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UNIVERSIDAD NACIONAL DEL CENTRO

DEPARTAMENTO EPISTEMOLÓGICO-METODOLÓGICO
INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA

Investigación sobre el entendimiento humano, obra del filósofo escocés David


Hume. Debido a que su primer gran trabajo, Tratado sobre la naturaleza humana
(1739-1740), no tuvo prácticamente éxito, Hume publicó en 1748 Ensayos filosóficos
sobre el entendimiento humano (título original: Philosophical Essays concerning Human
Understanding), obra conocida posteriormente por el título y contenido de su
segunda edición, publicada en 1751 como Investigación sobre el entendimiento
humano (título original: An Enquiry concerning Human Understanding). Más concisa
y clara que sus anteriores trabajos, la Investigación expone, con un tono a veces
irónico, que esconde su profundidad, los resultados de su trabajo sobre el origen y
la legitimidad de los conocimientos humanos.
Aunque una tenaz tradición interpretativa considera a Hume como empirista,
no lo es de forma plena. La Investigación sobre el entendimiento humano lo demuestra,
puesto que después de haber examinado la cuestión del origen de las ideas
admitiendo su origen sensible (sección II), en lo que Hume apenas se distingue de
John Locke y por lo que podría ser considerado como empirista, destaca que el
espíritu humano asocia estas ideas según un “principio de conexión” organizado
por la experiencia aunque sin provenir de ella, distanciándose así del empirismo y
abordando una investigación sobre las condiciones posibles de la experiencia.
Hume proponía en la Investigación la existencia de tres tipos de conexión entre
las ideas (frente a las siete que presentaba en el Tratado sobre la naturaleza humana):
la semejanza, la contigüidad y la causalidad (sección III), tipo este último al que
otorga un interés especial. Demuestra que la unión causal establecida por la mente
entre unos hechos (por ejemplo, el humo y la llama) no se basa en ninguna razón
demostrativa, por lo que la idea de conexión necesaria, sobre la que reposa la
validez de las leyes físicas, no tiene realidad objetiva ni inteligible: es un puro
producto de la imaginación (sección IV). Por mucho que tengamos la certeza de
que el sol saldrá mañana, es rigurosamente imposible probarlo. Nuestra certeza no
descansa sino en la costumbre de verlo levantarse.
En la segunda parte de la obra (secciones VIII a XII), Hume demuestra la
importancia determinante de la creencia y de la imaginación en la creación de los
conceptos metafísicos que los teólogos y los filósofos argumentan como
dogmáticos, tales como el alma, Dios o la Providencia. Estos capítulos, nuevos con

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respecto al Tratado sobre la naturaleza humana, pueden parecer más subversivos,
pues en ellos el autor socava los fundamentos de todo el edificio de la metafísica.
En un tono jocoso, Hume extiende metódicamente su escepticismo a los tres
objetos tradicionales de la metafísica, el mundo, el alma y Dios, poniendo en duda
su realidad objetiva al mostrar el papel primordial de la imaginación en la
formación de dichas entidades.
Pese a que Edmund Husserl (su más famoso lector después de Immanuel
Kant, quien reconoció haber despertado de su “siesta dogmática” gracias a la
lectura de las páginas de este libro) calificara la Investigación sobre el entendimiento
humano de apagada y sin genio en comparación con el Tratado sobre la naturaleza
humana, es sin embargo en la primera de las citadas obras donde se cuestiona con
mayor claridad el objetivismo en general, tanto en el dominio de las ciencias
exactas como en el de la metafísica.

Hume, David (1711-1776) HIST.


