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Ser y existir son conceptos que expresan ideas distintas, como lo confirma el lenguaje

habitual que, al referirse a la muerte de una persona, no dice que ha dejado de “ser” y sí,
en cambio, que ha dejado de “existir”.
El ser se refiere a lo que “una cosa es”, es decir, a su identidad; existir alude a “algo que
es”, es decir, a algo que existe. El ser de una cosa es lo que esa cosa es, con
independencia de que exista o no; el existir es “que algo es” y, por lo tanto, existe. Puede
decirse que todos los seres vivos viven; pero no existen, pues la existencia es sólo
predicable de los seres humanos, por ser los únicos que tienen conciencia de su
existencia y de que son mortales, es decir, que su vida es limitada en el tiempo. Esta
consciencia de ser y de su temporalidad es exclusiva de las personas a las que el paso
del tiempo preocupa y angustia. Esto es debido a que la vida puede compararse con un
crédito que amortizamos todos los días, pero cuyo vencimiento puede producirse en
cualquier momento.
Si Ortega dijo que “tanto vale decir que se vive como que se desvive”, Marco Aurelio, el
gran pensador del estoicismo, afirmó que “la vida se nos va consumiendo día a día y que
la parte que nos queda es, cada vez, más breve”, advirtiéndonos de “que nadie pierde
otra vida que la que tiene, ni disfruta de otra que la que pierde”. Para los estoicos, la idea
de la muerte no existe porque antes de morir no existe la muerte y después de morir
tampoco existe.
Las ideas de ser y existir tienen relación con los conceptos de esencia y existencia que se
estudian en metafísica y que responden, sucesivamente, y como antes, se dijo a “lo que
es” y a que “algo es”. En suma, la esencia del ser es anterior y no depende de su
existencia.
Cuando Descartes afirma “pienso, luego existo”, identifica pensar con existir, o lo que es
igual, que para Descartes, ser pensante y ser existente es lo mismo.
Lo anterior nos conduce al existencialismo de Jean Paul Sartre, según el cual, “todos los
existencialistas tienen en común la doctrina fundamental de que la existencia precede a la
esencia” y que la vida real de las personas es lo que constituye su verdadera esencia.
Para Sartre, el embrión “es en sí un ser humano” pero sólo cuando es consciente de que
“lo es para sí mismo”, se inicia su propia existencia.
Heidegger sostiene, por su parte, que “el hombre está fuera”, o lo que es lo mismo, “estar
en el mundo”. No dice ser del mundo ni ser en sí mismo, sino estar en el mundo, arrojado
a una existencia que le ha sido impuesta. De ahí el pesimismo y la angustia que
caracteriza al existencialismo en sus orígenes. Tanto Sartre como Heidegger coinciden en
considerar que el ser humano es un “ser para la nada”.
Es cierto que solo los seres vivos son los que mueren; pero los humanos son los únicos
seres vivos que tienen consciencia de su temporalidad, es decir, que nacen para morir.

