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Puntos importantes para el comienzo de la cura analítica son las estipulaciones sobre el tiempo y el dinero:
1- Con relación al tiempo, obedezco al principio de contratar una determinada hora de sesión. A cada paciente le
asigno cierta hora de mi jornada de trabajo disponible; es la suya y permanece destinada a él aunque no la utilice.
He aquí una pregunta desagradable para el médico que el enfermo le dirige al comienzo del mismo “¿Cuánto durará
el tratamiento?”. En verdad, la pregunta por la duración del tratamiento es de respuesta casi imposible. Aun personas
inteligentes olvidan la necesaria proporcionalidad entre tiempo, trabajo y resultado. Es, por otra parte, una entendible
consecuencia de la profunda ignorancia que existe acerca de su etiología. La neurosis es para ellos una suerte de
forastera. Uno no sabe de dónde vino, y por eso espera que un buen día haya de desaparecer.
Pero, para decirlo de manera más directa: el psicoanálisis requiere siempre lapsos más prolongados; más largos de los
que espera el enfermo. Por eso se tiene el deber de revelarle ese estado de cosas antes que él se decida en definitiva
a emprender el tratamiento. Considero se le llame de antemano la atención sobre las dificultades y sacrificios de la
terapia analítica. Es bueno procurar una selección así antes de iniciar el tratamiento.
Yo desapruebo comprometer a los pacientes a que perseveren cierto lapso en el tratamiento; les consiento que
interrumpan la cura cuando quieran, pero no les oculto que una ruptura tras breve trabajo no arrojará ningún
resultado positivo, y es fácil que, como una operación incompleta, los deje en un estado insatisfactorio.
El médico analista es capaz de mucho, pero no puede determinar con exactitud lo que ha de conseguir. EL introduce
un proceso, puede supervisarlo, promoverlo, quitarle obstáculos del camino, y también por cierto, viciarlo en buena
medida. Pero, en líneas generales, ese proceso, una vez iniciado, sigue su propio camino y no admite que se le
prescriban ni su dirección ni la secuencia de los puntos que acometerá.
2- El punto siguiente sobre el que se debe decidir al comienzo de una cura es el dinero, los honorarios del médico. EN
la estima del dinero coparticipan poderosos factores sexuales: el hombre de cultura trata los asuntos de dinero de
idéntica manera que las cosas sexuales.
Por las mismas razones tendrá derecho a negar asistencia gratuita. Un tratamiento gratuito importa para el
psicoanalista mucho más que para cualquier otro: le sustrae una fracción del tiempo de trabajo que dispone para
ganarse la vida. Además es dudoso que la ventaja para el enfermo contrapese en alguna medida el sacrificio del
médico. Muchas resistencias del neurótico se acrecientan enormemente por el tratamiento gratuito. La ausencia de
la regulación que el pago al médico sin duda establece se hace sentir muy penosamente; la relación toda se traslada
fuera del mundo real, y el paciente pierde un buen motivo para aspirar al término de la cura.
Antes de concluir estas puntualizaciones sobre la iniciación del tratamiento diré unas palabras sobre cierto ceremonial
de la situación en que se ejecuta la cura. Mantengo el consejo de hacer que el enfermo se acueste sobre un diván
mientras uno se sienta detrás, de modo que él no lo vea. Esta escenografía tiene un sentido histórico: es el resto del
tratamiento hipnótico a partir del cual se desarrolló el psicoanálisis. Pero por varias razones merece ser conservada.
No quiero que mis gestos ofrezcan al paciente material para sus interpretaciones o lo influyan en sus comunicaciones,
en particular si la pulsión de ver (voyeurismo) desempeña un papel clave en su neurosis. El criterio del diván tiene el
propósito y el resultado de prevenir la inadvertida contaminación de la transferencia con las ocurrencias del paciente.
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Pues bien, una vez reguladas de la manera dicha las condiciones de la cura, se plantea esta pregunta ¿En qué punto y
con qué material se debe comenzar el tratamiento?