Filósofo empirista escocés, figura máxima de la Ilustración inglesa y del
empirismo británico, y uno de los pensadores de mayor influencia en la filosofía
posterior. Nació en Edimburgo (Escocia), y estudió en la universidad de esta
misma ciudad, más interesado por la literatura y la historia que por la abogacía,
profesión a la que quiso dedicarle su familia. Tras un intento frustrado de
emplearse en un comercio en Bristol, a los 18 años decide marchar a Francia para
dedicarse a los estudios literarios y filosóficos, creyendo que debía dar un cambio
radical a su vida. Durante los años que pasó en Francia, primero en Reims y luego
en La Flèche (1734-1737), escribió el Tratado sobre la naturaleza humana,
publicado en dos volúmenes (1739), que pasó totalmente inadvertido, y que, según
su misma opinión, fue una obra prematura que «salió muerta de las prensas». En
1740 intentó publicar una recensión de este libro que acabó siendo un Compendio
del mismo, publicado con el título de Abstract. Refundió luego la primera parte del
Tratado, publicándola con el título de Investigación sobre el entendimiento
humano (1751), así como la tercera con el título de Investigación sobre los
principios de la moral (1752). Ninguna de estas obras le dio la fama literaria que
ansiaba, que sólo comenzó a llegar con la publicación de sus Discursos políticos
(1752). Nombrado bibliotecario de la facultad de derecho de Edimburgo, comenzó
a publicar una Historia de Inglaterra (1754) que suscitó polémica y que, según su
propio autor, resultó un éxito rentable.
Viajó a París (1763-1766) como secretario privado de Lord Hertford,
embajador en Francia. Regresó de Francia con su amigo Jean-Jacques Rousseau,

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cuya obra Emilio le causaba problemas. Ocupó el cargo de subsecretario de Estado
(1767-1768) y se retiró finalmente a Edimburgo, donde murió de cáncer, aceptando
su enfermedad con un sentido totalmente epicúreo de la vida. En su autobiografía,
editada por su amigo Adam Smith, se definió como hombre de disposición cordial,
con sentido del humor, jovial y social, cuyo carácter no lograron agriar los reveses
de fortuna contra su deseo de fama literaria. Sus Diálogos sobre religión natural,
obra considerada clásica en filosofía de la religión, escritos hacia 1752, se
publicaron póstumamente en 1779.
Según dice en su Tratado sobre la naturaleza humana, que lleva el subtítulo de
Intento de introducir el método experimental de razonamiento en los asuntos
morales, Hume quiso llevar a cabo, en el mundo moral humano, lo que Newton
había hecho con el mundo físico (investigación basada en la observación y
experimentación). Pretendió, por tanto, investigar la capacidad del entendimiento
humano con métodos diametralmente opuestos a los del racionalismo, y partiendo
de la base de que el conocimiento humano no se basa en verdades innatas y a
priori, sino en un conjunto de creencias básicas, o suposiciones sobre el mundo
exterior, -las relaciones entre los hechos-, que son a modo de «un instinto natural,
que ningún razonamiento o proceso de pensamiento puede producir o impedir»
“Toda creencia en una cuestión de hecho o existencia reales deriva meramente de
algún objeto presente a la memoria o a los sentidos, y de una conjunción habitual entre éste
y algún objeto. O, en otras palabras: habiéndose encontrado, en muchos casos, que dos
clases cualesquiera de objetos, llama y calor, nieve y frío, han estado siempre unidos; si
llama o nieve se presentaran nuevamente a los sentidos, la mente sería llevada por
costumbre a esperar calor y frío, y a creer que tal cualidad realmente existe y que se
manifestará tras un mayor acercamiento nuestro. Esta creencia es el resultado forzoso de
colocar la mente en tal situación. Se trata de una operación del alma tan inevitable, cuando
estamos así situados, como sentir la pasión de amor, cuando sentimos beneficio, o la de odio
cuando se nos perjudica. Todas estas operaciones son una clase de instinto natural que
ningún razonamiento puede producir o evitar.”
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Investigación sobre el conocimiento humano, Sección 5, parte 1 (Alianza,
Madrid 1994, 8ª ed., p. 70).
De modo que «no es, por lo tanto, la razón la que es la guía de la vida, sino
la costumbre»,
“Estamos determinados sólo por la costumbre a suponer que el futuro es
conformable al pasado. Cuando veo una bola de billar moviéndose hacia otra, mi mente es
inmediatamente llevada por el hábito al usual efecto, y anticipa mi visión al concebir a la

