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CUADERNOS RELÁMPAGOS / NEGRA MALA TESTA

I. Sombras Terribles. Apología de la negrada


https://relampagos.net/portfolio/sombras-terribles/
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Sombras Terribles. Apología de la negrada
Sebastián Russo/ Lucas Saporosi/ Yamil Wolluschek
El negro cabeza es lo maldito de un país facho/progre. Grasa o lumpen,
mono o disponible. Por derecha, por izquierda, el negro cabeza es la lacra
irrecuperable de un país blanco. Negro cabeza vos. El indio devino poblador
originario, el gaucho gauchada, el negro afro, el negro cabeza tiro en la sien (de
chiquito nomás, se reproducen, viste) El negro cabeza es también y por lo
mismo la potencia indómita de una revuelta ingobernable. Es el malón que
arrasa el lienzo, el paper. La montonera que echada se queda en la fuente. Es el
piquetero, el mejor, el único.
El negro cabeza es también el tumbao, el retobao, el patá chorreá y el
sublevado; es el síntoma de la fagocitación de la urbe que digiere todo aquello
que la ensucia. Es el sometido a la condena sísifica de la eterna errancia o de la
(con)vivencia en la orilla. Allí, en el margen siempre barroso. Negro cabeza,
vos y yo. La negrada insiste: ¿qué es lo negro del cabeza? Su testimonio; ¿qué
es lo cabeza del negro? Su lengua. El testimonio negro, la lengua cabeza; el
testimonio cabeza, la lengua negra.
En tiempos de conchabo neoliberal y de mita globalizada, urge la
necesidad de un gesto blasfemo que disloque la prosa pulcra y sedimente una
poética sucia. Ese gesto es la apología. Una apología de la negrada como una
ética de lo intolerable, una refutación a lo impensado y una celebración de lo
plebeyo.
Ante la emergencia, Sombras Terribles convoca entonces a tirar el freno
de mano y hacer un trompo: trompadas contra el trompa. Porque sabe que el
quemar locos (en) el furgón evidencia una comunidad más real que la
locomotora de la historia cómoda, y reafirma que un par de altas llantas son
preferibles al llanto llano. Y que muchos compas comparen esas llantas con
trenes y algunos opten por las llantas y otros por los trenes, demuestra que
somos muchos los negros. Negros los que agitan ¡Revolución! pese a que el
sueño vago sea rebelde en llegar. Negros los que necesitan más que un hueso y
toman. Generaciones de negros que fueron y son blanco de la explotación, y de
blancos también con manos explotadas de callos negros, que ya tampoco
quieren callar. Sombras emergentes, tirando piedras, arrasando, cargándose a
todos y todas. Una cosa de negro.
***

Hacer un negro
Natalia Torrado

“…a veces una lágrima cae sobre mi mano,


helada, desde nadie…”
“¿La prueba es el silencio?” Olga Orozco.
La señora del primer asiento dice al chofer “que se dejen de joder con los
cortes, que vayan a trabajar, ahora parece que nadie quiere ser albañil, que
busquen trabajo y vayan a trabajar, a mí tampoco me alcanza y no salgo a cortar
la calle por eso”. El chofer responde “claro, a mí tampoco me alcanza y no jodo
a nadie, yo no me meto en política, pero por mí que se mueran todos”. Al pasar
por la medalla milagrosa los dos se persignan, sin falta. Nadie dice “negros”.
Saben que ya no se puede, en público. No es como antes. No queda bien. Pero el
“negro” se les ve en la punta de la lengua, con ganas de salir. “Negros de
mierda”, casi se escucha mientras se lo tragan. Y cuanto menos lo dicen, más el
odio crece y se acumula. A los pocos pasajeros presentes nos queda claro de lo
que estamos hablando. Los que “ya no quieren ser albañiles”, los que no quieren
trabajar, los que quieren joder, los que si se mueren, mejor, son ellos: los
negros. Yo no hablo. No digo una palabra. En situaciones similares hablé, y sé
que la cosa levanta temperatura y cada quien se va más convencido que antes de
lo que piensa. O de lo que, en realidad, no piensa. Porque, a estas alturas hay
que entender, de una vez, que no se trata de una cuestión de pensamiento, al
menos no racional. Ni tampoco se resuelve en el ámbito de las palabras.
¿Cuál es la lógica de admitir que no les alcanza, que están peor y, sin
embargo, configurar su enemigo no en el gobierno macrista sino en los negros?
No es un problema de orden lógico, y no se puede responder con argumentos. Si
se les arma “el negro” es por otros motivos, que desde ya son históricos, pero
que atañen mucho más a la percepción y a la emoción que a la razón. Claro que
percibir y emocionarse son formas de conocer y comprender, pero unas que se
juegan en el cuerpo, efectivas e indiscutibles. Últimas. Por eso, de lo que el
“negro” como representación condensa, no hay nada más para teorizar: Macri es
presidente, y hay un corte, una señora y un chofer. Y hay un negro, no dicho,
mucho más negro por no poder decirlo con todas las letras, y ese negro es el
enemigo. Entonces yo, hija de una pequeño burguesía decadente; yo, devenida
en progre, impotente, como todos los progres, hice un negro. Un negro para esta
señora y este chofer. De qué se trató ese negro, no sé bien. Algo de una
amenaza, tal como ellos lo consideraban, pero redoblada. Algo de la sombra, el
negro como sombra o revés, como el “otro” de ellos mismos. Un negro
omnipresente, sobrenatural, un espíritu negro que tomaba mi cuerpo. Un negro
ancestral vengador presentándose agitado al escuchar los comentarios de
desprecio. Un demonio negro que tuvieron la mala suerte de despertar. Algo de
todo eso fue el negro que yo les hice para hacer justicia.
Porque este ya no es el tiempo del diálogo. Este no es el tiempo de la
reflexión. Nos liquidan. La política hoy se juega en acto. O no se juega en
absoluto. Un acto por un acto. Un cuerpo por un cuerpo. Si matan un negro, hay
que reponerlo. Y para restituir al negro oprimido, asesinado, hacen falta
cuerpos, no palabras. O, en todo caso, cuerpos-palabra. No más el simulacro
grandilocuente del compromiso social y la militancia intelectual, mientras no
sabemos qué decir ni qué hacer con la fantasía del “negro”. No hay negros. Hay
que hacerlos. Hay que posicionarse.
A la política de pantalla hay que cruzarle la calle escenario. Hay que
poder actuar. A él, lo miré cuarenta minutos a los ojos por el retrovisor, lo miré
con odio, pero un odio impersonal, objetivo. No era yo quien lo miraba, era mi
negro. Y no era a él a quien miraba, era a su facho. Dos fuerzas en pugna tan
imposibles de enunciar explícitamente sin ser acusado de delirante, y a la vez,
dos fuerzas tan claras, tan presentes. Desde el primer asiento, a los ojos, sin
jamás bajar la intensidad, ni la insistencia, lo miré. No era sutil, era descarado,
prepotente. Y él, un chofer tan bocón, tan guapo, tan capaz de matar a todos, así
sin más, no me aguantó, bajó la mirada entre desconcertado y pudoroso. Cada
tanto relojeaba, y ahí estaba mi negro infernal diciéndole cosas sin decirlas al
oído. Le decía “así como vos no me llamaste negro cuando hablabas de mí, del
mismo modo yo no uso palabras para decirte que sé quién sos y sé cómo es tu
vida, y lo poco que significa tu vida”, le decía esas cosas y otras más tremendas
que no llegué a escuchar, todas pasaban por mis ojos y se le clavaban en la nuca
mientras manejaba, y él volvía la atención a la autopista como para volver en sí,
¿estaba siendo increpado? ¿quién lo increpaba?, y no se animó a decir “¿qué
mirás? ¿qué te pasa?” porque no sabía bien con quién estaba (no) hablando.
Hasta el último segundo lo miré y cuando me bajé le dejé al negro arriba. En el
primer asiento.
Las piernas entreabiertas, la manos cruzadas, monumental, vigilándolo
para siempre. A ella la seguí, una cuadra y media la seguí. Bajé detrás, muy
pegada, y así muy pegada le caminé una cuadra y media en la espalda. Me
adherí como un bicho, como una mugre, como una peste. Se daba vuelta cada
tantos pasos, no decía nada, no podía decir nada, era yo, su compañera de
transporte privado, de buenos modales, vestida y maquillada para ir a trabajar,
probablemente una profesional ¿qué iba a decir? Si soy una de ellos. Pero mi
negro le soplaba cosas entre los mechones rubios de salón “yo te escuché, yo te
escuché hablar de mí, y estoy acá para que sepas que el día va a llegar, en que tu
casa no sea tu casa, en que tus cosas no sean tus cosas. Ni tus hijos van a ser
tuyos, ni ese cuerpo que arrastrás hastiada de comer y de comprar”. Y le dijo
otras cosas que me aterrorizaron cuando me pasaron por el cuerpo, se las decía
así, tranquilo, en silencio, como si se las tatuara. Y cuando se subió al taxi la
despedí en la puerta, pisándole los talones hasta el final. Mi negro se fue con
ella, como con el chofer, se les quedó pegado a los dos, para toda la vida. A mí
no van a recordarme, lo que yo hice lo van a ignorar, me van a negar.
Mañana cuando me vean subir, otra vez blanca (¡también de alma!) van a
elegir olvidar lo que nos pasó ayer, lo que nos pasó ayer a los tres. Ayer, cuando
yo les hice un negro, uno que es de ellos y seguramente mío también, ayer
cuando les di un negro y después lloré, por todos, cuando yo les di un negro, y
ellos no pudieron dormir. En cambio yo no voy a olvidarnos. Todavía no sé bien
de qué sirve hacer un negro. Lo que sí sé es que todos los intentos de explicar
fracasaron. Para nuestro enemigo, el enemigo de la revolución, el negro es el
negro y punto. Entonces, que sea. Que el negro sea el negro y nos arrase, que se
convierta en signo y prueba de que somos un despojo. Incluso los más
despiertos, los más comprometidos son un despojo. Haciendo la mueca de la
resistencia mientras sirven al poder sin darse cuenta. Prefiero la angustia de
saberme un despojo, antes que la farsa de creerme un sujeto político. Hagamos
negros. Si no sabemos más qué hacer. Filas de negros furiosos contra el capital.
Hordas de negros que irrumpan en la casa de gobierno. Basta de hipocresía
reaccionaria y progresista: yo no sé qué es un negro, pero voy a responder
cuando llame.
***
II. Populismo o barbarie. Debates abjuratorios
Es ahora, cuando los cimientos de la política populista comienzan a ser
horadados, que debemos darnos este debate. Si es cierto que allí donde está el
peligro crece también lo que salva, los escritos aquí reunidos se proponen
contribuir a que el momento de la salvación nos encuentre preparados. Volver,
entonces, no es una proyección hacia el futuro, sino una exigencia del presente,
para que cuando retomemos la posta podamos seguir avanzando.
Por ello, problematizando ideas que aúnan criterios de acción en torno a
los conceptos vinculados al populismo, Ernesto Laclau, Horacio González,
Jorge Alemán, Eduardo Grüner y Ezequiel Adamovsky dialogan con Adrián
Dubinsky, Santiago Asorey, Paloma Baldi, Rodrigo Lugones y Diego Ezequiel
Litvinoff.
La mesa está preparada y el menú ofrece sólo dos alternativas:
Populismo o Barbarie. Invitando al convite, los avezados comensales se sirven
en este libro de los dos platos al mismo tiempo.

