coloniales, jugo un brillante papel. Aquí se
expusieron los primeros paisajes al oleo con temas caraqueños. La litografía y la
tipografía aparecen asociada por primera vez. Todo esto sucede a espaldas de las
graves insurrecciones populares que amenazan extenderse a Caracas, a fines del
periodo presidencial a Carlos Soublette. A la insulgencia del 44, sigue la del 46 y
47, y finalmente los alzamientos contra el nepotismo en Monagas, a quien
liberales y conservadores conceptúan por igual de traidor.
El nombre de Carmelo Fernández (1810-1887) esta asociado a la aparición del
primer periódico impreso que circulo en Venezuela; tal fue <<el promotor>>, que
salió entre 1843 y 1844 de las prensas litográficas de Muller y Stapler; los dibujos
para sus ilustraciones son de Fernández. Da comienzo así a la ilustración de
contenido satríco, la caricatura que se popularizo en adelante al calor de la lucha
política que libraban conservadores y liberales.
Carmelo Fernández es el artista Venezolano mas productivo del momento; sus
retratos que ilustran el <<Resumen de la Historia de Venezuela>>, de Díaz y
Baralt, causaron buena impresión en 1841: fueron ejecutados en Paris por
Tavernier; después de esto, Fernández hizo los 18 dibujos con que documento la
ceremonia de repatriación de los restos de Bolívar, en 1842, en la que hizo la
cronista visual. Algunos de estos dibujos fueron impresos en Paris por la casa
Thierry Freres; Muller y Stapler imprimieron los que aparecen en la edición de <<el
Venezolano>> , del 17 de diciembre de 1842. La litografía que representa el
<<embarco de los restos del Libertador>> según dibujo de Fernández, que
aparece en el libro <<Recuerdos de Santa María >>, de Simon Camacho, fue
editada por Torvaldo Agaard. Este Agaard fue el gran litógrafo de la década; por
primera vez, Agaard saco esta técnica de su carácter puramente mercantil y
ensayo la reproducción artística de retratos y paisajes, siguiendo en esto el
ejemplo, aun primitivo, de Muller y Stapler. La estampa iba a popularizarse
extraordinariamente. Pero Agaard solo podía imprimir en blanco y negro. La
cromolitografía se venia empleando Paris desde 1816. En Venezuela solo aparece
mucho mas tarde. Por lo tanto, el gusto de la estampa como estaba por los
exotismos de moda, por ese permanente entusiasmo que los viajeros europeos
experimentaban a la vista de la naturaleza tropical, solo pudo ser satisfecho en las
prensas del exterior sobre todo cuando se trataba de obtener estampas de gran
fidelidad. Las vistas de Caracas, por ejemplo, alcanzaron gran popularidad,
circulaban a bajo precio y, lo que es mas, tenían mucho mercado en el exterior.
Del paisaje de Caracas que dibujo Joseph Tomas en 1839 salieron hasta tres
impresiones, por Ackermann y Co., en Londres; y por J. Penniman, en Nueva
York, esta ultima en 1851.