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segunda bola en movimiento. No hay nada en estos objetos, abstractamente considerados, e
independiente de la experiencia, que me lleve a formar una tal conclusión; e incluso después
de haber tenido experiencia de muchos efectos repetidos de este género, no hay argumento
alguno que me determine a suponer que el efecto será conformable a la pasada experiencia.
Las fuerzas por las que operan los cuerpos son enteramente desconocidas. Nosotros
percibimos sólo sus cualidades sensibles; y, ¿qué razón tenemos para pensar que las mismas
fuerzas hayan de estar siempre conectadas con las mismas cualidades sensibles?
No es, por lo tanto, la razón la que es la guía de la vida, sino la costumbre. Ella sola
determina a la mente, en toda instancia, a suponer que el futuro es conformable al pasado.
Por fácil que este paso pueda parecer, la razón nunca sería capaz, ni en toda la eternidad, de
llevarlo a cabo.
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Compendio de un tratado de la naturaleza humana (Revista Teorema, Valencia
1977, p. 16).
en el bien entendido de que las creencias surgen de la costumbre. Los
materiales básicos (los «átomos» de la mente) de que se nutre el conocimiento son
percepciones de la mente. Estas percepciones son impresiones, si son sensaciones o
sentimientos (por ejemplo, oír, ver, sentir, amar, odiar, desear, querer), y son
percepciones vivaces e intensas; o son ideas, si son recuerdos o imaginaciones de
sensaciones. Las ideas son siempre débiles y oscuras, y son copias de las
impresiones, mientras que éstas, afirma Hume, provienen de causas desconocidas.
Las palabras, a su vez, representan a las ideas, por lo que, para saber si una palabra
tiene significado, hay que averiguar cuál es la idea que representa, y se conoce la
idea averiguando la impresión de donde procede.
“Todas las ideas, especialmente las abstractas, son naturalmente débiles y oscuras.
La mente no tiene sino un dominio escaso sobre ellas; tienden fácilmente a confundirse con
otras ideas semejantes; y cuando hemos empleado muchas veces un término cualquiera,
aunque sin darle un significado preciso, tendemos a imaginar que tiene una idea
determinada anexa. En cambio, todas las impresiones, es decir, toda sensación -bien externa
bien interna-, es fuerte y vivaz: los límites entre ellas se determinan con mayor precisión, y
tampoco es fácil caer en error o equivocación con respecto a ellas. Por tanto, si albergamos
la sospecha de que un término filosófico se emplea sin significado o idea alguna [como
ocurre con demasiada frecuencia, no tenemos más que preguntarnos de qué impresión se
deriva esta supuesta idea, y si es imposible asignarle una; esto serviría para confirmar
nuestra sospecha.”
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Investigación sobre el conocimiento humano, Sección 2 (Alianza, Madrid
1994, 8ª ed., p. 37).
Por consiguiente, el origen de las ideas es la sensación, interna o externa.
Ahora bien, las ideas se entrelazan espontáneamente entre sí, constituyendo un
mundo ordenado. Desde Platón insisten los filósofos en que pensar es ordenar
ideas. Las leyes por las que se asocian las ideas en la mente son la semejanza, la
contigüidad en el espacio o en el tiempo, y la relación de causa y efecto. A esta
asociación o relación, por su importancia en la ciencia de la naturaleza, dedicará
Hume un análisis especial.
“Nuestra imaginación tiene una gran autoridad sobre nuestras ideas; y no hay
ideas, que siendo diferentes entre sí, ella no pueda separar, y juntar, y componer en todas
las variedades de la ficción. Pero pese al imperio de la imaginación, existe un secreto lazo o
unión entre ciertas ideas particulares que es causa de que la mente las conjunte con mayor
frecuencia, haciendo que la una, al aparecer, introduzca a la otra. De aquí surge lo que
llamamos el apropos del discurso: de aquí la conexión de un escrito: y de aquí ese hilo, o
cadena de pensamiento, que un hombre mantiene incluso con el más vago reverie. Estos
principios de asociación son reducidos a tres, a saber, semejanza; un cuadro nos hace pensar
naturalmente en el hombre que fue pintado. Contigüidad; cuando se menciona a St. Denis,
ocurre naturalmente la idea de París. Causación; cuando pensamos en el hijo, propendemos
a dirigir nuestra atención hacia el padre. Será fácil concebir cuán vasta consecuencia han de
tener esos principios en la ciencia de la naturaleza humana, si consideramos que, en cuanto
respecta a la mente, ellos son los únicos vínculos que reúnen las partes del universo, o nos
ponen en conexión con cualquier persona u objeto exterior a nosotros mismos. Porque como
es tan sólo por medio del pensamiento como opera una cosa sobre nuestras pasiones, y como
estos principios son los únicos lazos de nuestros pensamientos, ellos son realmente para
nosotros el cemento del universo, y todas las operaciones de la mente precisan, en una gran
medida, depender de ellos.”
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Compendio de un tratado de la naturaleza humana (Revista Teorema, Valencia
1977, p. 31-32).
Toda idea deriva, por tanto, de una impresión y, por lo mismo, no hay ideas
innatas. Pero sí que la mente posee cierta tendencia natural a la asociación de
ideas, cuyo resultado principal es la constitución de ideas complejas. La idea de
sustancia es, por ejemplo, una idea compuesta por asociación: no se deriva de
ninguna impresión, interna o externa; no es más que «la colección de ideas simples
unidas por la imaginación», que atribuye el conjunto de características a algo
desconocido, como si fuera su soporte permanente. ¿Mediante qué sentido se capta