Santiago Asorey, Adrian Dubinsky y Diego Litvinoff


Para Relámpagos/Negra Mala Testa
Autores: Ernesto Laclau/Adrián Dubinsky/Horacio González/Diego Ezequiel
Litvinoff/ Jorge Alemán /Santiago Asorey/ Paloma Baldi/Eduardo
Grüner/Ezequiel Adamovsky/Rodrigo Lugones
Imagen y diseño de tapa: Agustín Blanco
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Malestar en la cultura, malestar en el sujeto. Cruce entre psicoanálisis y
ciencias sociales (desgrabación de la conferencia brindada el 28 de mayo de
2009, en la Asociación Psicoanalítica de Buenos)

Ernesto Laclau

Introducción, por Diego Ezequiel Litvinoff

Luego de analizar la política del ex primer ministro del Reino Unido


Benjamin Disraeli como un ejemplo del modo en el que los regimenes
represivos despliegan estrategias para romper los vínculos equivalenciales que
configuran las identidades populares, Ernesto Laclau –en la conferencia que
brindó el 28 de mayo de 2009, en la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires
que aquí les presentamos– agregó: “ese sería el ideal de Macri y Elisa Carrió”.
Subrayar esto nos permite, en primer lugar, dar cuenta de la actualidad de su
pensamiento, porque ese enunciado que emergió de manera directa de su
discurso, y que en ese entonces aparecía como un detalle marginal, hoy
configura el centro de las preocupaciones políticas del campo popular. En
segundo lugar, esta referencia nos sirve como indicador de la relevancia que
adquiere, en el marco del pensamiento de Laclau, la dimensión del ejemplo.
Como remarca varias veces a lo largo de su exposición, le preocupa que su
propuesta sea comprendida meramente como una formulación abstracta y, por
ello, presenta continuamente casos históricos que, en su obra, ocupan el lugar de
la dignidad del concepto. Pero esta frase se distingue de los ejemplos clásicos
con los que suele trabajar –como el discurso de Saint Just el día que fue
detenido Danton o las demandas de Solidarność en Polonia– por ser
pronunciada casi espontáneamente y por estar referida a la coyuntura política
inmediata. Aquí reside una de las mayores riquezas de este texto, en el que un
Laclau pedagógico, condensando los sentidos de su obra, mientras elabora
gráficos indicativos en un pizarrón, intenta articular equivalencialmente
estrategias de pensamiento junto a un público formado, principalmente, por
psicoanalistas. Un carácter vivo, que es el que le permitió introducir esa
referencia inmediata, se expresa, así, en el modo de construir su exposición, que
hemos respetado casi literalmente, porque encontramos, en sus rastros de
oralidad, sus referencias visuales y la elección de los términos y conectores, una
potencia para ser captada y desplegada. Sólo ahora entendemos por qué, cuando
un auditorio sorprendido por la referencia a Macri y Carrió soltó una carcajada,
Laclau se apuró por seguir rápidamente con sus argumentaciones. Aquello que
en ese entonces nos causaba gracia, era un peligro que acechaba y que hoy nos
configura. Volver a enfrentarse a aquellas palabras exige retomar los puntos de
su análisis en los que, para decirlo en sus términos, la conexión con la estrategia
política coyuntural pasa a ser relevante.

Conferencia, por Ernesto Laclau

En primer lugar, quiero aclarar que yo no soy psicoanalista, pero que me


han interesado siempre los puntos en el análisis de las estructuras políticas en
que las categorías psicoanalíticas pasan a ser relevantes. Entonces, lo que voy a
hacer es presentar las secuencias fundamentales de mis categorías teóricas y voy
a acentuar los puntos en que su conexión con conceptos psicoanalíticos pasa a
ser relevante.

Permítanme comenzar diciendo que, a mi modo de ver, la historia


intelectual del siglo XX comenzó con tres ilusiones de inmediatez, es decir, de
acceso inmediato a las cosas. Esas tres ilusiones fueron el referente, el
fenómeno y el signo. Y ellas dieron lugar a las tres grandes corrientes
intelectuales del siglo XX, que fueron la filosofía analítica, la fenomenología y
el estructuralismo. Ahora bien, la historia de estas tres corrientes es
remarcablemente similar. En un cierto punto, esa ilusión de inmediatez
comienza a disolverse y es reemplazada por la afirmación del carácter
constitutivo, en el sentido trascendental del término, de una u otra forma de
mediación discursiva. Esto es lo que acontece en la filosofía analítica, con la
obra del segundo Wittgestein, el Wittgestein de las Investigaciones filosóficas,
en el cual se disuelve toda esa ilusión de una relación uno a uno entre el nombre
y la cosa, que había caracterizado el atomismo lógico de Russell; pero también
la obra del primer Wittgestein, el Wittgestein del Tractatus logico-
philosophicus. Es lo que ocurre en la fenomenología con la transición del sujeto
trascendental de Husserl a la analítica existencial de Heidegger. Y es,
finalmente, lo que ocurre con la crítica posestructuralista del signo. Ahora, de
estas tres tradiciones, el argumento que yo voy a presentarles, porque es el
argumento central en la secuencia de conceptos que ustedes pueden encontrar en
mi obra, va a referirse a la tercera tradición. Es decir, mi punto de partida va a
ser esa transición del estructuralismo al posestructuralismo. Y debo aclarar,
“posestructuralismo” en un sentido amplio, que abarca desde la lógica del
significante en Lacan hasta las prácticas deconstructivas de Derrida y la
disolución de la distinción rígida entre connotación y denotación, que ustedes
encuentran en la obra del último Barthes, el Barthes de S/Z. Por consiguiente,
voy a referirme a la noción de “discurso”, para comenzar, que ustedes
encuentran en la tradición estructuralista y posestructuralista, pero debo
aclararles que la categoría de “discurso” que estamos utilizando no se refiere
exclusivamente a lo escrito y lo hablado, sino que se refiere a toda dimensión
significativa, y no hay acción humana que no la tenga. O sea que, aunque voy a
comenzar utilizando algunas categorías lingüísticas, ustedes deben tener en
cuenta que esto no se refiere al lenguaje en el sentido estricto, sino que se
refiere a lo social como un punto en el cual confluyen la dimensión
performativa, es decir, la dimensión de acción, y la dimensión significativa.

Primero, les voy a presentar un modelo un tanto abstracto que ustedes


pueden encontrar, por ejemplo, en mi libro que se llama, en la edición española,
Emancipación y diferencia, acerca de cómo la noción de “significante vacío” o
“significante hegemónico” surge. Y, en segundo lugar, voy a explicar la
importancia de estas categorías abstractas para la comprensión de los
fenómenos políticos.

Como ustedes saben, para De Saussure, el lenguaje es un sistema de


diferencias. Un principio básico de la lingüística saussureana es que, en el
lenguaje, no hay términos positivos, sino sólo diferencias. Entender lo que un
término significa implica diferenciarlo de otro término. Por ejemplo, para
entender lo que quiere decir el término “padre”, necesito entender lo que el
término “madre” y el término “hijo” significan. O sea que este carácter
relacional del lenguaje es el dato primero de cualquier condición estructural.
Pero, en segundo término, esto significa que, si esto es así, todos los términos
del lenguaje deben ligarse los unos a los otros de acuerdo a esta lógica
relacional. Es decir que, en cada acto individual de significación, la totalidad del
lenguaje como tesoro depositado en la mente del hablante va a estar implicada.
Y esto ya nos crea un primer problema. Si tuviéramos tiempo, podría dar una
explicación más detallada acerca del modo en el cual estas lógicas se han
movido desde la primera formulación estructuralista de De Saussure a la
reformulación más radical del modelo de la escuela de Copenhague y Praga, y
finalmente cómo la transición al posestructuralismo se da. Pero no tengo tiempo
de dar esta explicación.

