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Carvalho y la cocina

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Más cosas sobre Carvalho:

1) "Un cronista escéptico".


2) Biografía.
3) Su familia.
4) Los viajes.
5) Los restaurantes.

Quim Aranda

Epílogo conmemorativo del 25º aniversario de Carvalho,


En El balneario, edición de enero de 1997, Planeta.

El prólogo escrito por Manuel Vázquez


Montalbán en el libro Las recetas de
Carvalho —compendio fundamental
sobre el saber y el sabor gastronómico
del detective aparecido en setiembre de
1989— condensa muchas de las
respuestas posibles a las preguntas que
pudiera suscitar la desmedida afición
culinaria de su criatura. Una afición tan
personal, tan intransferible, que es
capaz de convocarle al santuario de su
cocina en Vallvidrera incluso de La cocina de Carvalho. (Foto Hado Lyria).
madrugada, y que sólo espíritus
igualmente hedonistas y connaiseurs,
espíritus no acomplejados por los conjurados de la nueva dietética, como el de su amigo
Enric Fuster, pueden valorar en su justa y sorprendente medida.
Aunque también sabe el gestor y abogado que Carvalho cocina como terapia, como
bien se lo recuerda un día, cansado quizá de sentirse utilizado como oyente más bien
silencioso de las reflexiones del detective y también como muro de infinitas
lamentaciones: «Cada vez que me invitas a cenar, en realidad te estás desafiando a
cocinar, y cuando tú cocinas es que estás neurótico, obsesionado por algo que no
digieres bien» (El laberinto griego).
Fuster habla poco, es discreto, muy discreto, sólo se deja llevar por los arrebatos
alcohólicos, pero cuando emite un juicio, acierta. Sin duda.

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Como ya se ha dicho, no únicamente es Fuster el que se pronuncia sobre las aficiones
gastronómicas de Carvalho. El privilegiado Montalbán, arte y parte del juego literario,
también aporta su explicación al fenómeno carvalhiano. En el mencionado prólogo a Las
recetas de Carvalho, el escritor apunta algunas ideas fundamentales —y olvida o
menosprecia demasiado displicentemente otras— sobre el papel que desempeña el
saber y los sabores culinarios en la serie.
Con su habitual autosuficiencia en relación con el desvalido Carvalho, Vázquez
Montalbán escribe: «Yo suelo dar una respuesta inteligente, de la que me responsabilizo,
pero Carvalho jamás ha dicho nada relevante al respecto. Yo suelo plantear la cocina
como metáfora de la cultura. Comer significa matar y engullir a un ser que ha estado
vivo, sea animal o planta. Si devoramos directamente al animal muerto o a la lechuga
arrancada, se dice que somos unos salvajes. Ahora bien, si marinamos a la bestia para
cocinarla posteriormente con la ayuda de hierbas aromáticas de Provenza y un vaso de
vino rancio, entonces hemos realizado una exquisita operación cultural, igualmente
fundamentada en la brutalidad y la muerte. Cocinar es una metáfora de la cultura y su
contenido hipócrita, y en la Serie Carvalho forma parte del tríptico de reflexiones sobre el
papel de la cultura. Las otras dos serían esa quema de libros a la que Carvalho es tan
aficionado y la misma concepción de la novela como vehículo de conocimiento de la
realidad, desde el mestizaje de cultura y subcultura que encarna la Serie Carvalho.»
Tal declaración de principios no necesita muchas más apoyaturas. Pueden
enumerarse, si conviene, algunas sentencias relativas a la cocina que van salpimentando
la serie —valga la pedantería, ya metidos en estas harinas—, y que encontrarían su
quintaesencia en la siguiente fórmula: «El gastronómico es el único saber inocente, la
única forma de cultura que merece la pena respetar», dice el detective, razón que le lleva
a deificar el arte de los fogones.
Nada que objetar ante tales aseveraciones, por supuesto. Pero en el mismo prólogo,
Montalbán se olvida de mencionar una clave externa a la serie que él mismo ha repetido
en numerosas ocasiones a lo largo de las muchísimas entrevistas en las que la pregunta
sobre la cocina en Carvalho ha sido inevitable: el elemento gastronómico como
provocación y reacción a unas claves aparentemente rígidas en la novela negra.
Lo decía en una amplia entrevista que publicó en mayo de 1990 la revista francesa
Magazine Littéraire. Hablaba Montalbán sobre la transgresión del género por la que
apuesta en la Serie Carvalho y también sobre su resistencia a dejarse maniatar por las
claves estereotipadas del propio género: «Cuando hago una novela negra, insisto, utilizo
los elementos del género, pero no quiero que el género ejerza una presión sobre mí —
explicaba—. He aquí una de las cosas —continuaba— que más molesta a aquellos que
no comprenden el juego de romper la novela. El lector lee una novela y, de pronto, ésta
se interrumpe. El héroe le da una receta de cocina. Hay cinco siglos de convención
novelesca; hace falta la manera de encontrar cómo asumir bien todo ese patrimonio. Se
puede hacer como Robbe-Grillet describiendo una habitación desde el punto de vista de
las partículas de polvo que hay. Yo tengo mi método para romper con la tradición. Es el
de dar una receta de cocina. El lector se pregunta: ¿qué pasa aquí? Lo que pasa se llama
feedback. Soy el único novelista que habla de cocina con sus lectores [La fecha en que se
publicó la entrevista es muy anterior a la aparición del libro En deuda con el placer, del