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la sustancia de una manzana? ¿Con los ojos, con los oídos, con el paladar? Toda
idea abstracta no es más que una idea particular, a la que corresponde, por tanto,
una impresión; asignando un nombre distinto a esta impresión, la hacemos capaz
de representar a todas las ideas que mantienen cierta semejanza entre sí. La idea
general de «hombre» es la idea particular de «Pablo», por ejemplo, a la que,
cambiándole el nombre, le damos el significado de representar a «Julián», «María»,
«Ana», etc.
El hombre, además de percibir, razona, o construye frases. Así, si se considera
las diversas proposiciones con las que la mente expresa la verdad, vemos que hay
dos clases: aquellas cuya verdad consiste en relaciones de ideas y aquellas cuya
verdad es una cuestión de hecho.
“Todos los objetos de la razón e investigación humana pueden, naturalmente,
dividirse en dos grupos, a saber: relaciones de ideas y cuestiones de hecho; a la primera clase
pertenecen las ciencias de la geometría, álgebra y aritmética y, en resumen, toda afirmación
que es intuitiva o demostrativamente cierta. Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al
cuadrado de los dos lados es una proposición que expresa la relación entre esas partes del
triángulo. Que tres veces cinco es igual a la mitad de treinta expresa una relación entre
estos números. Las proposiciones de esta clase pueden descubrirse por la mera operación del
pensamiento, independientemente de lo que pueda existir en cualquier parte del universo.
Aunque jamás hubiera habido un círculo o un triángulo en la naturaleza, las verdades
demostradas por Euclides conservarían siempre su certeza y evidencia.
No son averiguadas de la misma manera las cuestiones de hecho, los segundos objetos
de la razón humana; ni nuestra evidencia de su verdad, por muy grande que sea, es de la
misma naturaleza que la precedente. Lo contrario de cualquier cuestión de hecho es, en
cualquier caso, posible, porque jamás puede implicar una contradicción, y es concebido por
la mente con la misma facilidad y distinción que si fuera totalmente ajustado a la realidad.
Que el sol no saldrá mañana no es una proposición menos inteligible ni implica mayor
contradicción que la afirmación saldrá mañana. En vano, pues, intentaríamos demostrar su
falsedad. Si fuera demostrativamente falsa, implicaría una contradicción y jamás podría ser
concebida distintamente por la mente.”
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Investigación sobre el conocimiento humano, Sección IV, parte I (Alianza,
Madrid 1994, 8ª ed., p. 47-48).
Estas dos clases de verdades constituyen la denominada «horquilla» de
Hume; toda proposición o es necesaria o contingente (analítica o sintética, en la
expresión de Kant). Hay cosas que son verdad en virtud de las mismas ideas que
pensamos y de éstas hay verdadero conocimiento o ciencia, que se obtiene por