No interesa para nada con qué material se empiece con tal que se deje al paciente mismo hacer su relato y escoger el
punto de partida. Se lo familiariza al paciente con la regla fundamental desde el principio: “Usted verá que en el curso
de su relato le acudirán pensamientos diversos que preferiría rechazar con ciertas objeciones críticas. Nunca ceda
usted a esa crítica, dígalo a pesar de ella. Más adelante sabrá y comprenderá usted la razón de este precepto. Diga
pues todo cuanto se le pase por la mente. Por último, no olvide nunca que ha prometido absoluta sinceridad, y nunca
omita algo so pretexto de que por alguna razón le resulta desagradable comunicarlo”.
secas. Es preciso decidirse a separar una transferencia positiva de una negativa, la transferencia de sentimientos
tiernos de los sentimientos hostiles. Y la positiva, a su vez, se descompone en la de sentimientos amistosos o tiernos
que son susceptibles de conciencia, y la de sus prosecuciones en lo icc. De estos últimos, el análisis demuestra que de
manera regular se remontan a fuentes eróticas.
La solución del enigma es que la transferencia sobre el médico sólo resulta apropiada como resistencia dentro de la
cura cuando es una transferencia negativa, o una positiva de mociones eróticas reprimidas. Cuando nosotros
“cancelamos” la transferencia haciéndola consiente, sólo hacemos desasirse de la persona del médico esos dos
componentes del acto de sentimiento; en cuanto al otro componente susceptible de conciencia y no chocante,
subsiste y es en el psicoanálisis el portador del éxito.
Debemos prestar atención a otro aspecto del fenómeno transferencial. Quien haya recogido la impresión correcta
sobre cómo el analizado es expulsado de sus vínculos objetivos con el médico tan pronto cae bajo el imperio de una
vasta resistencia transferencial, luego se arroga la libertad de descuidar la regla fundamental del psicoanálisis, según
la cual uno debe comunicar sin previa crítica todo cuando le venga a la mente, y cómo ahora le resultan indiferentes
unos nexos lógicos y razonamientos que poco antes le habrían hecho la mayor impresión.
En la pesquisa de la libido extraviada de lo conciente, uno ha penetrado en el ámbito de lo icc. Y las reacciones que
uno obtiene hacen salir a la luz muchos caracteres de los procesos icc. Las mociones icc no quieren ser recordadas,
como la cura lo desea, sino que aspiran a reproducirse en consonancia con la atemporalidad. AL igual que en el sueño,
el enfermo atribuye condición presente y realidad objetiva a los resultados del despertar de sus mociones icc. El
médico quiere constreñirlo a insertar esas mociones de sentimiento en la trama del tratamiento y en la de su biografía.
Esta lucha entre médico y paciente se desenvuelve casi exclusivamente en torno de los fenómenos transferenciales.
Es innegable que someter los fenómenos de la transferencia depara al psicoanalista las mayores dificultades, pero no
se debe olvidar que ellos nos brindan el inapreciable servicio de volver actuales y manifiestas las mociones de amor
escondidas y olvidadas de los pacientes.
Tampoco puedo aconsejar un camino intermedio. Consistente en que uno afirme corresponder a los sentimientos
tiernos de la paciente, esquivando los quehaceres corporales de esa ternura, hasta que pueda guiar la relación por
sendas más clamas y elevarla a un estadio superior. A semejante expediente le objeto que el tratamiento psicoanalítico
se edifica sobre la veracidad. Puesto que uno exige del paciente la más rigurosa veracidad, pone en juego su autoridad
íntegra si se deja pillar por el en una falta a la verdad. Opino pues, que no es lícito desmentir la indiferencia que uno
ha adquirido.
La técnica analítica impone al médico el mandamiento de denegar a la paciente menesterosa de amor la satisfacción
apetecida. La cura tiene que ser realizada en abstinencia. Hay que dejar subsistir en el enfermo necesidad y añoranza
como unas fuerzas pulsionantes del trabajo y la alteración, y guardarse de apaciguarlas mediante subrogados.
¿Qué sucedería si el medico obrara de otro modo y, por ej., aprovechara la libertad dada a ambas partes para
corresponder el amor de la paciente y saciar su necesidad de ternura? La paciente alcanzaría su meta, nunca él la suya.
Si su cortejo de amor fuera correspondido, sería un gran triunfo para la paciente y una total derrota para la cura. Ella
habría conseguido aquello a lo cual todos los enfermos aspiran en el análisis: actuar, repetir en la vida algo que sólo
deben recordar, reproducir como material psíquico y conservar en un ámbito psíquico. Es que la relación de amor
pone término a la posibilidad de influir mediante el tratamiento analítico. Una combinación de ambos es una ilusión.