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británico John Lanchester. (N. del a.)]. En una presentación de libros, en una
convocatoria de firmas, siempre me veo rodeado de lectores que me dicen «yo he hecho
esa o esta receta, funciona, no funciona». Cuando no ha funcionado, yo les pregunto si
han seguido los pasos adecuados. O bien ellos sugieren modificaciones. Es un
intercambio útil.»
En otra entrevista hecha por el profesor de la Universidad de Grenoble George Tyras
—uno de los más destacados especialistas en la obra de Vázquez Montalbán—,
aparecida en la revista Les Cahiers de le Pensée Sauvage, en 1984, el escritor daba más
pistas sobre el asunto. «Yo utilizo también la autoridad moral que me confiere el hecho
que todo el mundo sabe de mi militancia en el PSUC, que estuve en prisión, etcétera,
para criticar eso que yo llamo la beatería estúpida de la izquierda. Por ejemplo, la
negación del derecho al individualismo en el terreno privado, el rechazo a los pequeños
placeres. Antes de la gran explosión de libertad, la austeridad y el falso puritanismo de la
izquierda en este país fueron siniestros porque estuvieron avalados por la dureza de la
lucha contra el franquismo. Bien, la reivindicación de la gastronomía, la reivindicación de
la sexualidad, son elementos lúdicos de provocación. Consiste en decir: «Entonces,
señores, dense cuenta de que estas cosas aquí no hacen daño a nadie, que no hay una
relación de causa-efecto entre hacer o no la Revolución y beber un vino malo o uno
bueno.»
Total, que Carvalho y su creador no pretendían tanto educar el paladar de sus lectores
como, simplemente, provocarlos, hacer reflexionar a los puritanos del estalinismo. En
definitiva, y extremando el asunto hasta lo grotesco, cada autor intenta educar a sus
lectores instalado en la verdad, ni demostrable ni confesada nunca por ninguno de ellos,
de que sus lectores son la sociedad entera o que los que no son lectores suyos no
cuentan. Gran ejercicio de modestia, que en el caso de Montalbán es ironía que se
permite desde irrenunciables actitudes éticas y estéticas, una más de la serie, prueba de
que la ironía es una forma útil, muy útil, de conocimiento de la realidad, y a menudo más
divertida que muchas de las otras formas conocidas: «Antes que nada, se trata de
afirmar que los placeres de la vida no entran en contradicción con un compromiso
político de izquierda», confesaba Montalbán a Tyras.
La cocina es también, como apunta Enric Fuster, una de las manifestaciones
neuróticas de Carvalho, una manera de ver y acercarse al mundo, una característica
fundamental de su personalidad, el violín o la jeringa de Holmes. La cocina, la manera de
comer o no comer, en definitiva, dice mucho de Carvalho, dice mucho a Carvalho sobre
los personajes que le rodean, sobre los que le frecuentan, a los que se enfrenta. Cocina
como forma de conocimiento. Dime qué y cómo comes, y te diré quién eres.
Al observar en detalle la relación entre Biscuter y Carvalho, por ejemplo, el aprecio que
siente el segundo por el primero —propio de ese entrometido Pigmalión que Carvalho
no puede sacarse de encima por más que lo pretenda—, puede cuantificarse a medida
que el detective le va regalando elogios al ayudante sobre sus saberes culinarios.
En el caso de Fuster, el asunto es diferente. Se trata de mantener la equidad, ya que
gestor y detective son iguales, parten de una teoría de la vida en cierto modo similar —
hedonista—, y su asunción irrenunciable del hecho gastronómico está definido por su
sólida formación cultural previa, circunstancia no concurrente en Biscuter, que aprende

