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modo, estamos obligados a elogiarlos, a gozar de ellos» 15. Se sitúan en el orden del
amor-dádiva porque exigen una afirmación placentera de lo amado independiente
de la utilidad inmediata para quien lo siente. Los placeres gustan al hombre, de tal
modo que los busca siempre que puede. Está expuesto por ello al peligro de bus-
carlos por capricho, haciendo de ellos un fin e incurriendo en el exceso 16.
Enseñar a alcanzar el punto medio de equilibrio entre el exceso y el defecto
de los placeres corresponde a la educación moral, que busca producir la armonía
del alma. En este sentido es aleccionador ver a un niño sediento que bebe agua:
todavía no conoce la medida y se lanza sobre el vaso o el biberón con el ansia de
quien piensa que su vida depende de ese trago. Les suele ocurrir también que se
sacian de un modo rápido, incluso prematuro, dándose la curiosa experiencia de
tristeza por no haber sabido disfrutar de ese placer con cierto distanciamiento (y
por eso el niño acaba llorando cuando se le acaba el helado y no se ha dado cuen-
ta ni de que se lo ha comido), con esa medida que hace que lo placentero sea más
nuestro, y no sólo la satisfacción de lo corpóreo. En este sentido se puede decir
que una persona educada o moralmente recta, está en condiciones de disfrutar más
de los placeres que aquellos que no saben contenerse y dependen en exceso de las
necesidades que les marca el cuerpo.
También se puede dividir el amor según las personas a quienes se dirige,
según tengan con nosotros una comunidad de origen, natural o biológico, o no. En
el primer caso, se da una cercanía y una familiaridad físicas que hacen crecer
espontáneamente el afecto: padres, hijos, parientes... Éste es un amor a los que tie-
nen que ver con mi origen natural. Podemos llamarlo amor familiar o amor natu-
ral. Cuando no se da esta comunidad de origen, el tipo de amor es diferente: lo lla-
maremos amistad, que puede ser entendida como una relación intensa y continua-
da, o simplemente ocasional. Un tercer tipo es aquella forma de amor entre hom-
bre y mujer que llamaremos eros y forma parte la sexualidad. De ella nace la
comunidad biológica humana llamada familia, que es un amor de amistad trans-
formado, intermedio entre esta última y el amor natural.
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sona amada17. Cuando alguien quiere hacer feliz a alguien lleva a cabo los actos
propios del amor, que se enumeran a continuación:
La inclinación a la propia plenitud nos hace desear y amar aquello que nos
perfecciona. Por eso amar es desear, es decir, buscar con afán lo que no se tiene.
En el hombre hay un deseo de plenitud que nunca parece apagarse. Lo que colma
ese deseo, total o parcialmente, es la felicidad: sólo es feliz quien ya no desea nada
más porque en él se ha cumplido todo deseo, porque tiene todo lo que puede que-
rer y no echa nada en falta. El hombre busca poseer aquello que ama, pues el amor
tiende a la unión 18. Amar es poseer, alcanzar lo amado, hacerse uno con ello.
Poseer lo amado significa gozo, es decir, deleitarse en aquello que se alcanza: «el
gozo lo causa la presencia del bien amado, o también el hecho de que ese bien
amado está en posesión del bien que le corresponde y lo conserva» 19. Amar es
gozar.
Cabe confundir el deseo y la posesión propias de la voluntad con el deseo y
posesión sensibles (tomarse un helado, etc.). Ciertamente, el deseo y el goce sen-
sibles son también formas sensibles de amor, vividas en presente, pero se ve fácil-
mente que los impulsos la vida intelectual buscan formas más altas de goce y
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20. «El amor requiere el conocimiento del bien que se ama», ibíd., I-II, q. 27, a. 2.
21. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1157b 19.
22. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, cit., 436. Sobre el amor en general, cfr. ibíd., 417-552.
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lo, porque ha actuado mal, lo que hace es perdonarle. El amante se hace dueño del
tiempo del amado: lo tienen en sus manos, y por eso puede transformar lo que ya
ha sido. Perdonar consiste en borrar lo inaceptable y ofensivo en la conducta
pasada del otro, y hacer nuevo el amor, como si no hubiera pasado nada: perdo-
nar es «borrar» las limitaciones y defectos del otro, no tenerlas excesivamente en
cuenta, no tomarlas demasiado en serio 23, sino con buen humor, quitarles impor-
tancia diciendo: «¡sé que tú no eres así!». Amar es perdonar. No se concibe que
exista verdadero amor si no se sabe perdonar, porque en ese caso no se quiere
reconocer que el otro, como toda persona, tiene un punto de debilidad y de mal-
dad. Quien no es capaz de perdonar se niega a querer al otro como es, a tomarlo
como tarea, a realizar un proyecto a su lado. Quien no perdona no ama: el amor
redime la fealdad de la vida. El amor hace nuevas las cosas del amado: las ve cada
día como si fuera la primera vez. Amar es renovar el amor. Sólo se ama si siem-
pre se está dispuesto a descubrir lo nuevo, que el otro es un regalo, que el otro es
un don inmerecido. Perdonar y afirmar al otro también se puede llamar ayudar.
