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y otros animalitos
Erika Mergruen
los trolebuses, los vagones del metro y hasta se ha subido sobre la
fuente de un parque para realizar su número de prestidigitación. No
importa si le dan 10 pesos, 50 centavos o una pastilla para el aliento,
él siempre sonríe antes y después de la función. Aun ante la rechifla
de algunos, sobre todo cuando saca al Fermín del sombrero.Y ¿qué
querían? ¿acaso imaginan la peste de tener conejos vivos en casa
de un mago? No. Puede que sea peor al tufillo de los pollos. Por eso
usa su conejo de felpa, Fermín, que alguna vez fue blanco.
Erika Mergruen
La piel dorada
y otros animalitos
Erika Mergruen
La piel dorada y otros animalitos
2a edición, 2010
© Erika Mergruen
ISBN: 978-970-95402-9-1
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El hada
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grabados. El grabado en cuestión mostraba un conjunto de
setas pintas, grandes hojas de helecho y guijarros donde
pacían las espirales de tres caracoles. Dos de ellos, los más
pequeños, trepaban por las cabezas de los hongos. El más
grande pendía de la punta de una brizna. A partir de ahí
dedicó sus días a dibujar espirales por todos lados, hasta
se ganó un castigo —ella, que era una niña “calladita como
un fantasma” en el que nadie cree— por dibujar una espi-
ral marrón junto al apagador de la cocina. Dibujaba espira-
les en la superficie del agua o en el puré de patatas. Con el
tiempo descubrió nuevas técnicas. Si no hubiese regalado
parte de sus dibujos, sería la poseedora de la colección de
espirales más grande del mundo.
Cada temporada de lluvias sucedía lo mismo: Carmi-
na recolectaba caracoles en su balde anaranjado. Abunda-
ban y cruzaban inconscientes sobre las aceras; y es que su
población crecía, como si el golpeteo de las gotas fuera en
realidad un sortilegio para invocarlos.
Los vecinos ya estaban acostumbrados a la actitud lo-
cuaz de Carmina, o tal vez a nadie incomodaba aquella
recolección, por el contrario. Para algunos resultaba un ali-
vio no descubrir plantas carcomidas por aquellos animales
viscosos, ni tener que comprar insecticidas o contratar un
jardinero que realizara el exterminio. Carmina eliminaba la
plaga de forma gratuita, y todavía más: con suerte recibían
una acuarela o un dibujo a lápiz que, hasta para el más in-
sensible, resultaba un goce para la retina.
Nunca le preguntaron qué hacía con ellos, para qué
los quería. Se limitaban a lanzar teorías al respecto. Unos
decían que con sus conchas Carmina construía pequeños
móviles, como el que colgaba en la puerta de su casa —una
telaraña de conchitas marrones que tintineaban con sonido
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sordo de barro cocido—; otros murmuraban que dentro de
su casa tenía un criadero y que a unos los usaba como mo-
delos para sus pinturas y a los otros los vendía en el Merca-
do de San Juan. Los más perversos imaginaban disecciones
o caracoles cubiertos con acrílico a modo de pisapapeles;
los menos paladeaban las supuestas recetas de escargots que
Camelia inventaba cada temporada.
La realidad era otra dentro de la casa de paredes blan-
cas. Una realidad que se desbordaría con la prolongada es-
tación de lluvias.
Carmina regresaba con la cubeta llena —en otros años
apenas lograba llenar un cuarto del recipiente—, se quitaba
el impermeable y lo colgaba en la argolla de la lámpara del
vestíbulo, sobre el suelo una jerga tenía asignado su lugar
de receptáculo. Se dirigía al baño siempre con sigilo, con la
mirada hacia el piso; lo que más temía era la posibilidad de
que algún caracol se hubiese escapado y perdido en aquel
pasillo de duela oscura donde podría pasar inadvertido para
encontrarlo en el crujido inevitable que anunciaba la muer-
te segura de aquella espiral.
Por azar, o porque ése era su destino, desde siempre el
baño —los azulejos y sus muebles— era blanco. Los mue-
bles eran de porcelana antigua, propios de las casas de los
abuelos: la tina grande, profunda, estaba siempre cubierta
con una lámina de plástico. Dentro se retorcían y chasquea-
ban cientos de conchas. Algunos caracoles eran viejos resi-
dentes, otros habían nacido en cautiverio. La cubeta diaria
elevaba el nivel de aquella masa en movimiento.
Cada tercer día, Carmina los limpiaba con agua, los re-
movía con la mano para buscar algún caracol muerto pues
suponía que aquello de “la manzana podrida en el cesto”
aplicaba en su tina de caracoles. Limpios y húmedos bri-
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llaban y chasqueaban con entusiasmo. Cientos de ante-
nitas observaban atentas la mano que provocaba oleajes.
Entonces ella colocaba cinco lechugas enteras, las enterra-
ba, como si sembrara en surcos fantásticos. A la mañana si-
guiente no encontraba ningún rastro de verdor.
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por su nariz. Algunos caracoles se cobijaron con su cabello
suelto. Se dejó estar, cerró los ojos. Durmió.
Al amanecer, algunos caracoles dormitaban pegados
en sus mejillas, uno le impidió abrir su párpado izquierdo.
Los despegó uno a uno. Salió tan lentamente como ha-
bía entrado. El sol estaba afuera, aguardando culminar la
transformación.
Carmina extendió los brazos e inició su danza sobre la
acera. Los primeros vecinos tardaron unos segundos, des-
lumbrados, en notar su desnudez. Algunos salieron a las
puertas, otros la espiaban a través de las ventanas. Carmi-
na bailaba.
Ellos llegaron. Los vecinos se escondieron, temerosos
de la reacción de Carmina. —Señorita, tiene que taparse,
señorita —ella no contestó. Los ojos de ellos estaban asom-
brados, no tanto por la desnudez, sino por el peculiar tor-
nasol en su piel. —Venga, acompáñenos; tápese, señorita,
que se va a enfermar —ella los miró con desenfado: el hada
de los caracoles no conoce el frío.
A Carmina se la llevaron ese jueves. La temporada de
lluvias duró un mes más.
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Simbiontes
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White
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Andrés se sentaba detrás mío. Era un biólogo desqui-
ciado en potencia. Por su pupitre pasaron cuantas alimañas
permitidas: culebritas de agua, camaleones, tortugas chinas,
chapulines, arañas patonas, y por supuesto sus favoritas:
las ratas blancas.
Justamente, en uno de esos regresos victoriosos del
mingitorio, me topé con Andrés. Estaba en el corredor, re-
cargado contra el muro, cerca de la puerta de nuestro salón.
Tenía los ojos rojos, las fosas nasales llenas de mocos que
sólo lograba embarrar en la manga de su suéter azul. Llora-
ba, pero no como las escuinclas que berreaban, no, su llan-
to era terriblemente silencioso. Un pinche güerito (ni de su
nombre me acuerdo) había traído una rata blanca. Andrés
cargaba con la suya todos los días, muy bien entrenada: se
llamaba White y sólo asomaba el morrito por la bolsa de su
camisa (ésa, la que tenía el escudito bordado). Y el güerito,
claro, no podía quedarse atrás. Juntó a las ratas para que se
conocieran, supongo. Se armó la batalla ratonil. El maestro
detuvo la algarabía y expulsó a Andrés del salón con todo
y cargamento.
[Sintió la punzada en su vientre y recordó sonriendo la
absurda situación. ¿Cómo podía lanzarse en picada a sus
recuerdos infantiles?: el pánico del primer día de clases en
su escuela nueva, el quinto año de primaria, el maestro Ra-
món. Y ese güerito desabrido ¿Ralph, se llamaba? Un res-
plandor anaranjado asomaba por las diminutas grietas que
tenía frente al rostro, un nuevo picor le sacudió la nariz, era
olor a carne quemada. Acostado, oprimido, inmovilizado
por las varillas y el cemento troceado, ahí, en su pequeña
cueva impuesta recordó a la White.]
Me acerqué a Andrés. Abrió sus manos y me mostró
su cargamento. Ahí estaba la White, con el pelaje transfor-
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mado, como si alguien le hubiese untado manteca, señal
de que no volvería a asomar el morrito por el bolsillo de
Andrés. Sus ojillos semientornados, el hocico abierto, y el
espasmo de cada respiración. En el costado había una pe-
queña hendidura rojo por donde podía ver (con esa per-
versa fascinación de niño) algo diminuto que adiviné eran
entrañas. Nos sentamos lado a lado, cómplices de algo pa-
recido al consuelo.
—Si se muere, la White no se va ir al cielo— me dijo
Andrés.
Así era, según los cánones de nuestro mentor el padre
Ignacio. O por lo menos eso había respondido ante la pre-
gunta de una niña cándida y piadosa:
—Padre, ¿y los animalitos se van al cielo?
—Sacrilegio, no, de ninguna forma, los animales no
tienen alma.
