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Hasta que la muerte nos separe

Ezra era un joven que vivía anticipándose a las pérdidas. Se había pasado la mitad de su infancia
deseando que ese período no terminara, y el resto de su vida, añorando esos instantes de belleza y
libertad. Su hermano Amos era absolutamente diferente, lo único que le importaba era el presente y
vivía cada instante como si fuera el último.

Entre Amos y Ezra había una extrema conexión; tal es así que cuando eran pequeños solían incluso
enfermar juntos. El primero en indisponerse siempre era Ezra y a los pocos días su hermano
aparecía a con los exactos síntomas y era diagnosticado y tratado de la misma manera que él. Amos
culpaba a Ezra por enfermarse y pasarle su mal; sin embargo, no había días que disfrutara más que
aquéllos que transcurría encerrado junto a su hermano.

El tiempo pasó y las circunstancias provocaron que entre los hermanos se abriera un abismo. La
muerte de los padres fue un detonante importante de aquella separación ya que a Ezra le costó
mucho aceptarla y cada vez que se veían se echaba a llorar desconsoladamente como cuando era
niño. Amos decidió que no podía seguir viéndolo porque tarde o temprano conseguiría que también
él cayera en ese pozo oscuro del que Ezra no mostraba indicios de querer salir. Además, Amos
pensó que si dejaba de ver a su hermano evitaría morir de joven, cosa a la que le tenía muchísimo
miedo. Estaba convencido de que por la forma de ser de Ezra pronto enfermaría de algo grave y si él
lo sabía, posiblemente desarrollaría la misma dolencia. Y si de algo estaba seguro era de no querer
morir.

Amos no estaba tan equivocado; Ezra enfermó gravemente a los treinta años y debió someterse a
dos largos años de tratamiento y sufrimiento, en la más absoluta soledad. Al regresar a su casa, el
mismo día en el que le habían dado el alta, encontró un mensaje en el contestador de su teléfono: su
hermano, Amos acababa de fallecer de la misma enfermedad que él había vencido.

El medallón embrujado Verónica


Atay Márquez

Érase una vez un pueblo muy lejano, allá por la Edad Media. Una chica llamada Penélope vivía
en ese pueblo. Se bañaba en una laguna, no muy apartada de allí. Estaba sola, disfrutando del
baño, hasta que empieza a notar que el agua se estaba aclarando y siendo cada vez más calma,
como si hubiera algo extraño, y a la vez muy bueno. Los animales se acercaban a mirar
fijamente una parte de la laguna, la más profunda. Penélope se pregunta: –¿Qué está
pasando? Se decía: –Es la parte más profunda y peligrosa. La curiosidad le ganó, se aproximó
poco a poco, hasta que vio algo muy brilloso e hipnotizador. Se sumergió y pudo ver qué había
allí: un medallón muy extraño. Lo tomó, salió rápidamente del agua, se vistió y volvió al
pueblo. Llegó corriendo a la casa de Leonardo, su mejor amigo. –Leo, Leo, ven a ver lo que he
encontrado. Leo rápidamente salió de su casa. –¿Qué pasa? ¿Qué es? –Es un medallón, lo
encontré en la laguna, mientras me bañaba es muy extraño, me siento atraída por él. –Lo
único que te puedo decir es que vayas a la casa de Daniel, él sabe mucho de estas cosas. –Está
bien, ¿me acompañas? Se fueron de prisa y le preguntaron a Daniel: ¿Qué nos puedes decir de
esto? –Es un medallón muy extraño, voy a ver si encuentro algunas escrituras que hable de
estas cosas. –Bueno, pero pronto–, dijo Penélope. Daniel salió corriendo y entre tantas cosas
descubrió algo, y gritó: –¡Vengan, miren esto!
Leonardo y Penélope fueron con miedo y curiosidad, pensaron que podía ser de alguna bruja o
estar embrujado. Daniel dijo: –¡Es el medallón de un sabio brujo! Los chicos se asustaron.
Daniel siguió: –De un brujo bueno, Hamlet. Lo utilizaba para que las personas lo quisieran,
porque era feo y viejo. Anacleta, hermana de Hamlet, embrujó el medallón para que produjera
el efecto contrario. El medallón tiene adentro el alma de Anacleta. Penélope había tenido
dudas de dejarlo en el lugar o quedárselo a escondidas de todos. Como Leo era su mejor amigo
le contó. Leo le dijo: –Lo que quieres hacer está mal, seguro que la bruja te está hipnotizando,
ni parpadeas y tienes los ojos rojos, mejor lo cuido yo. Penélope, desprendiéndose del
medallón que tanto le gustaba, le contestó. –Está bien, toma. Ambos se fueron por el camino
más corto a la laguna. Al llegar, Leo tuvo una gran idea, tirarlo juntos, cada uno con una mano,
lo tiraron inmediatamente, el viento sopló muy fuerte por unos segundos. Leo y Penélope se
asustaron y se fueron corriendo. Nunca más volvieron a saber del “Medallón Embrujado”.

