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El Imperio Romano sufrió en el siglo III una crisis política y social al mismo tiempo, traducida
en una gran inestabilidad política y en un declive demográfico que generó vacíos en las ciudades y
en el campo, y origen de firmes aspiraciones en los dinámicos pueblos que residían en sus
fronteras. A esta crisis política le acompañaba otra moral a la que intentaron responder las
religiones orientales, encabezadas por la más expansiva de todas, el cristianismo. La represión
contra ella se demostró completamente ineficaz, y no hizo sino profundizar la crisis, porque llevó a
los cristianos a discutir la propia existencia del Imperio.
A lo largo del siglo III, el Imperio tuvo que contener, mejor o peor, la presión de diversos
invasores: los germanos en el Rin, los godos en el Danubio y los persas en el Éufrates. AL finalizar
la centuria, la crisis había sido superada: Diocleciano pudo establecer el sistema de la tetrarquía
que permitía confiar la defensa a mandos descentralizados pero manteniendo la unidad del
Imperio. El siglo IV se presenta como una etapa de renovación, que no merece la calificación de
Bajo Imperio que recibe generalmente. Tras una última guerra civil, Constantino reunifica el
Imperio a su medida. Al otorgar a los cristianos la libertad de culto, se convierte en su héroe y
recupera para el régimen, autocrático y militar, el apoyo de la parte más dinámica de la sociedad,
en el seno de un Imperio con un espacio reorganizado al abrigo de un sistema de defensa que
garantiza en cierta medida la integridad del limes. El universalismo cristiano refuerza el
universalismo romano.
El crisol romano llegó a asimilar bastante bien las poblaciones bárbaras que se habían
infiltrado, allí donde se les llamó para renovar un ejército debilitado. Ciertas regiones, como los
Balcanes, se mantienen habitualmente en un estado precario, porque los ataques bárbaros se
hacen sentir todavía. Otras conocen una expansión razonable, como la Galia, Hispania o África.
Oriente Asia Menor, Siria, Palestina, Egipto, en fin, disfrutó de una enorme prosperidad:
expansión en el campo, rico y poblado, donde prosperaban incluso los campesinos, y en las
ciudades, a menudo grandes metrópolis como Antioquía y Alejandría, pero también con una
importante red secundaria. La nueva capital, Constantinopla, conoce un desarrollo espectacular.
Frente a este Imperio lleno de vitalidad, se encuentra el viejo enemigo persa, y os jóvenes
pueblos germanos, unos como los godos, organizados en potentes reinos, otros en pequeñas
unidades tribales y guerreras, pero todos ellos dispuestos a reunirse con sus vanguardias
infiltradas en el Imperio.