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intuición o demostración. Es el mundo de la verdad matemática o lógica. En
cambio, en todo cuanto se refiere a la existencia de objetos, a las cuestiones de
hecho, no hay posibilidad de ningún conocimiento demostrativo: todo cuanto
sabemos, lo sabemos por observación directa, cuando nos atenemos a los hechos, o
por inferencia inductiva, cuando vamos más allá de los hechos. La inferencia que
nos lleva más allá de lo directamente observado se basa en el principio de
causalidad, y él mismo es una cuestión de hecho que sólo llegamos a conocer por
experiencia. Todo lo que se afirma por el principio de causalidad, o por una
relación entre causa y efecto, puede no suceder, por lo tanto no es un saber
demostrativo, sino inductivo. Todo razonamiento sobre la experiencia, dice Hume,
se basa en la suposición de que la naturaleza transcurre de un modo uniforme.
Pero este supuesto no tiene ninguna base racional (no se funda en una
demostración); se funda en una mera creencia, que se debe a la observación de una
conjunción constante de los hechos en la experiencia. A la idea de «causa», que
aplicamos a hechos de los que decimos «A es causa de B» no corresponde ninguna
otra impresión sensible que la presencia contigua en el espacio y sucesiva en el
tiempo de A (causa) y B (efecto). Pero, en realidad, a la idea de causa atribuimos
otra característica que es la de conexión constante entre A y B. Esta idea no
corresponde a ninguna impresión sensible, es sólo fruto de la asociación de ideas
debida a la costumbre o hábito de observar que «siempre que A, entonces B», o
bien de que «no se produce B, si no existe previamente A». Tenemos por
costumbre asociar lo que hemos observado que se produce repetidamente, y
traducimos la asociación como una conexión necesaria.
“Cuando miramos los objetos externos en nuestro entorno y examinamos la acción de
la causas, nunca somos capaces de descubrir de una sola vez poder o conexión necesaria
algunos, ninguna cualidad que ligue el efecto a la causa y haga a uno consecuencia
indefectible de la otra. Sólo encontramos que, de hecho, el uno sigue realmente a la otra. Al
impulso de una bola de billar acompaña el movimiento de la segunda. Esto es todo lo que
aparece a los sentidos externos. La mente no tiene sentimiento o impresión interna alguna
de esta sucesión de objetos. Por consiguiente, en cualquier caso determinado de causa y
efecto, no hay nada que pueda sugerir la idea de poder o conexión necesaria. [...]
Parece entonces que esta idea de conexión necesaria entre sucesos surge del
acaecimiento de varios casos similares de constante conjunción de dichos sucesos. Esta idea
no puede ser sugerida por uno solo de estos casos examinados desde todas las posiciones y
perspectivas posibles. Pero en una serie de casos no hay nada distinto de cualquiera de los
casos individuales que se suponen exactamente iguales, salvo que, tras la repetición de
casos similares, la mente es conducida por hábito a tener la expectativa, al aparecer un

