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Hacer un negro
Natalia Torrado
Ernesto Laclau
¿Cuáles son las simplificaciones que este esquema tiene, que ahora
tenemos que intentar eliminar? En primer lugar, tenemos que el presupuesto de
todo este sistema es que la frontera es estable, porque la exterioridad del
régimen represivo respecto a la cadena popular equivalencial presupone esta
frontera estable. Pero ello presupone que el régimen represivo es
fundamentalmente estúpido. Y en general no es estúpido. (Bueno, a veces lo es,
pero por regla general no lo es). Y que puede, por consiguiente, intentar
desplazar la frontera, de modo tal que las demandas dejen de formar parte de la
cadena equivalencial popular y sean absorbidas al sistema de otra manera. Esto
puede tener lugar de dos modos. Un primer modo es romper la cadena
equivalencial. Por ejemplo, un caso que he estudiado: el discurso de Disraeli en
el siglo XIX en Inglaterra. Ahí, Disraeli se encontraba en el periodo poscartista,
con una identidad popular fuertemente estructurada y dividida del centro del
poder. Él, como novelista y como político, había hablado de dos naciones y
decía: “si continuamos con dos naciones, todos vamos a terminar como Luis
XVI”. Es decir que el objetivo, que fue el lema de la política “Tories por un
siglo” más tarde, a partir de él, era “hay que constituir una nación, one nation”.
¿Cómo lograrlo? Simplemente, rompiendo las relaciones equivalenciales. El
discurso poscartista incluía una serie de demandas articuladas
equivalencialmente, por ejemplo, demandas por alojamientos, demandas por
libertad de comercio, demandas por libertad de prensa, republicanismo frente al
régimen monárquico, etc. Entonces, Disraeli dice: “bueno, ustedes tienen aquí
una demanda por housing, por alojamiento, bueno, aquí hay una institución del
Estado que va a tratar esta demanda”. Y entonces hay una absorción diferencial
de la demanda. “Pero en ese caso, ustedes dense cuenta que esto se los está
concediendo la buena reina Victoria y que no tiene nada que ver con el
republicanismo”. O sea que se empiezan a romper los vínculos equivalenciales,
y las identidades populares se empiezan a disgregar. Ese sería el ideal de Macri
y Elisa Carrió. [Risas].
Pero hay otras formas de operar por parte de un régimen dominante sobre
la cadena equivalencial. Se trata de crear una nueva cadena por la cual ciertas
demandas de la cadena popular puedan ser absorbidas a cadenas equivalenciales
distintas. Entonces, la frontera empieza a desplazarse. Para darles muy
brevemente un ejemplo, porque no hay tanto tiempo, los significantes del
populismo norteamericano, tal como se constituye a fines del siglo XIX, fueron
significantes en general con una orientación de izquierda, esa idea del pequeño
hombre contra la gran riqueza. Y se mantuvieron como significantes de
izquierda hasta el periodo del New Deal y el periodo inmediatamente posterior.
Pero, en los años ´50 y ´60, se da una reversión de este proceso. Es decir, ciertos
significantes populistas, del hombre pequeño contra la gran riqueza, empiezan a
ser absorbidos por cadenas equivalenciales distintas. Es decir, se mantiene la
idea del pequeño hombre frente al poder, pero el poder ya pasa a ser
considerado como las elites liberales del este de los Estados Unidos y ya no
como el sistema de los bancos, de los ferrocarriles, etc. Esta es la transición que
tiene lugar en el caso de las campañas macartistas de los años ´50, después en
las campañas electorales de George Wallace en los años ´60 y que después va a
pasar al centro de la gran política con las campañas electorales de Nixon y
Reagan. Y finalmente, está en la base de la ideología de Bush, ese mundo que
está acabándose hoy día, pero que dominó todo el discurso fundamental de la
política americana durante varias décadas. Entonces, en este tipo de absorción,
yo hablo de significantes flotantes más que de significantes vacíos, porque este
significante está sometido a la presión estructural de dos cadenas
equivalenciales absolutamente diferentes. Ahora, esta dimensión de los
significantes flotantes tiene que incorporarse a la consideración de lo que hemos
estado refiriéndonos hasta ahora.
