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El contexto global de la ética

El vínculo entre ética y globalización es una de las cuestiones más debatidas en las últimas décadas. La
interdependencia económica, la expansión global de la tecnología y la información, la interconectividad creciente de
las sociedades, entre muchos otros cambios, promueven un abordaje ético cada vez más instalado en la realidad
cotidiana como un ejercicio crítico indispensable para la convivencia social. La madurez de este ejercicio está
supeditada, en gran medida, a nuestra capacidad para identificar el peso que poseen las valoraciones acerca de lo
que debe o no hacerse. La relevancia de este fenómeno, que tiene una perspectiva global respecto de la reflexión
ética, se observa claramente en los espacios de innovación, gobernanza, economía y educación. Estos espacios
enfrentan problemáticas que nos llevan a interrogarnos sobre los principios morales operantes en determinados
actos así como la orientación moral presente en controversias de gran envergadura social.

Las polémicas sobre migración, terrorismo, refugiados, guerras nucleares y problemas ecológicos revelan la
importancia de una relación cada más significativa con la teoría ética. La lista de preguntas que suscitan estas
cuestiones para analizar éticamente es bastante extensa e implica acontecimientos en los que ya no podemos
pensar simplemente en términos locales y en los que crece el reclamo por un mejor entendimiento de los principios
morales que rigen la acción: ¿qué concepción de deber subyace frente al devastador impacto ambiental de prácticas
comerciales que diezman la vida de los animales?, ¿qué compromiso moral se adopta ante el prejuicio destructivo
del racismo, los niveles alarmantes de intolerancia y el incremento de operaciones y discursos típicamente
xenófobos?, ¿qué principios morales lideran la preocupación creciente de organismos internaciones por las armas
biológicas del terrorismo y la amenaza continua de ataques en cualquier región del planeta?, ¿a qué valoración
crítica se somete la idea de que la clonación destinada a la reproducción de seres humanos es segura y responsable?
La magnitud de estos problemas no tiene precedente. La falta de acuerdo y el desconcierto respecto de cuáles son
los principios morales a los que debemos apelar es una actitud dominante en muchos casos. Conformar una ética
para estas problemáticas implica ensanchar su alcance para afirmarla en un sentido cada más global y más próximo a
la cooperación, la participación ciudadana y la responsabilidad que nos compete a todos.

La ética experimenta profundos cambios. Peter Singer los sintetiza en los siguientes términos:

Los trabajos recientes en filosofía moral se caracterizan por su aplicación a otras tres cuestiones:

1. Se está realizando un gran número de trabajos sobre temas sociales y políticos de actualidad… las cuestiones
relativas al aborto, la ética ambiental, la guerra justa, el tratamiento médico, las prácticas de los negocios, los
derechos de los animales y la posición de las mujeres y los niños ocupan una considerable parte de la literatura y la
actividad académica identificada con la filosofía moral o la ética.

2. Se ha registrado una vuelta a la concepción aristotélica de la moralidad como algo esencialmente vinculado a la
virtud, en vez de a principios abstractos. Alasdair Maclntyre y Bernard Williams, entre otros, intentan desarrollar una
concepción comunitaria de la personalidad moral y de la dinámica de la moralidad…

3. Por último, se ha registrado un rápido auge del interés por los problemas que plantea la necesidad de coordinar la
conducta de muchas personas para emprender acciones eficaces. Si demasiadas personas utilizan un lago como
lugar de descanso rural, ninguna de ellas conseguirá la soledad que desea; pero la decisión de abstenerse de una
persona puede no producir ningún bien: ¿cómo decidir qué hacer? Muchas cuestiones, como la conservación de los
recursos y el entorno, el control de población y la prevención de la guerra nuclear parecen tener una estructura
similar, y los filósofos morales, así como muchos economistas, matemáticos y otros especialistas están dedicando su
atención a ellas. (2004, p. 229).

A pesar de que no existe un consenso general sobre aquello que debe incluir la categoría desastres, los
acontecimientos que aparecen así referenciados recorren un espectro cada vez más amplio: accidentes petroleros,
explosiones nucleares, daños ambientales causados por la fabricación de ciertos materiales, erosión del suelo y
sedimentación, deshielo progresivo de los casquetes polares, incremento de las precipitaciones a nivel planetario,
contaminación del aire, entre muchos otros.

En su análisis sobre la sociedad de riesgo, Ulrich Beck (1998) destaca cómo las amenazas producidas por el uso de la
tecnología se expandieron enormemente y produjeron una transformación en la conciencia global sobre el alcance
de las prácticas que degradan el medio ambiente y ponen en peligro nuestra subsistencia. Estas prácticas
contribuyeron a la transición de una época caracterizada por la industrialización capitalista a una en la que
predomina el riesgo. Muchos acontecimientos producidos en las últimas décadas nos permiten examinar la
emergencia de un nuevo tipo de sociedad. El terrible accidente nuclear de Chernobyl, ocurrido en Ucrania
septentrional en 1986, es uno de los tantos eventos catastróficos considerados por Beck (1998) para entroncar su
análisis de las sociedades posmodernas en la noción de riesgo. Hablar de cambios sustanciales en los dispositivos de
prevención o minimización de riesgos cuando se discute sobre los problemas que enfrenta actualmente el planeta se
instaló como una cuestión de primerísima importancia a nivel mundial.

Esta sociedad emergente que analiza Beck (1998), en la que los límites del riesgo son imposibles de trazar, presenta
las siguientes características:

• Una segunda modernidad que reemplaza a la época de la modernidad ligada a la industrialización capitalista.

• Una sociedad global del riesgo que conlleva una incertidumbre creciente. El riesgo ahora proviene en menor
medida de los peligros naturales del pasado (como los terremotos o las inundaciones) y en mayor medida de las
nuevas tecnologías que creamos (desde la dependencia de los ordenadores hasta la alteración genética). La vida se
volvió insegura, incierta y llena de riesgos.

• Una modernidad reflexiva en la que las personas son cada vez más conscientes de los problemas inherentes a la
primera modernidad. La vida se dio cuenta de la dificultad de vivir.