Consentir una apetencia amorosa de la paciente es entonces tan funesto para el análisis como sofocarla. EL camino
del analista es tan diverso, uno para el cual la vida real no ofrece modelos.
Este intento de mantener el amor de transferencia sin satisfacerlo fracasará con una clase de mujeres. Son aquellas
de un apasionamiento elemental que no tolera subrogados, que no quieren tomar lo psíquico por lo material. Con
tales personas se está en frente a una opción: mostrarles correspondencia de amor, o bien cargar con todo la hostilidad
de la mujer desestimada. Y en ninguno de ambos casos puede uno percibir los intereses de la cura. Es preciso retirar
sin obtener el éxito.
A modo de segundo argumento contra el carácter genuino de ese amor, uno asevera que él no conlleva ningún rasgo
nuevo que brote de la situación presente, sino que se compone por entero de repeticiones y calco de reacciones
anteriores, incluso infantiles. Pero ¿No cabe llamar real al enamoramiento que deviene manifiesto en la cura analítica?
¿Y en que se discerniría lo genuino de un amor?
No hay ningún derecho a negar el carácter de amor genuino al enamoramiento que sobreviene dentro del análisis. De
cualquier modo, se singulariza por algunos rasgos que le aseguran una particular posición:
1. Es provocado en la situación analítica
2. Es empujado hacia arriba por la resistencia que gobierna a esta situación
3. Carece de miramiento por la realidad objetiva, es menos prudente, menos cuidadoso de sus consecuencias.
Para el obrar médico, es decisiva a la primera de estas tres propiedades.
Motivos éticos se suman a los técnicos para que el médico se abstenga de consentir el amor. Debe tener una vista su
meta: que esa mujer alcance la libre disposición sobre esa función de importancia inestimable para ella, pero no la
dilapide en la cura, sino que la tenga aprontada para la vida real cuando después del tratamiento esta se lo demande.
No quiero decir que al médico siempre le resulte fácil mantenerse dentro de las fronteras que la ética y la técnica le
prescriben. Sin ninguna duda, el amor sexual es uno de los contenidos principales de la vida. Y, no obstante, para el
analista queda excluido el ceder. Por alto que él tase el amor, tiene que valorar más su oportunidad de elevar a la
paciente sobre un estadio decisivo de su vida. Ella tiene que aprender de él a vencer el principio de placer, a renunciar
a una satisfacción inmediata.
El psicoterapeuta analista debe librar así una lucha triple:
- En su interior, contra los poderes que querrían hacerlo bajar del nivel analítico
- Fuera del análisis, contra los oponentes que le impugnan la significatividad de las fuerzas pulsionales sexuales y le
prohíben servirse de ellas en su técnica científica
- En el análisis, contra sus pacientes, que al comienzo se comportan como los oponentes, pero que luego dejan conocer
la sobrestimación de la vida sexual que los domina, y quieren aprisionar al médico con su apasionamiento.
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El olvido de impresiones, escenas, vivencias, se reduce las más de las veces a un bloqueo de ellas. EL olvido
experimenta otra restricción al apreciarse los recuerdos encubridores, de tan universal presencia.
Los otros grupos de procesos psíquicos (fantasía, procesos de referimiento, mociones de sentimiento, nexos) deben
ser considerados separadamente en su relación con el olvidar y el recordar. Aquí sucede que se recuerde algo que
nunca pudo ser olvidado porque en ningún tiempo se le advirtió, nunca fue consiente.
Par un tipo particular de importantísimas vivencias, sobrevenidas en épocas muy tempranas de la infancia y que en su
tiempo no fueron entendidas, pero han hallado inteligencia e interpretación con efecto retardado, la mayoría de las
veces es imposible despertar un recuerdo. Se llega a tomar noticia de ellas a través de los sueños.
Podemos decir que el analizado no recuerda en general nada de lo olvidado y reprimido, sino que lo actúa. No lo
reproduce como recuerdo, sino como acción; lo repite, sin saber, desde luego, que lo hace.