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suceso, de su acompañante usual, y a creer que existirá. Por tanto, esta conexión que
sentimos en la mente, esta transición de la representación de un objeto a su acompañante
habitual, es el sentimiento o impresión a partir del cual formamos la idea de poder o de
conexión necesaria. No hay más en esta cuestión. Examínese el asunto desde cualquier
perspectiva. Nunca encontraremos otro origen para esa idea. Esta es la única diferencia
entre un caso, del que jamás podremos recibir la idea de conexión, y varios casos semejantes
que la sugieren. La primera vez que un hombre vio la comunicación de movimientos por
medio del impulso, por ejemplo, como en el choque de dos bolas de billar, no pudo declarar
que un acontecimiento estaba conectado con el otro, sino tan sólo conjuntado con él. Tras
haber observado varios casos de la misma índole los declara conexionados. ¿Qué cambio ha
ocurrido para dar lugar a esta nueva idea de conexión? Exclusivamente que ahora siente
que estos acontecimientos están conectados en su aparición del otro. Por tanto, cuando
decimos que un objeto está conectado con otro, sólo queremos decir que han adquirido una
conexión en nuestro pensamiento imaginación y fácilmente puede predecir la existencia del
uno por la y originan esta inferencia por la que cada uno se convierte en prueba del otro,
conclusión algo extraordinaria, pero que parece estar fundada con suficiente evidencia.”
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Investigación sobre el conocimiento humano, Sección VII, parte I, parte II
(Alianza, Madrid 1994, 8ª ed., p. 91, 99-100).
A esta conexión necesaria debería corresponder alguna impresión externa o
interna: externamente, no hay nada más que la conjunción de A y B; internamente,
no hay nada más que la inclinación, que produce la costumbre, de pasar de un
hecho a otro que normalmente le acompaña. La «necesidad» es meramente mental,
no está en las cosas, ni en la naturaleza, «pertenece por entero al alma». Si se añade
que, poniendo la confianza en el principio de causalidad, creemos que lo que ha
sucedido en el pasado sucederá igualmente en el futuro,
“Todos los razonamientos relativos a la causa y al efecto están fundados en la
experiencia, y [que todos los razonamientos que parten de la experiencia están fundados en
la suposición de que el curso de la naturaleza continuará siendo uniformemente el mismo.”
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Compendio de un tratado de la naturaleza humana (Revista Teorema,
Valencia 1977, p. 14).
entonces es preciso que nos demos cuenta de haber argumentado dentro de
un círculo vicioso, o con un argumento circular: sólo podemos suponer, esto es. dar
por supuesto, y no probar, que el futuro será semejante al pasado (ver ejemplo); o
bien, todo lo que sabemos del futuro lo sabemos por experiencia, por argumentos
que son sólo probables y, por tanto, no demostrativos. Esta crítica de Hume al

