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encuentro sin duda terrible, pero que supuestamente engendró la gran Raza de Bronce, la
nación mestiza por tanto tiempo negada y que la Revolución logró liberar de las ataduras
de la historia, al enaltecer el glorioso pasado prehispánico como parte constitutiva de lo
que hoy somos: un México unido, homogéneo, mestizo. Pero, en esta visión ¿dónde
quedan los pueblos indios?
En una pequeña fonda en el camino de regreso de la sierra guerrerense rumbo al DF,
en plena mixteca poblana, se escucha un cuento dramatizado en el radio: Una estudiante
de antropología estadounidense viaja a Chiapas para estudiar a los indios tzotziles. Sus
costumbres y sus condiciones de vida la horrorizan, y el radioescucha no puede más que
concordar: supersticiones, pobreza, falta de higiene, primitivismo. Pero cuando ella
decide nombrar su tesis “La condición salvaje de los indios de México”, el nacionalismo
mexicano levanta la cabeza indignado: ¿qué se cree esa gringa racista? Una indignación
difícil de conciliar con la conclusión previa de que sí, ni modo, los indios son primitivos.
Afortunadamente, un sencillo médico mestizo, que viaja de pueblo en pueblo, llega para
salvarnos del dilema. Cando el doctor humildemente cuestiona el título de la tesis, la
estudiante le dice: “¡Pero los indios viven al margen de la civilización!” El médico
entonces responde: “Sí, es cierto, pero eso no es culpa suya. Es culpa nuestra, de todos
nosotros.” Moral de la historia: los pueblos indios de hoy no son más que un remanente
desafortunado de un pasado destruido, y es deber y obligación del México mestizo
civilizarlos para integrarlos a la nación.
Bonfil Batalla propone que no, que la cosa no va por ahí. Que de lo que se trata es de
dos civilizaciones desencontradas (la occidental y la indígena), y que la historia de
México no es sino la historia de ese desencuentro: de los intentos, por parte de la
civilización vencedora, de negar y destruir a la civilización vencida, y de los mecanismos
de resistencia que ésta última ha sabido usar para sobrevivir más de quinientos años. La
ideología detrás de la nación mestiza representada por ese “primer mexicano” del mural
de Diego Rivera no es más que un nuevo intento de genocidio hacia los pueblos indios,
del cual éstos se defienden con el arsenal milenario de su civilización.
El desencuentro entre las dos civilizaciones y la imposición violenta de una sobre la
otra es evidente en la experiencia de la Policía Comunitaria de Guerrero. En sus 13 años
de vida, ésta ha logrado lo que el Estado no ha podido hacer en ninguna parte del país:
controlar la inseguridad en una región particularmente violenta. Una de las mesas de
trabajo en Tilapa se enfocó en la situación nacional de seguridad y justicia. En ella se
hizo un balance de la coyuntura actual: una explosión sin precedentes de la inseguridad y
la violencia, militarización del país, sistemas policial y de justicia con una severa crisis de
legitimidad, una política del miedo vehiculada por los medios de comunicación y la
criminalización de los movimientos sociales. El Estado no sólo ha fracasado
rotundamente en el combate a la inseguridad, sino que cada día quedan más evidentes sus
vínculos con el narcotráfico y el crimen organizado. Siendo así, resulta lo mínimo
paradójico que el Estado, en vez de coordinar esfuerzos con esta organización exitosa y
promover su extensión en otras partes del país, insista en criminalizarla.
Como las comunidades rebeldes zapatistas, la experiencia de la Policía Comunitaria
es una evidencia clara de que ese otro México, el México profundo, olvidado, ignorado,
es una fuente viva de alternativas capaces de enfrentar los problemas que más afectan a la
sociedad. Y si el México del poder, siguiendo su tradición centenar de negar esa otra
realidad, continúa rehusándose a reconocer su vitalidad y vigencia, la Policía
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Comunitaria continuará siendo una inspiración para todos los de abajo, de México y del
mundo, y prueba de que sí es posible crear alternativas al margen del sistema,
aprendiendo de esos pueblos que llevan cinco siglos resistiendo.