De modo que voy a presentar el modelo en sus términos más abstractos.


[Escribe en el pizarrón]. Si el lenguaje es un sistema de diferencia, ustedes van a
tener una estructura que es aproximadamente la siguiente. Supongamos que este
es un lenguaje que consta de cinco elementos. Si todo elemento es diferencial,
se va a relacionar con los otros a través de sus diferencias. Pero, como ustedes
ven, para que este modelo pueda operar a través del principio diferencial puro,
que es la base de cualquier concepción estructural del lenguaje y de toda
estructura significativa por extensión, lo que se necesita es que este sistema sea
un sistema cerrado. Porque si fuera un sistema totalmente abierto, como cada
unidad significa lo que significa por su relación con las otras unidades, si
hubiera una dispersión total en todas las direcciones, nada podría significar
absolutamente nada. O sea que lo que se necesita es el cierre del sistema,
podemos llamar la sistematicidad del sistema. Ahora bien, esto significa que
hay que establecer los límites del sistema, que va a ser un sistema cerrado. Pero
aquí, esto nos presenta un primer problema. Hegel decía que, para ver los
límites de algo, yo tengo que ver lo que está más allá de esos límites. Si no veo
lo que está más allá de esos límites, yo no puedo ver nada como un límite.
Ahora bien, lo que está más allá de esos límites, sólo puede ser otra diferencia.
Y si éste se supone que era el sistema de todas las diferencias, en ese caso, ese
elemento no tendría que ser externo, sino interno al sistema. O sea que el cierre
no podría ser logrado. Entonces, hay solamente una posibilidad de verificar ese
cierre: si ésta no es simplemente una diferencia más en relación con el sistema,
sino que este elemento es un elemento excluido, es decir, que el sistema sólo se
constituye como sistema sobre la base de la exclusión de este elemento.
Entonces, por ejemplo, en el curso de la Revolución Francesa, Saint Just, en ese
famoso discurso el día que fue detenido Danton, dijo que la unidad de la
República es sólo la destrucción de lo que se opone a ella. Sin el complot
aristocrático, que es lo que se opone a la unidad de la República, ésta no podría
constituirse como unidad. Entonces, aparentemente hemos resuelto nuestro
problema. Si bien hemos introducido una heterogeneidad radical, que es el
elemento excluido, sin embargo, este sistema todavía puede ser constituido
como totalidad.

Pero hemos resuelto nuestro problema sobre la base de crear un problema


todavía más difícil de tratar, porque, en relación con el elemento excluido, todos
los elementos que forman parte del sistema no son simplemente diferenciales,
sino que son equivalentes los unos a los otros, en relación a este momento de
exclusión radical. Ahora, la equivalencia es exactamente lo que pone en
cuestión la diferencia. O sea que, por un lado, para constituir la unidad del
sistema, necesitamos la equivalencia. Pero, por el otro lado, para constituir el
carácter diferencial de sus unidades, necesitamos subvertir esa equivalencia. Y
aquí ustedes ya encuentran un elemento en que una serie de dimensiones
psicoanalíticas pueden entrar en el análisis. Porque este objeto que es excluido,
que es la totalidad del sistema, es necesario, como hemos visto, para la
significación. Pero, de otro lado, en la medida que esa significación sólo se
logra sobre la base de crear una tensión insuperable entre equivalencia y
diferencia, éste también es un objeto imposible. Si ustedes buscan en
pensamientos teóricos otras fórmulas similares, pueden pensar, por ejemplo, en
los noúmenos kantianos, es decir, en objetos que se muestran a sí mismos sólo
sobre la base de la imposibilidad de su representación adecuada. Y en términos
psicoanalíticos, esa totalización sería exactamente lo que Freud llama la “cosa”.
Y esa cosa es simplemente, como va a decir Lacan más tarde, una ilusión
retrospectiva, que es algo que nunca ha existido como una totalidad plena.
Entonces, nos encontramos con esta situación: que, si ese objeto es imposible,
no puede tener una forma directa de representación; y si, de otro lado, ese objeto
sigue siendo necesario para que la significación tenga lugar, debe tener acceso
al campo de la significación, de una manera u otra. Entonces, allí es donde
tenemos que pensar cómo esa significación distorsionada tiene lugar, porque no
hay forma directa de representación de ese objeto que es imposible. Y, sin
embargo, hay que representarlo de algún modo. Entonces, ¿cuáles son los
medios de representación posible de ese objeto imposible? Simplemente, las
diferencias parciales que actúan dentro de este campo. Entonces, sólo si una
diferencia particular, sin abandonar su particularismo, pasa a ser la
representación de un objeto total, que es inconmensurable con ella, es que esa
representación distorsionada va a tener lugar. Esta relación, por la cual un
objeto parcial pasa a transformar su propio cuerpo en la representación de una
universalidad que lo trasciende, es exactamente lo que nosotros llamamos una
relación hegemónica. La hegemonía no significa un objeto pleno, que ocupa
totalmente un espacio. Significa una parcialidad que asume la representación de
algo que la trasciende. De nuevo, para aquellos de ustedes que conocen el
psicoanálisis contemporáneo, entenderán que este objeto de la relación
económica es exactamente lo que Lacan llama el objeto a. Es decir, Lacan dice
que el objeto a es aquello que representa la cosa freudiana, que es imposible de
representar, porque es una ficción retrospectiva. Y él define la sublimación
como el elevar un objeto a la dignidad de la cosa, es decir, una parcialidad que
pasa a representar una universalidad. Esa es exactamente la noción de una
relación hegemónica. La transición que Gramsci describe de la clase corporativa
a la clase hegemónica pasa precisamente por esta dimensión.

Bueno, ahora quisiera darles, pasando al análisis político, un ejemplo


concreto, que va a ilustrar plenamente, espero, este modelo un tanto abstracto
que he presentado hasta ahora. [Escribe en el pizarrón]. Es un ejemplo que he
estudiado en uno de mis libros: supongamos que tenemos una sociedad
altamente represiva, es decir, tenemos un régimen represivo. Y, del otro lado,
una serie de demandas sociales que no son satisfechas por ese régimen.
Supongamos que, en cierto momento, en una localidad, un grupo de obreros
presenta una demanda por salarios más altos. Ahora, esa es una demanda
parcial, es una demanda concreta por salarios más altos. Pero, por el hecho de
que tiene lugar en el contexto de un régimen represivo, inmediatamente es
percibida como una acción antisistema. [Escribe en el pizarrón]. O sea que la
demanda, tenemos la “demanda 1”, está dividida internamente, de una manera
insuperable. Por un lado, tenemos este semicírculo inferior, que es el
particularismo de la demanda. Por el otro lado, tenemos esta dimensión más
universal, por la cual esta demanda transforma su propio cuerpo en la
manifestación de una oposición al sistema. Por el hecho de que hay este
semicírculo superior, esa demanda puede alimentar, en otra localidad, una
demanda diferente, llamémosla “demanda 2”: estudiantes que piden la reforma
del currículum o del plan de estudios. [Escribe en el pizarrón]. Desde el punto
de vista del particularismo de las dos demandas, son completamente diferentes.
Y, sin embargo, se equivalen la una a la otra, en su común oposición al régimen
represivo. Y esto, en una tercera localidad, puede generar una tercera demanda,
por ejemplo, demanda por la libertad de prensa. [Escribe en el pizarrón].
Entonces, de nuevo, acá hay un particularismo de la demanda y todas las
demandas aparecen internamente divididas. Y ustedes pueden tener una
extensión indefinida de estas demandas, de modo tal que todas ellas, a pesar de
su particularidad diferencial, representan un algo común, que es la común
oposición al régimen represivo. Pero, en cierto momento, allí se va a configurar
una identidad popular más global, van a tener la necesidad de significar la
totalidad de la cadena. Y en este caso, ¿cuáles son los medios de
representación? Sólo las demandas individuales. Entonces, una demanda
individual, la “demanda 1”, pasa a ser el significante que unifica la
representación de la totalidad de la cadena. Ahora, este es un significante
hegemónico, porque una cierta particularidad pasa a tener una función más
universal de la representación, que en nuestra terminología es también un
significante vacío, porque, para representar esta cadena expansiva de
equivalencias, ese significante tiene que despojarse del particularismo de la
demanda originaria. Por ejemplo, un caso que he estudiado: las demandas de
Solidarność en Polonia, al principio, eran simplemente las demandas
particulares de un grupo de obreros en los “Astilleros Lenin” de Gdansk. Pero,
por el hecho de que esas demandas y los símbolos que están asociados a ellas
tienen lugar en una sociedad en la que muchas otras demandas sociales eran
frustradas, este significante empieza a adquirir una significación hegemónica o
una significación vacía.