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principio de causalidad opone directamente Hume no sólo a Descartes y a los
racionalistas en general, sino al mismo Locke y a los supuestos de la física de
Newton. Por un lado, según el empirismo de Hume, el conocimiento de la
naturaleza no es demostrativamente cierto, como lo es en el racionalismo, pero, por
el otro, sabemos que la ciencia de la naturaleza se basa en la observación y la
inferencia inductiva, la cual, por definición, sólo ofrece un conocimiento probable.
Y así nace, históricamente, el llamado problema de la inducción, que ha de tener
repercusiones directas en la teoría de la ciencia. Cuando se dice, por ejemplo, que
«los metales funden a temperaturas determinadas», ley de la naturaleza que se
expresa mediante una generalización, no se quiere indicar que exista una relación
necesaria o causal entre determinadas temperaturas y los puntos de fusión de los
diversos metales, debidas a cosas no observables, sino que entre un fenómeno y
otro, existe una conjunción constante en la que basamos las predicciones para el
presente y el futuro, porque la naturaleza humana tiene la costumbre de sentirse
influida por la repetición de hechos y tiende a creer que lo que ha sucedido hasta el
presente continuará sucediendo en el futuro. Hume, no obstante, mantiene que los
razonamientos inductivos, si provienen de observaciones regulares y uniformes al
curso de la naturaleza, constituyen auténticas pruebas que no permiten una duda
razonable y distingue entre demostraciones, pruebas y probabilidades; aquéllas
son los razonamientos por relaciones de ideas, mientras que la diferencia entre las
dos últimas consiste en si la conjunción que se manifiesta entre dos
acontecimientos puede considerarse constante o simplemente variable. Lo que
sostiene Hume definitivamente, frente a las pretensiones del racionalismo, es que
el conocimiento de la naturaleza debe fundarse exclusivamente en las impresiones
que de ella tenemos. De esta conclusión, en sentido estricto, se deriva el
fenomenismo y el escepticismo: el hombre no puede conocer o saber nada del
universo; sólo conoce sus propias impresiones e ideas y las relaciones que establece
entre ellas por hábito, costumbre, principio de asociación o sentimiento de la
mente. No hay impresión alguna que corresponda a «cuerpo» o a «objeto
material», y mucho menos a «yo», «mundo», «causalidad», «sustancia»; todo lo
que el hombre sabe, por discurso racional, acerca del universo se debe única y
exclusivamente a la creencia, que es una especie de sentimiento no racional.
Los poderes de la razón son, pues, sumamente limitados. Sobre cuestiones
de hecho, no tenemos auténtico conocimiento; sólo la regularidad de los
fenómenos nos hace creer en conexiones necesarias. No obstante, las creencias
religiosas no se explican por la regularidad de los fenómenos, puesto que varían de
religión a religión; se fundamentan en muy diversas causas, como son la

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ignorancia, el temor, la esperanza y hasta la manipulación de todas estas cosas con
vistas a mantener el poder. En modo alguno la creencia religiosa se fundamenta en
el razonamiento, más bien quien tiene fe experimenta en sí mismo la
determinación de creer lo más opuesto a la costumbre y a la experiencia. Contra
quienes creen que la religión es el sostén de la moral, Hume emprende la tarea de
someter a revisión las creencias morales en su Ensayo sobre los principios de la
moral, para precisar que también ellas, igual que las leyes de la naturaleza, se
sustentan en la experiencia universal. Desarrollando ideas de Francis Hutcheson
(1694-1747) y Joseph Butler (1692-1762), Hume funda la moral en el sentimiento
universal de los hombres de hacerse la vida agradable. Los hombres desean actuar
moralmente porque la vida buena produce satisfacción y placer, mientras que la
vida deshonrosa produce insatisfacción y malestar. Éstas son cualidades de la
naturaleza humana y en todas partes los hombres se conducen con idénticos
criterios. Según Hume, son cuestiones de hecho no descubiertas por la razón
humana, sino por el sentimiento. Pero, además, el hombre no tiende sólo
individualmente a su felicidad, de una manera hedonista y egoísta, sino que, por
ser capaz de compasión (o simpatía) sintoniza con la felicidad y el malestar de los
demás, que es capaz de percibir como propios. Por eso la moral de Hume tiene una
perspectiva social muy parecida a la del utilitarismo inglés. De esta regularidad de
sentimientos morales nacen las diversas creencias morales; aprobamos lo que es
agradable y desaprobamos lo que es desagradable: y en esto consiste el sentimiento
moral y a lo primero llamamos bien y a lo segundo mal. La razón no tiene aquí otra
función que la de discernir las consecuencias sociales de los actos llamados
morales.
Diccionario de filosofía en CD-ROM. Copyright © 1996. Empresa Editorial Herder
S.A., Barcelona. Todos los derechos reservados. ISBN 84-254-1991-3. Autores: Jordi
Cortés Morató y Antoni Martínez Riu.

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