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Comprensión Lectora II
Taller # 1 Descripción
1. PABLO NERUDA
Por mi parte soy o creo ser duro de nariz, afortunado de nubarrones, investigador de
mínimo de ojos, escaso de pelos en la cabeza, mercados,
creciente de abdomen, largo de piernas, oscuro en las bibliotecas, melancólico en las
ancho de suelas, amarillo de tez, cordilleras,
generoso de amores, imposible de cálculos, incansable en los bosques, lentísimo de
confuso de palabras, tierno de manos, contestaciones,
lento de andar, inoxidable de corazón, ocurrente años después, vulgar durante todo el
aficionado a las estrellas, mareas, maremotos, año,
admirador de escarabajos, caminante de resplandeciente con mi cuaderno, monumental
arenas, de apetito,
torpe de instituciones, chileno a perpetuidad, tigre para dormir, sosegado en la alegría,
amigo de mis amigos, mudo de enemigos, inspector del cielo nocturno, trabajador
entrometido entre pájaros, maleducado en invisible,
casa, desordenado, persistente, valiente por
tímido en los salones, arrepentido sin objeto, necesidad,
horrendo administrador, navegante de boca cobarde sin pecado, soñoliento de vocación,
y yerbatero de la tinta, discreto entre los amable de mujeres, activo por padecimiento,
animales, poeta por maldición y tonto de capirote.
"Borges y yo”
Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y
me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta
cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de
profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas,
la tipografía del siglo XVIII las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson;
el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en
atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo
vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura
me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero
esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni
siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado
a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mi podrá sobrevivir en el otro.
Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de
falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en
su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar
en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros
que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo
traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo
y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras
cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.
3. RACILIANO RAMOS
4. PEDRO ALMODÓVAR
"Hace mucho tiempo que me hago autorretratos, son solo para mí, para ver el paso
del tiempo, para hablarme a mí mismo de la soledad. Sí, aunque suene así de cursi.
El caso es que en todos los hoteles a los que voy me hago una fotografía frente al
espejo. Es un ritual de película de arte y ensayo, lo sé, pero me gusta hacerlo. es
curioso que en el cine huya del naturalismo y, en cambio, me interesé tanto en la
fotografía".
5. NICANOR PARRA
Soy un hombre leyendo. Desde los ochos años, bajo cualquier circunstancia, en
todo lugar. Me veo leyendo novelas de aventuras de la colección Robin Hood –tapa
de cartón amarillo e ilustración acorde-, escondiéndome bajo las sabanas con una
linterna y un libro abierto, después de que mis padres me pidieran que apagara la
luz. Leo en una plaza, en un cuarto de hotel, en un tren, en un ómnibus, en un
aeropuerto, en un barco, en una biblioteca. De pie, sentado, tumbado. A las seis de
la mañana en un bar. Al mediodía en la terraza de un restaurante, a la noche a la
luz de una vela. Mientras trabajo como vendedor en una tienda de camas y
colchones. En un estadio de fútbol. En un automóvil. En la favela A Rocinha y en el
Hotel Radisson de México D. F. ¿En qué ciudades he leído en los últimos doce
meses? Buenos Aires, La Plata, París, Rennes, Saint-Jacques, Lyon, Marsella, Aix-
en-Provence, Le Horps, Perpiñán, Boston, Nueva York, Lille, Villeneuve d’Ascq. He
leído comiendo, cuidando a mis hijos, en el baño, en la computadora, tomando mate
o café, cayendo en el sueño. He leído dormido. He leído soñando. También triste,
preocupado, hastiado, y feliz, dicharachero, concentrado, de mal humor y muy
cansado. En una época hacía jogging con un walkman, pero en lugar de música
ponía cassettes de actores leyendo Agatha Christie, Marguerite Yourcenar, Colette.
Leo el modo de empleo del papel higiénico en el baño, recetas de cocina, guías
para el usuario, instrucciones para subir una escalera. Leo lo que tengo a mano, a
vista de ojo. Aprendo malas palabras en baños públicos de Río de Janeiro, Berlín,
Barcelona o Ámsterdam. Me compro libros en lenguas que no entiendo. Colecciono
traducciones del Martín Fierro. Me peleo con amigos entrañables porque no nos
gustan los mismos autores. Me desespero porque mis hijos no leen. Escribo
resúmenes de novelas en la escuela primaria y les resumo las obras completas de
Borges a mis estudiantes. Si veo que un colega ha dejado un libro dado vuelta en
un escritorio, en medio de una reunión, no puedo evitar el darle vuelta para leer el
título. Visito ciudades maravillosas y siempre me encierro por lo menos una vez en
una librería. Recorro estantes de majestuosas y de polvorientas bibliotecas públicas
de barrio y de bibliotecas de, cuando visito a un amigo examino los libros alineados
en salones, pasillos, cuartos de baño. Hurgo en revisteros. Duermo en casa de
amigos, donde jamás abriría un cajón o el botiquín de primeros auxilios, pero me
resulta imposible resistir a la tentación de estudiar los lomos de los libros, de hojear
páginas de lenguas incomprensibles. Estoy escribiendo estas líneas y suena el
teléfono a las 8h 05 para pedirme precisiones sobre mi dirección porque me llega
un paquete de libros de México con mi última novela. Encuentro en librerías de viejo
joyas de bibliófilo que dormían a la espera de que alguien las descubriera. Hago
estadísticas mentales sobre el porcentaje de lectores rumbo al trabajo matinal en el
metro de París, en el subte de Buenos Aires, en el metro de Madrid. Durante años
me creí un bicho medio raro, un fenómeno extraño, pero con el tiempo me di cuenta
de que los lectores formamos parte de una sociedad secreta, de la que no se conoce
el número exacto de miembros ni el grado de compromiso, cuyos miembros ignoran
su mutua existencia –cuidado: tu vecino, tu futura novia, tu hijo y hasta tu peor
enemigo pueden integrarla-, pero que están repartidos en los mil rincones del vasto
mundo. Los libros me han hecho descubrir la magia de las palabras, la furiosa
ternura de la imaginación y, sobre todo, me han enseñado a amar la vida, la
verdadera.
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