El segundo punto que crea una dificultad en este esquema es que nosotros
no hemos determinado cuál es el status teórico preciso del significante vacío.
¿Qué es el significante vacío? ¿Es un concepto? Bueno, la característica de un
concepto es que tiene que subsumir bajo sí una serie de individuos que
comparten todos un rasgo positivo común. Por ejemplo, si yo digo “mesa”, hay
muchos individuos en el mundo que van a ser subsumidos bajo la categoría
“mesa” en la medida en que todos presenten ciertos rasgos descriptivos que
comparten. Ahora, esta es la forma en la que, por ejemplo, mi colega de
Northwestern, Jürgen Habermas, tiende a presentar su problema: la
universalización tiene que ser siempre una universalización sobre la base de
compartir un elemento positivo. Y para mí, sin embargo, esta solución no es
adecuada, porque lo que comparten, como hemos visto, todos los eslabones de
la cadena diferencial, no es algo positivo, sino que es algo negativo: el hecho de
que todos se oponen al régimen represivo. Y esto no corresponde a la noción de
lo que podríamos llamar una subsunción de tipo conceptual. Entonces, el
problema teórico que se nos presenta es: si este significante vacío no es un
concepto, ¿qué es lo que es?
Muchas gracias.
***
III. Democracia. Un estado en cuestión
Democracia y la pregunta por su existencia
Mariano Molina y Guillermo Korn
En Argentina, desde diciembre de 1983, el orden constitucional ha
experimentado vaivenes y tironeos por doquier. Por momentos parece rechinar,
en otros crujir. Pero desde hace venticuatro meses la democracia viene
experimentando situaciones de extrema vulnerabilidad.
El presente pasa a ser leído desde particulares perspectivas. Habitamos
una escena contemporánea escurridiza, a la que no es fácil definir. Aunque
carezca de un nombre preciso y abarcador sabemos que es necesario poder
pensarla y analizarla con premura.
Preveíamos presentar estos Relámpagos en unos días. La coyuntura
precipita este anticipo. Las reflexiones urgentes nos señalan la importancia de
producir ensayos en estos instantes de peligro, precisamente cuando la
Democracia sigue siendo un estado en cuestión.
DES-DEMOCRACIA
Diego Tatián
No estamos ante una dictadura. Estamos ante algo que podríamos
enunciar como una continuidad de la dictadura por otros medios: bajo un
gobierno de los civiles de la última dictadura cívico-militar que accedieron a él
por medio del voto. El origen electoral de una alternancia es condición
necesaria pero no suficiente para dotarla de legitimidad democrática; no
obstante, su pérdida no nos arroja automáticamente en una dictadura. Quizá
nunca antes en un gobierno electo la vulneración de la formalidad republicana
–inescindible de esa legitimidad– haya sido tanta y tan brutal como lo es desde
diciembre de 2015. No estamos ante una dictadura sino en la encrucijada de una
continuación y de una interrupción que podría designarse negativamente con
la palabra des-democratización.
La continuación lo es del plan económico de la dictadura, junto a lo que
en los años setenta debió imponerse por medio del Terror ejercido desde el
Estado: la entrega por endeudamiento, el saqueo del patrimonio público, el
disciplinamiento social, el desprecio por los derechos humanos, la renovada
amenaza de destruir los más básicos derechos civiles mediante un retorno –en
este caso no sistemático sino planificado en sus dosis– de represión, de
encarcelamientos por motivos políticos, de listas negras con las que intimidar
intelectuales, sindicalistas, dirigentes sociales y estudiantiles; extorsiones
judiciales, encubrimiento –al menos– de una desaparición, habilitación de
pulsiones fascistas alojadas en napas sociales que nunca dejaron de estar allí –
antes inhibidas por la política, ahora promovidas a su emergencia inmediata–;
sometimiento cultural, financiero y político a los poderosos del mundo en
detrimento de una fraternidad continental; destino armamentista de los dineros
públicos,
imposición de un principio de crueldad que obtiene su eficacia en un siniestro
ejercicio de violencia acompañado por una retórica de la alegría, el amor y la
felicidad.
