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El dolor y la muerte, situaciones con las que antes o después toda persona debe
enfrentarse, se sitúan en nuestro horizonte vital de forma inexorable. Desde nuestro
entorno cotidiano, donde pueden acaecerles a familiares o amigos; hasta las
terribles tragedias en forma de guerras o genocidios que han sacudido (y sacuden)
la historia de la humanidad. Sin embargo, es también usual que, pese a esta
convivencia cotidiana con el dolor y el sufrimiento, esta cuestión no sea abordada
con la debida profundidad o, incluso, que haya un rechazo a afrontar el tema. Como
se indica en el texto básico, pareciera que la muerte supone un certificado de
presencia del fin de una supuesta eterna juventud, de aquella belleza a conquistar
que parecen imponer determinados modelos de consumo; o, en un plano más
filosófico, pareciera que la muerte obliga a tomar consciencia de la propia finitud
humana.
En definitiva, una primera conclusión es que la visión que tenemos del dolor y de la
muerte se relaciona de forma necesaria con la propia visión que tengamos de lo que
es el mundo y de las formas de relación entre los seres humanos. En este sentido,
analizar el dolor y la muerte parte de la propia contextualización de la sociedad en
la que vivimos: las sociedades se transforman y, con ellas, las formas de vivencia
de sus valores y las respuestas a las preguntas existenciales que el ser humano se
plantea. Lógicamente, este hecho incide en la propia percepción que tenga la
persona en torno a cómo afronta el dolor, el sufrimiento o la propia existencia.