Esta noción de significante vacío, por ejemplo, en términos de lógica, se


da la distinción entre extensionalidad e intencionalidad. Extensionalidad son los
elementos que caen bajo una cierta categoría. Intencionalidad, el contenido de
esa categoría. Desde el punto de vista extensional, el significante vacío pasa a
ser cada vez más rico, porque más y más demandas son subsumidas por él.
Pero, desde el punto de vista intencional, pasa a ser cada vez más pobre, porque
los rasgos definitorios de ese significante, para que cumpla esa función
universal de representación, tienen que disociarse de cada una de las
significaciones concretas, de todos los componentes de la cadena. Por eso es
que la tan mentada imprecisión y vaguedad de los símbolos populistas es algo
que simplemente expresa su eficacia política. Todo símbolo político eficaz tiene
necesariamente que despojarse de su significación precisa y originaria. Por eso,
como voy a decirlo en un momento, ahí ustedes tienen, en un extremo, los
símbolos de la movilización, que son significantes vacíos y que son
característicos del populismo, y, por el otro lado, un intento de revertir este
proceso de significación, de construcción de identidades populares, al
particularismo de cada una de las demandas y eso es la administración por
institucionalismo. [Escribe en el pizarrón]. Todo sistema político, creo, se
constituye en un continuum cuyos dos extremos serían un populismo total o un
institucionalismo total. Ahora, si ustedes comparan este esquema político con la
explicación abstracta que les he dado al comienzo, ustedes ven que todos los
elementos de la primera se expresan en la segunda. Aquí había una exclusión
radical. Esto es lo que separa el régimen represivo de todas estas demandas.
Aquí había la división de toda diferencia interna entre una dimensión
equivalencial y una dimensión diferencial. Y esto es lo que la división entre los
dos semicírculos implicaba. Aquí finalmente ustedes tenían que, para que el
proceso de significación se constituyera, un elemento diferencial tenía que
transformar su propio cuerpo en esa dimensión universal. De nuevo, la
sublimación como elevar un objeto a la dignidad de la cosa. Y esto es lo que el
significante hegemónico o vacío pasa a implicar. O sea que ésta sería una
diferenciación que yo creo que encontramos a todos los niveles de análisis de la
realidad humana. Ustedes tienen, por un lado, a nivel de la lingüística, la
distinción entre paradigma –relaciones de sustitución– y sintagmas –relaciones
de combinación–. A nivel del psicoanálisis, tienen las mismas dos dimensiones
en el análisis de las dos formas de sobredeterminación que Freud ha descrito
desde la sección séptima de La interpretación de los sueños, es decir,
condensación y desplazamiento. A nivel de la retórica, ustedes tienen una
distinción homóloga entre metonimia y metáfora. Y a nivel del análisis político,
ustedes la vuelven a encontrar repetida en esta distinción entre la lógica
equivalencial y la lógica diferencial.

Aparentemente, hemos explicado todo, pero en realidad no hemos


explicado nada, porque este esquema que les he presentado hasta ahora omite
una serie de dificultades que es necesario pasar a considerar. Es decir, es
necesario introducir una complejidad mayor y de tipo diferente en la totalidad
del esquema.

¿Cuáles son las simplificaciones que este esquema tiene, que ahora
tenemos que intentar eliminar? En primer lugar, tenemos que el presupuesto de
todo este sistema es que la frontera es estable, porque la exterioridad del
régimen represivo respecto a la cadena popular equivalencial presupone esta
frontera estable. Pero ello presupone que el régimen represivo es
fundamentalmente estúpido. Y en general no es estúpido. (Bueno, a veces lo es,
pero por regla general no lo es). Y que puede, por consiguiente, intentar
desplazar la frontera, de modo tal que las demandas dejen de formar parte de la
cadena equivalencial popular y sean absorbidas al sistema de otra manera. Esto
puede tener lugar de dos modos. Un primer modo es romper la cadena
equivalencial. Por ejemplo, un caso que he estudiado: el discurso de Disraeli en
el siglo XIX en Inglaterra. Ahí, Disraeli se encontraba en el periodo poscartista,
con una identidad popular fuertemente estructurada y dividida del centro del
poder. Él, como novelista y como político, había hablado de dos naciones y
decía: “si continuamos con dos naciones, todos vamos a terminar como Luis
XVI”. Es decir que el objetivo, que fue el lema de la política “Tories por un
siglo” más tarde, a partir de él, era “hay que constituir una nación, one nation”.
¿Cómo lograrlo? Simplemente, rompiendo las relaciones equivalenciales. El
discurso poscartista incluía una serie de demandas articuladas
equivalencialmente, por ejemplo, demandas por alojamientos, demandas por
libertad de comercio, demandas por libertad de prensa, republicanismo frente al
régimen monárquico, etc. Entonces, Disraeli dice: “bueno, ustedes tienen aquí
una demanda por housing, por alojamiento, bueno, aquí hay una institución del
Estado que va a tratar esta demanda”. Y entonces hay una absorción diferencial
de la demanda. “Pero en ese caso, ustedes dense cuenta que esto se los está
concediendo la buena reina Victoria y que no tiene nada que ver con el
republicanismo”. O sea que se empiezan a romper los vínculos equivalenciales,
y las identidades populares se empiezan a disgregar. Ese sería el ideal de Macri
y Elisa Carrió. [Risas].

Si eso ocurre, en este caso, vamos a transformar la sociedad, idealmente


en este esquema, en una sociedad sin divisiones internas, un puro espacio de
absorción administrativa de las demandas y de gestión administrativa de la cosa
pública, en que todo elemento diferencial y de oposición va a ir desapareciendo.
Entonces, ese ideal de sociedad después va a ser extendido. Toda la ideología
del Welfare State va a ser la ideología de un espacio puro de administración
individual y absorción diferencial de las demandas, en el cual el elemento de
antagonismo se eclipsa. Y, por ejemplo, en el siglo XIX, Saint Simón decía:
“hay que pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas”.
Es decir, reemplazar la política por la administración. Y en toda la etapa del
positivismo latinoamericano, ustedes encuentran que este ideal fue reafirmado
muchas veces. El lema del General Roca era “Paz y administración”. Y todavía
en la bandera brasileña ustedes encuentran “Orden y progreso”, que es
exactamente el lema positivista clásico.

Pero hay otras formas de operar por parte de un régimen dominante sobre
la cadena equivalencial. Se trata de crear una nueva cadena por la cual ciertas
demandas de la cadena popular puedan ser absorbidas a cadenas equivalenciales
distintas. Entonces, la frontera empieza a desplazarse. Para darles muy
brevemente un ejemplo, porque no hay tanto tiempo, los significantes del
populismo norteamericano, tal como se constituye a fines del siglo XIX, fueron
significantes en general con una orientación de izquierda, esa idea del pequeño
hombre contra la gran riqueza. Y se mantuvieron como significantes de
izquierda hasta el periodo del New Deal y el periodo inmediatamente posterior.
Pero, en los años ´50 y ´60, se da una reversión de este proceso. Es decir, ciertos
significantes populistas, del hombre pequeño contra la gran riqueza, empiezan a
ser absorbidos por cadenas equivalenciales distintas. Es decir, se mantiene la
idea del pequeño hombre frente al poder, pero el poder ya pasa a ser
considerado como las elites liberales del este de los Estados Unidos y ya no
como el sistema de los bancos, de los ferrocarriles, etc. Esta es la transición que
tiene lugar en el caso de las campañas macartistas de los años ´50, después en
las campañas electorales de George Wallace en los años ´60 y que después va a
pasar al centro de la gran política con las campañas electorales de Nixon y
Reagan. Y finalmente, está en la base de la ideología de Bush, ese mundo que
está acabándose hoy día, pero que dominó todo el discurso fundamental de la
política americana durante varias décadas. Entonces, en este tipo de absorción,
yo hablo de significantes flotantes más que de significantes vacíos, porque este
significante está sometido a la presión estructural de dos cadenas
equivalenciales absolutamente diferentes. Ahora, esta dimensión de los
significantes flotantes tiene que incorporarse a la consideración de lo que hemos
estado refiriéndonos hasta ahora.

El segundo punto que crea una dificultad en este esquema es que nosotros
no hemos determinado cuál es el status teórico preciso del significante vacío.
¿Qué es el significante vacío? ¿Es un concepto? Bueno, la característica de un
concepto es que tiene que subsumir bajo sí una serie de individuos que
comparten todos un rasgo positivo común. Por ejemplo, si yo digo “mesa”, hay
muchos individuos en el mundo que van a ser subsumidos bajo la categoría
“mesa” en la medida en que todos presenten ciertos rasgos descriptivos que
comparten. Ahora, esta es la forma en la que, por ejemplo, mi colega de
Northwestern, Jürgen Habermas, tiende a presentar su problema: la
universalización tiene que ser siempre una universalización sobre la base de
compartir un elemento positivo. Y para mí, sin embargo, esta solución no es
adecuada, porque lo que comparten, como hemos visto, todos los eslabones de
la cadena diferencial, no es algo positivo, sino que es algo negativo: el hecho de
que todos se oponen al régimen represivo. Y esto no corresponde a la noción de
lo que podríamos llamar una subsunción de tipo conceptual. Entonces, el
problema teórico que se nos presenta es: si este significante vacío no es un
concepto, ¿qué es lo que es?