• Una sociedad individualista: mientras que las seguras estructuras de la modernidad permitían familias estables y
protegían los trabajos, las comunidades locales y la lealtad de clase, ahora el mundo es mucho menos estable,
sumamente individualista y se vuelve más individualizado en lugar de colectivo. La vida es una biografía del tipo
hágalo usted mismo, el trabajo está troceado y envasado, y el consumo es omnipresente.

• Una sociedad cosmopolita es una en la que cada uno mira más allá de las fronteras los países y las identidades.
Mira hacia un futuro en el que “en un mundo radicalmente inseguro, todos son iguales y cada uno es diferente”
(como se cita en Macionis, y Plummer, 2011, p. 443).

Todas estas cuestiones mencionadas anteriormente nos permiten comprender por qué la interrogación sobre los
principios que guían nuestro trato con los demás y la naturaleza es amplia y significativa. Existe una inmensa
variedad de éticas aplicadas: ambientales, políticas, educativas, etcétera. Todas ellas manifiestan una inquietud
creciente por la solución de problemas morales concretos. Pero a estas propuestas de solución le subyacen
paradigmas éticos que precisamos comprender para discutir su justificación. Consideremos, por ejemplo, la
incidencia de estos paradigmas en el campo de la ética ambiental:

Algunos piensan que las políticas ambientales deberían evaluarse exclusivamente sobre la base de su incidencia
sobre las personas (véase Baxter, 1974, y Norton, 1988). Esto supone una ética ambiental centrada en el ser
humano. Aunque los utilitaristas clásicos incluyen el sufrimiento de animales en sus cálculos éticos, una variante del
utilitarismo, que nos insta a maximizar el excedente de felicidad humana sobre infelicidad humana, constituye un
ejemplo de ética centrada en las personas […] Podríamos comprobar que la minería reduciría la riqueza ecológica de
las marismas y que si sucediese esto se causaría la infelicidad de algunas personas […] Esto dependería de los hechos
acerca de los efectos que los cambios del medio natural tienen sobre las personas. Sin embargo, esta decisión se
habría alcanzado considerando sólo los intereses de las personas […] Existe una concepción de la ética que no sólo
considera moralmente relevantes a las personas sino también a los animales no humanos; incluye en su ámbito a
todos los animales. Muchas de las cosas que hacemos al entorno natural afectan adversamente a los animales no
humanos y esto es algo relevante para esta ética. (Singer, 2004, pp. 393-394).

Para muchos autores, lo característico de estos enfoques éticos sobre problemas prácticos morales no solo es el
método empleado, sino también el tipo de conexión que mantienen con exigencias y demandas diversas del mundo
social:

… es fundamental subrayar que el auge y la actualidad de la ética aplicada no se debe a que los filósofos morales
hayan reclamado y agitado tal necesidad de un modo corporativista. De hecho, la demanda de tales reflexiones
proviene, mayoritariamente, de los propios protagonistas de las distintas praxis o distintas esferas de poder que
exigen reflexión y orientaciones éticas. Por este motivo, se puede decir, siguiendo a Cortina, que las éticas aplicadas
son poliárquicas porque están siendo reclamadas no solo por los filósofos morales, sino también por los gobiernos
nacionales e internacionales, por los expertos o profesionales de distintas actividades y por la opinión pública (2003).
Podríamos decir que esta poliarquía, junto con los métodos que proponen para su desarrollo, configuran los rasgos
más novedosos del pensamiento de las éticas aplicadas. (García Marzá, y González, 2014, p. 150).

LECTURA 2 Ética aplicada

En la actualidad existen muchas líneas de investigación dentro del campo de la ética aplicada: bioética, ética
informática, ética ambiental, ética de la educación, ética empresarial, etcétera. El foco en diversos problemas
prácticos, como punto de arranque de estas líneas, revela la fuerza de determinadas demandas en cada uno de estos
espacios de nuestra realidad, para solucionar conflictos, situaciones de confrontación entre principios morales o de
incertidumbre acerca de aquello que debería hacerse. Los temas de aplicación emergen en todos los campos de la
actividad humana, aunque algunas ramas de la ética aplicada, en particular la ética ambiental, la bioética y la ética
empresarial, alcanzaron en las últimas décadas una gran atención a nivel internacional.

No hay una definición consensuada acerca de qué es la ética aplicada. Sin embargo, el interés por esta área nos
enseña que la forma en que resuelve sus aplicaciones a cuestiones prácticas delimita un nivel común de elaboración
entre sus distintas ramas y, en virtud de esto, un estatus propio.

Es claro que esta denominación hace patente una distinción controvertida: la ética pura o normativa, por un lado, y
la aplicada, por el otro. Esta separación entre teoría y práctica complejizó su conceptualización pero, a la vez,
promovió la necesidad de demarcar, con elementos más precisos, en qué consiste su contribución singular y a qué
cuestiones dirige su exploración y análisis:

La “ética aplicada” se ocupa en sintetizar los intentos de dar solución, a al menos de minimizar, los múltiples
conflictos actuales, y en particular los abundantes conflictos que no se dejan evitar ni resolver mediante la aplicación
de criterios tradicionales, y que generan una peculiar perplejidad en el hombre contemporáneo. Uno de los rasgos
sobresalientes de la crisis de nuestro tiempo es el progresivo desequilibrio entre el creciente número de conflictos y
la decreciente disponibilidad de pautas para resolverlos. Es cierto que, en general, los sistemas sociales, en
proporción directa a su grado de complejidad, suelen generar mecanismos regulativos que acaban deviniendo
fuentes de nuevos conflictos; pero se trata de recursos siempre indispensables para evitar situaciones caóticas… Su
relevancia (la de la ética aplicada) ha crecido justamente con la crisis contemporánea. Todavía se discrepa acerca de
cómo se la debe entender; pero en general se está de acuerdo (cuando no se la rechaza en bloque) en que con ella
se trata de enfrentar diversos problemas actuales y urgentes de la praxis pública de un modo más contundente que
como se lo había hecho en el pasado. (Maliandi, 2009, pp. 135-136).