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mayormente en la dura experiencia del fogón del despacho, que más parece una sala de
máquinas de un paquebote de comienzos del siglo XIX que una cocina como Dios
manda. Quizá por ello Montalbán nunca ha hecho grandes descripciones del lugar, sin
duda por vergüenza de las condiciones en que progresa Biscuter, quien no asciende a los
saberes y sabores mayores hasta que está suficientemente moldeado por la dura
práctica. Entonces, sólo entonces, Biscuter va a París a un curso en una escuela de sopas,
la de mister Everglace (Sabotaje olímpico), aunque ya mucho antes (La Rosa de Alejandría,
año de la acción, 1984) se permite teorizar con Antonio Ferrer, el chef de La Odisea, y
llenarse la boca de palabras vacías hasta casi acabar con la paciencia de Carvalho.
Hay más todavía. Como se ha indicado, Vázquez Montalbán reivindica su derecho —
que nadie se lo niega— a interrumpir la acción de sus novelas con el original método de
incluir recetas de cocina. Lo dice como quien insinúa que sus novelas son filmes
musicales que interrumpe caprichosamente con canciones o numeritos de baile, en este
caso cantos gastronómicos: se dora, se reboza, se rehoga, se fríe, se come y...
Pero como sabe todo buen espectador —no hace falta ser cinéfilo—, en un musical los
números de baile, los cantos a la luz de la farola o bajo la lluvia, los susurros al oído de la
muchacha anhelada y los monólogos con tono de lamento y decorado para solitarios
nunca son ni ganas de aumentar el metraje para que la película dure un poquito más, ni
recursos para justificar la presencia del Busby Berkeley de turno, primo del productor, ni
para que el libreto del guión tenga unas cuantas páginas más porque se paga a peso. No.
Los buenos musicales —repasen una hipotética lista mental y lo comprobarán—
incluyen números que los definen como tales porque hacen avanzar la acción de manera
decisiva, porque introducen elementos explicativos sobre los personajes acordes y
coherentes con la trama argumental desarrollada hasta ese momento. Un ejemplo de
esta afirmación es la cena entre Fuster y Carvalho en El laberinto griego, en la que el
gestor aparece como ese confidente mayéutico de espíritu abierto, siempre más abierto
después de un menú inabarcable para seres de estómago convencional.
Otro ejemplo, definitivo, lo constituye la cena que mantienen Sergio Beser, Enric
Fuster y Pepe Carvalho en Los mares del Sur. La escena, que por sí sola merecería un
extenso artículo de análisis imposible de encajar en el presente texto, constituye además
el núcleo de la novela. Así como la poesía de Montalbán es la síntesis esencial de toda su
extensísima obra, esta cena es una síntesis de todo Carvalho; es Pepe Carvalho en
estado químicamente puro, en plena forma: quemalibros, gastrónomo, borracho,
gamberro, con amigos también gamberros y muy cultos que se burlan de la cultura en
ese afán desacralizador; Carvalho provocador, con pasado intelectual pero sin proyecto
futuro intelectual; escena llena de citas y referencias literarias —Pavese, Eliot, Lorca,
Alberti— y en la que uno de los temas más identificativos de Carvalho —la huida
imposible a un Sur inexistente— está más presente que nunca.
¿Qué más puede pedirse? Sin duda, compartir la paella que se zampan los tres amigos,
anhelo hoy por hoy imposible hasta que las reediciones de Carvalho no incorporen,
además de epílogos más o menos interpretativos, más o menos acertados, platos
precocinados garantizados por el detective o, en su defecto, por Biscuter o Fuster.
Aunque no parece probable que La soledad del manager se pueda vender en un futuro
próximo con un salmis de pato incorporado, de pato joven, patito de toda garantía, por