[El tremor se detuvo, pero el polvo entraba por cada ra-
nura de aquella prisión. El dolor se había ido. Sólo queda-
ba el hormigueo y el presentimiento de que algo dentro de
él había terminado por reventar. Aquella certeza regresaba,
aquella del pelaje. Pero la fatiga y el terror lo habían invadi-
do, no quedaba conciencia para lamentar su final. Entrece-
rró los ojos aferrado al recuerdo de sus ratas blancas.]
De los ojos de Andrés escurrían grandes goterones,
apretaba los labios, por supuesto los hombrecitos no llo-
ran, no señor, y menos porque el sacrosanto padre Ignacio
afirmó que los animales muertos se iban a ningún lado. La
White murió.
[La White, tan perfectamente blanca que sólo podía
nombrársele White. De su pequeña jauría de ratas blan-
cas, sin duda esa había sido su mejor logro. Era como un
perro miniatura, respondía a su nombre, se levantaba en
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dos patas para pedir golosinas y doblaba las orejas en se-
ñal de sumisión ante la caricia del dedo índice. Su mejilla,
apelmazada contra algo que había sido el piso de su cuar-
to, sintió un tremor sutil de la tierra. A lo lejos las voces se
tornaron aullidos.]
El salón, aquel año, nos tocó en el tercer nivel. El re-
cuerdo asomó al encontrarme con esos ex compañeros:
—Qué sorpresa, estás igual, a quién has visto, yo soy arqui-
tecto, ¿abogado?, pues la vida da vueltas, y te acuerdas del
chavo de las ratas, cómo, no supiste, se murió en el terre-
moto, se le vino el edificio encima, ¿qué cosas, no?
Nos despedimos, algo incómodos. Y qué, ¿les tenía que
contar la historia?, ¿para qué? Bastaba con sacar la lista de
honorables respuestas: cuánto lo siento, qué terrible, qué
infortunio.
[Y ahí asomó, entre los escombros, blanca, luminosa y
nuevamente tersa como copo de nieve. Había regresado.
Andrés sonrió cansado. Sintió su naricilla húmeda en sus
párpados. La rata dobló sus orejas en señal de sumisión y
se le acurrucó en la barbilla. Ahora podría cerrar los ojos y
dormir arrullado por el cosquilleo de los bigotes. Dormir,
y no regresar.]
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Nathaniel
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La panadería
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vivir en la panadería si el horno vocifera como aquel mons-
truo del cuento que devoraba marineros?
La condenada lagartija se le queda viendo a Mathiana
sin ningún respeto. Ella le devuelve la mirada con el rabi-
llo del ojo mientras amasa y amasa sin detenerse. Hasta las
manos le arden. Entonces, simulando, entre los dedos pul-
gar e índice hace una bolita de masa. Espera. Y ¡fium!, lanza
la bolita directo al animal con ganas de darle entre los ojos.
El reptil la esquiva y se esconde veloz en la hendidura. Tar-
da unos minutos en asomar de nueva cuenta.
Mathiana sigue amasando, una y otra vez. Sólo se de-
tiene para regresar a la mesa del pan de sal y dar un pu-
ñetazo a la masa levada. Piensa que la masa hinchada es
como esas embarazadas que más tarde curiosearán por los
estantes de la panadería: tan hambrientas de pan inflado,
de dulzor esponjoso, de panes repletos de crema pastelera.
E imagina que el horno no es una boca sino un gran vientre
que gesta las figuras creadas por los magos de la levadura.
Poncha, amasa y golpea la preparación contra la mesa
de trabajo: diez, veinte, treinta veces. Dirige su mirada a la
hendidura de la pared donde la veladora juega a formar
sombras con la lagartija espía. Otra vez hace una bolita de
masa, simulando, sigilosa y trabajadora para ¡fium!, lanzár-
sela, que en una de esas hasta deja tuerto al reptil (¿y qué
sería, la mitad de un mirón?). Seguro el calorcito le calienta
muy bien la sangre a la sabandija porque al último proyectil
lo esquiva mejor. Igual le ocurre a Mathiana, se activa y suda
copiosamente: le hierve la cabeza, le hierven los senos y los
pliegues de su cintura se pegan los unos con los otros.
Las masas levan. Entre amasada y amasada se interca-
lan lanzamientos poco certeros. Algunas bolitas de masa
rebotan contra la veladora o se pegan en la imagen del
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santito. De las que rebotan algunas caen al suelo; otras van
directo a la llama para crepitar: Mathiana supone que aque-
llas bolitas se convierten en bollos diminutos con los que se
alimenta el santo. La lagartija aprovecha los devaneos de
Mathiana para escabullirse y atrapar con su boca una ma-
sita que yace sobre la repisa.
El calor ya puede nombrarse infernal. Las masas levan
sin recato alguno. Mathiana revisa el horno, checa el ter-
mostato y abre la puerta: las flamas amarillas y azules bai-
lan. Todo está en orden. Regresa a la mesa de trabajo, ya no
a dar puñetazos sino a moldear la masa de sal como, pien-
sa, sólo los magos de la levadura pueden hacerlo.
Mathiana llena charola tras charola con las figuras e
inicia la misma secuencia de otros días: llenar, meter, sa-
car. Observa el reloj para no perder al segundero de vista,
aunque es el aroma a pan recién horneado lo que sirve de
indicador. Cree que comparar un olor con el espasmo epi-
léptico de un segundero es ocioso.
La lagartija se aventura más allá de la repisa: llega hasta
el techo para luego bajar a los sacos de harina vacíos. Ma-
thiana la sigue con la mirada y donde pone el ojo casi pone
la bolita de masa.
Ya saca charolas repletas de pan dorado, ya las acomo-
da en las repisas, ya regresa a la mesa de trabajo para llenar
más charolas y preñar el vientre del horno.
Por fin se exaspera ante su falta de puntería. De una boli-
ta pasa a un puñado de masa que arroja con tal vehemencia
—mas con el mismo mal tino— que no sólo derriba la ima-
gen del santito, sino la veladora que va a dar sobre los cos-
tales de harina vacíos. Se enciende una llamarada, pero sus
manos que amasan día tras día también son tenaces al arrojar
una cubetada de agua para apagar el conato de incendio.
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La maldita lagartija huye hacia el horno. A Mathiana,
con el susto, la temperatura le sube dos grados centígrados.
Alza la imagen del santo que ahora tiene el vidrio roto. La
veladora se va con los costales mojados al bote de basura.
El corazón le brinca dentro de las costillas, trata de mo-
delar la masa pero los bollos crudos le quedan dispares.
Y arriba en el techo, sobre el horno, la lagartija la observa
burlona.
El aroma no le avisa pero sí el segundero, tiene que sa-
car una charola del horno. Abre, saca, no cierra. Mira de
reojo, toma un bollo recién hecho que le quema la palma,
lanza sin pensarlo y ¡paf!, le da. El reptil cae y asustado, o
atontado, se mete en el horno.
Las llamas se avivan. Mathiana deja caer la charola y los
panes recién hechos ruedan por doquier. Observa a la la-
gartija contorsionándose entre las llamas. Cree que se está
quemando pero enseguida descubre que el reptil danza
mientras la mira con sus ojos de canica. Hilillos de fuego
escurren del horno y trazan caminitos por el suelo de ce-
mento como si de hormigas iridiscentes se tratara.
Mathiana palpa, introduce la mano poco a poco: sólo
se siente un calorcito. El fuego tampoco la quema a ella y
cree que al fin tiene a la lagartija acorralada. Entra con pre-
caución, camina a gatas. Las llamas también danzan alre-
dedor de ella. El horno, desde adentro, es más grande que
una boca o que un vientre. Tiene el tamaño de una bóveda.
Sigue al animalejo que huye hacia la profundidad. El humo
y el calor producen un torbellino que se eleva como un tira-
buzón candente. Mathiana se levanta y corre tras el animal.
El aroma a pan recién horneado impregna todo. Las llamas
entreveran las siluetas que se alejan hasta perderse en un
punto que resulta inalcanzable para la vista común.
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Moscas
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Todo aquel que haya escuchado el perturbador zumbido
cerca de su oreja podrá entender la temible grandiosidad de
estas moscas que amorosamente llamamos suegras.
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Gag
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Observaba a Gabriel y me parecía que su actitud no era
del todo extraña, sino sólo una réplica de las nuestras; como
cuando nos topamos con un gran aparador y observamos la
mercancía: un vestido rojo en un maniquí esquelético, una
muñeca de porcelana antigua o las ambientaciones navide-
ñas repletas de pinos de plástico y esferas de unicel. Obser-
vamos y seguimos de largo, sin entrar a la tienda. Lo mismo
hacía Gabriel: observaba el aparador del mundo para luego
seguir de largo al departamento. Simplemente decidía no
entrar a las calles.