Una característica importante de las múltiples situaciones que reclaman una reflexión moral es que las reacciones
que pueden desencadenar están acompañadas de tal grado de variabilidad que la aplicación de criterios morales,
por el tipo de conflictividad que subyace en estas situaciones, debe ser mirada como la resultante de muchos y
variados factores.

¿Qué posición moral se adopta frente una situación particular? ¿Es correcto atenerse a las mismas normas por
considerarlas válidas para cualquier situación? ¿Importa tomar en cuenta la singularidad de la situación o su carácter
particular al momento de evaluar la aplicación de la norma?

En este punto, se presenta una de las principales tensiones relacionadas con la aplicabilidad. Las dos grandes
opciones que pueden distinguirse son las siguientes:

• Casuismo: Afirma que, si las normas son válidas, tienen que poder aplicarse a todo acto particular. Los hechos
morales, aunque difieren entre sí, son casos de una posible aplicación. El código moral debe prever todos los casos
posibles: dada una situación, esta debe poder ser subsumible bajo una norma moral.

• Situacionismo: Afirma que, siendo las situaciones radicalmente distintas, no puede haber normas válidas para
todos. En cada situación concreta hay que tomar una decisión válida para esa situación, pues estas son imprevisibles
e irregulares. En definitiva, existe una contingencia inherente a las situaciones que establece un límite a la vigencia
de las normas universales (García-Marzá, y González Esteban, 2014, p. 151).

Consideraremos más adelante algunos aspectos de dos grandes ramas de la ética aplicada, pero primero
mencionaremos brevemente una cuestión crucial de la articulación entre una esfera de la vida social, el mundo
empresarial, y la formación de agentes morales comprometidos con la construcción de la ciudadanía. En este
punto, es fundamental aludir al valor de una educación moral de mínimos, es decir, una educación capaz de integrar
la ética a nuestra vida cotidiana como algo que nos pertenece a todos. Estos mínimos éticos compartidos entre
ciudadanos de democracias pluralistas son los valores de libertad, igualdad, solidaridad, tolerancia activa y ethos
dialógico.

Si consideramos la mirada que propone Adela Cortina (1994) de la ética empresarial desde esta definición de ética
“de mínimos”, reconocemos los siguientes valores fundamentales para este campo de la ética aplicada:

• la calidad en los productos y la gestión;

• la honradez en el servicio;

• el respeto mutuo en las relaciones internas y externas de la empresa;

• la cooperación por la que conjuntamente aspiramos a la calidad;

• la solidaridad al alza que consiste en explotar al máximo las propias capacidades de modo que el conjunto de
personas pueda beneficiarse de ellas;

• la creatividad;

• la iniciativa;

• el espíritu de riesgo (Cortina, 1994, p. 38).

En síntesis, abordar la ética empresarial desde una ética aplicada a las personas como ciudadanos comprometidos
con la convivencia social y la construcción de condiciones políticas, económicas y sociales en general, que permiten
la realización de proyectos democráticos que promueven la inserción y la participación, supone reconocer la
necesidad común de unos mínimos morales “valores y normas a los que una sociedad no puede renunciar sin hacer
dejación de su humanidad” (Cortina, 2000, p. 38).

Las contribuciones del médico norteamericano Van Rensselaer Potter son inseparables del desarrollo de la bioética.
En el año 1971 publicó un influyente libro, Bioethics: Bridge to the Future (La bioética: un puente hacia el futuro),
que se convirtió en el primer esfuerzo clave por hacer de la bioética una problemática central y que requiere de una
pesquisa científica constante y cultivadores seriamente comprometidos con una supervivencia humana digna. Esta
obra de Potter cristalizó un anhelo de rigor y responsabilidad moral y se constituyó al poco tiempo en el punto de
arranque de un armazón institucional que permitió consolidar la bioética como una nueva disciplina.

Esa fusión entre bios (vida) y ethos (comportamiento) se convirtió, a partir de entonces, en una corriente de
investigación potentísima y engendró apoyo, consenso y compromiso de parte de instituciones decisivas para su
crecimiento a nivel mundial, a la par de una red cada vez más amplia de especialistas. En contraste con las posiciones
que respaldaban la aplicación de normas tradicionales y eran indiferentes a los desafíos que planteaban entonces las
nuevas tecnologías terapéuticas y la ingeniería genética, la obra de Potter expresaba la importancia de integrar a
esos avances médicos la consideración por los valores humanos, ya que los conocimientos y las prácticas de la
ciencia no están exentos de problemas éticos: “La humanidad necesita urgentemente de una nueva sabiduría que le
proporcione ‘el conocimiento de cómo usar el conocimiento’ para la supervivencia del hombre y la mejora de la
calidad de vida” (como se cita en Constante, 2006, p. 283).

La dilucidación de los principios que deben guiar las prácticas médicas constituye uno de los problemas más
ampliamente debatidos en el campo de la bioética. En 1978 se reunió en Estados Unidos la Comisión Nacional para
la Protección de los Sujetos Humanos bajo Experimentación Biomédica. Dicha comisión redactó un informe,
conocido como Informe Belmont, que se convirtió en uno de los documentos más importantes en el campo de la
bioética. En él se definen “las directrices que se deben seguir en experimentación con humanos y establece las
normas para la protección de individuos que participan en experimentaciones biomédicas basados en tres principios:
autonomía, beneficencia y justicia” (como se cita en Constante, 2006, p. 289), que son tres principios generales de
resolución de conflictos éticos en medicina. Poco tiempo después, a estos tres se les agregó el principio de no
maleficencia (Beauchamp, y Childress, 1979).

A continuación, veremos con más detalle estos cuatro principios básicos:

• Principio de autonomía: hace referencia a la potestad de todo ser humano de decidir sobre su propia vida en tanto
ser racional y consciente de sí mismo. Esta conceptualización hunde sus raíces en la filosofía moderna. Este principio,
basado en el respeto por la autonomía, se suele contraponer a la concepción paternalista de la medicina, según la
cual el médico, en su carácter de profesional, es el único autorizado para tomar decisiones sobre la salud de su
paciente, a la vez que este es visto predominantemente como un sujeto necesitado de conducción y ayuda y carente
de capacidad para regir su vida autónomamente. De este principio se deriva el consentimiento libre e informado de
la ética médica actual. Se distinguen comúnmente tres tipos de consentimiento: expreso, tácito y presunto.

