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Cría niños sin límites, y te «sacarán

los ojos»
14 marzo, 2018
Este artículo fue redactado y avalado por la psicóloga Andrea Pérez

Andrea Pérez

Licenciada en Psicología por la UPV-EHU en San Sebastián en 2013.


Es acreditada como psicóloga general sanitaria por el Gobierno de
Navarra en 2015. Experta en terapias de tercera generación por la Universidad de
Almería.

Desde el año 2016 ejerce como psicóloga general sanitaria en un centro de


atención a personas con discapacidad intelectual, enfermedad mental y trastornos
de conducta.

«Cría cuervos y te sacarán los ojos», así es como conocemos el refrán


popular que viene a decir que a veces las obras bienintencionadas
pueden llegar a pagarse con ingratitud. Este mismo dicho puede
aplicarse a la crianza de los niños y los límites que los padres imponen, o
más bien, dejan de imponer.
Son muchos los interrogantes y dudas que aparecen a la hora de
educar, así como las diferentes emociones que aparecen durante el
proceso, especialmente a la hora de marcar límites. Es habitual que
muchos padres tengan dudas y puedan llegar a sentirse «malos padres»
al tomar decisiones que conllevan establecer normas y pautas de crianza.

Son muchas las dudas que se presentan ante la dura labor de educar a
un niño: ¿Lo estaré haciendo bien? ¿Será está la opción más adecuada?
¿Por qué si estoy convencida de que esta decisión es acertada siento
como si no lo fuera?

Ante los millones de interrogantes que surgen a la hora de


educar encontramos un exceso de artículos, libros e información
sobre la crianza de los hijos. Basta con ir a una librería o poner en el
buscador palabras como educación, crianza o enseñar seguidas de la
palabra niños para obtener miles de resultados con multitud de consejos
que no siempre resultan ser coherentes y acertados.
¿Qué es y qué no es un límite?

Muchas personas asocian la palabra límite con algo negativo y piensan


que marcar fronteras implica no tener en cuenta la opinión del niño. Sin
embargo, este concepto se aleja mucho de otros como gritar, enfadar o
ignorar y se acerca más al de estructurar, regular y enseñar. Marcar un
límite no implica alzar la voz o enfadarse, tampoco faltar al respeto.

Educar supone decir «no» a peticiones que no pueden o deben


llevarse a cabo y enseñar al niño que a veces hay que esperar para
conseguir lo que se quiere. También implica poner consecuencias a
comportamientos que hay que corregir y ser consecuentes con las
decisiones que se toman.

Para ello no es necesario que los padres eleven la voz, se enfaden o


amenacen constantemente a sus hijos. El mensaje se puede transmitirse
con calma, de forma clara y sin repetirse demasiado. No conviene lanzar
amenazas absolutas o que nunca vayan a llevarse a cabo.
«¿Papá me compras la tarta de Peppa Pig?»

Imagina que estas en un supermercado y tu hija quiere que le compres la


tarta de Peppa Pig. No es el momento ni la ocasión de comprar la tarta así
que le dices que no. Ante tu negativa, tu hija insiste y comienza a llorar
y patalear en el suelo.
En este momento comienzas a sentir vergüenza, porque la gente de tu
alrededor te mira, empiezas a enfadarte cada vez más y para que la
rabieta termine y no continúe el espectáculo le compras la tarta a tu
hija. Tu hija feliz con su tarta se calla, tú dejas de sentir vergüenza y la
compra puede continuar.

En este ejemplo cuando los padres ceden se ven aliviados porque su hija
ha dejado de llorar, ya no sienten vergüenza y su enfado no tiene por qué
ir a más. Sin embargo, la niña ha aprendido que utilizando las rabietas
puede conseguir aquello que desea.

Aunque en el momento en el que se produce la situación se pueda llegar a


controlar, si esto se convierte en una forma habitual de funcionar las
rabietas podrían aumentar y convertirse en una forma habitual para
conseguir lo que se desea.
Patterson y su trampa del reforzamiento negativo
La teoría de la coacción de Patterson y su trampa del reforzamiento
negativo explican muy bien el ejemplo anterior y cómo para los padres
resulta más sencillo a corto plazo ceder a las peticiones inadecuadas
de los hijos. Sin embargo, a largo plazo el coste será mucho mayor, ya
que los comportamientos inapropiados se reproducirán a una velocidad
exponencial.
Cuando ante una conducta inadecuada, como una rabieta, golpes o
amenazas, los padres ceden, las dos partes se «sienten bien». Por un
lado, los padres consiguen que el niño pare y deje de molestar
mientras que por el otro el hijo consigue lo que quiere.
La trampa del reforzamiento negativo de Patterson explica como los
padres al ceder ante una rabieta obtienen alivio, ya que la rabieta cesa,
mientras que el niño consigue. Así aumenta la probabilidad de que con
el tiempo las rabietas sean más frecuentes.
A corto plazo parece que ambas partes ganan, pero a largo plazo las
consecuencias pueden no ser tan agradables. El niño aprenderá
a manipular al adulto mediante estas conductas y las utilizará de forma
más habitual. Por otro lado los padres acabarán por no poder controlar
el comportamiento del hijo a no ser que le den aquello que pide.
Las consecuencias de la falta de límites

Las
personas a quienes no se les han puesto límites normalmente
tienen una baja tolerancia a la frustración, les cuesta controlar sus
emociones y no responden bien ante el cumplimiento de normas y
obligaciones. Suelen manipular y hacer sentir mal al otro con tal de
conseguir su propósito.

Impertinencia, exigencia de privilegios, falta de constancia y esfuerzo,


escasa paciencia, poca colaboración, problemas de conducta, agresiones
o incluso destrucción de objetos son algunos de los problemas en los
que puede derivar la falta de límites.

En los trastornos conductuales, como por ejemplo el trastorno negativista


desafiante o el trastorno de conducta, caracterizados por un desafío
constante y la ruptura de normas, es frecuente encontrar una educación
carente de límites dónde es el niño quien ordena, manda y decide.
Si tú no educas ¿quién educará?
Recientemente decía la psicóloga Teresa Rosillo en una entrevista:
«se nos ha olvidado decirles a los niños que los padres mandan». Son
muchos los hogares donde quien tiene la última palabra es el menor y son
los adultos quienes acomodan sus planes y rutinas a las demandas y
caprichos del hijo.
Una de las labores fundamentales de los padres es educar para que el
propio niño pueda autorregularse. Sin embargo, para que el niño pueda
regularse a sí mismo antes ha tenido que haber sido regulado desde fuera.

Son los padres, y no otras entidades o personas, quienes tienen el


deber y la obligación de educar a sus hijos. Esto implica escuchar,
enseñarles que es lo correcto e incorrecto, decir «ahora no», «esto ya lo
hemos hablado» o «tendrás que esperar» en muchas ocasiones, frustrar y
enseñarles a superar esa sensación. Educar no es una labor sencilla, pero
si no la asumen los padres, ¿quiénes lo harán?.

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