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La Policía Comunitaria de Guerrero: el México olvidado se hace presente

por Alejandro Reyes Arias

En un amplio patio de un pueblo en la sierra de Guerrero, rodeado de montañas y


bosques, cientos de campesinos forman filas con sus armas en alto. Hay entre ellos
muchos jóvenes y no pocos viejos. Sus armas con muy sencillas, su equipo, precario,
pero su mirada es firme y llena de dignidad. Se trata de la Policía Comunitaria, que el 14
y 15 de octubre celebran su 13er aniversario en esta comunidad de Tilapa, municipio de
Malinaltepec, acompañados de comisarios y representantes de la Coordinadora Regional
de Autoridades Comunitarias (CRAC) y algunas decenas de visitantes: activistas,
investigadores, miembros de medios alternativos y de organizaciones solidarias.
A 13 años de su fundación, la Policía Comunitaria, que junto con el sistema de
justicia representado por la CRAC es una de las más importantes experiencias de
autonomía indígena de México, tiene razones de sobra para celebrar. La inseguridad y la
violencia que en los 80s y 90s asolaban a la región hoy están bajo control. Pero, sobre
todo, hay una conciencia de que las comunidades pueden resolver sus propios problemas
sin tener que esperar que las respuestas vengan de fuera.
La sierra de Guerrero es una región con una larga historia de rebeldía. Esta es la
tierra de los movimientos guerrilleros de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas y de una
larga tradición de organización indígena y campesina. Es, también, tierra de una de las
más brutales campañas de represión del México moderno. La violencia contrainsurgente
desatada en la década de 70 provocó una profunda inestabilidad social que dio origen a
una situación descontrolada de inseguridad: abigeato, asaltos, violaciones sexuales,
asesinatos. Ante la violencia, la desesperación de los habitantes se topaba con la
indiferencia de las autoridades, cuando no su complicidad con los delincuentes.
Fue como respuesta a esta situación que, el 15 de octubre de 1995, las comunidades
decidieron crear la Policía Comunitaria, formada por voluntarios que sirven a los pueblos
sin recibir ninguna remuneración. Hoy, son más de 800 policías de 73 comunidades y la
delincuencia ha disminuido en más del 90 por ciento. El padre Mario Hernández Campos,
que participó en la experiencia desde sus inicios, cuenta cómo fue el proceso:
“Ante ese clima de violencia e inseguridad en el que vivíamos, el pueblo respondió
asumiendo un papel que hasta entonces no había asumido: el ser sujetos. El tomar
conciencia de que la solución no viene de fuera. Pero para eso se tuvo que hacer mucho
trabajo, muchas asambleas en muchas comunidades. Cuántos de ustedes participaron en
los brigadeos, visitando pueblo por pueblo. En esas reuniones que se terminaban a las 3, 4
de la mañana… Cuántas señoras haciendo las tortillas, cociendo los frijolitos, los señores
que acarreaban la leña, la cooperación de los vecinos. Así fuimos aprendiendo que somos
sujetos y que somos los responsables por las soluciones que buscamos.”
Esta conciencia también fue la causa de que la Policía Comunitaria no se pensara de
forma aislada, sino como parte de un proyecto mucho más amplio para resolver los
problemas más urgentes de los pueblos: las vías de comunicación, la educación, la
justicia. De estos esfuerzos han resultado importantes victorias. La exigencia de los
pueblos resultó en la construcción, aunque deficiente, de la carretera Tlapa-Marquelia
hace cuatro años (los letreros que pregonan las bondades del gobierno que “sí cumple”
están intactos; la carretera está destruida). Muy significativamente, el 12 de octubre del
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año pasado se inauguró la Universidad Intercultural de los Pueblos del Sur (Unisur), una
universidad autónoma cuyo objetivo es la formación de intelectuales arraigados en sus
comunidades, y que hoy cuenta con cuatro unidades académicas: Santa Cruz del Rincón,
Cuajinicuilapa, Xochistlahuaca y Xalitla. Y durante el evento en Tilapa este 15 de
octubre se bautizó formalmente la radio comunitaria “La voz de los pueblos”, que desde
hace dos meses está transmitiendo desde la comunidad de Espino Blanco.
Durante los primeros años de su existencia, la Policía Comunitaria detenía a los
delincuentes y los entregaba a las autoridades. Pero cuenta Cirino Plácido, uno de los
fundadores, que la corrupción de las instituciones oficiales hacía que en pocos días los
detenidos estuvieran nuevamente libres. “La inseguridad es un gran negocio para el
Estado”, afirma. “El policía quiere dinero, el abogado quiere dinero, el juez quiere
dinero.” Esta realidad llevó a la decisión de fundar, en 1998, la Coordinadora Regional de
Autoridades Comunitarias, que es el órgano encargado de la procuración de justicia. Es la
Coordinadora Regional quien se encarga de recibir las quejas, analizar las denuncias,
expedir las órdenes de aprehensión y presentar a los detenidos a la asamblea comunitaria,
donde, de acuerdo a los usos y costumbres, es el pueblo quien determina el castigo.
Los delitos no se pagan en forma de multa o cárcel, sino de lo que ellos llaman la
reeducación. Ésta consiste en trabajos comunitarios, como pavimentación de calles,
construcción de infraestructura o cualquier otra cosa en beneficio de la comunidad. Muy
importantes en ese proceso de reeducación son las pláticas por parte del consejo de
ancianos, reunidos regularmente por el comisario, que ayudan al detenido en el camino
de la concientización. Así como la sentencia, la liberación se realiza ante la asamblea
comunitaria, donde ésta se compromete a no tratar al detenido como un delincuente sino
como un miembro de la comunidad en proceso de reeducación. O sea, la justicia se
entiende como algo que involucra directamente a todos los miembros de la comunidad.
Ante esta experiencia de autonomía comunitaria la respuesta del gobierno ha sido la
confrontación y la criminalización. Más de 40 autoridades y policías comunitarios tienen
hoy órdenes de aprensión por los supuestos delitos de privación ilegal de la libertad,
usurpación de funciones y abuso de autoridad. Paradójicamente, lo que más molesta al
gobierno no es el hecho de que exista un cuerpo armado al margen de las instituciones
oficiales, sino la impartición de justicia de acuerdo a los usos y costumbres. Esta
oposición demuestra el desencuentro entre la “legalidad” de un sistema que para las
comunidades no es legítimo, no sólo debido a la corrupción sino porque no refleja la
realidad de los pueblos, y la legitimidad de una experiencia autónoma que no cabe en las
leyes impuestas por ese sistema.
Para el antropólogo Guillermo Bonfil Batalla, México no es uno solo, sino dos: los
que el llama el “México imaginario” (basado en la cultura occidental) y el “México
profundo” (basado en la cultura indígena). Algo muy similar afirma Cirino Plácido:
“Dicen que hay un solo México pero no es cierto. Está el México de allá, pero es nomás
venir aquí que se encuentra otro México, el México olvidado.”
Entre los murales de Diego Rivera que cubren los muros del Palacio Nacional en la
ciudad de México, hay uno frente al cual se detienen todos los visitantes. En él
encontramos la imagen de una mujer indígena (con rostro de Frida Kahlo) cargando en su
espalda a un bebé moreno de ojos azules. “El primer mexicano”, dice el guía de turistas.
O sea, el producto del encuentro entre la civilización occidental y la indígena. Un