• Principio de beneficencia: suele ponerse en tensión con el de respeto hacia la autonomía del paciente. Este
principio prioriza “la obligación moral de actuar en beneficio de los otros” (Beauchamp, y Childress 1979, p.166). Por
eso, la especificación de las reglas morales en el caso de la investigación clínica debe estar guiada por el propósito de
“mejorar los procedimientos diagnósticos, terapéuticos y preventivos y la comprensión de la etiología y la génesis de
la enfermedad” (Constante, 2006, p. 295).

• Principio de justicia: hace referencia a la distribución equitativa de los recursos médicos y la regulación del acceso
a los servicios sanitarios, para evitar la discriminación por motivos de raza, religión, económicos, entre otros, y las
situaciones de desigualdad concomitantes.

• Principio de no maleficencia: este se encuentra claramente subrayado en el juramento hipocrático e implica no


producir daño al paciente. La reflexión en torno al principio de no maleficencia tiene una gran relevancia en nuestros
días, debido a que la expansión en el uso de la tecnología debe ir acompañada de exámenes para sopesar los daños
o los riesgos que puede implicar, para el paciente o el sujeto de experimentación, someterse a determinadas
prácticas médicas.

LECTURA 3 Deontología profesional

Los deberes de los que se ocupa la deontología profesional están inmersos en el terreno de las profesiones. Dentro
del campo de la ética aplicada ubicamos, entre otras cuestiones, la tematización sobre los profesionales y sus
campos de aplicación en función de los servicios que prestan a la sociedad.

Las asociaciones y los colegios profesionales y la propuesta y la publicación de códigos deontológicos o de


conducta profesional constituyen dos grandes expresiones de la importancia concedida a la especificación de los
compromisos que conforman la identidad de las profesiones y la regulación de su ejercicio mediante la formulación
de normas relacionadas con el quehacer profesional.

La actuación respecto del ejercicio de la profesión no está definida únicamente dentro del marco de los valores o las
preferencias individuales. El compromiso vocacional está implicado en un ethos que organiza la conducta y, por lo
tanto, se constituye en un móvil clave para la actuación profesional: hacer que prevalezca un criterio de honestidad
frente a una determinada situación conflictiva, guardar el secreto profesional acerca de determinadas informaciones
brindadas, tratar al cliente o usuario con respeto, etcétera. Sin embargo, el ejercicio de la profesión no comprende
únicamente disposiciones, creencias, convicciones o puntos de vista particulares. Tampoco es suficiente el desarrollo
y el dominio de competencias. Cuando requerimos los servicios de un profesional, generalmente, esperamos más
que eso: confiamos en que esa persona, además de aplicar sus saberes de ejecución, haga un uso ético de sus
competencias profesionales. Respecto de este tema, Cobo Suero afirma:

… se espera de él/ella que pondrá atención e interés para realizar bien el servicio, que tratará al cliente o usuario del
mismo con respeto, que guardará el secreto profesional sobre las informaciones que aquel aporta porque las
requiere el servicio, que no las utilizará para otras actividades beneficiosas para él o ella mismos, etc. Principios
todos ellos que no corresponden al ámbito de la competencia, sino al de la ética profesional, y que presentan gran
actualidad en las sociedades de nuestro tiempo por la particular sensibilidad y rechazo sociales que producen hoy las
faltas de moralidad en la vida pública y en el ejercicio de las profesiones. (2001, p. 7).

Para comprender a qué hacemos referencia con la expresión deontología profesional, es fundamental dirigir nuestra
atención a una reflexión ética que esté fundada en obligaciones o deberes. La palabra deontología deriva de dos
etimologías de origen griego, deón (deber) y logos (ciencia o conocimiento). Se trata de una disciplina que estudia
los deberes de comportamiento de las personas que se desempeñan en un campo o un cuerpo profesional. En tanto
se ocupa de los comportamientos éticos en el ejercicio profesional, fusiona dos grandes vertientes de reflexión: por
un lado, los mismos criterios y principios aportados por la ética básica o normativa y, por el otro, los criterios o
principios específicos de cada profesión, en la que se toma en consideración tanto la teoría como la práctica sobre la
que se asienta. La necesidad de los códigos deontológicos descansa, entonces, en la importancia de aplicar principios
éticos básicos(el respeto por la dignidad humana y el proceder de acuerdo con la justicia) y en la observancia de
normas que apuntan al resguardo de los derechos legítimos de los profesionales y de los clientes o los usuarios de
éstos.

La importancia de los códigos deontológicos no puede identificarse adecuadamente sin comprender el aspecto
medular que orienta la elaboración y la promulgación de un conjunto de normas éticas para el ejercicio profesional.
Este aspecto medular refiere a la capacidad misma de la ética para esclarecer el hecho moral, pero en un sentido
más general y próximo al tema abordado en esta lectura:

… el término ética se aplica a la conducta presuntamente libre y responsable de una persona, cuando esta conducta
es juzgada por los demás como adecuada a un ser humano, como digna de alabanza y merecedora de imitación y
como deseable en todos los seres humanos. (Cobo Suero, 2001, p. 25).

En tanto expresión escrita de los deberes, en la que se especifica la responsabilidad que le cabe a un rol profesional
específico, los códigos deontológicos suelen funcionar como un modo de integración de la profesión o como
indicadores de profesionalidad o reputación sustancial. Esto es así dado que están elaborados con el propósito
explícito de delimitar con claridad principios responsables de acción dentro de un campo particular. Por eso, las
asociaciones y los colegios profesionales, a cargo de la elaboración de tales códigos, destacan su formulación como
una pieza clave para el estatus profesional o el tipo de percepción de calidad de los servicios prestados.