Aquel día, después de correr como desaforado, acep-
tó salir a la recepción. Parece un niño en una pecera, decía el
conserje. Como todos los días se sentó frente al ventanal y
comenzó su balanceo. Ya había yo leído diez páginas del li-
bro en turno cuando, de reojo, vi a Gabriel detenerse. Tras el
ventanal, un perro ordinario, café oscuro, lo miraba. El niño
colocó la palma sobre el vidrio, a la altura del hocico del ani-
mal; el perro embarró la nariz húmeda del otro lado. Gabriel
movió su mano de un lado a otro, imitando un oleaje en cá-
mara lenta; el perro seguía esa marea imaginaria. Tal vez en
el territorio del niño existían mares adormecidos y los vi-
drios no eran fronteras. Gabriel reía, se carcajeaba. Entonces
el perro comenzó a ladear la cabeza de un lado a otro, lo que
para algunos es señal canina de que tratan de entendernos.
Gabriel comenzó a imitarlo como si uno y otro, por turnos,
fueran el espejo del otro. Ante mis ojos, por primera vez, aso-
maba la posibilidad de un puente que uniera ambos lugares:
la posibilidad de traer a Gabriel de vuelta.
El perro decidió irse, y Gabriel gimoteó. Calló y reanu-
dó su acostumbrado balanceo.
En la mañana de su séptimo cumpleaños fui directo
a la tienda de animales que me resultó odiosa a causa de
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la pestilencia de los pájaros que gorgoriteaban encerrados
en sus jaulas; ignoré las peceras, las ridículas ratas sin cola
—hámsters les llaman— y busqué a un empleado: quiero
un perro café, ¿de qué raza?, de raza café oscuro.
Ignoré las risillas maliciosas de los encargados, pagué
con la tarjeta y salí con el cachorro bajo el brazo. Me dirigí
a la papelería de la esquina: quiero un moño rojo, ¿de qué
tamaño?, del tamaño del cuello de un perro café oscuro.
Gabriel ignoró mi abrazo y mi voz desafinada que cantaba
Las Mañanitas, pero dirigió la mirada y las manos al cachorro.
Le puso nombre, más bien yo quise creer en un bautizo: Gag.
Cuando él jugaba con el perro exclamaba Gag.
Los días pasaron dentro del departamento al igual que
pasaban tras el ventanal de la recepción. Gabriel llamaba a
Gag, yo lo secundaba con “se dice perro”, gag-perro, gag-
perro mientras imaginaba a Gabriel construyendo los ci-
mientos de un gran puente.
Comenzaba a acostumbrarme a aquella bola de pelo
que meneaba la cola, no así a sus excrementos pastosos
que Gabriel confundía con cucarachas de ningún-lugar y
a las que aplastaba mientras recogía al perrito con actitud
protectora. Yo limpiaba pisos y suelas, a la vez que intenta-
ba anticiparme a las gracias del perrito antes que Gabriel
diera el zapatazo.
Una, dos, tres semanas. El cachorro emitió sus primeros
ladridos. A Gabriel pareció inquietarle: se quedaba quieto,
con la mirada perdida en cualquier muro. Tardó unos días en
descubrir que aquel sonido seco provenía del morro de Gag.
Si sonaba el teléfono, tocaban el timbre o se oía una
ambulancia a lo lejos, Gag ladraba. Gabriel se apresuraba a
cerrarle el morro con los dedos, suavemente. Lo cargaba y
se balanceaba. Al contemplar esa reacción me parecía ver-
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lo caminar por el puente, indeciso ante abandonar aquella
orilla, la de su mundo.
Cuatro, cinco semanas. El perrillo no paraba de reto-
zar, corría por doquier y ladraba con desenfreno. Gabriel
lo perseguía con un gesto de aflicción y con la necesidad
vehemente de proteger, o callar, al animal. En medio de tal
algarabía yo intentaba mantener nuestro precario equili-
bro cotidiano.
En ello estaba esa mañana, con las narices sumergidas
en el refri: algo se había descompuesto y debía abrir cada
bote para encontrar de dónde provenían esas emanaciones.
Y tal vez por ello no me preocupó la calma repentina; al
contrario, algo de sosiego siempre era bienvenido. Gabriel
se había sentado y se balanceaba en silencio.
Descubrí la col rancia. La tiré y puse a remojar el traste.
Gabriel mecía a Gag. El perro parecía un bebé dormido. Me
acerqué, restregándome la nariz impregnada del tufillo. El
cachorro tenía la cabeza extrañamente caída sobre el ante-
brazo de Gabriel. ¿Qué hiciste?
Gabriel cruzó el puente corriendo, se paró frente a mí
y sin aquella muralla acuosa en los ojos me sonrió. Traté
de arrebatarle al Gag muerto. Él lo abrazó, protegiéndolo y
huyó a su habitación.
En verdad lo intenté. Intenté quitarle el cadáver del
perro, pero cuando lograba sujetarlo Gabriel comenzaba
a gritar aterrorizado, se sacudía violentamente y me arro-
jaba cualquier cosa que tuviera a la mano. Terminó atrin-
cherándose en su cuarto. Ni siquiera pude sorprenderlo en
la noche, él ya no dormía y sus sentidos percibían la más
mínima vibración.
Decidí usar calmantes, suficientes pastillas para que
durmiera. Las diluí en el vaso de agua de limón que siem-
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pre incluía en su cena, todo puesto sobre una charolita que
yo dejaba en la entrada del cuarto. La gente también come
en ningún-lugar. Aguardé un par de horas.
—Gabriel. ¡Gabriel!
Él estaba profundamente dormido. Entré al cuarto y le
arranqué aquel cuerpecillo fláccido; mis manos adivinaron
la consistencia de la carne licuada. El hedor fue lo de me-
nos, toda la casa hedía a perro y a col rancia. Mi nariz ya
estaba acostumbrada. Bajé a la recepción y arrojé el cadá-
ver al basurero general.
Gabriel sigue dormido. Han pasado varios días y no
logro erradicar la hediondez del departamento; creo que
ningún-lugar nos ha invadido. Temo abrir la puerta de sa-
lida y que entre a las calles. Aunque sé que va y viene por
las ventanas. Los vidrios no son fronteras.
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Conversemos
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puse que era algún intelectual fugitivo del psiquiátrico, o
un hombre de bien caído en desgracia, víctima de alguna
telenovela o de un pasón. Además, ya bien visto, la cuenca
no supuraba. Era un espejismo provocado por la piel abri-
llantada que la cubría. Piel cicatrizada. Alguna explosión
había quemado la zona y supongo que también el ojo de
mi interlocutor.
—Lo nimio nos avisa. Pero, dígame, ¿quién pierde su
tiempo en insignificancias? Sólo las personas como yo, las
que tienen ¡gran imaginación! Ya usted está pensando “que-
rrá decir orates”, y no. No. No necesito imaginar cosas por
ahí, que el tiempo no me sobra. Todo está a la vista. Bueno,
a la vista del que se fija, del que sabe cuándo detenerse a
observar un papelillo metálico, o la rondana abandonada
en el filo de un escalón, o el alfiler sin cabeza que se quedó
clavado —Dios sabrá desentrañar el misterio— en la cor-
teza de un árbol.
—Y sí, he visto cómo los cerillos caminan y cómo las
colillas abren pequeñas bocas para emitir largos aullidos de
dolor. No ponga esa cara de incrédulo. Si se burla allá us-
ted: ¡el que ignorante vague, el abismo se lo trague! Un día
muy caluroso hoy, y del calor hay que huir y al calor hay
que respetar. Le digo, es una pequeña rebelión, ¿qué otra
cosa puede ser si actúan con tanto sigilo y discreción? Y no
sólo eso, ellos se defienden feroces, mi cuenca chamuscada
no me dejará mentir. Estoy seguro de que se agrupan en al-
gún sitio, un lugar oculto pero, eso sí, muy seco.
Ni hablar, el morbo es como un caramelo. Cualquiera lo
disfruta. Y ya que había tenido la paciencia de oír esa sarta
de sandeces, lo menos que esperaba era conocer la supues-
ta batalla donde el vagabundo-barba-azul había perdido el
ojo. Escuché la perorata sobre la cantidad de objetos que fa-
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bricamos y de cuántas partes puede constar cada uno, como
si el mundo se tratara de una cajita china. El vago al fin sacó
de una de sus bolsas un par de cerillos. Uno con la cabeza
verde y el otro con la cabeza morada como obispo.
—Si se lo permite notará gran belleza en los colores.
Apreciará que sus formas no son idénticas. Es sólo un par
de cerillos ordinarios, pero trate de enumerar las variacio-
nes existentes entre uno y otro. Claro que tienen su encan-
to pero los coleccionistas que mienta usted no se interesan
en el cerillo en sí, sino en el conjunto, en la envoltura: las
cajitas, las carteritas de cartón impresas con logos de res-
taurantes, hoteles, países o ciudades; hasta de cartelera de
anuncios los han utilizado. Nadie presta atención a esta pe-
queña parte del conjunto. Obsérvelo: un cerillo solitario.
—Uno a uno, siempre juntos, apretados y ordenados en
filas como un buen regimiento. Si son de madera contabili-
ce cuántas micro astillas saldrían de uno solo; y si pulveri-
zara el fósforo obtendría miles de partículas. No se detenga
¿qué hay de los fabricados con papel encerado? Desenrólle-
los y únalos uno tras otro, y otro, y uno más, y así hasta que
pasen soles y lunas, ¿podría usted darle la vuelta al mundo?