La interrupción, en tanto, lo es de un proceso –nunca continuo ni lineal–
de democratización, que tuvo inicio en la recuperación democrática de 1983 y
cuyas bases fueron sentadas por el gobierno de Raúl Alfonsín. Por
democratización proponemos entender un incremento de derechos en los
sectores populares que habían estado despojados de ellos por las relaciones de
dominación de las que normalmente son objeto: la conquista de derechos civiles
y políticos, cuyo desarrollo democrático prospera en una conquista siempre
provisoria de derechos sociales, los que a su vez se extienden en derechos
económicos que complementan o realizan las libertades civiles –sin las que no
existe democracia– con la justicia social y la igualdad real –sin las que tampoco
existe democracia en sentido pleno, sino solo democracia como máscara y
administración del privilegio. Proceso de “des-democratización” –de ninguna
manera dictadura– llamaría al actual estado de situación en la Argentina y otros
países de la región (como Brasil), que despoja de derechos y excluye
nuevamente a los que no tienen parte.
El macrismo es una continuación de 1875, de 1930, de 1955, de 1966, de
1976 y de los años ‘90 (queremos expresar con esas cifras históricas: la
violencia racista contra los pueblos preexistentes; la dominación oligárquica –
palabra que de manera imprevista ha vuelto a cobrar actualidad–; la extirpación
con todos los medios a disposición de una compleja experiencia popular y la
venganza contra ella; la destrucción del sistema educativo y científico; el
sometimiento al Capital financiero y a los manuales “antisubversivos” que lo
complementan; neoliberalismo en todos los órdenes y todos los vínculos…). Sin
embargo, es una continuación novedosa que no puede reducirse a lo que esos
años aciagos expresan.
Esta novedad –lo que satisface en la imaginación pública y la sensibilidad
que ella misma produce por muy sofisticadas técnicas de captura ideológica– es
lo que deberá descifrar el pensamiento crítico, en conjunción con el
reconocimiento de una potencia –igualmente novedosa– atesorada en el
campo popular. Quizá por primera vez la derrota de una experiencia política
favorable para las mayorías sociales –y para minorías excluidas por el sentido
común colonizado y por las minorías del dinero y el poder– no ha diezmado el
sentido de esa experiencia ni la voluntad ciudadana que la hizo posible. Algo,
en efecto, permanece intacto. Algo (¿un sujeto?, ¿un íntimo empoderamiento?,
¿una marca indeleble en la materia social?) que para proteger la herencia de la
que es depositario está buscando la forma de su renovación.
La temporalidad plural –y nunca cronológica– de la política genera
siempre, de la manera más imprevista y en el momento menos previsto, las
condiciones de irrupción de lo que será capaz de continuar la obra de tantas
luchas sociales por la recuperación y la invención de derechos. Pero si bien
imprevisible, esa irrupción no se produce sin la acción política, la militancia y la
tarea de comprender la opacidad del presente. Aunque finalmente todo vaya a
suceder de otro modo: no como el topo que cava, sino como la liebre que
reaparece de improviso después de habérsela perdido de vista.
***
FORMAS DE LA DEMOCRACIA
Eduardo Rinesi
Desde hace unas cuantas décadas, la vida política argentina y la discusión
acerca de
ella se organizan alrededor de una palabra tan antigua como problemática, que
es la palabra “democracia”. Palabra maldita, en efecto, en los lenguajes
políticos de los países de Occidente, donde nació, hace ya una punta de siglos,
para designar un tipo descaminado de gobierno, y que desde entonces hasta
hace muy poco tiempo no gozó de la buena prensa que en cambio la viene
cortejando desde los años de las dos guerras mundiales. En efecto, el sentido
positivo de la palabra “democracia” es, comparado con su larga historia, muy
reciente en todo el mundo, y más todavía entre nosotros, donde hasta no hace
tantas décadas nombraba un valor que, cuando no era representado como
francamente negativo, era por lo menos subordinado a otros que se estimaban
más valiosos, como el del desarrollo o la revolución.