Pero es preciso remarcar cuáles son las razones fundamentales por las que las profesiones se apoyan en tales
códigos. Para esto, basta con tomar en cuenta un aspecto central de nuestra naturaleza humana que es de gran
complejidad:

La necesidad del conocimiento de los deberes nace de la propia raíz de la libertad de la persona, condición
indispensable para la responsabilidad ética o para el honor de ser virtuoso, puesto que la libertad es un arma de
doble filo que sirve tanto para el bien como para el mal. De ahí que la persona necesite conocer dónde están los
límites entre el bien y el mal, siendo esto aún más necesario en el caso de las conductas profesionales por la
implicación de terceros. La deontología señala el camino obligado a seguir en la actividad profesional, en la
conciencia de que si se sigue la senda del deber marcado se está dentro del obrar correcto. (Pantoja Vargas, 2012, p.
70).

Podemos afirmar que en el campo de la ética profesional existe prácticamente un acuerdo acerca de los principios
que deben fundamentar el quehacer profesional. Como en el caso de la bioética, los principios fundamentales de la
ética profesional son cuatro:

• respetar la dignidad de la persona humana, la igualdad y los derechos humanos de todas las personas;

• proceder siempre conforme a la justicia;

• poner los conocimientos y las habilidades profesionales al servicio del bien de los clientes o los usuarios;

• proceder siempre con conciencia y responsabilidad profesional, es decir, con competencia (cualificación, formación
continua y evaluación) y dar un servicio de calidad (Cobo Suero, 2001, p. 146).
El primer principio hace referencia al elemento básico y universal de la ética, sobre el que se asienta el fundamento
de los demás (principio de justicia, beneficencia y responsabilidad). Este hace referencia a que los valores de la
igualdad, la libertad y el respeto a los derechos humanos, sin distinción de sexo, raza, cultura o condición social,
deben manifestarse en el quehacer profesional, como así también, en los códigos deontológicos como orientación
fundamental y rectora de cualquier actuación.

El fortalecimiento de una conducta profesional ética está ligado a un ejercicio de indagación impostergable sobre los
comportamientos éticos y los valores morales, que le otorga a la profesión y a los servicios brindados un sentido
genuino, digno y encomiable:

… un código deontológico no se puede plantear únicamente desde los deberes o las condiciones a cumplir en el
momento de prestar los servicios, sino que el punto de partida debe ser la expresión escrita de la misión o ‘ethos’ de
la profesión, es decir, el por qué se prestan esos servicios, cuál es su finalidad, qué valores constituyen la esencia de
la profesión. Esto debería constituir el frontispicio declarado y escrito de tal o cual profesión. Sólo a partir de ahí se
han de buscar los principios y las normas destinados a la mejora de las prácticas y el aumento de la calidad. (Pantoja
Vargas, 2012, p. 72).

Publicación Deontología y código deontológico del educador social

1. Ética, moral, ética profesional y deontología: precisando los términos

1.1. Ética

La elucidación de esta categoría conceptual resulta francamente compleja a la luz de los ríos de tinta que han
recorrido la geografía mundial a lo largo de la historia del pensamiento filosófico tratando de explicarla. No obstante,
se nos antoja que, tanto su significado como su comprensión, deberían ser sencillos, dada la trascendencia que tiene
para la vida y su ligazón con la esencia misma de la naturaleza humana. Como prueba de esta complejidad basta con
observar el gran número de estudiosos de la ética desde los filósofos de la Grecia clásica hasta los actuales en el siglo
XXI. En todos se aprecian particulares puntos de mira dando lugar a diversas corrientes e interpretaciones de lo que
consideran que es la ética. Y para aumentar la complejidad, no sólo se habla de ética sino de diversos tipos de la
misma (ética normativa, ética aplicada, metaética, empírica, filosófica, utilitarista, religiosa, profesional, científica,
judicial, bioética, etc.).

Aquí vamos a intentar simplificar la cuestión siendo conscientes del riesgo que esto implica y lo hacemos así porque
buscamos únicamente establecer las relaciones conceptuales necesarias para poder encuadrar correctamente el
sentido de la deontología profesional en el contexto de la Educación Social, tema central de esta aportación.

Lo más sencillo es comenzar por la definición nominal según la cual ética se deriva de la palabra griega ‘ethos’ que
significa costumbre y vendría a designar el conjunto de costumbres buenas, convertidas en normas obligatorias para
el ciudadano de bien en su comportamiento diario. Esas normas equivaldrían a los criterios para juzgar si las
conductas de las personas son correctas. También se les suele llamar normas morales ya que la palabra moral
proviene de la latina ‘mos’ (‘mores’ en plural), traducción de la palabra griega ‘ethos’. La coincidencia nominal ha
venido planteando la cuestión de si existe sinonimia o no entre ética y moral, cuestión a la que nos referiremos a
continuación. También ha planteado la relatividad de la ética y de la moral de acuerdo con la relatividad social de las
costumbres según los grupos sociales y su desarrollo cultural.

Históricamente la reflexión sobre la ética ha formado parte de la filosofía y esta ciencia es la que nos conduce a la
definición esencial de la ética, o sea, la reflexión sobre la fundamentación de la moral o principios, valores y normas
de comportamiento que dan sentido a la vida humana o, más sencillamente, la teoría o ciencia del comportamiento
moral categorizándolo en bueno-malo, correcto-incorrecto, obligatorio-libre, etc. Así, pues, la ética consiste en una
reflexión sobre los actos humanos realizados libremente por la persona en cuanto a su dimensión de bondad o
maldad, proporcionando las razones del por qué la conducta humana es correcta o incorrecta (Dueñas, 2009). La
base metafísica de todo ello radica en la concepción de la persona como ser racional libre que busca
vocacionalmente la felicidad y el bien y que se construye en la convivencia respetuosa con los demás; el actuar
correctamente hace que la persona sea virtuosa y que consiga su autorrealización o, como dice Aristóteles, la
felicidad de sí misma y de los otros (Barrio, 2009; Torralba, 2002).

Definida así la ética, esta es universal y afecta al comportamiento de cualquier persona con independencia de sus
características accidentales o secundarias, como pueden ser las geográficas, las étnicas y las profesionales, por dar
algunos ejemplos. Bajo este prisma la ética incluye los valores universales relacionados con el bien en contra del mal,
lo correcto frente a lo incorrecto del comportamiento humano (libre), es decir, el comportamiento justo, respetuoso,
honesto, veraz, etc., todo lo cual termina convirtiéndose en deber (‘deón’ en griego) en la conducta cotidiana de la
persona.