Sí, son pequeños y ya lo dijo usted: cotidianos. Pero nunca
insignificantes. Dese cuenta: en ese supuesto está el culti-
vo ideal para reproducir a los gérmenes más voraces, esos
que hacen añicos la historia. Todo está ahí, en los pequeños
detalles que invaden la superficie por donde usted y yo ca-
minamos, sin que nadie, o casi nadie, lo note.
Por supuesto que me describió su colección de cerillos,
que sólo guardaba uno de cada ejemplar y que aun así los
consideraba peligrosos. Me contó que los guardaba en cajas
con cerradura, pero de cristal para que lucieran. Las cajas
eran oblongas, de tres centímetros de altura por medio me-
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tro de largo, con el fondo cubierto por una capa de arena de
un centímetro de espesor donde encajaba cada cerillo para
exhibirlo bien parado. El vago tenía razón. En definitiva hay
que tener suma precaución al espiar a través de cualquier
ranura, por muy pequeña e insignificante que parezca. Pa-
rece mentira que explosiones tan dañinas aguarden en los
lugares más insospechados. Cuestión de prestar atención
a lo más nimio. Y no creo necesario entrar en detalles, es
que usted nunca ha visto a un cerillo caminar, por lo que le
costaría trabajo seguir esta conversación.
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La plaga
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Durante más de veinte años se logró estabilizar la tasa
de crecimiento, que no la de natalidad, pero esta última no
es una agravante. Urbanistas, sociólogos y planificadores
expertos han logrado un exquisito equilibrio en el ecosis-
tema urbano: ¿no encuentras empleo?: te vas al exterior;
¿quieres una casa más amplia?: te vas al exterior; ¿Te han
multado más de cinco veces?: te vas al exterior; ¿Te enamo-
raste de un externo?: te casas y te vas al exterior.
En definitiva, el trabajo más arduo compete a mi sector
laboral cuya función es detectar a los ilegales fuera, dentro
y justo en el paso de la frontera. Es sabido que los transgre-
sores son inextinguibles, al igual que su imaginación. Por
ejemplo, aunque en nuestras lindes no tenemos ningún río,
sí tenemos mojados que se aventuran a acceder a la ciudad
por el sistema de drenaje. Sin duda este fue un duro golpe
para la seguridad de la ciudad ya que resultaba imposible
apostar un vigilante en cada alcantarilla; las redadas au-
mentaron un 53 por ciento lo cual no bastó para evitar la
deshonrosa destitución del Secretario en funciones.
La ampliación de las actividades de patrullaje a todos los
subterráneos de la ciudad dio lugar a aquel caso sonadísimo
(tendrá cinco años) de un grupo de ilegales que descubrió
túneles prehispánicos que comunicaban distintos puntos.
Fue un gran hallazgo, y en su momento se construyó una
sala especial en el Museo de Antropología e Historia para la
variedad de piezas encontradas durante nuestras rondas.
El problema parecía no tener solución hasta la entrada
en escena del externo Arizmendi (único externo en la historia
en lograr su residencia otorgada por el presidente de nues-
tra república en acto oficial) que se logró controlar la plaga
de ilegales. Químico amateur, Arizmendi inventó una sus-
tancia inodora y no tóxica que resplandece en la oscuridad.
33
Cada día se vierten casi dos mil galones de Brillex en la red
de drenaje de la ciudad y cualquier cosa o persona impreg-
nada con la sustancia resplandece durante un periodo de 8
a diez días. Al principio la fosfórica luminosidad provocó al-
gún revuelo, en dos días los reportes sobre criaturas sobre-
naturales se duplicaron, mas con la pertinente información
a nuestros ciudadanos el pánico fue controlado. El estricto
monitoreo del proyecto Brillex determinó que éste no sólo
apoyaba en la detección de ilegales, sino que su repercu-
sión social era inaudita. Por un lado alimentaba la fantasía
infantil y la tradición oral, y por otro aligeraba la tarea del
control de plagas, ya que insectos y roedores eran localiza-
dos de inmediato para su exterminio eficaz.
Pero no seguiremos con estas anécdotas, historias y
divertimentos que a final de cuentas no lograron alterar
el orden de manera trascendente. Lo que nos compete
es la serie de sucesos que se ha desarrollado en los últi-
mos meses y cuyas repercusiones alterarán los más sólidos
reglamentos.
El primer reporte provino de mi sector. Se detectó una
zona deforestada y en los dos días subsecuentes aparecía
en ella un trazado perfecto. El aviso fue remitido a las au-
toridades para su cotejo con las órdenes correspondientes.
El resultado fue que ningún urbanista había autorizado ta-
les acciones.
El suceso parecía un caso aislado hasta que aparecie-
ron otras zonas ya con calles asfaltadas y lotes cimentados.
Nuestra experiencia supuso la aparición de algún gru-
po subversivo que intentaba urbanizar el perímetro de la
frontera. Se ordenó dinamitar las incipientes construccio-
nes, pero el proceso de demolición sólo conseguía acelerar
el proceso de urbanización. Diversas patrullas reportaban
34
edificaciones completadas, calles, banquetas, semáforos y
hasta nombres en las calles.
Se organizaron grupos especiales, pero no bien pasaban
por un área sin novedad, al regreso encontraban locales, ca-
sas de interés social y hasta una iglesia que el equipo de lim-
pieza se negó a demoler. Emergieron colonia tras colonia,
con sistema de aguas, luz y todos los servicios necesarios,
esperando nuevos moradores. Los primeros en llegar fueron
los perros callejeros y algunos gorriones que tomaban el sol
posados en las líneas de conducción eléctrica —y supongo
que los nuevos drenajes empezaban a ser poblados por roe-
dores y crujientes cucarachas todavía fosforescentes.
La Secretaría de Fronteras pidió ayuda a la de Defensa y
a la Agencia de Inteligencia, el objetivo común era descubrir
y desmembrar al nuevo grupo subversivo. Y asistiendo la la-
bor estaba yo, uno más de los agentes que se sumaban al
esfuerzo conjunto para erradicar este novedoso malestar.
Nuestro equipo diseñó una nueva estrategia, localiza-
mos una zona con trazado y nos quedamos en vigilancia
de 24 horas, organizamos turnos, posicionamos cámaras
de día y de infrarrojos, todo camuflajeado; tarde que tem-
prano los localizaríamos, a ellos, construyendo, erigiendo
castillos, paredes, colocando ventanales, bautizando calles.
Ellos caerían.
Fue, quizá, en la tercera noche, mientras fumábamos un
cigarrillo e intercambiábamos anécdotas fronterizas, cuando
aquello comenzó: al principio era un suave murmullo, ruidos
inexactos que parecían provenir de la ciudad. Luego el mur-
mullo aumentó hasta convertirse en un enjambre de sonidos
estruendosos que nos rodeaban para luego ubicarse sobre
las zonas todavía desiertas, más allá de la frontera. Rugidos
de motores, cláxones de distintos tonos, voces humanas en-
35
tremezcladas, risas y quejidos, campanas de torres, timbres y
teléfonos, aviones invisibles que surcaban el cielo al tiempo
que el terreno se convertía en trazado y este en asfalto, y las
casas se levantaban de la nada ante nuestros ojos desorbi-
tados. Las cámaras grababan, todo quedó registrado. En se-
gundos todo fue silencio nuevamente y sólo un resplandor
anaranjado iluminó la noche. A lo lejos, resplandores simi-
lares asomaban desde otros pasos fronterizos.
Los altos mandos quedaron atónitos ante nuestra gra-
bación. El supuesto grupo subversivo era inexistente. Bajo
juramento, todos hemos guardado silencio; los videos fue-
ron clasificados con Alta Seguridad. Hasta ese momento co-
rrieron rumores de que nuestras cintas no eran las primeras,
parecía que a lapsos intermitentes dicho fenómeno se ma-
nifestaba en distintos puntos de la frontera. Unos hablaban
de periodos de cinco años, otros de diez. Y aun se murmu-
raba sobre un centro de investigación donde la élite de los
académicos trataban de resolver el misterio. Pero todo esto
son sólo rumores prescindibles en nuestras labores cotidia-
nas. Son los problemas inmediatos los que deben recibir la
atención mediante el esfuerzo de los mecanismos estatales
siempre comprometidos.
Se decidió seguir, ante los medios y la opinión pública,
con la historia de un supuesto grupo terrorista de ilegales,
los últimos integrantes del Movimiento Libertinum. Algu-
nos ex integrantes regresaron, por recomendación, al pro-
grama de reformación.
•••
36
la gente comienza a adueñarse de casas, comercios y par-
ques industriales. En términos legales, prohibir la ocupa-
ción ha resultado improcedente: los nuevos habitantes son
externos en zonas del exterior.
El verdadero conflicto radica en quién o quiénes tienen
los derechos sobre estas tierras, y a quién o quiénes corres-
ponden los impuestos y las obligaciones de las nuevas zo-
nas conurbadas.