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encuentro sin duda terrible, pero que supuestamente engendró la gran Raza de Bronce, la
nación mestiza por tanto tiempo negada y que la Revolución logró liberar de las ataduras
de la historia, al enaltecer el glorioso pasado prehispánico como parte constitutiva de lo
que hoy somos: un México unido, homogéneo, mestizo. Pero, en esta visión ¿dónde
quedan los pueblos indios?
En una pequeña fonda en el camino de regreso de la sierra guerrerense rumbo al DF,
en plena mixteca poblana, se escucha un cuento dramatizado en el radio: Una estudiante
de antropología estadounidense viaja a Chiapas para estudiar a los indios tzotziles. Sus
costumbres y sus condiciones de vida la horrorizan, y el radioescucha no puede más que
concordar: supersticiones, pobreza, falta de higiene, primitivismo. Pero cuando ella
decide nombrar su tesis “La condición salvaje de los indios de México”, el nacionalismo
mexicano levanta la cabeza indignado: ¿qué se cree esa gringa racista? Una indignación
difícil de conciliar con la conclusión previa de que sí, ni modo, los indios son primitivos.
Afortunadamente, un sencillo médico mestizo, que viaja de pueblo en pueblo, llega para
salvarnos del dilema. Cando el doctor humildemente cuestiona el título de la tesis, la
estudiante le dice: “¡Pero los indios viven al margen de la civilización!” El médico
entonces responde: “Sí, es cierto, pero eso no es culpa suya. Es culpa nuestra, de todos
nosotros.” Moral de la historia: los pueblos indios de hoy no son más que un remanente
desafortunado de un pasado destruido, y es deber y obligación del México mestizo
civilizarlos para integrarlos a la nación.
Bonfil Batalla propone que no, que la cosa no va por ahí. Que de lo que se trata es de
dos civilizaciones desencontradas (la occidental y la indígena), y que la historia de
México no es sino la historia de ese desencuentro: de los intentos, por parte de la
civilización vencedora, de negar y destruir a la civilización vencida, y de los mecanismos
de resistencia que ésta última ha sabido usar para sobrevivir más de quinientos años. La
ideología detrás de la nación mestiza representada por ese “primer mexicano” del mural
de Diego Rivera no es más que un nuevo intento de genocidio hacia los pueblos indios,
del cual éstos se defienden con el arsenal milenario de su civilización.
El desencuentro entre las dos civilizaciones y la imposición violenta de una sobre la
otra es evidente en la experiencia de la Policía Comunitaria de Guerrero. En sus 13 años
de vida, ésta ha logrado lo que el Estado no ha podido hacer en ninguna parte del país:
controlar la inseguridad en una región particularmente violenta. Una de las mesas de
trabajo en Tilapa se enfocó en la situación nacional de seguridad y justicia. En ella se
hizo un balance de la coyuntura actual: una explosión sin precedentes de la inseguridad y
la violencia, militarización del país, sistemas policial y de justicia con una severa crisis de
legitimidad, una política del miedo vehiculada por los medios de comunicación y la
criminalización de los movimientos sociales. El Estado no sólo ha fracasado
rotundamente en el combate a la inseguridad, sino que cada día quedan más evidentes sus
vínculos con el narcotráfico y el crimen organizado. Siendo así, resulta lo mínimo
paradójico que el Estado, en vez de coordinar esfuerzos con esta organización exitosa y
promover su extensión en otras partes del país, insista en criminalizarla.
Como las comunidades rebeldes zapatistas, la experiencia de la Policía Comunitaria
es una evidencia clara de que ese otro México, el México profundo, olvidado, ignorado,
es una fuente viva de alternativas capaces de enfrentar los problemas que más afectan a la
sociedad. Y si el México del poder, siguiendo su tradición centenar de negar esa otra
realidad, continúa rehusándose a reconocer su vitalidad y vigencia, la Policía
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Comunitaria continuará siendo una inspiración para todos los de abajo, de México y del
mundo, y prueba de que sí es posible crear alternativas al margen del sistema,
aprendiendo de esos pueblos que llevan cinco siglos resistiendo.

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