1.2 Ética y moral

He afirmado antes que dada la coincidencia semántica entre ‘ethos’ y ‘mos’ se ha dado en hacer sinónimos los
significados de ética y moral (Loiseau, 2002). Sin embargo, esto no ha sido aceptado unánimemente y se plantea la
pregunta de si ambas categorías significan lo mismo. Aunque la cuestión no parezca trascendente en general, en el
contexto en que nos venimos moviendo parece interesante señalar la diferencia entre ambas por la incidencia de
esta cuestión en el momento de realizar actos educativos sociales, sobre todo cuando los educadores actúan bajo la
influencia de una determinada ideología política o cultural.

Haciendo un esfuerzo de síntesis, se puede afirmar que la moral tiene una base más social que la individual de la
ética, pero ambas se refieren a un conjunto de normas a las cuales se debe adaptar el comportamiento humano,
tanto desde el punto de vista individual como social. Dueñas (2009,12) afirma que “la moral es un conjunto de
normas que una sociedad se encarga de trasmitir de generación en generación y la ética (...) un conjunto de normas
que un sujeto ha esclarecido y adoptado en su propia mentalidad” (subjetividad, diríamos). “La moral se impone
desde el exterior, la ética es interior”, afirma Loiseau (2002,114). Las normas de la moral son propias de los grupos
étnicos o religiosos, evolucionan a lo largo del tiempo y difieren, en ocasiones significativamente, de unos grupos a
otros.

1.3 Ética profesional

¿Qué añade la ética profesional a la ética personal? De manera general, la ética profesional constituye sólo un
alargamiento de la significación de la ética, una categoría accidental añadida a la esencia de la palabra, en términos
aristotélicos. En realidad la ética profesional continúa refiriéndose al mundo de la subjetividad, de los valores
interiorizados que se convierten en normas que rigen el comportamiento individual, pero que en el caso de los
profesionales ensanchan el campo de aplicación a los servicios que prestan a la sociedad para lo cual se les exige
haber adquirido saberes y destrezas prácticas. Se trata de la misma ética personal que normaliza lo que es correcto o
incorrecto, obligatorio o permitido en una relación social ordinaria, pero añade las dimensiones particulares que
plantea la profesión cual segunda naturaleza adquirida.

Al referirse a este tipo de ética, Silva (2002,10) afirma que “la ética profesional se llama precisamente así porque es
el fundamento ético de lo que profesionalmente hago y de lo que soy, en el desarrollo de una determinada forma de
vida” en relación con los demás. Esta ética incluye, además de los valores individuales, un fuerte componente
vocacional y un elevado compromiso de profesar lo que se es, es decir, un médico, un educador social, etc. No
obstante, en el ejercicio de la profesión no se contempla sólo el punto de vista individual sino también el colectivo o
del resto de profesionales de la misma rama que forma una especie de cuerpo que crea sus propias normas (‘mores’)
de actuación en bien y defensa de la profesión. Por tanto, el profesional se encuentra con una serie de deberes tanto
internos como externos y de este modo entra en el campo de la deontología profesional, cuestión a la que nos
referiremos a continuación. Un análisis de algunas definiciones acerca de la ética profesional conduce a parecidas
conclusiones (Hortal, 2002; Cobo, 2001; Todolí, 1954; Cortina y Conill, 2000).

1.4 Deontología profesional

Banks (2002,177) afirma rotundamente que “con la palabra ética nos referimos a lo que es bueno o malo, correcto o
incorrecto, mientras que con deontología nos referimos a los deberes”, palabra que en la cultura de hoy no tiene
muy buena prensa. La deontología señala la conciencia de los límites, reglas y normas (Loiseau, 2002).
La palabra ‘deontología’ deriva de dos etimologías de origen griego, ‘deón’ (deber) y ‘logos’ (ciencia o
conocimiento). Su esencia consiste en ser una disciplina que estudia los deberes de comportamiento de las personas
y, si se refiere a un campo concreto o aplicado, los deberes de aquellas personas que actúan en él. Nos volvemos a
encontrar, por tanto, con una doble dimensión –como sucede en el caso de la ética–, una personal o los deberes de
actuar conforme al bien y otra aplicada o los deberes que se tienen en relación con los demás por el hecho de ser
profesionales aunando las exigencias del cuerpo al cual pertenecen. Conviene hacer notar que la deontología, a
pesar de su etimología griega, es creación de época muy reciente. Su origen se atribuye a J. Bentham que utilizó por
primera vez esta palabra en su obra Deontology or the science of moralityen 1834 (Wanjiru: 1995,18).

La necesidad del conocimiento de los deberes nace de la propia raíz de la libertad de la persona, condición
indispensable para la responsabilidad ética o para el honor de ser virtuoso, puesto que la libertad es un arma de
doble filo que sirve tanto para el bien como para el mal. De ahí que la persona necesite conocer dónde están los
límites entre el bien y el mal, siendo esto aún más necesario en el caso de las conductas profesionales por la
implicación de terceros. La deontología señala el camino obligado a seguir en la actividad profesional, en la
conciencia de que si se sigue la senda del deber marcado se está dentro del obrar correcto. Si la persona actuase
siempre en busca del bien, no haría falta hablar de deontología y bastaría sólo con la ética, pero no es así debido a
las propias limitaciones de la naturaleza humana y a su egoísmo innato; el hombre busca su bien e interés y actúa
conforme a sus propias circunstancias.

Con cierta frecuencia se hacen sinónimas las categorías ética profesional y deontología profesional cuando no lo son;
mientras que la primera es de carácter subjetivo y hace referencia a la conciencia individual (Pantoja, 2002), la
segunda es más bien de carácter colectivo y representa un modelo de acción que se concreta en un conjunto de
deberes, normas y obligaciones que los profesionales van descubriendo y exigiendo en el ejercicio de la profesión
conforme se avanza en el proceso denominado ‘profesionalización’. La ética profesional, en cualquier caso, señala
una serie de principios mientras que la deontología profesional insiste en los deberes o normas de carácter
obligatorio que suelen concretarse en los códigos deontológicos.

