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El vuelo de la lechuza
Publicación humanista de referencia en español
El protagonista y narrador de la obra no tiene nombre. Poco sabemos de su vida. Creció huérfano y
trabajó durante años como funcionario. Es especialmente significativo este punto, pues su anonimato le
otorga un carácter general, representando en su persona la identidad de cualquier otra; hace
extensivos sus rasgos a la sociedad de su tiempo, y aun a la condición humana. Asimismo, Freud
concibe la existencia de un superyó cultural, una conciencia moral colectiva que teje una red
conectora entre todos los individuos de una época. Esta conciencia moral colectiva se aloja
primeramente en las ideas de algunos hombres eminentes, que asumen la labor de conductores de su
tiempo, arraigando después en la sociedad.
Cuando el hombre del subsuelo afirma que “tener exceso de conciencia es una enfermedad”, y que
incluso “cualquier dosis de conciencia es una enfermedad”, no está hablando sólo de su conciencia,
sino de la de todos los hombres. Para Freud, la conciencia se origina al suprimirse una agresión que
responde ante el instinto destructivo, viéndose fortalecida en su desarrollo por nuevas supresiones
semejantes. Pues bien, nuestro mordaz personaje es la encarnación de la conciencia. Si para
Dostoievski la conciencia es una enfermedad, será una enfermedad crónica, pues no podemos escapar
de ella y a su constante clasificación de la realidad. Esta clasificación, el ineludible orden al que
sometemos el mundo, nos impide vivir con espontaneidad, algo que para Erich Fromm constituye la
posibilidad de escapar a los mecanismos de evasión de la libertad, y con ello la esperanza vivir
felizmente. Por ello el triste narrador es tan sumamente infeliz. No es capaz de fluir en el torrente de su
propia existencia, navega por entre las oscuras aguas de su pasado. Como él mismo reconoce, cuanta
más conciencia, menos vida.
La conciencia es, además, una herramienta evolutiva que nos dota de la dualidad más dolorosa. Al
tiempo que es causa del sufrimiento humano y responsable de lo trágico de la existencia, nos permite
por otra parte disfrutar y deleitarnos con cosas que, precisamente a causa de nuestra conciencia, nos
son reservadas exclusivamente a nosotros. Bien lo sabe el hombre del subsuelo cuando dice: “Yo era
capaz de tomar conciencia de todas las sutilezas de lo bello y lo sublime”; “Cuanta más conciencia
tomaba acerca del bien y de todo aquello que era bello y sublime, a tanta más profundidad descendía
yo en mi cieno, más capaz era de hundirme definitivamente en él”. El problema de la conciencia ya
había sido abordado por otros grandes autores. En el monólogo del acto III de Hamlet encontramos lo
siguiente: “Así la conciencia nos hace a todos culpables”.
El subsuelo en el que este hombre habita es la expresión de su conciencia, en un sentido amplio, pero
también de su conciencia moral, producto del superyó. Así como el superyó abarca toda la conciencia
y a él no se le puede ocultar nada, tampoco al personaje se le escapa lo que el lector pueda estar
pensando: “Puede que tampoco lo entiendan aquellos –añadirán ustedes sonriendo– que nunca
recibieron una bofetada. Me apuesto lo que sea, que eso es lo que ustedes piensan”. “Ustedes me
gritarán que nadie me está privando de mi voluntad”, manifiesta el hombre del subsuelo a los lectores.
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En este monólogo interior el personaje pone de manifiesto las grandes contradicciones que inundan
su ser. Alguien a quien respeto sobremanera me dijo una vez que los grandes hombres eran también
los más contradictorios; Dostoievski sin duda lo era, y así queda reflejado en su obra, no sin altas dosis
de ironía: “No he logrado convertirme ni en bueno ni en malo”. “¡Cuánto sufrimiento me proporciona
esa lucha!”. El motivo de su rabia es sentir que, pese a su comportamiento rabioso, no es malo, porque
encuentra en sí buenos sentimientos. De nuevo encontramos aquí la dualidad y la tensión entre las dos
fuerzas que rigen el mundo, Eros y Tánatos. Esta ironía es el medio a través del cual el autor hace mofa
de su personaje, caricaturizándolo y degradándolo hasta el punto de acercarse al esperpento.
“ Les apetezca o no escucharme, ahora quiero contarles por qué no pude ni siquiera
convertirme en un insecto. Les diré solemnemente que muchas veces quise convertirme
en un insecto. […] Aquello era un tormento, una continua e insoportable humillación que
pasaba de la idea al sentimiento incesante e inmediato de que yo era una mosca. Más
inteligente, más culta y más noble que nadie, pero una mosca al fin y al cabo.
Al leer estos fragmentos no podemos evitar acordarnos de Franz Kafka y su Metamorfosis. Para
cuando Gregor Samsa se convirtió en coleóptero, la idea no era nueva en absoluto. Dostoievski ya había
expresado la insignificancia de ser hombre, tanto como lo es ser insecto. Esta sensación íntima de que
somos poco, o nada, no es fácil de afrontar.
El sentimiento de culpabilidad producido por la cultura, dice Freud, puede manifestarse de manera
inconsciente en forma de malestar, que se intenta atribuir a otras motivaciones. En el caso de la novela
se culpa al oficial o a los funcionarios con los que comparte tan penosa velada. Acusar al otro de
nuestra propia desgracia bien podría ser un atenuante y en buena medida una forma de liberación.