Quiero aproximarme a este problema sobre la base de referirme a una


discusión, que ha tenido lugar en las últimas décadas en la filosofía analítica
anglosajona, que es la vieja cuestión de cómo los nombres se refieren a las
cosas. Ahora, hay una primera orientación, que sería la conceptualista, a la que
me acabo de referir, que dice: “los nombres se refieren a las cosas sobre la base
de que, entre los nombres y las cosas, hay ciertos rasgos descriptivos que
pertenecen a los dos”. Por ejemplo, si yo digo “reloj”, el concepto de “reloj”
tiene ciertos rasgos descriptivos y, cuando yo encuentro un objeto en el mundo
que también tiene esos rasgos descriptivos, entonces aplico el nombre a la cosa.
Eso creaba algunos problemas con los nombres propios. Para referirme a un
ejemplo de Bertrand Russell, si yo digo “Bismark”, ¿cuál es el concepto ahí?
Según Russell, esto es una descripción abreviada. Cuando digo “Bismark”, lo
que quiero decir es el último canciller de Alemania. Eso crea algunas
dificultades que nunca la escuela descriptivista pudo resolver. Por ejemplo, ¿qué
ocurre si hay varias descripciones que corresponden al mismo individuo? Por
ejemplo, yo puedo decir “George W. Bush” y digo lo que esto describe al
presidente de EE.UU. que invadió Irak, pero también puedo decir “George W.
Bush” y esto corresponde a la descripción del borracho que se hizo abstemio. Y
así puede haber una serie de descripciones distintas. Y ahí hay varias escuelas
dentro del descriptivismo. Por ejemplo, Damisch sostiene que siempre debe
haber una descripción privilegiada. John Searle sostiene que no hay nunca una
descripción privilegiada. Y es un galimatías teórico, que afortunadamente no
nos interesa demasiado, porque lo que es importante para nuestro objetivo es
tratar de diferenciar la escuela descriptivista de la escuela rival, que es mucho
más interesante para nuestros propósitos, que es la escuela antidescriptivista,
que está especialmente ligada a la obra de Saul Kripke, en un libro famoso que
se llama Naming and necessity. ¿Qué es lo que dicen los antidescriptivistas?
Que, cuando yo nombro a un objeto, yo no estoy diciendo nada que corresponda
a una descripción de ese objeto, sino que estoy incurriendo en lo que él llamaba
un bautismo originario. Para darles un ejemplo que se ha utilizado en esa
escuela, nosotros sabemos, a través de Heródoto y de Aristóteles, que Tales de
Mileto era el filósofo que dijo que todo era agua. Ahora, supongamos que tanto
Aristóteles como Heródoto se equivocaban, que Tales de Mileto no era un
filósofo, sino que era un cavador de pozos, que un día dijo: “me gustaría que
todo fuera agua, así no tendría que cavar estos pozos”. Si le aplicara el nombre
Tales de Mileto a este individuo, a pesar de que todos los rasgos descriptivos
son diferentes, evidentemente sí, simplemente lo había descrito erróneamente
antes. Y, de otro lado, supongamos que hubiera habido un filósofo que hubiera
dicho que todo era agua y del cual Aristóteles y Heródoto no supieron nada, ¿se
le aplicaría a esta persona el nombre “Tales de Mileto”? Evidentemente, no. O
sea que el punto de la escuela antidescriptivista es que los nombres no se
refieren a las cosas a través de una mediación conceptual, con lo cual ya
estamos a medio camino de lo que nuestra cadena equivalencial en ese modelo
estaba refiriendo.

Y ahí, sin embargo, se presenta un nuevo problema, porque, en ese caso,


cuando el nombre se refiere al objeto, ¿a qué se refiere en el objeto? Para los
descriptivistas, era fácil constatarlo, era a una común descripción entre el
nombre y la cosa. Pero si no hay común descripción entre el nombre y la cosa,
¿cuál es la x que sostiene el proceso de nominación? Y ahí es donde yo creo que
el psicoanálisis, de nuevo, ha hecho un break throught, ¿cómo se diría en
español? Sí, un avance, un avance importante. En uno de sus seminarios
inéditos, Lacan ha discutido la obra de Kripke y lo que ha sostenido, aceptando
el punto de vista antidescriptivista, es que el objeto de la nominación es un
efecto retroactivo del proceso mismo de la nominación, es decir, que el objeto
no tiene ningún tipo de unidad, aparte de lo que el nombre pone junto. [Escribe
en el pizarrón]. Y, en ese caso, esto es enormemente importante para nuestro
análisis, porque aquí ustedes se encuentran con que toda esta cadena de
demandas equivalenciales solamente se articulan en una unidad de objeto a
través del significante vacío o hegemónico, es decir, que el nombre pasa a ser el
fundamento de la cosa. Cuando nosotros entramos en este terreno, entramos en
todo un campo de posibles relaciones hegemónicas entre el nivel de la
nominación global y las unidades que entran en este proceso, que no puedo
explicar en esta conferencia, pero que son para mí absolutamente fundamentales
para el análisis político. Si ustedes piensan en los significantes vacíos del
peronismo y la forma en que estas cadenas equivalenciales se han constituido a
través de distintos momentos de su historia y el tipo de rigidez relativa que los
significantes globales estaban constituyendo, cómo estos dos niveles
interactuaban entre sí, yo creo que hay muchos aspectos de la realidad política
que pueden pasar a ser explicados de este modo y éste, creo, es uno de los
puntos más ricos a los que la interacción entre las categorías psicoanalíticas y
las categorías políticas puede conducir.

Finalmente, hemos hablado de un antagonismo entre el sistema represivo


y la cadena equivalencial popular. Sin embargo, hemos introducido esta
categoría “antagonismo” como una categoría de sentido común y, sin embargo,
nosotros todavía no sabemos bien qué es exactamente una relación antagónica.
¿Qué tipo de relación entre objetos esa relación antagónica presupone? Quisiera
iniciar la consideración de este problema, que para mí es el problema
fundamental de la teoría política, refiriéndome a una discusión que tuvo lugar
en el marxismo italiano de los años ´50 y ´60, en torno a la disputa del
marxismo italiano tradicional, que era de raíz hegeliana, y la escuela de Galvano
Della Volpe, que propuso una nueva conceptualización de la cuestión de los
antagonismos. ¿Qué es lo que los dellavolpianos decían? Los dellavolpianos
partían de una distinción planteada por Kant, en alguno de los escritos
precríticos como el Ensayo sobre las magnitudes negativas y el ensayo sobre La
única prueba posible de la existencia de Dios, pero que después lo desarrolla
también centralmente en La crítica de la razón pura, especialmente en la
sección sobre el antiguo día de los conceptos de la reflexión, en que presenta
toda su crítica general a la teoría leibniziana. ¿Cuál era la distinción kantiana y
cómo los dellavolpianos la aplican a la concepción de los antagonismos
sociales? La distinción kantiana era lo que él llamaba contradicción lógica y
real. ¿Qué es una contradicción lógica? Es una contradicción que sólo puede
tener lugar entre conceptos. Por ejemplo, si yo digo “esto es un reloj” y al
mismo tiempo digo “esto no es un reloj”, estoy incurriendo en una
contradicción de tipo lógico. Y lo que sostenía Kant es que, si yo entro en una
contradicción de tipo lógico, no estoy diciendo estrictamente nada. O sea que la
contradicción lógica sólo puede tener lugar entre conceptos. Pero, de otro lado,
está lo que él llamaba la oposición real. Es decir, la contradicción lógica, la
fórmula sería A y -A. Cada polo de la contradicción se resuelve en ser la
negación pura y simple del otro polo. Pero, de otro lado, tenemos una oposición
real. Por ejemplo, el choque de dos automóviles. Y, en una oposición real, la
fórmula es distinta: es A y B. Porque cada uno de los dos automóviles es algo
independientemente de su relación con el otro. Entonces, la conclusión de Kant,
que va a ser el hilo conductor, que va a llevar a la crítica de la razón pura, es
que, si hay la posibilidad de la contradicción lógica entre conceptos, no hay
posibilidad de contradicción lógica entre objetos reales. Ahora, las
consecuencias que los dellavolpianos derivaban de este análisis eran que, si bien
una filosofía como la de Hegel, que era una filosofía idealista, que subordinaba
la realidad al concepto, podía hablar de contradicciones de lo real, una filosofía
materialista como el marxismo, que afirmaba el carácter extralógico de lo real,
no podía afirmar que había contradicciones en la realidad. Y la consecuencia
que derivaban era que los marxistas habían cometido un error teórico
fundamental en tratar de interpretar los antagonismos sociales como
contradicciones. Según ellos, eran simplemente oposiciones reales. Lucio
Colletti, que era un miembro prominente de la escuela, hizo un análisis irónico
de este libro ridículo de Mao Tse Tung, que se llama Sobre la contradicción, en
el cual mostraba que todos los ejemplos de contradicciones, el más y el menos,
el arriba y el abajo, etc., que Mao daba, eran en realidad oposiciones reales. Y si
ustedes van a un libro todavía más ridículo, como La dialéctica de la
naturaleza, de Engels, que trata de interpretar todos los procesos físicos en
términos de contradicciones lógicas, de contradicciones dialécticas, ustedes van
a encontrarse allí con afirmaciones tales como que “la luna es la negación de la
Tierra” o que “el ano es el desarrollo de las contradicciones internas de la boca”,
y cosas de ese estilo. Entonces, para ellos, se trataba de reinterpretar el conjunto
de los antagonismos sociales en términos de oposiciones reales. Ahora, yo estoy
de acuerdo con los dellavolpianos en que los antagonismos sociales no pueden
ser contradicciones en el sentido lógico-dialéctico del término, por las razones
que ellos han esgrimido. Pero, por el otro lado, yo no creo que los antagonismos
sociales puedan ser interpretados como oposiciones reales tampoco. Porque, en
una oposición real, no hay nada que sea antagónico. Una oposición real es, por
ejemplo, el choque de dos piedras. Pero el choque de dos piedras no puede ser
entendido como una relación entre enemigos. Es decir, que el elemento de
negatividad que es inherente al antagonismo es algo que está completamente
excluido de la categoría de oposición real. Por ejemplo, Colletti se indignaba de
que los marxistas no sabían la distinción kantiana entre oposición real y
contradicción lógica. Ahora, yo dudo mucho de que no supieran eso. Lukács,
que era un filósofo profesional, para ignorar la noción de oposición real, tendría
que no haber leído nunca La crítica de la razón pura, cosa que es impensable.
Yo creo que, si los filósofos marxistas encontraron poco apetecible la categoría
de oposición real para describir los antagonismos sociales, fue por un motivo
diferente. Porque ahí el elemento de negatividad desaparece totalmente. Ahora,
como solamente tenían una noción de la negatividad por la cual la identificaban
con la contradicción lógica, mantuvieron la noción hegeliana de
“contradicción”. Pero, para mí, el problema es pensar si no es posible pasar a
una noción de la negatividad que no sea dialécticamente recuperable y que, de
alguna manera, nos puede dar cuenta de estos antagonismos. Yo creo que ahí es
donde empezamos a bordear la categoría lacaniana de lo real.