1.5 Código deontológico

Gillet (2002,139) afirma que la fuerza de los códigos deontológicos radica en evitar la deriva aventurera de
determinados profesionales en el ejercicio de su profesión. ¿Qué se entiende por código deontológico y cuáles son
sus funciones?

Banks (2002,177) lo define como “un documento escrito producido por una asociación profesional con el propósito
explícito de guiar a los especialistas, protegiendo a los usuarios del servicio y velando por la reputación de la
profesión”. El código deontológico es la expresión escrita del conjunto de deberes profesionales (Pantoja, 2002) que
un colectivo de trabajadores de una determinada profesión ha ido descubriendo a través del ejercicio de dicha
profesión y señala los límites medianamente seguros para obrar bien en ese ejercicio. Es, pues, un conjunto de
buenas prácticas destinado a alcanzar el conjunto de bienes que la profesión pretende en los usuarios. Las
conciencias subjetivas de los profesionales encuentran en el código algo semejante a los mojones que señalan
propiedades en campo abierto; delimitan con suficiente claridad pero no con exactitud milimétrica. El código
asegura los argumentos suficientes para encontrar el camino correcto en el actuar profesional pero no es un
recetario.

Los deberes y principios de acción que se encuentran en los códigos deontológicos van más allá de la libertad
individual, es decir, el profesional los tiene que adoptar, si quiere ser un buen profesional, porque interpretan cuál
es el camino del bien obrar y así lo ha acordado el colectivo de profesionales de acuerdo con el ‘ethos’ de la
profesión (Pantoja: 2002,171).

Un elemento esencial de un código deontológico es que su elaboración esté a cargo del colectivo de profesionales a
través de sus órganos de representación..

Por lo que atañe a las funciones generales de los códigos suelen señalarse, entre otras, la de ser guías de la acción y
toma de decisiones por parte de los profesionales, lo cual lleva consigo la protección de los usuarios ya que en el
código se indica el bien hacer y lo que se espera del profesional en el momento de prestar los servicios. También se
les atribuye la mejora del estatus profesional, la creación y mantenimiento de la identidad profesional y el ser un
instrumento de regulación utilizable en casos de negligencia o mala conducta en el ejercicio de la profesión (Banks:
2002,178 y ss.).

En otro lugar (Pantoja: 2002,170 y ss.) he señalado otras funciones atribuibles a los códigos como delimitar los
ámbitos de competencia de la profesión, aspecto muy importante cuando se trata de profesiones cuyos límites de
actuación no están aún claros bien porque comparten el área de trabajo con otras profesiones o porque se
encuentran en un proceso de esclarecimiento de sus propios servicios, como es el caso de la Educación Social. Otra
función muy importante es aclarar el ‘ethos’ de la profesión, la esencia o el espíritu que une a todos los
profesionales que la profesan, el valor fundamental que subyace a todos los servicios prestados y que la convierte en
una profesión única e inconfundible. Y, finalmente, una muy interesante que Henry Lévy describe como “resistir a la
barbarie” o José Todolí como “resistir a los casos de patologías de las conciencias”, refiriéndose a aquellos
profesionales que en el momento de relacionarse con los usuarios se comportan autoritariamente aludiendo a
razones de conciencia personal o a valores éticos propios para justificar decisiones en contra de los intereses de
aquellos.

En resumen, los códigos deontológicos encierran muchas ventajas para las profesiones y cualquiera de éstas se
esfuerza en elaborar el suyo propio puesto que la posesión de un código se interpreta como un indicador de
profesionalidad, es decir, da garantía, eleva el grado de percepción de calidad de sus servicios y, por ende, el estatus
de la profesión. No obstante son posibles algunos efectos negativos (Sánchez Vidal, 1999):

a) El efecto escaparate, es decir, el código puede convertirse en algo decorativo de cara al exterior con el único fin
de adquirir prestancia delante de otras profesiones, una especie de publicidad pero sin trascendencia hacia el
interior de la profesión. Se tiene un documento escrito de principios y deberes, pero no es conocido por los
profesionales o, si lo es, el conocimiento es tan débil que no es útil en el momento de tomar decisiones. Letra
muerta sin espíritu: no se exige su conocimiento ni su aplicación a la hora de enfrentar conflictos profesionales.

b) Alimentar el corporativismo. La formación de un ‘corpus’, en principio bueno en cuanto elemento de cohesión de


los profesionales, puede terminar degradándose y convirtiéndose en elemento de lucha frente a otros profesionales
y utilizándose como coraza frente a los mismos usuarios.

c) Coartar el debate de los profesionales en cuanto que el código puede ser el producto elaborado por unos
‘expertos’ o por un círculo de poder dentro de la profesión que decide tanto el perfil como en qué consiste ser un
buen o mal profesional; todo ello sin la participación de los interesados. Para estos, el código es una imposición de
los Colegios, un documento cerrado que coarta el pensamiento crítico y el avance en la concepción de la profesión.

Otras críticas han surgido del análisis de los contenidos de los códigos. Por ejemplo, Banks (2002) afirma que
después de analizar distintos códigos de diversos países europeos y de América del Norte, ha encontrado que la
mayoría consta de ideales grandiosos pero inalcanzables, otros no proporcionan ayuda real en la solución de dilemas
éticos planteados en la práctica o son un compendio de ética enlatada que desalientan la reflexión de los
profesionales. En general, tienen la pretensión de proteger al usuario pero no consultan sus opiniones y, en
definitiva, lo que buscan verdaderamente es el mantenimiento del estatus profesional.

Por último, podemos añadir que un código deontológico no se puede plantear únicamente desde los deberes o las
condiciones a cumplir en el momento de prestar los servicios, sino que el punto de partida debe ser la expresión
escrita de la misión o ‘ethos’ de la profesión, es decir, el por qué se prestan esos servicios, cuál es su finalidad, qué
valores constituyen la esencia de la profesión. Esto debería constituir el frontispicio declarado y escrito de tal o cual
profesión. Sólo a partir de ahí se han de buscar los principios y las normas destinados a la mejora de las prácticas y el
aumento de la calidad. Si falta esto en el código, los profesionales se pueden perder en el camino pues el ‘carisma’
inicial fácilmente se deja atrás. Todavía será peor si nunca lo han conocido o interiorizado durante la formación
recibida para el ejercicio profesional.