Lo que más nos interesa es la relación de esta compulsión de repetir con la transferencia y la resistencia. Pronto
advertimos que la transferencia misma es sólo una pieza de repetición y la repetición es la transferencia del pasado
olvidado. Por eso tenemos que estar preparados para que el analizado se entregue a la compulsión de repetir, que le
sustituye ahora al impulso de recordar, no sólo en la relación personal con el médico, sino en todas las otras actividades
y vínculos. Tampoco es difícil discernir la participación de la resistencia. Mientras mayor sea esta, tanto más será
sustituido el recordar por el actuar (repetir).
¿Qué repetir o actúa, en verdad? Repite todo cuanto desde las fuentes de lo reprimido ya se ha abierto paso hasta su
ser manifiesto: sus inhibiciones y actitudes inviables, sus rasgos patológicos de carácter. Y, además, durante el
tratamiento repite todos sus síntomas.
EL hacer repetir en el curso del tratamiento analítico equivale a convocar un fragmento de la vida real, y por eso no
en todos los casos puede ser inofensivo y carente de peligro. De aquí arranca todo el problema del a menos inevitable
empeoramiento durante la cura.
Las acciones del paciente fuera de la transferencia, pueden conllevar pasajeros perjuicios para su vida, o aún ser
escogidas de modo que desvaloricen duramente las perspectivas de salud.
Ahora bien, el principal recurso para domeñar la compulsión de repetición del paciente y transformarla en un motivo
para el recordar, reside en el manejo de la transferencia. De las reacciones de repetición, que se muestran en la
transferencia, los caminos consabidos llevan luego al despertar de los recuerdos que, vencidas las resistencias,
sobrevienen con facilidad. El vencimiento de la resistencia comienza con el acto de ponerla en descubrimiento el
médico (pues el analizante nunca la discierne) y comunicársela a este.
Es preciso dar tiempo al enfermo para enfrascarse en la resistencia, no consabida para él, para reelaborarla, vencerla
prosiguiendo el trabajo en desafío a ella y obedeciendo a la regla analítica fundamental. Sólo en el apogeo de la
resistencia descubre uno, dentro del trabajo en común con el analizado, las mociones pulsionales reprimidas que la
alimentan y de cuya existencia y poder el paciente se convence en virtud de tal vivencia.
animada directamente por el odio; eso fue porque ésta chica había progresado mucho más en la vida, sin ser de mejor
cuna. En lugar de entrar a trabajar en servicio doméstico, se había formado en asuntos de comercio e ingresó en la
fábrica y consiguió un buen puesto. La señora un día estaba conversando con la mucama, y ella no sabe cómo fue que
de pronto dijo: “para mí sería lo más terrible enterarme de que mi buen esposo tiene una relación.” Al día siguiente
fue que recibió la carta denunciante anónima. Extrajo la conclusión de que la carta era obra de su maligna mucama,
pues señalaba como la amada del marido precisamente a esa señorita a quien la sirvienta perseguía con odio. Pero
aunque se percató enseguida de la intriga y en su lugar de residencia había vivido sobrados ejemplos de la poca fe que
merecían tales cobardes denuncias, aconteció que esa carta la hizo derrumbarse al instante. Fue a buscar a su marido
para reprocharle; él rechazo riendo la imputación y llamó al médico de la casa quien puso todo su empeño en calmar
a la desdichada señora. La mucama fue despedida, pero la supuesta rival no. Desde entonces llegó a tranquilizarse al
punto de no dar más crédito al contenido de la carta, pero nunca radicalmente ni por mucho tiempo. Bastaba con que
oyera nombrar a esa señorita o que la encontrara por la calle para que se le desencadenase un nuevo ataque de
desconfianza, dolor y reproches.
¿Qué actitud adopta el psiquiatra frente a un caso clínico así? La declara una contingencia sin interés psicológico, y no
le da más importancia. La acción sintomática parece ser algo indiferente, pero el síntoma se impone como importante.
Va conectado a un intenso sufrimiento subjetivo, y objetivamente amenaza la convivencia de una familia. El único
fundamento que tiene la paciente para creer que su esposo fiel la engaña es la aseveración de la carta anónima. Sufre
como si admitiera la total justificación de esos celos. A ideas inaccesibles a argumentos lógicos y tomados de la
realidad, se ha convenido llamarlas ideas delirantes. La buena señora padece de un delirio de celos.