Sin embargo, esta actitud victimista es un intento de refrenar la fuerza que ejerce el superyó, es decir,
del sentimiento de culpabilidad; la fuerza que daña al individuo ya no provendría de uno mismo, sino
del exterior. Nos permite, fallidamente, redirigir la responsabilidad hacia fuera, pretendiendo
desinflar el superyó y aplacar las tensiones que genera. Este comportamiento es, en términos
sartreanos, un acto de mala fe. Es un intento de escapar de la libertad que nos es consustancial, algo
que no es posible. El precio a pagar por esta actitud es una falta de coherencia entre lo que deseamos y
lo que realmente tenemos, que conducirá a una insatisfacción con la vida misma. Más aún si tenemos
en cuenta que al superyó no se le escapa nada. Aunque el objeto acusado sea producto de la cultura,
culpar sólo a uno constituye una inconcreción que nos conduce a equívoco. Incluso cuando el objeto al
que se acusa es la cultura misma, se cae en el error de no ver que ésta, pese a todo el malestar que nos
ocasiona, también nos aporta confort y bienestar. Recuérdese que para Freud la cultura nos aleja del
estado primitivo en el que imperaba la discordia. Para acusar a la cultura de los males que nos azotan,
acaso debiéramos renunciar a todo lo bueno que nos da, para así ser coherentes y demostrar que
consideramos mayor el perjuicio que el beneficio. ¿Puede el hombre del subsuelo acusar pues a la
cultura al haberse apartado de su sociedad? En absoluto. No es posible sustraerse a la cultura una vez
se ha alojado uno en ella. A pesar de todo esto, en la conversación con Liza, la prostituta, encontramos
en el personaje nuevas contradicciones que demuestran, de nuevo, la dualidad que lo caracteriza, a él
y a la cultura: “¡Antes debe uno aprender a vivir que echar la culpa a otros!”.
La cultura es la vía ineludible que empieza con la familia y avanza hacia la humanidad, y que debido al
conflicto amor-muerte (“La civilización estropea al pueblo. Junto a claras y salvadoras ideas, hay
mucha falsedad, mentira y detestables hábitos””) estará siempre circunscrita al sentimiento de
culpabilidad. Tanto es así que, afirma Freud, quizá llegue a ser insoportable para el individuo. Por eso
el personaje de la novela se recluye e intenta huir de su sociedad. Deja de ser funcionario, pero no
puede evitar comportarse como tal; de la cultura tampoco puede uno escapar, sólo hacer intentos
vanos. El sentimiento de culpabilidad es para el pensador austriaco el problema más importante de la
evolución cultural. Es el precio que se ha de pagar por el progreso de la cultura. Conlleva además una
pérdida de felicidad, o la imposibilidad de alcanzarla.
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La felicidad, es decir, la satisfacción del principio de placer, entra en conflicto con la satisfacción
colectiva. A pesar del rechazo por parte de nuestro protagonista a la gente y al mundo, y a pesar de
refugiarse en el subsuelo, siente la necesidad de tener contacto humano: “Me era imprescindible y
necesario tener que abrazarme con la gente, en particular, y con la humanidad, en general”; “Con los
años se va desarrollando en uno la necesidad de tratar con la gente”. El pasaje de la velada con sus
compañeros del colegio es un claro ejemplo de hasta dónde puede llegar una persona con tal de no
sólo tener contacto humano, sino de ser aceptado por el grupo.
El deseo ferviente de venganza y el resentimiento que el protagonista experimenta, viene suscitado por
el instinto agresivo en conjunción con la actitud victimista. Esta sed de venganza se ve contrarrestada
no tanto por Eros y las inclinaciones conciliadoras, sino por la represión que ejerce el sentimiento de
culpabilidad, o conciencia moral, que a su vez se ve reforzado por esta represión, creciendo
progresivamente en un proceso de retroalimentación. El hombre del subsuelo mitiga sus deseos
insatisfechos con fantasías e imágenes: “Yo tenía un resorte que lo reconciliaba todo: se trataba de
refugiarme a lo bello y lo sublime, claro está, que en el mundo de mis sueños. Me llenaba de gozo”. Pero
finalmente la “venganza” perpetrada contra el oficial, por ridícula que sea, satisface los instintos
agresivos del personaje, quizá no en gran medida, pero creando no sentimientos de culpabilidad, sino
remordimientos, y que arrastrará hasta el final de sus días.
Si a Freud se lo ha considerado uno de los tres maestros de la sospecha, si por algo él mismo considera
sus ideas como una de las tres heridas narcisistas del hombre, es por haber desvelado la falsedad de la
conciencia (como consecuencia de la represión del inconsciente) y por declarar que el ser humano no
es dueño de sí mismo. ¿Deberíamos acaso incluir a Fiodor Dostoievski entre los hombres que
sospecharon del ser humano y lo hirieron en lo más profundo de su ser? La cuestión se torna
especialmente dramática cuando, en Memorias del subsuelo, leemos lo siguiente:
“ Terminé finalmente por no ser dueño de mí mismo. […] Hoy en día la ciencia ha llegado al
punto de desvincular al hombre de su autonomía. […] El fruto directo, legítimo e inmediato
de la conciencia es la inercia, es decir, el no hacer nada a conciencia. […] La naturaleza
humana actúa como un todo, al unísono con todo cuanto posee en sí, consciente o
inconscientemente.
Al término de su vida y de su obra Freud sigue manteniendo, quizá más que nunca, un sabor amargo:
“ Sólo nos queda esperar que la otra de ambas “potencias celestes”, el eterno Eros,
despliegue sus fuerzas para vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario.
Mas, ¿quién podría augurar el desenlace final?
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11 agosto, 2017 en Filosofía, Literatura. Etiquetas:Cultura, Dostoievski, Filosofía, Freud, Historia, libros, Literatura,
Pensamiento, Psicoanálisis, Psicología
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