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hacer referencia a otra de las cenas memorables de la serie que protagonizan Fuster y
Carvalho (1977), cuando ambos todavía eran jóvenes como el pato y no estaban
perdidos y rodeados por los hacedores del gusto con sabor a nada sin sal.
Sin duda, no todos los encuentros en la casa de Carvalho —o en la del gestor— tienen
tanta enjundia como los referidos. Los hay más ligeros, más suaves, incluso más
hipócritas. Y a cada situación, un plato; y a cada estado de ánimo del detective, un plato,
relación que debería llegar a establecerse desde parámetros mucho más connaiseurs de
la materia culinaria que los de quien firma este trabajo.
Para pasar de puntillas pero seguro sobre el asunto, basten unas palabras del propio
Vázquez Montalbán extraidas otra vez del prólogo al mencionado libro de recetas. En
ellas, el autor se pronuncia con lucidez y claridad sobre los gustos y el paladar de su
detective: «Carvalho es gastronómicamente ecléctico. He aquí su única connotación
posmoderna. La base de sus gustos la forma una materia esencial: el paladar de la
memoria, la patria sensorial de la infancia. Por eso sus gustos fundamentales proceden
de la cocina popular, pobre e imaginativa de España, la cocina de su abuela, doña
Francisca Pérez Larios, a la que dedica el nombre de un bocadillo notable, recogido en
este recetario. Nuestro hombre integra cocina catalana, cocina de autor de distintos
restauradores de España y de diferentes extranjerías gastronómicas. Pero una cosa es lo
que Carvalho come y otra lo que guisa. Por ejemplo, jamás se le ha visto cocinar un
oreiller á la Belle Aurore, como sí lo hace Sánchez Bolín en Asesinato en Prado del Rey,
aunque de vez en cuando se sumerja en la elaboración de algún plato complicado como
el salmis de pato. Carvalho cocina por un impulso neurótico, cuando está deprimido o
crispado, y casi siempre busca compañía cómplice para comer lo que ha guisado, para
evitar el onanismo de la simple alimentación y conseguir el ejercicio de la comunicación
(...) Sobre el discutible gusto de Carvalho —que sea discutible no quiere decir que
carezca de él— dan idea las escasas referencias a postres que hay en sus abundantes
disgresiones gastronómicas. Pocos y simples, para desesperación de los amateurs de
esta cocina rigurosamente inocente. Este bárbaro vicio carvalhiano procede de su
filosofía compulsiva y devoradora. Platos hondos. A él le van los platos hondos, y si bien
entre lo crudo y lo cocido elige lo cocido, entre lo dulce y lo salado se decanta por lo
salado, prueba evidente de primitivismo, que impide homologar el paladar de Carvalho
según los cánones del refinamiento (...) Podríamos llegar a la conclusión de que los
gustos gastronómicos de Carvalho son eclécticos en la selección y sincréticos en la
tecnología, aunque lo más cercano a la realidad sería aceptar estas sabrosas propuestas
como un patrimonio humano, mucho más que como un patrimonio del señor José
Carvalho Tourón.»
Pero en Carvalho nunca nada es inocente y en todos los casos los platos y sus
cocineros están sabiamente escogidos. Para muestra de ese peculiar dime qué cocinas y
cómo comes y te diré quién eres, ahí está el referido Sánchez Bolín con un plato onanista
entre las manos, capaz de cocinarlo pero incapaz de disfrutarlo (Asesinato en Prado del
Rey), circunstancia que dice más de los intelectuales como casta —no sobre Montalbán, a
pesar de que Sánchez Bolín sea su alter ego— que muchas afirmaciones sobre el asunto.
Ironía y cocina. Síntesis de uno más de los métodos de conocimiento carvalhiano.

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Relación de algunas ideas, sentencias y dictámenes carvalhianos
sobre el comer
Comer solo siempre produce bajón. Ante este problema, sólo vale comer mucho y
bien.
Carvalho contenía sus emociones íntimas en parte porque los goces solitarios
siempre le habían parecido intransferibles.
Una excesiva exteriorización de la alegría de comer guarda relación directa con la
propina que has de dar. Un camarero es un fino analista sicológico, y en cuanto
descubre en tus ojos el éxtasis se te acerca, te pide de viva voz que se lo confirmes
y te mira los bolsillos del alma y del cuerpo con una complicidad de compañero de
goce que para él no será orgasmo hasta que le dejes un quince por ciento de la
nota en concepto de propina.
Ningún ser humano indiferente ante la comida es digno de confianza.
Los buenos placeres siempre están en la memoria.
Hay que beber para recordar y comer para olvidar.
Yo nunca como cualquier cosa.
No hay peor sensación de soledad que comer solo en una habitación de hotel.
La soledad del ayunante es la peor de las soledades.
Hasta la calle llegaba el olor a ahumado rancio de las salchichas de Frankfurt
industriales, combinado con el hedor de una mostaza hecha con ácido úrico. El
odio de Carvalho por aquel tipo de establecimientos, a su juicio tan corruptores de
la juventud como la droga o los padres tontos, se traducía en la descripción mental
que interponía entre lo que sus ojos veían y lo que su cerebro sancionaba.
El frankfurt, aquel turbio alimento, sin duda inventado con mentalidad de asesino
lento, pero seguro, de cosmonautas con poco paladar.
El sexo y la gastronomía son las cosas más serias que hay.
No me fío de la gente que habla con el estómago vacío.
La democracia ha aportado algunas ventajas culturales a la Barcelona actual; por
ejemplo, el desarrollo de una cocina muy interesante, muy sincrética, en la que se
mezcla todo lo que se guisa, todo lo que se sabe y todo lo que se recuerda, para
hacer posible una cocina de autor. Bajo el fascismo, en cambio, todo eran paellas y
bocadillos de chorizo.
Madrid sólo ha aportado a la cultura gastronómica del país un cocido, unos callos y
una tortilla. La tortilla del Tío Lucas.

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