El problema es el siguiente: todo ello me llevó a pensar, en su momento,


si de pronto las categorías de “oposición real” y de “contradicción lógica” no
compartían algo que las diferenciaba de una relación antagónica. Y yo creo que
comparten algo, que es el hecho de que las dos categorías son relaciones
objetivas, entre objetos conceptuales en un caso y entre objetos reales en el otro
caso. Y la tesis que quiero plantearles a ustedes es que, en realidad, los
antagonismos sociales no son relaciones objetivas, sino relaciones en las cuales
la objetividad de lo social encuentra los límites en su proceso de constitución, es
decir, que hay una negatividad que escapa a la noción de objetividad, ya sea
conceptual o real. [Escribe en el pizarrón]. Para darles un ejemplo, supongamos
que tenemos un antagonismo entre una comunidad campesina y los
terratenientes que tratan de expulsarla de su tierra. Acá hay un momento de
choque, que es el momento del antagonismo como tal. Ahora, si nosotros
tratamos de ver, de interpretar, el momento estrictamente antagónico del choque
como una relación objetiva, vemos que tenemos que evitar el punto de vista de
los dos participantes, porque, para los campesinos, no hay una objetividad
común que pase desde su identidad a la identidad de los terratenientes, la
identidad de los terratenientes niega su identidad. Y, para los terratenientes, la
identidad de los campesinos hace exactamente lo mismo. Entonces, ¿cuál sería
la condición para subsumir el momento del choque bajo la noción de
objetividad social? Simplemente, que aquí haya un tercer hombre que ve la
verdad de todo el proceso, pero, como en este caso el punto de vista de los dos
elementos intervinientes es irreductible, él tiene que mostrar el punto de vista de
las dos fuerzas intervinientes, no logra captar la sustancia objetiva de ese
proceso. Ese tercer hombre, obviamente, es el espíritu absoluto, en el sentido
hegeliano del término. Ustedes conocen la noción hegeliana de la astucia de la
razón. Aparentemente, para los actores sociales que intervienen en un proceso
histórico, hay irracionalidad, hay mal, hay todo tipo de cosas irracionales en el
mundo, pero, desde el punto de vista del espíritu absoluto, es decir, de la verdad
total de este proceso, estas formas finitas de conciencia de los agentes son
formas que van a ser trascendidas, porque hay una acción de la razón que opera
con una lógica que escapa a los propios participantes, en la conciencia que
tienen de aquello que están viviendo. Por ejemplo, al comienzo de La filosofía
de la historia, Hegel decía que la historia universal no es el terreno de la
felicidad, pero, al final del proceso, el sentido del proceso lo va revelando.

Y, en el marxismo, ustedes tienen exactamente el mismo tipo de


argumento: al principio de la historia, existe la comunidad primitiva, que era
una comunidad no antagónica. Después, sin embargo, para desarrollar las
fuerzas productivas de la humanidad, se necesitó pasar por todo el infierno de
las sociedades divididas en clases. Y sólo es al final del proceso, en un
comunismo plenamente logrado, que el sentido racional de todo aquello que los
actores vivían como un proceso irracional, se va a revelar. En el prefacio a la
Crítica de la economía política, Marx dice que, por un lado, el sentido objetivo
de la historia puede determinarse con la precisión de un proceso natural, la
relación de fuerzas y las relaciones de producción. Por el otro lado, la
conciencia de los agentes de esos antagonismos puede ser totalmente
deformada. Él dice: “de la misma manera que no podemos juzgar a un hombre
por la idea que él se hace de sí mismo, tampoco podemos juzgar un proseguir
histórico por la conciencia que los agentes tienen de los conflictos en los cuales
están subsumidos”. Entonces, ahí tienen el gran dilema, la gran apuesta. O bien
ustedes apuestan al espíritu absoluto, y en ese caso los antagonismos serán
procesos subjetivos, pero la conciencia de los agentes tiene que ser reducida
siempre a algo distinto de sí mismo. O no hay tercer hombre, y en ese caso la
conciencia de los agentes es lo único que vamos a tener, pero, en este caso, el
choque entre estas dos fuerzas no va a poder ser reducido al universo simbólico
de ninguna de las dos fuerzas que allí están actuando. Yo creo que el momento
del choque es exactamente lo que Lacan llama lo real, es decir, aquello que no
puede ser dominado simbólicamente. Es decir que siempre va a haber un
residuo, un elemento de lo real, que va a impedir la formación de esta
conciencia plena.

Y aquí quiero referirme a la obra de una gran teórica lacaniana, que ha


visitado nuestro país en las últimas semanas, cuyos libros han sido traducidos
ahora al español, que es la norteamericana Joan Copjec. En un ensayo famoso
que se llama El sexo y la eutanasia de la razón, ella ha tratado de mostrar el
paralelismo entre las fórmulas de la sexuación en Lacan y la antinomia de la
razón pura en Kant. Ha mostrado que la homología es prácticamente completa.
Tomando las fórmulas lacanianas de que la relación sexual no existe (como
ustedes saben, no quiere decir que la gente no haga el amor, lo que quiere decir
es que no puede ser reducida a una forma simbólica unificada), entonces
nosotros tenemos una especie de pattern para estudiar distintos tipos de
relación, en la cual la representación simbólica total, como la que ocurriría en
un universo hegeliano, no puede ser acertada. Y yo creo que este análisis de
Copjec puede ser ligado a esta explicación que he intentado darles de
antagonismo como límite de toda objetividad. Ello nos plantea inmediatamente
el problema de si no hay posibilidad de subsunción simbólica total en un único
universo de representación, pero sin embargo hay una interacción que tiene
lugar en la relación antagónica. ¿Cómo pensar este tipo de relación? Ahí, en
otro importante ensayo, Copjec ha tratado de ligar esto al juicio reflexivo en
Kant y a la noción lacaniana de que, en la relación amorosa, no se trata de una
sustitución de objetos, sino que se trata de un cambio en el objeto mismo, es
decir, se trata de este proceso de sobredeterminación que hemos descripto antes.
Aquí, yo veo toda un área en la cual el análisis de los antagonismos sociales de
las formas políticas que están acompañando a ello puede ligarse a esta lógica de
lo real que la teoría psicoanalítica está desarrollando. O sea que me parece que
tenemos muchas cosas que hacer en común.

Muchas gracias.

***
III. Democracia. Un estado en cuestión
Democracia y la pregunta por su existencia
Mariano Molina y Guillermo Korn
En Argentina, desde diciembre de 1983, el orden constitucional ha
experimentado vaivenes y tironeos por doquier. Por momentos parece rechinar,
en otros crujir. Pero desde hace venticuatro meses la democracia viene
experimentando situaciones de extrema vulnerabilidad.
El presente pasa a ser leído desde particulares perspectivas. Habitamos
una escena contemporánea escurridiza, a la que no es fácil definir. Aunque
carezca de un nombre preciso y abarcador sabemos que es necesario poder
pensarla y analizarla con premura.
Preveíamos presentar estos Relámpagos en unos días. La coyuntura
precipita este anticipo. Las reflexiones urgentes nos señalan la importancia de
producir ensayos en estos instantes de peligro, precisamente cuando la
Democracia sigue siendo un estado en cuestión.