En correspondencia, hay que dejarse ayudar, saber aceptar el ofrecimiento. Amar
es ayudar.
Puede ser que el error y la fealdad en el ser amado sea evitable en el futuro:
para esto se necesita tener cuidado del ser amado para que no se estropee, para
que no corra peligro, para que no sufra, para que nada frene su andar hacia la per-
fección. Amar es cuidar, tomar al otro como tarea, saber que lograr «su mejor tú»
es el único modo en que el amante puede tener una vida que merezca la pena.
Quien ama atiende, ruega, vigila, acude en servicio, se olvida de sí pues todo en
él es un volcarse al otro. En especial es necesario cuidar a los débiles, porque ellos
no saben cuidar de sí mismos, ni protegerse del peligro, del engaño. El principal
objeto de cuidado son los niños, los ancianos. Cuidar es amar. Parte del cuidado
es reparar el error, la fealdad o el dolor una vez que se ha producido: esto es curar.
La cura consiste en remediar los defectos del ser amado, aliviar su mal. Amar es
curar el alma y el cuerpo en los seres amados, hacer todo lo posible para que los
defectos desaparezcan de ellos.
Afirmar al otro puede hacerse cuando el amado está ausente. A menudo
parece que se ama más al ausente: a quien está de viaje, al que partió a la muerte,
a quien cambió de ciudad. Por eso, amar es recordar, evocar la presencia del
amado mediante los recuerdos, mediante esa vida en común que se retiene como
los momentos en que vivir ha sido una actividad verdaderamente intensa, bella, y
merecedora de esa alegría que afirma. Una madre siente el dolor más intenso
cuando ha perdido un hijo, el esposo a su mujer, o un noviazgo roto, o una guerra
que destruye vínculos: el amor se convierte entonces en sufrimiento. Sólo quien
ama puede sentir la pérdida: amar es sufrir. El amor es la puerta a lo duro de la
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vida, pues querer a alguien posibilita poder perderle. Aun así, sin ese riesgo, ¿qué
vida merecería la pena? Además, luchar por conservar lo bello, esmerarse en su
cuidado, es dar relieve a lo cotidiano.
El sufrimiento propio del amor, sin embargo, nace del hecho de que com-
partimos los dolores con el amado: «quien ama considera al amigo como a sí
mismo, y hace suyo el mal que él padece» 24, multiplica sus posibilidades de sufri-
miento. Además, porque sabe amar, quien ama tiene «corazón», «entrañas», sabe
ponerse en el dolor del otro y sufrir con él, y tener el deseo de sufrir por él. Los
clásicos llamaban a este sentimiento misericordia, y por él «nos entristecemos y
sufrimos por la miseria ajena en cuanto la consideramos como nuestra» 25. Amar
es compadecer, padecer-con. Si el amado está triste, le damos consuelo y aliento
en el sufrimiento: amar es consolar.
La llegada del amado es siempre alegre, porque se consigue por fin tenerle y
estar con él. Un acto específico del amor es acoger, recibir bien a la persona que
llega, tener hospitalidad con ella, aceptar todo lo que nos quiera ofrecer, aunque
sean también problemas. Es lo que hacen las madres al abrazar a los hijos: los
unen otra vez a sí. Es la imagen arquetípica del volver a casa: hay un abrazo de
bienvenida que siempre espera. Amar es acoger. Quien ama atiende el alto del
camino para divisar la traza del caminante que torna. Quien ama se alegra de ese
volver y prepara una fiesta. Quien ama recoge aquello que la otra persona le da,
lo acepta, porque se trata de algo que el amado guardaba en su intimidad: amar es
aceptar lo que el otro nos da y hacerlo propio. Amar es aceptar el don del otro y
hacerlo nuestro.
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muy distinto según sea fruto de una promesa o de un pacto. En un caso los espo-
sos hacen un compromiso que ellos ya no pueden disolver. En el otro, tienen el
convencimiento de que sólo hay matrimonio mientras haya beneficio mutuo y se
mantenga el acuerdo.
El amor humano tiene vocación de inmortalidad. Quiere ser eterno: que no
pase nunca, que no se olvide. El amor auténtico nunca dice: «te amo sólo hasta
aquí». El amor es entero, y esto significa que prescinde voluntariamente de poner
límites y plazos: es el don íntegro de la persona. Hoy en día, es frecuente una ver-
sión «débil» y «pactista» del amor, que consiste en renunciar a que no se pueda
interrumpir. Este modo de vivirlo se traduce en el abandono de las promesas:
nadie quiere comprometer su elección futura, porque se entiende el amor como
convenio, y se espera que dé siempre beneficios.
En rigor, la elección más intensa es la incondicionada, la que promete «un
amor sin condiciones» ni intereses: ¿eres capaz de amar a alguien en su enferme-
dad, en la fealdad de un rostro deformado por el dolor o la edad?; ¿estás dispues-
to a amar a un fracasado en lo profesional, aunque en sus inicios pareciera anun-
ciar un futuro brillante?; ¿y a alguien que traiciona, o que discute, o que se equi-
voca?, es decir, ¿eres capaz de amar a la persona y no a sus aspectos accidenta-
les? Un amor intenso es capaz de prometer, porque incluye en el amor también el
futuro, y se arriesga a dar. Desde luego, lo que el amor promete es seguir aman-
do. «El amor es la vida de la voluntad que mantiene definitivamente la afirmación
que se hizo en la elección. El amor supone día a día reafirmar la elección, la afir-
mación aceptadora inicial» 27.