No deja de ser interesante, en ese marco, señalar la frecuencia con que la
palabra
aparece en los discursos de los militares golpistas de 1976. Repásense, por
ejemplo, los del dictador Videla, que solía invocar el valor de la democracia
como uno especialmente ponderable, afirmaba que el objetivo del régimen que
presidía era devolverle al país esa democracia, y no se privaba de ofrecer una
definición, o por lo menos una caracterización (cierto que, digamos, “por la
negativa”), de lo que entendía por democracia: una forma del orden que se
oponía a tres grandes amenazas, omnipresentes en la discursividad golpista: la
anarquía, la corrupción y el populismo. Vuelvo a pedir que se relean esos
discursos, y que después se piense seriamente si no nos ilusionamos demasiado
cuando suponemos que han quedado en el pasado ciertas ideas-fuerza de la
ideología de la derecha política argentina.
Contra esa idea de la democracia como orden, el pensamiento dominante
en los
años de la “transición” sostuvo otra: la de la democracia como una utopía.
Como una utopía que nos esperaba al final de un camino de “reforma moral e
intelectual”, a lo largo del cual debíamos trocar unas instituciones y una
“cultura política” autoritarias por otras, abiertas y tolerantes. Y como una utopía
organizada alrededor del valor fundamental de la libertad. De la libertad
“negativa”, como enseña la teoría política: la libertad de los ciudadanos frente a
los poderes que podían amenazarla o sofocarla, a la cabeza de los cuales, por
muy justas razones, tendíamos a situar el poder terrible, y temible, del Estado.
La idea sobre la democracia que pudimos pensar en nuestros años ochenta fue
una idea de la democracia liberal y antiestatalista.
La que siguió, en la larga década que se inicia en 1989 y se cierra en
2001, también estuvo signada por un fuerte rechazo al Estado, aunque por
motivos, ahora, menos políticos que económicos. No es el caso insistir acá
sobre la importancia que tuvo ese deslizamiento del debate público de la política
a la economía. Sí lo es destacar que, de la mano de ese movimiento, lo que
emergió fue una nueva idea sobre la democracia, que en esos años no pensamos
ya como una utopía, sino como una rutina. La “transición” había terminado, y
por cierto que razonablemente bien, pero el sistema político que nos había
dejado estaba lejos de poder enamorarnos como lo habían hecho las promesas
de diez años atrás, y empezábamos a verlo con creciente indiferencia, distancia,
resignación en el mejor de los casos y enojo en el peor.
Ese enojo popular fue el que a fin de 2001 hizo estallar por el aire todo
ese sistema,
inaugurando una cuarta forma (después de la del orden, la de la utopía y la de la
rutina) de pensar la democracia: la de la democracia como un espasmo. Intenso,
seductor y breve. Por cierto, todavía nos debemos un análisis mejor que los que
fuimos capaces de hacer hasta el momento sobre esos meses tan intensos de la
vida política argentina. Lo que aquí me interesa señalar es que el valor que
debemos ubicar en el centro de esta cuarta forma de pensar la democracia de
nuestra atrevida y rápida periodización es el de la participación: el de la
recuperación del valor del involucramiento de los ciudadanos (en los parques,
las plazas, las esquinas, las fábricas recuperadas, las iglesias, los clubes, los
centros de estudiantes) en la discusión de su propio futuro.
Durante los años que siguieron, a partir de 2003, hablamos menos de
democracia que de democratización: pensamos la democracia, más bien, como
un proceso. ¿De qué? Sobre todo de ampliación, profundización,
universalización, de derechos. Esta categoría de “derechos”, en efecto, central
en el discurso kirchnerista, organizó muchas de las discusiones más importantes
de los últimos años, con una cantidad de consecuencias de lo más interesantes.