Existen ideas delirantes del más diverso contenido. El psiquiatra se internará, exclusivamente, en una sola de las
cuestiones que hemos planteado. Investigará en la historia familiar de esta señora y nos aportará esta respuesta: “esta
señora ha desarrollado una idea delirante porque estaba predispuesta a causa de una trasmisión hereditaria.” Digamos
que el psiquiatra tiene que conformarse con el diagnóstico y una prognosis del desarrollo posterior, prognosis insegura
por rica que sea su experiencia.
¿Puede el psicoanálisis desempeñarse mejor? Si. Primero, fue la propia paciente quien provocó esa carta anónima que
sirve de apoyo a su idea delirante cuando le dijo a la mucama que lo peor que le podría pasar seria que su marido
tenga una amante. Sólo entonces concibió la mucama la idea de enviarle la carta anónima. La idea delirante cobra así
una cierta independencia de la carta; ya antes había estado presente como temor - ¿o como deseo? – en la enferma.
En dos sesiones la señora dejó caer algunas observaciones que permitieron una interpretación determinada; y esta
interpretación echa luz sobre la génesis de su delirio de celos. Había dentro de ella un intenso enamoramiento por un
hombre joven, el mismo yerno que la introdujo en la terapia. Un enamoramiento así, que sería algo monstruoso,
imposible, no pudo devenir consciente; no obstante persistió y, en calidad de inconsciente, ejerció una seria presión.
Alguna cosa tenía que acontecer con él, y el alivio inmediato lo ofreció sin duda el mecanismo del desplazamiento,
que toma parte en la génesis de los celos delirantes. Si no sólo ella, una señora mayor, se había enamorado de un
hombre joven, sino también su anciano marido mantenía una relación amorosa con una joven muchacha, entonces su
conciencia moral se descargaba del peso de la infidelidad.
Resumamos. En primer lugar: La idea delirante ha dejado de ser algo disparatado o incomprensible, posee pleno
sentido, tiene sus buenos motivos, pertenece a la trama de una vivencia, rica en afectos. En segundo lugar: Es necesaria
como reacción frente a un proceso anímico inconsciente colegido por otros indicios, y precisamente a esta
dependencia debe su carácter delirante, su resistencia a los ataques basados en la lógica y la realidad. Es a su vez algo
deseado. En tercer lugar: La vivencia que hay tras la contracción de la enfermedad determina unívocamente que habría
de engendrarse una idea de celos delirantes y ninguna otra cosa.
La psiquiatría no aplica los métodos técnicos del psicoanálisis, omite todo otro anudamiento con el contenido de la
idea delirante y, al remitirnos a la herencia, nos proporciona una etiología muy general. En la naturaleza del trabajo
psiquiátrico no hay nada que pudiera rebelarse contra la investigación psicoanalítica. Son los psiquiatras los que se
resistencia al psicoanálisis, no la psiquiatría. Es inconcebible una contradicción entre estas dos modalidades de estudio,
una de las cuales continúa a la otra.
DEL SUJETO AL QUE SE SUPONE SABER, DE LA PRIMERA DIADA Y DEL BIEN - LACAN
Lo que obtiene el analista es algo de inestimable valor: la confianza de un sujeto en tanto que tal. Ahora bien, no se
presenta como un Dios, no es Dios para su paciente. ¿Qué significa entonces esa confianza? ¿En torno a qué gira?
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Para el que se fía de ella y recibe su recompensa, la cuestión puede ser omitida. No puede serlo para el psicoanalista.
La formación del psicoanalista exige que sepa en torno a qué se desenvuelve el movimiento.
Hoy llegaré a la femenología de la transferencia. La transferencia es un fenómeno en el que están incluidos sujeto y
psicoanalista. Es un fenómeno esencial, ligado al deseo como fenómeno nodal del ser humano. Desde que en alguna
parte hay el sujeto supuesto de saber, que hay transferencia.
Ahora bien, no hay duda que ningún psicoanalista puede representar un saber absoluto. Puede decirse que aquel a
quien uno puede dirigirse no podría ser, si hay uno, más que a uno sólo. Este uno sólo fue Freud. EL hecho de que
Freud fuese legítimamente el sujeto del que se suponía podía saber, pone aparte todo lo que fue su relación analítica.