Se ha propuesto la reubicación de las fronteras. En los
próximos días se presentará el proyecto para su estudio, y
diputados y legisladores votarán seguramente de manera
unánime a favor. Considero que este sería el único méto-
do factible para encerrar a la ciudad de nueva cuenta, por
lo menos por un par de décadas más. Claro, el mudar la
garitas nos exigirá un esfuerzo mayor. Pero, nosotros, los
servidores públicos, siempre seremos materia dispuesta. Y
cualquiera con sentido común estará de acuerdo conmigo.
37
El pastor y su rebaño
EL CONGAL DORADO
presenta
XXX
Hierva toda-toda-toda la noche con
LA SINUOSA DEYANIRA
LA ARROLLADORA LIZBETH
y su serpiente
y
NUESTRO NÚMERO PRINCIPAL:
ROLANDA LA MALDITA
y su bañera candente
38
te, todos mis empleados cobran a tiempo, les doy sus vaca-
ciones y permisos, hasta médico particular. ¿O qué? ¿no te
acuerdas cuando la culebra esa le mordió la teta a la Lizbe-
th? ¿Quién la llevo al cirujano? ¿quién le pago todo? Yo me-
rito. Hasta flores le llevé al hospital. Entiéndeme, pues, mis
números son bien limpios, puro homenaje a la buena cur-
va femenina. Ya ves cómo le fue a esa loca que se masturbó
con una tutsi-pop, ahí enfrente de mis clientes: ¡porquerías
en mi negocio ni madres, te me largas con tus tanguitas y
tus inmundicias a la calle! Todo limpio y de buen gusto, es-
pectáculo fino. Total ¿quién se muere de una calentura? Y
pues lo que hagan ellas por su lado no me incumbe, y si me
dan comisión es por agradecidas. Yo soy pastor de mi reba-
ño, entiéndeme, a mí que no me vengan con chingaderas y
llevamos la fiesta en paz.
39
San Guijuela
40
aprendió a cumplir las mínimas reglas de higiene y asep-
sia: una botellita de alcohol y borlas de algodón para cada
trabajo terminado.
La mayor dificultad en el oficio del grabado epidérmico
no radicaba en concebir el icono o en dibujar la guía con
plumón, ni en cortar por primera vez; lo que resultaba ar-
duo era mantener el dibujo siempre fresco: la fatalidad lle-
gaba cuando alguna figura se transformaba en un montón
de costras. Entonces Samuel debía buscar otros poros, otros
pliegues y esperar con paciencia de santo a que cada cos-
tra cayera por sí sola. Nunca olvidaba que el cuaderno epi-
dérmico no posee folios en blanco ilimitados; aprovechar
cada espacio, dejando aires entre una y otra figura para lo-
grar armonía, era la consigna. Sólo los ojos dotados de un
artista eran capaces de ello.
Y ella los tenía (tal vez ocultos entre las ventosas), ella
poseía los ojos de un artista. Porque, sí, las sanguijuelas son
sabias y aprenden lo que ven. Durante una tarde lluviosa,
ahí, junto a la banqueta, en un charco lodoso, la encontró.
Ondulaba junto a una corcholata oxidada. Samuel introdu-
jo su mano en aquel brebaje de calle para rescatarla. Algo
había leído en una revista científica; estaba seguro que era
una sanguijuela medicinal (Hirudo medicinalis), de las que
podían vivir en contenedores llenos de agua destilada con
agujeritos para su ventilación y en temperaturas no mayo-
res a 15 °C. Se la llevó adherida a su palma, agarrada a él
con sus tres mandíbulas. Y no se soltaría hasta beberse una
o dos cucharaditas de sangre caliente. No la culpaba, en esa
tarde lluviosa él también deseaba algo de tibieza.
Un frasco con tapa bastó. Desde entonces compartían
el refri. Al principio ella sólo fue espectadora de sus tra-
zos; con el tiempo emitió una que otra opinión, hasta que
41
se convirtió en la herramienta exclusiva. Samuel abandonó
su navaja. Porque, sí, las sanguijuelas poseen una gran in-
tuición en esos cuerpecillos oscuros, fríos y gelatinosos que
escurren a la vista.
La primera vez, Samuel la colocó, aún goteando agua,
sobre su antebrazo donde, previamente, había trazado el
boceto con plumón no-tóxico. La sanguijuela siguió el ca-
mino surcando la epidermis, grabando la piel con una línea
estilizada que se mantenía roja, por varios días, gracias a su
anticoagulante natural.
Muy pronto ella prescindió de los bocetos; recorría la
piel de Samuel sin dar pista alguna sobre lo que dibujaría.
Samuel cerraba los ojos durante la sesión de grabado, cuan-
do la sentía desprenderse miraba para susurrar sorpresa —no
gritaba, a nadie le incumbía su amistad con la sanguijuela.
Pasados los días la ropa ya no bastaba para cubrirlo por
lo que decidió no salir más de su departamento ni cubrir
su desnudez a menos que el frío arreciara —que lidiar con
sermones no era su oficio, él y ella eran artistas—; calculó
que las latas de atún y de salchichas en salmuera bastarían
para un mes de retiro espiritual. Sólo era responsable de
proveerse una dieta rica en proteínas. No quería provocarle
anemia a la sanguijuela —enfermedad que de seguro aca-
rreaba graves repercusiones sobre la creatividad.
Y así pasaban los días, tan sigilosos como el ir y venir
de la sanguijuela. Ella y Samuel ocupaban las horas en ima-
ginar posibles diseños y lograron implementar una técnica
para materializarlos. Después de ducharse, Samuel dejaba
que la sanguijuela recorriera las puertas de la regadera plas-
mando dibujos efímeros sobre el vaho.
También estaban los momentos de recreo —que él no
era un obsesivo compulsivo, el descanso también era vá-
42
lido— en los cuales él imitaba a su compañera resbalan-
do sobre el piso o sobre la mesa mientras ella, suspendida
dentro de su frasquito, movía sus ventosas emulando una
sonrisa. Y a veces hubo momentos más íntimos cuando ella
se limitaba a surcarlo sin otro apetito que el de llegar a la
comisura de su boca, sin sangre sobre su piel, para hacer
algo que semejaba un beso.
La sanguijuela no se limitó a recorrer muslos, muñecas
y antebrazos; ella se aventuró más allá. Como en aquel pai-
saje marítimo trazado sobre el estómago de Samuel que a
ella le tomó toda la noche hacerlo. Él no recordaba cuántas
horas de succión necesitó tal obra de arte, parecía que se
había quedado dormido.
La sanguijuela diseñaba o se limitaba a retocar sus
trazos anteriores. Y ocurrió que el asombro primero de
Samuel se diluía, como si el coagulante natural atacara su
entusiasmo.
Quedarían una o dos latas de conservas cuando Samuel
decidió regresar a sus bocetos y un par de veces intentó que
la sanguijuela los recorriera —sí, sobre el plumón no tóxi-
co—. Pero ella insistía en recorrer su propio camino ima-
ginario que resultaba en una sencilla espiral o en un ángel
barroco. La dejaba hacer mientras él miraba a través de la
ventana —sin correr la cortina que todos, malditos, seguro
lo acosaban—. Ni siquiera el ardor constante de su carne lo
sacaba de su ensimismamiento. Hasta dejó de preocuparse
por aquellas primeras letras arruinadas bajo las costras.
El último trazo que observó fue una S sobre su muñeca
izquierda que él ayudó a retocar. La falta de práctica con la
navaja permite explicar por qué sus vecinos encontraron un
cuerpo decorado sobre una sustancia marrón y espesa don-
de relucían los fragmentos de vidrio de cierto frasco.
43
Club del exterminador
(en seis pasos)
44
su cocina. c) El libro —se sugiere un Diccionario de homó-
nimos y antónimos, un tomo de la Encyclopœdia Britannica o
algún rarísimo ejemplar de La guerra y la paz en edición bi-
lingüe— es el simulador de cualquier bombardeo memo-
rable (véase Guernica, 1936; Ciudad de Londres, 1944 o
Golfo Pérsico, 1990).
45
definitivo, y usted osa bajar la guardia, el blátido escapará
ante sus ojos asombrados. No se engañe, estos bichos NO
resucitan, simplemente usted no logró rematarlo.
No olvide tomar una foto o escanear el cuerpo del de-
lito para su envío, pues a vuelta de correo recibirá una cre-
dencial que autentificará su membresía.
46
Pastilla
47
bordado. Al final decidí conformarme, nada más, con vaciar
el clóset de mi cuarto que sería el único en funciones mien-
tras yo estuviera en esa casa.
Y así fue. Había tres maletas formadas y una estivada
sobre éstas. Supuse que encontraría objetos de mi infancia
y adolescencia: una resortera, un trompo o mi colección de
envolturas, de esas que tenían personajes de tiras cómicas
impresos. Sólo encontré un chicle masticado, duro como
piedra, que tendría casi 50 años esperando que una mano
amiga lo extrajera de su vetusta urna.