DES-DEMOCRACIA

Diego Tatián
No estamos ante una dictadura. Estamos ante algo que podríamos
enunciar como una continuidad de la dictadura por otros medios: bajo un
gobierno de los civiles de la última dictadura cívico-militar que accedieron a él
por medio del voto. El origen electoral de una alternancia es condición
necesaria pero no suficiente para dotarla de legitimidad democrática; no
obstante, su pérdida no nos arroja automáticamente en una dictadura. Quizá
nunca antes en un gobierno electo la vulneración de la formalidad republicana
–inescindible de esa legitimidad– haya sido tanta y tan brutal como lo es desde
diciembre de 2015. No estamos ante una dictadura sino en la encrucijada de una
continuación y de una interrupción que podría designarse negativamente con
la palabra des-democratización.
La continuación lo es del plan económico de la dictadura, junto a lo que
en los años setenta debió imponerse por medio del Terror ejercido desde el
Estado: la entrega por endeudamiento, el saqueo del patrimonio público, el
disciplinamiento social, el desprecio por los derechos humanos, la renovada
amenaza de destruir los más básicos derechos civiles mediante un retorno –en
este caso no sistemático sino planificado en sus dosis– de represión, de
encarcelamientos por motivos políticos, de listas negras con las que intimidar
intelectuales, sindicalistas, dirigentes sociales y estudiantiles; extorsiones
judiciales, encubrimiento –al menos– de una desaparición, habilitación de
pulsiones fascistas alojadas en napas sociales que nunca dejaron de estar allí –
antes inhibidas por la política, ahora promovidas a su emergencia inmediata–;
sometimiento cultural, financiero y político a los poderosos del mundo en
detrimento de una fraternidad continental; destino armamentista de los dineros
públicos,
imposición de un principio de crueldad que obtiene su eficacia en un siniestro
ejercicio de violencia acompañado por una retórica de la alegría, el amor y la
felicidad.
La interrupción, en tanto, lo es de un proceso –nunca continuo ni lineal–
de democratización, que tuvo inicio en la recuperación democrática de 1983 y
cuyas bases fueron sentadas por el gobierno de Raúl Alfonsín. Por
democratización proponemos entender un incremento de derechos en los
sectores populares que habían estado despojados de ellos por las relaciones de
dominación de las que normalmente son objeto: la conquista de derechos civiles
y políticos, cuyo desarrollo democrático prospera en una conquista siempre
provisoria de derechos sociales, los que a su vez se extienden en derechos
económicos que complementan o realizan las libertades civiles –sin las que no
existe democracia– con la justicia social y la igualdad real –sin las que tampoco
existe democracia en sentido pleno, sino solo democracia como máscara y
administración del privilegio. Proceso de “des-democratización” –de ninguna
manera dictadura– llamaría al actual estado de situación en la Argentina y otros
países de la región (como Brasil), que despoja de derechos y excluye
nuevamente a los que no tienen parte.
El macrismo es una continuación de 1875, de 1930, de 1955, de 1966, de
1976 y de los años ‘90 (queremos expresar con esas cifras históricas: la
violencia racista contra los pueblos preexistentes; la dominación oligárquica –
palabra que de manera imprevista ha vuelto a cobrar actualidad–; la extirpación
con todos los medios a disposición de una compleja experiencia popular y la
venganza contra ella; la destrucción del sistema educativo y científico; el
sometimiento al Capital financiero y a los manuales “antisubversivos” que lo
complementan; neoliberalismo en todos los órdenes y todos los vínculos…). Sin
embargo, es una continuación novedosa que no puede reducirse a lo que esos
años aciagos expresan.
Esta novedad –lo que satisface en la imaginación pública y la sensibilidad
que ella misma produce por muy sofisticadas técnicas de captura ideológica– es
lo que deberá descifrar el pensamiento crítico, en conjunción con el
reconocimiento de una potencia –igualmente novedosa– atesorada en el
campo popular. Quizá por primera vez la derrota de una experiencia política
favorable para las mayorías sociales –y para minorías excluidas por el sentido
común colonizado y por las minorías del dinero y el poder– no ha diezmado el
sentido de esa experiencia ni la voluntad ciudadana que la hizo posible. Algo,
en efecto, permanece intacto. Algo (¿un sujeto?, ¿un íntimo empoderamiento?,
¿una marca indeleble en la materia social?) que para proteger la herencia de la
que es depositario está buscando la forma de su renovación.
La temporalidad plural –y nunca cronológica– de la política genera
siempre, de la manera más imprevista y en el momento menos previsto, las
condiciones de irrupción de lo que será capaz de continuar la obra de tantas
luchas sociales por la recuperación y la invención de derechos. Pero si bien
imprevisible, esa irrupción no se produce sin la acción política, la militancia y la
tarea de comprender la opacidad del presente. Aunque finalmente todo vaya a
suceder de otro modo: no como el topo que cava, sino como la liebre que
reaparece de improviso después de habérsela perdido de vista.
***
FORMAS DE LA DEMOCRACIA
Eduardo Rinesi
Desde hace unas cuantas décadas, la vida política argentina y la discusión
acerca de
ella se organizan alrededor de una palabra tan antigua como problemática, que
es la palabra “democracia”. Palabra maldita, en efecto, en los lenguajes
políticos de los países de Occidente, donde nació, hace ya una punta de siglos,
para designar un tipo descaminado de gobierno, y que desde entonces hasta
hace muy poco tiempo no gozó de la buena prensa que en cambio la viene
cortejando desde los años de las dos guerras mundiales. En efecto, el sentido
positivo de la palabra “democracia” es, comparado con su larga historia, muy
reciente en todo el mundo, y más todavía entre nosotros, donde hasta no hace
tantas décadas nombraba un valor que, cuando no era representado como
francamente negativo, era por lo menos subordinado a otros que se estimaban
más valiosos, como el del desarrollo o la revolución.
No deja de ser interesante, en ese marco, señalar la frecuencia con que la
palabra
aparece en los discursos de los militares golpistas de 1976. Repásense, por
ejemplo, los del dictador Videla, que solía invocar el valor de la democracia
como uno especialmente ponderable, afirmaba que el objetivo del régimen que
presidía era devolverle al país esa democracia, y no se privaba de ofrecer una
definición, o por lo menos una caracterización (cierto que, digamos, “por la
negativa”), de lo que entendía por democracia: una forma del orden que se
oponía a tres grandes amenazas, omnipresentes en la discursividad golpista: la
anarquía, la corrupción y el populismo. Vuelvo a pedir que se relean esos
discursos, y que después se piense seriamente si no nos ilusionamos demasiado
cuando suponemos que han quedado en el pasado ciertas ideas-fuerza de la
ideología de la derecha política argentina.
Contra esa idea de la democracia como orden, el pensamiento dominante
en los
años de la “transición” sostuvo otra: la de la democracia como una utopía.
Como una utopía que nos esperaba al final de un camino de “reforma moral e
intelectual”, a lo largo del cual debíamos trocar unas instituciones y una
“cultura política” autoritarias por otras, abiertas y tolerantes. Y como una utopía
organizada alrededor del valor fundamental de la libertad. De la libertad
“negativa”, como enseña la teoría política: la libertad de los ciudadanos frente a
los poderes que podían amenazarla o sofocarla, a la cabeza de los cuales, por
muy justas razones, tendíamos a situar el poder terrible, y temible, del Estado.
La idea sobre la democracia que pudimos pensar en nuestros años ochenta fue
una idea de la democracia liberal y antiestatalista.
La que siguió, en la larga década que se inicia en 1989 y se cierra en
2001, también estuvo signada por un fuerte rechazo al Estado, aunque por
motivos, ahora, menos políticos que económicos. No es el caso insistir acá
sobre la importancia que tuvo ese deslizamiento del debate público de la política
a la economía. Sí lo es destacar que, de la mano de ese movimiento, lo que
emergió fue una nueva idea sobre la democracia, que en esos años no pensamos
ya como una utopía, sino como una rutina. La “transición” había terminado, y
por cierto que razonablemente bien, pero el sistema político que nos había
dejado estaba lejos de poder enamorarnos como lo habían hecho las promesas
de diez años atrás, y empezábamos a verlo con creciente indiferencia, distancia,
resignación en el mejor de los casos y enojo en el peor.
Ese enojo popular fue el que a fin de 2001 hizo estallar por el aire todo
ese sistema,
inaugurando una cuarta forma (después de la del orden, la de la utopía y la de la
rutina) de pensar la democracia: la de la democracia como un espasmo. Intenso,
seductor y breve. Por cierto, todavía nos debemos un análisis mejor que los que
fuimos capaces de hacer hasta el momento sobre esos meses tan intensos de la
vida política argentina. Lo que aquí me interesa señalar es que el valor que
debemos ubicar en el centro de esta cuarta forma de pensar la democracia de
nuestra atrevida y rápida periodización es el de la participación: el de la
recuperación del valor del involucramiento de los ciudadanos (en los parques,
las plazas, las esquinas, las fábricas recuperadas, las iglesias, los clubes, los
centros de estudiantes) en la discusión de su propio futuro.
Durante los años que siguieron, a partir de 2003, hablamos menos de
democracia que de democratización: pensamos la democracia, más bien, como
un proceso. ¿De qué? Sobre todo de ampliación, profundización,
universalización, de derechos. Esta categoría de “derechos”, en efecto, central
en el discurso kirchnerista, organizó muchas de las discusiones más importantes
de los últimos años, con una cantidad de consecuencias de lo más interesantes.
La que aquí me importa indicar es la revalorización de la idea del Estado, que si
desde los años de la militancia contra la dictadura hasta los del “Que se vayan
todos” del cierre del ciclo neoliberal había sido pensado como formando parte
de las cosas malas de la vida y de la historia, ahora se recuperaba de su
descrédito a partir de la idea de que sólo un Estado activo y fuerte puede
garantizar los derechos de sus ciudadanos.
Sin duda esta periodización debe ser revisada y mejorada. “Faltan
pormenores, rectificaciones, ajustes.” Pero nos sirve para lo que querría plantear
como corolario de este módico ejercicio, que ensayo aquí sobre el telón de
fondo de las evidencias de la emergencia de un nuevo ciclo político en el país,
muy distinto de todos los que venimos de recordar, y que ofrece sobre muchas
cuestiones de las que hemos estado discutiendo en todos estos años ideas muy
diferentes a aquellas a las que nos habíamos habituado y que aquí traté de
presentar. Es necesario revisar el lugar que ocupan, en el discurso y en las
definiciones políticas del macrismo, las categorías fundamentales de la libertad,
de los derechos, del Estado. Y es necesario preguntarnos cuál es la idea sobre la
democracia que anima esta experiencia que hoy atravesamos.
Para ello puede ser útil advertir que el ideario que anima al gobierno de
Cambiemos
no parece tener ninguna deuda ni con la idea de la democracia como utopía de la
libertad ni con la idea de la democracia como espasmo participativo ni con la
idea de la democratización como proceso de ampliación de derechos. En efecto,
hoy todas las formas de la libertad están en serio peligro en el país, y el
gobierno nacional no parece en absoluto preocupado por defenderlas. La
participación popular en los asuntos públicos encuentra el severo límite de que
incluso las más elementales formas de reunión para ejercer el derecho
constitucional a peticionar a las autoridades suelen ser tratadas con palos y con
gas pimienta. Y la palabra “derechos” ha desaparecido de los discursos oficiales
de la mano del desmantelamiento de las políticas públicas destinadas a
garantizarlos.
En cambio, es clara la deuda de la idea macrista de democracia con los
otros dos
modelos de los que quedan presentados. Por un lado, con la noción de la
democracia como orden. Como un orden que se levanta –repito– contra la triple
amenaza de la anarquía (que hoy se busca conjurar con protocolos antidisturbios
y policías por todos lados), de la corrupción (que hoy se denuncia a la mañana,
tarde y noche en todos los juzgados y por todos los medios) y del populismo
(que hoy se rechaza como el nombre del engaño que les hizo creer a los
desiguales que eran iguales). Por otro lado, con la noción de la democracia
como rutina, como costumbre desangelada y ñoña de cumplir ciertos rituales.
Aunque ya hemos oído a algunos voceros del gobierno preguntarse en voz alta
qué necesidad hay de que el voto sea obligatorio y de que las elecciones sean
tan frecuentes.
Contra todo este oprobio es necesario recuperar, de lo mejor de los años
que han
pasado, el valor de la libertad de los individuos, de la participación del pueblo y
de los derechos que el Estado tiene que garantizar. Es necesario, en fin, rescatar
lo mejor de esas tres grandes tradiciones emancipatorias que son la liberal, la
democrática y la republicana, que por cierto no tienen nada que ver con el
macrismo, que las ignora y las insulta a todas: a una vulnerando las libertades, a
otra desconociendo los derechos y a la tercera amenazando, en lugar de
proteger, la res publica, la cosa pública. Es decir, el bien común, el bienestar
general, el patrimonio colectivo y el destino de las próximas generaciones. Es
todo eso lo que está en peligro si no somos capaces de forjar una idea menos
mezquina sobre la democracia.