No fue solamente el sujeto supuesto de saber. Sabía, y nos ha dado este saber en términos que podemos llamar
indestructible. La función y el prestigio de Freud están en el horizonte de toda posición del analista.
La cuestión es, en primer lugar, para cada sujeto, donde se ubica para dirigirse al sujeto supuesto de saber. Cada vez
que esta función puede ser encarnada en alguien, que la transferencia desde ese momento está fundada.
El analista mantiene ese lugar, por cuanto es el objeto de la transferencia. La experiencia nos prueba que el sujeto,
cuando entra en el análisis, dista mucho de concederle este lugar. El psicoanálisis nos muestra, sobretodo en la fase
de partida, que lo que más limita la confianza del paciente, su entrega a la regla analítica, es la amenaza de que el
psicoanalista sea engañado por él. ¿Cuántas veces no sucede que sólo muy tarde conozcamos un detalle biográfico
bien enorme?
¿Quién no sabe por experiencia que se puede no querer gozar? ¿Quién no sabe que se puede no querer pensar? Pero
¿qué puede significar no querer desear? Toda la experiencia analítica nos muestra que querer desear y desear es lo
mismos. Desear implica una frase de defensa que lo vuelve idéntico al no querer desear. No querer desear es querer
no desear. El sujeto sabe que no querer desear tiene en sí algo tan irrefutable como esta banda de Moebius que no
tiene reverso, a saber, que al recorrerla se llegará a la cara que se suponía opuesta. En este punto de encuentro es
esperado el analista. En tanto que el analista se le supone saber, también se le supone salir al encuentro del deseo icc.
El eje es el deseo del analista, que aquí designo como una función esencial. Pues es este punto que sólo es articulable
en la relación del deseo con el deseo. El deseo del hombre es el deseo del Otro. Sólo al nivel del deseo del Otro puede
el hombre reconocer su deseo. La experiencia nos muestra que es al ver jugar toda la cadena al nivel del deseo del
Otro que el deseo del sujeto se constituye. En la relación del deseo con el deseo se conserva algo de la alienación, pero
no con los mismos elementos (no con ese S1 y este S2 de la primera pareja de significantes).
La alienación está vinculada de un modo esencial a la función de la pareja de los significantes. Es esencialmente
diferente que haya dos o que haya tres. Si queremos captar dónde está la función del sujeto en esta articulación
significante, debemos operar con dos. Desde el momento que haya tres, el deslizamiento se vuelve circular. Pasado
del segundo al tercero, vuelve al primero, pero no del segundo.
El fort-da se suele presentar como algo gastado. No se cae menos en un burdo error, pues no es la oposición pura y
simple del fort y el da que extrae la fuerza inaugural que su esencia repetitiva explica. En los dos fonemas se encarnan
propiamente los mecanismos de la alienación, que se expresan al nivel del fort.
No hay fort ni da y, por así decirlo, sin Dasein (ser, ser-ahí). Pero precisamente, en contra de lo que intenta captar, no
hay Dasein con el fort. Es decir, no existe la elección. Si el pequeño sujeto puede ejercitarse en este juego del fort-da,
es precisamente porque no se ejercita del todo. Se ejercita con ayuda del objeto a. La función del ejercicio con ese
objeto se refiere a una alienación.
En el texto “Pulsiones y destinos de pulsión”, Freud coloca al amor a la vez al nivel de lo real, al nivel del narcisismo y
al nivel del ppio de placer. Al nivel en que se trata del amor, tenemos un esquema que Freud nos dice que se escalona
en dos tiempos. En primer lugar, un Ich definido con la condición de homeostasis, de conservar las tensiones en un
cierto nivel más bajo. Fuera de eso sólo hay (si es que un afuera) indiferencia. En la zona de indiferencia se diferencia
la que aporta placer o displacer. La cuestión que se plantea entonces, radica en articular la homeostasis y el placer.
La cosa ha sido considerada por Freud en un segundo tiempo. En cuanto al Lust, no es un campo hablado, siempre es
verdaderamente un objeto, un objeto de placer que como tal es mirado y reflejado en el yo. Esta imagen en espejo es
ahí el lust-ich purificado del que habla Freud, o sea lo que, en el ich se satisface del objeto en tanto que lust.