Apilaba ciertos papeles, arrojaba otros a bolsas negras
para basura, y trataba de adivinar la función de una y otra
cosa: aretes sin par, una media, la tapa de una licuadora,
una bolsita con pilas caducas, la cabeza de porcelana de lo
que imaginé había sido una bailarina. La penúltima male-
ta develó un contenido aún más incoherente: sartenes sin
mango, peltres desportillados, y cucharas sin tenedor ni cu-
chillo —solas y quedadas señoritas.
Los recuerdos trotaban por la habitación haciendo rui-
ditos sobre la duela seca o moviendo las borlas de tercio-
pelo de las cortinas. La sopa de tapioca humeó por ahí, oí
los gritos de los vendedores en la calzada y vi la caja de
lejía con la que Madre intentaba quitar las manchas ama-
rillentas de mis orines. Vi la foto de mi padre fantasma
(por supuesto que me pregunté si la encontraría en una
de tantas maletas). También las mascotas volvían con sus
olores de animalito húmedo, las mascotas que a veces in-
cluyeron a las aves de corral que proveían las ollas de la
nana. Todavía recordaba aquella zozobra al descubrir una
pata de pollo, o un higadito, en la sopa; trozos de aque-
llos cuerpos emplumados que, vivos, alegraban las horas
de mi niñez.
48
Una curiosidad. Encontré, dentro de una lata —de
aquellas que contenían galletas— un reloj de bolsillo.
La pátina había respetado las iniciales L. J. Tal vez en al-
gún álbum familiar encontraría a L. J. (¿sería mi padre
fantasma?).
Intenté sacar la última maleta, la cama rebozaba de ob-
jetos apilados y ya había llenado tres bolsas negras. Pesa-
ba. Me puse en cuclillas para corroborar, entre crujidos de
rodillas y cadera, que la infancia estaba cada vez más dis-
tante. Logré moverla. Miré la esquina del clóset que había
quedado al descubierto. Pensé en ratones. Pero un pequeño
objeto rojo me trajo el recuerdo de aquella piel moteada y
de unos ojos redondos como capulines maduros. Momen-
táneamente la busqué, solía ser escurridiza. —¡Es una rata
inmunda sin cola! —decía Madre— ¡enciérrala o la mato
a escobazos!
La nana me había regalado a Pastilla, un hámster, el
día de mi noveno cumpleaños. El roedor giraba dentro de
una rueda soldada al piso de la jaula metálica. Me engolo-
sinaba con sus movimientos nerviosos y su parado en dos
patas para pedir comida. Era divertido observar sus cache-
tes rellenos: metía pedazos de periódico, trocitos de pan y
todo lo que se atravesara en su camino. Una vez se guardó
un terrón completo de azúcar que yo había olvidado sobre
el escritorio: un cachete cuadrado, se veía geométricamen-
te gracioso.
Sí, sobre el escritorio. Permitía que Pastilla saliera de
paseo por mi cuarto. Yo intuía su aburrición de estar siem-
pre en esa rueda y sus ganas incontenibles de correr y
explorar.
Sabía que roía los libros, mis cuadernos y aun la ropa,
como aquel día que descubrí un agujero en el codo de mi
49
suéter color tabaco, tejido por Madre. El mismo que des-
aparecí arrojándolo en un arbusto del parque. (Madre nun-
ca supo la verdad).
Supongo que el olor de Pastilla fue el que atrajo a los
ratones, o eso inventó Madre. Creo que siempre hubo, y
hay, ratones en esta casa. Madre se dedicó a poner trocitos
de veneno por todas las esquinas de la casa, pero la nana
logró convencerla para que no minara mi cuarto. Pastilla
seguía explorando. Yo tuve la precaución de tapar con una
camiseta la ranura de la puerta, sabía que el mundo exte-
rior era peligroso.
Madre rastreaba los cuerpos de los ratones envenena-
dos y los blandía triunfante —¡mira cómo quedaste, asque-
roso, seco como cecina!—. El veneno, después de matarlos,
proseguía con su función de secado. No olían mal, sólo eran
pequeños roedores momificados sin vendas ni sarcófagos,
ni maldiciones como las de aquella película en blanco y ne-
gro de la matinée. Precisamente fue al regreso de una fun-
ción cuando descubrí que Pastilla había desaparecido. No
estaba en su jaula. La busqué días, la lloré noches. Nunca
regresó. Madre juró que no sabía nada —se perdió y punto
final, te lo dije, las ratas no son mascotas.
Me recargué en la maleta. Aquel objeto rojo era la acua-
rela que, por arte de magia, había desaparecido de mi caja
de colores. Ese año escolar dibujé manzanas verdes, flores
amarillas y pedí prestado carmín para la banderita del 15
de septiembre.
El espejismo de que Pastilla aún anduviera por ahí se
desvaneció cuando vi la telaraña y a su ocupante correr
despavorida por la pared. Removí el nido: una canica azul,
minas de lápices, medio terrón de azúcar, hilos del suéter ta-
baco, y un amasijo que adiviné trozos de periódico sucios.
50
Guardé la acuarela en mi bolsillo. Sólo alcancé a des-
atar una hebilla, un olor apenas perceptible de vejez y ani-
malito húmedo llegó a mis narices. Jalé el pedazo de tela
que asomaba por la abertura: estaba manchado de orines
viejos y excrementos diminutos ya fosilizados. El verdade-
ro nido estaba dentro.
Volví a atar la hebilla y mandé la maleta cerrada al ba-
surero. Es verdad que los salmones regresan a morir al río
que los vio nacer, igual que yo he regresado a la casa de
mi infancia para no darle más cuerda a los relojes. Existe la
posibilidad de que los roedores hagan lo mismo, y de que
Madre haya dicho la verdad: de haberla visto en la maleta,
ella hubiera blandido el cuerpecillo momificado de Pastilla
en señal de victoria.
51
La piel dorada
52
aquel funesto suceso en el parque México nunca volvió a
ser blanco: un gran Rottweiler se lo arrebató, el pobrecito
Fermín sacudía sus orejas de aquí para allá arrojando borla
por doquier. Y es que El Mago no es El Costurero que repare
sus propios instrumentos de trabajo. Sí, algunos rechiflan a
Fermín, pero otros ríen a carcajadas. Que del odio nace el
amor, señores, y Fermín es amor.
El Mago no niega que tiene algunos problemas con el
truco de la guirnalda de pañuelos; es cierto que a veces se
atora en su bolsillo oculto o algún nudo termina soltándo-
se a media extracción mágica. Y sí, sus manos ya no son tan
veloces para el truco de las pelotitas que se multiplican y
son precisamente los niños, tan faltos de inocencia en es-
tos días, los primeros en gritar “ya vi el truco, ya vi el truco,
se vio, se vio”; mocosos mal educados, pero hasta eso son
ellos los que más dan al finalizar la función.
El Mago siempre decía que de todas las criaturas em-
plumadas las gallináceas eran las más repugnantes. Esas
señitos chismosas, de fútil algarabía, con su andar de barco
encallado. Y tan guadalupanas y sumisas… Gallo, gallina,
pollito. Y no contentas con su apariencia guardan mons-
truosos secretos en su interior: higaditos y mollejas con los
que ciertas cocineras osan corromper una buena sopa. Pero
del odio nace el amor, señores, y el estómago lo siente al
igual que el corazón.
Y ahí estaba, frente a La piel dorada, que no era pollería
sino rosticería, donde aquellos pollos sin oficio ni beneficio
se subían a la rueda de la fortuna para girar y girar y girar
acariciados por sendas lenguas de fuego. Ese día El Mago
juntó más pastillas para el aliento que monedas. Con Fer-
mín bajo el regazo miraba embelesado el girar de los pollos.
Sus tripas gruñían —las de Fermín no, que las tripillas de
53
borla son mudas—, y tal bullicio no lo tenía de humor para
realizar su acto de magia frente a los clientes de la rostice-
ría. Míralos Fermín, cómo giran, mugrosos pollos, si parece
que están en la feria, alegres de tan jugosos.
De reojo alcanzó a ver al tercer pollo de la fila 3 mover
las alas a la par que decía: ahora me ves, ahora no me ves.
Y zum, se esfumó.
Por la impresión, o porque no supo hacer otra cosa se
limitó a cantar, desentonadamente, una canción de cuna al
tiempo que zarandeaba al Fermín:
Rueda de fortuna
Llévame a la luna
Bájame a la tierra
Rueda de fortuna
54
Piscis
55
bidos sobre mi palma, una despedida mental mientras caían
al WC y la orquesta del remolino que ejecutaba un requiem
acuático. El pase automático al limbo de las cañerías.
No era el personaje más sociable del círculo lo cual no
anulaba mi cualidad de impecable anfitrión. Los amigos
preferían mi casa como sede de reuniones eventuales. Mi
pecera comenzó a ser el punto central de éstas, todos los
conocidos preferían quedarse unos minutos contemplán-
dola, y halagar a su creador, antes de ir a servirse los tragos
obligados de una velada exitosa. Algunos amigos pregun-
taban sobre las especies de peces, otros deseaban conocer
el origen de la enramada de coral; y los menos me adver-
tían supersticiosos que los peces, en la casa, atraían la mala
suerte. Creencia ésta un tanto absurda, pues basta imaginar
los cientos, o tal vez miles de familias que viven de peces
y pescados y, que yo sepa, no existe registro alguno sobre
rachas aciagas en sus vidas.