La que aquí me importa indicar es la revalorización de la idea del Estado, que si
desde los años de la militancia contra la dictadura hasta los del “Que se vayan
todos” del cierre del ciclo neoliberal había sido pensado como formando parte
de las cosas malas de la vida y de la historia, ahora se recuperaba de su
descrédito a partir de la idea de que sólo un Estado activo y fuerte puede
garantizar los derechos de sus ciudadanos.
Sin duda esta periodización debe ser revisada y mejorada. “Faltan
pormenores, rectificaciones, ajustes.” Pero nos sirve para lo que querría plantear
como corolario de este módico ejercicio, que ensayo aquí sobre el telón de
fondo de las evidencias de la emergencia de un nuevo ciclo político en el país,
muy distinto de todos los que venimos de recordar, y que ofrece sobre muchas
cuestiones de las que hemos estado discutiendo en todos estos años ideas muy
diferentes a aquellas a las que nos habíamos habituado y que aquí traté de
presentar. Es necesario revisar el lugar que ocupan, en el discurso y en las
definiciones políticas del macrismo, las categorías fundamentales de la libertad,
de los derechos, del Estado. Y es necesario preguntarnos cuál es la idea sobre la
democracia que anima esta experiencia que hoy atravesamos.
Para ello puede ser útil advertir que el ideario que anima al gobierno de
Cambiemos
no parece tener ninguna deuda ni con la idea de la democracia como utopía de la
libertad ni con la idea de la democracia como espasmo participativo ni con la
idea de la democratización como proceso de ampliación de derechos. En efecto,
hoy todas las formas de la libertad están en serio peligro en el país, y el
gobierno nacional no parece en absoluto preocupado por defenderlas. La
participación popular en los asuntos públicos encuentra el severo límite de que
incluso las más elementales formas de reunión para ejercer el derecho
constitucional a peticionar a las autoridades suelen ser tratadas con palos y con
gas pimienta. Y la palabra “derechos” ha desaparecido de los discursos oficiales
de la mano del desmantelamiento de las políticas públicas destinadas a
garantizarlos.
En cambio, es clara la deuda de la idea macrista de democracia con los
otros dos
modelos de los que quedan presentados. Por un lado, con la noción de la
democracia como orden. Como un orden que se levanta –repito– contra la triple
amenaza de la anarquía (que hoy se busca conjurar con protocolos antidisturbios
y policías por todos lados), de la corrupción (que hoy se denuncia a la mañana,
tarde y noche en todos los juzgados y por todos los medios) y del populismo
(que hoy se rechaza como el nombre del engaño que les hizo creer a los
desiguales que eran iguales). Por otro lado, con la noción de la democracia
como rutina, como costumbre desangelada y ñoña de cumplir ciertos rituales.
Aunque ya hemos oído a algunos voceros del gobierno preguntarse en voz alta
qué necesidad hay de que el voto sea obligatorio y de que las elecciones sean
tan frecuentes.
Contra todo este oprobio es necesario recuperar, de lo mejor de los años
que han
pasado, el valor de la libertad de los individuos, de la participación del pueblo y
de los derechos que el Estado tiene que garantizar. Es necesario, en fin, rescatar
lo mejor de esas tres grandes tradiciones emancipatorias que son la liberal, la
democrática y la republicana, que por cierto no tienen nada que ver con el
macrismo, que las ignora y las insulta a todas: a una vulnerando las libertades, a
otra desconociendo los derechos y a la tercera amenazando, en lugar de
proteger, la res publica, la cosa pública. Es decir, el bien común, el bienestar
general, el patrimonio colectivo y el destino de las próximas generaciones. Es
todo eso lo que está en peligro si no somos capaces de forjar una idea menos
mezquina sobre la democracia.
***
IV Revolución. Escuela de un sueño eterno
El revelado de la memoria
Julia Pascolini
El baño de paro
Es el único que se afirma a
Lo extrovertido
Bello
Doloroso
Y sensual
De la vida,
Encargado de terminar con el revelado
Antes de que vuélvase nebulosa