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Unlust es, por el contrario, lo que permanece inasimilable, irreducible al ppio de placer. Es a partir de eso que se
constituirá el no-yo. La fórmula de ello es el no hay bien sin mal, no hay bien sin padecimiento. Todos sabemos que el
hedonismo fracasa, resbala al explicar la mecánica del deseo.
principios de una doctrina del Yo llamado débil, y por medio de un Yo al que le gusta creer que por fuerza cumple ese
proyecto, porque es fuerte (psicología del Yo).
Rostro cerrado y labios cosidos: con esto el analista se adjudica la ayuda de lo que en ese juego se llama el muerto,
pero es para hacer surgir a la pareja del analizado. Tal es el vínculo de abnegación (renuncia de sus propios deseos),
que impone al analista la postura de la partida en el análisis.
Los sentimientos del analista solo tienen un lugar posible en este juego: el del muerto; y que si se lo reanima, el juego
prosigue sin que se sepa quién lo conduce. (*El analista ocupa el lugar del muerto, lugar del objeto a, causa de deseo,
motivador del deseo del paciente).
El analista es aún menos libre en aquello que domina estrategia y táctica: a saber, su política, en la cual haría mejor en
situarse por su carencia de ser que por su ser. Su acción sobre el paciente se le escapa junto con la idea que se hace
de ella, sino vuelve a tomar su punto de partida en aquello por lo cual ella es posible.
Para los psicoanalistas de hoy, esta relación con la realidad cae por su propio peso. Miden sus defecciones en el
paciente sobre el principio autoritario de los educadores de siempre. Se concibe que para apoyar una concepción tan
precaria, hayan sentido la necesidad de introducir en ella un valor estable, un patrón de medida de lo real: el ego.
Si el analista sólo tuviese que vérselas con resistencias lo pensaría dos veces antes de hacer una interpretación. Sólo
que esa interpretación, si él la da, va a ser recibida como proveniente de la persona que la transferencia supone que
es. Posición indiscutible, excepto que es como proveniente del Otro de la transferencia como la palabra del analista
será escuchada aún, y que la salida del sujeto fuera de la transferencia es pospuesta. Es pues gracias a lo que el sujeto
atribuye de ser al analista, como es posible que una interpretación regrese al lugar desde donde puede tener alcance
sobre la distribución de las respuestas.
Parecería que el psicoanalista, tan sólo para ayudar al sujeto, debería estar a salvo de toda patología. Es por eso
justamente por lo que suele imaginarse que el psicoanalista debería ser un hombre feliz. ¿No es además la felicidad lo
que viene a pedirle, y cómo podría darla sino la tuviese un poco?, dice el sentido común. Pero, es perder el tiempo el
buscar la camisa de un hombre feliz.
El analista es el hombre a quien se habla y a quien se habla libremente ¿Qué quiere decir esto? Todo lo que pueda
decirse sobre la asociación de ideas no es más que ropaje psicologista. Los juegos de palabras inducidos están lejos;
por lo demás, nada es menos libre. El sujeto invitado a hablar en el análisis, no muestra en lo que dice una gran libertad.
No es que esté encadenado por el rigor de sus asociaciones, sino que más bien ellas desembocan en una palabra libre,
en una palabra plena que le sería penosa.
El entendimiento no me obliga a comprender. Lo que entiendo no por ello deja de ser un discurso. A lo que oigo no
tengo nada que replicar, si no comprendo nada de ello, o si comprendiendo algo, estoy seguro de equivocarme. Por
eso me callo. Todo el mundo está de acuerdo en que frustro al hablante. Si lo frustro, es que me pide algo. Que le
responda justamente. Pero él sabe bien que no serían más que palabras. Como las que puede obtener de quien quiera.
Ni siquiera es seguro que me agradecería que fuesen buenas palabras, menos aún malas. Esas palabras, no me las
pide. Su demanda es intransitiva, no supone ningún objeto. Por supuesto su petición se despliega en el campo de una
demanda implícita: la de curarlo, revelarlo a sí mismo.
He logrado en suma, lo que en el campo del comercio ordinario quisieran poder realizar tan fácilmente: con oferta, he
creado una demanda.