DIFERENCIA ENTRE SER Y EXISTIR

Pues no, no es igual existir que ser. Hay una enorme diferencia. La definición,
autodefinición mejor dicho, achacada al mismísimo Dios para explicarse a Sí mismo ante
un Moisés acojonado en el Sinaí, «Soy el que Soy» es absolutamente correcta. Pero el
auto de fe que se grita enchido de dogma «Dios existe» cuando se va a cometer alguna
cabronada en su nombre, es totalmente incorrecto. Existir viene del latín ex (fuera) e
istere (estar), o sea, estar fuera. No sabemos de qué leches se está fuera, pero se está off
side, en fuera de juego. Sin embargo, Dios no puede estar fuera de todo o fuera de nada,
porque Él es el todo o es la nada, mejor dicho, es el todo y la nada, y no puede estar fuera
de Sí mismo. Por eso Él simplemente es. Y punto pelota.
Esto viene muy bien explicadito, imagino entre otras muchas teologías y teogonías, en los
Upanishads hindúes, por ejemplo, y no es patrimonio inseparable ni indiscutible de
ninguna religión concreta, aviso. Es más bien filosofía pura y dura. Otra cosa es lo que
cada cual o cada cuala entienda y desarrolle en su dignísima mollera. Por eso, cuando
algún alguien razona aquello de que únicamente Dios es y el resto tan solo existe, lleva
más razón que un santo, y en puridad así se ha de entender si lo pensamos bien
pensado. Otra cosa es el uso indiscriminado que hacemos del lenguaje y el
desconocimiento total y absoluto de las palabras que usamos para construir, o destruir, tal
lenguaje.
Lo que pasa es que aquí viene de retruque una segunda cuestión no menos importante.
Como resulta que estamos hechos a imagen y semejanza de Aquel que Es el que Es,
pues joer, entonces nosotros también somos lo que somos, ¿o no..?. Y es que, al final, o
al principio, todo es cuestión de identidad. De saber reconocer y reconocerse. Yo soy el
que soy, que dijo Yahwé. Yo soy quien soy, que decimos nosotros. Otra cosa es cómo
somos, naturalmente. Así pues, podemos incluso reducirlo a la capacidad de tener
conciencia de sí mismo. Si uno se reconoce como una individualidad con personalidad
propia, entonces ES. Y aquí nos hacemos dioses con Dios. Que para eso somos hijos de
su Génesis y participamos de sus bienes gananciales en el invento. Y entonces nos
pensamos y nos decimos que ni los pedrolos, ni el vegetámen, ni el animalario participan
de esta peculiaridad, y que para eso y por eso mismo somos los reyezuelos de la creación
esta. Y aunque yo, personalmente, creo que, aún a otro nivel distinto, sí que tienen cierta
conciencia de sí, el sentirnos únicos puede valernos si eso nos hace felices..
Pero no, no es lo mismo ser que existir. Existir nada más que es vivir, que tampoco es
poco. Pero ser es saber que vives. Y saber que vives siendo, no existiendo. Y aquí,
compadres, aquí sí que somos parte intrínseca de la naturaleza de Dios, porque «en Él
vivimos, nos movemos y existimos» como dice el salmista. Pero además, en Él nos
conocemos y reconocemos, como digo yo sin ser salmista€ Y en eso sí que somos.
Bueno, pues aquí queda la cosa. Obró bien el puñetero conversador en mandarme la
escrituría, como a los escolapios antiguos, que de palabra no hubiera podido yo hilvanar
tanto pespunte como en este cosido. Pero como esto me sirve de repaso a mí mismo,
pues también me vale para dar una mano de garlopa al personal que me lee. Y entonces
me permito recordar a los interesados que lo lean, lo relean y lo vuelvan a leer, tal y como
los peces en el río aquel que beben del agua en la que nadan... Y si no les gusta el
villancico, pueden ciscarse en la calavera de mis antepasados más pasados y mandarme
el recado por mi e-mail. Y tos contentos.

LA ESENCIA Y LA EXISTENCIA

El verbo latino exsistere o existere significa «erguirse (o sostenerse) fuera», «surgir»,


