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Es hora de reconocer nuestros errores

Tardó veinte años en reconocer su error. Lo hizo el día que le notificaron sobre la retención de su hijo. Chocó una moto
contra el amplio ventanal de una cafetería. Tres personas resultaron heridas. El muchacho quedó bastante golpeado. Iba
embriagado. La noche apenas caía sobre la ciudad. En su aturdimiento, no sabía qué había pasado.

Ese día, camino de la estación policial, recordó la crianza. Nada buena para el jovencito. Volviendo atrás, como en una
película, reflexionó que pudo estar más cerca de los problemas del hijo. Pero se negó. No quería admitir la realidad de lo
que le rodeaba. Tampoco el impacto que generaban los malos tratos a los que lo sometió.

Admitió su culpa. Pudo haber cambiado a tiempo. Pero no lo hizo. Hasta que vio la gravedad del asunto. Y aunque parecía
tarde, le pidió perdón. Lo hizo en la propia delegación policial. Sin importar cuántos curiosos estuvieran alrededor,
apreciando la escena. Las circunstancias ameritaban que emprendiera un nuevo camino. Nada perdería con intentarlo.

Reconocer que fallamos nos ayuda a crecer.

Quien no admite sus errores, se estanca en el proceso de crecimiento espiritual y personal. Sólo quienes reconocen sus
fallas, pueden emprender el camino de corregirlas y dirigirse a nuevos senderos de cambio.

No es nada nuevo. Se trata de un hecho que ha acompañado al hombre a través de la historia. Personas, que pese a
incurrir en hechos, palabras y gestos que atentan contra los demás, nunca lo reconocen.

Un análisis sencillo a este hecho ineludible, lo hizo el rey David. El escribió “¿Quién se da cuenta de sus propios errores?
¡Perdona, Señor, mis faltas ocultas! Quítale el orgullo a tu siervo; no permitas que el orgullo me domine. Así seré un hombre
sin tacha; estaré libre de gran pecado.” (Salmo 19:12, 13. Versión Popular “Dios habla hoy”).

La importancia de admitir los errores.

Por naturaleza, los seres humanos rechazamos cualquier observación respecto a nuestra conducta. Generalmente
consideramos que todo cuanto hacemos está bien. Y allí radica el error. Porque herimos con palabras o hechos, y
justificamos las acciones, imponiendo nuestro criterio.

Es a este aspecto fundamental que se refiere el autor cuando escribe:” ¿Quién se da cuenta de sus propios errores?
¡Perdona, Señor, mis faltas ocultas! ”(versículo 12).

Estas líneas nos llevan a reflexionar que hay errores en los que incurrimos a sabiendas, y aquellos que obramos de manera
inconsciente. Estos son los más peligrosos para nuestro ser, y los que mayor daño causa a quienes nos rodean.

Vencer el orgullo, un paso ineludible.

Al escribir este memorable Salmo, el rey David enfatiza: “Quítale el orgullo a tu siervo; no permitas que el orgullo me
domine. Así seré un hombre sin tacha; estaré libre de gran pecado.” (Versículo 13).

Como hombre de Dios, era consciente que en tanto prevaleciera el orgullo, difícilmente podía cambiar. Era necesario que
ese muro cayera.

Tal vez su vida esté atravesando por un período de crisis. En medio de ese panorama ensombrecido reconoce que puede
cambiar. Que debe cambiar. Que necesita cambiar. Decídase. Es hora de hacerlo.

Uno de los pasos que le ayudará, es reconocer al Señor Jesucristo como su único y suficiente Salvador. Le invito para que
lo haga. Dígale: “Señor Jesucristo, reconozco que he pecado. Gracias por perdonarme por tu sacrificio en la cruz. Entra a
mi vida y haz de mi la persona que tú quieres que yo sea. Amén”.

Ahora que tomó esta determinación, la mejor de su existencia, le invitamos para que asuma tres principios importantes en
su ser. El primero, que hable con Dios en oración cada día; el segundo, que busque Su voluntad divina en La Biblia, y el
tercero, que se congregue con un grupo de creyentes próximos a su vivienda.

Santiago 3:2, Proverbios 2:2, Proverbios 9:9.

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