Por el intermediario de la demanda, todo el pasado se entreabre hasta el fondo del fondo de la primera infancia.
Demandar: el sujeto no ha hecho nunca otra cosa, no ha podido vivir sino por eso, y nosotros tomamos el relevo. Es
por esa vía como puede realizarse la regresión analítica y como en efecto se presenta. Se habla de ella como si el sujeto
se pusiese a hacer niñerías. La regresión no muestra otra cosa que el retorno al presente de significantes usuales en
demandas para las cuales hay prescripción.
Para regresar al punto de partida, esta situación explica la transferencia primaria, y el amor en que a veces se declara.
Pues si el amor es dar lo que no se tiene, es bien cierto que el sujeto puede esperar que se le dé, puesto que el
psicoanalista no tiene otra cosa que darle. Pero incluso esa nada, no se la da, y más vale así: y por eso esa nada se la
pagan para mostrar bien que de otra manera no tendría mucho valor.
Así, el analista es aquel que resiste la demanda, no como suele decirse para frustrar al sujeto, sino para que
reaparezcan los significantes en que su frustración está retenida.
A medida que se desarrolla un análisis, el analista tiene que vérselas sucesivamente con todas las articulaciones de la
demanda del sujeto. Pero además no debe responder ante ella sino de la posición de la transferencia.
El deseo se produce en el más allá de la demanda por el hecho de que al articular la vida del sujeto a sus condiciones,
poda en ellas la necesidad, pero también se ahueca en su más acá, por el hecho de que, demanda incondicional de la
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presencia y de la ausencia, evoca la carencia de ser bajo las tres figuras del nada que constituye al fondo de la demanda
de amor, del odio que viene a negar el ser del otro, y de lo indecible de lo que se ignora con su petición.
La importancia de preservar el lugar del deseo en la dirección de la cura, necesita que se oriente ese lugar con relación
a los efectos de la demanda, únicos que se conciben actualmente en el principio del poder de la cura.
Volvamos a partir una vez más del hecho de que es en primer lugar para el sujeto para quien su palabra es un mensaje,
porque se produce en el lugar del Otro. Que por ello su demanda misma provenga de allá y esté etiquetada como tal,
no significa únicamente que esté sometida al código del Otro. Sino que es desde ese lugar del Otro desde donde está
fechada. El deseo, por más que se transparente en la demanda, no deja de estar más allá.
Sólo de una palabra que levantase la marca que el sujeto recibe de su expresión podría recibirse la absolución que lo
devolvería a su deseo. Pero el deseo no es otra cosa que la imposibilidad de esa palabra, que el responder a la primera
no puede sino redoblar su marca consumando esa escisión que el sujeto sufre por no ser sujeto sino en cuanto que
habla. ($)
La regresión que se pone en primer plano en el análisis no se refiere sino a los significantes (orales, anales, etc.) de la
demanda y no interesa a la pulsión correspondiente sino a través de ellos.
Toda respuesta a la demanda en el análisis reduce en él la transferencia a la sugestión. Hay entre transferencia y
sugestión una relación, y es que la transferencia es también una sugestión, pero una sugestión que no se ejerce sino
a partir de la demanda de amor, que no es demanda de ninguna necesidad. Que esta demanda no se constituya como
tal sino en cuanto que el sujeto es sujeto del significante, es lo que permite hacer de ella mal uso reduciéndola a las
necesidades de donde se ha tomado esos significantes.
¿A dónde va pues, la dirección de la cura? Tal vez baste con interrogar sus medios para definirla con rectitud:
1. Que la palabra tiene en ella todos los poderes, los poderes especiales de la cura
2. Que estamos bien lejos por la regla de dirigir al sujeto hacia la palabra plena, ni hacia el discurso coherente, pero lo
dejamos libre de intentarlo.
3. Que esa libertad es lo que más le cuesta tolerar
4. Que la demanda es propiamente lo que pone entre paréntesis en el análisis, puesto que está excluido que el analista
satisfaga ninguna de ellas
5. Que puesto que no se pone ningún obstáculo a la confesión del deseo, es hacia eso hacia donde el sujeto es dirigido
e incluso canalizado.
6. Que la resistencia a esa confesión, en último análisis, no puede consistir aquí en nada sino en la incompatibilidad
del deseo con la palabra.