Tener claros el ‘ethos’ y la misión de la profesión debe servir como punto de referencia en la práctica profesional
permitiendo saber, en caso de duda y de conflicto, si lo que uno hace cae dentro de los límites de lo que pretende la
profesión y de los deberes exigidos o si más bien realiza actividades pertenecientes a otra. Se trata de un marco de
referencia que permita –en nuestro caso al educador social– ubicarse, reubicarse y ser creativo en beneficio de la
misma Educación Social.
LECTURA 4 Educación moral y ciudadanía

El tema de la injerencia de la ética en la educación experimentó un gran despliegue en los últimos años,
fundamentalmente, gracias a los aportes de Adela Cortina. La autora toma como punto de partida la ética kantiana y
realiza un importante recorrido por la ética dialógica para acercarnos el concepto de ética cordial.

Para Cortina (2007), profesora de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, hablar de educación moral
implica pensar una educación basada en la razón sentimental, es decir, una enseñanza que recupera el legado del
pensamiento ético de la Antigüedad. En esta época se creía que la ética forja el carácter, precisa entrenamiento,
como lo haría un deportista apasionado, que reconoce la importancia de una ética cordial para modelar facultades y
emociones, y nos transforma en personas y ciudadanos capaces de apreciar la vida desde un profundo sentido de
justicia, dignidad y compasión.

La educación moral, instrumento indispensable para la formación del carácter, debe concebirse como un valor en sí
mismo. Esa formación es esencial para alcanzar una moral alta, que debe cultivarse a lo largo de toda la vida con
firmeza y entrega, porque nadie puede arriesgarse a decir: mi moral ya está concluida. Estar altos de moral no es un
indicador de impecabilidad, optimización de recursos, afán desmedido de triunfo, negación de las emociones ni
conciencia fiscalizadora, útil y adaptativa para una concepción depredadora de la vida. Todo lo contrario: pensar
desde lo más simple es el mejor camino para revelar su significado.

A todos nos interesa estar altos de moral porque el que está alto de moral tiene ganas de emprender tareas, de
enfrentar los retos vitales y de convertir los problemas en oportunidades de crecimiento. ¿Y hacia dónde hay que
forjarse ese carácter? Hacia la toma de decisiones que sean justas y felicitantes… el carácter se va forjando mediante
la toma de decisiones justas y felicitantes para ir encarnando en la vida un conjunto de valores positivos. Estos
valores sirven para condicionar el mundo y hacerlo habitable. A fin de cuentas, igual que uno acondiciona su casa,
los valores de justicia, prudencia, y solidaridad, son valores que nos permiten acondicionar nuestro mundo y hacerlo
habitable. Es impensable un mundo humano en el que nunca se hablara de justicia, solidaridad e igualdad. Un
mundo sin valores sería un mundo inhumano que no nos podemos representar. (Cortina, 2007, p. 28).

Estamos altos de moral cuando nos sentimos capaces de convivir con un sentido de responsabilidad constructivo,
que nos permite crecer como personas, salvaguardar nuestra integridad y la de los demás, colaborar de forma
honesta y con entusiasmo y poseer una gran sensibilidad para sentar las bases de la confianza necesarias para
empoderar a las personas y sus capacidades. Así, una educación moral basada en la razón sentimental es aquella que
apunta al desarrollo de una sensibilidad que expande nuestro crecimiento personal y el de los demás.

Por todo lo mencionado anteriormente, Cortina (2007) defiende la idea de que la ética debe enseñarse y que es
fundamental cultivar la determinación de forjarnos un carácter con un sentido irrevocable para orientar nuestra
existencia a la realización de un mundo más humano. Esto requiere de una ética cordial, que esté fundada en la
importancia del reconocimiento mutuo, es decir, el reconocimiento del otro no solo como un interlocutor válido,
sino también como un ser que se sabe vinculado con la vida, sus propias acciones, sus deseos y sus necesidades y
tiene capacidad para apropiarse de sí mismo y no expropiarse (Cortina, 2007). Esa capacidad no se construye en la
autosuficiencia ni desde una mirada individualista, ya que el potenciador básico del empoderamiento es la
intersubjetividad.

La educación moral es una educación cívica. Esto significa que se aprende cómo ser ciudadano. Los valores
constitutivos de la ciudadanía se ejercitan, es decir, también requieren entrenamiento y perseverancia. Están
inmersos en la afirmación de un sentido de compromiso abierto al diálogo, la reducción de las desigualdades, el
potenciamiento del respeto por los demás y la participación responsable en decisiones que se orientan al logro de
una convivencia más pacífica y solidaria.

Camps (2011) afirma que hay tres valores básicos que deben guiar el desarrollo de las actitudes cívicas:

• la responsabilidad;

• la tolerancia;

• la solidaridad.
Desde esta mirada clave de la ética cívica, el civismo hace referencia concretamente a un conjunto de capacidades
que las personas emplean para desarrollar su quehacer diario en comunidad como sujetos activos en la instauración
y el respeto de normas de convivencia pacífica.

La práctica ética no puede sustraerse de la tarea de educar en la ciudadanía:

El civismo responde a una idea básica: es necesario que las personas se respeten unas a otras; y hay que respetar
las cosas que son de todos para que todos las puedan disfrutar cuando las necesitan. En las campañas de civismo
que acostumbran a promocionar los gobiernos locales, se insiste mucho en los aspectos más externos del respeto
debido a las personas y a las cosas públicas. Se propugna el mantenimiento de una ciudad limpia, sin ruidos, sin
alborotos violentos, una ciudad que reprima las actitudes racistas y xenófobas, una ciudad amable en el más amplio
sentido de la palabra. Eso está bien, pero el fondo de la cuestión no consiste sólo en hacer que una ciudad sea más
habitable, sino en que las personas adecuen su manera de ser –su carácter o ethos, decían los griegos– a las
condiciones de la vida en común. Es decir, que asuman unos cuantos valores como fundamentales, pero no sólo
formalmente, sino de verdad. (Camps, 2011, p. 19).

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