La adquisición de libros y de artículos novedosos para
acuarios se volvió un rubro importante en mis gastos fijos:
Guía de los peces tropicales, La ambientación de un acuario, una
aspiradora de pilas, grava traslúcida, algas importadas de Ja-
pón. Y la que fue la más afortunada de las compras: luz na-
tural para la noche. La luminosidad que despedía mi pecera
inundaba la sala y recorría cada centímetro de mi departa-
mento como si en cualquier momento algún pez pudiera
deslizarse por el corredor rumbo a la cocina y dar un co-
letazo a la estatuilla del recibidor. Paulatinamente, cambie
mis reuniones por más momentos solitarios frente a la pe-
cera, y las voces y la música ambiental por el silencio per-
fecto de mis mascotas.
Me parece que el primer indicio de rechazo hacia mis
congéneres fue en el banco, en el preciso instante en que
56
la cajera extendió su mano para darme un comprobante.
Aquella piel me pareció desnuda, tremendamente opaca,
de una resequedad repulsiva, como un trozo de esos pollos
desplumados que exhiben pecaminosamente su color de
muerte. Tuve que concentrarme para evitar el roce más ni-
mio de sus dedos; aquella piel repugnante con la cual tam-
bién yo estaba recubierto.
La situación se hubiese vuelto intolerable de no ha-
ber reorientado mi afán observador. Cuántos detalles pa-
san inadvertidos ante nuestros ojos por la simple razón de
no buscarlos, o no tener los parámetros necesarios para
reconocerlos. He visto por las calles cardúmenes ente-
ros, piernas dorsales, ojos abultados y bocas pequeñas que
aceptarían gustosas un puñado de hojuelas. En algunos ca-
sos podría asegurar la existencia de opérculos en los cuellos
que de haber abierto cuidadosamente develarían agallas
húmedas y enrojecidas.
Pero todavía no logro tolerar del todo el estruendo de
sus voces, su parloteo que lo envuelve todo, a veces esta-
llando en carcajadas, otras carcomiendo con cuchicheos y
rumores. La culpa es del aire, elemento inconsistente don-
de todo viaja para estrellarse contra los muros y los vitra-
les. Si inundásemos nuestras ciudades tendríamos hábitats
silentes, apenas perturbados por el burbujeo y las piedras
que resuenan en las frezas. Entonces no habría necesidad
de correr a casa.
Aquel día acababa de entregar los documentos de un
nuevo contrato, al salir del edificio de oficinas descubrí
un pequeño acuario en la acera de enfrente. Cruce la ave-
nida. Me detuve ante el cubo de los peces marinos para
observar las anémonas adheridas a unas rocas. Se escon-
dieron, mas pasados unos segundos aparecieron mostran-
57
do su interior rosado y carnoso. Pasé a los estantes, hojeé
un libro, y dejé que mi curiosidad buscara alguna novedad.
Encontré un sistema de burbujas de ornato. Ya había en-
tregado el efectivo al encargado cuando los vi, nadando de
un lado a otro, desacompasados, pequeños y de un platea-
do ordinario.
Me dijo que eran los últimos del lote por lo que resul-
taban una ganga, le comenté sobre las otras especies que
vivían en mi pecera y me aseguró que aquel par no re-
presentaban ninguna amenaza, eran de una especie muy
adaptable. Los lleve a casa. En el trayecto cierta decepción
me inundó. Aquellos peces tenían una simpleza absurda.
Pero en mi universo creado podrían aportar un nuevo mo-
vimiento, su ir y venir era vertiginoso.
Unas semanas después, el primer pez anaranjado des-
apareció. Me asomé por todas las paredes de la pecera, pen-
sé que estaría muerto y se habría enterrado, moribundo, en
la grava. Ciertos peces se avergüenzan de su propia muerte,
en eso son tan humanos.
Deje caer la taza de café. La luz del sol iluminaba la pe-
cera como si quisiera delatar al culpable: el cuerpo mutilado
de un pez ángel se negaba a descender hasta la grava e in-
sistía en flotar y enturbiar el agua con su carne blanca. Los
peces plateados nadaban veloces sin detenerse, de un lado
al otro, desacompasados, como lo hacían desde el primer
día. Ese hecho aislado fue sólo el preludio del genocidio.
Dejé de traer nuevas especies a casa. Sólo duraban un
día para enseguida desaparecer sin dejar rastro. Me resigné
a que, uno a uno, los peces se extinguieran. He de aclarar
que mi resignación no fue producto de la apatía, sino de un
dejo de morbosidad; o de ese instante de taquicardia cuan-
do, cada mañana, caminaba por el corredor adivinando cuál
58
habría sido la víctima o si encontraría algún vestigio de lo
que fuese un cuerpo escamoso y colorido, mientras ellos se
deslizaban de un lado a otro, veloces y desacompasados.
Probé darles mayor cantidad de hojuelas a aquellos bó-
lidos implacables. Derrotado, me senté frente a la pecera
para ver, por primera vez, cómo devoraban al último de los
habitantes originales.
Dos días después la zozobra se convertiría en sorpre-
sa atroz. Entré a mi apartamento. Frente a la pecera, sobre
la alfombra, uno de los peces plateados yacía muerto. Lo
tomé no sin sentir cierta fascinación. Lo arrojé al limbo de
las cañerías. Regresé a contemplar al sobreviviente. Por pri-
mera vez el pez estaba estático, quieto, desconcertado ante
la soledad. Lo miré con detenimiento. El inmundo ictiófa-
go me sonrió.
Fue entonces cuando tomé la red y sin titubear, lo pes-
qué. Lo introduje rápidamente a mi boca. Lo mordí, lo mas-
tiqué, saboreando aquella carne turgente y fría, y apenas
percibí su movimiento de mariposa presa en mi paladar.
El agua de mi pecera se evapora. Ningún sentimiento
de culpa me atormenta. Ahora los observo desde mi venta-
na, cientos de cardúmenes que caminan por las calles. Cada
día me alimento pero el hambre nunca se sacia. Aún somos
dos, yo y el que siempre sonríe en el reflejo de la pecera que
comienza a verdear.
59
El oficio del abuelo
29-septiembre-1999
Hermanísimo:
Hola, José, espero que estés bien. Aprovecha mi saludo
para dárselo a nuestros padres. Como verás estoy un poco
retrasado con las nuevas, pero mi vagancia en correos se
debe a una buena causa: preparar el examen de admisión
a la universidad. En unos quince días sabré si pertenez-
co a la que será la nueva generación de administradores
(¡fanfarrias!).
Esta ciudad es avasalladora: miles de rostros revolotean
por sus calles día tras día, irrepetibles. Los sonidos son in-
finitos, luces de distinta intensidad, ejes y cientos de calles.
Por las noches la vista se te pierde tratando de adivinar la
cotidianidad que se oculta detrás de todas esas ventanas.
Y la comida, ¡no hay límites! En los súpers, en los merca-
dos o en la extensa variedad de restaurantes y cafeterías de
esta gran ciudad puedes transportarte a cualquier estado
del país o al rincóm más exótico del planeta: carnitas de
Michoacán, birria de ¡ay Jalisco no te rajes!, especies de la
India, agridulces de Indonesia y la hermosa transparencia
del pescado crudo del Japón.
Por cierto, el otro día fui con el abuelo a un restauran-
te de comida árabe en el centro Histórico. Uno de los pla-
tillos, hojas de parra, me maravilló. Con las hojas de la vid
hacen paquetitos rellenos de una mezcla de carne y arroz,
los ponen a cocer y los sirven con aceite de oliva. Sí, her-
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mano, pequeños trozos de res amortajados, bien muertos
pero deliciosos (¿insistes en ser vegetariano?). Ya te invitaré
cuando vengas a visitarme.
Y hablando del abuelo: él está como nunca. Aunque
toda la familia no se explica por qué no abandona su ofi-
cio (has de saber que entre todos le dan lo necesario para
tener una vida holgada). Lo veo siempre activo, concentra-
do en hacer sus gelatinas. A medio día entra en la cocina,
blanca y reluciente de azulejos, prende las hornillas, llena
las ollas de agua para que hierva 20 minutos (y los cuenta
con reloj en mano):
—Pa’que se mueran todos los demonios— así les dice
a los bichos —son como los demonios, no se ven pero ahí
están— cada dicho que tiene el abuelo.
La grenetina la compra por kilo. Yo de repente lo acom-
paño a las compras para que no cargue de más. En un
estante (donde la abuela guardaba los chocolates, ¿te acuer-
das?) el abuelo tiene numerosos frasquitos con etiquetas
en las que escribe nombres chistosísimos: mango-recon-
ciliador, fresa-pasión, mar-limón, piña-alegría, el-jerez-
espantatodo…
Y bueno, para que aprendas la receta: ya que hirvió el
agua se vierte la grenetina y se revuelve vigorosamente.