«aparecer»; alguna que otra vez, este verbo aparece en latín clásico en pasajes en los
que parece significar lo mismo que esse («ser»). Ahora bien, en las lenguas modernas,
«existir» (a la vez que figura como traducción normal para ciertos usos de esse) significa
algo distinto del «ser» de «ser A» o «ser B»; decimos, por ejemplo, que Apolo es un dios,
que es arquero y que es hijo de Zeus y de Leto, y, sin embargo, decimos que Apolo no
«existe», con lo cual queremos decir algo así como que nunca podríamos encontrárnoslo
delante, constatar su presencia, fotografiarlo, grabar su voz o diagnosticar la herida de
una de sus flechas. Si decimos que no «existe en la realidad», esta aparente restricción,
«en la realidad», sólo significa que nos reservamos la posibilidad de decir que «existe»
como figura mitológica, esto es: que, sin duda, «existe» un repertorio de textos y noticias
antiguos en los cuales aparece la figura de Apolo como el arquero dios de la claridad y la
belleza, y esto nos permite decir que, de alguna manera, Apolo existe, y sólo porque de
alguna manera existe podemos decir algo de él, decir que «es...». Si de una cosa que yo
me he inventado digo que «es...», es porque ella existe al menos en mi mente. De un
modo más o menos implícito, admitimos comúnmente que el ser sólo tiene lugar por
referencia a algún existir, al menos posible: si decimos que «todo hombre es capaz de
llorar», queremos decir que no puede existir un hombre que no sea capaz de llorar. Y
«existe» es el sentido que adopta la palabra «es» cuando se emplea de modo absoluto,
es decir: no para introducir un predicado, sino siendo ella misma el predicado: est se
traduce entonces por «existe», y que «existe» quiere decir que se da efectivamente,
que de hecho «lo hay». Si de una cosa queremos saber «qué es», a esta pregunta se
responde diciendo que «es A», «es B», «es C», se responde dando la esencia de esa
cosa; pero aparte del «qué es» de esa cosa hay también su «que es», el hecho de
que esa cosa «es», y este «es» no tiene ya el significado de «es A», «es B», sino el de
«existe».
El desplazamiento de la cuestión del ser a cuestión del existir acontece en la historia del
pensamiento a lo largo de la Edad Media. Hemos hablado unas líneas más arriba de
«esencia»; en latín, la palabra essentia, creada (probablemente por Cicerón) para
traducir ousía, significa el «qué es» de una cosa (a saber: mesa, olivo, caballo) y —por lo
mismo— aquello en lo que, para esa cosa, consiste ser; en efecto, ambos significados
coinciden: a la pregunta «¿qué es?», referida a Sócrates, se contesta «es (un) hombre», y
en «ser hombre» consiste, en el caso de Sócrates, el ser; así, pues, la «esencia» es
también una especie de traducción del eîdos. Pero ya hacia finales de la Edad Media nos
encontramos con que essentia es un término en cierta manera opuesto
a existentia, designando el primero el «qué es» de una cosa y el segundo su «que es (=
que existe)», y con que est empleado absolutamente significa «existe». Finalmente, en la
filosofía alemana inmediatamente anterior a Kant (es decir: en el siglo XVIII), la esencia es
entendida como la posibilidad y la existencia como el cumplimiento de esa posibilidad; en
efecto: que en la esencia de algo está incluida la nota Z significa que ese algo no puede
existir si no es cumpliendo la nota Z, y, así, el que la nota Z sea constitutivo de la esencia
de algo quiere decir que es constitutivo de la posibilidad de ese algo, que, sin la nota Z, el
algo en cuestión no podría existir; es posible aquello de lo cual hay una esencia, esto es:
un conjunto de notas definitorias que no se contradicen entre sí; pero con tal conjunto de
notas definitorias no se dice nada acerca de la existencia (= realidad efectiva) de lo
definido; solamente se expone su posibilidad.
Entretanto, la remisión de la cuestión del ser a la cuestión del existir ha llevado consigo
otra transformación: Essentia traduce en cierta manera el eîdos de Platón y de Aristóteles.
Aunque en este último el eîdos no fuese lo ente, era, precisamente en Aristóteles, aquello
en lo que consiste ser. Pero, ahora, el ser en términos absolutos es el existir
y existentia es precisamente «lo otro» con respecto a essentia. Por otra parte, el eîdos no
«existe» en modo alguno, precisamente porque no es ninguna cosa. El eîdos, la esencia,
no es ni ser ni ente. No hay «esencias», sólo hay cosas individuales. Un filósofo del siglo
XIV, Guillermo de Ockam, dice que, cuando conocemos «(todo) hombre», lo que ocurre
es simplemente que conocemos a Juan, Pedro, Pablo, etc., de un modo lo bastante
confuso para que ninguno de ellos pueda distinguirse de los demás, tal como dos objetos
algo diferentes parecen iguales cuando se los ve desde cierta distancia.
Ahora bien, la noción de «esencia» venía siendo en general el fundamento de que
pudiese admitirse que ciertas proposiciones son universales y necesarias. Si decimos
«Todo hombre es capaz de llorar», el fundamento de esta predicación no puede estar en
la constatación de que todos los hombres que alguien ha encontrado alguna vez son
capaces de llorar, porque eso no nos diría que todo posible hombre tiene
que (precisamente por el hecho de ser hombre) ser capaz de llorar; el verdadero
fundamento de la predicación en cuestión tiene que ser la misma esencia «hombre»; sólo
si a la propia esencia «hombre» le pertenece (aunque no sea una nota de su definición) la
capacidad de llorar, puede verdaderamente decirse que todo hombre posible tendrá que
ser capaz de llorar. Igualmente, si sabemos que nunca una piedra será capaz de hablar,
no es porque nadie haya conversado jamás con una piedra (esto sólo nos diría que hasta
el momento no se ha conocido ningún caso de piedra hablante), sino porque la esencia
«piedra» excluye la capacidad de hablar.
Destruir la noción de «esencia» parece equivaler, pues, a destruir la posibilidad de
verdades universales y necesarias. Claro que esto sería algo así como destruir la
posibilidad de todo saber y decir, pues no tardaremos mucho en ver que en todo decir
«es», en todo decir algo de algo, están supuestos y dados por válidos ciertos principios de
carácter universal y necesario. En todo caso, la filosofía moderna (siglos XVII, XVIII y
comienzos del XIX), heredera de la destrucción de la «esencia» en el viejo sentido,
encontrará la esencia (esto es: la posibilidad de verdades universales y necesarias) en
otra parte.

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