SEGUNDO PREMIO Categoría de 13 a 17 Años

Una tarde de verano distinta


Joan Sosa

Una mañana de verano muy calurosa, me desperté como a las diez. Me levanté, me duché y
desayuné un vaso de leche bien fría. A la tarde salí caminando por la ciudad rumbo a la playa y
al pasar por la casa de mi amigo “el Enano” me dijo: –¿Vas para la playa? Yo le contesté que sí
y lo invité para que me acompañara. Él me preguntó si podía ir Josefina, su hija. ¡Sí, claro!, le
dije yo. Marchamos los tres a la playa, él llevaba a Josefina sobre sus hombros, y yo llevaba la
ballena inflable y una mochila de color negro. Llegamos a la playa, había mucha gente. Tiré
todo y salí corriendo para tirarme al agua. Nadando y nadando… me pasé de la boya. Me di
cuenta porque sentí el pitazo del marinero. Cuando me volvía sentí un fuerte dolor en la
pierna, era un calambre, no podía nadar, me puse nervioso… menos mal que me estaban
mirando los marineros. Uno de ellos rápidamente se tiró al agua a salvarme, mientras el otro
llamaba a la Prefectura para que mandaran una ambulancia. Ya en la orilla empecé a
reaccionar, me subieron a la ambulancia y me llevaron al Hospital. Me atendieron, pero yo ya
estaba bien. Volví a la playa porque mi amigo estaba ahí todavía. Yo le pedí disculpas por el
mal momento pasado. Él me dijo: –No pasa nada, pero tenés que tener cuidado, para eso está
la boya, hay un límite que respetar, el agua es peligrosa. Yo me di cuenta que tenía toda la
razón. Me preguntó: –¿Tomamos unos mates? Y así terminamos la tarde, tomando mate los
tres juntos y comiendo tortas fritas. TERCER PREMIO Categoría de 13 a 17 Años
Una familia muy especial
Susana Maribi Menchaca Curbelo

Había una vez, una adolescente de 18 años, llamada Sara. Sara vivía con sus cuatro hermanos:
Luis, de 12, Luciana de 13, María de 14 y Raquel de 15, Luna su madre, su padre Juan, de 49 y
51 años. A Luna le diagnostican una enfermedad y poco tiempo de vida. Ella no quería
operarse. Quería salvarse para criar a sus hijos y pensó que lo mejor era no operarse. Murió al
poco tiempo. Sara y su padre se hicieron cargo de Luciana, María y Raquel. No tenían muy
buena relación entre ellos. El mal carácter de ellos se debía al golpe muy fuerte por la muerte
de Luna. En realidad, estaban tan tristes y enojados por haber perdido a su madre y no sabían
cómo decirlo. Un día fueron a una kermesse de la escuela, había música, juegos y muchos
premios. Todos los niños se divertían, menos Sara y sus hermanos. Ellos sólo jugaban a pelear
y pegarse. Una compañera de clase los observó, muy preocupada le contó a su mamá, que
trabajaba en la Policlínica. Al otro día, la mamá los invitó a tomar la merienda en su casa.
Entonces, les dijo que los quería ayudar. Los niños aceptaron la ayuda y el cariño que la señora
les ofreció. Comenzaron a ir a la Policlínica a conversar con la psicóloga que se llamaba Aída y a
veces también iba su papá. Aída no sólo los ayudó a sentirse mejor, sino que les dio mucho
amor. Con ella aprendieron que nadie tiene la culpa de la muerte de su mamá, que la muerte
nos ocurre a todos en algún momento. Por la ayuda y el cariño, mejoró muchísimo su carácter
y el de sus hermanos. Hasta su padre ahora era más cariñoso y jugaba con ellos. Todos
tuvieron que hacer su vida y seguir adelante estudiando y trabajando. Esta familia la remó y no
se ahogó. Todos juntos pueden salir de las dificultades y con amor son más fáciles las cosas.
MENCIÓN Categoría de 13 a 17 Años

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