Eliges un frasco y hechas una cucharada de algo parecido
al vidrio molido. Deben ser extractos fuertes y edulcorados
porque nunca he visto al abuelo emplear azúcar. La mezcla
la vacías en moldes desechables y al refrigerador.
Todas las mañanas el abuelo se levanta a las seis y diez,
en punto, para desmoldar las gelatinas. Luego se baña, se
viste, desayuna y entonces saca al portal la misma mesa de
madera que tú ya conoces: vestida con mantel blanco, ahí
pone las pequeñas vitrinas que llena con gelatinas multico-
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lores, con la misma solemnidad de quien realiza algún rito
secreto… ¡Ah, qué el abuelo y sus locuras!, pero lo hacen
sentir y verse bien.
Bueno hermano, un abrazo y hasta el siguiente tim-
bre postal.
•••
18-octubre-1999
Hermano:
Saludos, José, espero que todo marche bien. Me dio gusto
oír tu voz el día que les anuncié por teléfono mi entrada a
la universidad. Ya conocí a algunos personajes interesantes
y a una “personaja” (más interesante aún). Se llama Alicia,
como la Alicia en el país de las maravillas. ¿Te acuerdas de
la película? Un delirium tremens infantil. Y hablando de alu-
cinar quiero contarte algo, y creo que por eso te escribo esta
vez. Vas a pensar que estoy loco, pero si no te lo cuento a ti
¿entonces a quién?
Anteayer entré a la cocina mientras el abuelo prepara-
ba sus gelatinas. Le comentaba que eran un éxito pues en
menos de dos horas vendía las tres vitrinas. Mientras le de-
cía que era el amo de la grenetina me quedé observando el
interior de la olla que contenía la mezcla de jerez. Y así, sin
más, dentro de mi cabeza apareció una sombra y yo corrí.
No. No corrí fuera de la cocina sino con el pensamiento: co-
rrí y corrí hasta que empecé a caer y la sensación de vértigo
me paralizó hasta que el abuelo me sacudió con sus manos
—¿qué viste ahí dentro m’ijo?— —nada abuelo— le con-
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testé y él sonrió diciendo —vaya, al fin alguien más tiene
el don. Esto no termina aquí. Regresé al día siguiente, o sea
ayer, y mientras veía el líquido sabor rojo (fresa, frambuesa
o lo que se te ocurra) mi pensamiento olió a una mujer, sa-
boreó sus labios y para que lo niego, me puse cachondo y
enamorado. Así me animé a hablarle a la tal Alicia, guiado
por esa sensación que traje cargando todo el día.
Te preguntarás qué quería decir el abuelo con eso del
don y yo creo que ha de ser el de estar loco. Hace una hora
fui a la cocina a conseguir una respuesta y el abuelo me pi-
dió que eligiera un frasco. Yo tomé el mar-limón, me pidió
que echara una cucharada a una olla y que le dijera qué
veía: el mar, un barco lleno de corsarios bebiendo y contan-
do el botín… y él en lugar de hablar al psiquiátrico para que
vinieran por mí, abrió la puerta del clóset donde se guardan
las escobas y me tendió una red de esas que se usan para
cazar mariposas, y me dijo: vístete todo de negro, nos ve-
mos a la medianoche en la azotea, y no olvides la red.
Pues bien, hermano, eso voy a hacer después de llevar
esta carta al buzón antes de que me arrepienta de escribirte
todo esto. Ya te contaré lo que pasará en unas horas.
•••
11-noviembre-1999
José:
Antes que nada, me disculpo por no escribirte inmediata-
mente, con lo cual te hubiera ahorrado la angustia con la
que me acabas de hablar hace unas horas. La única justi-
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ficación es la fascinación y el asombro. Pero toda historia
tiene su principio:
Aquél día, a la medianoche, como te dije, fui a la azo-
tea. Ahí estaba el abuelo con su disfraz de invitado al ve-
lorio y blandiendo su red como un quijote moderno.
—Bien, Fernando, ahora vamos a buscarlos —me dijo
emocionado.
Empezamos a saltar por las azoteas y los tejados, como
si un espíritu felino nos hubiese prestado agilidad e instin-
to. El abuelo se detuvo, escuchó: —ahí vienen, la caza ha
comenzado.
Movía la red, saltaba, se agazapaba y volvía a saltar. Al
principio yo no veía a la supuesta presa pero ellos comen-
zaron a tomar forma. Eran como trozos de vapor ligera-
mente coloridos. Unos sólo flotaban, otros surcaban el cielo
fieros y veloces; algunos, dóciles, entraban por sí solos en la
red. Después de dos horas llenamos una pequeña bolsa de
lona. —Muy bien, Fernando, ahora regresemos, sólo queda
esperar el amanecer.
El abuelo tendió un mantel de plástico sobre la azotea
de su casa y colocó encima las pequeñas “nubes”. Amane-
ció. Los rayos solares provocaron una inesperada reacción
química en nuestras presas: se cristalizaron.
—Qué son abuelo, qué es esto— le pregunté.
—Lo que se caza en este oficio, el oficio del abuelo, Fer-
nando. Soy cazador de sueños.
En esto se me han ido los días: en la universidad y en
aprender el oficio. Porque no basta salir con la red y cazar
sueños. Ya cristalizados se muelen y se clasifican en los fras-
cos, ¿los recuerdas? Ahora yo también los nombro. El otro
día atrapé un vainilla-canción-de-cuna, bueno para los que
han perdido la inocencia o padecen insomnio y con el cual,
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agregando yemas de huevo, se obtiene una jericalla deli-
ciosa. Hay algunos que no se pueden usar, aquellos que
se convierten en cristales negros (como carbones). Esos se
guardan en el baúl del sótano para que no escapen: son los
malos augurios, las pesadillas y los no-sueños.
Pero, verás, hermano, el verdadero oficio no es la elabo-
ración de las gelatinas, no. El verdadero oficio es saber cuál
debes venderle a cada cliente. ¿Te imaginas al padre Benito
comiéndose una gelatina de fresa?, ¿o a un cardíaco con la
de jerez? (sí, aquélla de la que te conté). Hay sabores para
todos los gustos, dolencias y necesidades.
Te imagino con la boca abierta, o carcajeándote de lo
lindo. En su momento me pasó lo mismo. No trataré de
convencerte con estas líneas. Mejor espero tu visita el próxi-
mo mes. Podrás conocer a Alicia. Podríamos ir los tres a
comer hojas de parra. Y por la noche, es una promesa, sal-
dremos con el abuelo a cazar en las azoteas.
Te saluda
el lic., cazador y hermano, Fernando.
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El segundo sol
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la superficie mostrando sus vientres hinchados. Aquellos
fragmentos fueron el susurro solar de un envenenamien-
to mayor.
La cuenta regresiva iniciaba. Las especies mayores emi-
graban al norte, las pequeñas al este rumbo a la cordillera;
algunos anfibios se sumergían en el fondo de los últimos
estanques limpios. Para muchos no habría refugio posible.
El segundo sol comenzó a cruzar la curva del firma-
mento alejándose hacia el horizonte. En alguna costa dis-
tante se impactó. El resplandor de la explosión empalideció
a nuestro antiguo sol amarillo. La temperatura comenzó a
elevarse. Una lluvia de goterones oscuros e hirvientes fla-
gelaba nuestros cuerpos. Corrimos presas del terror. En la
estampida muchos cayeron por los riscos. Las crías eran pi-
soteadas por los especímenes enceguecidos desde el primer
resplandor. En los nidos abandonados los huevos eclosio-
naban mostrando embriones sin vida.
Ahora el cielo era una inmensa llamarada. Nosotros nos
resguardamos inútilmente en el lodazal que apenas lograba
aliviar nuestras pieles carbonizadas. Nos revolcamos en el
residuo pegajoso de lo que días antes fuera remanso claro
de trilobites. El calor comenzó a fundir nuestros pulmones.
Al final el único consuelo fue no resistirse más al hundi-
miento en aquella humedad perecedera.
Aguardaremos el paso de millones de años, la labor de
las bacterias y de los minerales terrestres, hasta el día in-
cierto en que una especie presentida abra el vientre de la
tierra, y bajo el sol amarillo descubra fósiles de cráneos,
mandíbulas, húmeros y cascarones de huevos vacíos que
transcriban nuestra historia.
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Índice
Niños................................................................................... 5
El hada................................................................................. 6
Simbiontes......................................................................... 11
White................................................................................. 12
Nathaniel........................................................................... 16
La panadería..................................................................... 17
Moscas............................................................................... 21
Gag.................................................................................... 23
Conversemos..................................................................... 28
La plaga............................................................................. 32
El pastor y su rebaño........................................................ 38
San Guijuela...................................................................... 40
Club del exterminador (en seis pasos)............................ 44
Pastilla................................................................................ 47
La piel dorada................................................................... 52
Piscis.................................................................................. 55
El oficio del abuelo........................................................... 60
El segundo sol................................................................... 66
La piel dorada y otros animalitos de Erika
Mergruen se reeditó en la Ciudad de
México en noviembre de 2010.