***
IV Revolución. Escuela de un sueño eterno

Revolución. Escuela de un sueño eterno


Negra Mala Testa

Mejicana. Rusa. China. Cubana. Nicaragüense. Argelina. Vietnamita.


Teorizada. Practicada. Permanente. Tercermundista. Antiimperialista.
Feminista. Nuestroamericana. Subalternizada. En las calles y en los barrios. En
los cuerpos.
Las bases. Las raíces. Desde ellas y para ellas. El subsuelo de la/s Patria/s
sublevadas. El final de lo que ha sido, el principio de lo que vendrá. El
PorVenir. El futuro de la humanidad, o tan sólo el fin de la explotación del
hombre por el hombre, y de todos hacia las mujeres. De todos hacia los niños y
las niñas. Nuevas/viejas voces, nuevos/viejos cuerpos, nuevas/viejas
sexualidades. Identidades múltiples, historias reinventadas, resurgidas, reunidas.
La tierra desde/para quien la trabaja.
Sistemas políticos y sociales, económicos, culturales. Movimientos. El
Movimiento. Nuevo orden mundial o el nuevo orden de la libertad. Ideología,
estrategia, táctica, conducción política, organización, contra el orden y el
progreso. Progresistas, naturalistas, positivistas. Una ciencia hacia el cambio
social. Las armas, el foco, las condiciones objetivas, la subjetividad. ¿La
perpetuidad de la coyunturalidad? Un Plan de Operaciones. El cambio, las
reformas, las revueltas. Una muerta cada 18 horas. Sin feminismo no hay.
Socialismo. Anarquismo. Peronismo.
Revolucionar/nos. Arte emancipador, emancipado, por emancipar.
Explosión, dolor, muerte. Vida en esta y en la otra, por venir. Movidas por
grandes sentimientos de amor. Sexo. Placer. Expansión de las sensaciones, de
las puertas perceptivas. Endurecer la ternura. Batallar una nueva hegemonía. Ser
realistas para hacer lo imposible. Desde Oktubre hacia un Diciembre. Llevar un
nombre como estandarte. Triunfo, capitulación. Te prefiero, igual,
Internacional.
***
La revolución y sus distancias
Horacio González

La revolución está detrás nuestro. Se presenta difusa –no porque sus


diversos nombres lo sean-, sino porque adquiere las proporciones de un mito
ante el cual somos erráticos, conciencias insignificantes. Pero si desde un
pasado de cristal nos miran las efemérides y las estatuas de los revolucionarios,
tampoco consideramos el futuro como la clausura de lo ya acontecido. Lo
consideramos como una imprevisibilidad que incluye todas las versiones
modificables de un pretérito que juega a las escondidas con su actualidad. No
obstante, la palabra revolución –contemporánea por lo menos de los últimos
cuatro Siglos, de Cromwell a Cooke-, no tiene la fama de su etimología (dar
vueltas algo o sobre algo) sino el prestigio de un corte radical en la historia.
Siempre hay una búsqueda del tiempo cero, el día iniciático, la epifanía. Por eso
muchas revoluciones prescriben desde el comienzo el corte de los tiempos, lo
que en los discursos habituales se llama parte aguas, pero en realidad lo que se
parte es el tiempo. Tiempo por agua, que aunque no se crea, es un complemento
del tiempo.

Es por eso que la Comuna de París remite su calendario al de la


Revolución Francesa y ésta al calendario de la naturaleza: el tiempo se mide en
relación a las evidencias naturales, las cosechas, el calor, las brumas, etc. No se
podría decir que la revolución es un cambio de calendario, sino una visión
diferente del tiempo, una escisión de la temporalidad lineal. ¿Se adopta una
circular? En gran medida sí, pero añorando la posibilidad de darle “etapas” y
“superaciones”. Así ocurrió con la revolución de Octubre, mes cambiado para el
de Noviembre por los propios revolucionarios, “occidentalizando” su
concepción calendaria, la noción de cronología para clasificar eventos
colectivos. Pero si la revolución es un momento específico del tiempo –donde
se detiene utópicamente-, nunca deja de ser objeto de preparativos frustrados y
oportunidades repentinas, florecientes. El revolucionario profesional parece
surgir de un momento previo: la humanidad precisa verse a sí misma de otro
modo, un modo del que solo sospecha cual será. Pero la constancia del
revolucionario profesional lo hace ver al tiempo de una manera extraña, como
correlación de fuerzas, sumatoria objetiva de energías.

El tiempo es una fuerza que no puede medirse, por eso la correlación es


una apuesta metafórica. Frente a distintos momentos de esas correlaciones, la
imaginación actúa suponiendo que hoy está débil la voluntad del revolucionario
y mañana por el contrario será poderosa. Por eso, los documentos y discursos
del revolucionario profesional pueden verse como contradictorios, pero se
revalidan en tanto va calibrando las diferentes distancias que establece con su
materia. Si ve la revolución cerca, quema etapas. Si la ve lejos porque muchas
mediaciones se interponen, sus discursos hablarán de momentos coyunturales,
suma de aspectos diversos, frentismos abigarrados de cosas y personas con las
que nunca concordará del todo. Frente al revolucionario profesional, se yergue
el revolucionario que no sabe de su fuerza ni prevé su actuación. No es un
espontaneara ni un intuicionista. Tiene algunas certezas sobre lo deshilvanado
de la historia, lo alcanza la suposición de un vacío, no regido por hipótesis
según un tiempo lineal o de etapas que obedecen con su inicio, la finalización
de la que la precedió. Es el hijo de su insospechado abismo.

La historia de las revoluciones es la historia de la contraposición del


revolucionario profesional y el revolucionario reconstituido y repuesto por el
abismo de un tiempo impredecible. Siempre se contó la historia de este último a
la luz de la historia del primero. Quizás haya un tiempo en que se inviertan las
ecuaciones, y el revolucionario ocasionalista, el hombre de lo impensado, pueda
narrar lo que vio de lo que pudo ser su refugio originario, aquel revolucionario
profesional, que por ser siempre revolucionario, adecuó constantemente su vida
a las distintas paredes que para derribar, debía siempre medirlas según las
diferentes distancias que ellas le ofrecían. Era el juego entre el albañil con su
espátula fija y el torero que calculaba siempre, en su ensimismamiento, un
juego de distancias siempre diferentes entre él y su objetivo tan movedizo, pura
vibración animal.
***

El revelado de la memoria
Julia Pascolini

El revelado de una foto


Es similar al revelado de la memoria
Primero,
El amplificador pone zoom sobre el recuerdo
Echa luz sobre él;
Una vez terminado
El recuerdo es sumergido
En el líquido revelador
Se materializa la imagen
Es ahora, tangible

El baño de paro
Es el único que se afirma a
Lo extrovertido
Bello
Doloroso
Y sensual
De la vida,
Encargado de terminar con el revelado
Antes de que vuélvase nebulosa

Mas aún podría ser borrado


-El recuerdo-
Si no pasara por el tercer y último líquido
El fijador
Responsable de convertir al recuerdo
En infinito

A quienes nunca amigaron demasiado


Con la fotografía
Al igual que yo
Recomiendo tomar esa foto vieja
Guardada en el cajón
Más oscuro del hogar
Y sentir,
¡Sentir profundamente!
Aseguro,
Con una mano en el pecho,
Que fuera cual fuera el tinte del recuerdo
Permanecerá de la misma forma
Tan alegre
Tan doloroso
Y tan estúpidamente estático
Como en aquel momento

Es por eso que la memoria


Gana al olvido
Es por eso que sólo aman
Quienes evocan
Quienes revelan sus recuerdos
Y los fijan en la historia

Es por eso que no olvidamos,


Nunca,
Porque amamos,
Porque tenemos memoria,
Porque hermanamos con la alegría
Mas también con el dolor
Para convertirlo en fruto dulce
En juventud consciente
En futuro justo

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