Seguir amando cuando el ser amado está ausente significa ser leal, actuar
como si el amado estuviera presente, evitar que le calumnien, hacer oídos sordos
a lo malo que de él digan. Amar es ser leal. No se puede aceptar a alguien como
amigo y al tiempo escuchar con tranquilidad comentarios del tipo «Fulanito es un
canalla»: el amigo, quien ama, sabe perdonar, y no permite habladurías. El aman-
te confía en el amado, le deja actuar como quiera, porque sabe que será fiel. Tener
confianza en alguien es dársela, dejarle hacer lo que quiera, no fiscalizarle, no ser
celoso. Confiar es dar libertad al amado, sabiendo que el uso de ella hará crecer
el amor, en vez de disminuirlo. De nuevo se ve cómo el amor se abre al dolor
(pues el otro, en efecto, puede ser un canalla). De todos modos, es un bien tan
grande que por él merece la pena arriesgarlo todo. La vida sin amor sería serena,
pero también triste, y gris. Sin confianza es imposible convivir. Confiar es estar
seguro de que el otro no me engaña. A ello se opone el recelo, que atribuye al otro
un encubrimiento y una amenaza consiguientes para mí. El recelo destruye el
amor y la amistad, porque impide la presencia de la verdad en las relaciones inter-
personales. Amar es confiar, lo cual exige decir la verdad. El amor no miente.
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El bien futuro puede apetecerse con esperanza. Lo propio del bien esperado
es ser arduo y difícil, pero posible 28. La esperanza se funda en la seguridad de que
alcanzaremos el bien amado, lo «vemos venir» a nosotros. Amar es esperar, y la
esperanza fundada en el amor es la más tenaz, la que aguanta todas las dificulta-
des y sostiene al que espera, aunque parezca imposible seguir esperando.
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manifiesta ese amor. El regalo implica cierta sorpresa: es algo inesperado o des-
conocido. Por eso conlleva ilusión. Un regalo verdadero tiene, además, que ser
algo valioso, exige desprenderse de algo que cueste. Los regalos más sentidos son
aquellos que hemos construido nosotros mismos, con nuestras manos, porque son
fruto de un esfuerzo, o un objeto precioso que ha costado «una fortuna» (es decir,
el fruto de muchas horas de trabajo, de mucho tiempo de nuestra vida: el dinero
es tiempo acumulado; el regalo es expresión de que el tiempo vivido ha sido para
darlo a quien se ama). El valor del regalo (una piedra preciosa, por ejemplo) sim-
boliza y expresa el valor de la persona amada y el amor de quien regala: no tiene
sentido regalar un saco de cemento. Amar es regalar.
Otro modo de manifestar el amor es honrar a la persona amada. Honrar es
estimar, mostrar un reconocimiento que hace más digno al otro: «ser amado es ser
honrado» 32. Hay tantos modos de honrar que no podemos enumerarlos todos:
agradecer, mostrar públicamente el mérito, devolver lo recibido, sentirse deudor,
premiar, dar testimonio de la excelencia de alguien, decir que la persona amada es
valiosa, etc. Un modo especial de honrar es dar honor, honrar públicamente,
delante de todos. Los honores buscan que el amado tenga buena fama, y sea con-
siderado justo, bueno y bello: es un reconocimiento público de los méritos y la
excelencia de alguien: «el honor se tributa a una persona como testimonio del bien
que hay en ella» 33.
Si amar es querer el bien para el otro, ese querer se refuerza cuando el otro
desea el bien para mí y el amor se hace mutuo: entonces querer el bien para el otro
es querer también mi propio bien, porque es lo que el otro quiere. Así como res-
petarse mutuamente es la única manera de no instrumentalizar a los demás, el
amor culmina cuando se hace recíproco, porque entonces sus actos se refuerzan:
si me siento amado, amaré más, porque el otro quiere mi bien. Amar es, entonces,
corresponder al amor, devolverlo.
Hay muchos modos de corresponder al don recibido del amor. Suelen brotar
de uno de los sentimientos más puros y desinteresados que existen: la gratitud.
Mediante ella el hombre se convierte a sí mismo en deudor de aquel de quien se
recibe el don: es una intensificación de la justicia 34, porque busca afirmar al otro
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ción interpersonal virtuosa. Para el cristianismo, la justicia, como verdadera virtud, es caridad, es decir,
relación interpersonal amorosa: cfr. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, II-II, q. 25, a. 1.35. Cfr. R.
SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, cit., 271, 165-182.
35. Cfr. R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, cit., 271, 165-182.
36. ARISTÓTELES, Rethorica, 1364b 25.
37. TOMÁS DE AQUINO, In X Ethic., lect. IX.
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